AGOSTO DE 1965

19 La cola

El miércoles fue un mal día. Los policías de Hollenbeck escuchaban incrédulamente la radio de la policía que emitía una corriente incesante de llamadas de ayuda y auxilio procedente de los oficiales de la comisaría de la calle Setenta y Siete.

– Los desórdenes están empezando -dijo Blackburn mientras él y Serge patrullaban nerviosamente con su coche de juveniles sin poderse concentrar en ninguna otra cosa como no fuera lo que estaba sucediendo en la zona Sureste de la ciudad.

– No creo que sean auténticos desórdenes -dijo Serge.

– Te digo que están empezando -dijo Blackburn y Serge se preguntó si tendría razón mientras escuchaba a las frenéticas locutoras enviando coches de distintas divisiones a la calle Setenta y Siete donde se estaban formando grupos en la esquina de la Ciento Dieciséis y el boulevard Avalon. A las diez en punto se estableció un puesto de mando en la esquina de Imperial y Avalon y se intensificaron las patrullas perimétricas. Mientras escuchaba, a Serge le parecía evidente que las unidades de la policía no eran suficientes para enfrentarse con aquella situación apurada.

– Te digo que están empezando -dijo Blackburn -. Ahora le toca a Los Ángeles. Quema, quemar, quema. Vayamos a un restaurante y comamos porque esta noche no vamos a casa, te lo digo yo.

– Estoy dispuesto a comer -dijo Serge -. Pero todavía no voy a empezar a preocuparme.

– Te digo que están a punto de desencadenarse -dijo Blackburn y Serge no pudo establecer si su compañero se alegraba de ello o no.

"Quizás se alegra -pensó Serge-. Al fin y al cabo, su vida ha sido bastante aburrida desde que su mujer solicitó el divorcio y él temió verse envuelto en más situaciones de adulterio antes de que se fallara el pleito."

– ¿Dónde vamos a comer? -preguntó Serge.

– Vamos a ir al restaurante de Rosales. Hace dos semanas que no comemos allí. Yo por lo menos no. ¿Siguen tus relaciones con la pequeña camarera?

– La veo de vez en cuando -dijo Serge.

– Desde luego que no te lo reprocho- dijo Blackburn -. Es realmente bonita. Ojalá pudiera yo verme con alguien. Con cualquiera. ¿No tiene por casualidad una prima?

– No.

– Ni siquiera puedo ver a mis mujeres. Mi maldita esposa se ha quedado con la agenda en la que tenía apuntados los números. Me temo que tiene los sitios vigilados. Ojalá tuviera alguna que ella no supiera.

– ¿No puedes esperar hasta que se celebre el juicio de divorcio?

– ¿Esperar? Maldita sea. Sabes que soy un hombre que necesito a las mujeres. No he tenido una sola aventura desde hace casi tres meses. A propósito, tu amiga no trabaja tanto como antes, ¿verdad?

– Va a la universidad -dijo Serge -. Pero sigue trabajando un poco. Creo que esta noche trabajará.

– ¿Y qué me dices de la otra amiga que tienes? La rubia que te recogió en la comisaría aquella noche. ¿Sigues con ella?

– ¿Paula? Más o menos.

– Apuesto a que quiere casarse contigo, ¿verdad? Eso es lo que quieren todas estas rameras. Te aconsejo que no lo hagas. Ahora posees la vida, muchacho. No cometas la tontería de cambiar.

Serge nunca podía dominar los latidos de su corazón cuando se encontraba cerca de ella y eso es lo que más le molestaba. Cuando aparcó el coche junto al bordillo y entró en el restaurante momentos antes de que el señor Rosales pusiera el letrero de cerrado, el corazón empezó a galoparle y el señor Rosales les hizo un movimiento con su cabeza gris y les señaló un reservado. Había pensado durante varios meses que el señor Rosales había adivinado lo que había entre él y Mariana pero no advirtió ninguna señal y, al final, pensó que únicamente se trataba de los restos de su conciencia hecha jirones agitándose al cálido viento de su pasión. Había decidido no verse con ella más de una vez por semana, a veces menos todavía, y siempre la acompañaba a casa temprano y simulaba una perfecta inocencia aunque acabaran de pasar juntos varias horas en la pequeña habitación de un motel que la empresa del mismo reservaba para los policías de Hollenbeck, quienes sólo tenían que exhibir la placa en lugar de pagar. Pensó al principio que no duraría mucho tiempo y que pronto se produciría el melodrama inevitable y ella gemiría y lloraría diciéndole que aquella situación en un motel barato no podía proseguir y sus lágrimas destruirían el placer -pero todavía no había sucedido. Cuando le hacía el amor a Mariana, siempre era lo mismo y, al parecer, ella experimentaba también la misma sensación. Nunca se había quejado y ninguno de los dos hizo nunca ninguna promesa. Se alegraba de que fuera así y, sin embargo, esperaba ansiosamente que se produjera el melodrama. Era inevitable que se produjera.

Y hacerle el amor a Mariana era algo que había que analizar, pensó, pero hasta ahora no había conseguido comprender cómo era posible que ella lo hiciera todo tan distinto. No se trataba simplemente del hecho de haber sido él el primero, porque había sentido lo mismo con la pequeña hija de ojos oscuros del bracero cuando tenía quince años; ya no había sido el primero para ella y, a veces, ni siquiera era el primero de la noche. No era simplemente por haber sido el primero, era que cada vez se sentía purificado al terminar. El calor de ella le quemaba desde dentro y advertía una sensación de paz. Ella le abría los poros y le eliminaba las impurezas. Ésta era la razón de que siempre regresara a ella, a pesar de que resultaba muy difícil igualar en condiciones de inferioridad la habilidad sexual de Paula que sospechaba que había otra chica y exigía de el cada vez más, por lo que el ultimátum tampoco tardaría en llegar. Paula casi había estallado a llorar dos noche antes cuando ambos se encontraban contemplando una estúpida película de la televisión y el hizo un comentario acerca de la vieja solterona que perseguía sin éxito a un corredor de bolsa gordo que no conseguía librarse del dominio de su autoritaria esposa.

– ¡Ten un poco de compasión! -casi le gritó ella al burlarse él de la infeliz mujer-. ¿No tienes piedad? Está terriblemente asustada de la soledad. Necesita amor, maldita sea. ¿No ves que no tiene amor?

Decidió a partir de aquel momento ser muy prudente con lo que dijera porque el final estaba cerca. Tendría que decidir si casarse con Paula o no. Y si no lo hacía, pensó que probablemente jamás se casaría porque las perspectivas jamás volverían a ser tan buenas.

Pensaba en todo esto mientras esperaban que saliera Mariana de la cocina a preguntarles qué deseaban, pero ella no apareció. Se acercó a la mesa el mismo señor Rosales con el café y un bloc y Serge le dijo:

– ¿Dónde está ella? -y le miró fijamente pero no observó nada en los ojos ni en la expresión del propietario que le contestó:

– He pensado que era mejor que estudiara esta noche. Le he dicho que se quedara en casa estudiando. Progresa tanto en los estudios. No quiero que se canse ni que se moleste por exceso de trabajo o cualquier otra cosa.

Miró a Serge al decir "cualquier otra cosa" pero no fue una mirada maliciosa; de todos modos, Serge comprendió ahora que el viejo sabía cómo estaban las cosas porque, al fin y al cabo, cualquier persona con un poco de inteligencia hubiera comprendido que no salía con ella varias veces al mes simplemente para tomarle la mano. Dios mío, él tenía casi veintinueve años y ella sólo tenía veinte. ¿Qué otra cosa podía esperarse?

Serge comió de mala gana y Blackburn, como de costumbre, devoró todo lo que estaba a la vista y, sin hacerse rogar, se terminó casi todo lo que Serge no se comió.

– ¿Preocupado por los desórdenes? -preguntó Blackburn-. No te lo reprocho. Me pone un poco nervioso pensar que puedan hacer aquí lo que hicieron en el Este.

– Aquí nunca será igual -dijo Serge -. No toleraremos toda esta basura como lo hicieron en el Este.

– Sí, somos el mejor Departamento del país -dijo Blackburn-. Eso dicen los informes de prensa. Pero quiero saber cómo podrán enfrentarse unos pocos cientos de trajes azules con un océano de negros.

– No será así, estoy seguro de que no.

Aquella noche todos fueron retenidos más allá del horario del turno en Hollenbeck. Pero a las tres de la madrugada les permitieron marcharse. Blackburn se limitó a encogerse de hombros cuando Serge le dijo que evidentemente todo se había tranquilizado y que al día siguiente la situación se habría normalizado.

Sin embargo, las cosas no se normalizaron el jueves y a las siete y cinco de la tarde volvió a concentrarse una muchedumbre de dos mil personas en la esquina de la Ciento Dieciséis y Avalon y las unidades de Central, Universidad, Newton y Hollenbeck fueron enviadas urgentemente al lugar de los disturbios. A las diez de la noche, Serge y Blackburn dejaron de patrullar y permanecieron sentados en el aparcamiento de la comisaría escuchando la radio de la policía tal como estaban haciendo cuatro oficiales uniformados que estaban disponiéndose a salir hacia la zona de Watts.

En el cruce entre la carretera sobreelevada Imperial y Parmelee se efectuaron disparos contra un vehículo de la policía y una hora más tarde Serge escuchó que a un sargento se le negaba el permiso de utilización de gases lacrimógenos.

– Creo que se imaginan que el sargento no sabe lo que está sucediendo por ahí -dijo Blackburn -. Creo que suponen que debiera hablarles en lugar de utilizar gases contra ellos.

Pocas horas después de media noche se les confirmó de nuevo que no serían enviados a Watts y Serge y Blackburn pudieron retirarse. Serge había llamado a Mariana al restaurante a las diez y media y ella había accedido a encontrarse con él frente a la casa de Rosales a la hora que él pudiera. Ella solía estudiar hasta bien entrada la madrugada y Serge acudía allí cuando la familia Rosales ya dormía. Aparcaba al otro lado de la calle a la sombra de un olmo y ella se acercaba al coche y siempre era mejor que lo que él recordaba. Parecía como si no pudiera retener en la imaginación aquellos momentos. Los momentos transcurridos con Mariana. No podía recordar la catarsis de su amor. Sólo podía recordar que era como bañarse en una piscina caliente en la oscuridad y se sentía vivificado y nunca, en ningún momento, pensó que ello pudiera resultar perjudicial para él. Para ella no sabía.

Casi no se detuvo porque eran las dos y cuarto pero la luz estaba encendida y se detuvo sabiendo que, si estaba despierta, le oiría. AI cabo de un momento, la vio salir de puntillas de la puerta principal vestida con una suave bata azul y el fino camisón color de rosa que él conocía tan bien a pesar de no haberlo visto nunca a la luz. Pero conocía su tacto y experimentó sequedad en la boca al abrirle la portezuela.

– Pensaba que no ibas a venir -dijo ella al dejarla de besar él un momento.

– Tenía que venir. Sabes que no puedo estar mucho tiempo alejado.

– A mí me sucede lo mismo, Sergio, pero espera. ¡Espera!- le dijo ella apartándole las manos.

– ¿Qué pasa, palomita?

– Tendríamos que hablar, Sergio. Hace exactamente un año que fuimos a la montaña y yo vi el primer lago, ¿Recuerdas?

"Ya está", pensó él casi triunfalmente. Sabía que iba a llegar. Y a pesar de que temía los lloros, se alegraba de que al final terminara. La espera.

– Recuerdo la montaña y el lago.

– No me arrepiento de nada, Sergio. Debes saberlo.

– ¿Entonces? -preguntó él encendiendo un cigarrillo y disponiéndose a ser testigo de una escena embarazosa.

"Después vendrá Paula -pensó -. Después de Mariana."

– Es mejor que lo dejemos ahora que ambos sentimos el uno por el otro lo que sentimos.

– No estarás embarazada, ¿verdad? -dijo Serge de repente, al ocurrírsele que eso era lo que ella se disponía a decirle.

– Pobre Sergio -dijo ella sonriendo tristemente -, no, querido, no lo estoy. Me he aprendido bien todos los métodos de prevención aunque me avergüenzan. Pobre Sergio. ¿Y qué si lo estuviera? ¿Crees que me marcharía con tu niño en el estómago? ¿A Guadalajara quizás? ¿Y vivir mi pobre vida criando a tu hijo y anhelando únicamente tus brazos? Te lo dije antes, Sergio, lees demasiados libros. Tengo que vivir mi vida. Es tan importante para mí como para ti la tuya.

– ¿Qué demonios es eso? ¿Hacia dónde vas?

No podía verle los ojos en la oscuridad y todo aquello no le gustaba. Jamás le había hablado así y se sentía acobardado. Deseaba encender la luz para asegurarse de que era ella.

– Es inútil que finja que me resulta fácil dejarte, Sergio. No puedo fingir que no te quiero lo suficiente como para vivir así. Pero no sería para siempre. Más pronto o más tarde, te casarías con otra y, por favor, no me digas que no hay otra.

– No, pero…

– Por favor, Sergio, déjame terminar. Si puedes estar más satisfecho casándote con la otra, hazlo. Haz algo, Sergio. Averigua lo que debes hacer. Y te digo una cosa: si averiguas que deseas compartir la clase de vida que yo llevo, entonces vuelve a esta casa. Ven un domingo por la tarde tal como hiciste la primera vez que fuimos al lago de la montaña. Y dile al señor Rosales lo que desees decirme a mí porque él es mi padre aquí. Si él lo aprueba, entonces ven a mí y dímelo. Y entonces se anunciará en la iglesia y no nos tocaremos el uno al otro hasta la noche de bodas. Y me casaré contigo con traje blanco, Sergio. Poro no te esperaré siempre.

Serge fue a encender la luz pero ella le agarró la mano. Al acercarse desesperadamente a ella, ella le apartó.

– ¿Por qué me hablas con esta voz tan extraña? Por Dios, Mariana, ¿qué he hecho yo?

– Nada, Sergio. No has hecho absolutamente nada. Pero ha durado un año. Yo antes era católica. Pero desde que nos amamos no me he confesado ni he comulgado.

– Conque es eso -dijo él moviendo la cabeza-. La maldita religión te ha confundido. ¿Te parece pecaminoso que nos hagamos el amor? ¿Es eso?

– No es eso simplemente, Sergio, pero en parte sí. Fui a confesarme el sábado pasado. Vuelvo a ser hija de Dios. Pero no es eso simplemente. Te quiero, Sergio, pero sólo en el caso de que seas un hombre entero. Quiero a Sergio Durán, a un hombre completo. ¿Lo entiendes?

– Mariana -dijo él advirtiendo una profunda sensación de frustración.

Pero cuando fue a acercarse, ella abrió la portezuela y corrió descalza cruzando la calle-. ¡Mariana!

– No debes volver nunca, Sergio -le susurró ella quebrándosele la voz por un momento-a no ser que vuelvas tal como te he dicho.

Miró a través de la oscuridad y la vio un momento de pie y erguida con la bata larga azul agitándose alrededor de sus tobillos. Mantenía la barbilla levantada como siempre y él advirtió que el dolor de su pecho se intensificaba y pensó durante un horrible momento que le estaban partiendo en dos pedazos y que sólo una parte de él permanecía sentada y silenciosa ante aquella aparición espectral que había creído conocer y comprender.

– Y si vienes, vestiré de blanco. ¿Me oyes? ¡Vestiré de blanco, Sergio!

El viernes trece de agosto a Serge le despertó al mediodía el sargento Latham que le gritó algo al teléfono míentras él se incorporaba en la cama e intentaba poner en marcha el cerebro.

– ¿Estás despierto, Serge? -preguntó Latham.

– Sí, sí -dijo él finalmente -. Ahora sí. ¿Qué demonios ha dicho?

– He dicho que tienes que venir inmediatamente. Todos los oficiales de la sección de menores tienen que acudir a la comisaría de la calle Setenta y Siete. ¿Tienes uniforme?

– Sí, creo que sí. Lo tengo por algún sitio.

– ¿Estás seguro de que estás despierto?

– Sí, estoy despierto.

– Muy bien, quítale las bolas de naftalina al traje azul y póntelo. Toma la porra, la linterna y el casco. No te pongas corbata y no te molestes en traer el gorro. Vas a combatir, muchacho.

– ¿Qué sucede ahora? -preguntó Serge mientras empezaban a acelerársele los latidos del corazón.

– Malo. Muy malo. Dirígete inmediatamente a la Setenta y Siete. Yo también iré en cuanto haya conseguido enviar a todos nuestros hombres.

Serge maldijo al cortarse la cara dos veces mientras se afeitaba. Sus ojos castaño claro aparecían acuosos y los iris estaban atrapados como por una tela de araña escarlata. El dentífrico y el colutorio no consiguieron eliminar de su boca el desagradable sabor que había dejado en ella el cuartillo de whisky. Había estado leyendo y bebiendo hasta una hora después de haber amanecido tras haberle dejado Mariana balbuciente en la oscuridad y todavía no había tenido tiempo de recapacitar acerca de todo ello. ¿Cómo podía haber estado tan equivocado con respecto a su palomita que, en realidad, era un halcón de caza, fuerte e independiente? ¿Qué era él, el depredador o la presa? Ella no le necesitaba tal como él se había gozosamente imaginado. ¿Cuándo demonios comprendería a alguien o algo? Y ahora, con un dolor de cabeza que le hacía estallar el cerebro y un estómago retorcido por la ansiedad y empapado de alcohol y quizás dos horas de sueño, se iba no sabía a dónde, donde quizás necesitara toda la fuerza física y la prontitud mental para salvar el pellejo.

Cuando cesara aquella locura de las calles y las cosas volvieran a la normalidad, se casaría con Paula, pensó. Aceptaría toda la dote que el padre de ella le ofreciera, sería hogareño y viviría lo más cómodamente posible. Se apartaría de Mariana porque en ella sólo le habían atraído la juventud y la virginidad tal como hubieran atraído a cualquier otro hedonista razonablemente degenerado. Ahora comprendía que haberse complacido en todo ello resultaba estúpidamente romántico porque, al parecer, ella había recibido más que él. Dudó que ella se sintiera tan triste como él en aquellos momentos y de repente pensó "que me disparen un tiro, que algún hijo de perra negro me dispare un tiro. No puedo encontrar la paz. Tal vez no exista. Tal vez sólo exista en los libros".

Serge descubrió que no podía abrocharse el Sam Browne y tuvo que dejar otro ojal. Había estado bebiendo más últimamente y tampoco había jugado demasiado al balonmano desde que trataba a dos mujeres. La cintura de los pantalones azules de lana también le costó de abrochar y tuvo que contraer hacia adentro el estómago para abrochar los dos botones. Estaba todavía bastante delgado con el pesado uniforme ajustado de lana, pensó, y decidió concentrarse en trivialidades tales como su creciente estómago porque no podía permitirse en aquel momento ser víctima de un acceso de depresión. Iba a meterse en algo con lo que a ningún policía de la ciudad se le había pedido jamás que se enfrentara y era posible que cualquier fanático diera cumplimiento a su deseo de muerte. Se conocía lo suficientemente bien para saber que temía rotundamente morir por lo que probablemente no lo deseaba en realidad.

Serge descubrió el humo antes de llegar a ocho quilómetros de distancia de Watts y comprendió entonces lo que los policías llevaban dos días diciendo, es decir, que aquella conflagración no se limitaría a la calle Ciento Dieciséis o a la Cien y la Tercera sino que se extendería por toda la zona Sur metropolitana. El uniforme le resultaba insoportable como consecuencia del calor e incluso las gafas de sol no evitaban que el sol le hiriera los ojos y le hiciera hervir el cerebro. Miró el casco que había depositado sobre el asiento y temió ponérselo. Bajó por la carretera de Harbor a la avenida Florence y después se encaminó en dirección Sur por Broadway hacia la comisaría de la calle Setenta y Siete que presentaba un aspecto tan caótico como se había imaginado, con coches de la policía yendo y viniendo y periodistas vagando sin rumbo y buscando escolta que les acompañara al perímetro de la zona, y el sonar de las sirenas de las ambulancias, coches de bomberos y coches-radio. Aparcó en la calle lo más cerca que pudo de la comisaría y aquí le indicó el despacho del comandante un oficial de despacho que hablaba a dos teléfonos y presentaba un aire tan deprimido como el propio Serge. El despacho del comandante estaba lleno de policías y reporteros a quienes un sargento sudoroso con cara de manzana seca les rogó que permanecieran fuera. El único que parecía tener idea de lo que estaba sucediendo era un lugarteniente calvo con cuatro barras de servicio en la manga. Estaba sentado tranquilamente en un escritorio y chupaba una combada pipa marrón.

– Soy Durán, de la sección juvenil de Hollenbeck -dijo Serge.

– Muy bien, muchacho, ¿cuál es la inicial de su nombre? -preguntó el lugarteniente.

– S -dijo Serge.

– ¿Número de serie?

– Uno cero cinco ocho tres.

– ¿Sección Juvenil de Hollenbeck, dice?

– Sí.

– Muy bien, responderá usted a la denominación de Doce-Adam-Cuarenta y Cinco. Formará equipo con Jenkins de Harbor y Peters de la Central. Deben estar fuera en el aparcamiento.

– ¿Coches con tres hombres?

– Ojalá fueran seis -dijo el lugarteniente, empezando a escribir en un cuaderno de notas -. Recoja dos cajas de balas del treinta y ocho del sargento de la prisión. Asegúrese de que haya una escopeta en el coche y una caja adicional de cartuchos de escopeta. ¿De qué división es usted, muchacho? -le preguntó el lugarteniente a un policía de baja estatura con un casco enorme y que se presentó detrás de Serge. Serge le reconoció como a Gus Plebesly, de la clase de la academia. Hacía quizás un año que no veía a Plebesly pero no se detuvo. Los ojos de Plebesly eran tan redondos y azules como siempre. Serge se preguntó si tendría él un aspecto tan asustado como Plebesly.

– Conduce tú -dijo Serge -. No conozco la división.

– Yo tampoco -dijo Jenkins.

Tenía una nuez que se movía mucho de arriba abajo y parpadeaba a menudo. Serge comprendió que no era el único que deseaba encontrarse en otro lugar.

– ¿Conoces a Peters? -preguntó Serge.

– Me lo acaban de presentar -dijo Jenkins -. Ha ido un momento al lavabo.

– Que conduzca él -dijo Serge.

– De acuerdo. ¿Quieres la escopeta?

– Llévala tú.

– Preferiría estar bajo la manta con mi oso de felpa en este momento -dijo Jenkins.

– ¿Es él? -preguntó Serge señalando a un hombre alto y desgarbado que se Ies estaba acercando. Parecía demasiado alto para los pantalones del uniforme que sólo le llegaban hasta ocho centímetros de los zapatos y los puños de la camisa también le quedaban cortos. Estaba muy bien formado y Serge se alegró. Jenkins no resultaba demasiado impresionante y probablemente necesitarían muchos músculos antes de que terminaran aquel servicio.

Serge y Peters es estrecharon la mano y Serge dijo:

– Te hemos elegido conductor, ¿te parece bien?

– De acuerdo -dijo Peters que lucía dos barras de servició en la manga, lo cual le convertía en el veterano del coche-. ¿Alguno de vosotros conoce la división?

– Ninguno -dijo Jenkins.

– Decisión por unanimidad -dijo Peters-. Vamos antes de que se me produzca otro movimiento de intestinos. Llevo once años en este trabajo pero jamás había visto lo que vi aquí anoche. ¿Alguno de vosotros estuvo aquí anoche?

– Yo no -dijo Serge.

– Yo estaba de guardia en la comisaría de Harbor -dijo Jenkins sacudiendo la cabeza.

– Bueno, pues agarraos bien en el asiento porque os digo que no vais a creer que estamos en América. Yo vi cosas así en Corea, desde luego, pero aquí estamos en América.

– No digas más o harás que se me suelten también los intestinos -dijo Jenkins riendo nerviosamente.

– Dentro de poco podrás defecar a través de una persiana de tela metálica sin manchar el alambre -dijo Peters.

Antes de haber avanzado dos manzanas bajando hacia el Sur por Broadway, a ambos lados de la cual se observaban multitudes vagando, un bloque de hormigón de un kilo de peso fue a estrellarse contra la ventanilla de atrás del coche y golpeó sordamente la parte posterior del respaldo del asiento frontal. Un grupo de cuarenta o más personas que había emergido de la esquina entre la Broadway y la Ochenta y Una empezó a lanzar gritos mientras la locutora de Comunicaciones gritaba: "¡Oficial necesita ayuda Mancliester y Broadway! ¡Oficial necesita ayuda Uno Cero Tres y Grape! ¡Oficial necesita ayuda Avalon e Imperial!" Y después ya resultó difícil preocuparse por las llamadas que estallaban por la radio a cada segundo porque cuando aceleraban hacia uno de los lugares, se producía otra llamada de un lugar situado en dirección contraria. Le parecía a Serge que estaban describiendo un itinerario en forma de S por Watts y vuelta otra vez a Manchester sin conseguir otra cosa más que convertir al coche en blanco de los revoltosos que lo alcanzaron tres veces con piedras y una con una botella. Era increíble y cuando Serge observó la mirada de incredulidad de Jenkins comprendió cuál debía ser su aspecto. No articularon palabra en el transcurso de los primeros cuarenta y cinco minutos de caótico recorrido por las calles sucias llenas de multitudes que cantaban y autobombas que avanzaban ladeadas. Se cometían miles de delitos en la impunidad y ellos tres se limitaban a mirar y sólo una o dos veces aminoró Peters la marcha del vehículo mientras un grupo de alborotadores se dedicaba a romper los cristales de los escaparates. Jenkins apuntaba con la escopeta desde la ventanilla y en cuanto se dispersaban los grupos de negros, Peters aceleraba y se dirigía a otro lugar.

– ¿Pero que demonios estamos haciendo? -preguntó finalmente Serge tras transcurrir la primera hora en la que apenas hablaron. Cada uno de ellos parecía que conseguía dominar el temor y la incredulidad ante el tumulto de las calles y los escasos, muy escasos, vehículos de la policía con que se cruzaron en aquella zona.

– Nos mantenemos apartados de los disturbios hasta que llegue la Guardia Nacional, eso es lo que estamos haciendo -dijo Peters-. Y eso no es nada. Esperad a esta noche. Todavía no habéis visto nada.

– Quizás debiéramos hacer algo -dijo Jenkins -. No hacemos más que pasearnos.

– Bueno, pues, detengámonos en la Cien y la Tercera -dijo Peters enojado -. Os dejaré salir a los dos y a ver si conseguís evitar que quinientos negros saqueen las tiendas. ¿Queréis ir allí? ¿Qué os parece la avenida Central? ¿Os apetece salir del coche allí? Ya lo habéis visto. ¿Y Broadway? Podemos despejar el cruce con la Manchester. Allí no hay mucho alboroto. Sólo arrojan piedras a todos los coches que pasan conducidos por negros o blancos. Os dejaré despejar este cruce con la escopeta. Pero cuidado que no os la quiten y os disparen los cinco tiros.

– ¿Quieres descansar un poco y dejarme conducir a mí? -preguntó Serge serenamente.

– Desde luego, conduce si quieres. Pero espera a que oscurezca. Entonces veréis acción.

Al hacerse cargo del volante, Serge miró el reloj y vio que eran las seis menos diez de la tarde. El sol estaba todavía lo suficientemente alto como para intensificar el calor que se cernía sobre la ciudad procedente de los incendios que les rodeaban por el Sur y el Este, que Peters había evitado. Grupos de negros sin rumbo, integrados por hombres, mujeres y niños, gritaban, se burlaban y alborotaban a su paso. Era inútil, pensó Serge, intentar responder a las llamadas de la radio repetidas constantemente por las balbucientes locutoras de Comunicaciones, algunas de las cuales estaban ahogadas por los sollozos y eran imposibles de entender.

Resultaba evidente que la mayoría de los disturbios se estaban registrando en la zona de Watts y Serge se dirigió hacia la Cien y la Tercera experimentando una imperiosa necesidad de restablecer un poco el orden. Jamás había pensado que pudiera ser un dirigente pero si pudiera reunir a algunos hombres maleables como Jenkins que parecía dispuesto a obedecer y como Peters que también se sometería a la valentía de otros, Serge comprendía que podría hacer algo. Alguien tenía que hacer algo. A cada cinco minutos más o menos se cruzaban con otro vehículo de la policía avanzando velozmente tripulado por tres oficiales con casco quee parecían tan asombrados y desorganizados como ellos. Si no conseguían dominarles pronto, no podrían detenerles, pensó Serge. Avanzó hacia el Sur por la avenida Central y al Este hacia la subcomisaría de Watts donde se encontró con lo que anhelaba más de lo que nunca hubiera anhelado a una mujer: apariencia de orden.

– Reunámonos con este grupo -dijo Serge señalando a un equipo de diez hombres que se arremolinaban frente a la entrada de un hotel a dos casas más allá de la comisaría.

Serge vio que había un sargento hablando con ellos y el estómago se le relajó un poco. Ahora ya podía abandonar la idea de constituir un grupo de hombres que había pensado llevar a la práctica en un alarde de valentía porque, maldita sea, alguien tenía que hacer algo. Había un sargento y él podría obedecerle. Estaba contento.

– ¿Necesita ayuda? -preguntó Jenkins mientras se acercaban al grupo.

El sargento se volvió y Serge advirtió una herida de unos cinco centímetros en su pómulo izquierdo, cubierta de polvo y sangre coagulada, pero en sus ojos no había miedo. Llevaba las mangas arremangadas hasta el codo dejando al descubierto unos poderosos antebrazos y, mirándole más de cerca, Serge descubrió furia en los verdes ojos del sargento. Daba la sensación de poder hacer algo.

– ¿Veis lo que ha quedado de aquellas tiendas de la parte Sur? -dijo el sargento cuya voz estaba afónica, pensó Serge, de tanto gritar órdenes ante la arremetida de aquel huracán negro que debía ser contenido-. ¿Veis aquellas malditas tiendas que no están ardiendo? -repitió el sargento. Pues están llenas de alborotadores. Pasé por delante y perdí todas las malditas ventanillas del coche antes de llegar a la avenida Compton. Creo que debe haber como unos sesenta alborotadores o más en aquellas malditas tres tiendas del Sur y supongo que debe haber unos cien en la parte de atrás porque echaron abajo las paredes de atrás mediante un camión y lo están saqueando todo.

– ¿Y qué demonios podemos hacer nosotros? -preguntó Peters mientras Serge contemplaba cómo ardía un edificio de la zona Norte a tres manzanas de distancia mientras los bomberos esperaban cerca de la comisaría sin poder acercarse al parecer por miedo a los francotiradores.

– Yo no le ordeno a nadie que haga nada -dijo el sargento y Serge vio que era muy mayor de lo que le había parecido al principio, pero tenía miedo y era un sargento-. Si queréis venir conmigo, vamos a aquellas tiendas y despejémoslas. Hoy nadie les ha plantado cara a estos hijos de perra. Os digo que nadie so ha enfrentado con ellos. Han hecho lo que han querido.

– Es posible que la proporción allí dentro sea de diez contra uno -dijo Peters y a Serge se le contrajo el estómago y lo encogió deliberadamente.

– Bien, yo voy -dijo el sargento -. Vosotros haced lo que queráis.

Le siguieron sumisamente, incluso Peters, y el sargento echó a andar pero pronto empezaron a trotar y hubieran corrido ciegamente si el sargento lo hubiera hecho pero éste era lo suficientemente listo como para conservar un paso razonablemente ordenado y rápido con el fin de no gastar energía. Se acercaron a las tiendas y observaron que una docena de alborotadores pugnaba por cargar con pesados objetos a través de los escaparates rotos sin advertir su presencia.

El sargento descargó la porra sobre uno de los alborotadores y los demás le observaron unos instantes mientras penetraba en el escaparate propinando un puntapié a un sudoroso joven sin camisa que trataba de cargar con una cama grande, con cabecera y todo, ayudado por otro muchacho. Llegaron entonces los otros diez policías y empezaron a descargar porrazos y a gritar. Al ser arrojado al suelo cuajado de vidrios de la tienda, por un enorme mulato con una camiseta ensangrentada, Serge vio acercarse desde el fondo de la tienda a unos diez hombres arrojando botellas y, tendido sobre los vidrios rotos que le estaban hiriendo las manos, se preguntó cuántas botellas de bebidas alcohólicas debían constituir el poderoso arsenal de proyectiles de que parecían disponer todos los negros de Watts. En aquel momento de locura, se le ocurrió pensar que los mexicanos no beben tanto y que en Hollenbeck no podría haber tantas botellas esparcidas. Se produjo un disparo y el negro que ya se había levantado echó a correr y Jenkins, empuñando la escopeta, hizo cuatro disparos en dirección a la parte de atrás de la tienda. Al levantar los ojos, ensordecido por las explosiones que se habían producido a unos treinta centímetros de sus oídos, Serge advirtió la presencia de los refuerzos negros, los diez tendidos sobre el suelo, pero entonces se levantó uno, después otro y otro y, en pocos segundos, nueve de ellos cruzaron corriendo el devastado aparcamiento. Los alborotado; es de la calle estaban gritando, soltaban el botín y echaban a correr.

– Debo haber disparado alto -dijo Jenkins y Serge vio la huella del proyectil a algo más de dos metros de altura en la pared posterior. Oyeron gritos y vieron a un canoso negro desdentado y agarrándose el tobillo que le sangraba profundamente. Intentó levantarse, cayó y se derrumbó junto a una cama grande dorada. Se arrastró debajo de la misma y encogió las piernas.

– Se han marchado -dijo el sargento asombrado -. ¡Hace un momento se estaban acercando a nosotros como hormigas y ahora se han marchado!

– Yo no quería disparar -dijo Jenkins -. Pero uno de ellos disparó primero. Vi el resplandor y lo escuché. Y disparé para contestarle.

– No te preocupes -dijo el sargento-. ¡Maldita sea! Se han marchado. ¿Por qué demonios no empezaríamos a disparar dos noches antes? ¡Maldita sea! ¡Da buen resultado!

Diez minutos más tarde, se dirigían al Hospital General y los gemidos del negro le estaban atacando los nervios a Serge. Miró a Peters sentado junto a la portezuela del coche con el casco sobre el asiento y el ralo cabello pegajoso de sudor observando la radio que había aumentado de intensidad mientras se dirigían velozmente hacia el Norte por la carretera de Harbor. El cielo aparecía ahora oscuro en tres direcciones porque los incendios se estaban extendiendo hacia el Norte.

– Llegaremos enseguida -dijo Serge -. ¿No puede dejar de quejarse un poco?

– Me duele -dijo el viejo que movía y se estrujaba la rodilla a unos dieciséis centímetros de la húmeda herida que parecía que Jenkins no deseaba mirar.

– Llegaremos enseguida -dijo Serge y se alegró de que hubiera sido Jenkins quien hubiera disparado porque Jenkins era su compañero y ahora le retendrían en la sección de la policía del Hospital General y ello significaba que tendrían que estar alejados de las calles una o dos horas. Experimentó la necesidad de escapar y de ordenar sus pensamientos que habían empezado a preocuparle porque la furia ciega hubiera podido matarle allí afuera.

– Debe haberle alcanzado un perdigón -dijo Peters lentamente-. Cinco cartuchos. Sesenta perdigones grandes y un alborotador es alcanzado en el tobillo por un perdigón pequeño. Pero apuesto a que, antes de que termine la noche, algún policía recibirá un tiro desde ciento cincuenta metros de distancia disparado por algún cerdo que jamas haya empuñado un arma de fuego. Algún policía se la cargará esta noche. Y quizás mas de uno.

"¿Cómo he podido engañarme con éste? -pensó Serge -, necesitaba dos compañeros fuertes y mira qué tengo."

Jenkins sostuvo al anciano por el codo mientras éste entraba cojeando en el hospital y subía al ascensor que conducía a la sección de la prisión. Tras registrar al prisionero, se detuvieron en la sección de curas de urgencia donde a Serge la curaron las manos y, tras habérselas lavado, advirtió que los cortes eran muy superficiales y que eran suficientes unos cuantos esparadrapos. A las nueve bajaban de nuevo hacia el Sur por la carretera de Harbor mientras las locutoras de Comunicaciones recitaban mecánicamente las llamadas -llamadas que, antes de que se produjera aquel desbarajuste, hubieran provocado que docenas de coches de la policía acudieran velozmente desde todas direcciones pero que ahora ya se habían convertido en algo rutinario como las llamadas por riñas familiares. "¡Un oficial necesita ayuda! ¡Cuatro Nueve y Centrall", decía la locutora. "¡Un oficial necesita ayuda, Vernon y Central! ¡Un oficial necesita auxilio, Uno uno cinco y Avalon! ¡Disturbios, Vernon y Broadway! ¡Disturbios, Cinco Ocho y Hoover! ¡Alborotadores, Cuatro tres y Mayor!". Después intervenía otra locutora y recitaba la lista de casos urgentes que se había desistido de asignar a coches determinados porque estaba claro que no se disponía de suficientes coches para protegerse los unos a los otros y no digamos para hacer frente a los alborotos, a los incendios y a los francotiradores.

Serge atravesó la línea de fuego de los francotiradores de la avenida Central, toda ella incendiada. Tuvieron que aparcar al otro lado de un edificio de ladrillo en llamas y ocultarse detrás del coche porque detrás de ellos habían llegado dos coches de bomberos que habían sido abandonados al iniciarse los disparos de los francotiradores y bloqueaban la calle. Los disparos de los francotiradores, para quien no fuera un veterano de la guerra de Corea o de la Segunda Guerra Mundial, eran una experiencia terrible. Mientras permanecía oculto cuarenta minutos detrás del coche disparando al azar contra las ventanas de una siniestra casa amarilla en donde alguien había dicho que se ocultaban los francotiradores, Serge pensó que aquello era lo peor. Se preguntó si las fuerzas de la policía podían enfrentarse con los francotiradores y seguir siendo fuerzas de la policía. Empezó a pensar que aquellos disturbios significaban algo, algo importante para todo el país, quizás el final de algo. Pero sería mejor que se preocupara de sí mismo y se concentrara en aquel edificio amarillo. Entonces un joven policía tiznado y con el uniforme roto que se arrastró hasta su posición les dijo que había llegado la Guardia Nacional.

A las doce y cinco de la noche respondieron a una llamada de ayuda de una tienda de muebles de Broadway Sur donde tres oficiales habían encerrado a un número indeterminado de alborotadores. Un oficial juró que había visto un rifle en las manos de uno de los alborotadores y otro policía que trabajaba aquella zona dijo que el despacho de aquella tienda de muebles contenía un pequeño arsenal porque el propietario era un hombrecillo blanco asustado que había sufrido doce robos.

Serge, sin pensarlo, ordenó a Peters y a un policía de los otros equipos que se dirigieran a la parte de atrás de la tienda donde una figura vestida de azul y con casco blanco ya se hallaba apostada en las sombras apuntando con la escopeta hacia la puerta posterior. Ellos le obedecieron sin hacer preguntas y entonces Serge comprendió que estaba dando órdenes y pensó tristemente: Al final eres un jefe de hombres y seguramente la molestia que te estás tomando te costará una herida por disparo." Miró a su alrededor y, a varias manzanas de distancia, en dirección Sur de la Broadway, vio un coche volcado todavía ardiendo y el incesante repiqueteo de los disparos de pistola resonaron en la noche; sin embargo, a cuatrocientos metros de distancia en ambas direcciones, todo aparecía asombrosamente tranquilo. Pensó que si podía hacer algo en aquel asolado esqueleto de la tienda de muebles, tal vez pudiera preservar un poco de cordura y entonces se le ocurrió que su idea era insensata.

– Bien, ¿y qué hacemos ahora, capitán? -le dijo un arrugado y sonriente policía que se arrodilló a su lado detrás del coche radio de Serge.

Jenkins apoyaba el arma sobre la capola del coche apuntando hacia la fachada de la tienda que presentaba una abertura mellada en lugar de las lunas de cristal.

– Creo que estoy dando órdenes -dijo Serge sonriendo -. Podéis hacer lo que queráis, desde luego, pero alguien tiene que tomar el mando. Y yo constituyo el blanco más grande.

– Ya es razón suficiente -dijo el policía-. ¿Qué quieres hacer?

– ¿Cuántos crees que debe haber dentro?

– Unos doce quizás.

– Quizás fuera conveniente esperar más ayuda.

– Hace veinte minutos que Ies tenemos atrapados y ya hemos hecho por lo menos cinco llamadas de ayuda. Vosotros sois los únicos que habéis venido. Te diré sinceramente que no creo que podamos esperar ayuda.

– Creo que tendríamos que detener a lodos los que están en esta tienda -dijo Serge -. Hemos estado corriendo toda la noche entre los disparos y golpeando a la gente y sobre todo persiguiéndola de tienda en tienda y de calle en calle. Creo que tendríamos que detener inmediatamente a los que están ahí dentro.

– Buena idea -dijo el policía arrugado -. En realidad, no he practicado ni una sola detención en toda la noche. Parecía un soldado de infantería, arrastrándome y corriendo y tirando al azar. Aquí estamos en Los Ángeles no en Iwo Jima.

– Vamos a detener a estos cerdos -dijo Jenkins enojado.

Serge se levantó y corrió agachado hasta un poste de teléfonos a escasa distancia de la fachada de la tienda.

– ¡Vosotros los de dentro -gritó Serge-, salid con las manos en alto!

Esperó treinta segundos y miró a Jenkins. Sacudió la cabeza y señaló el cañón de la escopeta.

– Salid o vamos a mataros a todos -gritó Serge-. ¡Salid! ¡Ahora!

Serge esperó en silencio otro medio minuto y advirtió que la cólera se apoderaba de él. Sólo tenía accesos de cólera momentáneos esta noche. En buena parte era miedo pero de vez en cuando prevalecía la cólera.

– Jenkins, dispara -ordenó Serge-. Y esta vez apunta bajo para alcanzar a alguien.

Después Serge apuntó el revólver hacia la fachada de la tienda y disparó tres veces hacia la oscuridad rompiendo el silencio con las llameantes explosiones de la escopeta. No se escuchó nada durante varios segundos hasta que cesó el eco de los disparos y entonces se escuchó un gemido, agudo y espectral. Parecía como de niño. Entonces un hombre maldijo y gritó:

– Ya salimos. No disparen. Salimos.

El primer alborotador que apareció tenía unos ochenta años. Lloraba a lágrima viva con las manos levantadas en alto y los sucios pantalones rojos colgándole de las rodillas mientras la suela suelta del zapato izquierdo resonaba sobre el pavimento al cruzar el hombre la acera y detenerse gimiendo bajo la luz de la linterna de Jenkins.

Una mujer, al parecer la madre del niño, salió a continuación con una mano levantada mientras con la otra tiraba de una niña histérica de unos diez años que gimoteaba y se tapaba los ojos con la mano para protegerse del blanco haz de luz. Los dos siguientes eran hombres y uno de ellos, un viejo, seguía repitiendo: "Ya salimos, no disparen", mientras el otro mantenía las manos levantadas por encima de la cabeza y miraba asustadamente el haz de luz. Murmuraba palabrotas a cada segundo.

– ¿Cuántos quedan dentro? -preguntó Serge.

– Sólo uno -dijo el viejo -. Dios mío, sólo hay una, Mabel Simms está dentro, pero creo que ustedes la han matado.

– ¿Dónde está el del rifle? -preguntó Serge.

– No hay ningún rifle -dijo el viejo-. Sólo queríamos llevarnos algunas cosas antes de que fuera demasiado tarde. Ninguno de nosotros ha robado nada durante estos tres días y todo el mundo tiene cosas nuevas y pensamos llevarnos algo. Vivimos al otro lado de calle, oficial.

– Había un hombre con un rifle en esta maldita puerta cuando nosotros pasamos por delante-dijo el policía arrugado-. ¿Dónde está?

– Era yo, señor PO-licía -dijo el viejo-. No era un rifle. Era una pala. Estaba recogiendo los vidrios del escaparate para que mis nietos no se cortaran al entrar. Nunca había robado en toda mi vida, lo juro.

– Echaré una mirada -dijo el policía arrugado entrando prudentemente en la oscura tienda seguido de Jenkins.

Los haces gemelos de sus linternas se entrecruzaron en la oscuridad durante más de tres minutos. Salieron de la tienda cada uno de ellos a un lado de una enorme negra cuyos rizos le caían sobre los ojos, La mujer murmuraba "Jesús, Jesús, Jesús". La llevaron casi a rastras hacia donde se encontraban los demás y entonces la negra lanzó un terrible grito de desesperación.

– ¿Dónde está herida? -preguntó Serge.

– No creo que esté herida -dijo el policía arrugado soltándola y dejándola caer al suelo donde ella empezó a golpear el cemento con las manos y a gemir.

– ¿Puedo verla? -preguntó el viejo -. Hace diez años que la conozco. Vive al lado de mi casa.

– Adelante -dijo Serge y se quedó mirando mientras el viejo intentaba incorporarla. La sostuvo con gran esfuerzo y le dio unas palmadas en el hombro hablándole en voz baja de tal manera que Serge no podía escuchar.

– No está herida -dijo el viejo-. Tiene un miedo de muerte igual que todos nosotros.

"Igual que todos nosotros", pensó Serge y después pensó que aquel era un final muy apropiado para la campaña militar de Serge Durán, líder de hombres. Era de esperar. La realidad siempre resultaba lo contrario de lo que se había imaginado al principio. Ahora estaba seguro, por consiguiente era de esperar.

– ¿Vas a detenerles? -preguntó el policía arrugado.

– Detenlos, si quieres -dijo Serge.

– No nos maltraten, malditos hijos de perra -dijo el hombre musculoso que ahora había abierto las manos y las mantenía colgadas a ambos lados.

– No nos maltraten, malditos hijos de perra -dijo el policía arrugado adelantándose y rozando con el cañón de la escopeta el estómago del hombre.

Serge vio que su dedo se tensaba contra el gatillo al tocar el negro instintivamente el cañón pero entonces miró al policía arrugado a los ojos y retiró la mano como si el cañón estuviera ardiendo. Levantó las manos y las juntó por encima de la cabeza.

– ¿Por qué no has intentado apartar el arma? -murmuró el policía arrugado -. Iba a dejar que lo hicieras.

– Puedes detenerlos -dijo Serge -. Nos vamos.

– Nos llevaremos a éste -dijo el policía arrugado-. Los demás os podéis marchar a casa y quedaros allí.

Jenkins y Peters se mostraron de acuerdo en que era conveniente regresar a la comisaría de la Setenta y Siete porque posiblemente fueran relevados dado que llevaban de servicio doce horas. Parecía que las cosas se habían normalizado un poco a pesar de que la subcomisaría de Watts se encontraba bajo una especie de asedio de los francotiradores; sin embargo, disponían de unidades suficientes por lo que Serge se dirigió a la comisaría y pensó que no había muerto como los héroes de sus novelas aunque se sentía tan neurótico y confundido como cualquiera de ellos. Recordó de repente que, el mes anterior, durante dos días de permanencia en su casa leyendo, había leído un libro sobre T. E. Lawrence y quizás el romántico heroísmo de los libros le había impulsado irresistiblemente a rodear y asediar la tienda de muebles resolviéndose todo ello en una comedia de mala calidad. Mariana le había dicho que leía demasiados libros. Pero no era sólo eso. Era que las cosas se estaban rompiendo. Últimamente se había acostumbrado a la sensación de que él se estaba desintegrando, pero ahora todo se le aparecía fragmentado -no en dos partes razonablemente netas, sino en briznas y trozos caóticos -y él era un amante del orden social por trillado que ello pudiera considerarse. Aunque nunca había sido especialmente idealista, ahora, rodeado por la oscuridad y el fuego y el rumor y el caos, se le había ofrecido la oportunidad de crear un poco de orden en aquella saqueada tienda de Broadway Sur. ¿Pero de qué había servido? Había terminado tal como terminaban invariablemente todos sus intentos de hacer algo meritorio. Por eso el matrimonio con Paula y el emborracharse ocasionalmente y el gastar el dinero del padre de Paula le parcela a Serge Durán la forma de vida más apropiada.

Para asombro de los tres, fueron relevados al llegar a la comisaría. Se murmuraron adiós el uno al otro y se dirigieron apresuradamente a sus coches antes de que alguien cambiara de idea y les obligara a permanecer lo que quedaba de noche. Serge se dirigió a casa por la carretera de Harbor y el cielo aparecía todavía teñido de rojo aunque se advertía ya el efecto de la presencia de la Guardia Nacional. Había muchos menos incendios y, tras alcanzar la Jcíferson, se volvió y no vio más fuegos. En lugar de dirigirse directamente al apartamento, se detuvo en un puesto de hamburguesas de los que permanecen abiertos toda la noche situado en Boyle Heights y, por primera vez en trece horas, ahora que se encontraba de nuevo en la División de Hollenbeck, se sintió a salvo.

El encargado del turno de noche sabía que Serge era un policía de la sección de menores que solía vestir de paisano y sacudió la cabeza al ver entrar a Serge y sentarse en el desierto comedor.

– ¿Cómo andan las cosas por allí? -preguntó el hombre.

– Todavía bastante mal -dijo Serge pasándose los dedos por el cabello, pegajoso y aplastado por el casco y el hollín y el sudor. Tenía las manos sucias pero no había lavabo para los clientes por lo que decidió tomarse simplemente una taza de café y regresar a casa.

– Casi no le conocía de uniforme -dijo el hombre -. Siempre va usted de paisano.

– Hoy todos llevamos uniforme -dijo Serge.

– Lo comprendo -dijo el hombre y Serge pensó que los ralos bigotes le hacían parecido a Cantinflas a pesar de ser un hombre alto.

– Buen café -dijo Serge y el cigarrillo también era bueno y el estómago se le relajó por primera vez en toda la noche al llegar a él el café caliente.

– No sé por qué quiere el jefe que me esté aquí -dijo el hombre-. Todo el mundo se queda en casa por culpa de losmallate. No debiera usar esta palabra. Negro es una palabra terrible y mallate significa lo mismo pero todavía es peor.

– Sí.

– No creo que los negros intentaran quemar la zona Este. No se llevan bien con nosotros los mexicanos pero nos respetan. Saben que los mataríamos si intentaran quemarnos las casas. No tienen miedo de los anglosajones. Ustedes se están haciendo débiles.

– No me extrañaría -dijo Serge.

– He observado que en este país los mexicanos tienen que vivir con los negros porque son pobres. Cuando yo vine aquí los mexicanos querían alejarse ele los negros que no se parecen en nada a ellos y deseaban vivir con los anglosajones que son más parecidos. Pero tal como están yendo las cosas, la blandura de los anglosajones, la manera en que ustedes le dicen al mundo que sienten tener que alimentarles y la manera en que le roban al negro la autoestimación dándoselo todo, empiezo a pensar que sería mejor que los mexicanos evitaran la compañía de los anglosajones. ¿Puedo decirle estas cosas? ¿No le ofendo? Hablo demasiado esta noche. Estoy nervioso y preocupado por los disturbios.

– No soy un anglosajón que se ofenda fácilmente -dijo Serge-. Puede hablarme como si fuera mexicano.

– Algunos policías que trabajan en los barrios me parecen muy mejicanos -dijo el hombre sonriendo -. Hasta usted, señor, me parece un poco mexicano, sobre todo alrededor de los ojos, creo.

– ¿Le parece a usted?

– Lo digo como un cumplido.

– Lo sé.

– Cuando llegué a este país hace doce años, pensé que era una mala cosa que los mexicanos vivieran casi todos en la zona Este donde se seguían conservando las antiguas costumbres. Hasta pensé que era mejor no enseñarles la lengua a los niños porque tenían que aprender a ser americanos. Mirándolo más de cerca, me parece que los anglosajones de aquí nos aceptan exactamente igual que si fuéramos otros anglosajones. Antes me enorgullecía mucho que me aceptaran como un anglosajón por lo mal que se trataba a los mexicanos hasta no hace mucho tiempo. Pero al verles a ustedes hacerse débiles y temerosos de perder el aprecio del mundo, he pensado: mira, Armando, mira, hombre, los gabachos no tienen nada digno de envidiar. No te gustaría ser uno de ellos aunque pudieras. Si un hombre intentara quemarte la casa o apuntarte al vientre con un cuchillo, le matarías fuera del color que fuera. Si quebrantara tus leyes, le demostrarías que es doloroso hacer tal cosa. Hasta un niño sabe que el carbón encendido hace daño si se acerca. ¿No les enseñan eso los gringos a sus hijos?

– No todos.

– Estoy de acuerdo. Parece que ustedes dicen, tócalo seis o cinco veces, y a lo mejor te quemará o a lo mejor no. Entonces se convierte en hombre y corre por las calles y no tiene enteramente la culpa porque nadie le ha enseñado que el carbón encendido quema. Creo que estoy contento de vivir en su país pero sólo como mexicano. Perdone, señor, pero no quisiera ser un gringo. Y si ustedes siguen mostrándose débiles y corrompidos, dejaré todas estas comodidades y volveré a México porque no quiero ver derrumbarse esta gran nación.

– Quizás yo le acompañe -dijo Serge-. ¿Tiene sitio allí?

– En México hay sitio para todo el mundo -dijo el hombre sonriendo mientras llevaba una cafetera de café recién hecho al mostrador -. ¿Quiere que le hable de México? Siempre me gusta hablar de Yucatán.

– Sí, me gustaría -dijo Serge -. ¿Es usted de Yucatán?

– Sí. Está lejos, lejos. ¿Sabe algo de este lugar?

– Hábleme usted. Pero, antes, ¿puedo usar el lavabo? Tengo que lavarme. ¿Y puede prepararme algo para comer?

– Desde luego, señor. Por aquella puerta. ¿Qué desea comer? ¿Jamón? ¿Huevos? ¿Tocino ahumado?

– Hablaremos de México. Me gustaría comer comida mexicana. ¿Qué le parecemenudo? Le asombraría saber el tiempo que hace que no como menudo.

– Tengomenudo -dijo el hombre sonriendo-. No es muy bueno pero puede pasar.

– ¿Tiene tortillas de maíz?

– Desde luego.

– ¿Y limón? ¿Y orégano?

– Tengo, señor. Sabe lo que es el menudo. Ahora me avergüenza tener que servirle mi pobre menudo.

Serge vio que eran más de las cuatro pero no tenía nada de sueño y se sintió de repente alborozado y tranquilo. Pero, más que nada, tenía apetito. Se rió ante el espejo al contemplar su ceñudo rostro sucio y sudoroso y pensó, Dios mío, qué hambre tengo demenudo.

De repente, Serge asomó la cabeza por la puerta con las manos llenas todavía de espuma de jabón.

– Dígame, señor, ¿ha viajado usted mucho por México?

– Conozco el país. De veras. Conozco mi México.

– ¿Ha estado en Guadalajara?

– Es una ciudad bonita. La conozco bien. La gente es maravillosa pero todos los mexicanos son maravillosos y le tratarán a usted muy bien.

– ¿Quiere hablarme de Guadalajara? Quiero saber acerca de esta ciudad.

– Encantado, señor -se rió el hombre-. Tener alguien con quien hablar a estas horas solitarias es un placer, sobre todo alguien que desea que le hable de mi país. Le daríamenudo gratis aunque no fuera policía.

Eran las siete cuando Serge se dirigió a casa, tan lleno demenudo y tortillas que confiaba que ello no le produjera dolor de estómago. Pensó que ojalá tuviera un poco de hierbabuena como la que su madre solía preparar. Siempre aliviaba el dolor de estómago y él no podía permitirse el lujo de ponerse enfermo porque exactamente al cabo de seis horas tendría que levantarse y estar dispuesto a afrontar otra noche. Las noticias del coche radio indicaban que se esperaban nuevos desórdenes e incendios para el día siguiente.

Serge enfiló la calle Mission en lugar de la carretera y allí, en la parte Norte de la calle Mission, vio algo que le hizo aminorar la marcha y conducir a veinticinco por hora para poder mirar. Unos ocho o diez hombres, una mujer y dos niños pequeños, se encontraban en fila a la puerta de un restaurante que todavía no había abierto. Llevaban recipientes y sartenes de todas clases pero todos eran de gran capacidad y Serge comprendió que estaban esperando que abriera el restaurante para poder comprarmenudo y llevárselo a casa porque estaban enfermos o bien tenían algún enfermo en casa por haber bebido demasiado la noche del viernes. No había ni un solo mexicano que no creyera con toda su alma que el menudo curaba la resaca y, por creerlo así, la curaba efectivamente y aunque tenía un estómago que parecía una bolsa de piel de cabra completamente llena, hubiera deseado detenerse y comprar un poco y guardarlo para después, de haber tenido un recipiente a mano. Entonces miró el casco pero su interior estaba demasiado aceitoso y tiznado para llevar menudo en él por lo que aceleró la marcha del Corvette y se dirigió a la cama.

Comprendió que iba a dormir mejor que en las últimas semanas a pesar de que había visto el principio del final de las cosas, porque ahora que habían saboreado la anarquía y que habían visto lo fácil que resultaba derrotar a la autoridad civil, habría más, y serían los revolucionarios blancos quienes se encargarían de ello. Era el principio y los anglosajones no eran ni lo suficientemente fuertes ni lo suficientemente realistas como para detenerlo. Dudaban de todo, especialmente de sí mismos. Tal vez habían perdido la capacidad de creer. Jamás podrían creer en el milagro de un pote de menudo.

Al mirar por el espejo retrovisor, ya se había perdido de vista la cola de los mexicanos con sus potes de menudo pero dentro de poco se sentirán en la gloria, pensó, porque el menudo Ies pondrá bien.

– No son buenos católicos -había dicho el padre McCarthy -pero son muy respetuosos y tienen tanta fe.

"Ándale, pues -pensó Serge-. A la cama."

20 La caza

– Menos mal que son tan estúpidos que no saben fabricar bombas con botellas de vino -dijo Silverson y Gus se estremeció al advertir que una piedra golpeaba la ya maltrecha capota e iba a estrellarse contra la ventanilla posterior ya astillada. Un fragmento de vidrio rozó al policía negro cuyo nombre había olvidado Gus o quizás hubiera enterrado entre las ruinas de su mente racional aniquilada por el terror.

– Dispara contra este hijo de perra que… -le gritó Silverson a Gus pero después aceleró la marcha alejándose de la turba antes de terminar la frase.

– Sí, estas botellas de Coca no van a romperse -dijo el policía negro-. Si la última se hubiera roto, en este momento estaríamos rodeados de gasolina en llamas.

Sólo hacía treinta minutos que habían salido, pensó Gus. Sabía que sólo hacía treinta porque ahora eran las ocho menos cinco y todavía no había oscurecido y eran las siete y veinticinco cuando habían salido del aparcamiento de la comisaría de la calle Setenta y Siete porque aparecía escrito en el cuaderno de notas. Podía verlo. Sólo hacía treinta minutos. ¿Cómo podrían sobrevivir a doce horas así? Les habían dicho que les relevarían al cabo de doce horas pero desde luego ya se habrían muerto.

– Viernes trece -murmuró Silverson aminorando la marcha ahora que habían conseguido salvar el desafío de la calle Ochenta y Seis donde una turba de unos cincuenta negros había aparecido como por ensalmo y un cóctel golpeó la portezuela sin hacer explosión. Ello sucedió tras haber arrojado alguien una piedra contra la ventanilla lateral. Ahora Gus contempló otra piedra que yacía sobre el suelo del coche junto a sus pies y pensó: sólo hace treinta minutos. Parece mentira.

– Menuda organización tenemos -dijo Silverson, girando al Este en dirección hacia Watts desde donde parecía que procedían todas las llamadas de la radio en aquel momento-. Jamás había trabajado en esta maldita división.

– Yo tampoco había trabajado aquí -dijo el policía negro -. ¿Y tú, Plebesly? ¿Te llamas Plebesly, verdad?

– No, no conozco las calles -dijo Gus sosteniendo fuertemente la escopeta contra el estómago y preguntándose si cedería la parálisis porque estaba seguro de que no podía salir del coche, pero entonces pensó que si estallaba dentro una bomba, el instinto le haría levantarse. Después se imaginó a sí mismo ardiendo.

– Se limitan a decirte que aquí está una caja de treinta y ocho y una escopeta y te dicen que cojas un coche y salgas. Es ridículo -dijo Silverson -. Ninguno de nosotros había trabajado aquí. Pero, hombre, si yo llevo trabajando doce años en Highland Park. Aquí no conozco nada.

– A algunos hombres Ies convocaron aquí anoche -dijo el policía negro de hablar suave -. Yo trabajo en Wilshire pero anoche no me convocaron aquí.

– Esta noche está aquí todo el maldito Departamento -dijo Silverson -. ¿Dónde demonios está la avenida Central? Había una llamada de ayuda de la avenida Central.

– No te preocupes -dijo el policía negro -. Habrá otra dentro de un minuto.

– ¡Mirad eso! -dijo Silverson y bajó con el coche-radio por la dirección prohibida de la calle San Pedro mientras aceleraba hacia un mercado del que un grupo de ocho o diez hombres estaba sacando sistemáticamente cajas de comestibles.

– Estos cerdos asquerosos -dijo el policía negro descendiendo inmediatamente y saliendo en persecución de los alborotadores que habían salido huyendo en cuanto Silverson había aparcado. Para asombro suyo, el cuerpo de Gus funcionó y el brazo abrió la portezuela y las piernas le llevaron, vacilantes, pero le llevaron, hacia la entrada del mercado. El policía negro había agarrado por la camisa a un hombre muy negro de elevada estatura y le abofeteaba con la mano enguantada, probablemente con guantes de castigo, porque el hombre retrocedió y cayó por el boquete abierto de la luna del escaparate, gritando al cortarse el brazo con los ángulos mellados de la misma y empezando a sangrar.

Los demás huyeron por las puertas laterales y posteriores y al cabo de pocos segundos se quedaron solos en el saqueado mercado los tres policías y el alborotador sangrante.

– Suéltame -le dijo el alborotador al policía negro -. Los dos somos negros. Eres como yo.

– Yo no me parezco en nada a ti, bastardo -dijo el policía negro revelando gran fortaleza al levantar al alborotador con una sola mano-. No tengo nada en común contigo.

Pasaron una hora tranquila al acompañar al alborotador a la comisaría y seguir los trámites de lo que tenía que parecer una detención pero que, en realidad, no precisaba más que del esqueleto de un informe de arresto sin hoja de detención siquiera. La hora pasó con excesiva rapidez para Gus que advirtió que el café caliente le producía mayores contracciones de estómago si cabe. Antes de que pudiera creerlo, se encontraron de nuevo en las calles y ahora ya había caído la noche. El fuego de las armas resonaba en la oscuridad. Les había engañado durante cinco años, pensó Gus. Casi se había engañado a sí mismo pero esta noche lo descubrirían y él también lo descubriría. Se preguntó si sería tal como siempre se había imaginado, él temblando como un conejo ante el ojo mortífero en el último momento. Así es como siempre había pensado que iba a suceder en el momento en que se produjera el gran temor, el temor que fuera, que irrevocablemente paralizaría su disciplinado cuerpo y provocaría el motín final del cuerpo contra el cerebro.

– Escuchad este disparo -dijo Silverson de regreso a Broadway bajo el cielo iluminado por docenas de incendios.

Tuvo que efectuar varias vueltas innecesarias porque los vehículos de los bomberos bloqueaban las calles.

– Qué barbaridad -dijo el policía negro que ahora ya sabía Gus que se llamaba Clancy.

Es la tendencia natural de las cosas hacia el caos, pensó Gus. Es una ley natural básica que Kilvinsky siempre mencionaba; y los mantenedores del orden podrían detener temporalmente su avance pero después habría oscuridad y caos, había dicho Kilvinsky.

– Mirad este cerdo -dijo Clancy iluminando con la linterna a un saqueador solitario que se había metido en el escaparate de una licorería para alcanzar una botella de litro de una bebida alcohólica clara que estaba allí milagrosamente entera entre todos los cristales rotos -. Tendríamos que practicarle a este bastardo una operación quirúrgica de acera. ¿Os parece que le gustaría una lobotomía a cargo del doctor Smith y del doctor Wesson?

Clancy era ahora el encargado de la escopeta y al detener Silverson el coche, Clancy disparó un tiro al aire detrás del hombre que no se volvió sino que siguió tratando de alcanzar la botella y, al conseguirlo, dirigió su rostro moreno y ceñudo hacia la luz de la linterna y se alejó lentamente de la tienda con su trofeo.

– Hijo de perra, estamos perdidos -dijo Silverson y se alejó de la solitaria figura que prosiguió su avance inexorable a través de la oscuridad.

Durante toda otra hora estuvieron haciendo lo mismo: acudiendo velozmente a los lugares de las llamadas y llegando únicamente a tiempo de perseguir a huidizas sombras a través de la oscuridad mientras las locutoras de Comunicaciones seguían soltando el fuego concentrado de llamadas de ayuda y auxilio y de llamadas de saqueos hasta que todas las llamadas se convirtieron en algo rutinario y ellos decidieron prudentemente que el principal objetivo de la misión sería el de protegerse el uno al otro y conseguir sobrevivir a aquella noche sin daño.

Pero a las once, mientras dispersaban a un grupo que se disponía a prender fuego a un gran comercio de alimentación de la avenida Santa Bárbara, Silverson dijo:

– Vamos a detener a un par de cerdos de esos. ¿Puedes correr, Plebesly?

– Puedo correr -dijo Gus con el ceño fruncido y supo, supo sin saber por qué, que podía correr. En realidad, tenía que correr y esta vez, cuando Silverson detuvo el vehículo que produjo un sonido chirriante junto al bordillo de la acera y las veloces sombras se desvanecieron entre sombras más oscuras, hubo otra sombra que las persiguió, más veloz que ellas. El último saqueador no se había alejado trescientos metros de la tienda cuando Gus le alcanzó y le golpeó la parte posterior de la cabeza con el canto de la mano. Le escuchó caer y restregarse por la acera y, por los gritos, comprendió que Silverson y Clancy le habían agarrado. Gus persiguió a la siguiente sombra y, al cabo de un minuto, se encontró bajando por la calle Cuarenta y Siete a través de la oscuridad residencial persiguiendo a una segunda sombra y a una tercera que corrían a una manzana de distancia. A pesar del Sam Browne y de la extrañeza del casco y de la porra golpeándole el metal del cinturón, no se sintió estorbado y corrió libre y velozmente. Corrió como corría en la academia, como seguía corriendo por lo menos dos veces por semana durante los ejercicios de entrenamiento y estaba haciendo lo que mejor sabía hacer. De repente comprendió que ninguno de los demás podría seguirle. Y aunque sintió miedo, supo que sabría soportarlo y su espíritu se encendió y el sudor le hizo hervir y el cálido viento alimentó el fuego mientras corría y corría.

Agarró a la segunda sombra junto a Avalon y vio que se trataba de un hombre corpulento con un cuello triangular que bajaba en pendiente desde la oreja al hombro pero fue fácil de esquivar al arremeter dos o tres veces contra Gus y después cayó jadeando sin necesidad de ser golpeado con la porra que Gus tenía preparada. Esposó al saqueador en el parachoques de un coche recién destruido abandonado junto al bordillo en el que el hombre se desplomó.

Gus levantó los ojos y vio que la tercera sombra no había recorrido otros novecientos metros sino que avanzaba penosamente por el boulevard Avalon volviendo a menudo la cabeza y de nuevo Gus echó a correr con soltura, dejando que el cuerpo corriera mientras la mente descansaba lo cual era la única manera de correr con eficacia. La sombra se iba agrandando progresivamente y Gus la alcanzó a la luz azulada de un farol Los ojos del saqueador parpadearon asombrados ante el policía que se acercaba. Gus estaba jadeando pero corría todavía con fuerza cuando el agotado hombre se volvió y tropezó con un montón de basura junto a un edificio en el que acababa de extinguirse un incendio y se levantó con una tabla de sesenta centímetros por metro y medio. La sostenía con ambas manos como un palo de baseball.

Debía tener quizás veinte años, metro ochenta y cinco y de aspecto violento. Gus tuvo miedo y a pesar de que el cerebro le decía que utilizara el revólver porque era lo único sensato que podía hacer, tomó la porra y rodeó al hombre que golpeó con la tabla contra el aire y Gus estuvo seguro de que le alcanzaría. Pero el hombre siguió sosteniendo la tabla de sesenta por metro y medio mientras Gus le rodeaba. Las gotas de sudor cayeron sobre el cemento de la acera y la camisa blanca aparecía ahora completamente transparente y pegada al cuerpo.

– Suéltela -dijo Gus -. No quiero golpearle.

El saqueador siguió retrocediendo y la pesada tabla de madera volvió a oscilar al tiempo que se distinguía más blanco de ojo que momentos antes.

– Suelte eso o le golpeo -dijo Gus -. Soy más fuerte que usted.

La tabla se deslizó de las manos del saqueador y cayó ruidosamente al suelo y el hombre se desplomó jadeando mientras Gus se preguntaba qué iba a hacer con él. Pensaba que ojalá hubiera tomado las esposas de Silverson pero todo había sucedido tan rápido. El cuerpo había iniciado la caza y había dejado el cerebro a sus espaldas pero ahora el cerebro había alcanzado al cuerpo y ya volverían a estar juntos.

Entonces vio a un blanco y negro bajar rugiendo por AvaIon. Bajó a la calzada y le hizo una señal y en pocos segundos se reunió, en la calle Santa Bárbara, con Silverson y Clancy que estaban asombrados de su hazaña. Acompañaron a los tres saqueadores a la comisaría donde Silverson le contó al carcelero cómo su "pequeño compañero" había atrapado a los tres saqueadores, pero Gus siguió comprobando que su estómago rechazaba el café y sólo aceptaba agua y al cabo de cuarenta y cinco minutos, de vuelta a la calle, estaba todavía temblando y sudando y se dijo que, ¿qué otra cosa podía esperar? ¿Que todo se desvaneciera como en una película de guerra? ¿Que el que ha tenido miedo toda la vida podría ahora dramáticamente no conocer el miedo? Terminó la noche tal como la había empezado, estremeciéndose en los momentos de pánico, pero había una diferencia: sabía que el cuerpo no le fallaría aunque el cerebro se resistiera y huyera con graciosos saltos de antílope hasta desvanecerse. El cuerpo se quedaría y funcionaría. Su destino era soportar y, sabiéndolo, jamás podría sufrir verdadero pánico. Y esto, pensó, sería un descubrimiento espléndido en la vida de un cobarde.

21 El caballero dorado

"¿Qué demonios sucede?", pensó Roy de pie en el centro del cruce de la Manchcster y Broadway mirando boquiabierto la multitud de unas doscientas personas que se encontraba en la esquina Nordeste y preguntándose si iban a poder forzar las puertas. El sol brillaba todavía y calentaba mucho. Entonces escuchó un estruendo y vio que el grupo de unos cien de la esquina Noroeste había conseguido romper los escaparates frontales de la tienda y estaban empezando a saquear. "¿Qué demonios sucede?", pensó Roy y le divirtió un poco contemplar las caras de los policías que se encontraban cerca y que parecían tan asombrados como él. Después rompieron los cristales de los escaparates de la esquina Suroeste y Roy pensó: "Dios mío, ¡se han reunido otros cien y yo ni siquiera me había dado cuenta!" De repente, sólo apareció despejada la esquina Suroeste del cruce y la mayoría de los policías se retiraron a esta zona de la calle exceptuando a un fornido policía que cargó contra un grupo de seis u ocho negros con los brazos cargados de prendas de vestir masculinas y que se dirigían hacia un Buick mal aparcado. El policía golpeó al primer hombre en la espalda con el extremo de la porra e hizo caer al segundo de rodillas golpeándole habilidosamente la pierna pero entonces recibió en pleno rostro un recipiente de leche de. cartón y empezó a ser atacado a puntapiés por un grupo de dieciocho hombres y mujeres. Roy se reunió con un grupo de seis policías que acudieron en su ayuda cruzando la Manchester. Consiguieron arrastrarle fuera pero recibieron una lluvia de piedras y botellas, una de las cuales fue a darle a Roy en el codo obligándole a lanzar un grito.

– ¿De dónde proceden las piedras? -preguntó un policía canoso que llevaba rota la camisa del uniforme -. ¿Cómo demonios encuentran tantas piedras en una calle de la ciudad?

Tras trasladar al hombre herido a un coche radio, los doce oficiales regresaron al cruce en el que se había desviado todo el tráfico de automóviles. Los oficiales y la muchedumbre se miraron mutuamente entre gritos y burlas y risas y sonidos de radios. Roy no supo quién disparó el primer tiro pero estallaron los tiroteos. Cayó replegado sobre el estómago y empezó a temblar y se acurrucó en la entrada de una casa de empeños con ambas manos sobre el estómago. Entonces pensó en la conveniencia de quitarse el casco blanco y de sostenerlo delante del estómago pero comprendió que sería absurdo. Vio tres o cuatro coches-radio más rugiendo en el caótico cruce mientras cundía el pánico entre la gente que se apartó de los confundidos policías que se gritaban órdenes contradictorias el uno al otro. Nadie sabía de dónde procedían los disparos.

Roy permaneció en aquella entrada protegiéndose el estómago al correr rumores de que los disparos procedían de francotiradores situados en todos los tejados y también de la muchedumbre y entonces varios policías empezaron a disparar hacia una casa de una calle residencial que se encontraba justo al Sur de la Manchester. Pronto la casa fue acribillada por los disparos de escopeta y revólver pero Roy no vio el resultado porque un frenético policía les hizo señales de que se trasladaran más al Norte y, tras correr unos cien metros, vio a un negro muerto que bloqueaba la acera, con una herida de disparo en el cuello, y a otro muerto en medio de la calle. "No puede ser verdad", pensó Roy. Estamos en plena luz del día. Estamos en América. Los Ángeles. Y después volvió a replegarse sobre el estómago porque vio que le arrojaban un ladrillo que fue a estrellarse contra la luna de un escaparate que tenía a su espalda. Unos treinta negros que hicieron su aparición procedentes de la calleja de la izquierda empezaron a lanzar vítores y un joven policía corrió hacia Roy mientras éste se estaba levantando. El joven policía dijo:

– El de la camisa roja es el que ha arrojado el ladrillo -y apuntó fríamente contra los negros que corrían y disparó el arma. La descarga abatió a dos hombres. El de la camisa roja se sostuvo la pierna gritando y otro que lucía una camisa marrón se levantó cojeando y se confundió entre un grupo de saqueadores que maldecían, desapareciendo entre ellos mientras se apartaban del joven policía armado de fusil. Después Roy escuchó dos pequeñas detonaciones y vio un menudo resplandor entre la turba en retirada al tiempo que se hacía añicos la ventanilla de un coche junto al que Roy se encontraba.

– Déjate ver, bastardo -le gritó el joven policía al invisible francotirador y después les volvió la espalda y se alejó lentamente -. Esto no parece real -le murmuró a Roy-, ¿verdad?

Después Roy vio algo extraordinario: un joven negro de poblada barba y con gorra negra y camiseta de seda, un joven de arrogante aspecto militar, se adelantó ante una multitud de unas cincuenta personas y Ies dijo que se fueran a casa y que los policías no eran sus enemigos y otras cosas igualmente provocadoras. Tuvo que ser alejado de allí en un coche bajo custodia cuando el grupo se le echó encima propinándole ciegamente puntapiés durante casi un minuto hasta que los policías consiguieron rechazarles.

Chillaron las sirenas y se acercaron dos ambulancias y un coche de la policía con seis policías dentro. Roy vio que entre ellos había un sargento. Era joven y casi nadie le hizo caso al intentar en vano establecer el orden por lo menos entre el escuadrón de la policía; se tardó casi una hora en trasladar a los muertos y los heridos al hospital y al depósito de cadáveres temporal. Los disturbios de Watts habían empezado en serio aquel viernes por la tarde.

El sargento le ordenó a Roy que arrestara a un hombre herido que llevaba camisa roja y le ordenó formar equipo con otros dos policías. Trasladaron al hombre a la sección de la prisión del Hospital del Condado en un coche-radio con un parabrisas y la ventanilla posterior completamente destruidos por las pedradas. La pintura de la puerta blanca había sido chamuscada por una bomba incendiaria y a Roy le alegró poder efectuar aquel largo trayecto hacia el hospital. Esperaba que sus nuevos compañeros no se mostraran excesivamente deseosos de regresar a las calles.

Ya había oscurecido cuando emprendieron de nuevo el regreso a la comisaría de la calle Setenta y Siete y, para entonces, Roy y sus compañeros, ya habían trabado mutuamente conocimiento. Cada uno de ellos había empezado la tarde con compañeros distintos hasta que se produjo el caos del cruce de Manchester con Broadway, pero qué más daba, dijeron, trabajar con uno o con otro. Concertaron el pacto de permanecer juntos y de protegerse mutuamente, de no separarse el uno del otro porque sólo disponían de un fusil, el de Roy, y no es que ello les tranquilizara, sobre todo en una noche como aquella, pero ya era algo por lo menos.

– Todavía no son las nueve -dijo Barkley, un policía de la División de Harbor con diez años de servicio y una cara como un tomate majado que, durante las dos horas que pasaron juntos, no cesó de murmurar una y otra vez que "era increíble, completamente increíble" hasta que le rogó que se callara, por favor, un tal Winslow, un policía de la División de Los Ángeles Oeste con quince años de servicio que era el conductor y que conducía con mucha lentitud y prudencia, pensó Roy. A Roy le agradó que el conductor fuera un veterano.

Roy se encontraba solo sentado en el asiento de atrás acunando el fusil y con una caja de cápsulas de fusil en el asiento de al lado. Todavía no había tenido ocasión de disparar pero decidió que dispararía contra cualquiera que les arrojara una piedra o una bomba incendiara y contra cualquiera que les disparara o apuntara con un arma o diera la sensación de que les estuviera apuntando con un arma. Se trataba de saqueadores que disparaban. Todo el mundo lo sabía. Después decidió, sin embargo, que no dispararía contra los saqueadores pero se alegró de que algunos de los otros lo estuvieran haciendo. Se había observado una apariencia de orden al iniciarse los primeros disparos. Sólo la fuerza mortífera era capaz de destruir aquello y se alegró de que fueran saqueadores que dispararan pero decidió que él no iba a disparar contra los saqueadores. Y procuraría no disparar contra nadie. Y no le dispararía a nadie en el estómago.

En uno de mis insólitos alardes de humanidad, "les volaré la cabeza", pensó. Pero "bajo ningún pretexto le dispararé a un hombre en el estómago".

– ¿Dónde quieres ir Fehler? -preguntó Winslow pasándose un puro de uno a otro extremo de su ancha boca-. Tú conoces mejor la zona.

– Parece que los mayores alborotos se están produciendo en la avenida Central y Broadway y en la Cien y la Tercera -dijo Barkley.

– Probemos la avenida Central -dijo Roy y a las nueve y diez, cuando sólo se encontraban a dos manzanas de distancia de la avenida Central, el departamento de incendios solicitó ayuda porque estaban siendo blanco de disparos a lo largo de todo un trecho de seis manzanas de la avenida Central.

Roy empezó a advertir el calor cuando todavía se encontraban a media manzana de distancia de la Central y Winslow aparcó lo más cerca que pudo del infierno. Roy sudaba profusamente y, cuando cubrieron la distancia de ciento cincuenta metros que le separaba de la primera auto-bomba asediada, todos estaban ya sudando y el aire de la noche le quemaba a Roy los pulmones y el pop-pop-pop de los disparos se escuchaba en todas direcciones. Roy empezó a experimentar un violento dolor de estómago, uno de aquellos que no se alivian con un movimiento de intestinos, y un fuego de rebote rozó la acera de hormigón. Los tres policías se ocultaron detrás de la autobomba y se agacharon al lado de un tiznado bombero con casco amarillo y ojos enormemente abiertos.

No era la avenida Central, pensó Roy. Ni siquiera era posible que fuera correcto el poste de guía que indicaba la calle Cuarenta y Seis al Este y al Oeste y la avenida Central al Norte y al Sur. Él había trabajado en la calle Newton. Había patrullado por aquellas calles con docenas de compañeros, con compañeros que hasta habían muerto, como Whitey Duncan. Aquella calle formaba parte viva de su aprendizaje. Se había educado en el Sureste de Los Angeles y la avenida Central había sido un aula muy valiosa pero este infierno de silbidos no era la avenida Central. Entonces Roy se percató por primera vez de los dos coches volcados y ardiendo. De repente, no pudo recordar qué edificios eran aquellos de la Cuarenta y Siete y la Cuarenta y Seis ahora pasto de las llamas que llegaban hasta sesenta metros de altura. Si hubiera sucedido hace un año, no me lo hubiera creído, pensó. Hubiera creído simplemente que se trataba de un ataque terrible de delirium tremens "y me hubiera tomado otro trago". Entonces pensó en Laura y le asombró que ahora, incluso ahora, acurrucado al lado de la gran rueda de la autobomba y entre el fragor de los disparos y de las sirenas y de las llamas que le rodeaban, incluso ahora, pudiera experimentar en su interior aquel dolor vacío que se llenaba cálidamente cuando pensaba en ella y en cómo acariciaba el cabello como nadie, ni Dorothy, ni su madre, ni ninguna otra mujer le había hecho. Adivinó que la amaba cuando empezó a desvanecerse su necesidad de beber y lo supo cuando, tres meses después de haberse iniciado las relaciones entre ambos, advirtió que ella despertaba en su interior los mismos sentimientos que Becky, que ahora ya hablaba con claridad y era sin lugar a dudas una niña inteligente; no sólo bonita sino también sorprendente. Roy volvió a experimentar dolor al pensar en Becky, etérea, inteligente y dorada… y en Laura, oscura y verdadera, totalmente verdadera, que había empezado a ayudarle a recuperarse, Laura, que sólo tenía cinco meses menos que él pero que parecía que le llevaba años, que le demostró piedad y compasión y amor y cólera hasta que él dejó de beber tras ser suspendido durante seis días por haber sido sorprendido en estado de embriaguez encontrándose de servicio, y que vivió con él y le tuvo seis días en su apartamento y que no dijo nada sino que se limitó a mirarle con sus trágicos ojos tostados cuando él empezó a recuperar la apariencia de hombre y decidió regresar a su propio apartamento. Ella no dijo nada desde entonces pero él siguió acudiendo a ella tres o cuatro noches por semana porque le hacía mucha falta. Ella le miraba, le miraba siempre con sus ojos líquidos. Con Laura, el sexo contribuía a hacerlo todo perfecto, pero estaba muy lejos de serlo todo para él y ésta era otra de las razones por las que sabía que la amaba. Había estado a punto de tomar una decisión acerca de ella durante semanas y meses y empezó a temblar al pensar que, de no ser por el dolor y el calor que siempre advertía cuando pensaba en Becky y Laura, de no ser por este sentimiento que podía evocar en sí mismo, ahora, ahora entre la sangre y el odio y el fuego y el caos, giraría el arma y miraría a través del negro ojo del calibre doce y apretaría el gatillo. Supuso que todavía se encontraba lejos de la curación, a pesar de la confianza que le proporcionaba Laura porque, de lo contrario, no se le ocurrirían estas ideas. El suicidio era una locura, siempre le habían enseñado a creerlo así, pero, ¿qué era todo aquello que le rodeaba sino locura? Empezó a sentirse aturdido y decidió dejar de pensar tanto. Tenía las palmas húmedas y estaba dejando pequeñas gotas de humedad en el arma. Entonces le preocupó que la humedad oxidara el arma. La secó con la manga hasta darse cuenta de lo que estaba haciendo y se echó a reír en voz alta.

– ¡Vosotros, venid conmigo, muchachos! -gritó un sargento agachándose al pasar corriendo junto a la autobomba-. Tenemos que despejar a estos francotiradores para que los bomberos puedan trabajar antes de que arda toda la maldita ciudad.

Pero, a pesar de que recorrieron la avenida Central durante más de una hora en grupos de tres, no vieron ni a un solo francotirador sino que simplemente escucharon los disparos y de vez en cuando dispararon contra huidizas figuras que aparecían y desaparecían de las entradas de las tiendas saqueadas que no se encontraban en llamas. Roy no disparó porque las circunstancias no se habían presentado. Sin embargo, se alegró de que los demás dispararan. Cuando la avenida Central llegó al extremo de arder más o menos tranquilamente y ya quedaba muy poco que robar, Winslow sugirió que acudieran a otro lugar, pero antes tendrían que detenerse en algún restaurante para comer. Cuando le preguntaron en qué restaurante había pensado, hizo una señal con el brazo y los demás le siguieron al coche comprobando entonces que las dos ventanillas intactas que aún quedaban habían sido destrozadas en su ausencia, y que la tapicería había sido cortada aunque no los neumáticos, cosa rara, por lo que Winslow se dirigió hacia el restaurante de la avenida Florence que decía haber visto antes. Franquearon un agujero gigantesco de la pared del café que debía haber sido atravesada por un vehículo. Roy pensó que el coche debía haberlo conducido algún blanco aterrorizado que había cruzado la zona de los disturbios y había sido atacado por las turbas que bloqueaban el tráfico y que habían estado golpeando a los blancos durante el día, cuando éstos eran todavía dueños de las calles antes de iniciarse los tiroteos. Pero también podía haber sido el coche de algún saqueador perseguido por la policía hasta ir a estrellarse espectacularmente contra la fachada del restaurante. ¿Qué más daba?, pensó Roy.

– Ilumina aquí con la linterna -dijo Winslow sacando seis hamburguesas crudas del refrigerador que no funcionaba -. Todavía están frías. Está bien -dijo Winslow -. Mira a ver si encuentras buñuelos en aquel cajón. La mostaza y lo demás está encima de la mesita de atrás.

– El gas aún funciona -dijo Barkley dejando la linterna sobre el mostrador con el haz de luz dirigido hacia la cocina-. Soy bastante buen cocinero. ¿Queréis que empiece a hacerlas?

– Adelante, hermano -dijo Winslow, imitando el acento negro mientras recogía una lechuga que había encontrado en el suelo, le quitaba las hojas exteriores y las tiraba a una caja de cartón. Comieron y se bebieron varías botellas de gaseosa que no estaba muy fría, pero no se estaba del todo mal allí en la oscuridad, y ya era pasada la medianoche cuando terminaron y permanecieron sentados fumando, mirándose el uno al otro mientras el chasquido incesante de los disparos de armas de fuego pequeñas y el omnipresente olor a humo les recordaba que tenían que regresar. Finalmente, Barkley dijo:

– Quizás será mejor que volvamos. Pero ojalá no nos hubieran roto las ventanillas. Porque lo que más me asusta es que entre un cóctel y estalle y nos fría a todos. Si tuviéramos las ventanillas intactas, podríamos subir el cristal.

A medida que la noche pasaba, Roy iba admirando cada vez más a Winslow. Éste condujo por Watts, hacia el Oeste y hacia el Norte a través de la ciudad saqueada, como si estuviera efectuando una patrulla de rutina. Parecía que prestaba cuidadosa atención a las interminables y angustiosas llamadas que les llegaban a través de la radio. Al final, una de las locutoras con voz añiñada empezó a sollozar histéricamente mientras emitía una serie de doce llamadas de urgencia a "todas las unidades próximas" aunque ella y todos los hombres ya debían haber comprendido que no había ninguna unidad en determinadas zonas y, de haber habido alguna, los hombres se hubieran preocupado ante todo de salvar sus vidas y que se fuera al infierno todo lo demás. Pero a las dos de la madrugada Winslow detuvo el coche en la avenida Normandie que estaba insólitamente oscura a excepción de un edificio que ardía en la distancia, descubriendo a un grupo de unos treinta saqueadores que estaban vaciando una tienda de prendas de vestir. Winslow dijo:

– Hay demasiados para que podamos entendérnoslas con ellos, ¿no os parece?

– Es posible que tengan armas -dijo Barkley.

– ¿Veis el coche de allí enfrente, aquel Lincoln verde? -dijo Winslow-. Voy a seguirles cuando se marchen. Por lo menos atraparemos a alguno. Ya sería hora de que metiéramos en la cárcel a algún saqueador.

Tres hombres entraron en el coche e incluso a media manzana de distancia Roy pudo distinguir que el asiento de atrás del Lincoln estaba atestado de trajes y vestidos. El Lincoln se alejó del bordillo y Winslow dijo:

– Sucios hijos de perra -y puso en marcha el coche-radio que avanzó rugiendo.

Winslow encendió los faros delanteros y los faros rojos y pasaron frente a la tienda de ropas, cruzaron la calle Cincuenta y Uno a ciento veinte por hora y comenzó la persecución.

El conductor del Lincoln era un buen conductor pero los frenos no eran buenos y el coche de la policía tenía unos frenos estupendos y podía virar mejor. Winslow se comió la distancia que les separaba y no escuchó a Barkley que le gritaba instrucciones. Roy permaneció sentado en silencio en el asiento posterior y pensó que ojalá hubiera también cinturones de seguridad en los asientos de atrás. Comprendía que Winslow se había olvidado de ellos dos y atraparía al Lincoln aunque les matara a todos. Siguieron en dirección Norte por la Vermont. Roy no miró el velocímetro pero supo que conducían con un exceso de ciento cincuenta lo cual era una auténtica locura porque, ¡había miles de saqueadores, miles! Pero Winslow quería atrapar a estos saqueadores y Barkley gritó:

– ¡Soldados!

Roy vio que la Guardia Nacional había bloqueado el paso a dos manzanas al Norte y el conductor del Lincoln, a ciento cincuenta metros de distancia, también lo vio y destrozó lo que le quedaba de frenos procurando girar a la izquierda antes de llegar al bloqueo. Un guardia nacional empezó a disparar con una ametralladora y Winslow apretó los frenos al ver los fogozanos y escuchar el clag-a-elag-a-clag-a-clag y ver que las balas trazantes estallaban sobre el asfalto más cerca de ellos que del Lincoln. A Roy le horrorizó al ver que el Lincoln no se estrellaba tal como él se había imaginado que iba a suceder. El conductor efectuó el viraje y avanzó en dirección Oeste por una estrecha calle residencial mientras Winslow giraba obstinadamente y Roy se preguntaba si podría asomarse por la ventanilla y disparar el fusil o quizás el revólver porque aquel Lincoln tenía que pararse antes de que Winslow les matara a todos. Le sorprendió descubrir ahora cuánto deseaba vivir y vio el rostro de Laura unos instantes y se sintió lanzado contra la manija de la portezuela al efectuar Winslow un viraje imposible a la derecha y avanzó otros trescientos metros persiguiendo al Lincoln.

En su intento de conservar la fuerza, Winslow no había utilizado la sirena y Roy ya había perdido la cuenta de todos los coches que casi habían estado a punto de golpear pero le alegró que, en aquella zona de la ciudad y a aquellas horas, hubiera pocos coches particulares por las calles y Barkley lanzó un grito de alegría al ver que el Lincoln subía el bordillo girando de nuevo a la izquierda e iba a estrellarse contra un coche aparcado. El Lincoln estaba todavía patinando cuando saltaron del mismo los tres saqueadores y Winslow, con las mandíbulas apretadas, avanzó por la acera en persecución del conductor que huía, un negro delgado que corría por el centro de la acera mirando de vez en cuando asustado por encima del hombro hacia los faros delanteros del vehículo que le seguía. Roy comprendió que Winslow iba a agotarle persiguiéndole por la acera al tiempo que el coche-radio arrancaba, demasiado ancho para la acera. Se encontraban a menos de noventa metros del saqueador cuando éste se volvió por última vez con la boca abierta en un mudo grito antes de desaparecer tras una cerca de eslabones de cadena. Winslow patinó al pasar a su lado, maldijo y descendió rápidamente del vehículo. Roy y Barkley le siguieron inmediatamente pero Winslow, asombrosamente ágil teniendo en cuenta su envergadura y su edad, ya había saltado la cerca y corría por el patio posterior. Roy escuchó cuatro disparos y después dos más mientras arrojaba el fusil al otro lado de la valla y saltaba él a continuación rasgándose los pantalones pero, al cabo de un momento, Winslow regresó cargando de nuevo el revólver.

– Ha escapado -dijo Winslow -. El maldito negro se ha escapado. Daría mil dólares a cambio de poder dispararle otro tiro.

Al regresar al vehículo, Winslow rodeó la manzana y volvió hasta donde se encontraba el Lincoln verde de los saqueadores que aparecía torpemente abandonado en medio de la calle, silbando a través del radiador roto.

Winslow se apeó lentamente del coche-radio y le pidió a Roy el fusil. Roy le entregó el arma y miró a Barkley encogiéndose de hombros mientras Winslow descendía del coche y disparaba dos tiros contra los neumáticos traseros. Después se acercó a la parte delantera del coche y destrozó los faros con el extremo del fusil y después rompió el parabrisas. A continuación rodeó el coche con el arma preparada como si se tratara de un herido peligroso que pudiera atacarle y golpeó con el extremo del arma las ventanillas de ambos lados. Roy miró hacia las casas de ambos lados de la calle pero todas estaban a oscuras. Los habitantes del Sureste de Los Ángeles, que siempre habían sabido no meterse en lo que no fuera de su incumbencia, no sentían tampoco curiosidad por ningún sonido que pudieran escuchar esta noche.

– Ya basta, Winslow -gritó Barkley -. Vámonos de aquí.

Pero Winslow abrió la portezuela del coche y Roy no pudo ver lo que estaba haciendo. Al cabo de un segundo emergió con un buen trozo de tela y Roy le observó a la luz de los faros mientras se guardaba la navaja. Quitó el tapón de la gasolina e introdujo el trozo de tela en el depósito y vertió gasolina sobre la calle debajo del depósito.

– Winslow, ¿estás loco? -gritó Barkley-. ¡Vámonos de aquí!

Pero Winslow no le hizo caso y dejó que la mancha de gasolina se extendiera a cierta distancia del Lincoln y después volvió a introducir el trozo de tela en el depósito dejando unos sesenta centímetros fuera colgando hasta el suelo. Corrió hacia la parte más alejada de la corriente de gasolina y la encendió y se produjo casi instantáneamente una pequeña explosión amortiguada y el vehículo ya estaba ardiendo cuando Winslow regresó al coche radio y se alejó del lugar con el mismo aire tranquilo y prudente de antes.

– ¿Cómo puede lucharse contra ellos sin ser como ellos? -dijo Winslow, finalmente, dirigiéndose hacia sus silenciosos compañeros -. Ahora no soy más que un negro y ¿sabéis una cosa? Me gusta.

Las cosas se calmaron un poco pasadas las tres y a las cuatro se dirigieron a la comisaría de la Setenta y Siete y, tras haber trabajado quince horas, Roy fue relevado. Estaba demasiado cansado para ponerse las ropas de paisano y desde luego estaba demasiado cansado para ir a su apartamento. Y aunque no lo hubiera estado, no le apetecía ir a casa esta noche. Sólo había un sitio al que le apetecía ir. Eran exactamente las cuatro y media cuando aparcó frente al apartamento de Laura. No escuchaba tiroteos ahora. Aquella zona de Vermont no había sido alcanzada por los incendios y casi no había sido alcanzada por los saqueadores. Todo estaba oscuro y en silencio. Sólo había llamado dos veces cuando ella le abrió la puerta.

– ¡Roy! ¿Qué hora es? -le preguntó ella en camisón y bata amarilla y él empezó a experimentar aquel agradable dolor.

– Perdona que venga tan tarde. Tenía que hacerlo, Laura.

– Bueno, entra. Parece que estés a punto de caerte.

Roy entró y ella encendió una lámpara, extendió los brazos y le miró con aquella expresión suya tan singular.

– Estás hecho un desastre. Un verdadero desastre. Quítate el uniforme y te prepararé un baño. ¿Tienes apetito?

Roy sacudió la cabeza y se dirigió al confortable dormitorio que tan familiar le resultaba desabrochándose el Sam Browne y dejándolo caer al suelo. Después, recordando que Laura era ordenada, lo arrastró con el pie hasta un rincón de al lado del armario y se sentó pesadamente en una silla del dormitorio tapizada de rosa fuerte y blanco. Se quitó los zapatos y permaneció sentado un momento deseando un cigarrillo pero sintiéndose demasiado agotado para encenderlo.

– ¿Quieres un trago, Roy? -le preguntó Laura saliendo del cuarto de baño mientras la bañera se llenaba con el reparador sonido del agua comente.

– No necesito un trago, Laura. Ni siquiera esta noche.

– Un trago no puede hacerte daño. Ahora ya no.

– No lo quiero.

– De acuerdo, cariño -dijo ella recogiendo sus zapatos y colocándolos en la parte baja del armario.

– ¿Qué demonios haría yo sin ti?

– Hace cuatro días que no te veo. Supongo que habrás estado ocupado.

– Iba a venir el miércoles por la noche. Entonces fue cuando empezó todo eso y tuvimos que trabajar más horas. Y ayer también. Y esta noche, Laura, esta noche ha sido la peor, pero tenía que venir esta noche. Ya no podía estar alejado por más tiempo.

– Lo siento mucho, Roy -dijo ella epatándole los húmedos calcetines negros mientras él le agradecía en silencio que le ayudara.

– ¿Qué es lo que sientes?

– Los disturbios.

– ¿Por qué? ¿Los has empezado tú?

– Soy negra.

– Tú no eres negra ni yo soy blanco. Somos enamorados.

– Soy una negra, Roy. ¿No es por eso por lo que te fuiste de nuevo a vivir a tu apartamento? Sabías que yo deseaba que permanecieras conmigo.

– Creo que estoy demasiado cansado para hablar de eso, Laura -dijo Roy levantándose y besándola; después se quitó la polvorienta camisa que se le pegaba al cuerpo. Ella le colgó la camisa y los pantalones y él dejó la camiseta y los calzoncillos en el suelo del cuarto de baño. Se contempló la cicatriz cóncava del abdomen y penetró en la bañera llena de espuma jabonosa. Jamás ningún baño le había sabido mejor. Se reclinó hacia atrás con los ojos cerrados, dejó la mente libre y se adormeció un momento; después advirtió la presencia de ella. Estaba sentada en el suelo al lado de la bañera y mirándole.

– Gracias, Laura -dijo él amando las motitas de sus ojos castaño claros y la suave piel morena y los delicados dedos que ella posó sobre su hombro.

– ¿Qué crees que veo en ti? -le dijo ella sonriendo y acariciándole el cuello -. Debe ser la atracción de los extremos, ¿no crees? Tu cabello dorado y tu cuerpo dorado. Eres el hombre más guapo que conozco. ¿Crees que es eso?

– Eso no es más que sobredorado -dijo Roy -. Debajo no hay más que una aleación de cobre y plomo.

– Hay mucho debajo.

– Si no hay nada, ponlo tú. No había nada cuando me encontraste el año pasado.

– Yo no era nada -le corrigió ella.

– Tú lo eres todo. Eres belleza y amor y bondad, pero, sobre todo, eres orden, Y ahora me hace falta orden, Laura. Tengo mucho miedo, ¿sabes? Fuera hay el caos.

– Lo sé.

– No había tenido tanto miedo desde que tú me quitaste el hábito de la bebida y me enseñaste a no tener miedo. Dios mío, tendrías que ver cómo es este caos, Laura.

– Lo sé, lo sé- dijo ella acariciándole el cuello.

– Ya no puedo estar apartado de ti -dijo él observando el grifo que vertía esporádicamente alguna que otra gota de agua sobre la espuma -No me atrevía a vivir contigo, Laura. Necesito paz y tranquilidad y sabía que nos enfrentaríamos juntos con el odio y no me atrevía. Pero ahora que he vuelto a aquel solitario apartamento, ya no me atrevo a vivir lejos de ti y ahora que he vivido esta noche toda esta oscuridad y esta locura, jamás podría vivir sin ti y…

– No hables más, Roy -le dijo ella levantándose -. Espera a mañana. Espera a ver cómo te sientes mañana.

– No -dijo él agarrándole el brazo con la mano mojada y jabonosa -. No se puede esperar a mañana. Te digo que tal y como están las cosas fuera, no se puede esperar a mañana. Yo vivo para ti. Ya no podrás librarte de mí. Nunca.

Roy la atrajo hacia sí y la besó en la boca y después le besó la palma de la mano mientras ella le acariciaba el cuello con la otra y le decía "cariño, cariño", tal como siempre hacía para consolarle.

Todavía estaban despiertos, tendidos de espaldas y desnudos, cubiertos sólo con una sábana, cuando amaneció en Los Ángeles.

– Tendrías que dormir -le murmuró ella -. Esta noche tienes que volver a la calle.

– Ahora ya no será tan grave -dijo él.

– Sí. Quizá la Guardia Nacional controlará la situación.

– No me importa que no lo haga. Ahora ya no será tan grave. Empiezo las vacaciones el primero de septiembre. Para entonces todo habrá terminado. ¿Te importa que nos casemos en Las Vegas? Podemos hacerlo sin necesidad de esperar.

– No hace falta que nos casemos. No importa que estemos casados.

– Creo que debo tener todavía uno o dos huesos convencionales en el cuerpo. Hazlo por mí.

– Muy bien. Por ti.

– ¿No te educaron en el respeto de la institución del matrimonio?

– Mi padre era un predicador baptista -dijo ella riendo.

– Bueno, entonces todo arreglado. A mí me educaron en la fe luterana pero no íbamos mucho a la iglesia exceptuando los casos en que las apariencias así lo exigían por lo que me parece que educaremos a nuestros hijos como baptistas.

– Ahora no soy nada. No soy baptista. Nada.

– Lo eres todo.

– ¿Tenemos derecho a tener hijos?

– No te quepa la menor duda.

– El caballero dorado y su dama negra -dijo ella-. Pero tú y yo sufriremos. Te lo prometo. No sabes lo que es una guerra santa.

– La ganaremos.

– Nunca te había visto tan contento.

– Es que nunca había estado tan contento.

– ¿Quieres saber por qué te amé desde el principio?

– ¿Por qué?

– Porque no eras como los demás blancos que bromeaban conmigo y me citaban en sus apartamentos o en cualquiera de estos bonitos lugares apartados a los que suelen ir parejas mixtas. Jamás pude confiar realmente en un hombre blanco porque comprendía que veían en mí algo que deseaban pero que no era yo.

– ¿Qué era?

– No sé. Quizá simplemente lujuria hacia un pequeño animal moreno. La vitalidad primitiva de los negros, cosas así.

– Por lo que veo, estás intelectual esta noche.

– Esta mañana.

– Bueno, pues, esta mañana.

– Después había liberales blancos que hasta me hubieran llevado a un baile del gobernador pero creo que, con esta gente, cualquier negra puede servir. Tampoco me fío de esta gente.

– Después vine yo.

– Después viniste tú.

– El borracho de Roy.

– Ya no.

– Porque te pedí prestado un poco de tu valor.

– Eres un hombre tan humilde que hasta me fastidias.

– Antes era arrogante y engreído.

– No puedo creerlo.

– Yo tampoco ahora. Pero es verdad.

– Eras distinto a todos los hombres blancos que yo había conocido. Necesitabas algo de mí pero era algo que un ser humano puede darle a otro y no tenía nada que ver con mi condición de negra. Siempre me consideraste una mujer y una persona, ¿lo sabes?

– Creo que no debo ser muy sensual.

– Eres muy sensual -dijo ella riéndose -. Eres un amante maravilloso y sensual y en este momento te estás comportando como un tonto.

– ¿Dónde pasaremos la luna de miel?

– ¿Pero es que también vamos a hacerla?

– Claro -dijo Rov-. Soy convencional, ¿no lo recuerdas?

– San Francisco es una ciudad bonita. ¿Has estado allí alguna vez?

– No, vayamos a San Francisco.

– Es también una ciudad muy tolerante. Desde ahora habrá que tener en cuenta cosas como ésta.

– Todo está tan tranquilo ahora -dijo Roy-. Anoche, cuando estaba muy asustado, pensé durante un buen rato que el fuego no cesaría jamás. Pensé que siempre escucharía el fuego rugiendo en mis oídos.

22 Reunión

– Creo que a partir de mañana volveremos prácticamente a los despliegues normales de fuerzas -dijo Roy.

Le agradaba decirlo porque él y Laura habían decidido que, en cuanto cesaran por completo los disturbios, él pediría unos cuantos días de permiso y se irían a pasar una semana a San Francisco tras contraer matrimonio en Las Vegas donde podrían quedarse algunos días, aunque también era posible que, estando en Las Vegas, se fueran a pasar una noche a Tahoe…

– Desde luego será estupendo poder librarse de los turnos de doce horas -dijo Roy en un estallido de exuberancia al pensar que iba a hacerlo y ahora que él y Laura iban a hacerlo todas sus dudas se desvanecieron.

– Ya estoy harto-dijo Serge Durán efectuando un desganado viraje en U en Crenshaw donde se encontraban patrullando la zona perimétrica, y a Roy le gustó la seguridad en conducir de Durán, más aún, le gustaba Durán al que sólo había visto como unas doce veces en el transcurso de aquellos cinco años y al que jamás se había molestado en intentar conocer mejor. Pero sólo habían pasado dos horas juntos esta noche y le había gustado y estaba contento de que, al establecerse las patrullas de perímetro, Durán le hubiera dicho al sargento:

– Déjeme trabajar con mis dos compañeros de clase Fehler y Plebesly.

Y Gus Plebesly le parecía muy honrado y Roy esperó poder hacerse amigo de aquellos dos hombres. Era agudamente consciente de que no tenía amigos entre los policías, jamás había tenido ninguno, pero lo cambiaría, estaba cambiando muchas cosas.

– Ahora que los disturbios casi han terminado, cuesta creer que haya podido suceder -dijo Gus y Roy pensó que Plebesly había envejecido mucho en cinco años. Recordaba a Plebesly como un muchacho tímido, quizás el de más baja estatura de la clase, pero ahora parecía más alto y más fuerte. Recordaba desde luego el inhumano aguante de Plebesly y sonrió al pensar que su resistencia había sido una amenaza para su instructor de adiestramiento, el oficial Randolph.

– No cuesta creer que haya podido suceder si se baja por la avenida Central o por las calles Cien y Tercera -dijo Serge -. ¿Estuviste por allí el viernes por la noche, Roy?

– Estuve -dijo Roy.

– Creo que nosotros también estuvimos -dijo Cus -, pero estaba demasiado asustado para saberlo seguro.

– Igual te digo, hermano -dijo Roy.

– Pero yo estaba tan asustado que apenas puedo recordar lo que sucedió -dijo Gus y Roy vio que la tímida sonrisa seguía siendo la misma al igual que aquellos modales desaprobatorios que solían molestar a Roy porque era por aquel entonces demasiado estúpido para comprender que eran auténticos.

– Hoy justamente estaba yo pensando lo mismo -dijo Serge -. La noche del viernes se está convirtiendo en una especie de bruma en mi cerebro. No puedo recordar grandes retazos. Exceptuando el miedo, claro.

– ¿Tú también piensas lo mismo. Serge? -dijo Gus-. ¿Y tú, Roy?

– Pues claro, Gus -dijo Roy -. Tenía un miedo de muerte.

– Es curioso -dijo Gus y se sumió en el silencio y Roy supuso que Gus se sentía tranquilizado.

Resultaba consolador hablar con un policía que, al igual que uno, se sentía evidentemente embargado por las dudas y ahora compadeció a Gus y experimentó la atracción de la amistad.

– ¿Terminaste la universidad, Roy? -preguntó Serge -. Recuerdo que en la academia me hablaste de obtener el título en criminología. Ya te faltaba poco entonces.

– Nunca llegué a terminar, Serge -dijo Roy riendo y le asombró no descubrir ironía alguna en su risa y supuso que, al final, había hecho las paces con Roy Fehler.

– Yo tampoco pasé muchos exámenes -dijo Serge asintiendo con la cabeza en señal de comprensión-. Ahora me arrepiento porque se acerca el primer examen para el puesto de sargento. ¿Y tú, Gus? ¿Estudias algo?

– De vez en cuando -dijo Gus-. Espero conseguir el título de administración comercial dentro de un año más o menos.

– Estupendo, Gus -dijo Roy -. Cualquier día trabajaremos a tus órdenes.

– Oh, no -dijo Gus excusándose-. No he estudiado para el examen de sargento y, además, en los exámenes me quedo como helado. Sé que fracasaré miserablemente.

– Serás un gran sargento, Gus -dijo Serge y parecía ser sincero.

Roy experimentó una oleada de simpatía hacia ambos y quiso hablarles de su próxima boda -quiso hablarles de Laura, de un policía blanco con una esposa negra, y hubiera querido saber si pensaban que estaba loco porque estaba seguro de que eran compasivos. Pero aunque pensaran que estaba loco y se lo dieran a entender mediante un cortés asombro, nada cambiaría.

– Está oscureciendo, gracias a Dios -dijo Gus -. Hoy ha sido un día muy brumoso y caluroso. Me encantaría poder nadar un poco. Un vecino nuestro tiene piscina. Quizá mañana le pida permiso.

– ¿Y qué te parecería esta noche? -dijo Serge -. Cuando terminemos de trabajar. Hay piscina en mi edificio. Sería mejor que lo aprovecháramos porque pronto me voy a trasladar.

– ¿Dónde te trasladas? -preguntó Gus.

– Mi novia y yo vamos a comprar una casa. Tendremos que cortar césped y arrancar hierbas en lugar de nadar a la luz de la luna, creo.

– ¿Te casas? -preguntó Roy-. Yo me casaré en cuanto pueda conseguir una semana de vacaciones.

– ¿Tú también vas a caer? -dijo Serge sonriendo -. Me tranquiliza.

– Creía que ya estabas casado, Roy -dijo Gus.

– Lo estaba cuando estudiábamos en la academia. Me divorcié poco tiempo después.

– ¿Tienes hijos, Roy? -preguntó Cus.

– Una niña -dijo Roy y entonces pensó en el domingo anterior cuando la había llevado al apartamento de Laura. Pensó en cómo había jugado Laura con ella y en cómo ésta se había ganado el cariño de Becky.

– ¿No te has hartado del matrimonio? -le preguntó Serge.

– No tengo nada en contra del matrimonio -dijo Roy-. Te dan hijos y Gus podrá decirte lo que los hijos le dan a uno.

– No podría vivir sin ellos -dijo Gus.

– ¿Cuánto tiempo llevas casado, Gus? -preguntó Serge.

– Nueve años. Toda la vida.

– ¿Cuántos años tienes?

– Veintisiete.

– ¿Cómo se llama tu novia, Serge? -preguntó Roy al ocurrírsele una idea.

– Mariana.

– ¿Qué os parece si fuéramos a nadar mañana? -dijo Roy-. Quizá Gus y su mujer y Laura y yo podríamos venir a tu casa y conocer a tu novia y podríamos nadar y tomarnos unas cervezas antes de entrar a trabajar por la tarde.

Ya estaba hecho, pensó. Sería la primera prueba.

– Muy bien -dijo Serge entusiasmado -. ¿A ti te parece bien, Gus?

– Bueno, mi mujer no se ha encontrado bien últimamente pero a lo mejor le apetecerá venir aunque no se bañe. A mí me encantará.

– Estupendo. Os espero -dijo Serge -. ¿Qué os parece a las diez de la mañana?

– Muy bien -dijo Gus y Roy pensó que aquella sería la mejor manera de comprobarlo. Llevarla consigo y ver qué sucedía. Al diablo las excusas y las advertencias. Que la vieran, en cantidad, con sus largas piernas, tan bien formada e incomparable en traje de baño. Entonces sabría cómo iba a ser, lo que podía esperar…

– Sería demasiado… -dijo Gus vacilando-. Me fastidia pedírtelo… Si a la casera no le gusta o quizá no quieres tener cerca a una manada de niños ruidosos… lo comprendo…

– ¿Quieres traer a los niños? -dijo Serge sonriendo.

– Me gustaría.

– Tráelos -dijo Serge -. A Mariana le encantan los niños. Quiere tener seis u ocho.

– Gracias -dijo Gus-. Mis niños estarán muy contentos. Tiene un nombre muy bonito tu novia. Mariana.

– Mariana Paloma -elijo Serge.

– ¿Es español, verdad? -preguntó Gus.

– Es mexicana -dijo Serge -. De Guadalajara.

– Pensándolo bien, ¿Durán no es un apellido español?

– Yo también soy mexicano-dijo Serge.

– Quién lo hubiera dicho. Jamás se me había ocurrido -dijo Roy buscando en Serge algún rasgo mexicano y sin encontrar ninguno, exceptuando quizá la forma de los ojos.

– ¿Eres de ascendencia mexicana por parte de padre y madre? -preguntó Gus -. No lo pareces.

– Cien por cien -dijo Serge riéndose -. Creo que soy probablemente más mexicano que ninguno de los que conozco.

– ¿Entonces hablas español?

– Apenas -contestó Serge -. De niño sí, pero lo he olvidado. De todos modos, creo que volveré a aprenderlo. El domingo por la tarde fui a casa de Mariana y, tras recibir la bendición del señor Rosales que es su padrino, me dirigí a ella y procuré pedirla en matrimonio en español. Creo que al final terminé hablando más en inglés que en español. Debió ser todo un espectáculo, un enorme payaso tartamudo con los brazos cargados de rosas blancas.

– Debías estar extraordinario -dijo Roy sonriendo y preguntándose si presentaría él un aspecto tan satisfecho como Serge.

– Mariana está informada de que en casa hablaremos exclusivamente en español hasta que mi español sea tan bueno por lo menos como su inglés.

– Es estupendo -dijo Gus y Roy se preguntó si ella le habría exigido cortejarla según las antiguas costumbres mexicanas. Se preguntó si Serge debía llevar conociéndola mucho tiempo antes de besarla por primera vez. "Me estoy volviendo cursi", pensó Roy sonriendo.

– Normalmente, los hombres mexicanos dominan a sus mujeres -dijo Serge -hasta que se hacen viejos y entonces mamá es el jefe y el viejo paga su tiranía. Pero me temo que Mariana y yo estamos empezando justo al revés.

– No hay nada malo en una mujer fuerte -dijo Roy -. A un policía le hace falta.

– Sí -dijo Gus mirando el encendido ocaso-. Hay pocos hombres que puedan hacer este trabajo solos.

– Bueno, ahora ya somos veteranos -dijo Serge -. Cinco años. Podemos cosernos en la manga una marca; creía que íbamos a tener una reunión de clase al cabo de cinco años.

– Hubiera sido bonito -dijo Gus -. Mañana por la tarde podríamos celebrar una pequeña fiesta de reunión. Si nos vuelven a llevar a todos al puesto de mando, es posible que podamos volver a trabajar juntos mañana por la noche.

– Yo creo que mañana regresaremos a nuestras divisiones -dijo Serge -. Los disturbios han terminado.

– No sé cuánto tiempo les llevará a los expertos elaborar las teorías de las causas -dijo Roy.

– Esto no es más que el principio -dijo Serge -. Empezarán a nombrar comisiones y los intelectuales que conocen a dos o tres negros demostrarán su pericia en relaciones raciales y no será más que el principio. Los negros no son ni mejores ni peores que los blancos. Creo que liarán todo lo que puedan y lo que se espere de ellos y de ahora en adelante habrá muchos negros que acomodarán su vida a las noticias de prensa referentes al negro encolerizado.

– ¿Crees que los negros son igual que los blancos? -le preguntó Serge a Gus que seguía contemplando el ocaso.

– Sí -dijo Gus con aire ausente-. Lo aprendí hace cinco años al lado de mi primer compañero que era el mejor policía que jamás he conocido. Kilvinsky decía que la mayoría de las personas son como el plancton que no puede luchar contra las corrientes y se ve arrastrado por las olas y las mareas y que algunas son como la fauna del fondo del mar que puede hacerlo pero, para ello, tiene que arrastrarse por el cenagoso fondo del océano. Y otras son como el necton que puede luchar contra las corrientes pero no necesita arrastrase por el fondo; sin embargo el necton resulta tan difícil que hay que ser muy fuertes. Creo que se imaginaba que los mejores de entre nosotros eran como el necton. En cualquier caso, siempre decía que en la gran oscuridad del mar ni la forma ni el color de los pobres seres dolientes contaban para nada.

– Parece que era un filósofo -dijo Roy sonriendo.

– A veces creo que cometí un error al hacerme policía -dijo Serge-. Miro estos cinco años pasados y veo que las frustraciones han sido graves pero no creo que prefiera hacer otra cosa.

– Hoy he visto un editorial que decía que era deplorable que hubieran recibido disparos y se hubieran muerto tantas personas en los disturbios -dijo Gus-. El individuo decía: "Hay que suponer que la policía dispara para herir. Por consiguiente, se deduce de ello que la policía ha matado intencionadamente a toda esta gente".

– Es un silogismo retorcido -dijo Serge -. Pero no podemos reprochárselo a estos pobres bastardos ignorantes. Han visto miles de películas en las que se demuestra que se puede inmovilizar a un individuo o quitarle el arma de las manos de un disparo.

– ¿Un montón de plancton vertido en un mar de cemento, verdad, Gus? -dijo Roy.

– Creo que no me arrepiento de este trabajo -dijo Gus-. Creo que sé algo que la mayoría de la gente no sabe.

– Lo único que podemos hacer es procurar protegerlos -dijo Roy -. Desde luego, no podemos cambiarlos.

– Y tampoco podemos salvarlos -dijo Gus -. Ni a nosotros tampoco. Pobres bastardos.

– Oye, me parece que esta conversación se está haciendo muy deprimente -dijo Roy repentinamente-. Los disturbios han terminado. Vendrán días mejores. Mañana nos reuniremos para nadar. Alegrémonos.

– Muy bien, a ver si podemos pillar a algún sinvergüenza -dijo Serge -. Una buena detención siempre me produce optimismo. ¿Tú trabajabas por esta zona, verdad Gus?

– Claro -dijo Gus enderezándose y sonriendo-. Conduce en dirección Oeste hacia Crenshaw. Sé lugares donde pueden localizarse coches robados. Quizá podamos atrapar a un ladrón de coches.

Roy fue el primero que vio a la mujer haciéndoles señales desde un coche aparcado junto a la cabina telefónica de la calle Rodeo.

– Creo que tenemos una llamada de una ciudadana- dijo Roy.

– Estupendo, empezaba a cansarme de conducir por ahí -dijo Serge -. A lo mejor tiene un problema insuperable que nosotros podemos superar.

– Ha oscurecido muy pronto esta noche -observó Gus -. Hace un par de minutos estaba contemplando la puesta de sol y ahora, zás, ya ha oscurecido.

Serge aparcó al lado de la mujer que descendió torpemente del Volkswagen y corrió hasta su coche en zapatillas y una bata que a duras penas podía contener su expansiva gordura.

– Iba a la cabina para llamar a la policía -dijo ella jadeando y, antes de descender del coche, Roy notó su aliento de alcohólica y examinó su cara enrojecida y su cabello pelirrojo teñido.

– ¿Qué sucede, señora? -preguntó Gus.

– Mi marido está loco. Últimamente ha estado bebiendo y no trabajaba, no me mantenía ni a mí ni a los niños y me pegaba cuando le venía en gana y esta noche parece que está completamente loco y me ha dado un puntapié en el costado. El bastardo. Creo que me ha roto una costilla.

La mujer se estremeció dentro de la bata y se tocó las costillas.

– ¿Vive lejos de aquí? -preguntó Serge.

– Al fondo de la calle, en Coliseum -dijo la mujer -. ¿Qué les parecería si me acompañaran a casa y lo echaran?

– ¿Es su marido legal? -preguntó Serge.

– Sí, pero está loco.

– Muy bien, la acompañaremos a casa y hablaremos con él.

– No pueden hablar con él -insistió la mujer entrando de nuevo en el Volkswagen-. El bastardo está loco esta noche.

– Muy bien, la acompañaremos a casa -dijo Roy.

– Por lo menos romperá la monotonía -dijo Gus mientras seguían el pequeño coche y Roy colocaba el fusil en el suelo de la parte de atrás del coche y se preguntaba si sería conveniente encerrarlo en la parte delantera o bien si sería suficiente dejarlo en el suelo si cerraban con llave las portezuelas. Decidió dejarlo en el suelo.

– ¿Este barrio es de mayoría blanca? -le preguntó Serge a Gus.

– Es mixto -dijo Gus -. Es mixto hasta La Ciénaga y hasta Hollywood.

– Si esta ciudad tiene un ghetto, debe ser el ghetto más grande del mundo -dijo Serge-. Menudo ghetto. Mirad allí en Baldwin Hills.

– Residencias de lujo -dijo Gus -. Es un barrio muy mezclado también.

– Creo que la mujer del VW será la mejor detención que hagamos esta noche -dijo Roy -. Casi se ha cargado a este Ford al girar.

– Está borracha -dijo Serge -. Os diré una cosa, si choca contra alguien nosotros intervendremos como si no la conociéramos. Me imaginé que estaba demasiado bebida para poder conducir al acercarse al coche haciendo eses y encenderme el cigarrillo con el aliento.

– Debe ser esta casa -dijo Gus iluminando con la linterna el número de la puerta mientras Serge se acercaba por detrás del Volkswagen que ella aparcó a más de un metro del bordillo.

– Tres-Z-Noventa y Uno, llamada de ciudadano, cuarenta y uno veintitrés, paseo Coliseum -dijo Gus al micrófono.

– No olvides cerrar la portezuela -dijo Roy -. He dejado el fusil en el suelo.

– Yo no entro -dijo la mujer-. Le tengo miedo. Dijo que me mataría si llamaba a la policía.

– ¿Los niños están dentro? -preguntó Serge.

– No -dijo ella jadeando -. Corrieron a la casa de al lado cuando empezamos a pelearnos. Creo que tengo que decirles que dentro hay un arma y que está hecho una furia esta noche.

– ¿Dónde está el arma? -preguntó Gus.

– En el armario de la alcoba -dijo la mujer -. Cuando se lo lleven a él, podrán llevársela.

– Todavía no sabemos si nos vamos a llevar a alguien -dijo Roy -. Primero hablaremos con él.

Serge ya había empezado a subir los peldaños cuando ella le dijo:

– Número doce. Vivimos en el número doce.

Cruzaron un pasadizo abovedado adornado con plantas y salieron a un patio rodeado de apartamentos. Había una tranquila piscina iluminada a la izquierda y un entoldado con mesas de ping-pong a la derecha. Roy se sorprendió de la magnitud del edificio de apartamentos tras cruzar el engañoso pasadizo.

– Muy bonito -dijo Gus admirando evidentemente la piscina.

– El doce debe ser por aquí -dijo Roy dirigiéndose hacia la escalera de mosaico rodeada por helechos que llegaban hasta la altura de la cara.

A Roy le pareció que todavía olía el aliento de la alcohólica cuando un hombre de color del yeso y aspecto débil, luciendo una camiseta húmeda, apareció desde detrás de un retorcido árbol enano y se abalanzó contra Roy que se volvió estando ya en la escalera. El hombre apuntó con el barato revólver del 22 contra el estómago de Roy y disparó una vez y mientras Roy se sentaba en la escalera presa del asombro, los rumores de gritos y de disparos y un chillido mortal resonaron por el amplio patio. Entonces Roy advirtió que se encontraba tendido al pie de la escalera, solo, y todo quedó tranquilo durante un momento. Después fue consciente de que era el estómago.

– Aquí no -dijo Roy y apretó los dientes cerrándolos sobre la lengua y luchando contra la histeria.

El choc. Puede matar. |EI choc!

Después se abrió la camisa y se desabrochó el Sam Browne y contempló la menuda y burbujeante cavidad abierta en la boca del estómago. Sabía que no podría sobrevivir a otra. "En este sitio no. En las entrañas no." ¡Ya no le quedaban entrañas!

Roy abrió los dientes y tuvo que tragar varias veces por culpa de la sangre que manaba de su lengua partida. Esta vez no dolía tanto, pensó, y se sorprendió de su lucidez. Vio que Serge y Gus se arrodillaban a su lado con los rostros cenicientos. Serge se santiguó y se besó la uña del pulgar.

Era mucho más fácil esta vez. ¡Ya lo creo que sí! El dolor estaba cediendo y un calor insidioso se apoderaba de él. Pero no, debía ser un error. No debía suceder ahora. Entonces fue presa del pánico al comprender que no debía suceder ahora porque estaba empezando a saber. "Por favor, ahora no -pensó -. Estoy empezando a saber."

– Saber, saber -dijo Roy-. Saber, saber, saber, saber.

Su voz lo sonaba vacía y rítmica como el tañido de una campana. Y después ya no pudo hablar.

– Santa María -dijo Serge tomándole la mano-. Santa María… ¿dónde está la maldita ambulancia? Ay, Dios mío… Gus, está frío. Sóbale las manos…

Entonces Roy escuchó sollozar a Gus:

– Se ha ido, Serge. Pobre Roy, pobre muchacho. Se ha ido.

Después Roy escuchó decir a Serge:

– Debiéramos cubrirle. ¿Le has oído? Le decía "no" a la muerte. "No, no, no", decía. ¡Santa María!

"No estoy muerto -pensó Roy-. Es monstruoso decir que estoy muerto." Y entonces vio a Becky caminando graciosamente sobre una extensión de hierba y estaba tan crecida que le dijo Rebeeca al llamarla y ella se acercó a su padre sonriendo y el sol brillaba en su cabello, más dorado de lo que había sido nunca el suyo propio.

– Dios te salve María, llena de gracia, el Señor es contigo… -dijo Serge.

– Le cubriré. Le pediré prestada a alguien una manta -dijo Gus -. Por favor, que alguien me dé una manta.

Ahora Roy se abandonó a las ondulantes sábanas blancas de la oscuridad y lo último que escuchó fue a Sergio Durán diciendo "Santa María", una y otra vez.

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