AGOSTO DE 1961

7 ¡Guerra!

Les dijeron los investigadores de la Patrulla de Bandas que la guerra había empezado en realidad seis semanas antes, cuando los Jóvenes Halcones habían atacado a un miembro de diecisiete años de los Gavilanes llamado Félix Orozco que había cometido el tremendo error final de quedarse sin gasolina en territorio de los Halcones en su Chevrolet de 1948 a rayas, que los Halcones sabían que pertenecía a un Gavilán. Félix había sido golpeado hasta morir con su propio hierro de neumáticos que él había utilizado para romperle la muñeca al primer Halcón que se le acercó con un afilado destornillador. La amiga de Félix Orozco, Connie Madrid, de trece años, no fue asesinada por los Halcones pero le quedó la cara desgarrada como consecuencia de un golpe que le asestaron con la antena del coche que había arrancado El Pablo, de los Jóvenes Halcones, quien, según creían los investigadores, era el responsable de haber golpeado a Félix Orozco con la flexible barra de acero mientras éste yacía, probablemente ya muerto como consecuencia de las innumerables patadas recibidas en la cabeza y la cara.

Connie había sido un testigo poco dispuesto a colaborar y ahora, tras dos aplazamientos de vistas en el tribunal de menores, el equipo de homicidios creía que ella negaría ante el tribunal haber visto nada.

Desde la muerte de Félix se habían producido siete casos de represalia de bandas entre los Gavilanes y los Jóvenes Halcones pero, en una ocasión, un componente de los Vagabundos llamado Ramón García fue confundido con un Joven Halcón y los Vagabundos se declararon enemigos de Los Gavilanes. Después, los Rojos, que no apreciaban a los Jóvenes Halcones pero que odiaban a los Vagabundos, vieron en ello la oportunidad de unirse de una vez por todas con un aliado poderoso y destruir así a los odiados Vagabundos. La División de Hollenbeck se encontró sumergida en una guerra que producía por lo menos un incidente entre bandas cada noche, cosa que a Serge le hacía desear cada vez más trasladarse a la División de Hollywood.

Ya se había acostumbrado a Hollenbeck. Era una división pequeña y, al cabo de un año, ya estaba empezando a conocer a la gente. Resultaba útil conocer a los habituales y cuando se veía a alguien como Marcial Tapia -que era ladrón desde hacía veinte años -, cuando se le veía conduciendo una camioneta de reparto en la zona de los Llanos (siendo así que toda su vida había vivido en Lincoln Heights) y siendo los Llanos una zona de edificios comerciales, fábricas y tiendas que estaban cerradas los fines de semana, y era un domingo por la tarde, a las cinco, y todas las tiendas estaban cerradas, bien, entonces era mejor detener a Marcial Tapia y controlar el cargamento de la camioneta cubierta con tres toneles de hojarasca y desperdicios. Serge había hecho esto tres semanas antes y había encontrado tres aparatos portátiles de televisión por estrenar, una máquina calculadora y dos máquinas de escribir debajo de un montón de cascotes. Había sido felicitado por la detención de Tapia, siendo ésta la segunda felicitación que recibía desde que había empezado a trabajar como policía. Había redactado un magnífico informe de la detención detallando la causa probable de detención y registro, señalando que Tapia había cometido una infracción de tráfico que le había inducido a él a detener el vehículo habiendo entonces observado una antena que sobresalía del montón de desperdicios. Decía también que Tapia había aparecido insólitamente nervioso y evasivo al preguntarle él acerca de la comprometedora antena y que, siendo él un hombre razonable y prudente con un año de experiencia como oficial de policía, creyó que había algo oculto en la camioneta y así lo declaró ante el tribunal, lo cual era mentira. Había detenido a Tapia porque le reconoció y estaba al corriente de sus antecedentes y sospechó qué debía estar haciendo en la zona comercial de los Llanos un domingo por la tarde.

Le enfurecía tener que mentir, por lo menos al principio, pero pronto le resultó fácil al comprender que, si se atenía estrictamente a la verdad, perdería probablemente más de la mitad de las detenciones que implicaran motivo probable de detención y registro porque los tribunales no se mostraban razonables y prudentes en sus explicaciones de lo que era razonable y prudente. Por lo que Serge había decidido varios meses antes que jamás perdería otro caso que dependiera de una palabra, insinuación o interpretación de una acción por parte de un idealista vestido de negro que jamás hubiera realizado trabajo de policía. No es que quisiera proteger a las víctimas, sino que creía que si no se disfrutaba quitando a un sinvergüenza de la calle, aunque sólo fuera por poco tiempo, ello significaba que uno había elegido mal el oficio.

– ¿Por qué tan callado? -preguntó Milton apoyando el codo en el respaldo del asiento y chupando su apestoso puro con aire muy satisfecho tras haberse terminado un plato enorme de chile verde, arroz y fríjoles en un restaurante mexicano en el que Milton comía desde hacía dieciocho años. Podía comerse unos chiles tan picantes como los propios mexicanos tras llevar trabajando tanto tiempo en Hollenbeck y Raúl Muñoz, el propietario, retó a Milton sirviéndoles un chile especial "no para gustos gringos", Milton se había comido el chile con expresión tolerante diciendo que estaba sabroso pero no lo suficiente picante. Serge sin embargo se había visto obligado a beber tres sodas de fresa durante la comida y se había llenado el vaso de agua dos veces. Ello no había bastado para extinguir el fuego y, al final, tuvo que pedir un gran vaso de leche. Su estómago estaba recuperando a normalidad.

– Qué demonio. ¿Nunca habías comido antes auténtica comida mexicana? -preguntó Milton mientras Serge conducía lentamente a través de la oscura noche de verano, disfrutando de la fresca brisa que hacía soportable la camisa de uniforme de lana azul y manga larga.

– Jamás había comido este tipo de chile verde -dijo Serge -; ¿crees que es oportuno encender un cigarrillo?

– Creo que si alguna vez volviera a casarme, me casaría con una mexicana que supiera hacer esta clase de chile verde que pica tanto -dijo Milton suspirando y echando el humo de cigarrillo fuera de la ventanilla.

Serge era el compañero de Milton durante este mes y, hasta ahora, le resultaba soportable aquel viejo policía obeso y tumultuoso. Creía que él le gustaba a Milton a pesar de que éste siempre le llamaba "maldito novato" y a veces le trataba como si sólo llevara quince días en el Departamento en lugar de quince meses. Pero una vez escuchó a Milton llamar maldito novato a Simón y Simón llevaba ocho años en el Departamento.

– Cuatro-A-Once -dijo la locutora de Comunicaciones -, en dieciocho-trece de Brooklyn, vean a la mujer, informe A.D.W.

Serge esperó a que Milton confirmara la recepción de la llamada, tal como le correspondía siendo el oficial pasajero, pero el viejo glotón estaba demasiado cómodo, con una gruesa pierna cruzada sobre la otra, una mano sobre el vientre y una mirada suplicante dirigida a Serge.

– Cuatro-A-Once, entendido -dijo Serge y Milton le dio las gracias con una inclinación de cabeza por haberle permitido no moverse.

– Creo que te pediré un perro policía -dijo Serge viendo en su reloj que eran las nueve cuarenta y cinco. Sólo faltaban tres horas para terminar. Había sido una noche rápida aunque sin demasiados acontecimientos para ser una noche de sábado.

– Por lo menos me buscarás el número -le dijo Serge a Milton que había cerrado los ojos y reclinado la cabeza contra la portezuela.

– De acuerdo, Sergio, muchacho, no me regañes -dijo Milton, pronunciando su nombre a la española con una suave g gutural entre dos sílabas, tal como debía ser.

Milton iluminó las fachadas de las casas con el reflector tratando de leer el número. A Serge no le gustaba que le llamaran Sergio, lo pronunciaran como lo pronunciaran. Era el nombre de su infancia y su infancia ocupaba un lugar tan lejano de su pasado que apenas podía recordarla. No había visto a su hermano Ángel ni a su hermana Aurora desde la comida del cumpleaños de Aurora en casa de Ángel cuando había traído regalos para Aurora y todos sus sobrinos y sobrinas. Aurora y Yolanda, la esposa de Angel, le habían reprendido por no visitarles con más frecuencia. Pero desde que había muerto su madre no tenía demasiados motivos para volver a Chino y comprendía que cuando el recuerdo de su madre empezara a esfumarse, no les haría probablemente más que un par de visitas al año. Pero hasta ahora, los recuerdos seguían siendo muy vivos, cosa que era muy difícil de entender porque jamás había pensado en ella con tanta frecuencia cuando vivía. En realidad, cuando la dejó a los dieciocho años para incorporarse al Cuerpo de Marina, decidió no volver de nuevo a casa y abandonar aquel triste vecindario para trasladarse quizás a Los Ángeles. Por aquel entonces no había considerado la posibilidad de convertirse en policía. Después pensó en cómo llamaba ella a sus hijos mi hijo, diciéndolo de una manera que sonaba mucho más íntima que su equivalente en inglés.

– Debe ser la casa gris -dijo Milton -. Aquélla. La del balcón. Dios mío, estas maderas están podridas. No pisaría yo este balcón.

– Con lo que pesas, yo no pisaría ni el puente de la calle Primera -dijo Serge.

– Malditos novatos, ya no respetáis a los compañeros mayores -dijo Milton mientras Serge aparcaba el coche-radio.

La casa se encontraba situada en la esquina de una calleja y al norte de ésta había un edificio comercial sin ventanas por su pared Sur. El constructor del edificio había cometido el error de recubrirlo con una suave capa de pintura amarilla. Serge suponía que aquella pared no debía haber permanecido inmaculada ni dos días tras su terminación. Era un barrio de bandas, un barrio de bandas mexicanas, y los componentes de las bandas mexicanas estaban obsesionados con la idea de dejar su huella impresa en el mundo. Serge se detuvo un momento, dando una última chupada al cigarrillo mientras Milton recogía el cuaderno de notas y la linterna. Serge leyó las palabras que aparecían escritas en la pared con pintura negra y roja procedente de las latas aerosol que todos los componentes de las bandas llevaban en el coche para el caso de que encontraran una ganga como aquella cremosa e irresistible pared amarilla vacía. Había un corazón dibujado en rojo de unos noventa centímetros de diámetro en el que aparecían los nombres de "Rubén e Isabel" seguidos de las palabras "mi vida" y había una declaración de un Vagabundo que decía "El VVimpy de los Vagabundos" y otra que decía "Rubén de los Vagabundos", pero Rubén no quería ser superado por Wimpy y la leyenda que figuraba debajo de su nombre decía "de los Vagabundos y del mundo" y Serge sonrió tristemente al pensar en Rubén que afirmaba que el mundo era propiedad suya porque aún era la hora de que Serge se hubiera tropezado con un componente de alguna banda que alguna vez hubiera salido del condado de Los Ángeles. Había otros nombres de Jóvenes Vagabundos y de Pequeños Vagabundos, por docenas, y declaraciones de amor y de ferocidad y afirmaciones de que aquel era el territorio de los Vagabundos. Y, naturalmente, en lo alto de la pared aparecía el inevitable "con safos"; el decisivo conjuro de la banda imposible de encontrar en ningún diccionario español, que declaraba que nada de lo escrito en aquella pared podía ser alterado o saqueado por ninguna cosa posteriormente escrita por el enemigo.

Mientras leía, Serge sintió crecer en sí mismo el desagrado pero interrumpió sus pensamientos un resonar de cláxons y una caravana de coches bajando por la calle State decorada con hileras de claveles de papel rosas y blancos anunciando una boda mexicana. Los hombres de los coches lucían smokings blancos y las mujeres trajes de gasa azul. La novia iba naturalmente de blanco y el blanco velo que llevaba cayó hacia atrás al besar ella a su nuevo marido, que Serge supuso no tendría más allá de dieciocho años. El coche que seguía directamente al de los novios hizo sonar el claxon más fuerte que los demás para señalar así su aprobación al prolongado beso.

– Dentro de unos meses nos llamarán para que intervengamos en sus riñas familiares -dijo Serge aplastando el cigarrillo sobre la acera.

– ¿Crees que él tardará tanto en aburrirla? -preguntó Milton.

– No, probablemente no -dijo Serge mientras se dirigían hacia la casa.

– Por eso le dije yo al lugarteniente que, si quería emparejarme con un novato, me diera a este mestizo de Sergio Durán -dijo Milton dándole a Serge unas palmadas en el hombro -. Es posible que te falte experiencia, Sergio, muchacho, pero eres tan cínico como un policía con veinte años de servicio en el Departamento.

Serge no corrigió a Milton que ya en otra ocasión se había referido a él como a su compañero mestizo. Jamás había afirmado que fuera medio mexicano pero la idea se había extendido y Serge se limitaba a asentir con su silencio cuando algún compañero curioso le preguntaba si era cierto que su madre era anglosajona cosa que justificaría el hecho de que no hablara español, de que fuera tan alto y con el cabello claro. Al principio le había molestado que alguien pensara que su madre era distinta de lo que había sido pero, maldita sea, era mejor así, se dijo a sí mismo. De otro modo, le hubieran fastidiado como a Rubén y otros policías chicanos con cientos de trabajos en los que fuera necesaria una labor de traducción. Y era cierto, era completamente cierto que ya no hablaba el idioma. Claro que entendía lo que la gente decía pero tenía que concentrarse mucho para entender una conversación y no merecía la pena. Y había olvidado las palabras. No podía contestar aunque entendiera un poco. Conque era mejor así. Incluso con un nombre como el de Sergio Durán, no podía esperarse de uno que hablara español si su madre no era mexicana.

– Espero que este maldito balcón no se derrumbe mientras nosotros estamos aquí -dijo Milton arrojando el resto de su húmedo puro a la calle mientras llamaban a la puerta.

Abrieron la puerta dos niños que no articularon palabra.

– ¿Está en casa mamá? -preguntó Milton dándole al más bajo unas palmaditas debajo de la barbilla.

– Nuestro padre también es policía -dijo el más alto, que estaba muy delgado e iba muy sucio.

Sus ojos eran tan negros como su cabello y evidentemente le excitaba la idea de tener a unos policías en casa.

– ¿De veras? -preguntó Serge, preguntándose si sería verdad -. ¿Quieres decir que es guardia de alguna clase?

– Es un policía -dijo el niño asintiendo con orgullo-. Es un capitán de policía, lo juro.

– ¿Donde? -fe pregunto Serge -. Aquí en Los Ángeles no, ¿verdad?

– En Juárez, México -contestó el niño-. De allí venimos.

Milton se rió entre dientes y, al volverse, Serge enrojeció al ver que Milton se estaba riendo de él, no del chico.

Se trataba de algo que todavía no había conseguido dominar por completo, la capacidad de desafiar mentalmente cualquier cosa, cualquier cosa que la gente le dijera por ser generalmente errónea, exagerada, racionalizada o completamente falsa.

– Ve a buscar a mamá -dijo Milton y el niño más bajo obedeció inmediatamente. El más alto se quedó mirando a Serge asombrado.

A Serge le recordaba a alguien, no podía recordar a quién. Los mismos ojos hundidos de opaca negrura, los brazos huesudos y una camisa sin botones que nunca había estado totalmente limpia. Un niño de sus lejanos tiempos o tal vez uno de los niños coreanos que limpiaban sus zapatos y barrían el cuartel. No, era uno de sus lejanos tiempos, un amigo de su infancia tenía los ojos así pero no podía recordar cuál. ¿Y por qué tenía que esforzarse? El fallo de su memoria era ulterior prueba de que la cuerda había sido cortada irremediablemente y que la operación había sido un éxito.

El niño miró el reluciente cinturón negro Sam Browne, el llavero con la enorme llave de latón que abría las cajas telefónicas de la policía y el silbato cromado que Serge se había comprado en sustitución del de plástico que el Departamento suministraba. Mientras Serge miraba hacia lo alto de la escalera donde una mujer estaba contestando al niño que habían mandado, advirtió un ligero roce en el llavero. Cuando bajó los ojos, el niño seguía mirándole pero las manos las tenía a los costados.

– Toma, niño -dijo Milton quitando el silbato del llavero -. Sácalo fuera y sopla hasta cansarte. Pero devuélvemelo cuando nos vayamos, ¿entiendes?

El niño sonrió y tomó el silbato de Milton. Antes de que saliera de la casa, el agudo sonido del silbato atravesó la noche de verano.

– Dios mío, hará que se quejen todos los vecinos -dijo Serge dirigiéndose hacia la puerta para llamar al niño.

– Déjale -dijo Milton agarrando a Serge por el brazo.

– Tú se lo has dado -dijo Serge encogiéndose de hombros-. El silbato es tuyo.

– Sí -dijo Milton.

– Probablemente te robará el maldito chisme -dijo Serge molesto.

– Probablemente tienes razón. Esto es lo que me gusta de ti, muchacho, que eres realista.

Era una vieja casa de dos plantas y Serge supuso que debía albergar a una familia en cada planta. Se encontraban en un cuarto de estar en el que se observaban dos camas iguales en uno de los rincones más alejados. La cocina se encontraba en la parte posterior de la casa donde había también otra habitación cuyo interior no podía ver. Seguramente sería otro dormitorio. Era una casa muy grande, muy grande para una sola familia. Por lo menos para una familia que vivía de la beneficencia tal como suponía debía ser el caso de ésta, porque no había en la casa señal alguna de la presencia de un hombre; sólo se veían objetos de niños y de mujeres.

– Suban, por favor -dijo la mujer que se encontraba en lo alto de la escalera y a oscuras.

Estaba embarazada y llevaba en brazos a un niño que no tendría más de un año.

– La luz de aquí arriba se ha estropeado. Lo siento -dijo ella mientras ellos utilizaban las linternas para iluminar los crujientes y estropeados peldaños.

– Aquí, por favor -dijo ella entrando en la habitación que se encontraba a la izquierda del rellano.

Se parecía mucho a la habitación de abajo, era una combinación de cuarto de estar y dormitorio donde debían dormir dos niños por lo menos. Había un aparato de televisión portátil medio estropeado colocado sobre una mesilla baja y tres niñas y el niño que habían mandado arriba estaban sentados frente al mismo contemplando a un grotesco vaquero cuya alargada cabeza remataba un enorme cuerpo en forma de aguacate.

– Esta televisión necesita una reparación -dijo Milton.

– Ah, sí -dijo ella sonriendo -. Pronto la mandaré arreglar.

– ¿Conoce la tienda de televisión de Jesse, en la calle Primera? -le preguntó Milton.

– Creo que sí -dijo ella asintiendo con la cabeza -, ¿junto al banco?

– Sí. Llévesela a él. Es honrado. Hace veinte años que vive aquí por lo que a mí me consta.

– Lo haré, muchas gracias -dijo ella entregando el rollizo bebé a la mayor de las niñas, una chiquilla de unos diez años que estaba sentada en un extremo de un sofá cubierto por una manta.

– ¿Qué sucede? -preguntó Serge.

– Mi chico mayor ha recibido una paliza -dijo la mujer-. Está en el dormitorio. Cuando le he dicho que había llamado a la policía, se ha encerrado y no quiere salir. Está sangrando por la cabeza y no me deja que le lleve al Hospital General ni a ningún sitio. ¿Podrían ustedes hablar con él o hacer algo?

– No podemos hablar si no abre la puerta -dijo Serge.

– La abrirá -dijo la mujer.

Su enorme estómago casi estaba rasgando por las costuras el vestido negro sin forma. Se acercó descalza hasta una puerta cerrada que se encontraba al fondo de un desordenado pasillo.

– Nacho -llamó-. ¡Nacho! ¡Abre la puerta! Es terco -dijo volviéndose hacia los dos policías -. ¡Ignacio, abre!

Serge se preguntó cuándo debió ser la última vez que su madre había pegado a Nacho. Probablemente nunca. Si es que hubo alguna vez un verdadero padre en la familia, éste no debió preocuparse demasiado en cumplir con su deber. Él nunca se hubiera atrevido a desafiar así a su madre, pensó Serge. Y ella les había criado sin padre. Y la casa estaba siempre impecable, no sucia como ésta. Y ella había trabajado, de lo cual él se alegraba porque si se hubieran acogido a la beneficencia tal como solía hacerse actualmente, probablemente la hubieran aceptado porque quién puede rechazar el dinero.

– Vamos, Nacho, abre la puerta y deja de jugar -dijo Milton -. ¡Y date prisa! No vamos a estar aquí toda la noche.

Giró la cerradura y un fornido muchacho sin camisa de unos dieciséis años abrió la puerta, volvió la espalda y cruzó la estancia dirigiéndose hacia una silla de mimbre en la que al parecer debía haber estado sentado. Se sostenía un sucio paño para lavarse contra la cabeza, sus dedos estaban manchados de sangre seca y grasa de coche.

– ¿Qué te ha pasado? -preguntó Milton entrando en la habitación y encendiendo una lámpara de sobremesa para examinar la cabeza del muchacho.

– Me he caído -dijo mirando insolentemente primero a Milton y después a Serge.

La mirada que le dirigió a su madre enfureció a Serge que sacó un cigarrillo de la cajetilla y lo encendió.

– Mira, no nos importa si se te infecta la cabeza o no -dijo Milton-. Y tampoco nos importa que quieras ser estúpido y meterte en riñas de bandas y mueras en la calle como un estúpido vato. Eso es cosa tuya. Pero piénsalo porque sólo vamos a darte dos minutos para que decidas entre dejarnos llevarte al hospital, que te cosan la cabeza y nos digas qué ha sucedido o acostarte tal como estás y levantarte con una gangrena en el superego, que normalmente sólo tarda tres horas en producir la muerte. Veo que la herida está empezando a formar escamas verdes. Es un síntoma.

El muchacho miró por unos momentos el rostro inexpresivo de Milton.

– Muy bien, ya pueden llevarme al hospital -dijo agarrando una sucia camisa que aparecía colgada de uno de los postes de la cama.

– ¿Qué ha sucedido? ¿Te han pillado los Rojos? -le preguntó Milton girando de lado mientras bajaba la estrecha escalera con Nacho.

– ¿Le traerán a casa? -preguntó la mujer.

– Le llevaremos al Receiving Hospital de Lincoln Heights -dijo Serge -. Usted tendrá que llevárselo a casa.

– No tengo coche -dijo la mujer -. Y tengo a los niños aquí. Quizá pueda acompañarme Ralph que vive en la casa de al lado. ¿Me esperan un momento?

– Se lo traeremos nosotros a casa cuando le hayan curado- dijo Milton.

Éstas eran las cosas que a Serge le molestaban de Milton y que sucedían por lo menos una vez cada noche que trabajaban. Ellos no tenían ninguna obligación de acompañar a la gente desde el hospital, la cárcel o cualquier sitio donde la llevaran. Los coches de la policía sólo hacían viajes de ida. Estaban a sábado por la noche y había cosas mucho más interesantes que hacer en lugar de servirle de niñera a aquel chiquillo. A Milton jamás se le hubiera ocurrido preguntarle a él qué quería hacer, pensó Serge. A Serge le harían falta diez años de trabajar como policía para acostumbrarse a la falta de consideración de Milton. Además, esto era lo malo de esta gente, que siempre había alguien dispuesto a hacerles lo que debieran hacer ellos.

– Se lo traeremos antes de una hora -le dijo Milton a la jadeante mujer que apoyaba su enorme vientre contra la estropeada barandilla habiendo decidido, por lo visto, no acabar de bajar la escalera.

Cuando Serge se volvió para salir, observó que encima del dintel del cuarto de estar de la familia, en la planta baja, había dos postales de santos, de veinte por diez centímetros. Una era de Nuestra Señora de Guadalupe y la otra del Bienaventurado Martín de Porres. En el centro había otra postal, un poco más grande, que contenía una herradura de caballo verde y oro cubierta de brillo y una guirnalda de tréboles de cuatro hojas.

Nacho andaba a la manera en que lo hacían los componentes de las bandas mexicanas y Serge le miraba mientras cruzaban el patio frontal. No vio el coche que bajaba lentamente por la calle con los faros apagados hasta que estuvo cerca. Al principio, creyó que sería otro coche-radio patrullando pero después vio que se trataba de un Chevrolet verde. Unas cuatro o cinco cabezas se vislumbraban apenas desde las ventanillas cosa que le hizo suponer automáticamente a Serge que los asientos estarían bajados y que probablemente era un coche de una banda.

– ¿Quiénes son estos individuos agachados? -preguntó Serge volviéndose hacia Nacho que estaba mirando el coche horrorizado.

El coche se detuvo cerca de la casa de Nacho y por primera vez pareció que los ocupantes del vehículo habían advertido la presencia del coche de la policía parcialmente oculto por una camioneta cargada de chatarra aparcada delante.

Nacho corrió hacia la casa en el momento en que Serge comprendió que aquellos eran los Rojos que debían haber atacado al muchacho y ahora volvían seguramente para rematar mejor su obra.

El hermano pequeño de Nacho hizo sonar alegremente el silbato de la policía.

– ¡Lajura! -dijo una voz desde el interior del coche al ver a los policías emerger de entre las sombras y destacarse a la luz de la puerta abierta. El conductor encendió los faros y el coche aceleró y se detuvo mientras Serge corría tras él haciendo caso omiso de Milton que le gritaba:

– ¡Durán, vuelve aquí!

Serge había planeado confusamente arrastrar fuera del coche al enfurecido conductor mientras apretaba el arranque desesperadamente pero, al llegar a unos tres metros del coche, escuchó un chasquido y un resplandor anaranjado emergió del interior del vehículo. Serge se quedó helado al comprender instintivamente de qué se trataba antes de que su cerebro pudiera entenderlo claramente, al tiempo que el Chevrolet se ponía en marcha, vacilaba y salía rugiendo en dirección Este hacia la avenida Brooklyn.

– ¡Las llaves! -rugió Milton de pie junto a la portezuela abierta del lado del conductor del coche-radio-. ¡Echa las llaves!

Serge obedeció inmediatamente anonadado todavía al comprender que le habían disparado a bocajarro. Saltó al asiento del pasajero y Milton se separó rápidamente del bordillo; la luz roja y la sirena devolvieron a Serge a la realidad.

– ¡Cuatro-A-Once! -gritó al micrófono abierto y empezó a nombrar en voz alta las calles por las que pasaban mientras la locutora de Comunicaciones despejaba la frecuencia de conversaciones para que todas las unidades pudieran estar al corriente de que el Cuatro-A-Once estaba persiguiendo un Chevrolet 1948 que llevaba dirección Este hacia Marcngo.

– ¡Cuatro-A-Once, indíquenos su localización! -gritó la locutora de Comunicaciones.

Serge elevó la radio al máximo y cerró la ventanilla pero aún así le resultaba difícil escuchar a Milton y a la locutora sobre el fondo de silbido de la sirena y el rugido del motor mientras Milton perseguía a los escapados cuyo vehículo ladeado a punto estuvo de colisionar de frente con un coche que había girado a la izquierda.

– Cuatro-A-Once, acercándonos a la calle Soto, dirección Este hacia Marengo-gritó Serge y entonces advirtió que no se había ajustado el cinturón del asiento.

– ¡Cuatro-A-Once, indíquenos localización! ¡Adelante, Cuatro-A-Once! -gritó la locutora mientras Serge buscaba a tientas el cinturón, maldecía y soltaba el micrófono.

– ¡Van a detenerse! -gritó Milton y Serge levantó los ojos y vio que el Chevrolet se detenía en medio de la calle Soto abriéndose inmediatamente las cuatro portezuelas.

– ¡El del asiento posterior de la derecha es el que ha efectuado el disparo! ¡Agárrale!-gritó Milton mientras Serge se echaba a correr por la calle antes de que el coche radio se hubiera detenido por completo.

Varios coches que circulaban tuvieron que frenar bruscamente mientras Serge perseguía al Rojo, que llevaba un sombrero marrón y una camisa Pendleton amarilla, calle Soto abajo hacia Wabash en dirección Este. Serge no se había dado cuenta de que había corrido dos manzanas a toda velocidad hasta que de repente el aire le abrasó los pulmones y las piernas se le aflojaron aunque siguieron corriendo a través de la oscuridad. Había perdido la porra y el gorro y la linterna que sostenía en su oscilante mano izquierda no iluminaba más que la acera que tenía delante. El hombre se le escapó. Serge se detuvo y escudriñó la calle frenéticamente. La calle estaba tranquila y mal iluminada. No escuchó más que los apresurados latidos de su corazón y su propia respiración entrecortada que tanto le asustaba. Oyó ladrar muy cerca a un perro, a su izquierda, y a otro; después escuchó un crujido en el patio posterior de una estropeada casa de madera color amarillo que se encontraba situada a su espalda. Apagó la linterna, se deslizó al interior de un patio más al Oeste y se introdujo entre dos casas. Al llegar a la parte posterior de la casa se detuvo, escuchó y se agachó. El primer perro, que se encontraba a dos casas de distancia, había dejado de ladrar pero el del patio de al lado estaba rugiendo y gañendo como si le apretara una tensa cadena. Pasaban coches iluminando la calzada con sus faros y Serge esperó. Extrajo la pistola al aparecer una graciosa figura en el patio saltando la valla de madera. Se encontraba en la calzada para coches y su silueta se recortaba contra la blanca fachada del garaje con cabida para dos coches, exactamente igual que el hombre de papel del campo de tiro, pero Serge pensó que debía tratarse indudablemente de un menor contra el que no podía dispararse bajo ninguna circunstancia, exceptuando la defensa propia. Sin embargo, decidió serenamente que aquel Rojo no iba a disparar otra vez contra Serge Durán y amartilló el arma, cosa que no desconcertó a la oscura figura que se encontraba a unos cuatro metros de distancia pero sí lo hizo, en cambio, la linterna que le iluminó intensamente con su luz. Serge ya había doblado la carnosa yema de su dedo índice y este Rojo jamás sabría que únicamente una capa microscópica de carne humana cubriendo el hueso del dedo evitó que el percutor cayera al ejercer Serge tal vez una presión de unos cuatrocientos gramos sobre el gatillo del revólver que apuntaba al estómago del muchacho.

– Quieto -dijo Serge en voz baja observando las manos del muchacho y pensando que si se movían, si se movían lo más mínimo…

– ¡No! ¡No! -dijo el chico que miraba hacia la linterna pero permanecía parado con un pie girado a un lado -. No -dijo, y Serge advirtió que se estaba adelantando caminando como un pato, con el arma extendida ante él. Advirtió también la presión que estaba ejerciendo contra el gatillo y siguió preguntándose cómo no habría caído el percutor.

– Como te muevas -dijo Serge rodeando al tembloroso muchacho y situándose a su espalda con la linterna bajo el brazo cacheando al Rojo en busca del arma que había soltado el fogonazo anaranjado.

– No llevo armas -dijo el chico.

– Cállate la boca -dijo Serge con los dientes cerrados y, al no descubrir ningún arma, su estómago se relajó un poco y él empezó a respirar más tranquilo.

Serge esposó cuidadosamente al muchacho con las manos a la espalda, ajustando el hierro hasta que el muchacho hizo una mueca. Desamartilló y enfundó el arma pero las manos le temblaban tanto que, por unos momentos, casi pensó en la posibilidad de enfundar el arma todavía amartillada porque temía que el percutor se deslizara mientras la desamartillaba.

– Vamos -dijo finalmente empujando al muchacho hacía adelante.

Al llegar a la calle de enfrente, Serge vio a varias personas en los porches de las casas mientras dos coches de la policía avanzaban lentamente en direcciones contrarias, buscándole a él sin duda.

Serge empujó al muchacho hacia la calle y cuando el rayo de la primera linterna les iluminó, el coche-radio aceleró y se detuvo frente a ellos.

Rubén Gonsálvez era el oficial pasajero y salió corriendo abriendo la portezuela más cercana del coche.

– ¿Éste es el que te ha disparado? -preguntó.

– Demuéstralo,puto -dijo el muchacho sonriendo ante la presencia de los otros oficiales y de tres o cuatro mirones que se encontraban en los porches de las casas mientras los perros de dos o tres manzanas de casas aullaban y ladraban al escuchar la sirena del coche de auxilio que había acudido apresuradamente en clave tres para ayudarles.

Serge agarró al muchacho por el cuello, le dobló la cabeza y le empujó al asiento posterior, deslizándose a su lado y obligándole a desplazarse a la derecha del vehículo.

– Ahora ya estás con tus amigos,pinche jura -dijo el chico y Serge apretó el hierro hasta que el chico sollozó -. Asqueroso policía.

– Cállate la boca -dijo Serge.

– ¡Chinga tu madre! -dijo el chico.

– Debiera haberte matado.

– ¡Tu madre!

Y entonces Serge advirtió que estaba estrujando los asideros de goma dura de la Smith & Wesson. Estaba apretando la protección del gatillo y recordó qué había sentido al descubrir al muchacho, a la negra sombra que había estado a punto de terminar con él a los veinticuatro años, cuando tenía toda la vida por delante, por motivos que ni él ni este pequeño voto podían entender. No sabía que fuera capaz de una cólera tan aterradora. Pero haber estado a punto de ser asesinado. Era absolutamente absurdo.

– Tu madre -repitió el chico y la furia volvió a apoderarse de Serge, En español no era lo mismo, pensó. Era mucho más sucio, mucho más insoportable, que aquel animal se atreviera a mencionarla otra vez…

– No te gusta esto, ¿verdad,gringo? -dijo el muchacho dejando al descubierto sus blancos dientes en la oscuridad -. ¿Entiendes un poco de español, eh? No te gusta que hable de tu ma…

Y Serge le estaba asfixiando, abajo, abajo, casi hasta el suelo, contemplando el blanco de sus hinchados y aterrorizados ojos, gritando en silencio, y Serge, entre la irresistible furia de su cólera, tanteó los pequeños huesos de la parte delantera de la garganta que, si se quebraban… Entonces Gonsálvez le estaba sosteniendo y echándole hacia atrás. Permaneció tendido de espaldas en la calle, y Gonsálvez, arrodillado a su lado, jadeaba y murmuraba incoherentemente en español e inglés, dándole palmadas en el hombro pero agarrándole fuertemente por un brazo.

– Tranquilo, tranquilo, tranquilo -decía Gonsálvez -. ¡Hombre, Jesucristo! Sergio, no es nada, hombre. Ya estás bien ahora. Tranquilízate, hombre. Hijo la…

Serge se volvió de espaldas al coche radio y se recostó contra el mismo. Jamás había llorado, pensó, jamás, ni siquiera cuando ella murió. Y ahora tampoco lloraba al aceptar el cigarrillo que Gonsálvez le había encendido.

– Nadie lo ha visto, Sergio -dijo Gonsálvez mientras Serge chupaba con aire ausente el cigarrillo, lleno de una desesperada enfermedad que ahora no deseaba analizar, esperando poder controlarse porque estaba más asustado que nunca y sabía vagamente que temía sobre todo las cosas que llevaba dentro.

– Menos mal que esta gente de los porches se había ido -dijo Gonsálvez -. Nadie lo ha visto.

– Te demandaré, asqueroso -dijo una áspera y sollozante voz desde el interior del coche -. Ya te cogeré.

Gonsálvez apretó con más fuerza el brazo de Serge.

– No escuches a este cabrón. Creo que tendrá magulladuras en el cuello. Si las tiene, se las hiciste al detenerle en el patio. Luchó contigo y tú le agarraste por el cuello en el transcurso de la pelea, ¿de acuerdo?

Serge asintió sin preocuparse de nada como no fuera del placer que le estaba proporcionando el cigarrillo al respirar el humo y exhalar una nube a través de la nariz y dar otra intensa chupada.

Al encontrarse sentado en la sala del equipo de investigadores a las dos de la madrugada, Serge apreció a Milton como jamás lo había hecho. Comprendió ahora qué poco conocía al rumoroso y viejo policía de rostro enrojecido que, tras conversar en un susurro con Gonsálvez, se encargó del joven prisionero, informó verbalmente al sargento y a los investigadores y dejó a Serge sentado en la sala de los investigadores, fumando y tomando parte en la redacción de los informes. Los investigadores de la guardia de noche y los oficiales encargados de la vigilancia de menores hicieron horas extraordinarias interrogando a sospechosos y testigos. Cuatro coches radio se encargaron de vigilar las calles, patios, aceras y cloacas del camino seguido durante la persecución desde el lugar en que ésta había comenzado hasta la oscura calzada en la que Serge practicó la detención. Pero eran ya las dos de la madrugada y el arma del muchacho no se había encontrado.

– ¿Más café? -preguntó Milton colocando una taza de oscuro café sobre la mesa junto a la que Serge permanecía sentado escribiendo el informe acerca del disparo que posteriormente se añadiría al informe de la detención.

– ¿Todavía no han encontrado el arma? -preguntó Serge.

Milton sacudió la cabeza tomando un sorbo de su propia taza.

– Tal como yo lo veo, el chico que perseguiste llevaba el arma consigo y la arrojó por aquellos patios. ¿Te imaginas los miles de sitios en que puede ir a ocultarse un arma entre estos pequeños patios llenos de hojarasca? Y probablemente habrá estado en varios patios saltando vallas. Es posible que la haya arrojado al tejado de alguna de las casas. Es posible que la haya enterrado bajo la hierba. Es posible que la haya arrojado lejos de sí a la otra calle. También es posible que se librara de ella durante la persecución. Los hombres no pueden registrar palmo a palmo todos los sitios, todos los emparrados de hierba, todos los tejados de todas las casas y todos los coches aparcados a lo largo de la ruta por la que él puede haberla arrojado.

– Parece que no crees que vayan a encontrarla, ¿verdad?

– Tendrías que estar preparado para esta posibilidad -dijo Milton encogiéndose de hombros -. Sin el arma, no hay caso. Estos pequeños astutos se muestran muy coherentes en sus relatos. No había arma, afirman.

– Tú viste el fogonazo de la boca -dijo Serge.

– Claro que sí. Pero tenemos que demostrar que se trataba de un arma de fuego.

– ¿Y qué me dices del chico que se llama Ignacio? Él lo ha visto.

– No ha visto nada. Por lo menos, dice que no ha visto nada. Afirma que corría hacia la casa cuando escuchó un fuerte chasquido. Que parecía una explosión del tubo de escape, dice.

– Y su madre. Estaba en el porche.

– Dice que no ha visto nada. No quiere complicarse en estas guerras de bandas. Puedes comprender su situación.

– Yo sólo puedo comprender que este pequeño asesino tiene que ser apartado de las calles.

– Ya sé lo que sientes, muchacho -dijo Milton apoyando la mano sobre el hombro de Serge y acercándose una silla -. Y escucha, este muchacho no ha mencionado nada de lo que ha sucedido después, ya sabes a qué me refiero. Por lo menos, hasta ahora no. He visto unas señales que tiene en el cuello, pero es de piel morena. No se notan mucho.

Serge contempló la oscuridad de la taza e ingirió un trago ¿el amargo y caliente café.

– Una vez un individuo me arrojó un cuchillo -dijo Milton tranquilamente-. No hace mucho tiempo. Casi me abre este montón de intestinos -Milton se dio unas palmadas sobre el abombado vientre-. Tenía un cuchillo afilado de veinte centímetros y quería darme. Algo me hizo mover. Yo no lo vi venir. Estaba interrogando al sujeto porque le había sorprendido en posesión de drogas. Algo me hizo mover. Quizá lo oí, no sé. Al no acertar, retrocedí, caí y extraje el arma en el momento en que se disponía a intentarlo de nuevo. Dejó caer el cuchillo y sonrió como diciendo "Esta vez ganas tú, polizonte". Guardé el arma, saqué la porra y le rompí un par de costillas y tuvieron que aplicarle trece puntos en la cabeza. Sé que le hubiera matado si mi compañero no me hubiera detenido. Jamás había hecho algo parecido antes ni lo hice después. Pero por aquel entonces estaba atravesando dificultades de tipo personal, un divorcio y todo eso, y aquel bastardo intentó vencerme y yo me desahogué, nada más. Jamás lamenté lo que le hice, ¿comprendes? Me molestó lo que me hice a mí mismo. Quiero decir que me arrastró a la selva y me convirtió también en un animal y eso es lo que me molestaba. Pero pensé en ello durante algunos días y al final llegué a la conclusión de que me había comportado como un sujeto normal y no como un policía. Un policía no debe asustarse, ni sobresaltarse ni encolerizarse si algún bastardo intenta convertirle en una canoa con un cuchillo. Hice lo que cualquier sujeto hubiera hecho. Pero ello no significa que no hubiera podido hacerlo de otra manera de haberse repetido la situación. Y te diré una cosa, sólo le dieron ciento veinte días por casi asesinarme y no le preocupó pero creo que aprendió algo de lo que yo le hice y que es posible que lo pensara dos veces antes de arrojarle el cuchillo a otro policía. Estamos en un trabajo brutal, muchacho. No pienses demasiado las cosas. Y si te enteras de algo acerca de ti mismo que mejor hubiera sido que no supieras, bien, pasa de largo y todo saldrá bien.

Serge asintió con la cabeza en dirección a Milton para dar a entender que comprendía lo que su compañero le estaba diciendo. Se terminó el café y encendió otro cigarrillo en el momento en que uno de los investigadores penetró en la sala portando una linterna y un bloc de notas amarillo. El investigador se quitó la americana y cruzó la estancia en dirección a Serge y Milton.

– Vamos a encerrar a estos cuatro lechuguinos -dijo el detective, un joven sargento de cabello rizado cuyo nombre Serge no podía recordar -. Tres de ellos tienen diecisiete años y van a ir a la calle Georgia pero les aseguro que saldrán el lunes. No tenemos pruebas.

– ¿Cuántos años tiene el que disparó contra mi compañero? -preguntó Milton.

– ¿Primitivo Chávez? Es mayor de edad. Dieciocho años. Irá a la Prisión Central pero tendremos que soltarle al cabo de cuarenta y ocho horas si no podemos encontrar el arma.

– ¿Y el proyectil? -preguntó Serge.

– Por donde estaba usted y por donde se encontraban estos chicos en el Chevy, me imagino que la trayectoria del proyectil tendría que ser de cuarenta y cinco grados por lo menos fuera de la ventanilla del coche. Le hubiera alcanzado en la cara de haberse apuntado bien pero puesto que no fue así, creo que debió ir a parar aproximadamente entre la casa en la que ustedes estuvieron y la de al lado, al Oeste. Está separada de la otra por una parcela de terreno. En otras palabras, creo que el maldito proyectil no habrá dado en ningún sitio y que se encontrará ahora seguramente por la carretera cerca del Hospital General. Lo siento, muchachos, quisiera poder agarrar a estos sujetos tanto como ustedes. Suponemos que uno de ellos, el llamado Jesús Martínez, está mezclado en un asesinato entre bandas que tuvo lugar en Highland Park donde un muchacho fue muerto. Pero tampoco hemos podido demostrarlo.

– ¿Y qué me dice del test de la parafina, Sam? -dijo Milton -. ¿No puede demostrar si un individuo ha disparado un arma?

– No sirve de nada, Milton -dijo el investigador -. Sólo en las películas. Un individuo puede presentar nitrato en las manos por otras mil causas. El test de la parafina no sirve de nada.

– Quizá un testigo o quizá mañana aparezca el arma -dijo Milton.

– Quizás -contestó el investigador con tono de duda -Me alegro de no ser un oficial de menores. Sólo nos llaman cuando estos sinvergüenzas empiezan a dispararse unos a otros. Me molestaría tener que tratar con ellos cada día por robos corrientes y hurtos y cosas parecidas. Prefiero la investigación de adultos. Por lo menos, las pasan un poco moradas cuando demuestro su culpabilidad.

– ¿Qué clase de antecedentes tienen? -preguntó Milton.

– Más o menos los que usted se imagina: muchos robos, montones de coches robados, hurtos, drogas y alguna que otra violación. Chávez había sido enviado a un campamento reformatorio en otra ocasión. Los demás jamás habían sido enviados a ningún reformatorio. Éste es el primer delito que Chávez comete como mayor de edad. Cumplió los dieciocho años el mes pasado. Por lo menos, probará a qué sabe la cárcel para hombres durante unos días.

– Esto no le servirá más que de tema de conversación cuando regrese a su barrio -dijo Milton.

– Creo que sí -dijo el investigador suspirando -. Será más respetado si cabe por haber conseguido escaparse del castigo tras disparar a Durán. Yo he procurado aprender algo de todos estos pequeños componentes de bandas que ustedes suelen traer. ¿Quieren saber una cosa? Síganme.

El investigador les acompañó hasta una puerta cerrada con llave que, al abrirse, reveló un pequeño armario lleno de equipos de sonido y grabación. El investigador puso en marcha la grabadora y Serge reconoció la insolente y fina voz de Primitivo Chávez.

– No he disparado a nadie, hombre. ¿Por qué tendría que haberlo hecho?

– ¿Y por qué no? -dijo la voz del investigador.

– Ésta ya es una pregunta mejor.

– Sería mejor que dijeras la verdad, Primo. La verdad siempre le hace a uno sentirse mejor y despeja el camino para un comienzo mejor.

– ¿Un comienzo mejor? Me gustan mis comienzos. ¿Qué le parecería un pitillo?

La cinta corrió en silencio unos momentos y Serge escuchó el sonido de una cerilla al encenderse y después de nuevo la voz del investigador.

– Encontraremos el arma, Primo, es una cuestión de tiempo.

El muchacho se echó a reír con una risa despectiva y Serge advirtió que se aceleraban los latidos de su corazón al recordar qué había sentido mientras apretaba aquella delgada garganta.

– Nunca encontrarán un arma -dijo el muchacho -. Eso no me preocupa.

– La habrás escondido muy bien supongo -dijo el investigador -. Me imagino que serás inteligente.

– Yo no he dicho que tuviera un arma. He dicho simplemente que nunca encontrarán un arma.

– Lee esto -le ordenó de repente el investigador.

– ¿Qué es? -preguntó el muchacho recelosamente.

– Una revista de noticias. La he encontrado por aquí. Léeme eso.

– ¿Y para qué, hombre? ¿Qué clase de juego está jugando?

– Es un pequeño experimento. Lo hago con todos los componentes de bandas.

– ¿Quiere demostrar algo?

– Quizás.

– Bueno, pues demuéstrelo con otro.

– ¿Hasta cuándo fuiste a la escuela, Primo?

– Grado doce. La dejé al llegar al grado doce.

– ¿Sí? Entonces sabrás leer muy bien. Abre la revista y lee lo que quieras.

Serge escuchó el rumor de las páginas y después un momento de silencio seguido de un:

– Mira, hombre, no tengo tiempo que perder en juegos de niños.Vete a la chingada.

– No sabes leer, ¿verdad, Primo? Y te hicieron pasar el grado doce esperando que el hecho de estar en el grado doce te convertiría en un alumno de grado doce pero te pusieron las cosas difíciles al comprender que no podían dar el diploma a un analfabeta. Aquella buena gente te fastidió, ¿verdad, Primo?

– ¿De qué estás hablando, hombre? Prefiero hablar del disparo que dices que de esta mierda.

– ¿Hasta dónde has ido de lejos, Primo?

– ¿De lejos?

– Sí, de lejos. Tú vives en los proyectos de albergues del refugio de animales, ¿no es cierto?

– La Ciudad de los Perros, hombre. Puedes llamarla Ciudad de los Perros, no nos avergonzamos.

– Muy bien, Ciudad de los Perros. ¿Cuál es el sitio más alejado de la Ciudad de los Perros en el que has estado? ¿Has estado alguna vez en el Lincoln Heights?

– ¿Lincoln Heights? Pues claro que he estado allí.

– ¿Cuántas veces? ¿Tres?

– Tres, cuatro, no sé. Oye, ya me he hartado de esta conversación. No sé qué demonios quieres.

– Toma otro cigarrillo -dijo el investigador-. Y quédate unos cuantos para después.

– De acuerdo, a cambio de cigarrillos puedo aguantar esta mierda.

– Lincoln Heights debe estar como a unos tres quilómetros de la Ciudad de los Perros. ¿Has estado alguna vez más lejos?

La grabadora volvió a guardar silencio nuevamente y al final dijo el muchacho:

– He estado en El Sereno. ¿Está muy lejos eso?

– A cosa de un quilómetro y medio más lejos.

– Por consiguiente, he visto bastante.

– ¿Has visto alguna vez el mar?

– No.

– ¿Y un río o un lago?

– He visto un río, el maldito L.A. El río pasa justamente por la Ciudad de los Perros, ¿no?

– Sí, a veces hay algunos centímetros de agua en el canal.

– Y a quién le importa esta mierda. Tengo todo lo que quiero en la Ciudad de los Perros. No quiero ir a ningún otro sitio.

La cinta permaneció en silencio nuevamente y el chico dijo:

– Espera un momento. He estado más lejos. A ciento cincuenta quilómetros quizás.

– ¿Dónde está eso?

– En un campamento. La última vez que me atraparon por robo me enviaron al campamento reformatorio cuatro meses. Me alegré mucho de volver a la Ciudad de los Perros.

El investigador sonrió y apagó la grabadora.

– Yo diría que Primitivo Chávez es un típico miembro adolescente de banda.

– ¿A dónde quiere usted ir a parar, Sam? -preguntó Milton-. ¿Quiere rehabilitarle?

– Yo, no -dijo el investigador sonriendo -. Ahora no podría hacerlo nadie. Le podría ofrecer usted a Primo dos millones de dólares y no abandonaría la Ciudad de los Perros, ni la banda ni la diversión de tumbar a uno de los Vagabundos… o incluso a un policía. Primo ya es demasiado mayor. Ya está moldeado. Está perdido.

– Se lo merece -dijo Milton amargamente -. Este pequeño hijo de perra morirá a hierro.

8 Aulas de clase

– Ya le he explicado dos veces que su firma en esta citación por infracción de tráfico no es más que una promesa de comparecencia. No admite usted su culpabilidad. ¿Comprende?- dijo Rantlee echando una ojeada al grupo de mirones que se había formado de repente.

– Bueno, pero no firmo -dijo el conductor del camión de remolque apoyado contra el blanco camión con sus morenos y musculosos brazos cruzados sobre el pecho.

Levantó la cara hacia el sol que se ponía al terminar su frase y miró con aire triunfante a los mirones que sumaban ahora unos veinte. Gus se preguntó si no sería oportuno subir al coche-radio y hacer una llamada de auxilio.

¿Por qué esperar a que empezara? La multitud podía matarles rápidamente. ¿Sería conveniente esperar unos minutos más? ¿Parecería una cobardía hacer una llamada de auxilio para que acudieran otras unidades sólo porque el conductor estaba discutiendo y fanfarroneando ante los mirones? Probablemente no tardaría mucho en firmar el impreso.

– Si se niega a firmar, no tendremos más remedio que detenerle -dijo Rantlee-. Si firma, os como depositar una fianza. Su palabra es la fianza y nosotros podemos dejarle marchar. Tiene derecho a un juicio, un juicio con jurado si así lo desea.

– Eso es lo que voy a pedir también. Un juicio con jurado.

– Muy bien. Ahora, por favor, firme el impreso.

– Le voy a hacer pasar todo el día que tenga libre ante el tribunal.

– ¡Muy bien!

– ¿Le gusta, verdad, andar por ahí repartiendo impresos a los negros?

– Mire a su alrededor, señor -dijo Rantlee con el rostro intensamente enrojecido -. Por las calles de por aquí no hay más que negros. ¿Por qué se imagina que le he escogido a usted?

– Cualquier negro le sirve, ¿verdad? Ha dado la casualidad de que me ha escogido a mí.

– Ha dado la casualidad de que usted ha pasado estando el semáforo rojo. ¿Va usted a firmar el impreso?

– Pero le gusta más atrapar a los conductores de camiones-remolque que trabajan por su cuenta y riesgo, ¿verdad? Siempre persiguiéndonos y quitándonos de los lugares de los accidentes para que los camioneros que están en contacto con el Departamento de Policía puedan conseguir el remolque para ellos.

– Cierre el camión si no va a firmar. Vamos a la comisaría.

– Ni siquiera ha puesto mi verdadero nombre en el impreso. Yo no me llamo Wilfred Sentley.

– Eso dice su permiso.

– Mi verdadero nombre es Wilfred tres-equis. Me lo ha dado el mismísimo profeta.

– Me parece muy bien. Pero, para los fines que nos ocupan, puede usted firmar con su nombre de esclavo en el impreso. Ponga Wilfred Sentley.

– Le encanta trabajar aquí, ¿verdad? Apuesto a que se ensucia en los pantalones cada día al pensar en el placer de venir aquí y fastidiar a todos los negros que pueda.

– Sí, háztelo encima, blanco -dijo una voz por detrás del grupo de adolescentes -, así te sentirás mucho mejor.

El grupo de escolares que habían acudido corriendo desde el puesto de "perros calientes" del otro lado de la callc estallaron en carcajadas.

– Sí, me encanta trabajar aquí -dijo Rantlee con voz sin tono pero su rostro enrojecido le delataba y se detuvo-. Cierre el camión -dijo finalmente.

– Mirad cómo trata a los negros, hermanos y hermanas -gritó el hombre volviéndose hacia el grupo de la acera que había duplicado su número y ahora bloqueaba el acceso al coche de la policía. Ahora a Cus le temblaba la mandíbula y cerró fuertemente los dientes. "Las cosas han ido demasiado lejos", pensó Gus.

– ¿Veis lo que hacen? -gritó el hombre, y varios muchachos del grupo se unieron a un belicoso borracho de elevada estatura de unos veintitantos años que salió a la calle procedente del salón de limpiabotas La Comodidad diciendo que podía matar a cualquier asqueroso policía blanco con sus dos manos negras, cosa que provocó el clamor y los vítores de los muchachos negros que le animaban a proseguir.

Rantlee se abrió paso entre la muchedumbre y Gus comprendió que se dirigía hacia el coche al tiempo que advertía angustiado que se había quedado solo en el centro de un anillo de rostros, algunos de los cuales seguramente le ayudarían, se dijo a sí mismo. Si sucedía algo, alguien le ayudaría. Se dijo a sí mismo que no era odio lo que veía reflejado en todos los rostros porque tenía la imaginación exaltada en estos momentos; su temor cedió levemente al abrirse paso de nuevo Rantlee entre la gente.

– Muy bien, hay cinco vehículos en camino -le dijo Rantlee a Gus volviéndose después al camionero-: Ahora firme usted y si quiere empezar algo, tenemos ayuda que llegará dentro de un par de minutos y le ajustará las cuentas a usted y a cualquiera que decida armar alboroto.

– ¿Tiene un cupo para escribir, verdad? -dijo el hombre en ademán despectivo.

– Antes teníamos un cupo, ahora puedo escribir todos los malditos impresos que quiera-dijo Rantlee y sostuvo el lápiz a la altura de la cara del camionero -. Es la última oportunidad que tiene de firmar porque cuando llegue aquí el primer coche de la policía, irá usted a la cárcel tanto si firma como si no.

El hombre se adelantó y miró fijamente durante un buen rato los ojos grises del joven policía. Gus observó que era tan alto como Rantlee y tan bien formado como éste. Después, Gus miró a los tres jóvenes con gorros campesinos negros y túnicas blancas rusas que murmuraban entre sí junto al bordillo observando a Gus. Sabía que tendría que habérselas con ellos si sucedía algo.

– Está llegando su hora -dijo el camionero arrancando el lápiz de la mano de Rantlee y garabateando su nombre sobre la superficie de la citación -. No va a tener la sartén por el mango mucho tiempo.

Mientras Rantlee arraneaba del bloc de impresos la copia blanca destinada al infractor, el camionero dejó caer al suelo el lápiz y Rantlee fingió no darse cuenta. Éste le entregó la copia al conductor que se la arrancó de la mano y siguió hablando con la gente mientras Gus y Rantlee se dirigían al coche al que subieron separándose lentamente del bordillo mientras varios negros se apartaban rezongando de su camino. Ambos hicieron caso omiso de un fuerte porrazo que advirtieron comprendiendo que uno de los que lucían gorros campesinos habían propinado un puntapié al guardabarros para regocijo de los muchachos.

Se detuvieron unos segundos y Gus cerró la portezuela mientras un muchacho de camisa amarilla, en un último alarde de fanfarronería, se paseaba frente a ellos. Gus se sobresaltó al volverse hacia la derecha y ver una cara negra a pocos centímetros de la suya, pero se trataba de un niño de unos nueve años que se limitaba a examinar a Gus mientras Rantlee trataba impacientemente de poner de nuevo en marcha el motor. Gus no vio más que curiosidad infantil en aquel rostro y todos se estaban ya marchando a excepción de los tres individuos de los gorros campesinos. Gus dirigió una sonrisa hacia el pequeño rostro y los negros ojos que no se apartaban de los suyos.

– Hola, jovencito -dijo Gus con voz débil.

– ¿Por qué le gusta disparar contra los negros? -le preguntó el niño.

– ¿Quién te lo ha dicho? Eso no es…

Al arrancar, el coche le echó hacia atrás en el asiento mientras Rantlee rugía hacia el Sur por la Broadway y al Oeste por la calle Cuarenta y Cuatro de vuelta a su zona. Gus se volvió y vio al pequeño de pie todavía en la calle mirando el coche de la policía que se alejaba velozmente.

– No tenían la costumbre de formar grupos así -dijo Rantlee encendiendo un cigarrillo -. Hace tres años, cuando empecé a trabajar, me gustaba trabajar por aquí porque los negros comprendían nuestro trabajo casi tan bien como nosotros mismos y la gente no solía reunirse así. Pero ahora es distinto. Forman grupos a la menor excusa. Se están preparando para algo. No debiera dejar que me azuzaran. No debiera discutir con ellos. Pero la presión me está empezando a hacer efecto. ¿Te has asustado mucho?

– Sí -dijo Gus preguntándose si debió resultar muy claro que se había quedado como paralizado como sólo le había sucedido quizás en un par de ocasiones a lo largo del año transcurrido. El día menos pensado, se vería obligado a intervenir utilizando la fuerza y se encontraría paralizado de esta manera. Entonces se conocería a sí mismo. Hasta ahora, siempre había intervenido algo que le había salvado. Había escapado a su destino pero el día menos pensado lo vería.

– Yo no me he asustado lo más mínimo -dijo Rantlee.

– ¿No?

– No, pero alguien se ha ensuciado en mis pantalones -dijo sonriendo mientras fumaba el cigarrillo y ambos se echaron a reír descargando así la tensión.

– Una muchedumbre así puede acabar con uno en un par de minutos -dijo Rantlee expulsando una nube de humo por la ventanilla, y Gus pensó que éste no les había dado a entender en modo alguno a los mirones que estaba atemorizado.

Rantlee sólo tenía veinticuatro años y aún parecía más joven como consecuencia de su cabello rojizo y su tez rosada.

– ¿Te parece que anulemos la ayuda que has pedido? -le preguntó Gus -. Ahora no les necesitamos.

– Claro que sí -dijo Rantlee y miró a Gus con curiosidad al decir éste:

– Tres-A-Noventa y Uno, anulen la ayuda a la Cincuenta y Uno y Broadway Sur, la multitud se ha dispersado.

Gus no recibió respuesta y Rantlee esbozó una sonrisa más amplia advirtiendo entonces Gus que la radio estaba cerrada. Vio que el cordón del micro estaba suelto y comprendió que alguien habría arrancado el hilo cuando les habían rodeado.

– Entonces les engañaste cuando dijiste que llegaban refuerzos.

– ¡Y qué creías! -dijo Rantlee y Gus se alegró de que se estuvieran dirigiendo hacia el taller de radio y después a la zona Crenshaw que era la zona de "medias de seda" de la División de la Universidad, donde todavía residían muchos blancos.

Los negros de aquella zona eran "negros de la zona Oeste" y las residencias de sesenta mil dólares de las Baldwin Hills miraban hacia los grandes almacenes en los que uno no se encontraría rodeado por un anillo de rostros negros hostiles.

En la pared de un edificio de apartamentos de estuco que daba a la Carretera del Puerto, Gus observó, escrito con letras de más de un metro de altura: "El Tío Remus es un Tío Tom"; Rantlee enfiló después la carretera dirigiéndose a gran velocidad hacia el Norte, Al cabo de poco rato, las altas palmeras que bordean la calzada de Los Ángeles central Sur fueron sustituidas por los edificios civiles y pronto se encontraron en el centro de la ciudad dirigiéndose tranquilamente hacia el edificio de los talleres de radio de la policía para que les cambiaran el micrófono.

Gus admiró a las hermosas mujeres de las calles del centro, advirtió una ligera oleada de calor y pensó que ojalá Vickie estuviera todavía despierta esta noche. A pesar de las precauciones, Vickie ya no era tan buena amante como antes, pero él pensaba que era lógico. Después advirtió la subrepticia sensación de culpabilidad que había estado experimentando periódicamente desde que Billy había nacido y comprendió que era ridículo culparse a sí mismo; sin embargo, cualquier hombre inteligente hubiera procurado que una muchacha de veintitrés años no diera a luz a tres hijos en menos de cinco años de matrimonio, sobre todo teniendo en cuenta que la muchacha no estaba madura y dependía de su marido en todas sus decisiones en el convencimiento de que éste era un hombre fuerte; qué gracia.

Tras haberse confesado a sí mismo que el matrimonio había sido un error todo le había resultado más fácil. Una vez te enfrentas cara a cara con algo, te resulta más fácil de soportar. ¿Cómo podía él saber qué era la vida a los dieciocho años? Seguía sin saberlo ahora pero por lo menos ahora sabía que la vida era algo más que un incesante anhelo de sexo y de amor romántico. Vickie era una chica bonita con un cuerpo precioso y él siempre se había tenido que conformar con chicas vulgares toda su vida, incluso en su último año de escuela cuando no pudo encontrar a una chica como es debido para el baile de gala de Navidad y tuvo que terminar con Mildred Greer, la vecina de la casa de al lado que no tenía más que dieciséis años y parecía una lanzadora de peso. Le puso en ridículo al presentarse con un traje de gasa de color de rosa que hubiera resultado anticuado diez años antes. Por consiguiente no tenía que culpársele demasiado por haberse casado con Vickie cuando ambos eran muy jóvenes y no conocían nada a excepción de sus propios cuerpos. ¿Qué otra cosa importaba a los dieciocho años?

– ¿Ves a este individuo de melena rubia? -le preguntó Rantlee.

– ¿A qué individuo?

– Al de la camisa verde. ¿Te has dado cuenta de que nos ha visto y ha cruzado a toda prisa el aparcamiento?

– No.

– Es curioso la cantidad de gente que sufre la fiebre de la policía y echa a correr en dirección contraria. Es imposible perseguirles a todos. Pero no puedes evitar pensar en ellos. Estimulan tu curiosidad. ¿Qué secreto tendrán? Siempre me lo pregunto.

– Ya sé a qué te refieres -dijo Gus y después se preguntó cómo era posible que una muchacha bonita como Vickie fuera tan débil y poco independiente.

Siempre había pensado que las personas atractivas tenían que poseer lógicamente cierta dosis de seguridad. Siempre había pensado que si él hubiera sido fornido, no hubiera tenido tanto miedo de la gente y no hubiese sido tan incapaz de conversar libremente con la gente, a excepción de los amigos íntimos. Sus amigos íntimos eran muy pocos y, en este momento, exceptuando a su amigo de la infancia Bill Halleran, no podía pensar en nadie con quien le apeteciera estar. Aparte Kilvinsky. Pero Kilvinsky era mucho mayor y no tenía familia ahora que su ex-esposa había vuelto a contraer matrimonio. Cada vez que venía a su casa a cenar, Kilvinsky jugaba con los niños de Gus y después se ponía triste hasta el extremo de que incluso Vickie lo había observado. Aunque apreciaba mucho a Kilvinsky, que para él era un maestro y más que un amigo, ahora no le veía con mucha frecuencia desde que Kilvinsky había decidido trasladarse a la División de Comunicaciones que él decía que era un lugar de pastizales para los viejos policías. El mes pasado se había retirado de repente y se había trasladado a Oregón donde Gus se lo imaginaba con una camisa kaki muy ancha y unos pantalones kaki, con el cabello plateado aplastado por el gorro de base-ball que siempre se encasquetaba cuando iba a pescar.

La excursión de pesca al río Colorado que había realizado con Kilvinsky y otros tres policías había sido una excursión maravillosa y ahora pensaba en Kilvinsky tal como le había visto junto al río, mascando la gastada boquilla sin hacer caso del cigarrillo encendido que esta sostenía, arrojando y enroscando el sedal con soltura y demostrando que sus anchas y duras manos no eran simplemente fuertes sino también ágiles y rápidas. Una vez que había estado cenando en su casa, cuando acababan de comprar la casa de tres habitaciones y aún les faltaban muchos muebles, Kilvinsky se llevó al pequeño John a una habitación prácticamente vacía y empezó a arrojarle al aire con sus grandes y seguras manos hasta que John e incluso Gus, que lo estaba observando, empezaron a reírse con tanta fuerza que apenas podían respirar. E inevitablemente Kilvinsky se puso triste tras acostarse los niños. Una vez, al preguntarle Gus por su familia, le dijo que vivía en Nueva Jersey y Gus comprendió que no era oportuno preguntarle más. Todos sus restantes amigos de la policía eran simplemente amigos "de servicio". Se preguntaba por qué no le gustaría ningún otro tal como le gustaba Kilvinsky.

– Quiero marcharme de la División de Universidad -dijo Rantlee.

– ¿Por qué?

– Los negros me están sacando de mis casillas. A veces pienso que voy a matar a uno cualquier día si hace lo que ha hecho hoy el bastardo del camión-remolque. Si alguien hubiera iniciado el primer movimiento, aquellos salvajes nos hubieran cortado la cabeza y nos la hubieran reducido. Antes de empezar a trabajar aquí, yo ni siquiera usaba la palabra negro. Me molestaba. Ahora es la palabra que más utilizo de mi vocabulario. Expresa todo lo que siento. Todavía no la he usado delante de ninguno de ellos pero seguramente lo haré más tarde o más temprano y él me denunciará y a mi me suspenderán.

– ¿Te acuerdas de Kilvinsky? -dijo Gus -. Siempre decía que los negros eran la punta de lanza de un ataque más importante a la autoridad y a la ley que se producirá seguramente en los próximos diez años. Siempre decía que no debía cometerse el error de pensar que el enemigo era el negro. Decía que no era tan sencilla la cuestión.

– Es extraño lo que me está pasando -dijo Rantlee-. Veo que estoy de acuerdo con todos los hijos de perra de derechas sobre los que leo. Y yo no fui educado así. Mi padre es un liberal a ultranza y estamos empezando a no querer vernos el uno al otro porque cada vez que lo hacemos empezamos a discutir. Estoy empezando a simpatizar con todas estas rabiosas causas anticomunistas. Y sin embargo, admiro, al mismo tiempo, a los rojos por su eficiencia. Saben mantener el orden, qué demonios. Saben hasta dónde puede soltarse a la gente antes de tirar de la cadena. Es un lío, Plebesly. Todavía no he conseguido aclararme.

Rantlee se pasó los dedos por el ondulado cabello y golpeó con la mano el borde de la ventanilla mientras hablaba, después giró hacia la calle Primera. Gus pensó que no le importaría trabajar en la División Central porque el centro de Los Ángeles le resultaba muy excitante con tantas luces y tanta gente, no obstante también era sórdido si se miraba más de cerca a la gente que habitaba por las calles del centro. Pero, por lo menos, la mayoría eran blancos y uno no tenía la sensación de encontrarse en campo enemigo.

– Tal vez no es justo que culpe a todos los negros -dijo Rantlee-. Quizá sea una combinación de causas pero por Dios que los negros tienen buena parte en ello.

Gus todavía no se había terminado el café cuando acabaron de arreglarles la radio y corrió apresuradamente al lavabo del taller y, al salir, observó, al contemplarse en el espejo, que su fino cabello color paja se le estaba cayendo mucho. Supuso que al llegar a los treinta sería calvo, pero qué más daba, pensó tristemente. Observó también que el uniforme estaba empezando a brillar lo cual era señal de veteranía pero también observó que empezaba a estar raído por el cuello y las bocamangas. Temía tener que comprarse otro porque resultaban tremendamente caros. Los confeccionistas de uniformes mantenían el mismo precio elevado por todo Los Ángeles y no había más remedio que pagarlo.

Rantlee parecía de mejor humor cuando enfilaron de nuevo la Carretera del Puerto para reanudar su ronda.

– ¿Te has enterado de los tiroteos de la calle Newton?

– No -dijo Gus.

– Un policía está en dificultades por haber disparado contra un sujeto que trabaja en una tienda de licores de la Olympic. El oficial se acerca a la tienda respondiendo a la llamada de alarma y justo cuando se dispone a atisbar por la ventana para ver si es cierto o se trata de una falsa alarma, el propietario sale corriendo y empieza a gritar y a señalar hacia una calleja al otro lado de la calle. Un oficial corre hacia la calleja mientras el otro rodea la manzana y se aposta en un lugar en el que supone que aparecerá cualquiera que se halle oculto detrás y al cabo de pocos minutos escucha unos pasos corriendo y se oculta detrás de la esquina de un edificio de apartamentos con el arma preparada; al cabo de unos segundos sale un individuo por la otra esquina con una Mauser en la mano y el oficial le grita alto, el individuo gira y el oficial naturalmente dispara cinco tiros.

Rantlee se apretó el puño cerrado contra el pecho para indicar el lugar en que se habían alojado las balas.

– ¿Y qué tiene de malo este tiroteo?'-preguntó Gus.

– El individuo era empleado de la tienda y estaba persiguiendo al sospechoso con el arma de su jefe.

– El oficial no podía saberlo. No veo que haya ninguna dificultad. Es una desgracia, pero…

– El individuo era negro y algunos periódicos negros están escribiendo artículos de tipo sensacionalista; ya sabes que los pobres inocentes son asesinados diariamente por tropas de asalto que ocupan Los Angeles central Sur. Y que el propietario judío del ghetto envía a sus lacayos negros a hacer los trabajos que él no se atreve a hacer. Es extraño que los judíos soporten a los negros que les odian tanto.

– Creo que se habrán olvidado de lo mucho que han sufrido ellos personalmente -dijo Gus.

– Puede ser -dijo Rantlee -. Pero creo que es porque ganan mucho dinero con estos pobres negros ignorantes, alquilándoles tiendas y casas. Desde luego que no viven entre ellos. Dios mío, ahora me he convertido en enemigo de los judíos. Te lo digo, Plebesly, me trasladaré al valle o a Los Ángeles Oeste o a cualquier otro sitio. Estos negros me están volviendo loco.

Acababan de llegar a su zona cuando Gus le recordó la llamada correspondiente a la riña familiar de la Calle Mayor.

– Oh no -dijo Rantlee refunfuñando -. Otra vez a la maldita zona Este.

Y Gus observó que Rantlee, que no era un conductor especialmente lento, se dirigía al lugar de la llamada a paso de caracol. Al cabo de pocos minutos aparcaron frente a una casa antigua de dos plantas, alta, estrecha y gris. Parecía que la habitaban cuatro familias y supieron a qué puerta llamar por los gritos que se escuchaban desde la calle. Rantlee dio tres puntapiés a la parte baja de la puerta para que pudieran escucharles desde dentro a través del barullo de voces.

Una gruesa mujer de hombros cuadrados de unos cuarenta y tantos años les abrió la puerta. Llevaba en brazos a un regordete niño negro y en la otra mano sostenía una escudilla con una grisácea comida para niños y una cuchara. El rostro del niño aparecía cuajado de papilla y sus braguitas eran tan grises como las paredes de la casa.

– Entren, oficiales -dijo ella con un movimiento de cabeza-. Yo soy la que ha llamado.

– Sí, asquerosa perra, llama a la ley -dijo un hombre de ojos acuosos que lucía una sucia camiseta -. Pero, ya que están aquí, diles cómo te gastas en bebida el talón de la asistencia benéfica y cómo tengo que mantener yo a estos chicos y tres de ellos ni siquiera son míos. Díselo.

– Bueno, bueno -dijo Rantlee levantando las manos para imponer silencio y Gus observó que los cuatro chiquillos sentados en un combado sofá contemplaban el aparato de televisión sin prestar atención alguna a la pelea ni a la llegada de los oficiales.

– Menudo marido eres tú -le espetó ella -. Miren, cuando está borracho, se me echa encima y empieza a pegarme, tanto si están los niños como si no. Así es él.

– Esto es una maldita mentira -dijo el hombre y Gus comprendió que ambos estaban medio bebidos. El hombre debía tener unos cincuenta años y tenía unos hombros muy macizos y unos bíceps profundamente surcados de venas.

– Le voy a decir cómo están las cosas -le dijo a Rantlee-. Usted es un hombre y yo soy un hombre y trabajo todos los días.

Rantlee se volvió hacia Gus y le guiñó el ojo y Gus se preguntó a cuántos negros habría escuchado empezar a hablar con la observación de "Usted es un hombre y yo soy un hombre", temerosos de que la ley de los blancos no pudiera creerlo realmente. Sabían que a los policías podía impresionarles favorablemente el hecho de que trabajaran y no vivieran de la beneficencia. Se preguntó a cuántos negros habría escuchado decir "trabajo todos los días" a los representantes blancos de la ley y hacían bien', pensó Gus, porque había visto el resultado que daba, había visto que un policía podía desistir de imponer una multa de tráfico a un negro con casco de obrero o un hato con la comida o un limpiador de suelos o cualquier otra herramienta de trabajo. Gus había advertido que los policías esperaban tan poco de los negros que un simple empleo y unos niños limpios eran prueba irrefutable de que aquel era un hombre honrado en contraposición con los que llevaban a sus hijos sucios y que serían probablemente el enemigo.

– No hemos venido a arbitrar en una pelea -dijo Rantlee-. ¿Por qué no nos calmamos y hablamos? Usted venga aquí, señor, y hable conmigo. Usted, señora, hable con mi compañero.

Rantlee acompañó al hombre a la cocina para separarles, cosa que Gus sabía que iba a hacer.

Gus escuchó a la mujer sin apenas atender a sus palabras porque había escuchado relatos similares muchas veces y cuando les contaban a la policía sus problemas, sus problemas perdían parte de su gravedad. Después, probablemente podrían convencer al hombre de que diera un paseo un rato y regresara a casa cuando todo se hubiera enfriado; así era como había que manejar las riñas.

– Este hombre es un verdadero perro, oficial -dijo la mujer introduciendo una cucharada de comida en la rosada boquita del lloroso chiquillo al que sólo calmaba la cuchara-. Este hombre es terriblemente celoso y bebe constantemente y en realidad no trabaja. Vive de mi cheque de la beneficencia y se está echado por aquí y no me da nada más que hijos. Quiero que se lo lleven de aquí.

– ¿Están ustedes legalmente casados? -preguntó Gus.

– No, estamos juntados.

– ¿Cuánto tiempo hace que viven juntos?

– Diez años y ya es demasiado. La semana pasada, cuando recibí el cheque y salí a comprar algo de comida, a! regresar a casa este hombre me arrancó el cambio de las manos y salió y se estuvo con una mujer dos días y después volvió sin un céntimo y yo le recibo y esta noche va este negro y me empieza a dar puñetazos porque no tengo dinero para que él pueda beber. Y eso es tan verdad como este niño que tengo aquí.

.-Bueno, procuraremos convencerle para que salga un rato.

– ¡Le quiero fuera de esta casa para siempre!

– Hablaremos con él.

– Yo procuro educar bien a mis niños porque veo a los chicos de hoy en día que no hacen más que bailar y fumar drogas.

Unos frenéticos golpes a la puerta sorprendieron a Gus al tiempo que la mujer le abría la puerta a un enfurecido hombre de mediana edad muy negro y enfundado en una bata de baño manchada.

– Hola, Harvey -le dijo ella.

– Ya me estoy empezando a hartar del ruido de esta casa -dijo el hombre.

– Me ha vuelto a pegar, Harvey.

– ¿Qué es lo que quieres? -gritó el marido de la mujer cruzando el cuarto de estar a grandes zancadas -. Te pagamos el alquiler. No tienes ningún derecho aquí.

– Ésta es mi casa. Y tengo todo el derecho que haga falta -dijo el hombre de la bata.

– Tú vas a sacar tu sucia figura de mi casa antes de que yo te eche -dijo el hombre de la camiseta y Gus vio que el casero no era tan fiero como parecía y retrocedió un paso atrás a pesar de que Rantlee se había interpuesto entre ambos.

– Ya basta -dijo Rantlee.

– ¿Por qué no lo sacan de aquí, oficiales? -dijo el casero acobardado ante la cólera del hombre de la camiseta que era de más baja estatura.

– Sí, para que puedas andar por ahí acosando más a mi mujer. ¿Te gustaría eso, verdad?

– ¿Por qué no vuelve a su casa, señor -le dijo Rantlee al casero -, hasta que hayamos solucionado las cosas?

– No se preocupen, oficiales -dijo el hombre de la camiseta, mirando al casero con sus ojos acuosos y con una deliberada mueca de desprecio en sus azulados labios -. No le haría ningún daño. Es una mujercita.

"Nadie sabe manejar mejor que ellos los insultos", pensó Gus. Y miró con temor aquel rostro negro, con las ventanas de la nariz que se movían y los ojos y la boca y las ventanas de la nariz parecían la quintaesencia del desprecio-. Yo no tocaría eso con la mano por enfadado que estuviera. Esto no es un hombre. ¡Esto no es más que una mujercita!

"Me pueden enseñar muchas cosas -pensó Gus-. No hay otra gente como ellos." Pasaba mucho miedo, pero podía aprender muchas cosas aquí. ¿Y dónde podría ir que no pasara miedo?

9 Jarabe de palo

Era miércoles y Roy Fehler se dirigió apresuradamente a la comisaría porque estaba seguro de que figuraría en la lista de traslados. La mayoría de sus compañeros de clase de la academia ya habían sido trasladados y él hacía cinco meses que estaba pidiendo Hollywood Norte o Highland Park. Al no descubrir su nombre en la lista de traslados sufrió una amarga decepción y ahora comprendió que debería intensificar sus esfuerzos en el estudio para poder conseguir el título y abandonar aquel ingrato trabajo. Y era ingrato, lo sabían todos. Todos hablaban de ello con frecuencia. Si quieres obtener gratitud de tu trabajo, sé bombero, eso decían siempre.

Había hecho todo lo que había podido en el año transcurrido. Se había mostrado compasivo en su trato con los negros. Había aprendido de ellos y esperaba también haberles enseñado algo. Ya era hora de cambiar. Quería trabajar al otro lado de la ciudad. Había mucho que aprender de las personas y sin embargo le dejaban aquí en la calle Newton. Le habían olvidado. El próximo semestre se matricularía en otras asignaturas y dejaría de concentrar sus esfuerzos en ser un buen oficial de policía. ¿Qué le había reportado este trabajo? Sólo había conseguido pasar seis asignaturas en los dos semestres pasados y sólo había conseguido simples aprobados porque se había dedicado a leer libros de texto de derecho y de ciencia policial en lugar de trabajar en las asignaturas y deberes del curso, A este paso, tardaría años en obtener el título. Incluso el profesor Raymond apenas le escribía. Todos le habían olvidado.

Roy examinó su esbelto cuerpo en el espejo a toda altura y pensó que el uniforme seguía sentándole tan bien como el día en que dejó la academia. No había practicado ejercicios físicos pero cuidaba las comidas y consideraba que el uniforme azul seguía sentándole bien.

Llegó con algunos minutos de retraso al pase de lista y murmuró "presente" cuando el lugarteniente Bilkins pronunció su nombre, pero no escuchó a Bilkins leer los delitos del día y los sospechosos que se buscaban a pesar de escribir mecánicamente la información en su cuaderno de notas al igual que los demás. Sam Tucker llegó diez minutos después del pase de lista arreglándose todavía el sujetador de la corbata con sus manos negro azuladas, profundamente surcadas de venas, y se sentó en el banco frente a la primera hilera de mesas.

– Si pudiéramos conseguir que el viejo Sam dejara de contar su dinero, podríamos lograr que llegara a tiempo -dijo Bilkins mirando al oficial negro de cabello entrecano y ojos contraídos.

– Hoy es el día del cobro de alquileres, lugarteniente -dijo Tucker-. He tenido que pararme en casa de mis inquilinos para recoger la parte que me corresponde de sus cheques de la beneficencia antes de que se esfume en borracheras.

– Exactamente igual que los propietarios judíos -dijo Bilkins con una mueca -, haciéndoles sangrías a los negros y manteniéndoles en la zona Este.

– No esperará que les deje vivir en L.A. Oeste conmigo, ¿verdad? -dijo Tucker con una expresión muy seria que provocó las risas de los soñolientos oficiales del turno de la mañana.

– Para los que no lo sepan, Sam es propietario de media División de Newton -dijo Bilkins-. Para él, el trabajo de policía es un "hobby". Por eso llega Sam tarde todos los primeros miércoles de cada mes. Si pudiéramos conseguir que dejara de contar el dinero, conseguiríamos que llegara a tiempo. Y si pudiéramos romper todos los espejos de las habitaciones, también conseguiríamos que Fehler llegara a la hora.

Roy se maldijo a sí mismo por haberse ruborizado intensamente al retumbar en la estancia las risas de sus compañeros oficiales. Eso era injusto, pensó. Y no era divertido. Sabía que era un poco vanidoso pero todo el mundo lo es.

– A propósito, Fehler, tú y Light tenéis que vigilar al ladrón de vuestra zona. Anoche volvió a dar un golpe y creo que es una cuestión de tiempo el que haga daño a alguien.

– ¿Volvió a dejar su tarjeta de visita? -preguntó Light, el compañero del mes de Roy, un policía negro de redondeados hombros que llevaba dos años de servicio, ligeramente más alto que Roy y un hombre que a Roy le resultaba difícil de entender. Le parecía que no podía entablar amistad con Light a pesar de que se llevaba bien con él al igual que con todos los negros.

– Dejó caer su maldita tarjeta de visita en la misma mesa de la cocina esta vez -dijo Bilkins secamente, pasándose la enorme mano por la calva y chupando una gastada pipa -. Para los nuevos que no saben de qué estamos hablando, este ladrón ha dado quince golpes en dos meses en la zona de la Noventa y Nueve. No ha despertado a nadie en ninguno de sus trabajos exceptuando a un individuo que acababa de llegar a casa y aún no dormía muy profundamente. Golpeó al individuo con una bandeja de metal justo en las costillas y saltó por la ventana rompiendo el cristal. Su tarjeta de visita es un montón de excrementos, de los suyos, que descarga en lugar bien visible.

– ¿Y por qué debe hacerlo? -preguntó Blanden, un joven policía de cabello rizado y grandes ojos redondos que era nuevo y agresivo, demasiado agresivo para ser un novato, pensó Roy.

Y después Roy pensó que el acto de la defecación era evidentemente lo que Konrad Lorentz calificaba de "reacción de triunfo", el orgullo y la satisfacción de los cobardes. Era completamente explicable, pensó Roy, una simple respuesta biológica. Él podría explicárselo.

– ¿Quien sabe? -dijo Bilkins encogiéndose de hombros-. Lo hacen muchos ladrones. Es un acto corriente. Probablemente para mostrar su desprecio por las personas honradas, la ley o lo que sea, supongo. De todos modos, sería divertido que alguien se despertara alguna noche con una escopeta y pillara al bastardo agachado encima de la mesa de la cocina en el momento de soltar una de gorda y le disparara un tiro que le obligara a soltar la mierda por otro agujero.

– ¿Hay alguna descripción del individuo? -preguntó Roy, molesto todavía por la observación gratuita de Bilkins acerca del espejo pero lo suficiente hombre, pensó, para pasar por alto la inmadurez de un superior.

– Nada nuevo. Varón, negro, de treinta a treinta y cinco años, de talla media, cabello peinado con "proceso", nada más.

– Debe ser un encanto -dijo Tucker.

– Su madre debiera lavarle bien bajo la ducha -dijo Bilkins-. Bueno, os he estado observando estos tres minutos últimos y todos estáis bien exceptuando a Whitey Duncan que tiene una mancha de salsa seca de asado de carne en la corbata.

– ¿De veras? -dijo Whitey mirándose la corbata que era ridiculamente corta y le colgaba sobre el vientre, que Roy pensó que debía haber aumentado ocho centímetros en el año transcurrido. Gracias a Dios, ya no tendría que trabajar más con Whitey.

– He visto a Whitey esta tarde en el restaurante de la Hermana Maybelle de la avenida Central -dijo Tucker sonriéndole a Whitey con simpatía -. Viene a trabajar dos horas antes del día de cobro y corre a la Hermana Maybelle para una cena temprana.

– ¿Y para qué demonios necesita Whitey dinero para comer? -gritó una voz desde el fondo y todos los hombres se echaron a reír.

– ¿Quién lo ha dicho? -dijo Bilkins -. No aceptamos nada gratis, ni comidas gratis. ¿Quién demonios ha dicho eso?-. Y después a Tucker-: ¿Tú qué piensas que pretende Whitey, Sam? ¿Crees que está enamorado de Maybelle?

– Yo creo que intenta hacerse pasar por negro, lugarteniente- contestó Tucker-. Estaba sentado entre diez o quince caras negras y estaba cubierto de salsa de asado desde las cejas hasta la barbilla. Ni siquiera se le podía ver la cara gordinflona y sonrosada que tiene. Creo que intenta hacerse pasar por negro. Hoy en día, lodo el mundo quiere ser negro.

Bilkins dio una chupada y exhaló unas nubes grises recorriendo con sus ojos impenetrables la sala de pasar lista. Parecía que estaba satisfecho de comprobar que todo el mundo estaba de buen humor y Roy supo que no les en viaría a comenzar la guardia de la mañana hasta que todos se estuvieran riendo o por lo menos se mostraran muy alegres. Había escuchado decir a Bilkins a un joven sargento que a ningún hombre que hiciera trabajo de policía desde la media noche hasta las nueve de la mañana debía sometérsele a dura disciplina. Roy se preguntaba si Bilkins no sería demasiado blando con los hombres porque la guardia de Bilkins nunca producía grandes detenciones o citaciones por infracciones de tráfico ni nada parecido, exceptuando el buen humor, lo cual era un artículo de dudoso valor en e" trabajo de la policía. "El trabajo de la policía es algo muy serio -pensó Roy -. Los payasos es mejor que se vayan al circo."

– ¿Quieres conducir o anotar? -preguntó Light al salir de la sala de pasar lista y Roy comprendió que Light debía estar deseando conducir porque había conducido la noche anterior y sabía que le tocaba conducir a Roy esta noche. Preguntaba, por consiguiente debía estar deseando pasarse otra noche al volante. Roy sabía que Light se sentía un poco cohibido porque Roy era un excelente redactor de informes y, trabajando con Roy, a Light le molestaba llevar los cuadernos y redactar los informes tal como le corresponde al oficial pasajero.

– Yo llevaré los cuadernos si quieres conducir -dijo Roy.

– Como quieras -dijo Light sosteniendo un cigarrillo entre los dientes y Roy pensó que era uno de los negros de piel más oscura que jamás había visto. Era difícil ver dónde e empezaba el nacimiento del cabello de tan negro como era.

– ¿Quieres conducir, verdad?

– A tu gusto.

– ¿Quieres o no quieres?

– De acuerdo, conduciré yo -dijo Light y Roy ya empezó la noche de mal humor.

Si un hombre tenía un defecto, ¿por qué demonios no admitía el defecto en lugar de huir del mismo? Creía haber ayudado a Light a reconocer algunos de sus mecanismos de defensa con su ruda franqueza. Light sería un muchacho mucho más feliz si pudiera conocerse a sí mismo un poco mejor, pensó Roy. Siempre le parecía que Light era más joven que él, a pesar de que éste tenía veinticinco años, es decir, dos años más que Roy. Probablemente debía ser la educación universitaria que le había convertido en un adulto antes que a los demás.

Mientras cruzaba la zona de aparcamiento en dirección al coche radio, Roy observó que un Buick nuevo se detenía en la zona verde de aparcamiento frente a la comisaría. Una mujer de busto exuberante se apeó del coche y penetró apresuradamente en la comisaría. Probablemente, la amiga de algún policía, pensó. No era especialmente bonita pero, por aquellos barrios cualquier chica blanca llamaba la atención y varios policías se volvieron también a mirarla. Roy experimentó un repentino anhelo de libertad, pensando en la descuidada libertad de sus primeros días de universidad antes de conocer a Dorothy. ¿Cómo se le habría ocurrido alguna vez pensar que ambos podrían resultar compatibles? Dorothy, recepcionista de una compañía de seguros, simplemente con estudios de bachillerato y que obtuvo el título al haberle permitido un comprensivo director alcanzar el aprobado de matemáticas. Hacía demasiado tiempo que la conocía. Los novios de la infancia son cosa de revistas de cine. Tonterías románticas, pensó amargamente, porque todo había sido miseria y riñas desde que Dorothy quedó embarazada de Becky. Pero, Dios mío, cuánto quería a Becky. Tenía el cabello muy rubio y los ojos azul claro como los miembros de su propia familia y era increíblemente inteligente. Hasta el pediatra había admitido que era una niña extraordinaria. Resultaba irónico, pensó, que su concepción le hubiera demostrado inequívocamente el error que había cometido al contraer matrimonio con Dorothy, al contraer matrimonio con alguien tan joven, cuando él todavía tenía la promesa de una espléndida vida por delante. Sin embargo, desde el momento de su venida al mundo, Becky le había mostrado también otra vida y él experimentaba algo absolutamente único que era indudablemente amor. Por primera vez en su vida, amaba sin ninguna duda ni razón y cuando sostenía a su hija en brazos y se veía en sus iris color violeta, se preguntaba si alguna vez podría abandonar a Dorothy porque adoraba a aquella suave criatura. Le atraía la tranquilidad que le producía inmediatamente en cualquier momento que apretara su menuda y blanca mejilla contra la suya propia.

– ¿Quieres un café? -le preguntó Light al salir de la zona de la comisaría pero, en aquel momento, la locutora de Comunicaciones les indicó un servicio en la calle Setenta y Central. Roy escuchó la llamada y escuchó también a Light y anotó la dirección de la llamada así como la hora en que ésta se había recibido. Lo hizo todo mecánicamente y ni por un momento dejó de pensar en Becky. Estaba resultando demasiado fácil este trabajo, pensó. Podía hacer todos los movimientos necesarios funcionando sólo un diez por ciento de su cerebro como policía.

– Aquí está -dijo Light al girar en U en el cruce de la calle Setenta-. Parece un trapero.

– Y lo es -dijo Roy molesto e iluminando con la linterna a la figura supina durmiendo sobre la acera. La parte frontal de los pantalones aparecía empapada de orina y un riachuelo sinuoso fluía por la acera. Roy olió a vómito y excrementos a seis metros de distancia. El borracho había perdido uno de sus viejos y estropeados zapatos y un maltrecho sombrero de fieltro tres medidas demasiado grande para él, yacía aplastado bajo su cara. Tenía las manos apoyadas sobre el hormigón de la acera y movió el pie descalzo al rozarle Light con la porra la suela del otro zapato, pero después se quedó absolutamente inmóvil como si hubiera encontrado la suavidad y seguridad de una cama y, habiéndola encontrado, se hubiera relajado y regresado al sueño del alcohólico empedernido.

– Malditos borrachos -dijo Light golpeando con más fuerza la suela del zapato del sujeto-. Tiene orina, vómito y Dios sabe qué encima. No me apetece cargar con él.

– Ni a mí tampoco -dijo Roy.

– Vamos, borracho. Maldita sea -dijo Light agachándose y aplicando los nudillos de sus gruesos y oscuros dedos índices junto al hueco de detrás de las orejas del beodo. Roy sabía que su compañero era muy fuerte y retrocedió cuando éste aplicó la dolorosa presión a los mastoides. E! borracho lanzó un grito y agarró las muñecas de Light y se levantó verticalmente del suelo colgado de los poderosos antebrazos del policía. A Roy le sorprendió comprobar que el individuo era un negro de piel clara. La raza del trapero resultaba casi indistinguible.

– No me haga daño -dijo el borracho-. No, no, no, no.

– No queremos hacerle daño, hombre -dijo Light-, pero no vamos a llevarle en brazos. Eche a andar.

Light soltó al hombre que se dejó caer blandamente sobre la acera y después se apoyó ligeramente en su frágil codo y Roy pensó que cuando llegan a este extremo de desnutrición y cuando presentan heridas de ratas e incluso de gatos callejeros que les han estado mordisqueando la carne mientras se encuentran tendidos en lugares espantosos, cuando son así, resulta imposible calcular cuan cerca están de la muerte.

– ¿Lleva guantes? -preguntó Light inclinándose y tocando la mano del borracho.

Roy concentró la luz de la linterna sobre el regazo de! hombre y Light retrocedió horrorizado.

– La mano. Maldita sea, la he tocado.

– ¿Qué pasa?

– ¡Mira la mano!

Roy pensó al principio que el borracho llevaba un guante puesto al revés y que le colgaba de los dedos. Después vio que era la carne de la mano derecha que le colgaba de los cinco dedos. El músculo rosado y el tendón de la mano estaban al descubierto y Roy pensó por un momento que un terrible accidente le habría rasgado la carne pero después advirtió que la carne de la otra mano también se estaba desprendiendo y llegó a la conclusión de que el hombre se estaba descomponiendo como un cadáver. Hacía tiempo que estaba muerto y no lo sabía. Roy se dirigió hacia el coche radio y abrió la portezuela.

– Me molesta enormemente tener que pasar por todo el engorro del ingreso de un borracho en la sección de la prisión del Hospital General -dijo Roy -pero me temo que este individuo está a punto de morirse.

– No queda otro remedio -dijo Light encogiéndose de hombros -. Me imagino que la policía le mantiene con vida desde hace veinte años. ¿Crees que le hacemos un favor cada vez que lo recogemos? Todo habría terminado hace tiempo si un policía le hubiera dejado echado.

– Sí, pero hemos recibido una llamada -dijo Roy -. Alguien ha informado de que estaba tendido aquí. No podríamos marcharnos y dejarle.

– Lo se. Tenemos que proteger nuestra piel.

– Pero de todos modos, tú no le dejarías aquí, ¿verdad?

– Le secarán y le darán noventa días y volverá a estar aquí el próximo Día de Acción de Gracias. Después es posible que muera por la calle. ¿Qué más da cuándo?

– No le dejarías -dijo Roy sonriendo con desasosiego -. No eres tan frío, Light. Es un ser humano. No un perro.

– ¿De veras? -le dijo Light al borracho que miraba mudamente a Roy con sus ojos de azulados párpados y costras amarillas en los ángulos.

– ¿Es un hombre de verdad? -preguntó Light rozando suavemente con su porra la suela de su zapato-. ¿Está seguro de que no es un perro?

– Sí, soy un perro-graznó el borracho y los policías se miraron asombrados el uno al otro al observar que podía hablar -. Soy un perro. Soy un perro. Guau, guau, cochinos.

– Vaya por Dios -dijo Light sonriendo -, quizás merezca la pena salvarle.

Roy descubrió que el ingreso de un prisionero en el Hospital General era un procedimiento complicado que exigía una parada previa en el Central Receiving Hospital y después de un viaje a la prisión de Lincoln Heights con los efectos personales del prisionero que, en este caso, eran un puñado de harapos que serían quemados, y la presentación de las instrucciones del tratamiento a la clínica de la prisión y, finalmente, la terminación del papeleo en la sección de la prisión del Hospital General. Estaba agotado cuando, a las tres y media, Light regresó a la división y se detuvieron en el bar de la esquina de Slauson y Broadway para tomarse un café muy malo pero muy caliente con unas rosquillas gratis. La locutora de comunicaciones les indicó un servicio de riña familiar. Light maldijo y arrojó la taza vacía de papel en la papelera de la parte de atrás del bar.

– Una riña familiar a las cuatro de la madrugada. Maldita sea.

– Me parece que será mejor que nos lo tomemos con calma -dijo Roy con un movimiento de cabeza -. Tengo hambre y no me bastan estas malditas rosquillas. Me apetecería una verdadera comida.

– Generalmente, esperamos hasta las siete en punto -dijo Light poniendo en marcha el vehículo mientras Roy se tragaba el resto del café.

– Ya lo sé -dijo Roy -. Esto es lo malo de las guardias de la mañana. Desayuno a las siete de la mañana. Después llego a casa y me acuesto y cuando me levanto a última hora de la tarde, no puedo soportar nada fuerte y vuelvo a desayunar y a lo mejor a eso de las once justo antes de venir a trabajar, me tomo un par de huevos. ¡O sea que desayuno tres veces al día!

Light solucionó la riña familiar de la manera más fácil tomándole la identificación al marido y llamando a R y a I donde descubrió que había dos órdenes de arresto contra él por infracciones de tráfico. Mientras se lo llevaban de la casa, su mujer, que les había llamado para quejarse de que éste la golpeaba, les rogó que no detuvieran a su marido. Al introducirle en el coche radio, maldijo a los policías y dijo:

– Ya conseguiré el dinero de la fianza como sea. Te sacaré, cariño.

– ¿Quieres un café? -preguntó Light.

– Tengo una indigestión.

– Yo también. Me pasa todas las mañanas a esta hora más o menos. Demasiado tarde para ir al agujero.

Roy se alegró. Le molestaba "ir al agujero" lo cual significaba esconder el coche en alguna solitaria calleja o aparcamiento oculto y dormir el sobresaltado sueño de duermevela de un policía del turno de la mañana, que más le excitaba a uno los nervios que le tranquilizaba. Sin embargo, jamás oponía reparos cuando Light lo hacía. Se limitaba a permanecer despierto, a veces dormitaba, pero en general se pasaba el ralo despierto pensando en su futuro y en su hija Becky que estaba inextricablemente unida a todos sus sueños futuros.

Eran las ocho y media de la mañana y Roy estaba soñoliento. El sol matutino estaba quemándole los globos oculares cuando recibieron una llamada correspondiente al timbre de alarma de la compañía telefónica justo en el momento en que se dirigían a la comisaría para volver a casa.

– Trece-A-Cuarenta y Uno, entendido -dijo Roy y subió el cristal de la ventanilla para que la sirena no apagara el rumor de la radio, pero se encontraban cerca y Light no puso en marcha la sirena.

– ¿Crees que será una falsa alarma? -preguntó Roy nerviosamente, mientras Light efectuaba una cerrada vuelta a la derecha a través de una estrecha brecha entre el ajetreado tráfico de la mañana. De repente Roy se despertó por completo.

– Probablemente sí -murmuró Light-. Alguna cajera nueva habrá puesto en marcha el dispositivo de alarma sin darse cuenta. Pero este sitio ya ha sido asaltado dos o tres veces y normalmente a primeras horas de la mañana. La última vez el bandido disparó contra un administrativo.

– No puede haber mucho dinero a primeras horas de la mañana -dijo Roy -. No hay mucha gente que vaya tan pronto a pagar las facturas.

– Los delincuentes de por aquí te quemarían vivo por diez dólares -dijo Light acercándose al bordillo y Roy vio que ya habían llegado. Light aparcó a unos cinco metro» de la entrada del edificio cuyo vestíbulo se estaba llenando de gente que se disponía a pagar sus facturas. Todos los clientes eran negros al igual que muchos de los empleados.

Roy vio que dos hombres del mostrador de caja se volvieron a mirarle mientras franqueaba la puerta principal. Light se había detenido junto a la puerta lateral para guardar la salida y Roy avanzó hacia los hombres. Éstos se volvieron antes de que él hubiera conseguido adelantarse demasiado y hubiera comprendido que eran los únicos que podían ser sospechosos. Los otros clientes eran o bien mujeres o parejas, algunas con niños.

Pensó en la turbación que les produciría si se trataba de una falsa alarma porque aquellos días no hacía más que hablarse de que los negros no podían andar por el ghetto sin ser molestados por los policías blancos y él mismo había sido testigo de lo que consideraba tácticas policíacas abiertamente agresivas. Sin embargo comprendió que tendría que arriesgarse y disponerse a protegerse puesto que habían recibido una llamada de alarma de robo. Decidió dejarles llegar a la acera y después hablarles. Nadie le había hecho ninguna seña desde detrás de las ventanillas de caja. Se trataba sin lugar a dudas de una falsa alarma pero tenía que hablarles.

– ¡Alto! -dijo Light que se había acercado sigilosamente por detrás y apuntaba con el arma el centro de la espalda del hombre que vestía chaqueta de cuero negro y un pequeño sombrero verde y se disponía a empujar la puerta oscilante-. No toque esta puerta, hermano-dijo Light.

– ¿Qué pasa? -dijo el hombre que estaba más cerca de Roy y que fue a meterse la mano en el bolsillo de los pantalones.

– No se mueva o no lo contará -murmuró Light y el hombre levantó inmediatamente la mano.

– ¿Qué mierda pasa? -dijo el hombre del jersey marrón y a Roy le pareció que era casi tan oscuro como Light pero de aspecto menos hosco. En aquel momento Light parecía estar enfurecido.

Roy escuchó cerrarse cuatro portezuelas de coche y tres oficiales uniformados atravesaron corriendo la puerta principal respondiendo a la llamada de urgencia al tiempo que un cuarto penetraba por la puerta lateral por la que Light había entrado.

– Registradles -dijo Light, mientras los hombres eran empujados fuera y Light se dirigía en compañía de Roy hacia la ventanilla de caja.

– ¿Quién ha pulsado el botón? -dijo Light al grupo de empleados que se había reunido sin haberse percatado algunos de ellos de que estaba sucediendo algo insólito hasta que los policías hicieron su entrada.

– Yo -dijo una menuda rubia que se encontraba a tres ventanillas de distancia del lugar en que habían estado los dos hombres.

– ¿Intentaban robar o no? -preguntó Light impacientemente.

– Bueno, no -dijo la mujer -. Pero reconocí al del sombrero. Es el que nos robó en junio pasado. Robó mi ventanilla. Le hubiera reconocido en cualquier sitio, Cuando le he visto esta mañana, he pulsado el botón para que ustedes vinieran inmediatamente. Quizás hubiera sido suficiente telefonear.

– No, creo que puede usarse el timbre de alarma en casos como éste -dijo Light sonriendo-. Pero no pulse el botón cuando quiera que arrestemos a un borracho.

– No, oficial. Ya sé que el botón sólo es para casos urgentes.

– ¿Qué estaban haciendo? -le preguntó Light a la bonita mexicana que se encargaba del mostrador junto al que habían estado los dos hombres.

– Pagando una factura- dijo la chica-. Nada más.

– ¿Está segura de aquel sujeto? -le preguntó Light a la miedosa rubia.

– Estoy segura -dijo la mujer.

– Buen trabajo entonces -dijo Light-. ¿Cómo se llama usted? Los investigadores de robos la visitarán probablemente dentro de un rato.

– Phyllis Trent.

– Gracias, señora -dijo Light y cruzó el vestíbulo a grandes zancadas seguido de Roy.

– ¿Quieres que nos los llevemos? -preguntó el oficial del turno de día que había esposado a los dos hombres y se encontraba de pie junto a su coche radio.

– Estupendo -dijo Light -. Nosotros somos del turno de mañana. Queremos irnos a casa. ¿Tiene algo este individuo en el bolsillo de la izquierda? Quería meter la mano.

– Sí, un par de cigarrillos de marihuana atados con una goma elástica y un poco de hierba suelta metida en una bolsa de bocadillos.

– ¿Sí? Qué te parece. Y yo que había creído que era un arma. Si este cerdo hubiera actuado con mayor rapidez, no me hubiera cabido duda de que era un arma y a esta hora ya estaría cruzando el río Jordán.

– El Estigia -dijo sonriendo el oficial de la guardia de día abriéndole la portezuela al hombre de la chaqueta negra de cuero, ahora esposado.

Mientras se dirigían a la comisaría, Roy pensó varias veces que debía olvidarse de todo el incidente pero comprendió que a Light no le había gustado cómo había manejado la situación en el vestíbulo. Finalmente, Roy dijo:

– ¿Cómo llegaste a la conclusión de que eran los sospechosos, Light? ¿Te hizo una seña algún empleado?

– No -dijo Light mascando el cigarrillo con filtro mientras avanzaban velozmente por la avenida Central en dirección Norte -. Eran los únicos que parecían sospechosos, ¿no lo creíste tú así?

– Sí, pero daba la sensación de que había sido una falsa alarma.

– ¿Por qué no les detuviste antes de que yo llegara, Fehler? Ya casi habían cruzado la puerta. ¿Y por qué no habías preparado el arma?

– No estábamos completamente seguros de que fueran sospechosos -repitió Roy notando que el enojo se apoderaba de él.

– Fehler, eran realmente sospechosos y si el individuo del sombrero hubiera traído consigo su pistola, tú estarías ahora tendido de espaldas sobre el suelo, ¿lo sabes?

– Maldita sea, no soy un novato, Light. No creí que la situación me exigiera extraer el arma y por eso no lo hice.

– Aclaremos las cosas, Fehler, tenemos todo un mes por delante de trabajo juntos. Dime sinceramente una cosa: si hubieran sido blancos, ¿hubieras tomado una decisión con mayor rapidez?

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que tienes tanto cuidado en no ofender a los negros que me parece que pones en peligro tu vida y la mía para no parecer un rubio componente de tropas de asalto acosando a un negro en un lugar público y delante de todos los demás negros. ¿Qué dices a eso?

– ¿Sabes lo que te sucede, Light? Te avergüenzas de tu gente -estalló Roy antes de haber podido pensarlo.

– ¿Qué demonios quieres decir? -le preguntó Light y Roy se maldijo a sí mismo pero ya era tarde y las palabras que había estado reprimiendo tendría que soltarlas.

– Muy bien, Light, conozco tu problema y voy a decirte de qué se trata. Eres demasiado rudo con tu gente. No tienes por qué mostrarte cruel con ellos. ¿No lo comprendes, Light? Te sientes culpable porque intentas por todos los medios elevarte de este ambiente degradante de ghetto. Te sientes avergonzado y culpable por ellos.

– Vaya -dijo Light mirando a Roy como si fuera la primera vez que le viera-. Siempre me has parecido un poco raro, Fehler, pero no sabía que fueras un asistente social.

– Soy tu amigo, Light -dijo Roy -. Por eso te lo digo.

– Bueno, pues escúchame, amigo, no miro a mucha de esta gente ni como negra ni como blanca y ni siquiera como gente. Son cerdos. Y cuando crezcan algunos de estos niños, probablemente serán cerdos también aunque en estos momentos yo lo sienta por ellos.

– Sí, lo comprendo -dijo Roy, asintiendo con tolerancia -, los oprimidos muestran tendencia a abrazar los ideales del opresor. ¿No comprendes que es eso lo que te ha sucedido a ti?

– Yo no estoy oprimido, Fehler. ¿Por qué tienen los liberales blancos que considerar a todos los negros como unos seres oprimidos?

– Yo no me considero liberal.

– La gente como tú es peor que el Klan. Vuestro paternalismo os convierte en peores que los otros. Deja de considerar a esta gente como negros o como problemas. Cuando salí de la academia, empecé a trabajar en una zona elegante y jamás pensé en un sinvergüenza caucásico en términos de raza. Un sinvergüenza es un sinvergüenza, sólo que aquí son un poco más morenos. Pero no para ti. Es un negro y necesita una clase especial de protección.

– Espera un momento -dijo Roy-. No lo entiendes.

– Cómo que no -contestó rápidamente Light, que ahora se había acercado al bordillo de la esquina entre la Washington y Central y se había vuelto en su asiento para mirar a Roy a la cara-. Hace un año que estás aquí, ¿verdad? Conoces las cantidades de delitos que se cometen en las zonas negras. Sin embargo el fiscal del distrito difícilmente admitirá un delito de agresión en caso de que se hallen implicados una víctima o un sospechoso negro. Ya sabes lo que dicen los investigadores: "Cuarenta puntos o un disparo de arma de fuego es un delito. Cualquier cosa que sea menos, es un delito de menor cuantía". Ya se supone que los negros se comportan así. Los liberales blancos dicen: "No importa, señor Negro" -y siempre procuran no olvidarse de llamarle señor-. "No importa, usted ha sido oprimido y por consiguiente no es enteramente responsable da sus actos. Nosotros, los culpables blancos, somos los responsables". ¿Y qué hace entonces el negro? Pues se aprovecha de la amabilidad fuera de lugar de su tolerante hermano blanco al igual que lo haría el blanco si la situación se invirtiera, porque la gente en general son simples sinvergüenzas a menos que se vean el palo cerca. Recuérdalo, Fehler, la gente necesita palo, no estímulo.

Roy notó que la sangre afluía a su rostro y maldijo su tartamudeo mientras luchaba por dominar la situación. El estallido de Light había sido tan imprevisto, tan repentino…

– Light, no te excites, no estamos discutiendo. No estamos…

– No me excito -dijo Light deliberadamente tranquilo ahora -. Pero es que he estado muchas veces a punto de estallar desde que empecé a trabajar contigo. ¿Recuerdas el chico de la Escuela Superior de Jefferson de la semana pasada? El informe de robo, ¿te acuerdas?

– Sí, ¿y qué?

– Entonces quise hablarte de eso. Me fastidió la manera que tuviste de proteger a aquel bastardo. Yo asistí a la escuela superior allí mismo en L.A. Sureste. Y veía esta misma clase de robo cada día. Los negros eran mayoría y los muchachos blancos estaban aterrorizados. "Dame diez centavos, cerdo. Dame diez centavos o te parto la cara." Y después le propinábamos al blanco un puñetazo en la boca tanto si nos daba los diez centavos como si no. Y se trataba de muchachos blancos pobres. Tan pobres como nosotros, a veces hijos de matrimonios mixtos y viviendo en casas destartaladas. Tú no querías detener a aquel muchacho. Querías aplicar una norma de conducta doble porque él era un oprimido negro y la víctima era un blanco.

– No lo entiendes -dijo Roy débilmente -. Los negros odian a los blancos porque saben que, a los ojos de los blancos, ellos son criaturas no humanas, sin rostro.

– Sí, sí, ya sé que eso es lo que dicen los intelectuales. Mira, Fehler, no eres el único policía que se ha leído uno o dos libros.

– Jamás he dicho tal cosa, maldita sea -dijo Roy.

– Te digo, Fehler, que los chicos blancos de mi escuela también eran para nosotros seres sin rostro. ¿Qué te parece eso? Y aterrorizábamos a aquellos pobres bastardos. Los pocos que llegué a conocer no nos odiaban, nos tenían miedo por nuestra superioridad numérica. No te arrodilles cuando hables con los negros, Fehler. Somos exactamente igual que los blancos. Sinvergüenzas la mayoría. Como los blancos. Que el negro responda de sus crímenes exactamente igual que el blanco. No le prives de su hombría tratándole con mimos. No le conviertas en un animal doméstico. Todos los hombres son iguales. Mantenle a raya con un palo muy largo. Y cuando se desmande, ¡sacúdele los riñones, hombre!

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