AGOSTO DE 1963

13 La madona

Serge se preguntó si alguno de sus compañeros de clase de la academia habría sido encargado de alguna misión de paisano. Quizá Fehler o Isenberg y algunos otros ya habían conseguido pasar a la secreta o a la patrulla de crímenes. No serían muchos, sin embargo, pensó. Le sorprendió que el sargento Farrell le preguntara si le agradaría trabajar vehículos de delito durante un mes y le dijera que, si su trabajo resultaba satisfactorio, tal vez se convirtiera en un puesto permanente.

Llevaba dos semanas trabajando en vehículos de delito. Jamás se había imaginado lo cómodo que podía resultar trabajar de policía con un traje de paisano en lugar de los pesados uniformes de lana y el engorroso cinturón Sam Browne. Llevaba un colt ligero de 12 centímetros que se había comprado al cobrar la última paga al darse cuenta de lo pesada que resultaba la Smith de quince centímetros en una funda propia de traje de paisano.

Sospechaba que Milton le había recomendado al sargento Farrell para los vehículos de delito. Milton y Farrell eran amigos y, al parecer, Farrell apreciaba y respetaba al viejo. La causa la desconocía pero le resultaba agradable alejarse del coche blanco y negro durante algún tiempo. No es que las gentes de las calles no les reconocieran, dos hombres en traje de calle, en un Plymouth barato de cuatro puertas; dos hombres que conducían despacio y observaban las calles y las gentes. Pero, por lo menos pasaban lo suficientemente inadvertidos como para evitar que les molestaran un número interminable de personas que necesitaban a un policía para resolver un número interminable de problemas que un policía no está capacitado para resolver, pero debe intentar resolver porque es un miembro accesible de las instituciones gubernamentales, tradicionalmente vulnerables a la crítica. Serge exhaló alegremente tres anillos de humo que le hubieran salido perfectos de no haber sido por la brisa que los borró, la brisa que resultaba agradable porque había sido un verano muy calinoso y las noches no eran tan frescas como suelen ser las noches de Los Ángeles.

Harry Ralston, el compañero de Serge, pareció advertir la satisfacción de éste.

– ¿Crees que van a gustarte los vehículos de delito? -le preguntó con una sonrisa, dirigiéndose hacia Serge que se hallaba repantigado en el asiento admirando a una muchacha excepcionalmente voluptuosa en un ajustado traje de algodón blanco.

– Me gustará -contestó Serge sonriendo.

– Sé lo que sientes. Es estupendo dejar el uniforme, ¿verdad?

– Estupendo.

– Yo llevé uniforme ocho años -dijo Ralston -. Y me apetecía mucho dejarlo. Ahora ya llevo cinco años en vehículos de delito y sigue gustándome. Es mejor que patrullar de uniforme.

– Yo tengo todavía mucho que aprender -dijo Serge.

– Aprenderás. Es distinto que patrullar. Creo que ya te habrás dado cuenta.

Serge asintió con la cabeza arrojando el cigarrillo por la ventanilla, un lujo que jamás había podido permitirse en un coche blanco y negro porque siempre podía haber algún ciudadano que tomara el número de la matrícula e informara al sargento por infracción del código de vehículos que prohíbe arrojar sustancias encendidas desde un coche.

– ¿Estás preparado para la clave siete? -le preguntó Ralston mirando el reloj -. Todavía no son las nueve pero tengo un apetito de perros.

– Puedo comer -dijo Serge tomando el micrófono-. Cuatro-Frank-Uno solicita clave siete en Brooklyn y Mott.

– Cuatro-Frank-Uno, siete de acuerdo -dijo la locutora de Comunicaciones y Serge controló su reloj para asegurarse de haber terminado al cabo de los cuarenta y cinco minutos que se les concedía. Le molestaba que el Departamento Ies obligara a trabajar un turno de ocho horas y cuarenta y cinco minutos. Puesto que los cuarenta y cinco minutos le pertenecían, quería asegurarse de que los aprovechaba al máximo.

– Hola, señor Rosales -dijo Ralston mientras ambos se acomodaban en un reservado junto a la pared más próxima a la cocina.

En aquel reservado se escuchaban los rumores y se advertía el calor de la cocina, pero a Ralston le encantaba estar cerca de los aromas de la cocina. Era un hombre que vivía para comer, pensó Serge, y su increíble apetito estaba en desacuerdo con su delgadez.

– Buenas noches, señores -les dijo el hombre sonriendo y yendo a su encuentro desde el mostrador en el que se encontraban acomodados tres clientes.

Limpió la mesa que no necesitaba ser limpiada. Les vertió agua en dos vasos tras secar el interior del reluciente vaso de Ralston con una servilleta impecablemente blanca que llevaba colgando de su caído hombro. El hombre lucía un gran bigote que le sentaba muy bien, pensó Serge.

– ¿Qué tomarán los señores? -les preguntó el señor Rosales entregando a cada uno de ellos un menú escrito a mano imitando las letras de molde, con errores ortográficos tanto en los platos escritos en español, que figuraban a la derecha, como en los ingleses que figuraban a la izquierda. "Pueden vivir aquí toda la vida y no llegar nunca a aprender inglés -pensó Serge -. Aunque tampoco aprenden el español. Una extraña versión anglicista de ambos idiomas que desdeñan los viejos y educados mexicanos del campo."

– Yo tomaré huevos rancheros -dijo Ralston con un acento que obligó a Serge a hacer una mueca muy a pesar suyo.

Sin embargo, parecía que al viejo le gustaba escuchar a Ralston intentar hablar español.

– Y usted, señor.

– Creo que tomaré chile relleno -dija Serge con una pronunciación tan a la inglesa como la de Ralston.

Todos los oficiales ya sabían que no hablaba español y que sólo entendía unas pocas palabras.

– ¿No hueles las cebollas y el chile verde? -dijo Ralston mientras la menuda y regordeta esposa de Rosales preparaba la comida en el cuarto posterior convertido en una cocina inadecuadamente ventilada.

– ¿Cómo puedes saber que es chile verde? -le preguntó Serge sintiéndose alegre esta noche -. Quizás es chile rojo o quizá ni siquiera es chile.

– Mi nariz nunca falla -dijo Ralston tocándose la parte lateral de la ventana de la nariz-. Si dejaras de fumar, el sentido del olfato lo tendrías tan agudo como yo.

Serge pensó que una cerveza le cuadraría bien al chile relleno y se preguntó si, conociéndole bien, Ralston pediría una cerveza para acompañar la cena. Ahora trabajaban de paisano y una cerveza a la hora de cenar no podía hacerles daño. Los oficiales secretos bebían sin trabas, claro, y los investigadores eran bebedores legendarios, entonces, ¿por qué no los oficiales de vehículos de delito? No obstante, comprendía que últimamente había estado bebiendo demasiado y tendría que perder cinco quilos antes del próximo examen físico, de lo contrario el médico le enviaría seguramente al capitán "una carta de hombre gordo". En Hollywood no había bebido muchas cervezas porque solía tomar martinis. Le había resultado muy fácil acostumbrarse a los martinis. Se había emborrachado con mucha frecuencia no estando de servicio. Pero todo aquello formaba parte de su entrenamiento, pensó. El cuerpo no debe ser maltratado, por lo menos en exceso. Había estado considerando la posibilidad de reducir los cigarrillos fumados a una cajetilla diaria y había vuelto a jugar a balonmano en la academia. Algo había en su regreso a Hollenbeck que había beneficiado su salud.

Observó distraídamente a la muchacha que les trajo la cena sosteniendo los calientes platos con dos vistosas servilletas, brillándole gotas de sudor en los acusados pómulos y sobre el labio superior, demasiado largo. Llevaba el cabello trenzado como una india y Serge supuso que no tendría más allá de diecisiete años. Sus manos aparecían especialmente blancas, como consecuencia de la harina y a él le recordaron las manos de su madre. Se preguntó cuánto tiempo llevaría viviendo a este lado de la frontera.

– Gracias -le dijo sonriendo al colocarle ella el plato delante. Ella le sonrió a su vez con una sonrisa limpia y Serge observó que sólo llevaba un poco de carmín de labios. Las espesas pestañas y las perfectas cejas no eran artificiales.

– Gracias, señorita -dijo Ralston mirando ansiosamente el plato de huevos rancheros y haciendo caso omiso de la chica que se lo estaba poniendo delante.

– De nada, señor -le dijo ella sonriendo otra vez.

– Es graciosa la chica -dijo Serge meneando el arroz y las judías que todavía estaban demasiado calientes.

Ralston asintió entusiasmado y se vertió otra cucharada de salsa de chile hecha en casa sobre los huevos, el arroz, todo. Después mezcló con todo ello la gran tortilla de harina y tomó un enorme bocado.

El señor Rosales le susurró algo a la muchacha y ésta regresó a la mesa en el momento en que la comida de Serge estaba enfriándose lo suficiente para que pudiera comérsela y la mitad de la de Ralston ya había desaparecido.

– Ustedes quieren -dijo-, ustedes des…-dijo volviéndose hacia el señor Rosales que asintió con la cabeza dándole el visto bueno.

– Café -la incitó él-. Ca-fé.

– No hablo bien inglés -dijo ella sonriéndole a Serge que estaba pensando qué suave y delgada parecía y, sin embargo, qué fuerte. Sus pechos eran redondos y el peso adicional de la feminidad no hacía más que mejorar su silueta.

– Tomaré un poco más de café -dijo Serge sonriendo.

– Sí, café, por favor -dijo Ralston deteniendo el tenedor lleno de frijoles junto a su movedizo labio.

Al desaparecer la chica en la cocina, el señor Rosales se acercó a la mesa.

– ¿Todo bien? -Ies preguntó solviéndoles a través de sus grandes bigotes.

– De-li-cioso -murmuró Ralston.

– ¿Quién es la chiquita? -preguntó Serge terminándose el agua que el señor Rosales se apresuró a reponer.

– Es la hija de mi compadre. Llegó de Guadalajara el lunes pasado. Le juré a mi compadre hace muchos años que si tenía suerte en este país mandaría llamar a su hija mayor, que es mi ahijada, para educarla como una americana. Me dijo que sería mejor educar a un chico y yo me mostré de acuerdo pero no ha tenido hijos. Por lo menos hasta ahora. Once chicas.

Serge se echó a reír y dijo:

– Parece que lo conseguirá.

– Sí, Mariana es muy lista -dijo él asintiendo entusiasmado-. Y sólo tiene dieciocho años, El mes que viene la enviaré a la escuela nocturna para que aprenda inglés y después veremos qué quiere hacer.

– Probablemente encontrará a algún muchacho y se casará antes de que usted pueda abrir la boca -dijo Ralston puntuando su frase con un eructo reprimido.

– Quizá -dijo el señor Rosales suspirando -. Mire, es mucho mejor aquí que en México donde la gente no se preocupa demasiado de alcanzar el éxito. Estar aquí ya es mucho más de lo que jamás hubieran podido soñar, es suficiente. Se conforman con trabajar en una lavandería de coches o en un taller de confección. Pero yo creo que ella es una chica inteligente y hará cosas mejores.

La chica volvió a hacer tres viajes a la mesa durante el resto de la cena pero no volvió a intentar hablar inglés.

Ralston debió pillar a Serge observándola porque le dijo:

– Es legal, ¿sabes? Dieciocho años.

– Bromeas. Dios me libre de meterme con criaturas.

– Es bonita -dijo Ralston y Serge deseó que no encendiera uno de sus puros baratos. Cuando estaban en el coche, con las ventanillas abiertas, resultaban más soportables -. A mí me parece una Dolores del Río en joven.

No se parecía a Dolores del Río, pensó Serge. Pero poseía lo que hacía de Dolores del Río la mujer más querida de México, un objeto de veneración por parte de millones de mexicanos que raras veces la habrían visto en el cine e incluso de los que no la habían visto nunca; poseía también un aspecto de madona.

– ¿Cuál es su segundo nombre? -le preguntó Serge al acercarse ella por última vez a la mesa con más café. Sabía que era costumbre que los policías que recibían comida gratis dejaran un cuarto de dólar de propina pero él deslizó setenta y cinco centavos debajo de un plato.

– ¿Mande, señor? -dijo ella volviéndose hacia el señor Rosales que estaba ocupado con un cliente del mostrador.

– Su segundo nombre -repitió Ralston con cuidado-. ¿Mariana qué?

– Ah -dijo ella sonriendo-. Mariana Paloma -y después se apartó de la mirada fija de Serge y se llevó algunos de los platos a la cocina.

– Paloma -dijo Serge-. Resulta adecuado.

– Yo como aquí una vez a la semana -dijo Ralston mirando a Serge con curiosidad -. No se puede quemar el sitio comiendo gratis con demasiada frecuencia.

– No te preocupes -dijo Serge rápidamente, comprendiendo la indirecta -. Tu sitio de comer es éste. No vendré a comer aquí a no ser que trabaje contigo.

– La chica es cosa tuya -dijo Ralston -. Puedes venir no estando de servicio si quieres pero me fastidiaría que alguien me quemara el sitio de comer que he cultivado tantos años, Antes me cobraban a mitad de precio y ahora me lo hacen gratis.

– No te preocupes -repitió Serge-. Y la chica no me interesa hasta este extremo. Ya tengo bastantes problemas de mujeres que tenga que complicarme la vida con una chica que ni siquiera sabe hablar inglés.

– Vosotros los solteros -dijo Ralston suspirando -. Ojalá tuviera yo esos problemas. ¿Tienes alguna para esta noche después del trabajo?

– Tengo una -contestó Serge sin entusiasmo.

– ¿Tiene algún amigo ella?

– Que yo sepa no -contestó Serge sonriendo.

– ¿Cómo es? -preguntó Ralston mirándole socarronamente ahora que, al parecer, ya había saciado su apetito.

– Una rubia color miel. Ideal para acostarse con ella -contestó Serge, describiendo así a Margie que vivía en el apartamento de arriba de la parte de atrás de su misma casa. La propietaria ya le había advertido de la conveniencia de mostrarse más discreto al abandonar el apartamento de Margie por la mañana.

– ¿Una auténtica rubia miel, eh? -murmuró Ralston.

– ¿Qué es auténtico? -preguntó Serge y después pensó: "es auténtica a su manera y da igual que el reluciente color miel sea fruto de la habilidad de un peluquero porque todo lo que es bello en el mundo ha sido pintado o transformado en cierto modo por un artesano habilidoso." Pero, además, ¿para qué quería cambiar? Las veces que la necesitaba, Margie era muy auténtica, pensó.

– ¿Qué hace un soltero, aparte de acostarse con todas las que se cruzan por su camino? -le preguntó Ralston -. ¿Te gusta vivir solo?

– Ni siquiera me interesa un compañero con el que compartir los gastos. Me gusta estar solo.

Serge fue el primero en levantarse y se volvió para buscar a la muchacha que se encontraba en la cocina fuera del alcance de la vista.

– Buenas noches, señor Rosales -gritó Ralston.

– Ándale, pues -gritó a su vez el señor Rosales sobre el fondo del estruendo de un disco de mariachi, demasiado alto, que alguien había puesto en el jukebox.

– ¿Ves mucho la televisión? -le preguntó Ralston cuando ya estuvieron acomodados en el coche -. Te hago preguntas acerca de la vida de soltero porque yo y mi mujer no nos llevamos muy bien actualmente y quién sabe lo que puede suceder.

– ¿No? -dijo Serge esperando que Ralston no empezara a aburrirle con el relato de sus problemas maritales tal como hacían tantos compañeros durante las largas horas de patrulla cuando la noche era tranquila por ser una noche floja, cuando la gente no había cobrado las pagas ni recibido los cheques de la beneficencia y no tenían dinero para beber -. Leo mucho, sobre todo novelas. Juego a balonmano tres o cuatro veces a la semana, por lo menos, en la academia. Voy al cine y miro un poco la televisión. Voy mucho a los partidos de los Dodger. No es toda la juerga que te imaginas. -Pero volvió a acordarse de Hollywood -. Por lo menos ya no. Esto también puede llegar a aburrir.

– Quizá lo averigüe yo por mi cuenta -dijo Ralston dirigiéndose hacia Hollenbeck Park.

Serge extrajo la linterna de debajo del asiento y la colocó a su lado sobre el asiento. Subió ligeramente el volumen de la radio con la esperanza de que ello disuadiera a Ralston de competir con ésta pero Serge temió verse obligado a escuchar una parrafada doméstica.

– Cuatro-Frank-Uno, listo -dijo Serge al micrófono.

– Es posible que puedas engatusar a la pequeña Dolores del Río y llevártela a casa si juegas bien las cartas -dijo Ralston mientras la locutora de Comunicaciones confirmaba la recepción del comunicado.

Ralston inició una lenta y desganada patrulla de vigilancia contra robos a domicilios en la zona Este del parque que había sido afectada seriamente por los robos en las semanas anteriores. Ya habían decidido que, pasada la medianoche, vigilarían las calles a pie porque ésta parecía ser la única manera eficaz de atrapar a los ladrones.

– Ya te he dicho que las jovencitas no me interesan -dijo Serge.

– A lo mejor tiene una prima o una tía gorda o algo parecido. Necesito un poco de acción. Mi mujer me ha cerrado las puertas. Podría dejarme crecer unos bigotes grandes como los de este actor que actúa en todas las películas mexicanas, ¿cómo se llama?

– Pedro Armendáriz -dijo Serge sin pensarlo.

– Sí, este sujeto. Creo que aparece en todos los anuncios de por aquí, él y Dolores.

– Ya eran grandes astros cuando yo era niño -dijo Serge contemplando el cielo sin nubes apenas velado por una ligera niebla.

– ¿Sí? ¿Ibas a ver películas mexicanas? Creía que no hablabas español.

– Entendía un poco cuando era pequeño -contestó Serge incorporándose en el asiento-. Cualquiera podía entender aquellas películas tan sencillas. Todo eran pistolas y guitarras.

Ralston se calló, la radio siguió resonando y él pudo tranquilizarse de nuevo. Se sorprendió pensando en la pequeña Paloma y se preguntó si resultaría tan satisfactoria como Elenita, la primera chica que tuvo, la morena hija de quince años de un bracero que ya tenía mucha experiencia cuando le sedujo a él, que también tenía por aquel entonces quince años. A partir de entonces, regresó a ella todos los viernes por la noche durante un año y unas veces le aceptaba pero otras se encontraba en compañía de otros chicos y él se marchaba para evitar discusiones. Elenita era la chica de todo el mundo pero a él le gustaba imaginarse que sólo era suya hasta que una tarde de junio corrió el rumor de que Elenita había sido expulsada de la escuela por estar embarazada. Varios chicos, la mayoría de ellos pertenecientes al equipo de fútbol, empezaron a hablar en asustados susurros.

Algunos días más tarde, corrió la voz de que Elenita era sifilítica y arreció la intensidad de los asustados susurros. Serge sufrió terribles pesadillas imaginándose genitales elefantinos llenos de pus y rezó y encendió tres velas cada dos días hasta suponer que el período de peligro ya había pasado si bien nunca lo supo de forma cierta y ni siquiera supo si la pobre Elenita estaba efectivamente aquejada de dicha enfermedad. Difícilmente podía permitirse gastar treinta centavos en aquella época cuando el trabajo a horas en una estación de servicio sólo le reportaba nueve dólares a la semana que tenía que entregar a su madre.

Después se sintió culpable por pensar en Mariana de esta manera porque dieciocho años, en contra de lo afirmado por la ley, no convierten en adulta a una persona. Él tenía ahora veintiséis años y se preguntaba si otros diez años le convertirían efectivamente en adulto. Si podía seguir aprovechando todas las mentiras, la crueldad y la violencia que el trabajo le había mostrado, tal vez pudiera crecer antes. Si podía dejar de ver a una santa en el moreno rostro de un pequeño animal saludable como Mariana, podría estar mucho más cerca de la madurez. "Tal vez sea ésta la parte de chicano de la que no puedo librarme", pensó Serge; el anhelo supersticioso- magia morena-. La Hechicera de Guadalupe, o Guadalajara; un bastardo cualquiera suspirando por la Madona en un miserable restaurante mexicano.

14 El agente secreto

– No me extraña que Plebesly reciba más ofrecimientos de prostitutas que nadie. Miradle. ¿Parece un policía este chico? -rugió Bonelli, rechoncho, de mediana edad y calvo, con bigotes oscuros que, cuando tenían dos días, eran de un gris sucio. Y siempre parecía que tenían dos días y cuando el sargento Anderson le ponía reparos, Bonelli le recordaba que estaban en el equipo secreto de Wilshire y no en una maldita academia militar y que lo único que pretendía era parecerse a los individuos corrientes de la calle para poder actuar mejor como agente secreto. Siempre se dirigía a Anderson llamándole por su nombre, que era Mike, y lo mismo hacían los demás porque era costumbre en los equipos secretos tratar a los superiores con más familiaridad, pero a Gus no le gustaba ni confiaba en Anderson y lo mismo hacían los demás. Figuraba en la lista del lugarteniente y algún día sería nombrado capitán como mínimo pero aquel joven delgado de ralo bigote rubio era un ordenancista y se encontraría más en su ambiente, decían todos, en un cargo de patrulla con matiz militar que en un equipo secreto.

– Una prostituta que Gus detuvo la semana pasada, no podía creer que éste fuera un policía -dijo Bonelli riéndose, colocando los pies encima de una mesa del despacho y echando ceniza de puro sobre un informe que el. sargento Anderson estaba escribiendo. Anderson apretó los labios bajo el pálido bigote pero no dijo nada, se levantó y se dirigió a su propio escritorio para trabajar.

– La recuerdo, Sal -le dijo Petrie a Bonelli-. El viejo Salvatore tuvo que salvar a Gus de aquella prostituta. Ella creía que era uno que fingía ser "PO-Iicía" cuando al final la detuvo.

Todos se echaron a reír ante la simulada entonación negra de Petrie, incluso Hunter, el delgado oficial que era el único negro de la guardia nocturna. Se echó a reír de buena gana pero Gus se rió nerviosamente, en parte porque bromeaban a costa suya y en parte porque no podía acostumbrarse a los chistes de negros delante de un negro si bien ya llevaba tres meses de policía secreto y ya tendría que haberse habituado a las bromas despiadadas que, como un ritual, tenían lugar todas las noches antes de salir a las calles. Se sometían mutuamente a toda clase de bromas sin respetar la raza, ni la religión ni los defectos físicos.

Sin embargo, los seis policías y el sargento Handle, que era uno de los sutjos, acudían al apartamento de Bonelli por lo menos una vez por semana después del trabajo a jugar a las cartas y beber por lo menos una caja de botellas de cerveza. O algunas veces iban a casa del sargento Handle y jugaban al poker toda la noche. Una vez que habían acudido al apartamento de Hunter situado allí mismo en Wilshire, en el barrio racialmente mixto cerca de Pico y La Brea, Bonelli le comentó a Hunter en voz baja que una prostituta le había dado un puntapié en el hombro en el transcurso de una detención por conducta inmoral y que, a su edad, era posible que ello diera comienzo a un proceso de artritis. Bonelli no pudo subirse la manga de la vistosa camisa hawaiana por encima de su velloso hombro para mostrárselo a Hunter porque tenía el hombro demasiado grueso, por lo que al final le dijo:

– Bueno, la magulladura tiene el color de tu miembro.

AI entrar en la estancia Marie, la delgada esposa color caoba de Hunter y decir con expresión muy seria "¿Cómo, encarnada"?, Gus empezó a disfrutar de aquella camaradería que no era fingida ni forzada ni presuponía que el ser policías les convirtiera en hermanos o más que hermanos.

Pero poseían un secreto que les unía más íntimamente que cualquier amistad normal y era la conciencia de saber cosas, cosas básicas acerca de la fuerza y la debilidad, el valor y el miedo, el bien y el mal, sobre todo el bien y el mal. Aunque se produjeran frecuentes discusiones, sobre todo cuando Bonelli estaba bebido, todos se mostraban de acuerdo en las cuestiones fundamentales y no solían discutir acerca de estas cuestiones porque cualquier policía con sentido común que llevara siendo policía bastante tiempo conocía la verdad y resultaba inútil hablar de ella. Hablaban sobre todo del trabajo y de mujeres y también de pesca, golf o base-ball, según fuera Farrell, Schulman o Hunter quien llevara la voz cantante en la conversación. Cuando Petrie trabajaba, hablaban de películas porque Petrie tenía un tío que era director y seguía experimentando la fascinación de los astros aunque llevara ya cinco años trabajando como policía.

Hubo unos cuantos chistes más acerca del insignificante aspecto de Gus que hacía que ninguna prostituta pudiera creer que fuera un policía y le convertía en el mejor agente de prostitutas del turno, pero después empezaron a hablar de otras cosas porque Gus jamás contestaba y no resultaba tan divertido como meterse con Bonelli que poseía una lengua cáustica y era agudo en sus respuestas.

– Oye, Marty -le dijo Farrell a Hunter que estaba redactando una continuación de una demanda secreta. Éste apoyaba la frente en su suave mano oscura mientras el lápiz se movía velozmente deteniéndose a menudo cuando Hunter se reía por algo que había dicho Bonelli. Resultaba evidente que a Hunter le gustaba más trabajar con Bonelli que con cualquiera de los demás, pero el sargento Anderson había establecido cuidadosamente los despliegues de tal manera que determinados hombres trabajaran en determinadas noches porque tenía ideas fijas acerca de la supervisión y el despliegue. Les había informado de que estaba a punto de alcanzar el título en dirección y que había estudiado doce asignaturas de psicología por lo que sólo él estaba en condiciones de saber quién debía trabajar con quién y Bonelli murmuró ásperamente:

– ¿Cómo debió llegar este imbécil al equipo de la secreta?

– Oye, Marty -repitió Farrell hasta que Hunter levantó los ojos -. ¿Cómo es posible que siempre os estéis quejando de que no hay suficientes negros en este trabajo o en este grupo o en lo que sea y después cuando ponemos suficientes, seguís armando alboroto? Escucha este artículo delTimes: "La NAACP ha exigido una acción en nombre de todos los hombres de la hilera de la muerte porque afirma que un número desproporcionado de ella son negros".

– La gente nunca está contenta -dijo Hunter.

– A propósito, Marty, ¿tienes algo que ver con este movimiento liberal blanco que se está promiciendo en el ghetto estos días? -preguntó Bernbaum.

– Esta vez Marty va a pasar el examen del sargento, ¿verdad, Marty? -dijo Bonelli -. El sargento le dará cuarenta puntos y ellos le darán cuarenta más por ser negro.

– Y cuando estemos en la cumbre, lo primero que haré es quitarle la chica, Sal -dijo Hunter, levantando los ojos del informe.

– Por el amor de Dios, Marty, hazme un favor, quítame a Elsie ahora mismo. La muy perra no hace más que hablarme de matrimonio y yo con tres divorcios a la espalda. Necesitaría otra mujer como…

– ¿Alguno de vosotros tiene gomas? -preguntó el sargento Anderson acercándose de repente a la zona de trabajo del despacho de la secreta, separada de su escritorio por una hilera de armarios.

– No, si creemos que una mujer no sirve para gomas, generalmente preferimos un trabajo de cabeza-dijo Farrell mirando divertidamente a Anderson con sus ojos azules contraídos.

– Me refería al empleo de gomas como contenedores de pruebas -dijo Anderson fríamente -. Las seguimos usando para verter bebidas, ¿no es cierto?

– Tenemos una caja en el armario, Mike -dijo Bonelli y todos guardaron silencio al ver que al sargento le había desagradado el chiste de Farrell-. ¿Trabajamos un bar esta noche?

– Hemos recibido una denuncia acerca de La Bodega, de eso ya hace dos semanas. He pensado que podríamos intentar sorprenderles.

– ¿Sirven después de haber cerrado? -preguntó Farrell.

– Si no perdieras tanto tiempo escribiendo chistes y miraras las denuncias secretas verías que el propietario de La Bodega vive en el apartamento de arriba y que, después de las dos de la madrugada, invita a veces a algunos clientes a su casa donde sigue explotando el bar. Después de cerrar.

– Iremos esta noche, Mike -dijo Bonelli en tono conciliador, pero Gus pensó que los ojos castaños de éste enmarcados por espesas cejas no poseían expresión conciliadora. Miraban fijamente a Anderson con expresión blanda.

– Quiero trabajarlo yo -dijo Anderson -. Me encontraré contigo y Plebesly a las once en la esquina de la Tercera con Oeste y decidiremos entonces si ir juntos o por separado.

– Yo no puedo ir de ninguna manera -dijo Bonelli -. He practicado demasiadas detenciones por allí. El propietario me conoce.

– Sería quizás una buena idea que fueras con uno de nosotros- dijo Bernbaum rascándose su hirsuto cabello rojo en cepillo con el lápiz-. Podríamos tomar un trago y marcharnos. No sospecharían que todo el tugurio estuviera lleno de policías. Probablemente se tranquilizarían cuando nosotros dos nos marcháramos.

– Creo que hay un par de prostitutas que trabajan allí -dijo Hunter-. Yo y Bonelli estuvimos allí una noche y había una pequeña morena muy fea y una vieja que, desde luego, parecían rameras.

– Muy bien, nos encontraremos todos en el restaurante Andre's a las once y lo decidiremos -dijo Anderson regresando a su escritorio-. Y, otra cosa, me dicen que las prostitutas callejeras son muy numerosas las noches del domingo y del lunes. Deben saber que son las noches libres de los equipos secretos, o sea que algunos de vosotros vais a empezar a trabajar los domingos.

– Escuchad, ¿habéis visto estas revistas que los del turno de día han encontrado en casa de un individuo? -preguntó Bernbaum reanudando la conversación tras haber terminado Anderson.

– He visto suficiente basura de ésta para que me dure el efecto toda la vida -dijo Bonelli.

– No, no eran desnudos corrientes -dijo Bernbaum -. Eran desnudos de mujeres pero alguien había sacado como unas cien fotografías Polaroid de miembros de hombres, las había recortado y las había pegado a las mujeres de las revistas.

– Psicópatas. El mundo está lleno de psicópatas -dijo Farrell.

– A propósito, ¿vamos a trabajar afeminados esta noche, Marty? -preguntó Petrie.

– No, por el amor de Dios. La semana pásada atrapamos suficientes para todo el mes.

– Creo que trabajaré una temporada de día -dijo Bernbaum -. Me gustaría trabajar en apuestas y apartarme de todos estos cerdos que hay que detener por la noche.

– Pues te garantizo que los corredores de apuestas son unos sinvergüenzas -dijo Bonelli-. La mayoría son judíos, ¿verdad?

– Ah, sí, y en la Mafia son todos judíos también -dijo Bernbaum -. Según me han dicho hay algunos corredores de apuestas italianos por la calle Octava.

Gus advirtió que Bonelli le miraba a él al decir eso Bernbaum y comprendió que Bonelli estaba pensando en Lou Scalise, el agente corredor de apuestas y recaudador por cuenta de los usureros que Bonelli odiaba con un odio que hizo que a Gus le sudaran las manos al pensarlo.

– A propósito, Petrie -dijo Marty Hunter cerrando el cuaderno de notas -, la próxima vez que cojamos a un camorrista, ¿qué te parecería si le dieras con el látigo a él y no a mí? La noche pasada entramos en el Salón de Cocktel Biff's y les sorprendemos sirviendo a un borracho y al ir a detener al borracho éste empieza a forcejear y mi compañero me atiza con el látigo.

– Tonterías, Marty. Sólo te rocé el codo con el látigo.

– Siempre que hay más de un policía interviniendo en la detención de algún sospechoso, alguno de los policías acaba lastimado -dijo Farrell -. Recuerdo la noche del leñador -todos se echaron a reír y Farrell miró a Bonelli con simpatía -. Sí, el individuo era un leñador de Oregón. Y era un afeminado. Viene a Los Ángeles con los ojos maquillados. Se estaba paseando por el parque Lafayette y va y acosa a Bonelli, ¿te acuerdas, Sal?

– Jamás me olvidaré de aquel cerdo.

– Aquella noche estábamos cinco en el parque y durante quince minutos luchamos contra este asqueroso. A mí me echó al estanque y a Steve lo echó dos veces. Nos lo fuimos sacudiendo de encima unos a otros a latigazos y al final todo terminó cuando Sal consiguió mantenerle con. la cabeza bajo el agua unos minutos. Él no recibió ningún latigazo ni se lastimó, en cambio a todos nosotros tuvieron que ponernos parches.

– Es curioso -dijo Bernbaum -, cuando Sal le había medio ahogado y se estaba muriendo de miedo, ¿sabéis lo que hizo? Gritó: "¡Socorro, policías!" Imaginaos, con cinco policías encima y gritar eso.

– ¿Pero sabía que erais policías? -preguntó Gus.

– Claro que lo sabía -dijo Farrell -. A Bonelli le dijo: "No hay ningún policía que pueda atraparme". Sin embargo, no había contado con cinco.

– Una vez hubo un individuo que también gritó eso yendo yo de uniforme -dijo Bernbaum -. Es curioso las cosas que dice esta gente cuando forcejeas con ellos para llevarlos a la cárcel.

– Basura -dijo Bonelli -, basura.

– Cuando se maneja a estos asquerosos hay que lavarse después las manos antes de emprender cualquier otra tarea -dijo Hunter.

– ¿Te acuerdas de la vez en que un afeminado te besó, Ben? -le dijo Farrell a Bernbaum, y el joven policía de cara colorada hizo una mueca de desagrado.

– Entramos en un bar donde habíamos recibido una denuncia en la que se decía que allí bailaban unos homosexuales -dijo Hunter -, y un pequeño afeminado rubio se acerca a Ben mientras estábamos sentados junto a la barra y le estampa un beso en la boca y después se aleja bailando en la oscuridad. Ben se va al lavabo y se lava la boca con jabón y nos marchamos sin trabajar siquiera el tugurio.

– Ya he escuchado suficiente. Me voy al lavabo y empezaremos a trabajar -dijo Bonelli levantándose y frotándose el estómago mientras se dirigía a los lavabos del otro lado del pasillo.

– ¿Dices que te vas allí dentro a dar a luz a un sargento? -le dijo Farrell guiñándole el ojo a Petrie que sacudió la cabeza y murmuró:

– A Anderson no le gustan tus bromas.

Al volver Bonelli, éste y Gus recogieron sus gemelos, las pequeñas linternas y las porras que colocarían debajo de los asientos del coche secreto, para casos de emergencia. Tras asegurarle a Anderson que no se olvidarían de reunirse con 61, se dirigieron al coche sin haber decidido todavía lo que iban a hacer.

– ¿Quieres trabajar denuncias o prostitutas? -le preguntó Bonelli.

– Tenemos algunas tres dieciocho que parecen divertidas -dijo Gus -. La de las partidas de cartas esporádicas del hotel tiene que ser buena, pero sólo las celebran los sábados.

– Sí, trabajemos prostitutas entonces -dijo Bonelli.

– ¿Seguimos o actuamos?

– ¿Te apetece actuar?

– No me importa. Tomaré mi coche -dijo Gus.

– ¿Tienes suficiente gasolina? Este tacaño de Anderson no soltará más dinero hasta la semana que viene. Parece como si se tratara de su propio pan y no del de la ciudad.

– Tengo gasolina -dijo Gus -. Me daré una vuelta por Washington y La Brea y me reuniré contigo dentro de quince minutos en la parte de atrás del restaurante al aire libre. Si atrapo a una prostituta, será antes.

– Atrapa a una prostituta. Necesitamos detenciones. Ha sido un mes muy flojo.

Gus bajó por el boulevard Oeste hacia Washington y por Washington hacia La Brea pero, no había avanzado todavía dos manzanas de Washington, cuando ya descubrió a dos prostitutas. Se estaba disponiendo a acercarse al bordillo cuando vio que una de ellas era Margaret Pearl, a la que ya había detenido hacía casi tres meses, recién llegado al equipo de la secreta; pensó que seguramente le reconocería y pasó de largo. Los latidos del pulso ya se le estaban acelerando.

Gus recordó qué había sentido la primera vez que había trabajado en el equipo de la secreta, pero en realidad no podía recordarlo claramente. Aquellas primeras noches y aquellas primeras detenciones le resultaban difíciles de recordar con coherencia. Había una nube roja de temor que rodeaba los recuerdos de aquellas noches y eso era algo que no podía entender. ¿Por qué veía o, mejor dicho, sentía como una niebla roja en los recuerdos cuando estaba muy asustado? ¿Por qué todos aquellos recuerdos se le aparecían teñidos de rojo? ¿Era sangre o fuego o qué? Le había asustado tremendamente que las prostitutas se acercaran a su coche con sus ofrecimientos, sin preguntarle su identidad. No se habían imaginado que pudiera ser un policía y él se había convertido en un agente secreto de mucho éxito. Ahora que ya había adquirido más seguridad y ya no sentía tanto miedo, exceptuando las cosas de las que hay que tener miedo, tendría que trabajar mucho más duro para conseguir un ofrecimiento. De vez en cuando era rechazado por algunas mujeres que sospechaban que era policía. Sin embargo, podía detener al doble de mujeres que los demás simplemente porque parecía mucho menos policía que ellos. Bonelli le había dicho que no era simplemente por su estatura. En realidad, era tan aito y pesaba tanto como Marty Hunter. Era su timidez y Bonelli dijo que era una pena porque los humildes heredarían esta miserable tierra y Gus era un muchacho demasiado simpático para tener que cargar con ella.

Gus pensó que ojalá pudiera detener a una prostituta blanca esta noche. Había detenido a muy pocas prostitutas blancas y siempre en bares de Vermont. Jamás había conseguido atrapar a una prostituta callejera blanca a pesar de que había algunas en aquella zona de la División de Wilshire, de todos modos no eran muchas. Pensó que la División de Wilshire era una buena división para trabajar, por la variedad. Podía salir de esta zona negra y dirigirse al nordeste de la división y encontrarse en el sector de los teatros y los restaurantes. Había una enorme variedad en pocos quilómetros cuadrados. Estaba contento de que le hubieran trasladado aquí y casi inmediatamente había sido señalado como un futuro agente secreto por su comandante de guardia, el lugarteniente Goskin, que finalmente le recomendó al producirse una vacante. Gus se preguntó cuántos de sus compañeros de clase de la academia trabajarían ya de paisano. Estaba bien y estaría mejor cuando desapareciera aquel nauseabundo temor, el temor de encontrarse sólo en la calle sin la seguridad del uniforme azul y la placa. En realidad, no había muchas más cosas que temer porque, si se tenía cuidado, no era necesario luchar solo contra nadie. Si uno tenía cuidado, podía tener siempre a Bonelli al lado y Bonelli era tan fuerte y tranquilizador como Kilvinsky pero, naturalmente, no poseía la inteligencia de Kilvinsky.

Gus recordó que no había contestado a la carta de Kilvinsky y se prometió hacerlo al día siguiente. Le había preocupado. Kilvinsky ya no hablaba de la pesca ni del lago ni de la paz de las montañas. Hablaba de sus hijos y de su exesposa y Kilvinsky nunca había hablado de ellos cuando estaba aquí. Le decía que su hijo pequeño le había escrito y que su respuesta al niño le había sido devuelta sin abrir y que él y su ex-esposa habían acordado años antes que sería mejor que el niño le olvidara, pero no decía por qué. Gus sabía que jamás se había trasladado al Este para visitarles en casa de su ex-esposa y Gus no sabía por qué y pensó que daría cualquier cosa por enterarse de los secretos de Kilvinsky. Las últimas cartas indicaban que éste deseaba hablar con alguien, deseaba hablar con Gus, y Gus decidió pedirle al gran hombre que viniera a visitarle a Los Angeles antes de que terminara el verano. Dios mío, le encantaría ver a su amigo, pensó Gus.

Después Gus recordó que también tenía que enviarle un talón a su madre y a John, porque resultaba menos doloroso que acudir a visitarles y escucharles decir que no podían arreglárselas con los setenta y cinco al mes que les entregaba, incluso contando con el cheque de la beneficencia, porque todo está tan caro hoy en día y el pobre John no puede trabajar con el disco desplazado, lo cual Gus sabía que era una excusa para percibir la indemnización laboral y la ayuda de Gus. Se avergonzó del desagrado que experimentó al pensar en aquellos débiles y después pensó en Vickie. Se preguntó por qué su madre, su hermano y su mujer eran unos débiles que dependían completamente de él y la cólera le hizo sentirse mejor, le purificó como siempre. Vio a una rechoncha prostituta negra bajar por el boulevard Washington en dirección a Cloverdale. Se aproximó al bordillo cerca de ella y simuló la nerviosa sonrisa que siempre solía resultarle tan natural.

– Hola, nene -dijo la prostituta mirando hacia la ventanilla del coche mientras Gus ponía en práctica la comedia de mirar a su alrededor como temeroso de ver a la policía.

– Hola -dijo Gus -. ¿Quieres montar?

– No estoy aquí para dar paseos, nene -dijo la prostituta observándole de cerca-. Por lo menos no estoy aquí para montar en coche.

– Bueno, yo estoy dispuesto a lo que sea -dijo Gus cuidando de no usar ninguna de las palabras de engañar prohibidas, aunque Sal discutía a menudo con él al respecto diciéndole que resultaba evidentemente imposible engañar a una prostituta, y que del engaño sólo tenía que preocuparse más tarde, al redactar el informe, porque seguir las reglas del juego era una locura. Pero Gus contestaba que las reglas lo civilizaban todo un poco.

– Mira, oficial -le dijo la mujer de repente -, ¿por qué no te vas a la academia y juegas un bonito partido de balonmano?

– ¿Qué? -dijo Gus, débilmente, mientras ella le miraba a los ojos.

– Es una broma, nene -le dio ella finalmente -. Tenemos que tener cuidado con los policías de paisano.

– ¿Policías de paisano? ¿Dónde? -dijo Gus haciendo rugir el motor-. Será mejor que lo dejemos.

– No te pongas nervioso, cariño -dijo ella subiendo al coche y acercándose a él-. Te dedicaré una sesión a la francesa tan maravillosa que te alegrarás de haber bajado aquí esta noche y no te preocupes por los policías de paisano, los tengo a todos comprados. Nunca me molestan.

– ¿Hacia dónde vamos? -preguntó Gus.

– Bajando por La Brea. Al motel Notel. Tienen camas eléctricas que vibran y espejos en las paredes y el techo; tengo una habitación reservada y no te va a costar ningún dinero extra. Todo será para ti por quince dólares.

– Me parece bien -dijo Gus girando y saliendo rápidamente hacia el aparcamiento del cine al aire libre donde Bonelli esperaba y Sal sonrió entre sus poblados bigotes al ver a la prostituta.

– Hola, nena, ¿qué tal van los clientes? -dijo Bonelli abriéndole la portezuela.

– Los clientes iban bien, señor Bonelli, hasta que me tropecé con éste -dijo la chica mirando a Gus con incredulidad -. Hubiera jurado que era un cliente. ¿De veras es un policía?

Gus le mostró a la prostituta la placa y regresó al coche.

– Parece demasiado apacible para ser un policía -dijo la prostituta tristemente mientras Gus salía a probar suerte de nuevo antes del largo trayecto a la prisión de Lincoln Heights.

Gus pasó dos veces frente a la manzana, después describió un arco más amplio y decidió finalmente pasar por La Brea en dirección a Venice donde había visto prostitutas las últimas noches, pero entonces vio tres Cadillacs aparcados el uno al lado del otro en el aparcamiento del motel. Reconoció a una prostituta de píe junto al Cadillac color púrpura hablando con Eddie Parsons y Big Dog Hanley y otro alcahuete negro que no reconoció. Gus recordó la vez que habían detenido a Big Dog justo cuando acababa de llegar a la División de Wilshire el año pasado y todavía trabajaba de uniforme en la patrulla. Habían mandado pararse a Big Dog por realizar un cambio imprudente de zona de tráfico y, mientras Gus escribía la nota, su compañero Drew Watson, un agresivo y perspicaz policía descubrió la culata plateada de un revólver 22 sobresaliendo de debajo del asiento. Lo sacó y detuvo a Big Dog entregándole a los investigadores quienes, siendo Big Dog un alcahuete con un historial de cinco páginas, decidieron arrestarle por hurto, quitarle el coche y retener como prueba el dinero que llevaba encima. Cuando contaron el dinero que ascendía a ochocientos dólares y le dijeron a Big Dog que se lo iban a retener, éste rompió a llorar rogando a los investigadores que no le retuvieran el dinero porque ya se lo habían hecho una vez y le llevaba meses volver a ganarlo y, además, el dinero era suyo, "por favor no me lo retengan". Le sorprendió a Gus comprobar que siendo Big Dog el más insolente y arrogante de todos los rufianes, estuviera allí suplicando el dinero y llorando. Entonces Gus comprendió que sin el dinero y el Cadillac no era nada y Big Dog lo sabía y comprendía que los demás rufianes y prostitutas lo sabían y él iba a perderlo todo. Todo se lo quitarían los rufianes con billetes que son los que infunden respeto.

Entonces Gus vio a una prostituta blanca en la esquina de Venice y La Brea. Aceleró pero ella ya había alcanzado un Cadillac rojo y estaba sola a punto de acomodarse en el asiento del conductor cuando Gus aminoró y se detuvo a su lado. Sonrió con su sonrisa cuidadosamente ensayada que hasta entonces no le había fallado.

– ¿Me buscas a mí, cariño? -le preguntó la chica y de cerca no le pareció tan bonita a pesar de que los ajustados pantalones plateados y el jersey negro le sentaban bien. Gus pudo ver incluso a la escasa luz que el ondulado cabello rubio era una peluca y que el maquillaje resultaba vulgar.

– Creo que eres la que estaba buscando -dijo Gus sonriendo.

– Adelántate un poco y aparca delante de mí -dijo la chica-. Después vuelve aquí y hablaremos.

Cus se acercó al bordillo y apagó los faros, deslizó la Smith & Wesson enfundada debajo del asiento, salió y se acercó al Cadillac por el lado del conductor.

– ¿Buscas un poco de acción, cariño? -le preguntó la chica con una sonrisa que a Gus se le antojó tan ensayada como la suya propia.

– Claro -le contestó él con su propia versión de una sonrisa.

– ¿Cuánto estás dispuesto a gastar? -le dijo ella, mimosa, extendiendo un dedo de larga uña y recorriéndole el torso con el mismo en busca de un arma, mientras él sonreía satisfecho por haberla dejado en su coche.

Pareció que la chica se conformaba al no encontrar un arma ni ninguna otra prueba de que fuera un policía y debió considerar inútil perder más el tiempo.

– ¿Qué te parece acostarte conmigo por diez dólares? -dijo.

– No escatimas las palabras -le dijo Gus extrayendo la placa que llevaba en el bolsillo posterior del pantalón -. Estás bajo arresto.

– Maldita sea -gimió la chica -. Acabo de salir de la cárcel, hombre. Por favor -se lamentó.

– Vamos -dijo Gus abriendo la portezuela del Cadillac.

– Muy bien, déjame coger el bolso-de contestó ella pero en su lugar giró la llave y sujetó fuertemente el volante mientras el Cadillac se ponía en marcha y Gus, sin saber por qué, saltaba al costado del coche y en pocos segundos se sorprendía agarrado al respaldo del asiento sin apoyarse en nada mientras el poderoso vehículo avanzaba velozmente por Venice. Extendió desesperadamente una mano para alcanzar las llaves pero ella le estrelló su pequeño puño contra la cara y él se echó hacia atrás notando en la boca sabor de sangre de la nariz. Advirtió que el taquímetro marcaba noventa y cinco y después rápidamente ciento diez mientras la parte inferior de su cuerpo era lanzada hacia atrás por la acometida del viento y él seguía agarrado al asiento al tiempo que la prostituta lanzando imprecaciones desviaba el Cadillac a tres pistas de tráfico distintas en un intento de provocarle una caída mortal y, por primera vez en su vida, él fue exactamente consciente de lo que estaba haciendo y rezó a Dios para que el cuerpo no le fallara y pudiera seguir agarrado -nada más -; le bastaba con poder seguir agarrado.

Había otros coches en Venice. Gus lo sabía por el resonar de cláxons y el rechinar de neumáticos pero mantenía los ojos cerrados y se agarraba fuertemente mientras ella le golpeaba las manos con el bolso y después con un zapato de alto tacón mientras el Cadillac se deslizaba y torcía el rumbo por el boulevard Venice. Gus trató de recordar alguna plegaria sencilla de su infancia porque sabía que se produciría un tremendo choque pero no pudo recordar ninguna plegaria y de repente advirtió una vuelta vertiginosa y supo que era el final y que sería lanzado al espacio como un proyectil pero después el coche se enderezó y siguió avanzando por Venice en dirección Oeste retrocediendo por el mismo camino y Gus pensó que si podía alcanzar el arma, si se atrevía a soltar una mano, se llevaría a la mujer consigo a la tumba pero después recordó que el arma la había dejado en su coche y pensó que si ahora podía agarrar el volante a ciento veinte por hora, podría hacer saltar el Cadillac, lo cual daría unos resultados tan buenos como un arma de fuego. Él lo deseaba, pero el cuerpo no le obedecía y le obligaba obstinadamente a permanecer agarrado al respaldo del asiento. Entonces la prostituta empezó a abrir la portezuela y la fuerza echaba los pies de Gus hacia atrás; pudo salirle la voz pero era un susurro y ella gritaba imprecaciones y había elevado al máximo el volumen de la grabadora y la música estereofónica del coche y el rugido del viento y los gritos de la prostituta eran ensordecedores mientras él le gritaba al oído:

– ¡Por favor, por favor, suélteme! ¡No la detendré si me suelta! ¡Aminore la marcha y déjeme saltar!

Ella le contestó girando implacablemente el volante a la derecha y diciéndole:

– Muérete, cochino hijo de perra.

Gus vio acercarse La Brea y el tráfico era moderado cuando ella pasó velozmente un semáforo rojo a ciento treinta y cinco por hora y Gus escuchó el inconfundible chirrido pero siguieron avanzando velozmente y comprendió que debía haber chocado otro coche en el cruce y después vio que todos los pasillos de tráfico estaban bloqueados al Este y al Oeste, justo al Oeste de La Brea mientras una corriente de autobombas avanzaba pesadamente en dirección Norte al llegar al siguiente cruce. La prostituta frenó y giró a la izquierda hacia una oscura calle residencial pero efectuó la vuelta demasiado cerrada y el Cadillac patinó, se enderezó y se ladeó a la izquierda yendo a parar a un césped tras llevarse por delante seis metros de cerca de estacas puntiagudas que cayó en ruidosos fragmentos sobre la capota del coche, rompiendo el parabrisas del Cadillac que siguió avanzando por céspedes y setos mientras la prostituta pisaba los ardientes frenos y los céspedes que cruzaban iban pareciendo cada vez más lentos y Gus supuso que el coche debía ir a unos cuarenta y cinco a la hora cuando se soltó y cayó sobre la hierba mientras el cuerpo se le enroscaba y giraba sin poder remediarlo y siguió girando hasta dar contra un coche aparcado; permaneció sentado unos momentos mientras la tierra parecía moverse arriba y abajo. Se levantó cuando empezaban a encenderse las luces de toda la manzana de casas y los perros del barrio ladraban como locos y el Cadillac ya casi se había perdido de vista.

Gus empezó a correr mientras la gente salía de las casas. Estaba casi en La Brea cuando comenzó a advertir dolor en la cadera y en el brazo y en otros muchos lugares y se preguntó por qué estaba corriendo pero, en aquel momento, le parecía lo único sensato. Por consiguiente siguió corriendo con rapidez creciente hasta que se encontró acomodado en su coche y conduciendo pero sus piernas, que habían corrido, no se estaban lo suficientemente quietas como para efectuar las maniobras de la conducción y tuvo que detenerse dos veces para frotarlas antes de llegar a la comisaría. Condujo el coche hasta la parte de atrás de la comisaría, entró por la puerta posterior y se dirigió al lavabo donde se examinó el rostro gris lleno de arañazos y magulladuras como consecuencia de los golpes recibidos. Cuando se hubo lavado la sangre, no tenía tan mal aspecto pero la rodilla izquierda estaba blanda y el sudor frío se le secó en el pecho y la espalda. Entonces advirtió un olor horrible y el estómago se le revolvió al comprender de qué se trataba y corrió al armario en el que guardaba una americana de sport y unos pantalones para el caso de que se estropeara las ropas en acto de servicio o bien para el de que una determinada misión le exigiera vestir con más elegancia. Volvió sigilosamente al lavabo y se limpió las piernas y posaderas sollozando entrecortadamente de vergüenza, temor y alivio.

Tras haberse lavado, se puso los pantalones limpios e hizo una pelota con los pantalones y la ropa interior sucia y echó el apestoso bulto en el cubo de desperdicios de la parte posterior de la comisaría. Regresó al coche y se dirigió al restaurante al aire libre donde sabía que Bonelli estaría nervioso porque hacía casi una hora que él se había marchado y todavía no estaba seguro de que pudiera contar la mentira mientras se dirigía a la parte posterior del restaurante. Encontró a Bonelli con dos coches radio que habían iniciado la búsqueda de Gus. Contó la mentira que se había inventado durante el trayecto hacia el restaurante mientras las lágrimas casi le sofocaban. Tenía que mentir porque si se enteraban de que tenían a un policía tan estúpido como para saltar al costado de un coche, le echarían del equipo e inmediatamente, además, porque un oficial así todavía necesitaba madurar -tal vez precisara incluso de un psiquiatra-. Les contó por tanto una artificiosa mentira acerca de una prostituta que le había golpeado la cara con un zapato y que se había arrojado de su coche por lo que él la había estado persiguiendo a pie por unas callejas durante más de media hora hasta que, al final, la había perdido. Bonelli le había dicho que era peligroso apearse solo del coche pero estaba tan contento de ver a Gus que ni siquiera le hizo esta observación y no advirtió el cambio de ropa mientras ambos se dirigían juntos a la Prisión Principal. Varias veces pensó Gus que iba a venirse abajo y que rompería a llorar porque en dos ocasiones consecutivas tuvo que reprimir un sollozo. Pero no se vino abajo y al cabo de cosa de una hora las piernas y las manos habían dejado de temblarle por completo. Sin embargo, no podía comer y cuando se detuvieron más tarde para tomarse una hamburguesa, la contemplación de la comida casi le puso enfermo.

– Tienes un aspecto espantoso -le dijo Bonelli tras haber comido y cuando ya se encontraban en el boulevard Wilshire.

Gus miraba las calles y la gente y los coches a través de la ventanilla pero no se sentía aliviado por encontrarse todavía con vida sino profundamente deprimido. Pensó por unos momentos que ojalá el coche hubiera volcado durante aquel instante espantoso en que ella se había deslizado y él sabía que iban a ciento treinta y cinco.

– Creo que esta lucha con la prostituta ha sido demasiado para mí -dijo Gus.

– ¿Hasta dónde dices que has estado persiguiendo a esta prostituta? -le preguntó Bonelli con una mirada de incredulidad.

– Varias manzanas, creo. ¿Por qué?

– Me consta que corres como un puma. ¿Cómo es posible que no la alcanzaras?

– Bueno, la verdad es que me ha dado un puntapié en las partes, Sal. Me daba vergüenza decírtelo. Me he quedado tendido en la calle veinte minutos.

– Entonces, ¿por qué demonios no lo has dicho? No me extraña que tengas esta cara. Voy a llevarte a casa.

– No, no, no quiero ir a casa -dijo Gus y pensó que analizaría más tarde por qué prefería trabajar incluso en estos momentos en que desesperaba de todo.

– Como quieras, pero mañana repasarás el registro de prostitutas hasta que encuentres a esta perra. Vamos a conseguir una orden de prisión por agresión a un oficial de la policía.

– Ya te he dicho que era nueva, Sal. Yo no la había visto nunca.

– La encontraremos -dijo Bonelli conformándose con la explicación que Gus le había facilitado.

Gus se reclinó en su asiento y se preguntó de dónde iba a sacar el dinero para su madre porque tenía que pagar el plazo de los muebles, pero después decidió no preocuparse por ello porque el pensar en su madre y en John siempre le producía como una especie de tensión en el estómago y lo de esta noche ya había sido suficiente.

A las once en punto le dijo Sal:

– Creo que es mejor que vayamos a ver al jefe, ¿te parece?

– Muy bien -murmuró Gus sin darse cuenta de que había estado dormitando.

– ¿Seguro que no quieres irte a casa?

– Estoy bien.

Encontraron a Anderson en el restaurante con aspecto agriado e impaciente mientras se tomaba una taza de cremoso café y martilleaba la mesa con una cucharilla de té.

– Llegáis tarde -les murmuró cuando se sentaron.

– Sí -contestó Bonelli.

– He tomado un reservado para que nadie nos oiga -dijo Anderson acariciándose el ralo bigote con el mango de la cucharilla de té.

– Sí, todas las precauciones son pocas en este trabajo -dijo Bonelli y Anderson le miró penetrantemente los inexpresivos ojos castaños buscando un asomo de ironía.

– Los demás no vendrán. Hunter y su compañero han detenido a un par de prostitutas y los demás han sorprendido un juego.

– ¿Dados?

– Cartas -dijo Anderson y Gus se molestó como siempre le sucedía cuando Anderson se refería a Hunter y asu compañero o a los demás siendo así que sólo eran ocho en total y ya debiera conocer los nombres de todos ellos.

– ¿Trabajaremos el bar nosotros tres? -preguntó Bonelli.

– Tú no. A ti te conocen, por consiguiente te quedarás fuera. He reservado un buen lugar de vigilancia al otro lado de la calle en el aparcamiento de un edificio de apartamentos. Estarás allí cuando saquemos a algún detenido o, en caso de que nos inviten a beber al apartamento después de cerrar, tal como espero, es posible que tomemos un trago y nos marchemos en busca de refuerzos.

– No te olvides de verter la bebida en la bolsa de goma -dijo Sal.

– Desde luego -contestó Anderson.

– Sobre todoesta goma. No le viertas demasiado líquido dentro.

– ¿Por qué?

– La usé anoche con mi amiga Bertha. Ya no está por estrenar.

Anderson miró a Bonelli unos momentos y se echó a reír afectadamente.

– Cree que estoy bromeando -le dijo Bonelli a Gus.

– Menudo bromista -dijo Anderson -. Vamos. Estoy deseando hacer un poco de trabajo de policía.

Bonelli se encogió de hombros mirando a Gus mientras acompañaban a Anderson hasta su coche acomodándose en los asientos de atrás. Se detuvieron a una manzana de distancia de La Bodega y decidieron que Anderson y Gus entrarían por separado con un intervalo de cinco minutos. Podían encontrar una excusa para sentarse juntos una vez dentro pero iban a comportarse como desconocidos.

Una vez dentro, a Gus dejaron de interesarle las detenciones, el trabajo de policía o cualquier otra cosa y se concentró en el vaso que le sirvieron tras haberse acomodado en el asiento tapizado de cuero. Se bebió dos whiskys con soda y pidió un tercero pero el calor tranquilizador ya empezó a advertirlo antes de haberse terminado el segundo y se preguntó si aquélla sería la sensación que conducía al alcoholismo. Supuso que sí siendo éste uno de los motivos por los que raras veces bebía, aunque ello se debía principalmente a que no le gustaba el sabor exceptuando el del whisky con soda que podía soportar. Esta noche le apetecía y empezó a seguir con la mano el ritmo del estruendoso jukebox y, por primera vez, miró a su alrededor. Había un ruidoso y numeroso público para ser una noche de día laborable. La barra estaba abarrotada al igual que los reservados y las mesas estaban casi todas ocupadas. Al terminarse el tercer trago, vio al sargento Anderson sentado solo en una pequeña mesa redonda, sorbiendo un cóctel y mirando fijamente a Gus antes de levantarse y dirigirse hacia el jukebox.

Gus le siguió y se buscó en los bolsillos un cuarto de dólar mientras se acercaba a la reluciente máquina que arrojaba luz verde y azul contra el serio rostro de Anderson.

– Mucha gente -dijo Gus fingiendo recoger una lista.

Gus advirtió que la boca se le estaba entumeciendo, que tenía la cabeza aturdida y que la música le aceleraba los latidos del corazón. Se terminó el trago que llevaba en la mano.

– Mejor que no abuses de la bebida -le susurró Anderson-. Tendrás que estar sereno si queremos trabajar este sitio.

Anderson pulsó el botón de una selección y fingió estar buscando otra.

– Se trabaja mejor si pareces un borracho como los demás -dijo Gus sorprendiéndose ante sus propias palabras porque jamás contradecía a los sargentos, y menos que nadie a Anderson, a quien temía.

– Haz que te dure el trago -le dijo Anderson -. Pero no exageres tampoco en este sentido, de lo contrario sospecharán que eres de la secreta.

– Muy bien -dijo Gus -. ¿Nos sentamos juntos?

– Todavía no -dijo Anderson -. Hay dos mujeres en la mesa justo frente a la mía. Creo que son prostitutas pero no estoy seguro. No estaría de más obtener un ofrecimiento de prostitución. Si lo consiguiéramos, podríamos tratar de servirnos de ellas para pasar a beber al piso de arriba.

Y podríamos detenerlas cuando detuviéramos al propietario.

– Buen plan -dijo Gus eructando débilmente.

– Y no hables tan alto.

– Perdón -dijo Gus volviendo a eructar…

– Vuelve a la barra y mírame. Si no se me da bien con las mujeres, tú te acercas a su mesa y lo intentas. Si lo consigues, yo volveré a acercarme.

– Ahora vuelve a tu mesa -le susurró Anderson-. Ya llevamos demasiado rato de pie.

– Muy bien -dijo Gus y Anderson pulsó el botón del último disco y el zumbido de voces de la barra amenazó con ahogar la música del jukebox hasta que a Gus le pareció como si se le reventaran los oídos y comprendió que buena parte del zumbido procedía de su propia cabeza y pensó en el Cadillac avanzando velozmente, tuvo miedo, y lo apartó de su imaginación.

– ¿No pongo un disco? Para eso he venido -dijo Gus señalando la reluciente máquina.

– Ah, bueno -dijo Anderson-. Pon algo primero.

– De acuerdo -dijo Gus volviendo a eructar.

– Cuidado con la bebida -le dijo Anderson mientras se alejaba hacia su mesa.

Gus comprobó que las etiquetas de los discos estaban borrosas y que no se podían leer por lo que pulsó los tres primeros botones de la máquina. Le gustaba el rock que estaba sonando y empezó a chasquear los dedos y a mover los hombros, regresó a la barra y pidió otro whisky con soda que se bebió furtivamente en la esperanza de que Anderson no le viera. Después pidió otro y se abrió paso entre la gente hacia las dos mujeres de la mesa que realmente parecían prostitutas, pensó.

La más joven de las dos, una morena ligeramente gruesa vestida con un ajustado traje dorado le sonrió a Gus inmediatamente al verle de pie ante su mesa siguiendo con el pie el ritmo de la música. Sorbió un trago y Ies dirigió a ambas una mirada lasciva a la que sabía que ellas responderían, y miró a Anderson que le observaba ceñudo y casi estuvo a punto de echarse a reír porque hacía meses que no estaba tan contento y sabía que se estaba emborrachando. Pero, en realidad, la sensibilidad se le había agudizado, pensó, y veía las cosas con perspectiva y le gustaba. Dejó de mirar a la más joven y empezó a estudiar a la gorda rubia platino que debía tener más de cincuenta y cinco años y la gorda le miró a través de sus alcohólicos ojos azules; Gus supuso que no debía ser una auténtica prostituta profesional, que debía estar acompañando a la mas joven por si se presentaba alguna ocasión, pero ¿quién demonios pagaría dinero por aquella bruja?

– ¿Solo? -preguntó la mayor, mientras Gus advertía que su euforia iba en aumento y saltaba y se contorsionaba al ritmo de la música que ahora se había convertido en una baraúnda de tambores y guitarras eléctricas.

– Nadie está solo mientras haya música y bebida y amor -dijo Gus brindando por las dos con el whisky con soda al tiempo que ingería un trago y pensaba en lo elocuente que le había salido la frase y en que ojalá pudiera recordarla más tarde.

– Bueno, pues siéntate y cuéntame más cosas, encanto -le dijo la rubia señalándole una silla vacía.

– ¿Os puedo invitar a un trago, chicas? -preguntó Gus apoyando ambos codos en la mesa y pensando que la más joven no estaba del todo mal, prescindiendo de su fea nariz que la tenía torcida a un lado y de sus pobladas cejas que empezaban y no acababan, pero tenía un pecho enorme y él se lo miró con descaro y después la miro a ella maliciosamente, llamando con un chasquido de dedos a la camarera que le estaba sirviendo a Anderson otro trago.

Las dos mujeres pidieron manhattans y él pidió otro whisky con soda observando que Anderson tenía un aspecto más enojado que de costumbre. Anderson se terminó dos tragos mientras la rubia gorda contaba un largo chiste obsceno acerca de un pequeño judío y un camello de ojos azules y Gus se desternillaba de risa a pesar de no haber entendido el significado; al calmarse Gus, la rubia dijo:

– Ni siquiera nos hemos presentado. Yo me llamo Fluffy Largo. Ésta es Poppy La Farge.

– Yo me llamo Lance Jeffrey Savage -dijo Gus levantándose temblorosamente ante las dos mujeres que se reían.

– ¿No es un encanto? -le dijo Fluffy a Poppy.

– ¿Dónde trabajas, Lance? -le preguntó Poppy al tiempo que apoyaba una mano en su antebrazo y dejaba al descubierto dos centímetros más de la hendidura del pecho al inclinarse hacia adelante.

– Trabajo en una fábrica de melones -dijo Gus mirando fijamente el pecho de Poppy-. Quiero decir en una fábrica de trajes de confección -añadió levantando los ojos para ver si las mujeres le habían entendido.

– Melones -dijo Fluffy y soltó una estridente carcajada que terminó en un resoplido.

Estupendo, pensó Gus. Era francamente estupendo. Y se preguntó cómo era posible que se le ocurrieran unas cosas tan espectacularmente chistosas esta noche, y después miró a Anderson que estaba pagando otro trago y les dijo a las mujeres:

– ¿Veis a aquel individuo de allí?

– Sí, el bastardo ha querido venir hace un momento -dijo Fluffy rascándose el abultado vientre y levantándose la tira del sujetador que se le había caído desde el hombro al rosado y fofo bíceps.

– Le conozco -dijo Gus -. Invitémosle.

– ¿Le conoces? -preguntó Poppy-. A mí me parece que es un policía.

– Ja, ja, ja -se rió Gus-. Un policía. Hace cinco años que conozco a este sinvergüenza. Poseía una cadena de estaciones de servicio. Su mujer se ha divorciado de él y ahora sólo le han quedado tres. De todas maneras el pan no le falta.

– ¿Y tú tienes pan, Lance? -preguntó Fluffy de repente.

– Sólo setenta y cinco dólares -dijo Gus -. ¿Es bastante?

– Bueno -dijo Fluffy -. Esperamos poder ofrecerte una buena diversión cuando este sitio cierre y, como es natural, las cosas buenas son caras.

– ¿Qué clase de vestidos te gustan, Fluffy? -preguntó Gus con aire satisfecho -. Tengo unas muestras en el coche y quiero veros bien vestidas, muñecas.

– ¿De verdad? -dijo Poppy con una ancha sonrisa-. ¿Tienes algo de la talla catorce?

– Tengo, nena -dijo Gus.

– ¿Y tienes de la veintidós y medio? -le preguntó Fluffy-. Estos harapos verdes que llevo encima están que se caen.

– Tengo, Fluffy -dijo Gus y ahora ya empezó a sentirse molesto porque había perdido la sensibilidad de la mandíbula inferior, la boca y la lengua.

– Escucha, Lance -le dijo Poppy acercándose con la silla -. Normalmente no nos acostamos con nadie por menos de cien dólares cada una. Pero quizás a cambio de estos trajes podría dejártelo por cincuenta y a lo mejor podríamos convencer a Fluffy de que te lo dejara por veinticinco. ¿Tú qué dices Fluffy? Es un chico muy simpático.

– Es un encanto -dijo Fluffy -. Lo haré.

– De acuerdo, muñecas -dijo Gus levantando tres dedos en dirección a la camarera a pesar de constarle que Anderson debía estarle mirando furioso a través de la oscuridad llena de humo.

– ¿Por qué no empezamos ya? -preguntó Poppy -. Ya son casi la una.

– Todavía no -dijo Gus -. Creo que hay juerga en este sitio después de cerrar. ¿Qué os parece si subimos arriba después de las dos? Después de beber y divertirnos un poco, podemos irnos al motel.

– George cobra mucho por beber arriba -dijo Poppy -. Tú sólo tienes setenta y cinco dólares y nosotras los necesitamos más que George.

– Escucha -murmuró Cus sintiendo durante breves momentos compasión por una mosca que se estaba ahogando en una mancha de líquido de la estropeada mesa -. Invitemos a este individuo que conozco y nos lo llevaremos arriba cuando George cierre. Y todos beberemos con su dinero. Está podrido de dinero. Y después, cuando hayamos bebido un poco, nos desembarazaremos de él y nos iremos los tres. Ahora todavía no me apetece acostarme, me estoy divirtiendo mucho.

– No sabes lo que es divertirse, encanto -dijo Fluffy comprimiendo el muslo de Gus con su rosada y rolliza mano e inclinándose hacia adelante para besarle en la mejilla con una boca que parecía una cámara de neumático deshinchada.

– Estáte quieta, Fluff -dijo Poppv -. Si te meten en la cárcel por borracha, ¿qué vamos a hacer?

– No está borracha -dijo Gus con voz de borracho resbalándole el codo de encima de la mesa como consecuencia del pesado cuerpo de Fluffy.

– Es mejor que nos marchemos de aquí en seguida y nos vayamos al motel -dijo Poppy -. Los dos vais a echar a perder todo el negocio si os detienen por borrachos.

– Un momento -dijo Gus agitando la mano en dirección al lugar en el que creía que se encontraba Anderson.

– No queremos a este sujeto -dijo Poppy.

– Cállate, Poppy -dijo Gus.

– Cállate, Poppy-dijo Fluffy-. Cuántos más seamos, más divertido.

– Es la última vez que vienes conmigo, Fluffy -dijo Poppy ingiriendo un gran trago de su cóctel.

– ¿Me buscabas? -preguntó Anderson y Gus levantó los ojos hacia el sargento de ojos enrojecidos que se encontraba de pie a su lado.

– Pues claro -murmuró Gus-. Siéntate… Chauncey. Chicas, éste es Chauncey Dunghill, mi viejo amigo. Chauncey, te presento a Fluffy y a Poppy, mis nuevas amigas.

Gus levantó el vaso de whisky brindando por los tres e ingiriendo un trago cuyo sabor apenas notó.

– Encantado de conoceros -dijo Anderson secamente, y Gus miró de reojo al sargento y recordó que Bonelli le había dicho que Anderson no podía trabajar bares porque se embriagaba con dos tragos, puesto que era abstemio, exceptuando los casos en que el deber le llamaba. Gus sonrió y se inclinó hacia adelante para observar el curioso sesgo de los ojos de Anderson.

– El viejo Chauncey tendrá que ponerse a nuestra altura -dijo Gus -, si quiere venir con nosotros al bar privado de George a tomar unos cuantos latigazos después de las dos.

– Mierda -dijo Poppy.

– ¿Bar privado? -dijo Anderson mirando con astucia a Gus mientras jugueteaba con su bigote.

– Claro, estas chicas nos acompañarán arriba. Conocen a George que tiene un tugurio muy divertido después del cierre y tú podrás acompañarnos siempre que pagues todas las consumiciones, ¿de acuerdo, chicas?

– Está bien -dijo Fluffy besando sonoramente a Gus en la mejilla, no pudiendo éste evitar una mueca, a pesar del alcohol que llevaba dentro, al pensar en las enfermedades que las bocas de las prostitutas debían transmitir. Se vertió furtivamente un poco de whisky en la mano y se frotó con él la cara para matar los gérmenes.

– ¿Pagarás las consumiciones, Chauncey? -le preguntó Fluffy con voz retadora mirando a Anderson como un boxeador a su contrincante.

– Cuatro tragos -le dijo Anderson a la camarera.

– Dos para ti -dijo Gus.

– ¿Cómo?

– Tienes que ponerte a nuestra altura.

– Bueno…-dijo a la aburrida camarera, dudando.

– O te pones a nuestra altura o no subes con nosotros -dijo Gus.

– Tráigame dos daiquiris -dijo Anderson mirando con rabia a Gus que se estuvo riendo a lo largo de todo el chiste del judio y el camello de ojos azules que Fluffy repitió en honor de Anderson.

– Trágate la bebida -le ordenó Gus a Anderson cuando llegaron los daiquiris.

– Beberé cuando quiera -dijo Anderson.

– Traga, cerdo -le ordenó Fluffy, y las bolsas color púrpura que tenía bajo los ojos se hincharon amenazadoramente.

Gus aplaudió al terminarse Anderson el primer vaso y sonreírle débilmente a Poppy que ahora estaba fumando y reservándose la consumición.

Gus miró lascivamente el abultado pecho de ésta y le contó a Fluffy un chiste acerca de una bailarina de strip-tease con un solo pecho, pero se olvidó de cómo terminaba y se detuvo a la mitad. Fluffy chilló y resopló diciéndole que era el chiste más divertido que jamás había escuchado.

Al terminarse la segunda consumición, Anderson pidió cinco más y le dirigió a Poppy una alegre sonrisa preguntándole si había sido bailarina alguna vez porque tenía unas piernas maravillosas.

– Traguemos -dijo Anderson al llegar las bebidas.

– Cerdo -le dijo Fluffy y estalló en carcajadas golpeando dolorosamente la cabeza contra la de Gus.

– Está estupendo -dijo Anderson tras haber apurado el vaso e ir a por el segundo -. Me estoy poniendo al corriente, Poppy.

– Va a pasar algo -gimió Poppy -. No nos podemos emborrachar en este negocio, Fluffy.

– Yo no estoy borracha. El que está borracho es Lance -dijo Fluffy -. Chauncey también está borracho.

– Eres una chica preciosa y lo digo en serio, Poppy -dijo Anderson y Gus rugió:

– Para ya, Chauncey, me estás aburriendo -y después Gus fue presa de un prolongado acceso de hilaridad y de risas que a punto estuvieron de ahogarle. Al recuperarse vio que toda la gente de la barra se estaba riendo de él, lo cual le provocó más risas y sólo se detuvo cuando Fluffy le agarró y le abrazó, le llamó pequeño encanto y le besó en la boca abierta. Probablemente habrá hecho alguna cochinada esta noche, pensó él estremeciéndose de horror. Tomó un apresurado trago, se lo paseó bien por la boca y pidió otro con la mano.

– Ya has bebido suficiente -le dijo Anderson con voz pastosa.

– Habla por ti, Chauncey -dijo Gus procurando no pensar en cómo usaban la boca las prostitutas, a medida que las náuseas se iban apoderando de él.

– Todos hemos bebido suficiente -dijo Poppy -. Sé que va a pasar algo.

– De verdad que eres una chica encantadora, Poppy -dijo Anderson vertiendo la mitad del contenido de su vaso sobre el bolso dorado.

– Rebaño de cochinos borrachos -dijo Poppy.

– Perdona, Poppy -dijo Anderson -. Lo siento de veras.

Anderson se terminó la consumición y pidió otra ronda aun cuando Poppy no había tocado su vaso y finalmente Anderson se bebió el manhattan suyo y el de Poppy al conminarle Fluffy a que lo hiciera. A Gus le dolía la cabeza y seguía sintiendo náuseas al recordar haber escuchado una vez a una prostituta decir en la furgoneta que había realizado veintidós trabajos de cabeza en una sola noche y miró la boca de Fluffy que había tocado el interior de la suya. Volvió a enjugarse la boca con otro trago y apartó a Fluffy cada vez que ésta se le acercaba y le pellizcaba el muslo y ahora advirtió que todo empezaba a fastidiarle a pesar de que momentos antes se había sentido muy contento. Miró furioso el ralo bigote de Anderson y pensó que éste era un miserable hijo de perra.

– No me encuentro muy bien, Poppy -dijo Anderson que había estado acariciando la mano de ésta y diciéndole que los negocios le iban mal porque el año pasado sólo había ganado cincuenta mil y ella le miró como si no pudiera creerle.

– Vámonos todos de aquí -dijo Poppv -. ¿Puedes anclar, Fluffy?

– Puedo hasta bailar -dijo Fluffy cuya cabeza parecía hundirse en la masa de su cuerpo.

– Me encuentro mal -dijo Anderson.

– Besa al hijo de perra -le susurró Gus de repente al oído a Fluffy.

– ¿Qué? -preguntó Fluffy aspirando una indómita gota de moco que le colgaba de la nariz.

– Que abraces al bastardo como has hecho conmigo y que le des un beso bien mojado y procura meterle bien la lengua dentro.

– Pero si no me gusta este cerdo-murmuró Fluffy.

– Te daré cinco dólares de más después -murmuró Gus.

– Muy bien -dijo Fluffy inclinándose sobre la mesa y tirando un vaso al suelo al rodear con los brazos al sorprendido Anderson y pegar la boca contra la de éste hasta que él pudo conseguir rechazarla y obligarla a sentarse de nuevo en su silla.

– ¿Por qué lo has hecho? -preguntó Anderson jadeando.

– Porque te quiero, cerdo -dijo Fluffy y al pasar la camarera con una bandeja de cervezas para la mesa de al lado, agarró un vaso de cerveza, introdujo la barbilla en la espuma diciendo-: Miradme, soy una cabra macho.

Anderson pagó la cerveza y le entregó a la enojada camarera dos dólares de propina.

– Vamos, Fluffy -dijo Poppy al marcharse la camarera, vamos al lavabo y lávate la maldita cara y después nos iremos con Lance al motel inmediatamente. ¿Lo entiendes, Lance?

– Claro, Poppy, claro -dijo Gus dirigiéndole una sonrisa al enojado Anderson y volviendo a recuperar la alegría.

Al marcharse ambas, Anderson se inclinó hacia adelante, casi estuvo a punto de caerse al suelo y miró dolorosamente a Gus.

– Plebesly, estamos demasiado borrachos para poder hacer el trabajo. ¿Te das cuenta?

– No estamos borrachos, sargento. Estás borracho tú -dijo Cus.

– Me estoy empezando a encontrar mal, Plebesly -le dijo Anderson con voz suplicante.

– ¿Sabes lo que me ha dicho, Fluffy, sargento? -dijo Gus -. Me ha dicho que ha estado trabajando todo el día en una casa de tolerancia y que ha trabajado a veintidós individuos.

– ¿Eso ha hecho? -dijo Anderson acercándose la mano a la boca.

– Dice que lo hace con la boca o a la francesa si un individuo quiere, porque es demasiado pesado acostarse.

– No me digas eso, Plebesly -dijo Anderson -. Me encuentro mal, Plebesly.

– Siento que te haya besado, sargento -dijo Gus -. Lo siento porque estos espermatozoos ya te estarán bajando por la garganta, dándole latigazos en la amígdalas con sus colas.

Anderson maldijo, se levantó y se dirigió tambaleándose hacia la salida. Las esposas se le cayeron estrepitosamente al suelo. Gus se agachó con extremo cuidado, recogió las esposas y siguió vacilante a Anderson entre las mesas. Ya en la calle, desde la acera, Gus pudo escuchar las imprecaciones de Poppy al regresar y encontrar la mesa vacía. Después Gus cruzó la calle, siguiendo cuidadosamente la ondulada línea blanca hasta el bordillo de enfrente. Le parecía que había andado un quilómetro cuando llegó al oscuro aparcamiento donde encontró a Anderson vomitando junto a un coche y a Bonelli mirándole a él con simpatía.

– ¿Qué ha sucedido allí dentro? -preguntó Bonelli.

– Hemos estado bebiendo con dos prostitutas.

– ¿No os buscaron? ¿No os hicieron ningún ofrecimiento?

– Sí, pero ya habían sucedido demasiadas cosas entre nosotros. No hubiera podido detenerlas.

– Has emborrachado a Anderson, muchacho -dijo Bonelli sonriendo.

– Le he emborrachado a base de bien, Sal -dijo Gus con una risa chirriante.

– ¿Cómo te encuentras?

– Mal.

– Vamos -dijo Bonelli rodeando con su velloso brazo los hombros de Gus y dándole unas palmadas en la mejilla-. Vamos a tomarnos un café, hijo.

15 Concepción

El traslado a la comisaría de la calle Setenta y Siete había sido un golpe desmoralizador. Ahora, cuando ya llevaba cuatro semanas en la división, Roy aún se resistía a creer que hubieran podido hacerle eso. Sabía que la mayoría de sus compañeros de clase de la academia habían sido trasladados a tres divisiones pero él esperaba poder escapar a la tercera. Al fin y al cabo, en la División Central estaban contentos de él y ya había trabajado en la calle Newton y no se imaginaba que quisieran hacerle trabajar en otra zona negra. Todo lo que se hacía en el Departamento carecía de sentido y era ilógico y ninguno de los comandantes se preocupaba lo más mínimo por cosas intangibles como la moral, por ejemplo, mientras fueran eficientes, heladamente eficientes, y mientras el público conociera y apreciara su eficiencia. ¡Pe'ro por el amor de Dios, pensó Roy, la División de la Setenta y Siete! ¡Calle Cincuenta y Nueve y Avalon, Slauson y Broadway, Noventa y Dos y Beach, Cien y Tercera, hasta Watts por si fuera poco! Era la calle Newton elavada a la décima potencia, era violencia y crimen y cada noche se veía metido en ríos de sangre.

Las tiendas, los despachos, incluso las iglesias parecían fortalezas con barrotes, enrejados y cadenas protegiendo las puertas y las ventanas y hasta había visto guardias particulares uniformados en las iglesias durante los servicios religiosos. Era imposible.

– Vamos a trabajar -les dijo el lugarteniente Feeney a los oficiales de la guardia de noche.

Feeney era un hombre lacónico que llevaba veinte años de servicio, tenía un rostro melancólico y a Roy le parecía un comandante comprensivo, aunque tenía que serlo porque en aquella endiablada división, un rígido ordenancista hubiera provocado el amotinamiento de los hombres.

Roy se puso el gorro, se guardó la linterna en el bolsillo y recogió los cuadernos. No había escuchado ni una sola de las cosas que se habían dicho en la sala de pasar lista. Últimamente estaba empeorando a este respecto. Cualquier día se perdería algo importante. "De vez en cuando deben decir algo importante", pensó.

Roy no bajó las escaleras con Rolfe, su compañero. Las risas y las voces de los demás le irritaban sin motivo aparente. El uniforme se le pegaba húmedamente a la piel en aquella cálida noche, le cubría y le aplastaba como un opresivo sudario azul. Roy se acercó de mala gana al coche radio y se alegró de que le tocara conducir a Rolfe esta noche. Él no tenía ánimos. Sería una noche sofocante y calurosa.

Roy escribió mecánicamente su nombre en el cuaderno de notas y escribió debajo el nombre de Rolfe. Hizo algunas otras anotaciones y después cerró el cuaderno mientras Rolfe salía del aparcamiento de la comisaría y él giraba el cortavientos para que la brisa que pudiera haber le refrescara un poco.

– ¿Quieres hacer algo especial esta noche? -preguntó Rolfe, un joven ex-marinero normalmente sonriente que llevaba un año de policía y que todavía daba muestras de un burbujeante entusiasmo por el trabajo de policía que a Roy le resultaba irritante.

– Nada especial -contestó Roy cerrando el cortavientos al encender un cigarrillo que no le supo bien.

– Entonces vayamos por la Cincuenta y Nueve y Avalon -dijo Rolfe -. Últimamente no Ies hemos hecho mucho caso a las prostitutas callejeras.

– De acuerdo -dijo Roy suspirando y pensando que una noche más y tendría tres libres. Y después empezó a pensar en Alice, la exuberante enfermera que durante seis meses había estado observando salir de la casa de enfrente de la suya pero a la que no había abordado hasta la semana anterior porque ya se sentía satisfecho de la frágil y delicada Jenny, la mecanógrafa que vivía al otro lado del rellano. Jenny estaba siempre disponible y tan a mano y tan ansiosa de amor a cualquier hora, a veces demasiado ansiosa. Insistía en hacer el amor cuando él estaba agotado tras haber trabajado un turno más largo que de costumbre, por lo que cualquier persona sensata hubiera hecho bien yendo a dormir. Él entraba en su apartamento y cerraba sigilosamente la puerta pero, antes de que se hubiera enfundado el pijama, ella ya estaba en su alcoba porque le había escuchado entrar y había utilizado la llave que él jamás hubiera debido darle. Él se volvía entonces de repente al advertir su presencia en la silenciosa habitación y ella estallaba en risas al comprobar que le había sobresaltado. Iba en camisón, no era una muchacha bien formada, estaba demasiado delgada, pero era muy bonita e insaciable. Sabía que tenía otros hombres, a pesar de lo que Jenny le decía, pero le importaba un comino porque ella era mucho para él y, además, ahora que había conocido a Alice, a la lechosa, restregante y enérgica Alice y había gozado de su suavidad una afortunada noche de la semana pasada, ahora tendría que quitarse a Jenny de encima.

– Parece que hay animación esta noche -dijo Rolfe.

Roy deseó que se callara porque estaba pensando en Alice y en sus espléndidos pechos en forma de calabaza que por sí mismos le proporcionaban horas de excitación y admiración. Si Jenny era dos ojos enfebrecidos, Alice era dos pechos tranquilizadores. Se preguntó si habría alguna mujer en la que pudiera pensar como una persona entera. Ahora ya no pensaba en Dorothy. Pero entonces se dio cuenta de que ya no pensaba en nadie como una persona entera. Cari era un boca, una boca abierta que le reprendía incesantemente. Su padre era un par de ojos, que no le devoraban como los de Jenny, sino que le suplicaban, ojos tristes que deseaban que se sometiera a la opresión de su propia tiranía y a la de Cari.

– Si pudiera añadir una S al rótulo de Fehler e Hijo -decía su padre suplicante -. Oh, Roy, daría una fortuna por este privilegio.

Y en su madre pensaba como en un par de manos, manos cerradas, manos húmedas, manos que hablaban y le decían:

– Roy, Roy, casi no te vemos nunca, ¿cuándo volverás a casa, que es el sitio que te corresponde, Roy?

Después pensó en Becky y advirtió que se aceleraban los latidos de su corazón. En ella podía pensar como una persona entera. Parecía tan contenta de verle cuando iba a visitarla. Y no dejaría pasar ni una semana sin verla y que se fuera al diablo Dorothy con su condescendiente prometido porque él no dejaría pasar un solo fin de semana sin ver a Becky. Nunca. Le traería regalos, gastaría el dinero que quisiera y ellos que se fueran al infierno.

La noche iba pasando sin especiales acontecimientos a pesar de que se estaban transmitiendo muchas llamadas de radio a los coches de la Setenta y Siete. Temía pedir la clave siete por miedo a recibir una llamada. El estómago le estaba gruñendo. Hubiera tenido que comer algo a la hora del almuerzo.

– Pide siete -le dijo Rolfe.

– Doce-A-Cinco solicita clave siete en la comisaría -dijo Roy pensando que ojalá se hubiera traído algo más que un bocadillo de queso para comer. Estaban demasiado cerca del día de cobro para poder permitirse pagar la comida. Pensó que ojalá hubiera más sitios para comer en la calle Setenta y Siete. Ya hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que la comida gratis no atentaba contra la profesión. Todo el mundo aceptaba las comidas y parecía que a los propietarios de los restaurantes no les importaba. Deseaban tener policías en su casa, de lo contrarío no lo hubieran hecho. Pero él y Rolfe no tenían ningún sitio donde Ies sirvieran comida ni siquiera con descuento.

– Doce-A-Cinco, continúe la patrulla -dijo la locutora -y encárguense de esta llamada: vean a la mujer, dificultad no determinada, once-cero-cuatro, Calle Noventa y Dos Este, clave dos.

Roy confirmó la recepción de la llamada y se volvió hacia Rolfe:

– ¡Mierda! Me estoy muriendo de hambre.

– Me molestan estas llamadas por dificultades no determinadas -dijo Rolfe -. Siempre me ponen nervioso. Me gusta saber lo que me espera.

– Esta maldita selva -dijo Roy arrojando una colilla por la ventana -. No sales a la hora, te pierdes las comidas, quince llamadas de radio cada noche. Quiero el traslado.

– ¿De veras piensas eso? -preguntó Rolfe volviéndose hacia Roy con una mirada de asombro -. A mí me gusta estar aquí. El tiempo pasa muy rápido. Estamos tan ocupados que ya es hora de irse a casa cuando a mí me parece que acabamos de empezar el trabajo. Toda esta actividad me parece muy excitante a mí.

– Ya se te pasará -dijo Roy -. Gira a la izquierda. Es la Noventa y Dos.

Había una mujer con un limpio turbante blanco en el patio frontal de la casa contigua a la once-cero-cuatro. Rolfe aparcó y ella les hizo nerviosamente señas con la mano al verles apearse.

– Buenas noches -dijo Rolfe mientras se acercaban a la mujer y se ponían los gorros.

– Yo he sido la que ha llamado, señor PO-licía -murmuró ella-. Hay una señora en esta casa que está constantemente borracha. Ha tenido otro niño, un prematuro, un niño muy pequeño, y ella siempre está borracha, sobre todo cuando su marido trabaja y él trabaja de noche.

– ¿La molesta? -preguntó Roy.

– Es el niño, señor PO-licía -dijo la mujer con los brazos cruzados sobre su ancho estómago mirando repetidamente hacia la casa-. La semana pasada dejó caer al niño al suelo. Yo la reñí pero mi marido dice que no es cosa nuestra, pero esta noche estaba en el porche con el niño en brazos y ha estado a punto de caerse otra vez y yo le he dicho a mi marido que iba a llamar a la PO-licía y eso he hecho.

– Muy bien, iremos a hablar con ella -dijo Roy encaminándose hacia la casa de madera de una sola planta rodeada por una cerca de estacas puntiagudas.

Roy subió cuidadosamente por los estropeados peldaños del porche y se apartó a un lado de la puerta, como de costumbre, mientras Rolfe se acercaba al otro lado y llamaba. Escucharon pies arrastrándose y un ruido y volvieron a repetir la llamada. Al cabo de más de un minuto, abrió la puerta una mujer de aceitoso cabello ensortijado y miró a los policías con sus pequeños ojos acuosos.

– ¿Qué quieren? -les preguntó tambaleándose de un lado para otro sin dejar de agarrar la puerta.

– Nos han dicho que tiene usted alguna dificultad -dijo Rolfe con su juvenil sonrisa-. ¿Le importa que entremos? Estamos aquí para ayudarla.

– Ya sé cómo ayuda la PO-licía -dijo la mujer golpeándose el voluminoso hombro contra la puerta al inclinarse repentinamente de lado.

– Mire, señora -maldijo Roy-. Nos han dicho que su niño está en peligro. ¿Por qué no nos enseña si el niño está bien y nos marcharemos?

– ¡Márchense de mi porche! -dijo la mujer y fue a cerrar la puerta y Roy se encogió de hombros mirando a Rolfe porque no podían entrar por la fuerza por el simple hecho de estar la mujer borracha. Roy decidió pararse a comprar una hamburguesa para acompañar el bocadillo de queso que había empezado a mordisquear. Entonces escucharon gritar al niño. No era un simple grito infantil de enojo o molestia, era un grito de dolor o terror y Rolfe ya había franqueado la puerta antes de que el grito se extinguiera. Empujando a la borracha, corrió a través del cuarto de estar en dirección a la cocina, Roy estaba entrando en la casa cuando Rolfe salió de la cocina con un niño increíblemente pequeño en brazos envuelto en una camisa de dormir.

– Ha dejado al niño encima de la mesa de la cocina al lado de un cenicero -dijo Rolfe, meciendo torpemente al lloroso niño de piel oscura-. Ha agarrado un cigarrillo encendido. Se ha quemado la mano y el estómago. Pobrecillo. Mira el agujero de la camisa.

Rolfe miró a la encolerizada mujer por encima del hombro mientras acunaba al niño en su fuerte brazo apartándose de la mujer que estaba al borde de su determinación de borracha.

– Déme mi niño -dijo adelantándose hacia Rolfe.

– Un momento, señora -dijo Roy agarrándola por un bíceps sorprendentemente duro-. Compañero, creo que tenemos suficiente para detenerla por poner en peligro a un niño. Señora, está usted bajo ar…

Ella golpeó el cuello do Roy con el codo y éste se golpeó la cabeza contra la puerta experimentando una dolorosa conmoción mientras escuchaba gritar a Rolfe y la mujer arremetía contra éste y Roy contemplaba la escena traspasado de dolor al ver al frágil y lloroso niño entre la mujer que le estiraba por el brazo izquierdo y Roife que le agarraba la pierna derecha con una mano mientras agitaba la otra al aire, de horror y desesperación.

– Suéltalo, Rolfe -gritó Roy mientras la mujer caía hacia atrás y Rolfe la seguía sin querer soltar totalmente el niño que lloraba.

Finalmente, Rolfe soltó el niño y Roy se estremeció al ver a la mujer dejarse caer pesadamente sobre una silla agarrando al niño por una pierna sobre su regazo.

– ¡Déjala, Rolfe! -gritó Roy sin haber decidido todavía qué hacer, porque iban a matar al niño, pero Rolfe se había abalanzado contra la mujer que le estaba golpeando la cara sin soltar al niño con un apretón de muerte primero por la pierna y después por el brazo, al conseguir Rolfe tener una mano libre. Roy saltó hacia adelante al ver que la mujer agarraba al niño, ya silencioso, por la garganta.

– Dios mío, Dios mío -murmuró Roy mientras le separaba los dedos uno a uno y Rolfe sujetaba el otro brazo de la mujer y ella maldecía y escupía. Ya había soltado el último dedo y sostenía en una mano el tembloroso cuerpecillo cuando la cabeza de la mujer se inclinó hacia adelante y cerró los dientes sobre la mano de Roy y éste gritó de dolor. La mujer le soltó y propinó un mordisco al niño mientras Rolfe la agarraba por el cuello y procuraba echarle la cabeza hacia atrás pero los grandes dientes blancos se cerraron una y otra vez en el niño v el niño gritó una vez más, con un grito fuerte y prolongado. Roy consiguió apartar al niño y la camisa se rompió en la boca de la mujer y Roy no miró el niño sino que corrió a la alcoba, lo dejó en la cama y regresó corriendo para ayudar a Rolfe a ponerle las esposas a la mujer.

Ya eran más de las doce cuando consiguieron encerrar a la mujer e ingresar al niño en el hospital. Ya era demasiado tarde para comer y, de todas maneras, a Roy no le apetecía ahora; se repitió a sí mismo por décima vez que dejara de pensar en el aspecto del cuerpo del niño sobre la mesa terriblemente blanca de la sección de urgencia. Rolfe hacía también una hora que guardaba silencio, cosa insólita en él.

– Ya me quisieron morder otra vez -dijo Roy de repente dando una chupada al cigarrillo y reclinándose en el asiento, mientras Rolfe conducía el coche hacia la comisaría para completar los informes -. Pero fue distinto. Era un hombre y era blanco y no había excusa. Yo intentaba huir de él. Fue en un lavabo.

Rolfe le miró con curiosidad y Roy le dijo:

– Trabajaba de paisano. Quería devorarme. Yo creo que la gente son caníbales. Se comen los unos a los otros. A veces ni siquiera tienen el detalle de matarte antes de comerte.

– Oye, conozco bastante a una camarera de un restaurante de la esquina de la Ciento Quince con la Oeste. Siempre voy allí a tomar café después de trabajar. ¿Te parece que nos paremos allí un momento antes de ir a la comisaría? Por lo menos podríamos tomarnos un café y estirar las piernas. Y, quién sabe, a lo mejor nos entra apetito. Creo que nos dará comida gratis si el jefe no está.

– ¿Por qué no? -dijo Roy pensando que el café le apetecería y que sería un placer acercarse a la zona Oeste de la división para variar, ya que se trataba de una zona parcialmente negra y bastante tranquila. Roy esperaba poder trabajar la Noventa y Uno el mes siguiente y poder llegar a la zona más al Este y al Sur de la división. Tenía que alejarse de las caras negras. Estaba empezando a considerarlas de otro modo y sabía que no tenía razón. Pero no podía evitarlo.

Estaban a dos manzanas del restaurante y Roy empezó a tranquilizarse al ver predominio de caras blancas en coche y a pie, cuando Rolfe le dijo:

– Fehler, ¿te has fijado en la licorería que acabamos de pasar?

– No, ¿por qué? -preguntó Roy.

– No había nadie detrás del mostrador -dijo Rolfe.

– Se habrá ido a la trastienda -dijo Roy -. Mira, ¿quieres jugar a policías y ladrones o nos tomamos un café?

– Yo voy a echar un vistazo -dijo Rolfe girando en U y dirigiéndose hacia el Norte de nuevo mientras Roy sacudía la cabeza y se prometía a sí mismo solicitar para el mes siguiente un compañero mayor y más reposado.

Rolfe aparcó al otro lado de la calle y ambos observaron el interior de la tienda unos segundos. Vieron a un hombre de cabello color arena con una camisa de sport amarilla salir corriendo de la trastienda hacia la caja registradora en la que pulsó varios botones y después le vieron guardarse un arma en el interior del cinturón.

– ¡Oficiales solicitan ayuda, Uno uno tres y Oestel -murmuró Rolfe hacia el micrófono y después se apeó sin el gorro, con la linterna en la mano, corriendo hacia la parte Norte del edificio. Debió acordarse de Roy que estaba rodeando el coche porque se agachó, se volvió y señaló hacia la puerta posterior indicándole que se dirigía hacia la misma desapareciendo después entre las sombras de la calleja de atrás.

Roy vaciló un momento pensando en el lugar más conveniente en que apostarse, pensó en ocultarse detrás de un vehículo que se encontraba aparcado frente a la tienda y que debía ser probablemente el coche del sospechoso, pero después cambió de idea y decidió ocultarse detrás de la esquina Suroeste del edificio, desde donde podría disparar fácilmente si el hombre salía por la entrada principal. Empezó a temblar, se preguntó si podría disparar contra un hombre y después decidió no pensar en ello.

Después observó que uno de los coches que se encontraban en el aparcamiento del bar de al lado estaba ocupado por un hombre y una mujer que no parecían prestar atención a la presencia de la policía. Roy vio que se encontraban en la línea de disparo del hombre si éste hubiera querido disparar contra Roy que se ocultaba en la esquina del edificio. Le remordió la conciencia y le empezó a temblar la mano con más fuerza y pensó: "Y si salgo de aquí y corro hacia el aparcamiento y Ies digo que se vayan, el hombre puede salir y encontrarme fuera de posición. Dios mío, si los mata nunca podré olvidarlo…" Después se decidió y corrió apresuradamente hacia el PIymouth amarillo pensando: Estúpido bastardo, sentado aquí jugando con ella y ni siquiera sabe que pueden matarles." Roy se acercó al coche y vio a la chica que le miraba con los ojos muy abiertos al verle con el revólver al costado. El hombre abrió rápidamente la portezuela.

– Saquen el coche de aquí inmediatamente -dijo Roy y jamás pudo olvidar la sonrisa estúpida y la mirada de evidente despreocupación del pequeño hombre pecoso que le apuntó con una escopeta. Después la llama roja y amarilla estalló contra su cuerpo y el cayó de espaldas contra la acera. Cayó del bordillo a la cuneta y se quedó tendido de lado llorando porque no podía levantarse y tenía que levantarse, porque veía los viscosos y húmedos intestinos a la luz de la luna sobresaliéndole del bajo vientre en un montón. Empezaron a tocar el suelo de la calle y Roy se esforzó por dar la vuelta. Escuchó pasos y un hombre dijo:

– ¡Maldita sea, Harry, entra!

Y otra voz de hombre dijo:

– ¡Ni siquiera sabrá que estaban aquí fuera! Después el coche se puso en marcha y rugió por la acera y bajó el bordillo, pareciéndole a Roy como pasos que se alejaban. Escuchó a Rolfe gritar:

– ¡Alto! ¡Alto!

Escuchó cuatro o cinco disparos y chirrido de neumáticos. Después recordó que los intestinos los tenía sobre el suelo y se llenó de horror porque estaban allí en la calle tan inmunda ensuciándose, y empezó a llorar. Se movió un poco para tenderse de espaldas porque si podía conseguir recogerlos e introducírselos dentro de nuevo y sacudirles la suciedad sabía que se encontraría bien porque ahora estaban tan sucios. Pero no pudo levantarlos. El brazo izquierdo no podía moverlo y le dolía mucho intentar extender hacia el burbujeante agujero el brazo derecho, por lo que empezó a llorar de nuevo pensando: "Si por lo menos lloviera. Por qué no puede llover en agosto"; y, de repente, mientras lloraba, le ensordeció el rumor de truenos y vio brillar los relámpagos y la lluvia empezó a caerle encima. Dio gracias a Dios y empezó a llorar lágrimas de alegría porque la lluvia estaba limpiando toda la suciedad del montón de entrañas que le colgaban hacia afuera. Las vio brillar rojas y húmedas bajo la lluvia, limpias y rojas porque la suciedad ya no estaba y seguía llorando todavía de felicidad cuando Rolfe se inclinó sobre él. Había allí otros policías pero ninguno de ellos estaba mojado de lluvia. No podía entenderlo.

Roy no hubiera podido decir cuánto tiempo estuvo en la sección de la policía del Central Receiving Hospital. No hubiera podido decir, en este momento, si habían sido días o semanas. Siempre lo mismo: persianas bajadas, el zumbido del acondicionador de aire, las pisadas amortiguadas de pies con zapatos de sucia blanda, susurros, agujas y tubos que le insertaban y extraían interminablemente, pero ahora suponía que tal vez hubieran pasado tres semanas.

No se lo quería preguntar a Tony que estaba sentado allí leyendo una revista a la escasa luz nocturna con una sonrisa en su rostro afeminado.

– Tony -dijo Roy y el pequeño enfermero dejó la revista sobre la mesa y se acercó a la cama.

– Hola, Roy -dijo Tony sonriendo-. ¿Ya te has despertado?

– ¿Cuánto hace que dormía?

– No mucho, dos o tres horas quizás -dijo Tony -. Estabas inquieto esta noche. Decidí sentarme aquí porque supuse que te despertarías.

– Esta noche me duele -dijo Roy bajándose el cobertor para mirar el agujero cubierto con gasa fina. Ya no burbujeaba ni le daba asco pero no podían suturárselo por su tamaño y tenía que sanar solo. Ya había empezado a encogerse un poco.

– Esta noche tiene buen aspecto, Roy -dijo Tony sonriendo-. Muy pronto basta de inyecciones, comerás comida normal.

– Me duele espantosamente.

– El doctor Zelko dice que te estás recuperando maravillosamente, Roy. Apuesto a que podrás salir de aquí dentro de dos meses. Y podrás empezar a trabajar dentro de seis. En misiones más fáciles, claro. Quizás puedas hacer un poco de trabajo de oficina.

– Esta noche necesito algo contra el dolor.

– No puedo. Tengo órdenes estrictas. El doctor Zelko dice que te damos demasiadas inyecciones.

– ¡Que se vaya al diablo el doctor Zelko! Necesito algo. ¿Sabes lo qson las adherencias? Que los malditos intestinos se ponen tensos y se pegan unos a otros como con cola. ¿Sabes lo que es eso?

– Vamos, vamos -dijo Tony secando la frente de Roy con una toalla.

– Mira cómo tengo la pierna de hinchada. Tengo un nervio dañado. Pregúntale al doctor Zclko. Necesito algo. Este nervio me produce unos dolores terribles.

– Lo siento, Roy -dijo Tony dibujándose en su pequeña y suave cara una mueca de preocupación-. Ojalá pudiera hacer algo por ti. Eres nuestro paciente número uno…

– ¡Vete a paseo! -dijo Roy y Tony regresó a su silla, se sentó y reanudó la lectura.

Roy contempló los agujeros del techo acústico y empezó a contar hileras pero pronto se cansó. Cuando el dolor era muy grande y no le querían suministrar medicamentos, a veces pensaba en Becky y eso le aliviaba un poco. Creía que Dorothy había venido aquí una vez con Becky pero no estaba seguro. Iba a preguntárselo a Tony pero Tony era el enfermero de noche y no podía saber si ellas le habían visitado. Su padre y su madre habían estado varias veces y Cari había venido por lo menos una vez al principio. Una tarde había abierto los ojos y había visto a Cari y a sus padres y la herida empezó a dolerle de nuevo y sus gritos de dolor les obligaron a marcharse y le trajeron la inyección indescriptiblemente deliciosa que era lo único para lo que ahora vivía. Habían venido algunos policías pero no podía recordar quiénes. Creía que recordaba a Rolfe y al capitán James y creía que había visto a Whitey Duncan una vez a través de una sábana de fuego. Ahora estaba empezando a asustarse porque el estómago se le estaba contrayendo como un doloroso puño como si no le perteneciera a él y actuara por su cuenta desafiando las oleadas de cólera que le estaban castigando.

– ¿Qué parezco? -preguntó Roy de repente.

– ¿Cómo dices, Roy? -dijo Tony poniéndose inmediatamente de pie.

– Dame un espejo. Aprisa.

– ¿Para qué, Roy? -dijo Tony sonriendo y abriendo el cajón de la mesa que se encontraba en un rincón del cuarto particular.

– ¿Has tenido alguna vez un dolor de estómago francamente fuerte? -preguntó Roy-. ¿De los que te dejan hecho polvo?

– Sí -dijo Tony acercándose a la cama de Roy con un espejo pequeño.

– Pues no es nada. Nada, ¿comprendes?

– No puedo darte nada -dijo Tony sosteniendo el espejo para que Roy se mirara.

– ¿Quién es ése -dijo Roy y el terror se apoderó de él y le recorrió el cuerpo al contemplar el delgado rostro gris con los ojos rodeados de sombras y los miles de grasientas gotas de sudor que cubrían el rostro que le miraba horrorizado.

– Ahora no tienes mal aspecto, Roy. Pensábamos que íbamos a perderte. Ahora ya sabemos que te recuperarás.

– Necesito un medicamento, Tony. Te daré veinte dólares. Cincuenta. Te daré cincuenta dólares.

– Por favor, Roy -dijo Tony regresando a la silla.

– Si tuviera el revólver -sollozó Roy.

– No hables así, Roy.

– Me saltaría la tapa de los sesos. Pero primero te mataría a ti, pequeño afeminado.

– Eres cruel. Y no tengo por qué soportar tus insultos. He hecho por ti todo lo que he podido. Todos hemos hecho lo que hemos podido. Hemos hecho todo lo posible por salvarte.

– Siento haberte llamado eso. Tú no puedes evitar ser un homosexual. Perdona. Por favor, dame algún medicamento. Te daré cien dólares.

– Me marcho. Toca el timbre si me necesitas.

– No te vayas. Tengo miedo de quedarme solo. Quédate. Perdona, por favor.

– Muy bien. No te preocupes -murmuró Tony sentándose.

– El doctor Zelko tiene unos ojos terribles.

– ¿Qué quieres decir? -dijo Tony suspirando y dejando la revista.

– Apenas tiene iris. Dos pequeñas bolas negras redondas como dos perdigones grandes. No puedo soportar sus ojos.

– ¿Te hirieron con esta clase de perdigones, Roy?

– No, me estaría pudriendo ahora mismo en un ataúd si hubieran sido perdigones grandes. Eran del siete, para cazar pájaros. ¿Has ido alguna vez de caza?

– No.

– Me disparó desde menos de sesenta centímetros. En parte me dio en el Sam Browne pero el resto lo recibí yo. Era un hombre con cara de imbécil. Por eso no extraje el revólver. Tenía tanta cara de imbécil que no podía creerlo. Y era un hombre blanco. Y aquella escopeta parecía también tan imbécil y monstruosa que tampoco podía creerlo. Quizás si hubiera sido un hombre normal con un arma de fuego normal, yo hubiera podido extraer el arma, pero la dejé al costado y aquel hombre parecía tan estúpido cuando disparó.

– No quiero escucharte. Deja de hablar de eso, Roy.

– Tú me lo has preguntado. Me has preguntado por el perdigón, ¿no es verdad?

– Siento haberlo hecho. Es mejor que me marche un rato y tú quizás puedas dormir.

– ¡Adelante! -dijo Roy sollozando-. Ya podéis dejarme todos. Pero mira lo que me habéis hecho. Mírame el cuerpo. Me habéis convertido en un monstruo, bastardos. Tengo un gran agujero abierto en el vientre y me habéis puesto otro dentro y ahora puedo despertarme con un montón de mierda en el pecho.

– Tenían que hacerte una colostomía, Roy.

– ¿Sí? ¿Qué dirías si tuvieras un boquete en el estómago? ¿Qué te parecería si te despertaras y te encontraras con un montón de mierda en el pecho?

– Yo te lo limpio siempre en seguida en cuanto lo veo. Ahora procura…

– Sí -gritó él llorando abiertamente -, me habéis convertido en un monstruo. Tengo un maldito amasijo de sangre y un agujero delante y los tengo en el estómago y no me queda más remedio que verlos. Soy un monstruo asqueroso.

Después Roy lloró y el dolor se intensificó pero él siguió llorando y el dolor le obligó a llorar más y más hasta que jadeó y procuró detenerse con el fin de poder controlar el inexorable dolor que él rezaba para que le matara inmediatamente en una enorme bola de fuego roja y amarilla.

Tony le secó la cara e iba a hablar cuando los sollozos de Roy cedieron y éste dijo jadeante:

– Yo… tengo que… volverme. Así no puedo aguantarlo. Por favor, ayúdame. Ayúdame a volverme boca abajo un rato.

– Pues claro, Roy -dijo Tony amablemente, incorporándole un poco, bajando el somier de la cama y quitándole la almohada mientras Roy descansaba sobre la ardiente y palpitante herida y sollozaba espasmódicamente al tiempo que se sonaba la nariz con el pañuelo de celulosa que Tony le había dado.

Roy permaneció tendido en esta posición como unos cinco minutos pero no pudo soportarlo y se volvió; Tony había salido al corredor. Pensó que se fuera todo al infierno; si se volvía y el esfuerzo le mataba, tanto mejor. Se incorporó apoyándose en un codo advirtiendo que el sudor le bajaba por el pecho y después giró todo lo más rápido que pudo y volvió a tenderse de espaldas. Notó que el sudor le recorría todo el cuerpo. Notó también otra cosa y arrancó el esparadrapo, se miró la herida y lanzó un grito.

– ¿Qué pasa? -dijo Tony entrando rápidamente en la habitación.

– ¡Mira! -dijo Roy contemplando una fibrosa masa sanguinolenta que sobresalía de la herida.

– ¿Pero qué es eso? -dijo Tony mirando hacia el pasillo y volviendo a mirar a Roy con asombro en los ojos.

Roy se miró la herida y después miró a Tony y al ver la preocupación reflejada en la menuda cara del enfermero se echó a reír.

– Voy a por un médico, Roy -dijo Tony.

– Espera un momento -dijo riéndose con más fuerza -. No necesito ningún médico. Qué divertido -dijo jadeando y dejó de reírse al ser presa de otro espasmo que no pudo, sin embargo, destruir por completo su acceso de humor-. ¿Sabes lo que es eso, Tony? ¡Es el maldito taco!

– ¿El qué?

– ¡El taco de la cápsula del cartucho de la escopeta! Al final, ha conseguido salir. Mira de cerca. Hasta hay trocitos de munición. Dos trocitos de munición. Es divertido. Anda a anunciar al equipo que se ha producido un feliz acontecimiento en la sección de la policía. Diles que el monstruo del doctor Zelko ha hecho un esfuerzo y ha dado a luz a un montón de taco sanguinolento de cien gramos. ¡Y que tiene los ojos como el doctor Zelko! Es divertido.

– Llamaré a un médico, Roy. Lo limpiaremos.

– ¡No me quites a mi niño, maldito afeminado! Una vez vi a una negra intentar comerse a su niño cuando yo quise hacérselo. Es demasiado divertido -dijo Roy jadeando y secándose las lágrimas.

Загрузка...