AGOSTO 1960

4 Güero

Serge se cepilló rápidamente los zapatos, arrojó el cepillo al interior de su armario y cerró de golpe la puerta de metal. Llegaba tarde al acto de pasar lista. Eran las cuatro y dos minutos. "Maldito tráfico -pensó-: ¿Cómo podré soportar este tráfico y esta niebla veinte años?" Se detuvo frente al espejo a toda altura; estaba solo en el cuarto de los armarios. Los botones de latón y el Sam Browne necesitaban lustre. Su uniforme azul de lana estaba tan cubierto de hilachas que parecía que tuviera pelo. Maldijo al comprender que era posible que se realizara una inspección aquella noche.

Serge recogió su cuaderno de notas, el paquete de citaciones por infracciones de tráfico y una guía de las calles de la ciudad. Introdujo su reluciente linterna nueva portátil de cinco células en el bolsillo de los pantalones del uniforme, agarró la porra y se puso el gorro porque tenía las manos ocupadas y no podía llevarlo en ellas. La otra noche los oficiales de guardia estaban hablando rumorosamente cuando él entró en la sala de pasar lista. El escritorio del comandante de guardia estaba vacío. Serge se tranquilizó al comprobar que éste también llegaba con retraso y, cuando llegó al cabo de cinco minutos, Serge ya había tenido tiempo de eliminar casi todas las hilachas de su uniforme con un trozo de cinta adhesiva de cinco centímetros de ancho que siempre llevaba para casos de emergencia.

– Cuando se limpian estos uniformes varias veces, ya no hay tanto problema con las hilachas -dijo Perkins, un oficial sentado junto a un escritorio, policía desde hacía diecinueve años que ahora desempeñaba trabajos ligeros por estar recuperándose de un grave ataque cardíaco.

– Sí -dijo Serge asintiendo con la cabeza, consciente de su uniforme nuevo azul jamás limpiado, que denotaba que era un novato recién graduado de la academia la semana anterior. Él y dos compañeros suyos de clase habían sido seleccionados, pensó. Los otros oficiales eran Chacón y Medina. Había oído decir en la academia que la mayoría de los oficiales con nombres españoles terminaban en la División de Hollenbeck, pero había esperado ser una excepción. No todo el mundo identificaba el apellido Durán como de origen español. Le habían confundido con alemán e incluso irlandés, sobre todo personas que no podían creer que un mexicano pudiera ser rubio y pecoso y hablar sin asomo de acento español. Los oficiales negros no eran todos asignados a las zonas negras; le molestaba que a todos los chicanos les concentraran en Hollenbeck. Comprendía la necesidad de oficiales que hablaran español pero nadie se había molestado en averiguar si él sabía hablar español. Se habían limitado a sentenciar: "Durán a Hollenbeck"; otra víctima de un sistema.

– Ramírez -dijo el lugarteniente Jethro, dejando caer su largo cuerpo encorvado sobre la silla del escritorio y abriendo el cuaderno del horario.

– Presente.

– Anderson.

– Presente.

– Trabaja el sector Cuatro-A-Cinco.

– Bradbury.

– Presente.

– Gonsálvez.

– Presente.

– Sector Cuatro-A-Once.

Serge contestó al oír su nombre junto al de Galloway, su compañero por aquella noche, con quien no había trabajado desde su llegada a la división. Mañana domingo tenía día libre después de haber trabajado seis días y pensó que ojalá no lo tuviera. Cada noche era una nueva aventura y sonrió al comprender que pronto le agradaría disfrutar de días libres. Se cansaba de todo muy pronto. No obstante, este trabajo era más interesante que la mayoría. No podía imaginarse con sinceridad otro que le gustara más. Claro que cuando terminara los estudios tal vez pudiera encontrar algo mejor. Y entonces tuvo que volver a sonreír. Se había matriculado en dos clases nocturnas de la escuela semisuperior de Los Ángeles Este. Seis asignaturas. Sólo faltaban ciento dieciocho "y aquí estoy yo sentado y soñando con terminar los estudios", pensó.

– Muy bien, aquí están los delitos -dijo el lugarteniente tras pasar lista.

Perkins llevó la hoja en la que figuraban los nombres al teletipo de abajo para ser entregada a Comunicaciones, con el fin de que Comunicaciones del centro supiera qué coches trabajaban en Hollenbeck. Los policías abrieron sus cuadernos de notas por una hoja limpia y se dispusieron a escribir.

El lugarteniente Jethro era un hombre de piel arrugada y cetrina, con una expresión de dureza en la boca y ojos muy fríos. Serge sabía sin embargo que era el supervisor más querido de la división. Los hombres le consideraban justo.

– Ha habido un robo en el veintinueve veintidós de la Avenida Brooklyn -leyó mecánicamente-. En el restaurante Gran G. Hoy, a las nueve y media de la mañana. Sospechoso: varón, mexicano, de veintitrés a veinticinco años, metro sesenta y tres a metro sesenta y seis, setenta y cinco a ochenta kilos, cabello negro, ojos oscuros, tez clara, con camisa oscura y pantalones oscuros, llevaba arma de fuego, se llevó ochenta y cinco dólares de la registradora y también la cartera de la víctima e I.D… ¡Maldita sea, qué cochinada de descripción! -dijo de repente el lugarteniente Jethro -. De esto estábamos hablando anoche en el adiestramiento al pase de lista. ¿De qué demonios os sirve una descripción así?

– Puede que fuera lo único que consiguieron sacarle al individuo, lugarteniente -dijo Milton, el corpulento azuzador de supervisores que siempre ocupaba el último asiento de la última mesa de la sala de pasar lista y cuyas cuatro barras, que indicaban veinte años de servicio, le autorizaban a dirigir constantes ataques de fuego concentrado de artillería a los sargentos. Sin embargo, solía mostrarse poco agresivo con el lugarteniente, pensó Serge.

– Tonterías, Milt -dijo Jethro-. Este pobre bastardo de Héctor López ha sido atacado media docena de veces este año. Siempre veo su nombre en robos, hurtos y robos con escalo. Se ha convertido en una víctima profesional y siempre proporciona una perfecta descripción del sospechoso. Se debe a que algún oficial -en este caso era un oficial de guardia de día -tenía mucha prisa y no se molestó en obtener una descripción como es debido. Es un buen ejemplo de trozo de papel sin valor que de nada puede servir a los investigadores. Esta descripción se ajustaría a un veinte por ciento de los individuos que andan por las calles en este momento.

"Sólo son necesarios algunos minutos más para conseguir una buena descripción que los investigadores puedan utilizar -prosiguió Jethro -. ¿Cómo iba peinado el sujeto? ¿Llevaba bigote? ¿Gafas? ¿Tatuajes? ¿Alguna manera especial de andar? ¿Y los dientes? ¿La ropa? Hay docenas de detalles en la ropa que pueden ser importantes. ¿Cómo hablaba? ¿Tenía la voz como cascada? ¿Tenía acento español? ¿Y el arma? Este informe dice arma de fuego. ¿Qué demonios os dice esto? Sé perfectamente bien que López conoce la diferencia existente entre una automática y un revólver. ¿Estaba plateada al cromo o era acero azul? -Jethro introdujo con desagrado los papeles en el "dossier" -. Hubo montones de delitos anoche pero ninguna de las descripciones de los sospechosos valen para nada y no voy a molestarme en leerlas -. Cerró las carpetas y se reclinó en su asiento situado sobre el estrado de dos metros y medio, observando a los policías de la guardia de noche -. ¿Alguien tiene algo que decir antes de que comencemos la inspección? -preguntó.

Se produjo un murmullo al escucharse la palabra "inspección" y Serge se frotó las puntas de cada zapato contra la parte posterior de sus tobillos, molesto por el tráfico de Los Angeles que le había impedido llegar al cuartelillo con la antelación suficiente para cepillárselos.

Los ojos sin color de Jethro miraron alegremente a su alrededor unos momentos.

– Si a nadie se le ocurre nada que decir, podemos empezar la inspección. Dispondremos de más tiempo para inspec cionar más a fondo.

– Espere un momento, lugarteniente -dijo Milton con una húmeda colilla de puro entre sus pequeños dientes -. Deme un segundo, pensaré en algo.

– No te culpo por querer entretenerme, Milt -dijo Jethro -. Parece que te has limpiado los zapatos con una barra de Hershey.

Los hombres se rieron y Milton rebosó de gozo desde su asiento de la última fila de mesas de la parte posterior de la sala del escuadrón. En el transcurso de su primera noche en Hollenbeck, Milton le había dicho a Serge que la última fila de mesas pertenecía a los veteranos y que los novatos solían sentarse generalmente hacia la parte frontal de la estancia. Serge todavía no había trabajado oon Milton y lo estaba deseando. Era turbulento y agobiante pero los nombres le habían dicho que aprendería mucho con Milton, si a Milton le apetecía enseñarle.

– Una cosa antes de la inspección -dijo Jethro -. ¿Quién trabaja Cuarenta y Tres esta noche? ¿Tú, Galloway?

El compañero de Serge asintió.

– ¿Quién trabaja contigo, uno de los nuevos? Durán, ¿verdad? Controlad los planos de alfileres antes de salir. En la Avenida Brooklyn nos están matando hacia la media noche. Ha habido tres roturas de ventanas esta semana y dos la semana pasada. Más o menos a la misma hora, y se están llevando mucho botín.

Serge miró hacia las paredes que estaban cubiertas de planos idénticos de las calles de la sección de Hollenbeck. Cada plano presentaba alfileres de distintos colores, algunos para indicar robos y los multicolores para indicar si habían ocurrido por la mañana, durante el día o por la noche. En otros planos se mostraba dónde se estaban produciendo los hurtos. En otros se mostraban las localizaciones de los robos de coches y de los robos del interior de vehículos.

– Empecemos la inspección -dijo el lugarteniente Jethro.

Era la primera inspección a que se sometía Serge desde que había dejado la academia. Se preguntaba si se podrían alinear catorce hombres en la abarrotada habitación. Advirtió rápidamente que empezaban a alinearse a lo largo de la pared lateral frente a los planos de alfileres. Los hombres altos se dirigieron hacia la parte frontal de la habitación, por lo que Serge se encaminó también hacia allí situándose al lado de Bressler, que era el único oficial que superaba su estatura.

– Muy bien, creo que estáis en posición de firmes -dijo suavemente el lugarteniente a un policía del centro de la fila (pie estaba murmurando acerca de algo.

– ¡A intervalo cerrado, a la derecha!

Los policías, con las manos a lo largo de las caderas y los codos rozando al hombre que tenían a la derecha formaron la fila rutinariamente y Jethro no se molestó en comprobarla.

– ¡AI frente!

Al inspeccionarle Jethro, Serge miró fijamente hacia la parte superior de la cabeza del lugarteniente, tal como le habían enseñado a hacer en el campamento seis años antes, cuando tenía dieciocho, recién terminados sus estudios secundarios, dolorido al comprobar que la guerra de Corea había terminado antes de que tuviera ocasión de intervenir en ella y ganar varios kilos de medallas que después pudiera prendar en el hermoso uniforme azul del Cuerpo de Marina que no le proporcionaban a uno y que jamás pudo comprarse porque creció con demasiada rapidez entre las sorprendentes realidades del campamento del Cuerpo de Marina.

Jethro se detuvo unos segundos más de lo habitual frente a Rubén Gon.sálvez, un alegre mexicano de morena piel que, supuso Serge, era un veterano con diez años de antigüedad por lo menos en el Departamento.

– Cada día estás más gordo, Rubén -dijo Jethro con su voz monótona y sin sonreír.

– Sí, lugarteniente -contestó Gonsálvez y Serge aún no se atrevió a mirar la fila.

– Veo que has estado comiendo otra vez en Manuel -dijo Jethro y, con visión periférica, Serge pudo ver que el lugarteniente estaba tocando la corbata de Gonsálvez.

– Sí, señor -dijo Gonsálvez-. Las manchas que se observan por encima de la aguja son chile verde. Las otras son menudo.

Esta vez Serge se volvió un centímetro y no descubrió expresión especial alguna ni en Jethro ni en Gonsálvez.

– ¿Y tú, Milt? ¿Cuándo te cambiarás el aceite de la corbata?- dijo Jethro acercándose a lo largo de la fila hacia el veterano de cabello canoso que aparecía tan erguido que parecía un hombre alto pero, de pie a su lado, Serge supuso que no mediría más allá de un metro setenta y cinco.

– Inmediatamente después de la inspección, lugarteniente -dijo Milton y Serge miró de soslayo a Jethro que sacudió tristemente la cabeza y se dirigió hacia el final de la fila.

– Guardia nocturna. Un paso adelante… No, tal como estabais -dijo Jethro dirigiéndose hacia la parte frontal de la sala de pasar lista -. Siento tener que inspeccionaros por detrás. Alguno de vosotros tendrá plátanos o revistas de chicas metidas en los bolsillos posteriores. ¡Rompan fila!

"Conque es eso", pensó Serge recogiendo sus avíos y buscando a Galloway al que no había sido presentado. Temía que la división fuera muy rígida y no estaba seguro do poder soportar mucho tiempo una disciplina de tipo militar. Hasta ahora todo había ido bien. Estaba seguro de poder soportar indefinidamente este tipo de disciplina, pensó.

Galloway se acercó y le tendió la mano.

– ¿Durán?

– Sí -dijo Serge estrechando la mano del joven pecoso.

– ¿Cómo te llaman los amigos? -le preguntó Galloway, y Serge sonrió al reconocer la trillada frase inicial que los policías emplean con los sospechosos para averiguar los apodos que, con frecuencia, son más útiles de conocer que los nombres verdaderos.

– Serge. ¿Y tú?

– Pete.

– Muy bien, Pete, ¿qué quieres hacer esta noche? -preguntó Serge esperando que Galloway le permitiera conducir. Ya era la sexta noche que salía y todavía no había conducido.

– Acabas de salir de la última clase, ¿verdad? -le preguntó Galloway.

– Sí -dijo Serge decepcionado.

– ¿Conoces la ciudad?

– No, vivía en Chino antes de empezar a trabajar.

– Creo que será mejor que te hagas cargo de los libros, entonces. Yo conduciré, ¿de acuerdo?

– Tú eres el jefe -dijo Serge alegremente.

– No, somos iguales -dijo Galloway -. Compañeros.

Era agradable poder acomodarse en el coche-radio sin necesidad de dirigir una docena de preguntas estúpidas o de manejar torpemente sus pertrechos. Serge sabía que ya podía desarrollar perfectamente los deberes del oficial pasajero. Serge colocó su linterna y la gorra en el asiento de atrás junto con la porra, que colocó debajo del respaldo para facilitar el acceso a la misma. Le sorprendió ver a Galloway deslizar la porra debajo del respaldo del asiento frontal como una lanza, a su lado.

– Me gusta tener el palo cerca -dijo Galloway -. Me da más seguridad.

– Cuatro-A-Cuarenta y Tres, guardia de noche, cambio – dijo Serge ante el micrófono de mano mientras Galloway ponía en marcha el motor del Plymouth y abandonaba la zona de aparcamiento haciendo marcha atrás hacia la calle Primera y el sol poniente obligaba a Serge a ponerse las gafas de sol para escribir los nombres de ambos en el diario.

– ¿Qué hacías antes de empezar a trabajar aquí? -le preguntó Galloway.

– Cuerpo de Marina, cuatro años -dijo Serge al tiempo que escribía su número de orden en el diario.

– ¿Qué te parece el trabajo de policía hasta ahora? -preguntó Galloway.

– Muy bien -contestó Serge escribiendo cuidadosamente mientras el coche saltaba como consecuencia de un bache de la calle.

– Es un buen trabajo -dijo Galloway -. El mes que viene empiezo el cuarto año. Hasta ahora no puedo quejarme.

El cabello color arena y las pecas le proporcionaban a Galloway el aspecto de un muchacho de escuela secundaria. Con cuatro años en el trabajo, debía tener veinticinco por lo menos.

– ¿Es tu primer sábado por la noche?

– Sí.

– Es bastante distinto los fines de semana. Quizá veamos un poco de acción.

– Así lo espero.

– ¿Has hecho ya algo emocionante?

– Nada -dijo Serge-. He hecho algunos informes de robos. He puesto algunas multas. He agarrado a un par de borrachos y detenido a algunos infractores del código de tráfico. Todavía no he realizado ningún arresto por delito.

– Procuraremos que esta noche consigas un delito.

Galloway le ofreció a Serge un cigarrillo y éste lo aceptó.

– Gracias. Iba a pedirte que te detuvieras para sacar uno – dijo Serge encendiendo el de Galloway con su encendedor Zippo que antes había llevado aplicado un globo y un áncora de latón. Ahora no había más que un desnudo anillo metálico en el lugar del que había arrancado el emblema del Cuerpo de Marina tras haberse burlado de él un gracioso que llevaba un año y medio en el Cuerpo de Marina diciéndole que sólo los novatos llevaban Zippos con enormes emblemas pegados.

Serge sonrió al recordar cuánto deseaban los jóvenes marinos entrar en acción. Cómo restregaban y descolorían sus pantalones nuevos y mojaban sus gorros con agua de mar. No había conseguido superar todo aquello, pensó, al recordar cuán cohibido se había sentido esta noche al mencionarle Perkins las hilachas.

El incesante parloteo de la radio de la policía molestaba todavía a Serge. Sabía que le llevaría algún tiempo acostumbrarse a captar el número de su coche, Cuatro-A-Cuarenta y Tres, entre la confusión de voces que poblaban las frecuencias de la policía. Estaba empezando a reconocer las voces de algunas de las locutoras de Comunicaciones. Una parecía una vieja maestra de escuela solterona, otra una Marilyn Monroe juvenil, una tercera tenía un leve acento sureño.

– Tenemos una llamada-dijo Galloway.

– ¿Cómo?

– Dile que repita -dijo Galloway.

– Cuatro-A-Cuarenta y Tres, repita, por favor -dijo Serge con el lápiz apoyado en el bloc pegado a una plancha de metal.

– Cuatro-A-Cuarenta y Tres -dijo la maestra de escuela-, uno-dos-siete Chicago Sur, vean a la mujer, informe cuatro-cinco-nueve.

– Cuatro-A-Cuarenta y Tres, entendido -dijo Serge. Y a Galloway-: Lo siento. Todavía no puedo distinguir nuestras llamadas entre tanto ruido.

– Lleva un poco de tiempo -dijo Galloway, rodeando el aparcamiento de una estación de servicio y dirigiéndose hacia el Este, hacia la calle Chicago.

– ¿Dónde vives? -preguntó Galloway mientras Serge daba una profunda chupada al cigarrillo para terminarlo antes de llegar.

– Alhambra. Tengo un apartamento.

– Chino debe estar demasiado lejos para ir en coche, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Casado?

– No -dijo Serge.

– ¿Tus padres viven en Chino?

– No, los dos han muerto. Está allí mi hermano mayor. Y tengo una hermana en Pomona.

– Ah -dijo Galloway, mirándole como si fuera un huérfano de guerra.

– Tengo un apartamento muy bonito y todo el edificio está lleno de mujeres -dijo Serge para que su compañero de cara de niño dejara de sentirse cohibido por curiosear.

– ¿De veras? -dijo Galloway sonriendo -. Debe ser bonito ser soltero. Yo me casé a los diecinueve y no tengo idea.

Tras girar al norte y enfilar la calle Chicago, Galloway miró a Serge asombrado, mientras éste estiraba el cuello para descubrir los números de las casas en la acera Este de la calle.

– Uno veintisiete estará al Oeste -dijo Galloway -. Los números pares siempre están al Este y al Sur.

– ¿Por toda la ciudad?

– Por toda -rió Galloway-, ¿Aún no te lo había dicho nadie?

– Aún no. En todas las llamadas siempre miraba a ambos lados de la calle. Menuda estupidez.

– A veces, el oficial de más antigüedad se olvida de mencionar lo que para él resulta obvio. Mientras sigas confesando que no sabes nada, aprenderás rápido. A algunos individuos les molesta dar a entender que no saben nada.

Serge se había apeado del coche mientras Galloway estaba aplicando todavía el freno de emergencia. Sacó la porra del asiento de atrás y la introdujo en la vaina a la izquierda de su Sam Browne. Observó que Galloway dejaba la porra en el coche pero pensó que era mejor atenerse estrictamente a las reglas, de momento, y las reglas decían que había que llevar la porra.

La casa era un edificio de madera de un solo piso de un color rosa desteñido. La mayoría de las casas de Los Ángeles Este parecían desteñidas. Era una de las partes viejas de la ciudad. Las calles eran estrechas y Serge observó la presencia de muchas personas mayores.

– Entren, entren, caballeros -dijo la arrugada anciana hablando con voz nasal, vestida con un viejo traje color aceituna y con las piernas vendadas, mientras ellos franqueaban el reducido porche, guiándoles a través de un bosque de macetas de helechos y flores.

– Entren sin rodeos -dijo ella sonriendo y Serge se asombró de comprobar que tenía la boca llena de dientes auténticos. Debiera haber estado desdentada. Un carnoso bocio le colgaba del cuello.

– No es muy frecuente ver policías estos días -dijo sonriendo-. Antes conocíamos a todos los policías de la comisaría de Boyle Heights. Yo conocía los nombres de algunos oficiales, pero ya estarán retirados supongo.

Serge sonrió ante su acento de Molly Goldberg pero observó que Galloway estaba asintiendo muy serio, sentado en una vieja y crujiente mecedora frente a una chimenea alegremente pintada y sin usar. Serge olió a pescado y a flores, a moho y perfume y a pan en el horno. Se quitó la gorra y se sentó en el raído y gastado sofá con un barato tapiz oriental cubriendo el respaldo para atenuar los aguijonazos de los muelles rotos que estaba notando en la espalda.

– Soy la señora Waxman -dijo la mujer -. Hace treinta y ocho años que vivo en esta casa.

– ¿De veras? -preguntó Galloway.

– ¿Desean tomar algo? Una taza de café, quizás. ¿O un bollo?

– No, gracias -dijo Galloway.

Serge sacudió la cabeza y sonrió.

– Algunas noches de verano, yo me acercaba a la comisaría de policía a charlar con el oficial del escritorio. Había un chico judío que trabajaba allí y que se llamaba sargento Muellstein. ¿Le ha conocido usted?

– No -dijo Galloway.

– La avenida Brooklyn era importante entonces. Hubiera usted debido ver Boyle Heights. Aquí vivían algunas de las mejores familias de Los Angeles. Después empezaron a venir mexicanos y la gente se fue marchando hacia la zona Oeste. Ahora sólo se han quedado con los mexicanos las viejas judías como yo. ¿Qué piensan ustedes de la iglesia de más abajo?

– ¿Qué iglesia? -preguntó Galloway.

– ¡Ah! ¡No hace falta que me lo diga! Comprendo que tiene usted que cumplir con su trabajo.

La anciana sonrió con aire de complicidad mirando a Galloway y le guiñó el ojo a Serge.

– Se atreven a llamarla sinagoga -graznó -. ¿Se imagina?

Serge miró a través de la ventana la iluminada estrella de David que figuraba en lo alto de la primera sinagoga hebreo-cristiana situada en la esquina entre la calle Chicago y la avenida Michigan.

– ¿Ha visto lo que hay al otro lado de la calle? -dijo la anciana.

– ¿Qué? -preguntó Serge.

– La Iglesia Baptista Unida Mexicana -dijo la anciana, con un triunfante movimiento de su cabeza blanco tiza -. Sabía que iba a suceder. Yo se lo dije a ellos en los cuarenta cuando todos empezaron a marcharse.

– ¿Les dijo a quiénes? -preguntó Serge escuchando atentamente.

– Que hubiéramos podido vivir con los mexicanos. Un judío ortodoxo es como un mexicano católico. Hubiéramos podido vivir. Y ahora mire qué hemos conseguido. Ya eran una mala cosa los judíos reformados. ¿Y ahora judíos cristianos? No me haga reír. ¿Y baptistas mexicanos? Todo anda revuelto ahora. Quedamos muy pocos de los antiguos. Yo ya no salgo siquiera de mi patio.

– Creo que nos ha llamado usted por la señora Horwitz -dijo Galloway, dejando sumamente perplejo a Serge.

– Sí, es la historia de siempre. No hay quien aguante a esta mujer -dijo la señora Waxman-. Anda diciéndole a todo el mundo que su marido posee una tienda mejor que la de mi Morris. ¡Ja! Mi Morris es relojero. ¿Lo entienden? ¡Un verdadero relojero! ¡Un artesano, no un reparador de tres al cuarto!

La anciana se levantó y se adelantó gesticulando enojada hacia el centro de la habitación mientras fluía de su arrugada boca un goteo irreprimido de saliva.

– Bueno, bueno, señora Waxman -dijo Galloway acompañándola de nuevo a la silla-. Voy a ver inmediatamente a la señora Horwitz para decirle que deje de contar estas historias. Y si no lo hace, la amenazaremos con meterla en la cárcel.

– ¿Lo harían ustedes? ¿Harían eso? -preguntó la anciana -. Pero no la arresten, por favor. Asústenla nada más.

– Vamos a verla ahora mismo -dijo Galloway poniéndose el gorro y levantándose.

– Denle su merecido, denle su merecido -dijo la señora Waxman contemplando satisfecha a los dos jóvenes.

– Adiós, señora Waxman -dijo Galloway.

– Adiós -murmuró Serge, esperando que Galloway no hubiera advertido cuánto le había costado acostumbrarse a la senilidad de la mujer.

– Es una cliente habitual -le explicó Galloway, poniendo en marcha el coche y encendiendo un cigarrillo-. Creo que habré estado aquí como una docena de veces. Los viejos judíos siempre dicen "Boyle Heights", nunca Hollenbeck o L.A. Este. Aquí seconcentraba la comunidad de judíos antes de que aparecieran los chícanos.

– ¿No tiene familia? -preguntó Serge anotando la visita en el diario.

– No. Otra señora abandonada -dijo Galloway -. Preferiría que me mataran de un disparo esta misma noche antes que acabar viejo y solo como ella.

– ¿Dónde vive la señora Horwitz?

– Vete a saber. En la zona Oeste probablemente, donde se trasladaron todos los judíos con dinero. O a lo mejor ha muerto.

Serge tomó prestado otro cigarrillo de Galloway y se relajó mientras Galloway patrullaba lentamente bajo el atardecer de finales de verano. Se detuvo frente a una licorería y le preguntó a Serge qué marca fumaba y entró en la tienda sin pedir dinero. Serge comprendió que ello significaba que la licorería era la parada de cigarrillos de Galloway, o mejor dicho, del coche Cuatro-A-Cuarenta y Tres. Había aceptado aquel regalo menor al ver que todos los compañeros con quienes había trabajado se lo habían ofrecido. Sólo uno, un joven policía serio y avispado llamado Kilton, se detuvo en un sitio en el que Serge tuvo que pagarse los cigarrillos.

Galloway regresó tras haber pagado al propietario de la licorería con unos momentos de conversación intrascendente y arrojó la cajetilla de cigarrillos sobre las rodillas de Serge.

– ¿Te parece bien un café? -preguntó Galloway.

– Estupendo.

Galloway giró en U y se dirigió hacia un pequeño restaurante de la calle Cuatro. Aparcó en el pequeño aparcamiento vacío, dejó en marcha la radio de la policía y dejó abierta la portezuela para poder oír la radio.

– Hola, cara de niño -dijo la rubia platino del mostrador, que se estropeaba los ojos dibujándose unas cejas con un ángulo ridículo.

Si había alguna cosa que tuvieran los mexicanos era la cabellera, pensó Serge. ¿Por qué se habría estropeado ésta la suya con productos químicos?

– Buenas tardes, Sylvia -dijo Galloway-. Te presento a mi compañero Serge Duran.

– ¿Qué tal,güero? -dijo Sylvia, preparando dos humeantes tazas de café que Galloway no se ofreció a pagar.

– Hola -dijo Serge, sorbiendo el café caliente y esperando que aquella observación pasara desapercibida.

– ¿Güero? -dijo Galloway -. ¿Eres un chicano, Serge?

– ¿Y qué te habías creído,pendejo? -dijo Sylvia riéndose con voz ronca y dejando al descubierto un canino con funda de oro-. ¿Con un nombre como Durán?

– Qué curioso -dijo Galloway-. Desde luego pareces un irlandés.

– Es un auténticogüero, nene -dijo Sylvia dirigiéndole a Serge una sonrisa coqueta -. Casi es tan rubio como tú.

– ¿No podríamos hablar de otra cosa? -dijo Serge, molesto más por sí mismo que por aquellos dos sonrientes estúpidos. Se dijo a sí mismo que no se avergonzaba de ser mexicano, pero resultaba mucho menos complicado ser anglosajón. Y había sido anglosajón en el transcurso de los cinco años últimos. Tras morir su madre, sólo había vuelto a Chino algunas veces y una de ellas fue cuando disfrutó de un permiso de catorce días, con su hermano, para enterrarla. Se había aburrido de la monótona ciudad al cabo de cinco días y había regresado a la base, vendiendo el permiso que no había usado al Cuerpo de Marina al ser licenciado.

– Bien, es bueno tener un compañero que hable español – dijo Galloway -. Puedes ser muy útil por aquí.

– ¿Qué te hace suponer que hablo español? -le preguntó Serge, procurando que su voz sonara cordial.

Sylvia miró a Serge con extrañeza, dejó de sonreír y volvió al fregadero, disponiéndose a lavar un pequeño montón de tazas y vasos.

– ¿Eres uno de estos chícanos que no hablan español?

– dijo Galloway echándose a reír -. Tenemos otro así, se llama Montez. Le trasladaron a Hollenbeck y no habla más español que yo.

– No me hace falta. Me arreglo muy bien en inglés -dijo Serge.

– Mejor que yo, supongo -dijo Galloway sonriendo -. Si no sabes deletrear mejor que yo, nos veremos en muchos aprietos cuando tengamos que redactar informes.

Serge se tragó el café y esperó ansiosamente mientras Galloway intentaba conseguir que Sylvia volviera a hablar. Ésta sonrió ante sus chistes pero siguió junto al fregadero y miró a Serge fríamente.

– Adiós, cara de niño -dijo mientras ellos le daban las gracias por el café gratis y se marchaban.

– Es lástima que no hables bien el español -dijo Galloway mientras el sol se iba poniendo tras un brumoso resplandor del Oeste -. Con un individuo de aspecto irlandés como tú, podríamos escuchar montones de valiosa información. Nuestros detenidos jamás sospecharían que tú les habías entendido y podríamos enterarnos de toda clase de cosas.

– ¿Cuántas veces descubres coches robados? -preguntó Serge para cambiar de tema cotejando el número de una matrícula con los que figuraban en la lista.

– ¿Robados? Uno a la semana quizás. Hay muchos coches robados abandonados por Hollenbeck.

– ¿Y corriendo? -preguntó Serge -. ¿Cuántos pillas corriendo?

– ¿Corriendo? Quizás uno al mes, por término medio. Normalmente son jovenzuelos que andan violando el reglamento. ¿No eres más que medio mexicano?

"Maldita sea", pensó Serge, dando una profunda chupada al cigarrillo y comprendiendo que no podía rehuir a Galloway.

– No, soy completamente mexicano. Pero en casa no hablábamos español.

– ¿Tus padres no lo hablaban?

– Mi padre murió cuando yo era pequeño. Mi madre hablaba medio inglés y medio español. Nosotros siempre contestábamos en inglés. Yo dejé mi casa al terminar los estudios secundarios y estuve cuatro años en el Cuerpo de Marina. Salí de allí hace ocho meses. He estado alejado del idioma y lo he olvidado. De todas maneras, jamás lo supe hablar bien.

– Lástima -murmuró Galloway y pareció darse por satisfecho.

Serge se hundió en su asiento contemplando distraído las viejas casas de Boyle Heights y trató de apartar de sí una suave oleada de depresión. Sólo dos de los restantes policías con quienes había trabajado le habían obligado a explicar su nombre español. "Qué curiosa es la gente", pensó. Él nunca le preguntaba nada a la gente, nada, ni siquiera a su hermano Ángel, que había intentado por todos los medios conseguir que se quedara en Chino tras licenciarse del Cuerpo y que trabajara con él en la estación de servicio de su propiedad. Serge le dijo que no tenía intenciones de trabajar muy duro en nada y su hermano tenía que trabajar trece horas al día en su sucia estación de servicio de Chino. Hubiera podido hacerlo. Y casarse quizá con alguna fértil muchacha mexicana y tener nueve hijos y aprender a vivir de tortillas y judías porque eso es lo único que puede uno permitirse cuando hay carestía en el barrio. Bueno, pues aquí estaba trabajando en otro barrio chicano, pensó con una sonrisa torcida. Pero saldría de aquí en cuanto terminara su período de prueba de un año. La División de Hollywood le atraía, o quizá Los Ángeles Oeste. Podría alquilar un apartamento junto al mar. El alquiler sería elevado pero a lo mejor podría compartir el precio con uno o dos policías. Había escuchado hablar de las aspirantes a actrices que languidecían por las calles de la zona Oeste.

– ¿Has trabajado alguna vez en la zona Oeste? -le preguntó de repente a Galloway.

– No, sólo he trabajado en la calle Newton y aquí en Hollenbeck -contestó Galloway.

– Me han dicho que hay muchas chicas en Hollywood y L.A. Oeste -dijo Serge.

– Creo que sí -dijo Galloway y su mirada socarrona resultó ridicula en su cara pecosa.

– Se cuentan muchas historias de faldas de los policías. No sé si serán verdad.

– La mayoría lo son -dijo Galloway-. Me parece que a los policías les salen bien las cosas porque las chicas confían en uno. Quiero decir que una chica no se asusta de encontrarse con un individuo a la salida del trabajo al verle sentado en un coche blanco y negro de la policía, vestido con su imponente uniforme azul. Sabe que no serás ni un raptor ni un chiflado o algo así. Por lo menos, puede estar segura. Y esto ya es mucho en esta ciudad. Y también puede estar segura de que eres un sujeto honrado. Y, además, a algunas chicas les atrae este trabajo. Es más que un uniforme, es la misma autoridad. Hay como media docena de cazadoras de policías en todas las divisiones. Ya conocerás a alguna. Todos los policías las conocen. Hacen lo imposible por acostarse con lodos los hombres de la comisaría. Algunas son francamente guapas. ¿Todavía no has conocido a Lupe?

– ¿Quién es? -preguntó Serge.

– Es una de las cazadoras de policías de Hollenbeck. Conduce un Lincoln descapotable. No tardarás mucho en tropezarte con ella. Me han dicho que se pasa bien con ella.

Galloway volvió a mirarle de nuevo socarronamente con su cara pecosa y Serge no tuvo más remedio que echarse a reír en voz alta.

– Estoy deseando conocerla -dijo Serge.

– Probablemente hay mucho plan en Hollywood. Yo jamás he trabajado en estos sectores de lujo, de medias de seda, y no puedo saberlo. Pero casi estaría dispuesto a apostar que hay más aquí en el sector Este que en ningún otro.

– ¿Te importa que recorramos un poco la zona? -preguntó Serge.

– No, ¿dónde quieres ir?

– Demos una vuelta por las calles, por Boyle Heights.

– Un paseo de cincuenta centavos por Hollenbeck -dijo Galloway.

Serge dejó de buscar a los infractores del código de circulación y no se molestó ni una sola vez en controlar la lista de coches robados en busca del que tanto hubiera anhelado descubrir. Fumaba y se dedicó a mirar a la gente y a las casas. Todas las casas eran viejas y la mayoría de las personas eran mejicanas. La mayoría de las calles eran demasiado estrechas y Serge supuso que debían haber sido proyectadas hacía mucho tiempo, cuando nadie podía soñar que Los Ángeles fuera a convertirse en una ciudad sobre ruedas. Y cuando se dieron cuenta, la zona Este ya era demasiado vieja y demasiado pobre y las calles siguieron siendo estrechas y las casas se fueron haciendo cada vez más viejas. Serge notó que se le tensaba el estómago y sintió un inexplicable calor en la cara al ver las tiendas de segunda mano. "Ropa usada", decía el rótulo. Y la panadería llena de dulce pan, pastelillos y pasteles, generalmente demasiado aceitosos para su gusto. Y muchos restaurantes con ventanas pintadas anunciando que el menudo se servía los sábados y domingos, y Serge se preguntó cómo podría alguien comer callos y maíz machacado y caldo rojo claro. Se preguntaba sobre todo cómo había sido él capaz de comer aquello de niño pero supuso que debió ser porque tenía hambre. Pensó en su hermano Angel y en su hermana Aurora y en cómo exprimirían medio limón sobre el menudo, esparcerían orégano y echarían tortillas de maíz al caldo con mayor rapidez aún que su madre. Su padre era un tuberculoso al que apenas recordaba, un sonriente hombre de huesudas muñecas, tendido constantemente en la cama, tosiendo y oliendo mal como consecuencia de la enfermedad. Sólo produjo tres hijos y apenas nada más y Serge no podía pensar en este momento en ninguna familia de su calle con tres hijos nada más, exceptuando a los Kulaski que eran anglosajones, por lo menos eran anglosajones para los chícanos, y ahora pensó en lo ridículo que había sido llamar anglosajones a aquellos polacos. También se preguntó si sería cierto que la gran cantidad de maíz que consumían diariamente los mexicanos comiendo tortillas tres veces al día hacían los dientes bonitos. Los mexicanos así lo creían y debía ser verdad porque la mayoría de sus amigos de la infancia tenían dientes de caimán. Serge había acudido por primera vez al dentista estando en el Cuerpo de Marina donde le habían empastado dos muelas.

La noche caía ahora con mayor rapidez porque el verano casi había terminado y, mientras miraba y escuchaba, una extraña pero conocida sensación le recorrió el cuerpo. Primero fue "como un temblor en el estómago y después lo notó en el pecho y notó calor en la cara; estaba lleno de ansioso anhelo, ¿o sería, podría ser, nostalgia? Era lo único que podía hacer para evitar echarse a reír en voz alta al pensar que debía ser nostalgia porque aquello era Chino a escala ampliada. Estaba viendo la misma gente haciendo las mismas cosas que hacían en Chino y pensó qué extraño era que parte de un hombre pudiera añorar el lugar de su juventud aunque lo despreciara y a qué se debería aquello y qué consecuencias tenía. Pero, por lo menos, habían sido los únicos años inocentes de su vida y estaba su madre. Supuso que debía sentir añoranza por ella y por la seguridad que ella representaba. "Todos debemos anhelarlo", pensó.

Serge observó la deslumbrante algarabía de la carretera de San Bernardino mientras Galloway conducía en dirección Sur por Soto, de regreso a Boyle Heights. Se había producido un accidente de escasa importancia en la carretera de abajo y el tráfico había quedado detenido, al parecer. Un hombre sostenía lo que parecía un pañuelo ensangrentado contra su cara y hablaba con un agente de tráfico con casco blanco que sostenía una linterna bajo el brazo y escribía en su cuaderno de notas. "Nadie quiere crecer y verse en todo esto -pensó, mirando abajo hacia los miles de faros delanteros avanzando y hacia el achatado camión remolcador que estaba apartando los restos del vehículo -. Eso debe ser lo que uno anhela: la infancia y no la gente del lugar. Estos pobres y estúpidos chicanos -pensó-. Pobres miserables."

– ¿Tienes apetito, compañero? -le preguntó Galloway.

– Cuando te parezca -dijo Serge, dejando Chino a cinco años de distancia en el lugar del pasado que le correspondía.

– No hay muchos sitios para comer en Hollenbeck -dijo Galloway-. Y los pocos que hay no son adecuados para comer.

Serge ya había sido policía el suficiente tiempo como para saber que "sitio para comer" significaba algo más que un restaurante; significaba un restaurante en el ciue sirvieran comida gratis a los policías. Seguía molestándole aceptar comidas gratis, sobre todo teniendo en cuenta la advertencia que se les había hecho en la academia en contra de las cosas gratuitas. Pero, al parecer, los sargentos eran de otra opinión tratándose de cigarrillos, comida, periódicos y café gratis.

– No me importa pagar la cena -dijo Serge.

– Pero no tendrás nada en contra de pagar a mitad de precio, ¿verdad?

– No me importa en absoluto -dijo Serge sonriendo.

– En realidad, hay un sitio donde todo es gratis. Se llama El Soberano. Nosotros lo llamamos El Sobaco. Sabes qué significa, ¿verdad?

– No -mintió Serge.

– Significa la axila. Es un tugurio verdaderamente divertido. Una cervecería que sirve comidas. Una verdadera taberna.

– Apuesto a que sirve tacos grasientos -. Serge sonrió tristemente, consciente de cómo sería aquel lugar-. Todos bebiendo y bailando, supongo, y todas las noches un individuo siente celos de su amigo y recibimos una llamada para que vayamos a interrumpir una pelea.

– Lo has descrito perfectamente -dijo Galloway-. De la comida no sé nada, sin embargo. Por lo que sé, igual son capaces de extender un buey enfermo en el suelo a la hora de comer y cada uno se corta un bistec con su propio cuchillo.

– Entonces vayamos al tugurio de a mitad de precio -dijo Serge.

– ¡Dile que repita!-le ordenó Galloway.

– ¿Cómo?

– La radio. Acabamos de recibir otra llamada.

– Maldita sea. Perdona, compañero. Tengo que acostumbrarme a escuchar esta mezcla de ruidos. -Apretó el botón rojo del micro -. Cuatro-A-Cuarenta y Tres, repita.

– Cuatro-A-Cuarenta y Tres, Cuatro-A-Cuarenta y Tres -dijo la chillona voz que había sustituido a la maestra de escuela-. Tres-tres-siete Mott Sur, vean a la mujer, sospechoso cuatro-cinco-nueve allí ahora. Clave dos.

– Cuatro-A-Cuarenta y Tres, entendido -dijo Serge.

Galloway apretó inesperadamente el acelerador y Serge se despegó del respaldo.

– Perdona -dijo Galloway sonriendo -. A veces soy impaciente, No puedo evitar salir disparado cuando se produce una llamada cuatro-cinco-nueve. Me encanta echarles el guante a estos ladrones.

A Serge le agradó ver brillar de felicidad los ojos azules de su compañero. Pensó que ojalá las emociones del trabajo no se disiparan pronto en él. Era evidente que en Galloway no había sucedido así. Era tranquilizador. Todas las cosas del mundo parecían resultar aburridas tan pronto…

Galloway se detuvo ante un semáforo rojo, miró descuidadamente a ambos lados y rugió cruzando la calle Primera mientras un automóvil rubia que llevaba dirección Oeste chirriaba y tocaba el claxon.

– Jesús -murmuró Serge en voz alta.

– Perdona -dijo Galloway tímidamente, aminorando levemente la marcha. Dos manzanas más allá atravesó un cruce parcialmente cerrado con una señal de parada y Serge cerró los ojos pero no escuchó chirrido de neumáticos.

– No hace falta que te diga que no debes conducir así, ¿verdad? -dijo Galloway -. Por lo menos, durante el período de prueba. No puedes permitirte recibir una reprimenda de los sargentos estando de prueba.

Galloway hizo un rechinante viraje a la derecha y otro a la izquierda al llegar a la manzana siguiente.

– Si obedeciera las malditas reglas de tráfico tal como nos dicen, jamás llegaríamos a tiempo para pillar a nadie. Y supongo que me perjudico yo si sufro un accidente; por lo tanto, qué demonio.

"Y yo no me perjudico, estúpido", pensó Serge, con una mano apoyada en el tablero y la otra agarrando el asiento. Jamás se había imaginado recorrer las calles llenas de tráfico a aquellas velocidades. Galloway era un conductor temerario y estúpidamente afortunado.

Serge comprendió que no podía permitirse ganarse rápidamente la reputación de aguafiestas. Los novatos tenían que ser todo oídos y debían mantener la boca cerrada, pero aquello era demasiado. Iba a pedirle a Galloway que aminorara la marcha. Tomó esta decisión en el momento en que su sudorosa mano izquierda soltaba el asiento.

– Ésta es la calle -dijo Galloway -. Es aproximadamente a media manzana -. Apagó los faros delanteros y se deslizó silenciosamente hacia el bordillo de la acera, a varias casas de distancia de la dirección que les había sido indicada. -No cierres tu portezuela -dijo Galloway, apeándose del vehículo y echando a andar por la acera, mientras Serge se desabrochaba el cinturón de seguridad.

Serge bajó y siguió a Galloway, que llevaba zapatos con suela de goma y el llavero guardado en el bolsillo de atrás. Serge comprendió ahora el motivo al advertir que sus zapatos de suela de cuero crujían ruidosamente sobre el pavimento. Se metió el tintineante llavero en el bolsillo de atrás y caminó con la mayor suavidad posible.

Se trataba de una calle residencial poco iluminada y perdió a Galloway en la oscuridad y maldijo al advertir que había olvidado la dirección que les habían indicado. Echó una pequeña carrerilla cuando Galloway, de pie en la oscuridad de una calzada para coches, le sobresaltó.

– Ya está, hace rato que se ha ido -dijo Galloway.

– ¿Tienes una descripción? -pregunto Serge observando que la puerta lateral de aquella casa de fachada estucada estaba abierta y viendo a una menuda mujer morena con un sencillo traje de algodón junto a Galloway.

– Se ha marchado hace unos diez minutos -dijo Galloway-. La señora no tiene teléfono y no encontró a ningún vecino en casa. Ha tenido que efectuar la llamada desde la droguería.

– ¿Le ha visto?

– Llegó a casa y encontró toda la vivienda revuelta. Debe haber sorprendido al ladrón porque ha escuchado correr a alguien por el dormitorio de la parte de atrás y saltar por la ventana. Un segundo más tarde ha escuchado que un coche se ponia en marcha en la calle. No ha visto al sospechoso, ni el coche ni nada.

De repente, otros dos coches-radio se deslizaron por la calle en direcciones contrarias.

– Transmite en clave cuatro -dijo Galloway-. Diles simplemente que el cuatro-cinco-nueve ha sucedido hace diez minutos y que el sospechoso se ha marchado en un vehículo y no ha sido visto. Cuando termines, regresa a la casa y redactaremos el informe.

Serge levantó cuatro dedos en dirección a los policías de los otros coches indicando clave cuatro y que no precisaban ayuda. Al regresar a la casa tras efectuar la retransmisión, decidió que invertiría la paga correspondiente a aquel día en un par de zapatos de suela de goma, o bien se haría aplicar unas suelas de goma en los que ya tenía.

Escuchó sollozos al acercarse a la puerta lateral de la casa y la voz de Galloway desde la parte frontal de la pequeña casa.

Serge no entró en el salón durante unos momentos. Permaneció de pie y estudió la cocina que olía a cilantro y a cebolla y vio chiles jalapeños sobre el escurridero de mosaico. Recordó, al ver el paquete de tortillas de maíz, que su madre las hacía siempre en casa. Había una virgen de unos veinte centímetros de altura sobre la nevera y retratos escolares de cinco niños sonrientes y supo, sin examinarla de cerca, que la Virgen sería Nuestra Señora de Guadalupe con traje rosa y velo azul. Se preguntó dónde estaría escondido el otro santo preferido de los mexicanos. Pero Martín de Porres no estaba en la cocina y Serge entró en el cuarto de estar que era pequeño y estaba amueblado con anticuados muebles de madera clara.

– Habíamos comprado este aparato de televisión hacía muy poco -dijo la mujer que había dejado de llorar y estaba mirando la blanquísima pared junto a la que el recién cortado hilo de la antena, de unos sesenta centímetros de largo, aparecía enroscado al suelo.

– ¿Falta alguna otra cosa?.-preguntó Galloway.

– Voy a ver -dijo ella suspirando-. Sólo habíamos pagado seis plazos. Creo que tendremos que pagar el resto aunque no lo tengamos.

– Yo no lo haría -dijo Galloway-. Llame a la tienda. Dígales que se lo han robado.

– Lo compramos en la tienda de electrodomésticos de Frank. No es un hombre rico. No puede permitirse hacerse cargo de una pérdida nuestra.

– ¿Tiene seguro de robo? -preguntó Galloway.

– Sólo de fuego. Íbamos a asegurarnos contra robo. Habíamos hablado de ello no hace mucho por los frecuentes robos que se cometen por esta zona.

La siguieron al dormitorio y Serge le vio -el Bienaventurado Martín de Porres, el santo negro con su blanca túnica y su capa negra y negras manos, que les decía a los chicanos: "Mirad mi cara que no es morena sino negra y sin embargo Nuestro Señor también hace milagros para mí". Serge se preguntó si harían todavía películas mexicanas sobre Martín de Porres y Pancho Villa y otros héroes populares. Los mexicanos son muy creyentes, pensó. Católicos muy especiales en realidad. No devotos visitantes de iglesia como los italianos y los irlandeses. La sangre azteca había diluido el ortodoxo catolicismo español. Pensó en las distintas señales que había visto hacer a los mexicanos ante sus versiones particulares de la Divinidad cristiana cuando se arrodillaban con ambas rodillas en la vieja iglesia de estuco de Chino. Algunos hacían la señal de la cruz al convencional estilo mexicano, completando la señal con un beso en el pulgar. Otros repetían la señal tres veces con tres besos, otros seis veces o más. Algunos trazaban una pequeña cruz sobre la frente con el pulgar, después se tocaban el pecho y ambos hombros, volvían a los labios para trazar otra cruz, pecho y hombros otra vez y otra pequeña cruz sobre los labios seguida de diez signos en la cabeza, pecho y hombros. Le gustaba observarles, especialmente durante las Cuarenta Horas, cuando se exponía el Santísimo y, siendo él un monaguillo, se veía obligado a permanecer sentado u arrodillado al pie del altar cuatro horas seguidas hasta que venía a relevarle Mando Rentería, un delgado monaguillo que tenía dos años menos que él y que nunca llegaba a tiempo ni a la Misa ni a nada. Serge solía observarles y recordaba que cualquiera que fuera el signo que hicieran ante cualquier extraño ídolo que adoraran, y que no era desde luego el Cristo tradicional, tocaban el suelo con las rodillas cuando se arrodillaban y no simulaban una genuflexión, como había visto hacer a tantos anglosajones en iglesias mucho más elegantes en la época en que todavía se molestaba en ir a misa tras la muerte de su madre. Y contemplaban las mudas imágenes de piedra con absoluta veneración. Y tanto si iban a misa el domingo como si no, no cabía duda de que se comunicaban con un espíritu cuando rezaban.

Recordó al padre McCarthy, el párroco de la parroquia, cuando le escuchó decir a la hermana María Inmaculada, la directora de la escuela:

– No son buenos católicos, pero son muy respetuosos y creen mucho.

Serge, que era entonces aprendiz de monaguillo, se encontraba en la sacristía para recoger el sobrepelliz que había olvidado llevarse a casa. Su madre le había enviado a recogerlo porque insistía en lavar y almidonar el sobrepelliz cada vez que ayudaba a misa aunque ello fuera completamente innecesario y la prenda se estropeara pronto y tuviera que coserle otra. Serge sabía a quién se refería el padre McCarthy al hablar en plural con la alta monja irlandesa de rostro arrugado que golpeaba despiadamente las manos de Serge con una regla durante sus primeros días de asistencia a la escuela, cuando hablaba en clase o se distraía. Después, ella había cambiado bruscamente los tres últimos años, al convertirse él en un larguirucho monagillo pisándose la sotana, que era una sotana del padre McCarthy que le habían acortado un poco porque era muy alto para ser un niño mexicano, y hablaba de él en tono elogioso porque aprendía el latín con mucha rapidez y lo pronunciaba "tan maravillosamente bien". Pero era fácil porque entonces todavía hablaba un poco de español y el latín no le resultaba tan raro, menos raro de lo que le resultó el inglés durante los primeros años de escuela. Y ahora que casi se había olvidado del español, le parecía difícil creer que había habido un tiempo en que no hablaba inglés.

– ¡Ay! -gimió la mujer de repente abriendo el armario del desordenado dormitorio-. El dinero no está.

– ¿Tenía dinero? -le preguntó Galloway a la angulosa y menuda mujer morena que miraba con incredulidad a Galloway y después hacia el armario.

– Había más de sesenta dólares -gritó-. ¡Dios míol Los había dejado aquí. Justo aquí -de repente, empezó a revolver la desordenada estancia -. A lo mejor se le han caído al ladrón-. Y Serge pensó que era posible que borrara las huellas digitales de la cómoda y de los otros objetos de superficie lisa que se encontraban en el dormitorio, pero ya había aprendido también lo suficiente como para saber que, probablemente, no habría huellas puesto que los ladrones más competentes solían enfundarse las manos en calcetines o guantes o, en caso contrario, borrar las huellas. Sabía que Galloway sabía que la mujer podía destruir las pruebas pero Galloway le indicó con un gesto la sala.

– Dejémosla que se desahogue -murmuró Galloway-. El único sitio bueno para encontrar huellas es el alféizar de la ventana y eso no lo tocará.

Serge asintió con la cabeza, se quitó el sombrero y se sentó. Al poco rato, los furiosos y crujientes ruidos de la habitación fueron desvaneciéndose progresivamente y el absoluto silencio que se produjo le hizo desear a Serge que ella saliera apresuradamente y Ies dijera qué echaba en falta para poder redactar el informe y marcharse.

– Descubrirás muy pronto que nosotros somos los únicos que vemos a las víctimas -le dijo Galloway -. Los jueces y los agentes de vigilancia y los asistentes sociales y todo el mundo piensan sobre todo en el sospechoso y en cómo podrán ayudarle a desistir de hacerles a sus víctimas aquéllo en que se ha especializado, pero tú y yo somos los únicos que vemos qué les hacen a sus víctimas, inmediatamente después de habérselo hecho. Y esto no es más que un robo de menor importancia.

Tendría que rezar a Nuestra Señora de Guadalupe o al bienaventurado Martín aquella mujer, pensó Serge. O quizás a Pancho Villa. Daba igual. "Son muy creyentes estos chicanos", pensó.

5 Los centuriones

– Aquí viene Lafitte -dijo el policía de elevada estatura-. Faltan tres minutos para pasar lista, pero llegará a tiempo. Mírale.

Gus observó a Lafitte sonreírle al policía alto y después abrir su armario con una sola mano mientras con la otra se desabrochaba su camisa deportiva de color amarillo. Cuando Gus volvió a levantar los ojos tras haberse frotado por última vez los zapatos con la gamuza de dar lustre, Lafitte ya se había enfundado en su uniforme y se estaba ajustando el Sam Browne.

– Apuesto a que te lleva más tiempo ponerte el pijama por la noche que ponerte este traje azul, ¿verdad, Lafitte? -dijo el policía alto.

– La paga no empieza a contar antes de las tres de la tarde -contestó Lafitte -. No veo por qué haya que concederle al Departamento minutos extraordinarios. Al cabo de un año todo cuenta.

Gus echó una ojeada a los botones de latón del bolsillo de la chaqueta y de las charreteras de Lafitte y vio unos pequeños agujeros en el centro de las estrellas de los botones. Ello demostraba que los botones habían sido lustrados muchas veces, pensó. Había un agujero de desgaste en el centro. Contempló sus botones de latón y observó que no eran de un dorado orillante como los de Lafitte. Si llevara mucho tiempo en aquel trabajo, hubiera aprendido muchas cosas de todo aquello, pensó. Al otro lado de los armarios metálicos se encontraba la sala de pasar lista, armarios, hileras de bancos y el escritorio del comandante de guardia en la parte frontal, todo ello apretujado en una estancia de nueve por quince. A Gus le habían dicho que la antigua comisaría sería sustituida por otra nueva pasado algún tiempo, pero a el le resultaba emocionante tal como era. Era su primera noche en la División de la Universidad. Ahora no era un cadete; la academia había terminado y no podía creer que fuera Gus Plebesly el que se encontraba en el interior de aquel traje azul de lana hecho a medida, con su reluciente placa ovalada. Se acomodó en la segunda hilera de mesas contando desde el fondo. Le parecía lo suficientemente seguro. La mesa del fondo estaba casi llena de oficiales mayores y en la de la primera fila no se había sentado nadie. La segunda fila desde el fondo tenía que ser segura, pensó.

Había treinta y dos policías dispuestos a iniciar la guardia nocturna y se sintió más tranquilo cuando vio aparecer a Griggs y Patzloff, dos compañeros de clase que también habían sido enviados a la División de la Universidad desde la academia.

Griggs y Patzloff estaban hablando pausadamente y Gus consideró la posibilidad de cruzar la estancia y sentarse en su misma mesa, pero pensó que ello llamaría excesivamente la atención y, de todos modos, sólo faltaba un minuto para pasar lista. Las puertas del fondo de la habitación se abrieron y entró un hombre vestido de paisano; un corpulento policía calvo que se encontraba acomodado junto a la mesa de la última fila le gritó:

– Salone, ¿por qué no vas de uniforme?

– Guardia fácil -dijo Salone-. Trabajo en el despacho esta noche. No me pasan lista.

– Hijo de perra -dijo el policía corpulento -, ¿demasiado enfermo para acompañarme en el coche-radio? ¿Qué demonios tienes?

– Infección de las encías.

– Pero no tienes que sentarte sobre las encías, Salone -dijo el policía corpulento-. Hijo de perra. Ahora supongo que me pegarán uno de estos pequeños NO-vatos de mangas lisas.

Todos se echaron a reír y Gus enrojeció fingiendo no haber oído la observación. Entonces comprendió por qué el policía corpulento había dicho "mangas lisas". Miró por encima del hombro y observó las hileras de blancas barras de servicio que figuraban en las mangas de los policías de la última mesa, una barra por cada cinco años de servicio, y comprendió el epíteto. Se abrieron las puertas y entraron dos sargentos portando unas carpetas de papel manila y un gran tablero cuadrado en el que se leería el programa de los coches.

– Tres-A-Cinco, Hill y Matthews -dijo el sargento de frente despejada que fumaba en pipa.

– Presente.

– Presente.

– Tres-A-Nueve, Carson y Lafitte.

– Presente.

– Presente -dijo Lafitte y Gus le reconoció la voz.

– Tres-A-Once, Ball y Gladstone.

– Presente- dijo uno de los dos policías negros que se encontraban en la habitación.

– Presente- dijo el otro negro.

Gus temía que le pusieran con el policía corpulento y se alegró de escucharle decir "Presente" al serle asignado otro compañero.

Él sargento dijo finalmente:

– Tres-A-Noventa y Nueve, Kilvinsky y Plebesly.

– Presente -dijo Kilvinsky y Gus se volvió sonriendo nerviosamente al policía de cabello gris que se encontraba en la última mesa y que le devolvió la sonrisa.

– Presente, señor -dijo Gus y después se maldijo a sí mismo por haber dicho "señor". Ahora ya no estaba en la academia. Los "señor" estaban reservados a los lugartenientes y a otros oficiales de mayor graduación.

– Tenemos a tres nuevos oficiales con nosotros -dijo el sargento que fumaba en pipa-. Me alegro de que estén ustedes aquí. Soy el sargento Bridget y este rubicundo irlandés que está a mi derecha es el sargento O'TooIe. Tiene la pinta del grueso policía irlandés que aparece en todas las películas B, ¿verdad?

El sargento O'Toole esbozó una ancha sonrisa y saludó con la cabeza a los nuevos oficiales.

– Antes de que leamos los delitos, quiero hablar de la reunión con el supervisor que ha tenido lugar hoy -dijo el sargento Bridget ojeando una de las carpetas de papel manila.

Gus miró a su alrededor observando varios planos de la División de la Universidad que estaban constelados de alfileres multicolores, que supuso debían significar determinados delitos o detenciones. Pronto aprendería todos los pequeños detalles y se convertiría en uno de ellos. ¿Lo sería? La frente y los sobacos empezaron a sudarle y pensó: "No quiero pensar en eso. Es contraproducente y neurótico pensar eso. Soy tan bueno como cualquier otro. Ocupaba los primeros lugares en adiestramiento físico. Qué derecho tengo a humillarme. Me prometí a mí mismo que dejaría de hacerlo".

– Una de las cosas de que habló el capitán en el transcurso de la reunión de supervisión ha sido el control del tiempo y el quilometraje -dijo Bridget -. Quiere que nosotros os recordemos que informéis por radio del tiempo y el quilometraje cada vez que trasladéis a una mujer en un vehículo de la policía, por el motivo que sea. Una perra de la División de Newton se quejó de un policía la semana pasada. Dijo que la había conducido a un parque y había intentado forzarla. Fue fácil demostrar que había mentido porque el policía indicó el quilometraje a Comunicaciones a las once y diez cuando la recogió y volvió a señalar el quilometraje a las once y veintitrés al llegar a la Prisión Principal. El quilometraje y el control del tiempo demostraron que no era posible que la hubiera conducido al parque Elysian tal como ella afirmaba.

– Oiga, sargento -dijo un delgado y moreno policía que se encontraba en la parte de delante de la habitación -. Si el policía de la calle Newton que la mujer acusó se llama Harry Ferndale, es probable que diga la verdad. Es tan bárbaro que se acostaría con un caimán muerto e incluso con uno vivo si alguien le sujetara la cola.

– Maldita sea, Leoni -dijo el sargento Bridget sonriendo mientras los demás se reían -, tenemos algunos hombres nuevos esta noche. Vosotros debierais procurar servirles de ejemplo, por lo menos la primera noche. Lo que estoy leyendo es una cosa seria. La segunda cuestión que el capitán quiere que mencionemos es que un oficial de la calle Setenta y Siete contestó, en el transcurso de un proceso por infracción de tráfico, al preguntarle el abogado defensor del acusado qué le había llamado la atención en el coche del acusado para acusarle de giro indebido, que el acusado conducía rodeando con el brazo a una conocida prostituta negra.

La sala de pasar lista estalló en carcajadas y Bridget levantó una mano para acallarles.

– Ya sé que es divertido pero, en primer lugar, no puede tratarse un caso dando a entender que se pretendía suprimir la prostitución y no ya obligar al cumplimiento de las leyes de tráfico. Y, en segundo lugar, esta pequeña observación ha llegado hasta los oídos de la mujer del individuo en cuestión y éste se ha quejado del policía. Ya se ha iniciado la investigación.

– ¿De veras? -preguntó Matthews.

– Sí, creo que se encontraba en compañía de una ramera.

– Entonces que se vaya al cuerno -dijo Matthews y Gus observó que aquí en las divisiones los policías eran tan mal hablados como los instructores de la academia y supuso que la palabra "cuerno" debía ser una de las más frecuentemente utilizadas por los policías, por lo menos en Los Ángeles.

– En cualquier caso, el capitán ha dicho que ya basta de eso -prosiguió Bridget -y otra cosa que dice el viejo es que vosotros no debéis empujar en ninguna ocasión los coches con vuestros vehículos de la policía. Snider, de la guardia de día, le dio un empujón a un pobre motorista desamparado y golpeó el parachoques y estropeó los faros traseros de un sujeto y le abolló la capota; el muy cerdo amenaza con demandar a la ciudad si no le arreglan el coche. Por consiguiente, basta de empujar.

– ¿Y qué me dice de la carretera o cuando un coche parado está produciendo un embotellamiento? -preguntó Leoni.

– Muy bien, vosotros y yo sabemos que hay excepciones a todo en este trabajo, pero en casi todos los casos, nada de empujar, ¿de acuerdo?

– ¿Ha trabajado el capitán alguna vez por las calles? -preguntó Matthews -. Apuesto a que habrá estado desempeñando un cómodo cargo de oficina desde que entró en el Departamento.

– No hagamos observaciones personales, Mike -dijo Bridget sonriendo-. La otra cuestión se refiere a las investigaciones preliminares en casos de robo con escalo y hurto. Ya sé que vosotros no sois detectives, pero tampoco sois simples redactores de informes. Tenéis la obligación de llevar a cabo una investigación preliminar en el lugar del suceso y no limitaros a llenar unas cuantas hojas con un informe del crimen. -Bridget se detuvo y encendió la pipa de largo caño con la que había estado jugueteando-. Todos sabemos que raras veces es posible obtener huellas digitales en un arma como consecuencia de la superficie escabrosa pero, por el amolde Dios, hace un par de semanas un oficial de esta división no se molestó en preocuparse por las huellas de un arma que un sospechoso olvidó en el lugar del robo, que era una tienda de licores. Y los investigadores mantuvieron en custodia a un buen sospechoso al día siguiente pero el muy estúpido del propietario de la tienda de licores dijo que era nuevo en el negocio en esta zona de la ciudad y que no podía distinguir a un negro de otro. No hubiera podido haber solución alguna porque el oficial tomó el arma del sospechoso y estropeó las huellas que hubiera podido presentar ésta, a no ser por una cosa: que era automática. Por suerte para el oficial, porque es posible que hubiera sido castigado con dos días de suspensión por estropear un caso así.

– ¿Estaban las huellas en el seguro? -preguntó Lafitte.

– No, el oficial las borró al quitar el seguro, pero había huellas en los cartuchos. Obtuvieron parte de las arrugas de fricción de la porción central del pulgar del sospechoso en varias de las cápsulas de los cartuchos. El oficial afirmó que el propietario de la tienda había tocado primero el arma por lo que él había pensado que todas las posibilidades de obtener huellas estaban destruidas. Me gustaría saber cómo demonios lo sabía. Independientemente de quien haya tocado el arma, vosotros debéis tratarla como si tuviera huellas y notificarlo a los especialistas en huellas dactilares.

– Diles lo de la ropa -dijo el sargento O'Toole sin levantar la mirada.

– Ah, sí. En otro caso reciente, un sargento tuvo que recordarle a un oficial que recogiera las ropas que el sospechoso había utilizado para atar a la víctima. ¡Y se trataba de ropas pertenecientes al sospechoso! Podían presentar la marca de alguna lavandería o emparejarse con otras ropas que los investigadores descubrieran más tarde en las anotaciones referentes al sospechoso o en otro caso. Ya sé que sabéis todas estas cosas pero algunos de vosotros os estáis haciendo tremendamente descuidados. Muy bien, creo que no tenía que deciros nada más. ¿Alguna pregunta acerca de la reunión de supervisión?

– Sí, ¿hablan ustedes alguna vez de las cosas buenas que hacemos? -preguntó Matthews.

– Me alegro de que me lo hayas preguntado, Mike -dijo el sargento Bridget sin dejar de apretar con sus dientes el negro caño de la pipa-. En realidad, el lugarteniente ha escrito un informe en términos elogiosos acerca del coche robado que pillaste la otra noche. Ven y fírmalo.

– En dieciocho años habré pillado como unos cien -refunfuñó Matthews arrastrando pesadamente los pies mientras se acercaba a la parte frontal de la sala -pero sigo recibiendo la misma paga miserable cada dos semanas.

– Ganas casi seis billetes al mes, Mike. Deja de quejarte -dijo Bridget; y después, volviéndose hacia los demás, añadió: -Mike persiguió y dio alcance a un coche robado conducido por un maldito ladrón y le gusta que le alaben de vez en cuando al igual que a todos nosotros, a pesar de sus protestas. Vosotros los nuevos descubriréis muy pronto que si os gusta que os den mucho las gracias y que os alaben, habéis escogido mal la profesión. ¿Quieres leer los delitos, William, hijo? -le dijo al sargento O'Toole.

– Muchos delitos en la división la noche pasada pero no hay muy buenas descripciones -dijo O'Toole con un leve acento neoyorquino-. Pero hay un hecho agradable en la hoja de delitos. Cornelius Arps, el alcahuete de la Avenida Oeste, fue apuñalado por una de sus prostitutas y expiró a las tres de la madrugada en el Hospital General.

Se produjo un clamor en la estancia que sorprendió a Gus.

– ¿Qué ramera lo hizo? -gritó Leoni.

– Una que se hace llamar Tammy Randolph. ¿Alguien la conoce?

– Solía trabajar normalmente por la Veintiuna y la Oeste- dijo Kilvinsky y Gus se volvió para estudiar de nuevo a su compañero que más parecía un médico que lo que él se había imaginado que era un policía.

Observó que los mayores presentaban una expresión de dureza en la boca y que sus ojos parecían como que vigilaran las cosas, no que las miraran, sino que las vigilaran como esperando algo; debían ser imaginaciones suyas, pensó.

– ¿Cómo se lo hizo? -preguntó Lafitte.

– Jamás lo creerías -dijo O'Toole -pero el viejo constructor de canoas de la autopista ha dicho que le perforó la aorta con una hoja de nueve centímetros. Le pinchó con tanta fuerza en el costado que le seccionó una costilla y le perforó la aorta. ¿Cómo pudo hacer eso una mujer?

– No ha visto nunca a Tammy Randolph -dijo Kilvinsky con voz pausada -. Una prostituta de ochenta y cinco quilos de peso. Es la misma que tanto trabajo le dio a uno de nuestros agentes el verano pasado, ¿recuerda?

– Ah, ¿es la misma perra? -preguntó Bridget -. Bueno, pues entonces lo ha expiado quitando de enmedio a Corneáis Arps.

– ¿Por qué no le ha escrito el lugarteniente un informe elogioso como a mí? -preguntó Matthews y los hombres se echaron a reír.

– Aquí hay un sospechoso que se busca por intento de asesinato a las dos y once -dijo O'Toole -. Se llama Calvin Tubbs, varón, negro, nacido el 6-12-35, uno setenta y cinco, ochenta quilos, cabello negro, ojos oscuros, tez de color intermedio, cabello rizado, grandes bigotes, conduce un Ford descapotable modelo 1959, blanco sobre castaño, permiso John Victor David uno siete tres. Suele actuar aquí en Universidad por Normandie y Adams y por la Oeste y Adams. Ha robado a un conductor de un camión de pan y le pegó un disparo. Le han pillado en otros seis delitos, todos camiones de pan. No es difícil encontrarle y podéis pillar a este cerdo.

– La verdad, eso de robar camiones y autobuses… -dijo Matthews.

– Ya lo sabéis -dijo O'Toole mirando por encima de las gafas bifocales -. Para el buen gobierno de los hombres nuevos, debemos deciros que no es seguro conducir un autobús por esta zona de la ciudad. Los bandidos armados roban un autobús casi cada día y a veces roban también a los pasajeros. Por lo tanto, si pincháis un neumático viniendo al trabajo, será mejor que llaméis un taxi. Y los conductores de camiones de pan o cualquiera que sea un vendedor callejero son atacados también con regularidad. Sé de un conductor de camión de pan que fue atacado veintiuna veces en un año.

– Este individuo es una víctima profesional.

– Probablemente sabe más que cualquier investigador de robos -dijo Matthews.

Gus miró a los dos oficiales negros que estaban sentados el uno al lado del otro en la parte de delante, pero se reían cuando los otros lo hacían y no daban la impresión de sentirse molestos. Gus sabía que buena parte de los delitos eran cometidos por negros y se preguntó si les molestarían personalmente todas aquellas bromas. Pensó que ya debían estar acostumbrados.

– Hubo un homicidio interesante la otra noche -prosiguió OToole con su voz monótoma-. Riña familiar. Un lechuguino le dijo a su mujer que era una ramera y ella le disparó dos veces y él se cayó por el porche; entonces ella corrió al interior de la casa, fue a por un cuchillo de cocina, volvió y empezó a aserrarle la pierna; casi se la había cercenado por completo cuando llegó el primer coche-radio de la policía. Dicen que ni siquiera fue posible practicarle un análisis de sangre. El sujeto ya no tenía sangre en las venas. Tuvieron que extraérsela del bazo.

– A saber si ella sería de veras una ramera -dijo Leoni.

– A propósito -dijo el sargento Bridget-. ¿Alguno de vosotros conoce a una señorita mayor llamada Alice Hockington? ¿Que vive en la Veintiocho, cerca de Hoover?

No contestó nadie y el sargento Bridget añadió:

– Llamó anoche y dijo que la semana pasada un coche de la policía había ahuyentado a un merodeador sospechoso a requerimiento suyo. ¿Quién fue?

– ¿Por qué quiere saberlo? -preguntó una voz de bajo.

– Maldita sea, qué recelosos sois los policías -dijo Bridget sacudiendo la cabeza-. Pues entonces fastidiaos. Iba a deciros simplemente que la señora ha muerto y ha dejado diez mil dólares para los amables policías que pusieron en fuga al merodeador. ¿Alguien tiene algo que ver con eso?

– Fui yo, sargento -dijo Leoni.

– Ni hablar -dijo Matthews -, fuimos yo y Cavanaugh.

Los demás se echaron a reír y Bridget dijo:

– Bien, la señora llamó anoche. No ha muerto pero tiene intenciones de hacerlo. Ha dicho que el apuesto y alto policía de bigote negro (pareces tú, Lafitte) pase todas las tardes y compruebe si está el periódico de la tarde. Si a las cinco en punto, el periódico todavía está en el porche, significa que ella ha muerto y desea que eche abajo la puerta si sucediera tal cosa. Por el perro, dijo.

– ¿Teme que se muera de hambre o teme que no se muera? -preguntó Lafitte.

– Vuestra amabilidad es francamente conmovedora, muchachos -dijo Bridget.

– ¿Puedo seguir con los delitos u os estoy aburriendo, muchachos? -dijo O'Toole -. Intento de violación anoche, a las once y diez, tres-seis-nueve de la calle Treinta y Siete Oeste. El sospechoso despertó a la víctima tapándole la mano con la boca y diciéndole: "No se mueva. La amo y quiero demostrárselo". Acarició las partes íntimas de la víctima mientras exhibía un revólver de cinco centímetros para que ella lo viera. El sospechoso llevaba un traje azul…

– ¿Un traje azul? -preguntó Lafitte-. Parece un policía.

– El sospechoso llevaba un traje azul y una camisa de color claro -prosiguió OToole -. Era varón, negro, de veintiocho años, metro ochenta y cinco, noventa quilos, cabello negro, ojos castaños, tez de color intermedio.

– Parece exactamente igual que Gladstone. Creo que ya lo tenemos solucionado -dijo Lafitte.

– La víctima gritó y el sospechoso saltó por la ventana y fue visto subir a un coche último modelo color amarillo aparcado en Hoover.

– ¿Qué coche tienes, Gladstone? -preguntó Lafitte y el corpulento policía negro se volvió sonriendo y dijo:

– No hubiera gritado de haber sido yo.

– Cómo no -dijo Matthews-. Una vez vi a Glad en las duchas de la academia. Hubiera sido asalto con un arma mortífera.

– Asalto con un arma benévola -dijo Gladstone.

– Vamos a trabajar-dijo el sargento Bridget y Gus se alegró de que no hubiera inspección porque no creía que sus botones pasaran la prueba y se preguntó con cuánta frecuencia se realizarían inspecciones en las divisiones. No muy a menudo, supuso, a juzgar por los uniformes que veía a su alrededor y que ciertamente no se ajustaban a los cánones académicos.

Pensó que sería un ambiente tranquilo. Él también se tranquilizaría pronto. Formaría parte del mismo.

Gus permaneció de pie con su cuaderno de notas a poca distancia de Kilvinsky y sonrió al volverse éste.

– Gus Plebesly -dijo Gus estrechando la ancha y suave mano de Kilvinsky.

– Yo me llamo Andy -dijo Kilvinsky mirando desde arriba a Gus y sonriéndole.

Gus pensó que debía medir un metro noventa.

– Creo que vamos juntos esta noche -dijo Gus.

– Todo el mes. Y no me importa.

– Estaré de acuerdo con todo lo que diga.

– Eso por descontado.

– Sí, señor.

– No tienes que tratarme de usted -dijo Kilvinsky riendo-. El hecho de que tenga el cabello gris sólo significa que hace tiempo que ando por aquí. Somos compañeros. ¿Tienes un cuaderno de notas?

– Sí.

– Muy bien, tú te encargarás de las anotaciones durante la primera semana. Cuando aprendas a redactar los informes y conozcas un poco más las calles, te dejaré conducir. A todos los policías nuevos les encanta conducir.

– Lo que sea. Yo estaré de acuerdo con todo.

– Creo que ya estoy preparado, Gus. Bajemos -dijo Kilvinsky y ambos franquearon la puerta de doble hoja y bajaron la escalera de caracol de la vieja comisaría de la Universidad.

– ¿Ves estas fotografías, compañero? -dijo Kilvinsky señalándole las fotografías cubiertas de cristal de policías de la comisaría de la Universidad que habían muerto en acto de servicio-. Estos individuos no son héroes. Estos individuos tuvieron mala suerte y murieron. Dentro de poco te encontrarás cómodo y tranquilo, igual que todos nosotros. Pero no estés demasiado tranquilo. Acuérdate de los chicos de las fotografías.

– No creo que vaya a sentirme tranquilo nunca -dijo Gus.

– Claro que sí, compañero. Seguro que sí -dijo Kilvinsky-. Vamos a por nuestro blanco y negro y empecemos a trabajar.

El reducido aparcamiento estaba rebosante de uniformes azules en el momento en que la guardia nocturna relevaba a la guardia diurna, a las tres cuarenta y cinco de la tarde.

El sol calentaba mucho todavía y se podía prescindir de la corbata hasta más tarde, hacia el anochecer. Gus pensó en los gruesos uniformes azules de lana. Le sudaban los brazos y la lana era áspera.

– No estoy acostumbrado a vestir prendas tan pesadas haciendo calor -le dijo sonriendo a Kilvinsky mientras se secaba la frente con un pañuelo.

– Ya te acostumbrarás -dijo Kilvinsky acomodándose cuidadosamente en el asiento de vinilo calentado por el sol y soltando el resorte del asiento para deslizarlo hacia atrás y conseguir más espacio para sus largas piernas.

Gus colocó la lista de coches robados en un sujetador especial y escribió 3-A-99 en su cuaderno de notas para no olvidarse de quiénes eran ellos. Pensó que era extraño. Ahora era el 3-A-99. Notó que el corazón le latía apresuradamente y comprendió que estaba más excitado de lo normal. Esperó que sólo se tratara de eso: excitación. Todavía no había nada que temer.

– El agente pasajero se encarga de la radio, Gus.

– Muy bien.

– Al principio, no oirás nuestras llamadas. Esta radio te parecerá un revoltijo incoherente de conversaciones, Al cabo de cosa de una semana, empezarás a reconocer las llamadas dirigidas a nosotros.

– Claro -dijo Gus sonriendo.

– Muy bien, muchacho -dijo Kilvinsky riendo -. ¿Un poco emocionado?

– Sí.

– Estupendo. Así es como debe ser.

Al abandonar el aparcamiento, Kilvinsky giró hacia el Oeste en dirección a Jefferson y Gus bajó el visor y miró el sol parpadeando. El coche-radio olía débilmente a vómito.

– ¿Quieres que demos una vuelta por la zona? -le preguntó Kilvinsky.

– Claro.

– Casi todos los habitantes de aquí son negros. Hay algunos blancos. Y algunos mexicanos. Muchos delitos cuando hay muchos negros. Nosotros trabajamos la Noventa y Nueve. Nuestra zona es toda negra. Junto a Newton. Los nuestros son negros de la zona Este. Cuando tienen un poco de dinero, se trasladan al Oeste de Figueroa y Vermont y a veces al Oeste de la avenida Oeste. Entonces se llaman a si mismos negros de la zona Oeste y esperan que se les trate de otra manera. Yo trato a todos por igual, blancos y negros. Soy educado con todo el mundo pero no soy cortés con nadie. Creo que la cortesía implica servilismo. Los policías no tienen por qué mostrarse serviles ni excusarse con nadie por hacer su trabajo. Es una lección de filosofía que me gusta darles a todos los novatos con quienes me tropiezo. A los antiguos como yo nos gusta escucharnos hablar a nosotros mismos. Te acostumbrarás a los filósofos de los coches-radio.

– ¿Cuánto tiempo hace que estás en el Departamento? -preguntó Gus contemplando las tres barras de la manga de Kilvinsky, que significaban quince años de servicio por lo menos. Su rostro sin embargo era joven, a no ser por el cabello plateado y las gafas. Gus supuso que estaría en buena forma. Poseía un cuerpo que parecía fuerte.

– En diciembre próximo hará veinte años -dijo Kilvinsky.

– ¿Te retirarás?

– No lo tengo decidido.

Avanzaron en silencio durante algunos minutos y Gus observó la ciudad y advirtió que no sabía nada acerca de los negros. Le gustaban los nombres de las iglesias. En una esquina vio un edificio de madera de un solo piso, pintado de blanco y con un rótulo escrito a mano que decía: "Iglesia del León de Judá y del Reino de Cristo' y en la misma manzana se encontraba también la "Sagrada Iglesia Baptista Defensora" y, al cabo de poco rato vio la "Iglesia Misionera Baptista de la Cordial Bienvenida" y siguió leyendo los rótulos de las iglesias y pensó que ojalá pudiera recordarlos para decírselo a Vickic cuando llegara a casa por la noche. Las iglesias le parecieron maravillosas.

– Desde luego, hace calor -dijo Gus secándose la frente con el dorso de la mano.

– No tienes por qué llevar la tapadera estando en el coche, ¿sabes? -le dijo Kilvinsky -. Sólo cuando salgas.

– Ah -dijo Gus, quitándose inmediatamente el gorro-. Me había olvidado de que lo llevaba puesto.

Kilvinsky sonrió y canturreó en voz baja mientras recorría las calles para que Gus pudiera verlas y Gus advertía con qué deliberada lentitud conducía. Se acordaría de eso, Kilvinsky recorría las calles a cincuenta quilómetros por hora.

– Creo que ya me acostumbraré a este uniforme grueso -dijo Gus, subiéndose las mangas que cubrían sus sudorosos brazos.

– Al jefe Parker no le gustan las mangas cortas -dijo Kilvinsky.

– ¿Y por qué no?

– No le gustan los brazos vellosos ni los tatuajes. Las mangas largas son más dignas.

– Habló en nuestra clase de graduación -dijo Gus recordando la elocuencia del jefe y su perfecto inglés que tanto había impresionado a Vickie, sentada orgullosamente aquel día entre el auditorio.

– Pertenece a una clase en vías de extinción -dijo Kilvinsky.

– Me han dicho que es severo.

– Es calvinista. ¿Sabes qué es eso?

– ¿Un puritano?

– El afirma que es católico romano pero yo digo que es calvinista. No llega a ningún compromiso en cuestiones de principio. Le desprecia mucha gente.

– ¿De veras? -dijo Gus mientras leía los rótulos de los escaparates.

– Reconoce el mal nada más verlo. Sabe descubrir la debilidad de la gente. Es un enamorado del orden y de la autoridad de la ley. A veces es implacable -dijo Kilvinsky.

– Parece como si le admiraras.

– Le estimo muchísimo. Cuando él se vaya, nada será igual.

"Qué hombre tan extraño es Kilvinky", pensó Gus. Hablaba con aire ausente y, de no haber sido por su sonrisa de muchacho, Gus no se hubiera encontrado a gusto con él. Gus observó entonces a un joven negro que cruzaba el Boulevard Jefferson y estudió sus sinuosos movimientos de hombro, el balanceo de sus brazos con los codos doblados y sus grandes y elásticas zancadas y, al comentar Kilvinsky "Anda muy bien", Gus comprendió cuán profunda era su ignorancia acerca de los negros y deseó ansiosamente aprender algo de todas las personas. Si pudiera aprender y crecer un poco, sabría algo acerca de la gente cuando llevara algunos años en aquel trabajo. Pensó en los poderosos músculos de los largos brazos morenos del joven negro que se encontraba ahora a varias manzanas de distancia. Se preguntó cómo se comportaría si ambos se encontraran cara a cara en una confrontación policíaca con un sospechoso, estando él sin compañero y sin poder usar la porra y el joven negro no se dejara intimidar por su reluciente placa dorada y su traje azul. Se maldijo a sí mismo de nuevo por aquel temor subrepticio y se prometió dominarlo, pero siempre se hacía aquella promesa y, sin embargo, el miedo volvía o, mejor dicho, la perspectiva del miedo, el nervioso gruñido de su estómago, las manos pegajosas, la boca seca, pero era suficiente, suficiente para permitirle suponer que cuando llegara el momento no se comportaría como un policía.

¿Y qué sucedería si un hombre de la talla de Kilvinsky se negara a dejarse arrestar?, pensó Gus. ¿Cómo podría manejarle? Había cosas que hubiera deseado preguntar pero se avergonzaba de preguntárselas a Kilvinsky. Cosas que es posible que preguntara a un hombre de más baja estatura cuando ya le conociera, si es que llegaba a conocerle realmente. Nunca había tenido muchos amigos y en este momento dudaba que pudiera encontrar a alguno entre aquellos hombres uniformados que le hacían sentirse como un niño pequeño. Tal vez todo había sido un error, pensó. Tal vez jamás podría ser como ellos. Parecían tan fuertes y seguros de sí mismos. Habían visto cosas. Pero tal vez fueran sólo fanfarronadas. Tal vez se tratara de eso.

¿Pero qué sucedería si la vida de alguien, quizás la vida de Kilvinsky, dependiera de su conquista del miedo que jamás había conseguido realizar? Aquellos cuatro años de matrimonio trabajando en un banco, no le habían preparado para enfrentarse con todo aquello. ¿Y por qué no había tenido el valor de hablar con Vickie de cosas así? Después pensó en las veces que había permanecido tendido a su lado en la oscuridad, especialmente después de hacerse el amor, y había pensado en aquellas cosas y había rezado para tener el valor de hablarle a Vickie, pero no lo había hecho y nadie sabía que él sabía que era un cobarde. ¿Pero qué más hubiera dado que fuera un cobarde si se hubiera quedado en el banco, que era el sitio que le correspondía? ¿Por qué sabía luchar bien y era hábil en los ejercicios físicos pero perdía el valor y se achicaba cuando el otro hombre dejaba de intervenir en el juego? Una vez, en el transcurso de la clase de adiestramiento físico, estaba luchando con Walmsley y le aplicó un retorcimiento de muñeca muy fuerte, tal como el oficial Randolph les había enseñado. Walmsley se enfadó y al mirarle Gus a los ojos, el temor se apoderó de él, las fuerzas le abandonaron y Walmsley le venció con toda facilidad. Lo hizo con mala idea y Gus no ofreció resistencia a pesar de constarle que era más fuerte y dos veces más ágil que Walmsley. Pero eso formaba parte del ser cobarde, esta incapacidad de controlar el propio cuerpo de uno. ¿Es el odio lo que temo? ¿Es eso? ¿Un rostro lleno de odio?

– Vamos, abuelita, suelta el embrague -dijo Kilvinsky mientras una conductora que se encontraba delante de ellos avanzaba lentamente hacia un lado obligándoles a detenerse en lugar de encender la luz amarilla.

– Uno-siete-tres, calle Cincuenta y Cuatro Oeste -dijo Kilvinsky golpeando con la mano el cuaderno de apuntes que se encontraba entre ambos.

– ¿Cómo? -preguntó Gus.

– Hemos recibido una llamada. Uno-siete-tres, calle Cincuenta y Cuatro Oeste. Escríbelo.

– Perdona. Todavía no entiendo la radio.

– Confirma la recepción de la llamada -dijo Kilvinsky.

– Tres-A-Noventa y Nueve, entendido -dijo Gus hacia el micrófono de mano.

– Pronto empezarás a reconocer nuestras llamadas entre todo este barullo -dijo Kilvinsky -. Lleva un poco de tiempo pero lo conseguirás.

– ¿Qué clase de llamada es?

– Llamada por causa desconocida. Ello significa que la persona que ha avisado no está segura de lo que sucede, o significa que no se ha explicado bien o que no se la ha entendido bien o cualquier otra cosa. No me gustan estas llamadas. No sabes con qué vas a encontrarte hasta que llegas.

Gus observó nerviosamente los escaparates de las tiendas. Vio a dos negros, con brillante cabellera encrespada y pintorescos atuendos de una sola pieza, aparcar un Cadillac rojo descapotable frente a un escaparate que decía "Salón de Proceso Gran Rojo" y abajo, en letras amarillas, Gus leyó: "Proceso, proceso hágaselo usted mismo, Quo Vadis y otros estilos".

– ¿Cómo se llaman los peinados de estos dos hombres? -preguntó Gus.

– ¿Estos dos rufianes? Este estilo se llama simplemente proceso, hay quienes lo llaman marcel. Los viejos policías lo llaman a veces cabello chamuscado pero en los informes policiales la mayoría de nosotros utilizamos la palabra "proceso". Les cuesta un montón de dinero conservar bien unos buenos procesos como estos pero los rufianes tienen muchísimo dinero. Y un proceso es tan importante para ellos como un Cadillac. Ningún rufián que se estime podría prescindir de ninguna de estas cosas.

Gus pensó que ojalá se pusiera el sol porque entonces quizás refrescara un poco. Observó una luna creciente y una estrella por encima del blanco edificio de estudio de dos pisos que se encontraba en la esquina. Dos hombres con el cabello muy corto y con trajes negros y corbata marrón permanecían de pie ante las espaciosas puertas con las manos a la espalda y contemplaban el vehículo de la policía mientras éste avanzaba en dirección Sur.

– ¿Es una iglesia? -le preguntó Gus a Kilvinsky que no miró en ningún momento ni el edificio ni a los hombres.

– Es el templo musulmán. ¿Sabes algo de los musulmanes?

– He leído algo en los periódicos pero nada más.

– Forman parte de una secta fanática que se ha extendido recientemente por todo el país. Muchos de ellos son ex-estafadores. Todos odian a los policías.

– Parecen tan aseados -dijo Gus mirando por encima del hombro a los dos hombres cuyas caras estaban vueltas hacia el coche de la policía.

– Forman parte de lo que está sucediendo en el país – dijo Kilvinsky -. Nadie sabe todavía lo que está sucediendo exceptuando a algunas personas como el jefe. Puede que nos lleve diez años comprenderlo.

– ¿Qué está sucediendo? -preguntó Gus.

– Es una historia muy larga -dijo Kilvinsky-. Y no estoy muy seguro. Y, además, ya hemos llegado.

Gus se volvió y vio el uno-siete-tres en el buzón de correos de una verde casa de estuco con un patio delantero lleno de hojarasca.

Gus casi no vio al tembloroso viejo negro con ropa de trabajo color kaki acurrucado en una vieja silla de mimbre situada en el desvencijado porche de la casa.

– Me alegro de que hayan podido venir, oficiales -dijo poniéndose en pie, temblando y dirigiendo miradas furtivas al interior de la casa cuya puerta aparecía abierta de par en par.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Kilvinsky saltando los tres peldaños del porche, con el gorro meticulosamente colocado sobre su cabello plateado.

– Acababa de llegar cuando he visto a un hombre en la casa. No le conozco. Estaba sentado allí mirándome y me he asustado y he salido corriendo fuera y he ido a la casa del vecino y he usado su teléfono y mientras esperaba, me vuelvo, y allí estaba él sentado. Dios mío, creo que debe ser un loco. No dice nada, se queda sentado en la silla y se balancea.

Gus agarró involuntariamente la porra y jugueteó con el mango acanalado de la misma esperando que Kilvinsky decidiera qué hacer y se sintió cohibido cuando se tranquilizó al comprender la situación y ver a Kilvinsky guiñarle el ojo y decir:

– Espera aquí, compañero, en caso de que intente salir por la puerta de atrás. Por la parte de atrás hay una valla, por consiguiente tendrá que salir por delante.

Gus esperó con el viejo y al poco rato escuchó a Kilvinsky gritar:

"¡Muy bien, hijo de perra, sal de aquí y no vuelvas más!". Y después escuchó cerrarse de golpe la puerta de atrás. Entonces Kilvinsky abrió la persiana y dijo:

– Muy bien, señor, ya puede entrar. Se ha marchado.

Gus siguió al encorvado viejo que se quitó el arrugado gorro al franquear el umbral.

– Ya lo creo que se ha ido, oficiales -dijo el viejo pero sin dejar de temblar.

– Le he dicho que no volviera -dijo Kilvinsky-. No creo que vuelva usted a verle por estos alrededores.

– Que Dios les bendiga -dijo el anciano dirigiéndose hacia la puerta de atrás para cerrarla con llave.

¿Cuándo fue la última vez que bebió usted? -preguntó Kilvinsky.

– Hace un par de días -dijo el viejo dejando al descubierto, al sonreír, sus blancos dientes -. Tiene que llegarme el cheque cualquier día de éstos.

– Bien, prepárese una taza de té y procure dormir un poco. Mañana se encontrará mucho mejor.

– Gracias a todos -dijo el viejo mientras ambos se alejaban por la agrietada acera de hormigón hacia el coche. Kilvinsky no dijo nada mientras ponía el vehículo en marcha y Gus dijo finalmente:

– Estas borracheras deben ser el infierno, ¿verdad?

– Deben ser el infierno -dijo Kilvinsky asintiendo.

– Hay una cafetería un poco más abajo -dijo Kilvinsky-. Sirven un café tan malo que podría verterse en la batería cuando se para, pero es gratis y las rosquillas también.

– Por mí estupendo.

Kilvinsky aparcó en el sucio aparcamiento de la cafetería y Gus entró para pedir el café. Dejó el gorro en el coche y se sintió un veterano al penetrar con aire de seguridad en la cafetería en la que observó a un marchito hombre con aspecto de alcoholizado vertiendo indiferentemente café para dos clientes negros del mostrador.

– ¿Café? -le dijo a Gus acercándose con dos tazas de papel.

– Por favor.

– ¿Con crema?

– Sólo en uno -dijo Gus mientras el hombre del mostrador vertía el café de una jarra y colocaba las tazas sobre el mostrador; Gus trataba de encontrar la forma más diplomática de pedir rosquillas gratis. No hay que mostrarse insolente aunque se desee una rosquilla. Sería mucho más fácil pagar el café y las rosquillas, pensó, pero ello rompería la tradición y si hacía eso correría la voz de que era un perturbador. El hombre resolvió el dilema diciéndole:

– ¿Rosquillas?

– Por favor -dijo Gus aliviado.

– ¿Con chocolate o sencillas? Se me han terminado las azucaradas.

– Dos de sencillas -dijo Gus, advirtiendo que Kilvinsky no le había manifestado sus preferencias.

– ¿Quiere platillo para las tazas?

– No, ya me las arreglaré -dijo Gus y poco después pudo comprobar que aquella cadena de cafeterías hacía el café más caliente de Los Ángeles.

– Está muy caliente -dijo esbozando una ligera sonrisa por si Kilvinsky le había visto derramarse el café encima. Le sudaba la frente como consecuencia de aquel repentino destello de dolor.

– Espera a que llegue la madrugada -dijo Kilvinsky -. Algunas heladas noches de invierno hacia la una, este café te encenderá un fuego dentro y te ayudará a pasar la noche.

El sol se estaba posando en el horizonte pero todavía hacía calor y Gus pensó que una Coca hubiera sido mejor que un café, pero ya se había dado cuenta de que los policías eran bebedores de café y pensó que sería mejor que empezara a acostumbrarse, si es que iba a ser uno de ellos.

Gus sorbió el humeante café tras haberlo dejado reposar tres minutos largos encima de la capota del coche y descubrió que aún no podía resistir su temperatura; esperó y observó a Kilvinsky por el rabillo del ojo y le vio ingerir grandes tragos mientras se fumaba un cigarrillo y bajaba el volumen de la radio hasta hacerlo apenas audible, aunque para Gus resultaba demasiado bajo; de todos modos, Gus sabía que no podía identificar las llamadas dirigidas a ellos entre aquella caótica confusión de voces por lo que, si Kilvinsky podía oír, ya era suficiente.

Gus vio a un trapero agachado, vestido con sucios pantalones de tela gruesa, una rota y sucia camisa varias tallas demasiado grande para él y un casco con un agujero en un lado a través del que asomaba un mechón de su canoso cabello. Empujaba impasiblemente un carrito de la compra sin hacer caso de seis o siete niños negros que se burlaban de él y hasta que no estuvo muy cerca de Gus éste no pudo adivinar cuál sería su raza si bien suponía que era blanca por la longitud de su cabello canoso. Entonces vio que era efectivamente blanco si bien cubierto por varias capas de suciedad. El trapero se detenía junto a las grietas y hendeduras que se observaban entre y detrás de las hileras de edificios comerciales de una sola planta. Rebuscaba en los cubos de basura y entre la maleza de los solares hasta que descubría los objetos que le interesaban; el carro de la compra ya estaba lleno de botellas vacías que los niños le quitaban. Gritaban alborozados mientras el trapero intentaba golpear inútilmente sus ágiles manos con sus vellosas garras que resultaban demasiado anchas y gruesas para su extenuado cuerpo.

– A lo mejor llevaba este casco en alguna isla del Pacífico cuando se lo agujerearon -dijo Gus.

– Sería bonito creerlo así -dijo Kilvinsky -. Le proporcionaría cierto encanto al viejo trapero. De todos modos, es mejor vigilar a estos sujetos. Vimos a uno arrastrando su pequeño carrito de la compra por Vermont la víspera de Navidad robando los regalos de los coches que estaban aparcados junto a la acera. Encima tenía un montón de botellas y otros desperdicios y debajo un cargamento de regalos de Navidad robados.

Kilvinsky puso de nuevo en marcha el vehículo e inició el lento recorrido mientras Gus se sentía más tranquilo tras el café y la rosquilla que le habían calmado aquella extraña sensación que experimentaba en la ciudad. Era tan provinciano, pensó, aunque hubiera crecido en Azusa y hubiera efectuado frecuentes desplazamientos a Los Ángeles.

Kilvinsky conducía despacio para que Gus pudiera leer los rótulos de los escaparates de las droguerías y de los mercados de las cercanías que anunciaban desrizadores para el pelo, cremas blanqueadoras para la piel, acondicionadores del pelo, aceites suavizantes, ceras y pomadas. Kilvinsky le indicó un gran letrero muy mal escrito y pegado a una valla de tablas, que decía: "Lodazal" y Gus observó el rótulo profesional del escaparate de un salón de juegos que decía "Salón de Billar". Kilvinsky aparcó frente al salón y le dijo a Gus que quería mostrarle una cosa.

El salón de juegos, que Gus supuso estaría vacío siendo la hora de cenar, estaba abarrotado de hombres y mujeres negros, exceptuando a dos o tres mujeres que se encontraban descuidadamente acomodadas en una mesa junto al pequeño salón del fondo del edificio. Gus observó que una de las mujeres, de mediana edad con el cabello rojizo, se deslizó hacia el salón de atrás al verles. Los jugadores de billar no les hicieron caso y prosiguieron su competición de nueve bolas.

– Seguramente están jugando a los dados allí atrás -dijo Kilvinsky mientras Gus observaba con interés el ambiente, el pavimento lleno de mugre, seis raídas mesas de billar, dos docenas de hombres sentados o apoyados contra las paredes, el atronador tocadiscos vigilado por un gordinflón mascador de puros con una camiseta de seda azul, el olor a sudor rancio y cerveza, a cuya venta no estaba autorizado el establecimiento, humo de cigarrillos y, dominándolo todo, un agradable aroma a carne asada. Gus comprendió que, hicieran lo que hicieran en el salón de atrás, había alguien que estaba cocinando lo cual le resultaba extraño en cierto modo. Las tres mujeres tenían más de cincuenta años y todas tenían aspecto de alcoholizadas; la negra era la más delgada y aseada de las tres aunque parecía también muy sucia, pensó Gus.

– Un salón de limpiabotas o un salón de juegos es el peor sitio donde puede ir a parar una prostituta blanca por esta zona -dijo Kilvinsky siguiendo la dirección de la mirada de Gus -. Aquí está lo que quería que vieras -le dijo Kilvinsky señalándole un letrero colgacfo de la pared por encima de la puerta que conducía al salón de atrás. El letrero decía: "No se permiten bebidas alcohólicas ni narcóticos".

Gus se sintió aliviado al encontrarse de nuevo al aire libre y aspiró profundamente. Kilvinsky reinició el recorrido y Gus advirtió que ya estaba empezando a reconocer las voces de las empleadas de Comunicaciones, especialmente aquella voz profunda que solía murmurar ocasionalmente al micrófono "hola" o bien "entendido" en tímida respuesta a las voces de los policías que él no podía escuchar. Le había asombrado comprobar que las radios eran de dos líneas y no de tres aunque ya estaba bien así, pensó, porque la confusión de voces femeninas ya resultaba muy difícil de entender para que encima se le añadieran las voces de todos los coches-radio.

– Esperaré a que oscurezca para enseñarte la avenida Oeste -dijo Kilvinsky, y Gus advirtió ya la refrescante frialdad de la noche que se avecinaba aunque estaba aún muy lejos de oscurecer.

– ¿Qué hay en la avenida Oeste?

– Prostitutas. Desde luego hay prostitutas por toda esta zona de la ciudad, pero la Oeste es el centro de prostitutas de la ciudad. Se las ve por toda la calle.

– ¿No las detenemos?

– Nosotros no. ¿Por qué tendríamos que detenerlas? ¿Porque pasean por la calle? ¿Porque son prostitutas? No es ningún delito. Se las arresta cuando se las vigila y se descubren sus trucos o bien cuando, vestidos de paisano, los policías reciben de ellas un ofrecimiento de prostitución.

– No sé qué aspecto puede tener un policía secreto -murmuró Gus.

– Es posible que algún día tengas ocasión de averiguarlo- le dijo Kilvinsky-. Eres más bien de.baja estatura y… algo más dócil que los policías corrientes. Creo que serías un buen policía secreto. No pareces un policía.

Gus se imaginó allí en las calles vestido de paisano y quizás sin compañero y se alegró de que dichas labores fueran de carácter voluntario. Observó a un homosexual de piel muy morena cruzar la avenida Vernon al encenderse el semáforo verde.

– Espero que no perdamos las leyes anti-disfraz -dijo Kilvinsky.

– ¿Qué es eso?

– Las ordenanzas municipales que prohíben que un hombre se vista de mujer o viceversa. Evita que los homosexuales anden por ahí emperifollados causándonos a los policías toda clase de problemas. Me temo sin embargo que ésta es otra de las leyes que está a punto de desaparecer. Es mejor que anotes esta dirección.

– ¿Qué dirección?

– Acabamos de recibir una llamada.

– ¿De veras? ¿Dónde? -preguntó Gus aumentando el volumen de la radio y preparando el lápiz.

– Tres-A-Noventa y Nueve, repita -dijo Kilvinsky.

– Tres-A-Noventa y Nueve, Tres-A-Noventa y Nueve, un sospechoso de falsificación en el Cuarenta-uno-treinta-y-dos de Broadway Sur, vean al hombre de esta casa, clave dos.

– Tres-A-Noventa y Nueve, entendido -dijo Gus frotándose impacientemente las manos contra los muslos y preguntándose por qué Kilvinsky no conducía un poco más deprisa. Al fin y al cabo, era una llamada en clave dos.

Se encontraban sólo a tres manzanas del lugar al que correspondía la llamada pero, cuando llegaron, ya había otro coche aparcado frente al mercado y Kilvinsky aparcó separado de la acera hasta que salió Leoni y se acercó a ellos.

– El sospechoso es una mujer borracha -dijo Leoni inclinándose junto a la ventanilla de Gus-. Un individuo le ofreció diez dólares a cambio de intentar pasar un cheque por valor de ciento treinta dólares. Probablemente falsificado, pero muy bien hecho. Se utilizó una máquina de estampar cheques. La mujer ha dicho que el individuo era de mediana edad, llevaba camisa roja y era de estatura mediana. Le acababa de conocer.

– ¿Negro? -preguntó Kilvinsky.

– ¿Y qué otra cosa?

– Echaremos un vistazo por los alrededores -dijo Kilvinsky.

Kilvinsky rodeó la manzana, estudiando los coches y las personas. Gus se preguntó qué estarían haciendo porque había menos de diez hombres de estatura mediana por aquella zona y ninguno llevaba camisa roja pero, al rodear por segunda vez la manzana, Kilvinsky giró bruscamente hacia el aparcamiento de una droguería y aceleró velozmente por la calzada en dirección a un hombre que se estaba dirigiendo hacía la acera. Kilvinsky apretó los frenos y saltó fuera antes de que Gus se hubiera dado cuenta de que se había detenido.

– Un momento -le dijo Kilvinsky al hombre que seguía andando-. Deténgase.

El hombre se volvió y miró asombrado a los dos policías. Llevaba una camisa a cuadros marrones y un sombrero de fieltro negro con una gran pluma amarilla. No era de mediana edad ni de estatura mediana, sino que debía tener unos treinta y tantos años, pensó Gus, y era alto y fornido.

– ¿Qué quieren ustedes? -preguntó el hombre y Gus advirtió que tenía una profunda cicatriz que le cruzaba la cara y que a primera vista no era fácil de descubrir.

– Su identificación, por favor -dijo Kilvinsky.

– ¿Para qué?

– Se lo explicaré inmediatamente pero primero permítame ver su tarjeta de identidad. Acaba de suceder algo.

– Ah -dijo el hombre haciendo una mueca -y yo soy sospechoso, ¿verdad? Soy negro y por eso soy sospechoso, ¿verdad? El hombre negro es siempre un delincuente para ustedes, ¿verdad?

– Mire a su alrededor -dijo Kilvinsky adelantándose de una gran zancada -, ¿ve a alguien que no sea negro, exceptuando a mi compañero y a mí? Si le he escogido a usted es porque tengo buenas razones para hacerlo. Saque esta maldita tarjeta porque no tenemos tiempo que perder.

– Muy bien, oficial- dijo el hombre-, no tengo nada que ocultar, pero es que la PO-licía me fastidia constantemente cada vez que salgo a la calle y yo soy un trabajador. Trabajo cada día.

Kilvinsky examinó la tarjeta de la seguridad social y Gus pensó en cómo le había hablado Kilvinsky al hombre. Su cólera era profunda y con su estatura había atemorizado al negro, y Kilvinsky había hablado como un negro, exactamente igual que un negro, pensó Gus.

– Esta tarjeta no sirve, hombre -dijo Kilvinsky -. ¿Tiene alguna otra cosa con las huellas digitales o una fotografía suya? ¿Tiene quizás un permiso de conducir?

– ¿Y para qué necesito un permiso de conducir? Yo no conduzco.

– ¿Por qué se le ha detenido?

– Por jugar, infracciones del tráfico, sospechoso una o dos veces.

– ¿Falsificación?

– No, señor.

– ¿Fraude?

– No, señor. Yo juego un poco, pero no soy un delincuente, no miento.

– Sí miente -dijo Kilvinsky-. Tiene la boca seca; se está pasando la lengua por los labios.

– Maldita sea, hombre, cuando los trajes azules me detienen, siempre me pongo nervioso.

– El corazón le está latiendo muy fuerte -dijo Kilvinsky apoyando una mano sobre el pecho del hombre -. ¿Cuál es su verdadero nombre?

– Gandy. Woodrow Gandy. Tal como dice la tarjeta -dijo el hombre que ahora estaba evidentemente nervioso.

Movía los pies y no podía controlar su rosada lengua que humedecía a cada momento sus oscuros labios.

– Entre en el coche, Gandy -dijo Kilvinsky -. Hay una vieja borracha al otro lado de la calle. Quiero que le eche un vistazo.

– ¡Oiga, esto es un engaño! -dijo Gandy mientras Kilvinsky le ayudaba a acomodarse-. ¡Es un engaño y una trampa!

Gus observó que Gandy sabía dónde tenía que sentarse en el coche de la policía; Gus se sentó detrás de Kilvinsky y extendió la mano para cerrar la portezuela del lado de Gandy.

Regresaron de nuevo al banco y encontraron a Leoni sentado en su cocho radío junto a una negra mal vestida y legañosa de unos cuarenta y tantos años que miró a través de la ventanilla del coche de Leoni hacia Gandy cuando Kilvinsky pasó a su lado.

– Éste es. ¡Éste es el negro que me ha metido en este lío! -gritó y después le dijo a Gandy-: Sí, tú, tú, bastardo, allí de pie hablando con todo el mundo y diciéndome que podría ganar fácilmente diez dólares y que eras muy inteligente, tú, negro, hijo de perra. Es ése, oficial, le he dicho que sería su testigo y lo digo en serio, no miento. Le he dicho que tenía el morro grande como Chita. Es éste. Que me muera si no digo la verdad.

Gandy se apartó de la borracha y a Gus le molestaron las palabras de ésta pero Gandy no parecía haberse molestado y Gus se asombró de comprobar cómo eran capaces de humillarse entre sí. Supuso que lo habrían aprendido de los blancos.

Ya eran más de las nueve cuando condujeron finalmente a Gandy al despacho de la prisión de Universidad. Era una prisión anticuada que parecía una mazmorra. Gus se preguntó cómo debían ser las celdas. Se preguntó por qué no le quitarían a Gandy los cordones de los zapatos tal como había visto hacer en las películas pero recordó haberle oído decir a un policía de la academia que no puede evitarse que cometa un suicidio un hombre que lo desee realmente, y después haberle oído describir la muerte de un prisionero que se ató las cintas de una funda de almohada alrededor del cuello y después alrededor de los barrotes de la puerta. El hombre saltó hacia atrás y se rompió el cuello y el policía señaló que las muertes en prisión provocaban toneladas de papeleo y eran muy poco consideradas para con el muerto. Desde luego todo el mundo se había echado a reír tal como suelen hacer los policías ante el humor negro o los intentos de humor. Por encima del escritorio del oficial había un letrero que decía: "Ayude a la policía local. Sea un delator", y una lanza de juguete de unos noventa centímetros de largo decorada con símbolos africanos y coloreadas plumas. Tenía una hoja de goma por encima de la cual podía leerse: "Examine detenidamente a los prisioneros". Gus se preguntó si los policías negros se sentirían molestos por todo aquello y, por primera vez en su vida, fue agudamente consciente de los negros en general y adivinó que iba a serlo mucho más de ahora en adelante porque pasaría buena parte del tiempo entre ellos. No estaba triste, sentía interés pero también sentía miedo de ellos. Pero, en realidad, tendría miedo también entre otras personas y entonces pensó qué hubiera sucedido si Gandy se hubiera resistido a dejarse arrestar y Kilvinsky no hubiera estado con él. ¿Hubiera podido manejar a un hombre como Gandy?

Mientras el oficial del despacho escribía a máquina, Gus pensó en Gus hijo, de tres años, y su fuerte tórax. Gus sabía que iba a ser un muchacho fornido. Ya podía arrojar una pelota de baloncesto hasta el centro del salón y éste era su juego favorito a pesar de haber roto ya uno de los jarrones preferidos de Vickie. Gus recordó claramente los juegos con su propio padre aunque no había vuelto a verle tías el divorcio. Recordaba sus bigotes entrecanos y las grandes y duras manos que le echaban al aire hasta que él apenas podía respirar de risa. Se lo describió a su madre cuando tenía doce años y vio cuán triste se había puesto. Jamás volvió a mencionar a su padre y desde entonces se mostró más amable con su madre porque tenía cuatro años más que John y ella le decía que era su hombrecito. Gus pensó que estaba muy orgulloso de haber empezado a trabajar de niño para contribuir a la manutención de los tres. Ahora ya no sentía orgullo y le resultaba muy difícil apartar cincuenta dólares al mes para ella y John, ahora que él y Vickie estaban casados y tenían familia propia.

– ¿Dispuesto a que nos marchemos, compañero? -le preguntó Kilvinsky.

– Claro.

– ¿Estabas soñando?

– Sí.

– Vamos a comer ahora y más tarde escribiremos el informe de la detención.

– Muy bien -dijo Gus alegrándose ante esta idea-. No estarás demasiado enfadado para comer, ¿verdad?

– ¿Enfadado?

– Por unos momentos pensé que te ibas a comer vivo al sospechoso.

– No estaba enfadado -dijo Kilvinsky mirando a Gus asombrado mientras se encaminaban hacia el coche -. Es mi manera de actuar. Cambio las palabras de vez en cuando, pero siempre uso la misma canción. ¿Ya no enseñan interrogación en la academia?

– Yo creía que estabas perdiendo los estribos.

– Ni hablar. Me imaginé que se trataba de un individuo que sólo respetaba la fuerza bruta y no la educación. No puede utilizarse la misma técnica con todo el mundo. Es más, si lo haces con algunos sujetos, es posible que te encuentres tendido boca arriba. Me imaginé que se calmaría si yo hablaba su idioma y lo hice. Tienes que captar rápidamente el carácter del sospechoso y decidir cómo vas a hablarle.

– Ah -dijo Gus-. ¿Pero cómo sabías que era el sospechoso? No se parecía a la descripción. Ni siquiera llevaba una camisa roja.

– ¿Cómo lo sabía? -murmuró Kilvinsky -. Vamos a ver. Tú nunca has asistido a un juicio, ¿verdad?

– No.

– Bien, tendrás que empezar por contestar a las preguntas: "¿Cómo lo sabías?". Sinceramente, no sé cómo lo sabía. Pero lo sabía. Por lo menos, estaba muy seguro. La camisa no era roja pero tampoco era verde. Era un color que se podía calificar de rojo por parte de una borracha de ojos enturbiados. Era un marrón oxidado. Y ya era casualidad que Gandy se encontrara en el aparcamiento. Tenía una apariencia demasiado fría y daba demasiado la sensación de "No tengo nada que ocultar" cuando yo pasaba y me fijaba en todos los que pudieran ser aquel individuo. Y cuando volví a pasar, se había trasladado al otro lado del aparcamiento. Aún estaba andando cuando yo giré la esquina pero, al vernos, se detuvo para dar a entender que no huía. No tiene nada que ocultar. Ya sé que esto no significa nada en sí pero son pequeños detalles. Te digo que losabía.

– ¿Instinto?

– Creo que sí. Pero no lo diría ante un tribunal.

– ¿Tendrás problemas ante los tribunales por este caso?

– No. No es un caso de búsqueda y captura. Si se tratara de un caso de búsqueda y captura, la intuición y todas estas pequeñas cosas no serían suficiente. Perderíamos. A no ser que estiráramos la verdad.

– ¿Tú estiras la verdad alguna vez?

– No. No me importa tanto la gente en general, como para sentirme emocionalmente interesado. Me importa un comino si fracaso con el mismo Jack el Destapador y le pierdo en una búsqueda equivocada. Mientras el muy cerdo no me moleste a mí, no me preocupo. Algunos policías son como ángeles vengadores. Tienen a un verdadero animal que ha perjudicado a mucha gente y están dispuestos a demostrar su culpabilidad aunque ello signifique mentir ante los tribunales, pero yo creo que no merece la pena. La gente no se merece que corras el riesgo de ser acusado de perjurio. Y de todas maneras el sujeto volverá a la calle. Hay que ser tranquilo. No molestarse. Así es cómo se hace este trabajo. Entonces puede uno estar seguro. Recibe uno el cuarenta por ciento al cabo de veinte años y con la familia, si aún la tiene, vive feliz. Y se va a Oregón o Montana.

– ¿Tienes familia?

– Ahora estoy solo. Este trabajo no permite establecer relaciones familiares permanentes, según dicen los consejeros matrimoniales. Creo que ocupamos los primeros lugares en las clasificaciones de suicidios.

– Espero poder hacer este trabajo -dijo Gus bruscamente, sorprendiéndose ante el tono de desesperación de su propia voz.

– El trabajo de la policía es de sentido común en un setenta y cinco por ciento. Esto es lo que hace a un policía, el sentido común, y la habilidad de tomar decisiones rápidas. Tienes que cultivar estas habilidades o marcharte. Aprenderás a apreciarlas en tus compañeros policías. Muy pronto sentirás lo mismo con respecto a tus amigos de la logia o la iglesia o a tus vecinos, porque no podrán compararse con policías en este aspecto. Podrás llegar a una rápida solución en cualquier clase de situación extraña porque es cosa que tendrás que hacer cada día y te enfadarás con tus viejos amigos si no lo hacen así.

Gus observó que ahora que estaba llegando la noche, las calles se estaban poblando de gente, gente negra, y las fachadas de los edificios resplandecían. Parecía como si cada manzana tuviera por lo menos un bar o una tienda de licores y todos los propietarios de las tiendas de licores eran blancos. Le parecía a Gus que ahora no se distinguían las iglesias, sólo bares y tiendas de licores abarrotadas de gente. Observó a ruidosas muchedumbres alrededor de los tenderetes de hamburguesas, tiendas de licores, algunas entradas de determinados edificios de apartamentos, aparcamientos, tenderetes de limpiabotas, tiendas de discos y un lugar sospechoso cuyos escaparates anunciaban que se trataba de un "Club Social". Gus observó la mirilla de la puerta y pensó que ojalá pudiera encontrarse dentro sin ser visto, y su curiosidad fue más intensa que el miedo.

– ¿Qué te parecería un poco de comida "soul", hermano? -le preguntó Kilvinsky con acento negro, mientras aparcaba frente a un pulcro restaurante de la Normandie.

– Probaría cualquier cosa -dijo Gus sonriendo.

– El Gordo Jaek hace el mejor gumbo [1] de la ciudad. Montones de gambas y cangrejos y pollo y quingombó, con arroz y muchas hierbas aromáticas de allí abajo. Auténtico gumbo de Luuus-iana.

– ¿Eres del Sur?

– No, pero me gusta la comida -dijo Kilvinsky y sostuvo la puerta mientras entraban en el restaurante. Muy pronto les sirvieron una enorme escudilla de gumbo y a Gus le gustó la forma en que el Gordo Jack dijo: "Está lleno de gambas esta noche". Vertió un poco de salsa picante sobre el gumbo a pesar de ser éste ya muy fuerte, pero estaba delicioso, hasta los cuellos de pollo picados y las pinzas de los cangrejos que había que coger y chupar. Kilvinsky se vertió más cucharadas de salsa picante sobre el fuerte atole y se comió medio cuenco de pan de maíz. Pero todo se estropeó un poco porque ambos dejaron un cuarto de dólar de propina para la camarera y nada más y Gus se sintió culpable por haber aceptado comida gratis y se preguntó cómo podría explicárselo a un sargento. Se preguntó si el Gordo Jack y la camarera les llamarían gorrones…

A las once de la noche, mientras recorrían las oscuras calles al Norte de la avenida Slauson, Kilvinsky dijo:

– ¿Estás dispuesto a trabajar con la furgoneta?

– ¿Con qué?

– Le he preguntado al sargento si podíamos sacar la furgoneta esta noche para hacer una redada de prostitutas y me ha dicho que si el ambiente estaba calmado, de acuerdo, y hace media hora que no escucho ninguna llamada de radio en la División de Universidad, por consiguiente, vayamos a por la furgoneta. Creo que te resultará instructivo.

– No parece que haya muchas prostitutas por aquí -dijo Gus-. Había aquellas dos en Vernon y Broadway y la que me has señalado en la Cincuenta y Ocho, pero…

– Espera a ver la Avenida Oeste.

Al llegar a la comisaría, Kilvinsky le indicó una furgoneta azul estacionada en el aparcamiento de la comisaría a uno de cuyos lados podía leerse en letras blancas "Departamento de Policía de Los Ángeles". La parte de atrás no tenía ventanilla y había dos bancos adosados a ambos lados de la furgoneta. Una pesada plancha de acero separaba a los pasajeros de la parte delantera del vehículo.

– Vamos a decirle al jefe que salimos con la furgoneta -dijo Kilvinsky y al cabo de unos quince minutos de demora en el transcurso de los cuales Kilvinsky se dedicó a bromear con Candy, la policía del escritorio, se acomodaron en la furgoneta que bajó rugiendo por el Boulevard Jcffcrson como un rinoceronte azul. Gus pensó que iba a molestarle mucho ir sentado en el banco de madera de la parte de atrás.

Kilvinsky giró al Norte hacia la avenida Oeste y no habían pasado todavía dos manzanas cuando Gus se sorprendió a sí mismo contando a las vagabundas y ondulantes mujeres llamativamente vestidas que paseaban por las aceras siguiendo el tráfico de tal manera que los coches pudieran aproximarse al bordillo. Los bares y restaurantes de la Oeste y de las cercanías estaban atestados de gente y había una formidable flota de Cadillacs descapotables en el aparcamiento de la "Casbah del Punto Azul de McAfee".

– La alcahuetería es muy rentable-dijo Kilvinsky señalándole los Cadillacs -. Hay demasiado dinero en el negocio de mujeres. Sospecho que por eso no está legalizado en muchos países. Demasiados beneficios y sin control alguno. Los alcahuetes llegarían muy pronto a dominar la economía.

– ¡Dios mío, pues aquí parece legal! -dijo Gus observando las pintorescas figuras de ambos lados de la Oeste asomadas a las ventanillas de coches aparcados, de pie en grupos o bien sentadas en las vallas bajas de delante de las residencias. Gus observó que las prostitutas miraban preocupadas la furgoneta azul mientras ésta se dirigía rugiendo hacia el Boulevard Adams.

– Creo que es mejor pasar por la Oeste una vez para que vean que la furgoneta ha salido. Si se quedan en la calle las recogeremos. Por aquí anda en juego un montón de dinero, ¿eh?

– Ya lo creo -dijo Gus observando a una prostituta increíblemente rolliza, de pie en una esquina de la Veintisiete. Le asombró comprobar lo bonitas que eran algunas de ellas y vio que todas llevaban bolso.

– Llevan bolso -dijo Gus.

– Sí -dijo Kilvinsky sonriendo -. Simplemente de adorno. Altos y afilados tacones, bolso, faldas cortas o bien pantalones ajustados. Es el uniforme del día. Pero no te preocupes, no llevan nada en el bolso. Todas las mujeres de esta zona llevan el dinero en el sujetador.

Al llegar al Boulevard Washington, Kilvinsky dio la vuelta.

– Había veintiocho prostitutas en la avenida -dijo Gus-. ¡Y creo que me olvidé de contar unas cuantas al principio!

– La gente de aquí tendría que terminar con esto -dijo Kilvinsky encendiendo un cigarrillo e introduciéndolo en una boquilla de plástico-. Los jueces las retienen algún tiempo y después les permiten salir. Conozco a una prostituta con setenta y tres detenciones. El tiempo más prolongado de encierro que ha cumplido han sido seis meses en dos ocasiones distintas. Por otra parte, esta furgoneta de prostitutas es completamente ilegal.

– ¿Qué hacemos con ellas? ¿Dónde las llevamos? Me lo estaba preguntado.

– A dar un paseo, nada más. Las recogemos y les damos una vuelta durante cosa de una hora y las llevamos a la comisaría y comprobamos si disponen de permiso de salida y después las soltamos. Cualquier día de estos nos impedirán hacerlo pero, de momento, da resultado. A las chicas les molesta que las recoja la furgoneta. Vamos a coger a estas dos.

Gus al principio no vio a ninguna pero después observó un movimiento en la sombra junto a la cabina telefónica de la esquina de la calle Veintiuno y a dos muchachas con trajes azules que se dirigían hacia el Oeste por la Veintiuna. Hicieron caso omiso del "Buenas noches, señoras" de Kilvinsky hasta que ambos policías se apearon del vehículo y mantuvieron abierta la portezuela posterior de la furgoneta.

– Mierda, Kilvinsky, siempre me coges a mí -dijo la más joven de las dos, una muchacha amarilla con peluca rojiza que a Cus le pareció que quizá era más joven aún que él.

– ¿Quién es el nene? -preguntó la otra señalando a Gus y pareciendo resignarse a subir a la parte posterior del vehículo.

Se arremangó el ajustado traje de raso azul hasta las caderas para poder subir.

– Échame una mano, nene -le dijo a Gus pero sin extender la mano-. Agárrame por el trasero y empuja.

Kilvinsky masticó la boquilla y observó a Gus con aire divertido y Gus contempló las firmes posaderas sin bragas de la mujer que parecían un oscuro melón con una raja cortada. La tomó por la cintura y la levantó mientras ella gritaba y se reía y Kilvinsky reía entre dientes al tiempo que cerraba la doble portezuela y ambos subían a la parte delantera.

La próxima mujer la recogieron en Adams, pero ya no había muchas porque todas sabían que la camioneta había salido; no obstante recogieron a otras tres en la Veintisiete, una de las cuales maldijo a Kilvinsky porque la noche anterior había habido otro que también la había recogido y ahora le tocaba otra vez, dijo.

Una vez en la furgoneta, las prostitutas empezaron a charlar y reír alegremente. A Gus le pareció que algunas de ellas se alegraban de haber sido rescatadas de las calles y Kilvinsky le aseguró que era cierto cuando Gus se lo preguntó porque su trabajo era muy peligroso y difícil, con tantos ladrones y sádicos como andaban sueltos siguiendo a las prostitutas. Los rufianes no las protegían gran cosa, exceptuando la protección que les dispensaban contra otros rufianes que trataban constantemente de aumentar sus cuadras.

El policía alto que había estado hablando con Lafitte en el cuarto de los armarios estaba de pie con su compañero en la Veintiocho al lado de la portezuela abierta de su coche-radio hablando con dos prostitutas. El alto les señaló el bordillo.

– Tengo dos para ti, Andy -dijo el policía alto.

– Sí, tendrían que hacerte sargento por eso, demonio de ojos azules -dijo una mujer de piel parda que lucía un peinado natural y un severo traje negro de falda corta.

– No le gustas, Bethel -le dijo Kilvinsky al policía alto.

– No sabe cómo se habla a una mujer -dijo la chica -. A nadie le gusta este cochino demonio.

– Yo no veo a ninguna mujer -dijo Bethel-, no son más que dos prostitutas.

– La prostituta es tu mujer, bastardo -le gritó la chica doblando la cintura e inclinándose hacia adelante -. Ella se acuesta a cambio de cacahuetes. Yo gano doscientos dólares al día por acostarme con vosotros, miserables cerdos irlandeses. Tu mujer es la verdadera prostituta.

– Entra en la furgoneta, perra -dijo Bethel, empujando a la mujer por la acera; Gus la sostuvo para evitar que cayera.

– Ya os arreglaremos las cuentas algún día, blancos -dijo la chica sollozando-. ¡Demonio! Nunca siento nada con vosotros, demonios de ojos azules, ¿te enteras? ¡No siento nada. Vosotros, cochinos irlandeses, nunca me hacéis sentir nada con vuestras miserables agujas. No vas a conseguir nada empujándome, ¿lo oyes?

– Bueno, Alice, sube, por favor -dijo Kilvinsky sosteniendo el brazo de la chica mientras ésta subía gimiendo.

– Aquel cochino no sabe hablar con nadie -dijo una voz en la oscuridad de la furgoneta -. Se cree que la gente son perros o algo así. Nosotros somos unas señoras.

– Todavía no nos conocemos -dijo Bethel ofreciéndole la mano a Gus que se la estrechó mirando los grandes ojos castaños de Bethel.

– Es toda una experiencia -dijo Gus con voz vacilante.

– Es un camión efe basura -dijo Bethel -. Pero en realidad, no es tan malo. Debieras trabajar en la División de Newton…

– Tenemos que marcharnos, Bethel -dijo Kilvinsky.

– Una cosa, Plebesly-dijo Bethel-, por lo menos, trabajando aquí, nunca te tropiezas con nadie más inteligente que tú.

– ¿También tengo que subir a la camioneta? -preguntó la segunda chica y Gus advirtió por primera vez que era blanca. Lucía una peluca negra con un peinado alto y sus ojos eran muy oscuros. Estaba muy bronceada pero no cabía duda de que se trataba de una mujer blanca y Gus pensó que era extraordinariamente bonita.

– Tu viejo es Eddie Simms, ¿no es cierto, negra? -le susurró Bethel a la chica a la que agarraba por el brazo-. Le das todo el dinero a un negro, ¿verdad? Harías cualquier cosa por este chico de pelo aceitoso, ¿verdad? Pues esto te convierte en una negra, ¿no es verdad, negra?

– Entra en el coche, Rose -dijo Kilvinsky tomándola por el brazo pero Bethel le dio un empujón y ella perdió el bolso y fue a caer pesadamente sobre Kilvinsky, que soltó una palabrota y la ayudó a subir a la furgoneta con su ancha mano mientras Gus le recogía el bolso.

– Cuando lleves más tiempo en este trabajo, aprenderás a no maltratar al prisionero de otro oficial -le dijo Kilvinsky a Bethel mientras subía a la furgoneta.

Bethel se quedó mirando a Kilvinsky unos momentos pero no le dijo nada, dio la vuelta, entró en su coche y se encontró rugiendo a mitad de la Oeste antes incluso de que Kilvinsky hubiera puesto en marcha el motor.

– Tiene muchas dificultades este muchacho -dijo Kilvinsky-. Sólo lleva dos años en el Departamento y tiene ya muchas dificultades.

– Oye -dijo una voz desde la parte de atrás del vehículo mientras saltaban y avanzaban a sacudidas por la Jefferson y empezaban un paseo sin rumbo para molestar a las prostitutas-. Hacen falta unos cojines aquí detrás. Hay muchos baches.

– El cojín ya lo llevas puesto, nena -dijo Kilvinsky y varias mujeres se echaron a reír.

– Oye, cabello de plata, ¿qué te parece si nos dejaras por Vermont o algún otro sitio parecido? -dijo otra voz-. Tengo que ganar un poco de dinero esta noche.

– Kilvinsky tiene alma -dijo otra voz -. Nos daría hasta un poco de whisky si se lo pidiéramos como es debido. Usted tiene alma, ¿verdad, señor Kilvinsky?

– Nena, tengo tanta alma que no la puedo controlar -dijo Kilvinsky y las mujeres se echaron a reír.

– También sabe decir cochinadas -dijo una voz profunda que parecía la de la chica que había maldecido a Bethel.

Kilvinsky aparcó frente a una licorería y gritó por encima del hombro:

– Sacad el dinero y decidme qué queréis. -Y después le dijo a Gus -: Quédate en la furgoneta. Vuelvo en seguida.

Kilvinsky rodeó el vehículo y abrió la portezuela posterior.

– Un dólar cada una -dijo una de las chicas y Gus escuchó ruido de ropa y de papel y tintineo de monedas.

– Dos litros de leche y un cuarto de whisky. ¿Os parece bien?-preguntó una de las chicas; y varias voces. susurraron: -Sí.

– Dadme dinero suficiente para los vasos de papel -dijo Kilvinsky-. No voy a poner yo el dinero.

– Nene, si te quitaras este traje azul, no tendrías que preocuparte por el dinero -le dijo la que se llamaba Alice-. Yo te mantendría siempre, hermoso demonio de ojos azules.

Las chicas se echaron a reír ruidosamente mientras Kilvinsky cerraba la portezuela y entraba en la licorería, saliendo al cabo de poco rato con una bolsa.

Abrió la portezuela de atrás y les entregó la bolsa y regresó a la parte delantera; cuando ya se habían puesto en marcha, Gus escuchó cómo vertían el whisky.

– El cambio está en la bolsa -dijo Kilvinsky.

– Maldita sea -murmuró una de las prostitutas -. El whisky y la leche son la mejor bebida del mundo. ¿Quieres un trago, Kilvinsky?

– Ya sabes que no puedo beber estando de servicio.

– Yo sé una cosa que se puede hacer estando de servicio -dijo otra-. Y el sargento no te lo olerá en el aliento. A no ser que quieras arrodillarte y hacerlo a la francesa.

Las chicas gritaron y se echaron a reír y Kilvinsky dijo:

– Soy demasiado viejo para vosotras.

– Si alguna vez cambias de idea, dímelo -dijo Alice -, una pequeña prostituta como yo podría rejuvenecerte.

Kilvinsky condujo sin rumbo durante más de media hora mientras Gus escuchaba a las prostitutas reírse y hablar de su trabajo, tratando cada una de ellas de superar a la última con el relato de las "horribles situaciones" con que había tropezado.

– Es una barbaridad -dijo una prostituta -. Uno me recogió aquí una noche en la Veintiocho y la Oeste y me llevó a Beverly Hills por cien dólares y el bastardo me hizo cortarle la cabeza a un pollo vivo allí mismo en un elegante apartamento y después exprimir el pollo en el fregadero bajo el agua del grifo mientras él se estaba allí parado como un perro.

– ¡Dios mío! ¿Por qué lo hiciste, chica? -le preguntó otra.

– Mierda. No sabía lo que quería el muy cerdo hasta que me llevó a aquel sitio y me entregó un cuchillo de carnicero. Tenía tanto miedo, que hice lo que quería para que no se enfadara. Era un cochino bastardo. Ni siquiera creo que pudiera ponerse rígido.

– ¿Y qué me decís de aquel chiflado de Van Nuys que lo hace a la francesa dentro de un ataúd? Seguro que está loco -dijo una voz aguda.

– El del baño de leche cogió a Wilma una noche, ¿verdad, Wilma? -dijo otra.

– Sí, pero no es tan horrible. A mí no me importa ir con él si no viviera tan lejos, al Norte de Hollywood, en una casa de la montaña. No te da más que un baño en una bañera llena de leche. Y paga maravillosamente bien.

– ¿No hace nada más?

– Lo hace un poco a la francesa pero no demasiado.

– Mierda, casi todo el mundo lo hace a la francesa. La gente se está haciendo muy rara, lo único que quieren es comerse a las gatitas.

– Es verdad, chica. Yo lo estaba diciendo justamente el otro día (échame un poco de whisky, cariño), sólo quieren hacerlo a la francesa o que se lo hagan a la francesa. No recuerdo a nadie que haya querido acostarse conmigo por diez dólares.

– Sí, pero eso es cosa de blancos. A los negros aún les gusta acostarse.

– Mierda, yo no tengo ni idea. ¿Vas con negros, nena?

– A veces, ¿tú no?

– Nunca. Nunca. Mi viejo me ha dicho que cualquiera que se acueste con un negro merece que le pase cualquier barbaridad. Jamás me he acostado con un negro por dinero. Y jamás me he acostado gratis con un blanco.

– Amén. Dame un poco más de este whisky, nena, os voy a decir lo que hace esta perra rica de Hollywood que me recogió una noche y quería darme ciento cincuenta dólares por llevarme a su casa y dejarla comerme y su marido estaba sentado en el coche con ella y ella va y me dice que a él le gusta mirar.

Gus fue escuchando historia tras historia a cual más estrambótica y cuando las voces ya farfullaban, Kilvinsky dijo:

– Vayamos a la comisaría y soltémoslas unas manzanas antes de llegar. Están demasiado bebidas para que las llevemos a la comisaría. El sargento querría detenerlas por estar borrachas y es posible que ellas le dijeran dónde habían pillado la borrachera.

Mientras la furgoneta se dirigía hacia la comisaría ya muy entrada la noche, Gus se sintió más tranquilo de lo que había estado en días anteriores. En cuanto a una confrontación física, quizás jamás le sucediera y, caso de suceder, probablemente se las apañaría bien. Ahora se encontraba mucho mejor. Esperaba que Vidrie estuviera despierta. Tenía tantas cosas que contarle.

– Vas a aprender muchas cosas por aquí, Gus-dijo Kilvinsky-. Un día aquí equivale a diez días en una zona blanca. Aquí es más que nada la intensidad, no tanto el elevado índice de delitos. Serás un veterano al cabo de un año. Son miles de pequeñas cosas. Como el hecho de que no pueda usarse un teléfono público. Los depósitos de monedas de todos los teléfonos públicos de aquí están embutidos de tal manera que no te devuelven las monedas. Entonces, viene un ladrón al cabo de unos días y quita el relleno con un trozo de alambre y se lleva los tres dólares que se han recogido. Y otras cosas. Las bicicletas de los chicos. Todas son robadas o tienen piezas robadas, por consiguiente, no le preguntes a un chico por su bicicleta si no quieres pasarte la noche escribiendo informes sobre bicicletas. Pequeñas cosas, sabes, como la Noche Vieja que aquí se parece a la batalla de Midway. Parece como que toda esta gente tuviera armas. La Noche Vieja te aterrorizará cuando veas cuánta gente lleva armas y te imagines lo que pueda llegar a suceder si esta presión de los Derechos Civiles se convierte en una rebelión armada. Pero el tiempo pasa rápido aquí porque esta gente nos tienen constantemente ocupados y para mí eso es importante. Me falta poco para recibir la pensión y me interesa el tiempo.

– No me arrepiento de estar aquí -dijo Gus.

– Todo sucederá aquí. Cosas importantes. Esta cuestión de los Derechos Civiles y los Musulmanes Negros y todo lo demás no son más que el principio. La autoridad se está poniendo en entredicho y los negros se encuentran en la vanguardia, pero no son más que una pequeña parte de todo ello. El trabajo se te hará imposible en los próximos cinco años o mucho me equivoco.

Kilvinsky esquivó la rueda de un automóvil que se encontraba en medio de una calle residencial pero tropezó con otra que se encontraba al otro lado de la calle y que no vio hasta que estuvo encima. La agotada camioneta azul saltó dolorosamente sobre su eje y el coro de risas fue interrumpido por una explosión de maldiciones.

– ¡Maldita sea! ¡Ten cuidado, Kilvinsky! No estás conduciendo un camión de ganado -dijo Alice.

– Es el gran mito -le dijo Kilvinsky a Gus sin hacer caso de las voces de atrás-, el mito de que lo que vaya a suceder romperá la autoridad civil. Me pregunto si un par de centuriones debieron sentarse como tu y como yo una cálida y seca noche hablando del mito del Cristianismo que les estaba derrrotando. Estarían asustados me figuro pero el nuevo mito estaba cargado de "nos", por consiguiente era una clase de autoridad que sustituía a otra. La civilización no estaba en peligro. Pero hoy en día los "nos" se están muriendo o están siendo asesinados en nombre de la libertad y nosotros los policías no podemos salvarlos. Cuando las gentes se acostumbren a la muerte de un "no", los otros "nos" morirán con mucha mayor facilidad. En general, mueren primero todas las leyes contra el vicio porque la gente se siente arrastrada por el vicio. Entonces las fechorías y algunos delitos corrientes ya no pueden castigarse convenientemente y llega el momento en que prevalece la libertad. Más tarde, las gentes liberadas, no tienen más remedio que organizar un ejército por su cuenta con el fin de restablecer el orden porque comprenden que la libertad es aterradora y desagradable y que sólo puede permitirse a pequeñas dosis -Kilvinsky se echó a reír con afectación, con una risa que terminó al meterse en la boca la estropeada boquilla y dedicarse a masticarla tranquilamente durante varios segundos-. Ya te advertí que los viejos policías éramos un tostón muy grande, ¿verdad, Gus?

6 La ciénaga

– ¿Te parece que nos acerquemos a un teléfono que funcione como es debido? Tengo que hacer una llamada al despacho por una cosa -dijo Whitey Duncan y Roy suspiró girando con el coche-radio por Adams hacia Hooper, donde tenía idea que había una caja telefónica.

– Ve a la Veintitrés Hooper -le dijo Duncan-. Es una de las pocas cajas telefónicas que funciona en esta cochina zona. Nada funciona. La gente no funciona, las cabinas telefónicas no funcionan, no funciona nada.

"Y algunos policías tampoco funcionan", pensó Roy y se preguntó cómo era posible que le hubieran emparejado con Duncan seis noches seguidas. De acuerdo, agosto es una época en que el programa de coches queda reducido como consecuencia de las vacaciones pero Roy pensó que se trataba de una excusa endeble y que se trataba de un error imperdonable emparejar a un oficial novato con un compañero como Duncan. Tras su segunda noche con Whitey, le había sugerido sutilmente al sargento Coffin que le gustaría trabajar con un oficial más joven y agresivo pero Coffin le interrumpió bruscamente como si un oficial nuevo no tuviera derecho a solicitar un determinado coche o compañero. Roy pensó que se le había castigado por hablar emparejándole cinco días con Duncan.

– Vuelvo en seguida, muchacho -dijo Whitey dejando el gorro en el coche mientras se dirigía hacia el teléfono; sacó la llave del llavero que colgaba de su Sam Browne y abrió la caja que se encontraba pegada a un poste fuera del alcance de la vista de Roy. Roy sólo podía ver un poco de cabello blanco, un redondo estómago azul y un reluciente zapato negro asomando de la línea vertical del poste.

A Roy le habían dicho que Whitey había sido policía de a pie en la División Central durante casi veinte años y que no podía acostumbrarse a trabajar en un coche-radio. Probablemente por eso insistía en llamar a la comisaría a cada dos por tres para hablar con su amigo Sam Tucker, el oficial del despacho.

Al cabo de poco rato, Whitey regresó de nuevo al coche y se acomodó en el mismo encendiendo el tercer puro de la noche.

– Desde luego parece que te gusta utilizar esta caja telefónica -le dijo Roy con una sonrisa forzada procurando disimular el enfado que le causaba trabajar con un compañero aburrido e inútil como Whitey siendo él un novato deseoso de aprender.

– Tenía que llamar. Que en el despacho sepan donde estamos.

– La radio se lo puede decir, Whitey. Hoy en día, los policías llevan radio en el coche.

– Yo no estoy acostumbrado a eso -dijo Whitey-: Me gusta llamar por teléfono. Además, me gusta hablar con mi antiguo compañero Sam Tucker. Es un buen hombre el viejo Sammy.

– ¿Y cómo le las arreglas para hablar siempre desde el mismo teléfono?

– La costumbre, muchacho. Cuando tengas la edad del viejo Whitey, empezarás a hacer todas las cosas igual.

Era cierto, pensó Roy. A no ser que se produjera una llamada urgente, comían exactamente a las diez en punto todas las noches en uno de los tres restaurantes de tres al cuarto que le servían a Whitey comida gratis. Después pasaban quince minutos en la comisaría porque Whitey tenía ue mover los intestinos. Después, vuelta otra vez a la guaría que se interrumpía con dos o tres paradas en determinadas licorerías que regalaban cigarrillos y, desde luego, los mensajes repetidos a Saín Tucker desde la caja telefónica de la Veintitrés y Ilooper.

– ¿Qué te parece si nos damos una vuelta por el mercado de frutas y verduras? -dijo Whitey -. Creo que no te he llevado por allí todavía, ¿verdad?

– Lo que tú digas -dijo Roy suspirando.

Whitey dirigió a Roy a través de unas bulliciosas y estrechas calles bloqueadas por una gran cantidad de camiones y de obreros del mercado que entraban en aquel momento a trabajar.

– Por aquí -dijo Whitey -. Aquí está el viejo Foo Foo. Tiene los mejores plátanos del mercado. Aparca aquí mismo, muchacho. Después cogeremos unos cuantos aguacates. Valen a un cuarto de dólar la pieza en estos momentos. ¿Te gustan los aguacates? Después, quizás unos melocotones. Conozco a un individuo del otro lado del mercado que tiene unos melocotones fantásticos. No tienen nunca ni una tara.

Whitey se apeó pesadamente del coche y se puso el gorro airosamente ladeado, agarró la porra probablemente por la fuerza de la costumbre y empezó a hacerla girar expertamente en su mano izquierda mientras se acercaba al flaco chino que sudaba enfundado en unos shorts de color kaki y una camiseta mientras arrojaba manojos de plátanos a un camión de reparto. El chino dejó al descubierto un puente de oro y plata al aproximarse Whitey, y Roy encendió un cigarrillo y observó irritado a Whitey introducir la porra en el anillo del cinturón y ayudar a Foo Foo a arrojar los plátanos al interior del camión.

"Policía profesional", pensó Roy irónicamente recordando al afable capitán de cabello plateado que había pronunciado en la academia una conferencia ante ellos acerca del nuevo profesionalismo. "Mira al viejo bastardo -pensó Roy -, arrojando plátanos vestido de uniforme mientras los trabajadores de aquí se tronchan de risa. Por qué no se retira del Departamento y entonces podría dedicarse a acarrear plátanos todo el día. Ojalá le pique una tarántula", pensó Roy.

Roy no podía comprender cómo habían podido enviarle a la comisaría de la calle Newton. De qué servía darles a escoger tres zonas si después se hacía caso omiso de su elección y se les enviaba arbitrariamente desde la academia a una comisaría situada a treinta quilómetros de la casa de uno. El vivía casi en el valle. Podían haberle enviado a una de las comisarías del valle o de Highland Park o incluso a la Central, que había sido su tercera elección, pero él no había contado con la calle Newton. Era la más pobre de las zonas negras y el aspecto del lugar resultaba deprimente. Ésta era la "zona Este" y él ya se había enterado de que, en cuanto los negros recién emigrados podían permitírselo, se trasladaban a la "zona Oeste", al Oeste de la calle Figueroa más o menos. Pero el hecho que más desagradaba a Roy era que la mayoría de la gente de la zona fuera negra. Cuando dejara el Departamento para convertirse en criminólogo, tenía intención de llegar a conocer perfectamente el ghetto. Esperaba poder aprender todo lo que fuera necesario en cosa de un año y después trasladarse al Norte, quizás a Van Nuys o al Norte de Hollywood.

Cuando abandonaron finalmente el mercado de frutas y verduras, el asiento de atrás del coche-radio aparecía lleno de plátanos, aguacates y melocotones así como un cesto de tomates que Whitey había conseguido que le regalaran.

– Ya sabes que tienes derecho a la mitad de todo esto -dijo Whitey mientras cargaban los productos en su coche particular que se encontraba aparcado en el aparcamiento de la comisaría.

– Ya te he dicho que no quiero nada.

– Los compañeros tienen que compartirlo todo y compartirlo equitativamente. Tienes derecho a la mitad. ¿Qué te parecen los aguacates? ¿Por qué no te llevas los aguacates?

– ¡Hijo de perra -estalló Roy-, no los quiero! Mira, acabo de salir de la academia. Me faltan ocho meses para terminar el período de prueba. Me pueden echar en cualquier momento. El que está en período de prueba, no tiene derecho a protección alguna. No puedo aceptar regalos. Por lo menos cosas de éstas. Comidas gratis, cigarrillos, café, todo eso parece que ya es tradicional pero, ¿qué sucedería si el sargento nos hubiera visto en el mercado de frutas y verduras esta noche? ¡Podría perder el trabajo!

– Perdona, muchacho -dijo Whitey con expresión compungida-. No sabía que pensaras eso. Yo cargaría con toda a responsabilidad si nos cogieran; debieras saberlo.

– ¿Sí? ¿Y qué excusa podría aducir yo? ¿Que me apuntaste con una pistola en la cabeza y me obligaste a acompañarte en tu gira de compras?

Whitey acabó ele trasladar la fruta sin hacer más comentarios y no volvió a hablar hasta que se volvieron a encontrar recorriendo el barrio, entonces dijo:

– Oye, compañero, llévame a una caja telefónica; tengo que volver a llamar.

– ¿Y para qué demonios? -dijo Roy sin preocuparse de lo que Whitey pudiera pensar-. ¿Qué pasa? ¿Tienes un montón de mujeres que te dejan recados en el despacho o algo así?

– Sólo hablo con el viejo Saín Tucker -dijo Whitey con un profundo suspiro -. El viejo bastardo se aburre allí solo en el despacho. Éramos compañeros de clase en la academia, ¿sabes? Veinte años hará en octubre. Es triste ser negro y trabajar en una zona negra como ésta. Algunas noches se siente muy deprimido cuando traen a algún bastardo negro que ha matado a una señora mayor o ha hecho alguna otra porquería parecida y los policías que empiezan a despotricar contra los negros en la cafetería. Saín lo oye y se molesta y entonces se siente muy deprimido. Claro que ya es demasiado mayor para ser policía. Tenía treinta y un años cuando empezó a trabajar. Tendría que tomar el portante y dejar este cochino sitio.

– ¿Cuántos años tenías tú cuando empezaste, Whitey?

– Veintinueve. Oye, llévame a la caja telefónica de la Veintitrés. Ya sabes que es mi preferida.

– Ya debiera saberlo a estas alturas.

Roy aparcó junto al bordillo de la acera y esperó abatido mientras Whitey se dirigía al teléfono y hablaba con Sam Tucker por espacio de diez minutos.

El profesionalismo policíaco sólo se produciría cuando se marchara la anterior generación, pensó Roy. En realidad no le molestaban porque no tenía intención de hacer carrera como policía. Ello le hizo recordar que sería mejor que empezara a espabilarse y se matriculara para el siguiente semestre si es que esperaba cumplir el programa que se había propuesto y completar sus estudios. Se preguntó cómo sería posible que alguien escogiera aquella clase de trabajo como carrera. Ahora que ya había dejado atrás la fase de adiestramiento, él formaba parte de un sistema que dominaría, aprendería y después dejaría atrás.

Se observó en el espejo del coche. El sol le había proporcionado un bonito bronceado. Dorothy decía que jamás le había visto tan moreno y ya fuera por su uniforme o por su apostura, ella le encontraba más deseable y quería que le hiciera el amor más a menudo. Pero bien pudiera ser que la razón estribara en que estaba embarazada de su primer hijo y sabía que pronto tendría que renunciar a ello durante algún tiempo. Y él lo hacía, a pesar de que aquella enorme montaña de vida le desagradaba pero fingía disfrutar tanto como cuando ella estaba delgada y poseía un estómago de raso que probablemente presentaría después desmalladuras permanentes como consecuencia del embarazo. Ella había tenido la culpa. Habían acordado no tener hijos durante cinco años pero ella había cometido un error. La noticia le hizo sentir vértigos. Tuvo que cambiar todos los planes. Ella ya no podría trabajar de taquígrafa en la Rhem Electronics y ganaba un sueldo excelente. Él tendría que permanecer en el Departamento cosa de un año más para ahorrar dinero. No les pediría ayuda ni a Cari ni a su padre y ni siquiera les pediría un préstamo ahora que ya sabían que no iba a incorporarse al negocio de la familia.

El intento de agradarles había sido la razón de que cambiara tres veces de asignatura principal hasta que escogió psicología anormal con el profesor Raymond y aprendió de aquel pequeño y fofo intelectual quién era él. Aquel amable hombre que casi había sido como un padre, a punto estuvo de llorar cuando Roy le dijo que deseaba abandonar los estudios para incorporarse al Departamento de Policía de Los Ángeles. Permanecieron sentados en el despacho del profesor Raymond hasta media noche mientras el hombrecillo insistía, presionaba y maldecía contra la obstinación de Roy hasta que al final cedió cuando Roy le convenció de que estaba cansado y que probablemente no asistiría a ninguna de las clases del semestre siguiente si se quedaba, que un año o dos alejado de los libros pero en estrecho contacto con la vida le proporcionaría el ímpetu necesario para volver y conseguir el titulo. Y quién sabe, si era el intelectual que el profesor Raymond suponía que podía ser, es posible que siguiera estudiando, estando ya lanzado, y que alcanzara el doctorado.

– Es posible que algún día seamos colegas, Roy -dijo el profesor estrechando ardientemente la seca mano de Roy entre las suyas más húmedas y blandas-. No pierdas el contacto conmigo, Roy.

Y lo había dicho sinceramente. Deseaba hablar con alguien tan sensato como el profesor acerca de las cosas que había aprendido hasta entonces. Hablaba con Dorothv, desde luego. Pero ella estaba tan absorta en los misterios cíel parto que dudaba mucho que le escuchara cuando él regresaba a casa con las historias de las extrañas situaciones con que había tropezado en su labor de policía explicándole qué significaban éstas para un partidario del conductívismo.

Mientras esperaba a Whitey, Roy bajó el espejo del coche para examinar su placa y sus botones de latón. Era alto y delgado pero sus hombros eran lo suficientemente anchos como para que la camisa azul hecha a medida le sentara bien. Su Sam Browne relucía y sus zapatos presentaban un aspecto impecable sin aquel fanático brillo de salivazo que algunos de los demás empleaban. Conservaba el brillo de la placa con un paño especial y un producto de joyería. Pensó que cuando el cabello le creciera, no volvería a cortárselo tanto otra vez. Había escuchado decir que el cabello ondulado crece a veces más rizado que antes.

– Eres guapísimo -dijo Whitey abriendo la portezuela y dejándose caer en el asiento sonriéndole a Roy burlonamente.

– Me he echado un poco de ceniza de cigarrillo sobre la camisa -dijo Roy colocando el espejo en su anterior posición-. Me la estaba sacudiendo.

– Vamos a hacer un poco de trabajo de policías -dijo Whitey frotándose las manos.

– ¿Y para qué molestarnos? Sólo nos faltan tres horas para terminar la guardia -dijo Roy-. ¿Qué demonios te ha dicho Tucker que te has puesto tan contento?

– Nada. Pero estoy contento. Es una bonita noche de verano. Tengo ganas de trabajar. Vamos a coger a un ladrón. ¿Alguien te ha enseñado a patrullar en busca de ladrones?

– Trece-A-Cuarenta y Tres, Trece-A-Cuarenta y Tres -dijo la locutora y Whitey levantó el volumen -, vean a la mujer, disputa propietario-inquilino, cuarenta y nueve, treinta y nueve, Avalon Sur.

– Trece-A-Cuarenta y Tres, entendido -dijo Whitey hacia el micrófono de mano; y después, vuelto hacia Roy-: Bueno, en lugar de atrapar a los cacos, vamos a pacificar a unos nativos.

Roy aparcó frente a la casa de Avalon que era fácil de encontrar por la luz del porche y por la frágil negra que se encontraba de pie en el mismo observando la calle. Debía tener unos setenta años y sonrió tímidamente cuando Roy y Whitey subieron los diez peldaños.

– Ya está aquí, señor PO-licía -dijo abriendo la estropeada puerta -. ¿Quieren pasar, por favor?

Roy se quitó el gorro al entrar y le molestó que Whitey no se quitara el suyo. Parecía que todo lo que hacía Whitey le molestaba.

– ¿Quieren sentarse? -dijo ella sonriendo y Roy admiró la aseada casa que era antigua, limpia y ordenada como su dueña.

– No, gracias, señora -dijo Whitey -. ¿En qué podemos ayudarla?

– Hay esta gente que vive en la parte de atrás. No sé qué hacer. Espero que ustedes me ayuden. No pagan el alquiler a su debido tiempo. Y ahora ya llevan dos meses atrasados y yo necesito muchísimo este dinero. Sólo tengo la pequeña pensión de la seguridad social para vivir y necesito este alquiler.

– Comprendo su situación, señora, desde luego -dijo Whitey -. Yo tuve un dúplex una vez. Tenía unos inquilinos que no me pagaban el alquiler y me las hicieron pasar moradas. Los míos tenían cinco niños que lo estropeaban todo. ¿Los suyos tienen niños también?

– Sí. Seis. Y me lo estropean todo de mala manera.

– Mal asunto -dijo Whitey sacudiendo la cabeza.

– ¿Qué puedo hacer, señor? ¿Puede usted ayudarme? I.es he pedido que me paguen.

– Ojalá pudiéramos hacer algo -dijo Whitey-, pero es una cuestión civil y nosotros sólo tratamos cuestiones criminales. Tiene que acudir al ministril del condado para que éste les envíe la orden de abandono de la casa y después tendrá usted que demandarles por permanencia ilegal. Así es como lo llaman y eso lleva tiempo y tendría usted que contratar los servicios de un abogado.

– No tengo dinero para un abogado, señor PO-licía -dijo la mujer tocando con su diminuta mano y en ademán suplicante el brazo de Whitey.

– Lo comprendo, señora -dijo Whitey -, puede estar segura. A propósito, ¿es pan de maíz lo que huelo?

– Sí, señor. ¿Le apetece un poco?

– ¿Cómo no? -dijo Whitey quitándose el gorro y acompañando a la mujer a la cocina-. Soy un muchacho criado en el campo. Crecí en Arkansas alimentándome de pan de maíz.

– ¿Quiere usted un poco? -dijo ella sonriendole a Roy.

– No, gracias -dijo éste.

– ¿Un poco de café? Está recién hecho.

– No, señora; gracias.

– No recuerdo cuando fue la última vez que comí pan de maíz tan bueno -dijo Whitey-. En cuanto termine, voy a hablar con sus inquilinos. ¿Están en la pequeña casita de la parte de atrás?

– Sí, señor. Allí están. Se lo agradeceré mucho y le diré a nuestro concejal que tenemos unas fuerzas de PO-licía estupendas. Ustedes siempre son buenos conmigo cualquiera que sea el motivo por el que Ies llame. ¿Es de la comisaría de la calle Newton, verdad?

– Sí, señora; dígale al concejal que ha quedado satisfecha de los servicios del viejo Whitey de la calle Newton. Hasta puede llamar a la comisaría y decírselo a mi sargento, si quiere.

– Pues claro que lo haré, señor Whitey. ¿Le apetece un poco más de pan de centeno?

– No, gracias -dijo Whitey secándose toda la cara con la servilleta de hilo que la mujer le entregó-. Hablaremos con ellos y apuesto a que le pagarán el alquiler inmediatamente.

– Muchas gracias -dijo la mujer mientras Roy seguía a Whitey iluminando con la linterna el estrecho pasadizo que conducía a la parte posterior del inmueble. La decepción de Roy se había esfumado ante la desesperada situación de aquella mujer y ante la pulcritud de su casita. Ojalá hubiera más iguales que ella en el ghetto.

– Es lástima que la gente se aproveche de una mujer tan buena como ésta -dijo Roy mientras se acercaban a la casa de atrás.

– ¿Y cómo sabes que lo han hecho? -le preguntó Whitey.

– ¿Qué quieres decir? Ya la has oído.

– He escuchado una parte de la riña propietario-inquilino -dijo Whitey -. Ahora tengo que escuchar la otra parte. No puede tomarse una decisión sin haber escuchado primero a ambas partes.

Esta vez Roy se mordió los labios para no hablar. La absurdidad de aquel hombre resultaba increíble. Hasta un niño hubiera podido comprender que la mujer tenía un justo motivo de queja y supo antes de que se abriera la puerta que la casa sería un sucia choza en la que unos miserables niños vivirían tristemente junto con sus padres muertos de cansancio.

Una mujer color café de unos treinta años abrió la puerta al llamar Whitey.

– La señora Carson ya me dijo que iba a llamar a la Po-licía -dijo con una cansada sonrisa -. Entren, oficiales.

Roy siguió a Whitey al interior de la casita que tenía un dormitorio al fondo, una pequeña cocina y un cuarto de estar con seis niños apiñados alrededor de un viejo aparato de televisión con el tubo muy gastado.

– Cariño -llamó ella y entró en la habitación procedente del fondo de la casa un hombre con unos estropeados pantalones kaki y una descolorida camisa azul de manga corta que revelaba unos poderosos brazos y unas manos estropeadas por el duro trabajo.

– No pensaba que llamara a la policía -dijo él dirigiéndoles una sonrisa cohibida a los oficiales mientras Roy se preguntaba cómo era posible mantener una casa tan limpia habiendo tantos niños pequeños.

– Llevamos dos meses de atraso en el pago del alquiler -dijo -. Jamás nos habíamos atrasado exceptuando una vez hace tres años. Esta señora es muy exigente.

– Ella dice que llevan ustedes más de dos meses de atraso -dijo Roy.

– Mire -dijo el hombre dirigiéndose hacia el armario de la cocina y regresando con varias hojas de papel. Aquí está el recibo del mes pasado y el del anterior, hasta el mes de enero cuando nos trasladamos aquí desde Arkansas.

– ¿Son de Arkansas? -dijo Whitey-. ¿De qué parte? Yo también soy de Arkansas.

– Espera un momento, Whitey -dijo Roy volviéndose hacia el hombre -. ¿Por qué dice la señora Carson que están ustedes atrasados en el pago del alquiler? Dice que nunca le pagan a tiempo y que ya les ha dicho que necesita el dinero y, además, dice que sus niños le estropean la casa. ¿Por qué dice eso?

– Oficial -dijo el hombre-, la señora Carson es muy exigente. Es propietaria de casi toda esta acera de Avalon desde la calle Cuarenta y Nueve hasta la esquina.

– ¿Le han estropeado sus hijos la casa? -preguntó Roy más débilmente.

– Mire mi casa, oficial -dijo la esposa -. ¿Parece que somos de la clase de personas que permiten que los niños estropeen una casa? Una vez, James le rompió la ventana del sótano con una piedra pero ella nos lo añadió al precio del alquiler y nosotros pagamos.

– ¿Les gusta California? -preguntó Whitey.

– Nos gusta mucho -dijo el hombre sonriendo-. En cuanto ahorremos un poco tenemos intención de comprar una pequeña casa y alejarnos de la señora Carson.

– Bien, tenemos que marcharnos -dijo Whitey -. Siento que tenga tantas dificultades con la propietaria. Les deseo buena suerte en California y, escuchen, si alguna vez hacen alguna comida típica de Arkansas y les sobra un poco, llámenme a la comisaría de la calle Newton, ¿lo harán?

– No faltaba más -dijo la mujer -. ¿Por quién hay que preguntar?

– Diga simplemente por el viejo Whitey. Y también pueden decirle al sargento que Whitey les hizo un buen servicio. De vez en cuando necesitamos que nos den alguna que otra palmada en la espalda.

– Gracias, oficial -dijo el hombre -. Es un consuelo encontrar policías tan amables por aquí.

– Adiós, chicos -les gritó a las seis radiantes caras pardas que ahora estaban contemplando con admiración a los policías. Todos les saludaron con la mano mientras Roy seguía a la gruesa y satisfecha figura azul por el estrecho pasadizo en dirección al coche.

Mientras Whitey encendía un cigarrillo, Roy le preguntó:

– ¿Cómo supiste que la señora mentía? Probablemente habrías recibido llamadas suyas en otras ocasiones, ¿verdad?

– Nunca -dijo Whitey-. Malditos puros. No sé si los puros de buena calidad tiran mejor que los baratos.

– Bueno, ¿pues cómo lo supiste entonces? Debes haber imaginado que estaba mintiendo.

– Yo no he dicho que mintiera. Ni lo digo ahora. Siempre hay dos caras de la moneda. La experiencia ya te lo enseñará. Tienes que escuchar al primer individuo como si te estuviera leyendo el Evangelio y después hacer lo mismo con el segundo. Tienes que tener paciencia, usar sentido común, así es cómo resulta fácil este trabajo.

"Ocuparse de una riña de alquileres no le hace a uno policía -pensó Roy -. El trabajo de la policía es algo más."

– ¿Estás dispuesto ahora a enseñarme cómo se atrapa a un ladrón? -le preguntó Roy consciente del tono satírico de su voz.

– De acuerdo, pero primero tengo que estar seguro de que sabes arreglártelas en una riña de propietario-inquilino. Primera cosa que ya has aprendido: no tomes partido. Segunda cuestión: una riña de propietario-inquilino o cualquier otra cosa podría incluir a un chiflado o algún tramposo que tuviera algo que no deseara que tú vieras, o a alguien que estuviera dispuesto a partirle la cara al primero que entrara por la puerta.

– ¿Entonces?

– Entonces hay que tener cuidado. Entra en todos los sitios como un policía, no como un agente de seguros. Guárdate la linterna en el bolsillo y no te quites el gorro. Si empiezas a meterte por estos sitios con la linterna en una mano y el gorro en la otra, es posible que te veas en la necesidad de disponer rápidamente de otra alguna noche y resultarías un cadáver muy fino con el sombrero en la mano.

– No creo que la señora fuera muy peligrosa.

– Yo una vez me encontré con una señora mayor que me clavó unas tijeras en la mano -dijo Whitey-. Haz lo que quieras, yo me limito a darte unos consejos. Oye, muchacho, déjame que llame. Llévame a mi caja telefónica, ¿quieres?

Roy observó enojado a Whitey junto a la caja telefónica. "Pequeño bastardo que se las da de protector", pensó. Roy comprendía que tenía mucho que aprender pero deseaba aprenderlo de un auténtico policía, no de un gordo y viejo charlatán que era una caricatura de un oficial de policía. Él incesante rumor de la radio de la policía disminuyó por unos momentos y Roy escuchó un sordo ruido de cristal.

Entonces el descubrimiento le dejó asombrado y sonrió. ¡Qué estúpido no haberlo adivinado antes! No pudo evitar sonreír cuando Whitey regresó al coche.

– Vamos a trabajar, chico -dijo Whitey al acomodarse.

– Desde luego, compañero -dijo Roy -. Pero primero, voy a llamar. Quiero dejar un recado en el despacho.

– ¡Espera un momento!-dijo Whitey-. Vayamos a la comisaría. Lo podrás dejar personalmente.

– No, si no es más que un momento, puedo usar esta caja -dijo Roy.

– ¡No! ¡Espera un momento! La caja está estropeada. Justo antes de colgar yo, ha empezado a zumbar. Casi me perfora el tímpano. ¡No funciona bien!

– Bueno, pero lo probaré -dijo Roy e hizo ademán de ir a apearse.

– ¡Espera, por favor! -dijo Whitey agarrando a Roy por el codo-. Vayamos allá inmediatamente. No me encuentro nada bien. Llévame a la comisaría ahora mismo y entonces podrás dejarle el recado a Sam.

– Pero, ¿cómo, Whitey? -dijo Roy sonriendo triunfalmente y, teniendo el rostro sudoroso de Whitey tan cerca, el olor a whisky resultaba abrumador -, siempre te tomas quince minutos para eso después de cenar. Me dijiste que los intestinos empezaban a hacerte ruido inmediatamente después de cenar. ¿Qué te pasa?

– Es la edad -dijo Whitey mirando tristemente al suelo mientras Roy ponía en marcha el motor y enfilaba la calzada -; cuando se tiene mi edad, no puede uno fiarse de nada, ni siquiera de los intestinos, mejor dicho, de los intestinos menos que de nada.

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