AGOSTO DE 1964

16 El santo

Serge se estiró y bostezó, después colocó los píes sobre el escritorio del vacío despacho de la sección juvenil de la comisaría de Hollenbeck. Se puso a fumar y se preguntó cuándo iba a regresar su compañero Stan Blackburn. Stan le había pedido a Serge que le esperara en el despacho mientras él se encargaba de un "asunto personal", que Serge sabía se trataba de una mujer cuya sentencia final de divorcio todavía no se había pronunciado y con tres hijos lo suficientemente mayores como para darle un disgusto cuando el romance terminara. Cuando un caso de adulterio llegaba a conocimiento del Departamento, lo menos con que podía castigarse a un oficial era con la suspensión por conducta impropia. Serge se preguntó si andaría tonteando con mujeres si contrajera matrimonio.

Serge había aceptado el puesto de oficial de la sección juvenil tras haberle asegurado que no sería trasladado a la comisaría de la calle Georgia sino que podría permanecer aquí en Hollenbeck y trabajar en el turno de noche de los coches J. Pensó que los antecedentes de la juvenil causarían buen efecto en su historial cuando tuviera que ascender a puestos superiores. Pero antes tendría que superar el examen escrito y era muy poco probable que pudiera conseguirlo porque no se imaginaba a sí mismo sometido a un rígido programa de estudios. No había conseguido estudiar ni siquiera en la universidad y sonrió al recordar la ambición de años antes que le había hecho esperar poder trabajar para alcanzar el título y avanzar rápidamente en su profesión. Tras varios comienzos en falso, había escogido administración como asignatura principal en la Universidad del Estado de California y sólo había conseguido pasar treinta y tres exámenes parciales.

Pero le gustaba trabajar en Hollenbeck y ganaba dinero más que suficiente para mantenerse. Había elaborado un programa extraordinario de ahorros y se imaginaba que podría llegar tal vez a sargento investigador aquí en Hollenbeck. Sería suficiente, pensó. Al cabo de veinte años de servicio, tendría cuarenta y tres años y podría percibir el cuarenta por ciento del sueldo durante toda la vida, que ciertamente no pasaría aquí en Los Ángeles ni tampoco cerca de Los Ángeles. Pensó en San Diego. Allí era bonito, pero no en la misma ciudad, en la periferia quizás. Sabía que en sus planes tendrían que entrar una mujer y unos hijos. No podía evitarse indefinidamente. Y era cierto que cada vez se sentía más inquieto y sentimental. Las historias hogareñas y domésticas que presentaba la televisión estaban empezando a interesarle ligeramente.

Se había estado viendo con mucha frecuencia con Paula. Ninguna muchacha le había llegado a interesar tanto jamás. No era hermosa pero resultaba atractiva y sus claros ojos grises eran lo que más llamaba la atención en ella a no ser que vistiera prendas muy ajustadas en cuyo caso resultaba extremadamente interesante. Sabía que ella estaría dispuesta a casarse con él. Le había insinuado con mucha frecuencia que deseaba tener familia. Él le había dicho que, siendo así, cuanto antes empezara mejor y ella le había preguntado si le gustaría engendrarle un par de hijos. Al decirle él: "Con mucho gusto", ella le había respondido que tenían que ser legítimos.

Paula tenía otras cualidades. Su padre, el doctor Thomas Adams, era un prestigioso dentista de Alhambra y probablemente entregaría parte de sus haberes a un afortunado yerno, dado que Paula era su única hija y extraordinariamente consentida. Paula había alquilado el apartamento número doce de su misma casa previamente ocupado por una mecanógrafa llamada Maureen Ball y Serge apenas había advertido el cambio de mujeres porque inmediatamente empezó a verse con Paula sin solución de continuidad. Sabía que cualquier noche, tras una buena cena y bastantes martinis, pasaría probablemente por la formalidad de pedirla en matrimonio y decirle que informara a la familia para que ésta preparara la ceremonia de boda porque, qué diablos, no podía seguir sin rumbo indefinidamente.

A las ocho y media el sol se había puesto y ya hacía el fresco suficiente como para salir a dar una vuelta por Hollenbeck. Serge estaba deseando que regresara Stan Blackburn y estaba indeciso entre reanudar la lectura del tratado sobre la constitución de California de la clase de verano, en la que ahora pensaba que ojalá no se hubiera matriculado, o bien leer una novela que se había traído al trabajo porque sabía que tendría que estar aguardando en el despacho varias horas.

Blackburn entró silbando justo en el momento en que Serge se había decidido por la novela en contra de la constitución de California, Blackburn sonreía con sonrisa boba lo cual demostraba claramente el carácter del asunto personal que le había retenido.

– Será mejor que te limpies el carmín de labios de la pechera de la camisa -dijo Serge.

– No sé cómo habrá ido a parar aquí -dijo Blackburn guiñando el ojo satisfecho ante aquella prueba de su conquista.

Serge la había visto una vez cuando Blackburn había aparcado en la calleja contigua a su casa y había entrado en la misma un momento. Serge no se hubiera molestado or ella incluso sin los peligros de un marido apartado y e unos hijos que pudieran informar a papá.

Blackburn se pasó el peine por el ralo cabello gris, se arregló la corbata y se frotó la mancha de carmín de la camisa blanca.

– ¿Dispuesto a trabajar? -le preguntó Serge bajando los pies del escritorio.

– No sé. Estoy como cansado -dijo Blackburn riéndose.

– Vamos, Casanova -dijo Serge sacudiendo la cabeza -. Creo que será mejor que conduzca yo para que tú puedas descansar y recuperarte.

Serge decidió dirigirse a Soto en dirección Sur y a la nueva carretera de Pomona en dirección Este. Algunas veces, a última hora de la tarde, no hacía demasiado calor y a él le gustaba contemplar a los obreros afanarse en la construcción de un enorme conjunto de acero y hormigón, de aspecto extraño ahora que estaba por terminar, y que iba a ser obstruido inmediatamente por los coches una hora después de su inauguración. Una de las cosas que había logrado la carretera era destruir a Los Gavilanes. La doctrina del dominio eminente había conseguido destruir una banda allí donde habían fracasado la policía, el departamento de libertad condicional y los tribunales de menores. Los Gavilanes se habían disgregado al adquirir el estado la propiedad y cuando sus padres se diseminaron por toda la zona Este de Los Ángeles.

Serge decidió conducir por los paseos de cemento del parque de Hollenbeck en busca de actividad de bandas juveniles. Hacía una semana que no practicaban ninguna detención, sobre todo por culpa de los prolongados encuentros románticos de Blackburn, y Serge esperaba poder descubrir algo esta noche. Le gustaba hacer el trabajo suficiente como para no tener constantemente encima al sargento si bien nadie les había reprochado la deficiente actuación de aquella semana.

Mientras Serge se dirigía hacia el cobertizo para botes, una figura desapareció entre los arbustos y se escuchó un sonido hueco como si alguien hubiera dejado caer apresuradamente una botella o la hubiera roto de un golpe:

– ¿Has visto quien era? -preguntó Serge mientras Blackburn recorría perezosamente los arbustos con la linterna.

– Parecía uno de los Pee Wees. Bimbo Zaragoza, creo.

– Estaría bebiendo un poco de vino, supongo.

– Sí, aunque no suele tenerlo por costumbre.

– Cualquier puerto sirve cuando hay tormenta.

– Un puerto. Tiene gracia.

– ¿Te parece que le esperemos abajo y le pillemos?

– No, ahora ya habrá cruzado el lago.

Blackburn se reclinó en su asiento y cerró los ojos.

– Será mejor que hoy practiquemos alguna detención -dijo Serge.

– No te preocupes -dijo Blackburn sin abrir los ojos al tiempo que quitaba el envoltorio de dos chicles y se los introducía en la boca.

Al salir del parque a la calle Boyle, Serge observó la presencia de otros dos Pee Wees pero Bimbo no estaba con ellos. En el más bajo reconoció a Mario Vega, del nombre del otro no podía acordarse.

– ¿Quién es el más alto? -preguntó.

Blackburn abrió un ojo e iluminó con la linterna a los dos muchachos que sonrieron y echaron a andar hacia el boulevard Whittier.

– Le llaman el Hombre Mono pero no recuerdo su verdadero nombre.

Al pasar junto a los muchachos, Serge hizo una mueca despectiva ante los andares exagerados del hombre mono: puntas de los pies separadas, talones juntos, los brazos oscilando, ésta era la marca de fábrica de los componentes de las bandas. Esto y el curioso y deliberado ritual de mascar imaginarios chicles. Uno lucía téjanos, el otro pantalones color kaki con los bajos cortados en tiras sobre los relucientes zapatos negros. Ambos llevaban camisas Pendleton con los puños abrochados para disimular los pinchazos de inyección que, caso de ser detenidos, haría que fueran acusados de adictos. Y ambos lucían gorros azul marino tal como los que se usan en los campamentos reformatorios juveniles, lo cual demostraba que habían sido huéspedes de los mismos, tanto si habían estado allí efectivamente como si no.

Al pasar lentamente junto a los muchachos, Serge captó algunas palabras de la conversación, en buena parte obscenidades en español. Después pensó en los libros que hablaban del formalismo de los insultos españoles en los que los actos se hallan implícitos. No sucede lo mismo en la desenfadada manera de expresarse de los mejicanos, pensó. Un insulto o una vulgaridad mexicana puede superar incluso el color de su equivalente inglés. Los chicanos habían proporcionado vida a las obscenidades españolas.

Serge pensó que Blackburn se había dormido cuando a las diez y diez la locutora de Comunicaciones dijo:

– A todas las unidades de Hollenbeck y a Cuatro-A-Cuarenta y Tres, un sospechoso cuatro-ochenta y cuatro acaba de salir corrriendo del número veintitrés once de la avenida Brooklyn en dirección Esle a Brooklyn y Sur a Soto. El sospechoso es varón, mexicano, treinta y cinco a cuarenta años, cabello negro, jersey rojo de manga corta y cuello cisne, pantalones color kaki, portando una estatua de yeso.

Serge y Blackburn se encontraban en Brooklyn aproximándose a St. Louis cuando se produjo la llamada. Pasaron frente al escenario del robo y Serge vio un coche-radio aparcado enfrente, con la luz del techo apagada y un oficial dentro. El otro oficial se encontraba en la tienda hablando con el propietario.

Serge aparcó un momento al lado del cocho radio y leyó el rótulo del escaparate: "Objetos Religiosos Luz del Día".

– ¿Qué se ha llevado? -le gritó al oficial, un novato que Serge no conocía.

– Una estatua religiosa, señor -dijo el joven oficial, pensando seguramente que se merecía el "señor" por ir de paisano. A Serge le alegró comprobar que su soñoliento compañero abrió los ojos al escucharle hablar con el novato. Le dolía decepcionar a los jóvenes demasiado pronto.

Serge giró al Sur en Soto y empezó a mirar tratando de descubrir al ladrón. Giró al Este en la Primera y al Norte en Matthews divisando entonces al cuello de cisne rojo bajando por la calle. El testigo había proporcionado una descripción excelente, pensó, pero no había mencionado que estaba borracho.

– Aquí está -dijo Serge.

– ¿Quién?

– El sospechoso cuatro-ochenta y cuatro de la tienda religiosa. Tiene que ser él. Mírale.

– Sí, tiene que ser él -dijo Blanckburn iluminando al ondulante borracho con la linterna.

El borracho se cubrió la cara con las manos.

Serge se detuvo a pocos pasos de distancia del hombre y ambos descendieron del coche.

– ¿Dónde está la imagen? -preguntó Blackburn.

– Yo no tengo nada, señor -dijo el hombre borracho de ojos acuosos. El jersey de cuello de cisne aparecía cuajado de manchas púrpura de muchos cuartillos de vino.

– Conozco a este individuo -dijo Blackburn-. Vamos a ver, Eddie… Eddie algo.

– Eduardo Onofre Esquer -dijo el hombre tambaleándose peligrosamente-. Me acuerdo de usted, señor. Me ha detenido muchas veces por borracho.

– Sí. Eddie hace años que es uno de los borrachos de la avenida Brooklyn. ¿Dónde has estado Eddie?

– Me encerraron la última vez, señor, un año. He estado en la cárcel del condado un año.

– ¿Un año? ¿Por borracho?

– Por borracho no. Por hurto. Estaba robando dos pares de medias de mujer para venderlas a cambio de un trago.

– Y ahora estás haciendo lo mismo, maldita sea -dijo Blackburn-. Ya sabes que un hurto con antecedentes de lo mismo se convierte en un delito más grave. Esta vez te encerrarán por delito de mayor cuantía.

– Por favor, señor -sollozó Eddie -. No me detenga esta vez.

– Entra, Eddie -dijo Serge-. Enséñanos dónde la has arrojado.

– Por favor, no me detengan -dijo Eddie mientras Serge ponía en marcha el vehículo y se dirigía en dirección Éste hacia Michigan.

– ¿Dónde, Eddie? -preguntó Serge.

– No la he tirado, señor. La he dejado en la iglesia cuando he visto lo que era.

La linterna de Blackburn iluminó la blanca túnica, la negra cogulla y el negro rostro de Martín de Porres en los peldaños frontales del edificio gris de la calle Breed.

– Cuando he visto lo que era, lo he dejado aquí en las escaleras de la iglesia.

– Esto no es una iglesia -dijo Blackburn -. Es una sinagoga.

– Bueno, pero lo he dejado aquí para que los curas lo encontraran -dijo Eddie -. Por favor, no me detenga, señor. Iré directamente a casa si me da la oportunidad. Ya no robaré más. Se lo juro por mi madre.

– ¿Qué dices, compañero? -preguntó Serge sonriendo.

– Qué demonio. Somos oficiales de la sección juvenil, ¿no? -dijo Blackburn -. Eddie no es un menor.

– Vete a casa, Eddie -dijo Serge incorporándose en el asiento y abriendo la portezuela posterior del coche.

– Gracias, señor -dijo Eddie -. Gracias. Me voy a casa.

Eddie tropezó con el bordillo, se enderezó y avanzó tambaleándose por la acera en dirección a su casa mientras Serge recogía la imagen que se encontraba en los peldaños de la sinagoga.

– Gracias, señor -gritó Eddie por encima del hombro -. No sabía lo que me llevaba. Le juro por Dios que no robaría un santo.

– ¿Te apetece comer? -le preguntó Blackburn tras dejar al negro Martín en la tienda religiosa y contarle al propietario que lo habían encontrado en perfectas condiciones abandonado en la acera a dos manzanas de distancia de allí y que, tal vez, el ladrón tuviera conciencia y no pudiera robar a Martín de Forres. El propietario dijo:

– Quizás, quizás. ¿Quién sabe? Es bonito pensar que un ladrón también tiene alma.

Blackburn le ofreció al anciano un cigarillo y dijo:

– Nosotros necesitamos creer que hay gente buena, ¿verdad, señor? Los jóvenes como mi compañero no necesitan nada pero cuando uno se hace un poco mayor, como usted y como yo, entonces se necesita un poco de fe, ¿verdad?

– ¿Dispuesto a comer? -le preguntó Serge a Blackburn.

Blackburn permaneció callado unos minutos y después dijo:

– Llévame a la comisaría, ¿quieres Serge?

– ¿Para qué?

– Quiero hacer una llamada. Tú ve a comer y recógeme más tarde.

"¿Pero qué pasa ahora?", pensó Serge. Aquel individuo tenía más problemas personales que ninguno de los compañeros con quienes había trabajado.

– Voy a llamar a mi mujer -dijo Blackburn.

– Estáis separados, ¿verdad? -preguntó Serge y sintió haberlo dicho porque las observaciones inocentes de esta clase pueden dar entrada a una terrible confesión de problemas maritales.

– Sí, pero voy a llamarla y pedirle si puedo ir a casa. ¿Qué hago yo en un apartamento de soltero? Tengo cuarenta y dos años. Voy a decirle que todo se arreglará si tenemos fe.

"Es maravilloso -pensó Serge -. El negro Martín ha obrado un milagro en este viejo bastardo calloso."

Serge dejó a Blackburn en la comisaría y regresó a la Brocklvn pensando que iba a comer un poco de comida mexicana. Unascarnitas le irían de perilla y había un par de sitios de la Brooklyn que cobraban a los policías a mitad de precio y hacían las carnitas al estilo de Michoacán.

Después pensó en el restaurante del señor Rosales. Hacía varios meses que no iba y siempre estaba Mariana que cada vez estaba más guapa. Cualquier día le pediría que fuera al cine con él. Entonces recordó que no había salido con ninguna muchacha mexicana desde sus días de estudiante.

No vio a Mariana al entrar en el restaurante. Antes solía acudir allí una o dos veces al mes pero últimamente hacía varios meses que no iba… por culpa de unas vacaciones de treinta días y de una camarera que Blackburn estaba intentando seducir en un restaurante al aire libre del centro de la ciudad y que se mostraba extremadamente interesada por el viejo y les suministraba perros calientes, hamburguesas y alguna que otra delicadeza en nombre del dueño, que no sabía que ella lo hacía.

– Ah, señor Durán- dijo el señor Rosales señalándole a Serge un reservado -. No le hemos visto por aquí. ¿Cómo está? ¿Ha estado enfermo?

– De vacaciones, señor Rosales -dijo Serge -. ¿Llego demasiado tarde para comer?

– No, claro que no. ¿Unascarnitas? Tengo una nueva cocinera de Guanajuato. Hace una barbacoa y una birria deliciosa.

– Quizás un par de tacos, señor Rosales. Y café.

– Tacos. ¿Con todo?

– Sí, con mucho chile.

– En seguida, señor Durán -dijo el señor Rosales dirigiéndose a la cocina y Serge esperó, pero no fue Mariana la que regresó con el café sino otra chica mayor que ella, más delgada e inexperta como camarera, que derramó un poco de café al verterlo.

Serge se bebió el café y se fumó un cigarrillo mientras esperaba que le trajeran los tacos. No tenía tanto apetito como había pensado aunque la nueva cocinera los hacía tan ricos como la anterior. De los menudos trozos de carne de cerdo se había eliminado toda la grasa y las cebollas habían sido picadas con esmero y mezcladas con cilantro. La salsa de chile, pensó Serge, era la mejor que jamás había saboreado pero de todos modos no tenía tanto apetito como pensaba.

Cuando estaba a medio comer el primer taco, sus ojos se cruzaron con los del señor Rosales y el hombrecillo corrió hacia su mesa.

– ¿Más café? -le preguntó.

– No, es suficiente. Me estaba preguntando dónde está Mariana. ¿Un nuevo trabajo?

– No -dijo el hombre echándose a reír -. El negocio marcha tan bien que ahora tengo dos camareras. La he enviado a la tienda. Nos hemos quedado sin leche. Volverá en seguida.

– ¿Qué tal va su inglés? ¿Mejorando?

– Se asombrará usted. Es muy lista. Habla mucho mejor que yo.

– Su inglés es precioso, señor Rosales.

– Gracias. ¿Y su español, señor? Nunca le he escuchado hablar en español. Pensé que era usted anglosajón hasta que supe su nombre. ¿Es quizás medio anglosajón? ¿O verdadero español?

– Aquí llega -dijo Serge aliviado de que Mariana interrumpiera la conversación.

Llevaba dos grandes bolsas y cerró la puerta con el pie sin percatarse de Serge que le quitó la bolsa de la mano.

– ¡Señor Durán! -dijo ella brillándole los negros ojos-. Cuánto me alegro de verle.

– Y cuánto me alegro yo de escucharla hablar un inglés tan bueno -dijo Serge sonriendo y haciendo un movimiento de cabeza en dirección al señor Rosales mientras éste la ayudaba a llevar la leche a la cocina.

Serge regresó a la mesa y comió satisfecho mientras Mariana se ponía un delantal y se acercaba a su mesa con más café.

– Otros dos tacos, Mariana -dijo él observando con aprobación que había adquirido más peso y que su feminidad se estaba redondeando.

– ¿Tiene apetito esta noche, señor Durán? Le hemos echado de menos.

– Esta noche tengo apetito, Mariana -dijo él -. Yo también la he echado de menos.

Ella sonrió y regresó a la cocina; Serge se asombró de haber podido olvidar aquella limpia y blanca sonrisa. Ahora que había vuelto a verla, pensaba que era sorprendente haber podido olvidarla. Su rostro seguía siendo demasiado delgado y delicado. La frente era despejada, el labio superior excesivamente grande, los ojos negros con espesas pestañas y llenos de vida. Seguía siendo una cara de madona. Sabía que seguía persistiendo la débil llama de un anhelo a pesar de lo que el mundo le había dicho y esta llama ardía intensamente en este momento. Pensó que la dejaría arder un rato porque no era desagradable.

Cuando Mariana regresó con el segundo plato de tacos, él le rozó levemente los dedos.

– Deje que la oiga hablar inglés -le dijo.

– ¿Qué quiere que le diga, señor? -dijo ella riéndose con afectación.

– Ante todo, deje de llamarme señor. ¿Ya sabe mi nombre, no?

– Lo sé.

– ¿Cuál es?

– Sergio.

– Serge.

– No puedo pronunciar esta palabra. El final es demasiado áspero y difícil. Sergio es suave y más fácil de decir. Pruébelo.

– Ser-gi-o.

– Ay, esto resulta muy gracioso. ¿No sabe decir Sergio? -dijo ella riéndose-. Sergio. Dos sonidos. Y nada más. No tres sonidos.

– Claro -dijo él riendo también -. Mi madre me llamaba Sergio.

– ¿Lo ve usted? -dijo ella sonriendo-. Sabía que podía decirlo. ¿Pero por qué no habla nunca español?

– Lo he olvidado -dijo él sonriendo y pensó que no podía evitarse sonreírle. Era una muchacha deliciosa-. Es usted una paloma.

– Así es como me llamo. Mariana Paloma.

– Resulta apropiado. Es usted una palomita.

– No soy tan pequeña. Lo que sucede es que usted es muy alto.

– ¿Había visto alguna vez un hombre tan alto en su país?

– No muchos-dijo ella.

– ¿Cuántos años tiene, Mariana, diecinueve?

– Sí.

– Diga "yes".

– Ches.

– Y-y-yes.

– Ch-h-ches.

Ambos se echaron a reír y Serge dijo:

– ¿Quiere que le enseñe a decir "yes"? "Yes" es fácil de pronunciar.

– Quiero aprender todas las palabras inglesas -contestó ella y Serge sintió vergüenza porque aquellos ojos eran inocentes y no le habían comprendido.

Después pensó, por el amor de Dios, hay montones de chicas aun en el caso de que Paula no fuera suficiente, lo cual no era cierto. ¿De qué le serviría conquistar a una muchacha sencilla como ésta? ¿Sería que había vivido solo tanto tiempo que el egoísmo era la única finalidad de su vida?

No obstante, añadió:

– No trabaja usted los domingos, ¿verdad?

– No.

– ¿Le gustaría ir a alguna parte conmigo? ¿A comer? ¿O al teatro? ¿Ha visto usted alguna vez una verdadera comedia? ¿Con música?

– ¿Quiere que vaya con usted? ¿De veras?

– Sí el señor Rosales la deja.

– Me dejará ir a cualquier sitio con usted. Cree que es usted bueno. ¿Lo dice en serio?

– En serio. ¿Dónde vamos a ir?

– A un lago. ¿Podemos ir a un lago? ¿Por la tarde? Yo traeré la comida. Yo nunca he visto un lago en este país.

– De acuerdo, una merienda -dijo él riéndose -. Cuando la gente se trae la comida y va a un lago, nosotros lo llamamos "picnic".

– Ésta es otra palabra difícil -dijo ella.

El sábado Serge pensó varias veces en la posibilidad de llamar al restaurante del señor Rosales para cancelar la excursión. Jamás había sentido respeto especial hacia sí mismo. Comprendía que lo único que deseaba era ir tirando, hacer las cosas de la manera más fácil posible y con la menor molestia y, si podía tener un libro, una mujer o una película y emborracharse una vez al mes por lo menos, se creía el dueño del mundo. Pero ahora había pasión hacia esta muchacha y no es que fuera un Don Quijote, pensó, pero resultaba una crueldad totalmente innecesaria conquistar a una chica como ésta que no había visto ni hecho nada en su breve y difícil vida y a la que él debía antojársele algo especial, con su Corvette de un año de antigüedad y sus caras y vistosas americanas de sport, que Paula le compraba. Estaba degenerando, pensó. Dentro de tres años cumpliría treinta. ¿Qué sería entonces?

Para poder conciliar el sueño el sábado por la noche, se prometió solemnemente a sí mismo que, bajo ningún pretexto, seduciría vulgarmente a una chica que estaba bajo la tutela de un hombre bueno que no le había hecho a él ningún daño. Y además, pensó sonriendo tristemente, si el señor Rosales lo averiguaba, se terminarían las comidas gratis para los policías de la División de Hollenbeck. Y las comidas gratis eran más difíciles de obtener que las mujeres… aunque se tratara de la mismísima Virgen de Guadalajara.

La recogió en el restaurante porque aquel domingo ella tenía que trabajar dos horas desde las diez hasta las doce, hora en que llegaba la chica de la tarde. El señor Rosales pareció alegrarse de verle y ella había preparado una gran bolsa llena de comida. El señor Rosales Ies saludó con la mano mientras se alejaban del restaurante y Serge comprobó el depósito de la gasolina porque se proponía conducir sin parar hasta el lago de Arrowhead. Si ella quería un lago, le daría el mejor, pensó, completado con casas a la orilla que harían que aquellos brillantes ojos negros se abrieran como pesos de plata.

– No sabía si vendría usted -dijo ella sonriendo.

– ¿Por qué lo dice?

– Usted siempre bromea con el señor Rosales y con la otra chica y conmigo. Pensé que a lo mejor era una broma.

– Pero se había preparado, ¿no?

– Pero seguía pensando que a lo mejor era una broma. De todas maneras, fui a misa temprano y preparé la comida.

– ¿Qué clase de comida? ¿Mexicana?

– Claro, yo soy mexicana, ¿no?

– Lo es -dijo él riendo-. Usted es muy mexicana.

– Y usted es completamente americano. No hubiera podido imaginarme que se llamara Sergio Durán.

– A veces ni yo puedo, palomita.

– Me gusta este nombre -dijo ella sonriendo y Serge pensó: "ésta no es tímida. Mantiene la cara levantada y te mira a los ojos incluso cuando enrojece por algo que se le dice".

– Y a mí me gusta su traje rojo. Y el cabello suelto y largo.

– Una camarera no debe llevar el cabello así. A veces pienso que debería cortármelo como las chicas americanas.

– ¡No lo haga! -dijo él-. Usted no es una chica americana. ¿Quiere serlo?

– Algunas veces -dijo ella, mirándole gravemente, y después ambos se sumieron en el silencio un buen rato, pero no fue un silencio incómodo.

De vez en cuando ella le preguntaba acerca de alguna ciudad por la que pasaban o de algún edificio insólito. Le asombró al demostrarle que conocía el nombre de las distintas clases de flores que se utilizaban para adornar algunas partes de la autopista de San Bernadino. Y lo sabía en inglés.

Volvió a asombrarle al decirle:

– Me gustan tanto las flores y plantas que el señor Rosales me ha dicho que quizás podría estudiar botánica en lugar de idiomas.

– ¿Estudiar? -le preguntó él asombrado-. ¿Dónde?

– Empezaré a ir a la universidad en septiembre -dijo ella sonriendo -. Mi profesor de inglés dice que leo bien en inglés y que podré llegar a hablar muy bien cuando empiece a estudiar en la universidad.

– ¡La universidad!-dijo él-. Pero si las muchachitas de México no vienen aquí para estudiar. ¡Es maravilloso! Me alegro mucho.

– Gracias -dijo ella sonriendo -. Me gusta que se alegre. Mi profesor dice que es posible que pueda hacerlo aunque no tenga mucha instrucción porque leo y escribo muy bien en español. Mi madre también leía muy bien y tenía mucha instrucción cuando se casó con mi pobre padre que no tenía ninguna.

– ¿Su madre vive?

– No, murió hace tres años.

– ¿Su padre sí?

– Sí, es un hombre muy fuerte. Siempre muy animado. Pero no tanto como antes de morir mamá. Tengo diez hermanas menores. Ganaré dinero y las mandaré a buscar una a una a menos que se casen antes de que yo consiga ahorrar el dinero.

– Es usted una chica ambiciosa.

– ¿Qué quiere decir?

– Que tiene mucha fuerza y deseos de triunfar.

– No es nada.

– Conque estudiará botánica, ¿eh?

– Estudiaré inglés y español -dijo ella -. Quizás podré ser profesora dentro de cuatro años, o traductora, en menos tiempo, para trabajar en los tribunales si estudio duro. La botánica no es más que una insensatez. ¿Me imagina como una mujer instruida?

– Yo ni siquiera me la imagino como mujer -dijo él estudiando su cuerpo maduro -. Para mí no es más que una palomita.

– Ay, Sergio -dijo ella echándose a reír -, estas cosas las aprende usted en los libros. Yo le miraba a usted antes de que fuéramos amigos cuando le servía la comida a usted y a su compañero, el otro policía. Llevaba libros en el bolsillo de la americana y leía mientras comía. En la vida real no hay sitio para las palomitas. Hay que ser fuerte y trabajar duro. De todas maneras, me gusta que me diga que soy una paloma.

– Sólo tiene diecinueve años -dijo él.

– Una mexicana es mujer muy pronto. Soy una mujer, Sergio.

Volvieron a guardar silencio y a Serge le agradó verla gozar ante las ciudades y viñedos que pasaban y que él apenas observaba.

A Mariana le impresionó el lago tanto como él suponía. Alquilaron una lancha motora y, durante una hora, le enseñó las casas que bordeaban la orilla del lago Arrowhead. Sabía que tanta riqueza la había dejado boquiabierta.

– ¡Pero cuántas hay! -exclamó ella -. Debe haber muchos ricos.

– Hay muchos -dijo él -. Y yo nunca seré uno.

– Eso no es importante -dijo ella, acercándose un poco más a él mientras se dirigían al centro del lago. El brillante sol que se reflejaba sobre las aguas le lastimaba los ojos y se puso las gafas ahumadas. Ella le parecía así más morena y el viento jugueteaba con su cabello castaño oscuro dejando al descubierto su cogote. Eran las cuatro de la tarde y el sol calentaba todavía cuando se terminaron la comida en una rocosa colina del extremo más alejado del lago, que Serge había descubierto otra vez con otra muchacha a la que gustaba merendar y hacer el amor al aire libre.

– Creía que iba a traer comida mexicana -dijo Serge terminándose el quinto trozo de tierno pollo y sorbiendo soda de fresa mantenida fresca en un recipiente de plástico con hielo en el fondo de la bolsa.

– Me han dicho que a los americanos Ies gusta comer pollo frito en los picnics -dijo ella riendo -. Me han dicho qué es lo que esperan todos los americanos.

– Está delicioso -dijo él suspirando y pensando que hacía tiempo que no bebía soda de fresa. Se preguntó también por qué la fresa era el aroma preferido de los mexicanos ya que en toda la zona Este de Los Angeles eran muy frecuentes los refrescos de helado con fresas.

– La señora Rosales quería que trajera chicharrones y cerveza pero yo no he querido porque he pensado que preferiría usted lo otro.

– Me ha encantado la comida, Mariana -dijo él sonriendo y preguntándose cuánto tiempo haría que no saboreaba los sabrosos y retorcidos chicharrones. Entonces recordó que jamás había comido chicharrones con cerveza porque, cuando su madre los hacía, él era demasiado pequeño para beber cerveza. Deseó de repente poder comer unos cuantos chicharrones con un frío vaso de cerveza. Siempre se quiere lo que, de momento, no se tiene, pensó.

Contempló a Mariana mientras ésta recogía los restos de la merienda, introduciendo los platos de papel en otra bolsa que había traído. Al cabo de unos minutos, no se notaría que alguien había comido allí. Era una muchacha totalmente eficiente, pensó, y estaba deslumbrante con el traje rojo y las sandalias negras. Tenía los dedos de los pies y los pies preciosos, morenos y suaves como toda ella. Experimentó un agudo dolor en la parte baja del pecho al pensar en ella y recordó el voto de abstinencia que había hecho en relación con la persona a la que menos iba a respetar.

AI terminar, ella se sentó a su lado, dobló las piernas, apoyó las manos en las rodillas y la cara en las manos.

– ¿Quiere saber una cosa? -le preguntó ella mirando al agua.

– ¿Qué?

– Jamás había visto un lago. Ni aquí ni en México. Sólo en las películas. Éste es el primer lago auténtico que veo.

– ¿Le gusta? -preguntó él advirtiendo humedad en las palmas de las manos. Volvió a experimentar el mismo dolor en el pecho y sequedad en la boca.

– Me ha hecho usted pasar un día muy bonito, Sergio -le dijo ella mirándole a la cara y con voz densa.

– ¿Le ha gustado?

– Ches.

– No ches -dijo él riéndose -. "Yes".

– Ches -contestó ella sonriendo.

– Así: Y-y-yes, Adelante un poco la barbilla. -Sostuvo su barbilla entre las manos y tiró levemente. Pero ella adelantó toda la cara.

– "Yes" -le dijo ella.

– Ya lo ha dicho.

– Sí, Sergio, sí, sí -suspiró ella.

– Vuela, palomita -dijo él sin reconocerse aquella extraña voz hueca -. Por favor, vuela -dijo, y sin embargo la sostuvo por los hombros temiendo que fuera a hacerlo.

– Sí, Sergio, sí.

– Estás cometiendo un error, palomita -murmuró é! pero ella le rozó la mejilla con los labios.

– Te digo sí, Sergio. Para ti, sí. Para ti, sí, sí.

17 Policía de niños

Lucy era medianamente atractiva pero sus ojos eran vivos y no se perdían nada y le devoraban a uno cuando se hablaba con ella. Sin embargo, ello no resultaba en modo alguno embarazoso. Al contrario, uno sucumbía y se dejaba devorar y eso le gustaba a uno. Sí, le gustaba. Gus apartó la mirada de la calle y examinó sus largas piernas, cruzadas a la altura de los tobillos, con sus medias finas, pálidas y transparentes. Se sentaba reclinada como un compañero varón y fumaba y contemplaba la calle mientras Gus patrullaba, exactamente igual que un compañero varón, pero era completamente distinto a trabajar con un compañero varón. Con las restantes mujeres policías no había diferencia, exceptuando el hecho de que uno debía mostrarse más precavido y procurar no mezclarse en asuntos que entrañaran el menor peligro. Siempre que ello pudiera evitarse, porque una mujer policía seguía siendo una mujer, ni más ni menos, y uno era responsable de su seguridad tratándose de la mitad masculina de la pareja. Con algunas compañeras policías casi era igual que estar con un hombre, pero con Lucy no. Gus se preguntó por qué le gustaría ser devorado por aquellos ojos castaños que tenían arrugas en los ángulos. Normalmente, le molestaban los ojos que miraban con demasiada fijeza.

– ¿Crees que va a gustarte el trabajo de policía, Lucy? -preguntó Gus girando por la calle Mayor y pensando que a ella le gustaría recorrer todas aquellas hileras de calles de la zona. A la mayoría de las mujeres policía nuevas les gustaba.

– Me encanta, Gus -dijo ella-. Es un trabajo emocionante. Sobre todo aquí en la División Juvenil. No creo que hubiera resultado tan interesante trabajar en la cárcel de mujeres.

– Yo tampoco lo creo. No te imagino empujando a todas aquellas sinvergüenzas.

– Yo tampoco -contestó ella haciendo una mueca-, pero creo que antes o después me destinarán allí.

– Quizás no -dijo Gus -. Eres una buena oficial juvenil, ¿sabes? Para hacer pocas semanas que has salido de la academia, yo diría que eres excepcional. Es posible que sigas en la sección juvenil.

– Sí, como que soy indispensable -dijo ella riéndose.

– Eres inteligente y rápida y eres la primera mujer policía con quien me gusta trabajar. A la mayoría de los policías no les gusta trabajar con mujeres.

Fingió mirar la calle con mucha atención al decirlo porque advirtió la mirada de los ojos castaños. No había querido decirlo. Sólo eran las siete de la tarde, todavía no había oscurecido y no deseaba enrojecer y que ella lo viera. Pero, con estos ojos, es probable que lo viera incluso en medio de la oscuridad.

– Es un bonito cumplido, Gus -dijo Lucy-. Has sido para mí un maestro con mucha paciencia.

– Pero si yo no sé nada -dijo Gus haciendo un esfuerzo por no ruborizarse y pensando en otras cosas mientras hablaba, como por ejemplo dónde iban a comer y que tenían que recorrer a pie las cocheras de los autobuses de la calle Mayor y buscar a los menores fugados, porque la noche del domingo era muy floja, o quizá fuera mejor recorrer el parque Elysian buscando a muchachos que seguramente se encontrarían allí bebiendo cerveza sobre la hierba. Al lugarteniente Dilford le encantaba que detuvieran a menores por posesión de alcohol y Dilford les atribuía la misma importancia que los comandantes de las patrullas atribuían a las detenciones por delitos de mayor cuantía.

– ¿Trabajas en la sección juvenil desde hace seis meses, verdad? -preguntó Lucy.

– Ahora hace unos cinco meses. Todavía me queda mucho que aprender.

– ¿Dónde trabajabas antes, en los servicios de paisano de la Central?

– En los servicios de paisano de Whilshire.

– No te imagino de paisano -dijo ella riéndose -. Cuando trabajaba los fines de semana en la prisión de Lincoln Heights los oficiales de paisano entraban y salían constantemente toda la noche. No te imagino como oficial de paisano.

– Lo sé. No parezco lo suficiente hombre para ser un oficial de paisano, ¿verdad?

– No quería decir eso, Gus -contestó ella descruzando las piernas y traspasándole con sus ojos castaños. Cuando estaban trabajando, los ojos le oscurecían el rostro, que era suave y lechoso -. No quería decir eso, de ninguna manera. Te diré más, no me gustaban porque eran engreídos y hablaban con las mujeres policías empleando el mismo tono que con las prostitutas. No creo que todas aquellas bravatas les hicieran más viriles. Creo que ser pausado y amable y tener un poco de humildad es muy viril, pero no vi a muchos oficiales de paisano así.

– Se debe a que tienen que crearse ciertas defensas contra las cosas sórdidas que tienen que ver -dijo Gus aliviado al comprobar que ella casi le había confesado que le apreciaba y le había observado cualidades. Después se sintió molesto y pensó enojado que era un pequeño bastardo sinvergüenza. Pensó en Vickie que se estaba recuperando de una apendicetomía y esperaba que esta noche pudiera dormir y se juró a sí mismo que iba a dar por terminado aquel flirteo infantil antes de que prosiguiera más de lo debido porque Lucy pronto se daría cuenta, aunque no era una persona creída y no se daba cuenta de estas cosas. Pero cuando al final se diera cuenta, le diría probablemente: eso no es lo que quería, no es eso en absoluto. Pequeño bastardo estúpido, volvió a pensar, y se miró en el espejo retrovisor el escaso cabello color arena que apenas se distinguía. Dentro de pocos años sería totalmente calvo y se preguntó si seguiría soñando entonces todavía con una inteligente y pálida muchacha de ojos castaños que quizá le sonriera con piedad y quizá con asco si supiera los pensamientos que ella le provocaba.

– ¿A qué hora tenemos que inspeccionar el hogar impropio?- preguntó Lucy y Gus se alegró de que cambiara de tema.

No pudo evitar sonreír ante el hombre que subía por la calle Híll y volvió la cabeza para mirar a Lucy al pasar ambos. Recordó que los hombres solían volverse también para mirar a Vickie en los primeros tiempos de su matrimonio, antes de que ella engordara tanto. Pensó en el aspecto que debían tener él y Lucy, dos jóvenes, él con traje, corbata y camisa blanca y ella con aquel sencillo traje gris que tan bien le sentaba. Hubieran podido ir a una cena, a un concierto del Bowl o al estadio deportivo. Naturalmente que toda la gente de la calle reconocía al simple Plymouth de cuatro ruedas como un coche de la policía y sabían que aquella mujer y aquel hombre eran policías de la sección juvenil, pero hubieran podido parecer simples enamorados.

– ¿A qué hora, Gus?

– Son las siete y veinte.

– No -dijo ella echándose a reír -. ¿A qué hora inspeccionaremos el hogar impropio que el lugarteniente nos ha dicho?

– Ah, vayamos ahora. Perdona, estaba distraído.

– ¿Qué tal se recupera tu mujer de la operación de apéndice?- preguntó Lucy.

A Gus le molestaba hablarle de Vickie pero ella siempre le preguntaba cosas acerca de su familia al igual que solían hacerlo todos los compañeros, con frecuencia en las primeras horas de la madrugada cuando todo estaba en calma y los compañeros sentían deseos de hablar.

– Se está poniendo muy bien.

– ¿Y el pequeño qué tal está? Empieza a hablar, ¿verdad?

– Charla -contestó Gus sonriendo porque jamás dudaba en hablarle de sus niños puesto que estaba seguro de que ella quería escucharle.

– Son tan guapos en fotografía. Me encantaría verlos algún día.

– A mí también me gustaría que los vieras.

– Espero que tengamos una noche tranquila.

– ¿Por qué? La noche tarda en pasar cuando es tranquila.

– Sí, pero entonces te puedo escuchar hablar -dijo ella sonriendo-. Aprendo más a ser policía a última hora cuando consigo hacerte hablar.

– ¿Te refieres a cuando te hablo de todas las cosas que Kilvinsky me enseñó? -dijo él sonriendo.

– Sí, pero apuesto a que eres mejor profesor que tu amigo Kilvinsky.

– Ni hablar, Kilvinsky era el mejor -dijo Gus con el rostro nuevamente encendido -. Eso me recuerda que tengo que escribirle. Últimamente no ha contestado a mis cartas y estoy preocupado. Desde que se trasladó al Este a ver a su exesposa y a sus hijos.

– ¿Estás seguro de que ha vuelto?

– Sí, recibí una carta inmediatamente después de regresar, pero no me decía nada.

– Resulta extraño, ¿verdad?, que no hubiera visitado a sus hijos antes.

– Debía tener sus razones -dijo Gus.

– No creo que se puedan abandonar los propios hijos así.

– Él no les abandonó -dijo Gus rápidamente -. Kilvinsky no hubiera hecho eso. Es un hombre misterioso pero nada más, Debió tener sus buenas razones.

– Si tu mujer te dejara, tú no abandonarías a tus niños, Gus, no lo harías. Por ninguna razón.

– No puedo juzgarle -dijo Gus alegrándose de que las sombras ya empezaran a cubrir la ciudad cuando se detuvo ante un semáforo.

– Apuesto a que no es un padre como tú -dijo Lucy volviendo a mirarle.

– Te equivocas -dijo Gus -. Kilvinsky hubiera sido un buen padre. Hubiera sido el mejor padre que puedas imaginarte. Sabía contar cosas y, cuando hablaba, te dabas cuenta de que tenía razón. Las cosas parecían más claras cuando él las explicaba.

– Está oscureciendo.

– Vamos a ver este hogar impropio -dijo Gus molesto por aquella conversación reprobatoria acerca de Kilvinsky.

– Muy bien, era en Temple Oeste, ¿verdad?

– Podría ser una llamada falsa.

– ¿Anónima?

– Sí, una mujer llamó al comandante y dijo que un vecino del apartamento veintitrés no tenía una casa como era debido y que dejaba a un niño pequeño a solas.

– Todavía no he estado en ningún hogar impropio auténtico -dijo Lucy -. Todos los que he visto han resultado ser falsas alarmas.

– ¿Recuerdas cómo se identifica un verdadero hogar impropio? -dijo Gus sonriendo.

– Claro. Si golpeas con el pie en el suelo y las cucarachas están tan domesticadas que ni siquiera huyen, entonces se sabe que es un verdadero hogar impropio.

– Exacto -dijo Gus sonriendo -. Y si pudiéramos embotellar la peste, ganaríamos todos los casos en los tribunales.

Gus atravesó el túnel de la calle Segunda, avanzó por la carretera de Harbor, giró al Norte y después en dirección Oeste hacia Temple; el sol que se ponía iluminaba el horizonte con un resplandor rosa sucio. Había sido un día brumoso.

– Creo que debe ser aquella casa blanca -dijo Lucy señalando un edificio de estuco de tres plantas con una fachada imitando la piedra.

– Dieciocho trece. Es ésta -dijo Gus aparcando y preguntándose si llevaría dinero suficiente para pagarse una cena como era debido. Con los demás, o bien comía hamburguesas o bien se lo traía de casa, pero Lucy comía bien y le gustaba cenar caliente. Él le seguía la corriente fingiendo que a él también le gustaba a pesar de no tener ni cinco dólares hasta el día de cobro y a pesar de no tener más que medio depósito de gasolina en el coche. El lunes por la noche tuvo una discusión con Vickie por culpa del cheque que le entregaba a su madre y que se había reducido a cuarenta y cinco dólares mensuales porque John estaba en el servicio, gracias a Dios.

La discusión fue tan violenta que le puso enfermo. Lucy advirtió su depresión a la noche siguiente. Y ahora pensó en cómo se había desahogado con Lucy aquella noche y en lo amable que ella se había mostrado y en lo avergonzado que se había sentido él, y todavía se sentía, por habérselo dicho. Sin embargo, ello había contribuido a proporcionarle cierto optimismo. Y, pensándolo bien, ella no había pedido comer en un restaurante desde aquella noche y había insistido en pagar los cafés y las Cocas con más frecuencia de la debida.

Aquella casa había sido construida para durar poco tiempo, al igual que tantas otras del sur de California. Gus aparcó y ambos subieron los veinticuatro peldaños que conducían al segundo piso. Gus advirtió que la barandilla de metal, que se parecía vagamente al hierro forjado, estaba suelta. Apartó la mano y pensó que cualquier día un borracho saldría de su apartamento, se golpearía contra la barandilla y caería sobre el pavimento de hormigón seis metros más abajo, aunque, estando borracho, probablemente sólo se produciría leves magulladuras. El apartamento veintitrés se encontraba en la parte de atrás. Las cortinas estaban corridas y la puerta cerrada lo cual le hizo suponer a Gus que no había nadie en la casa porque, en todos los restantes apartamentos ocupados, las puertas aparecían abiertas. Todas tenían persianas exteriores y la gente procuraba beneficiarse de la brisa nocturna porque había sido un día caluroso y neblinoso.

Gus golpeó la puerta y pulsó el timbre y volvió a golpear. Finalmente, Lucy se encogió de hombros y ambos se volvieron de espaldas. Gus se alegró porque no le apetecía trabajar; le apetecía recorrer el parque Elysian simulando ir en busca de bebedores juveniles y limitarse a mirar a Lucy y hablar con ella tal vez en el camino superior de la zona Este junto al estanque que parecía hielo negro a la luz de la luna.

– ¿Son ustedes los policías? -murmuró una mujer que repentinamente hizo su aparición detrás de la polvorienta persiana del apartamento número veintiuno.

– Sí. ¿Ha llamado usted? -preguntó Gus.

– Yo he llamado -dijo la mujer-. He llamado pero he dicho que no deseaba que lo supiera nadie. Ahora no están en casa pero el chiquillo está dentro.

– ¿Y qué es lo que sucede? -preguntó Gus.

– Bueno, pasen ustedes. Me parece que tendré que verme mezclada tanto si me gusta como si no -murmuró ella levantando la persiana y pasándose la lengua por los labios absurdamente maquillados hasta medio camino de la distancia que los separaba de la nariz. En realidad, todo su maquillaje presentaba una exageración teatral y destinada a un público situado a mucha distancia.

– He hablado con el lugarteniente como se llame y le he dicho que este sitio no resulta adecuado ni siquiera para los cerdos y que al niño le dejan solo y que apenas le sacan nunca. Anoche gritaba y gritaba y creo que el hombre debía estar pegándole porque la mujer también gritaba.

– ¿Conoce a la gente que vive en este apartamento? -preguntó Gus.

– Qué va. Son basura -dijo la mujer tirando de un rígido mechón de su cabello rubio con raíces grises -. Sólo llevan viviendo aquí un mes y salen casi cada noche y a veces dejan a alguien cuidando al niño, una prima o quien sea. Pero a veces no dejan a nadie. Hace tiempo que aprendí a no meterme en lo que no me importa, pero hoy hacía mucho calor y ellos tenían la puerta abierta, yo pasé por delante por casualidad y la casa parecía una trinchera estrecha y sé lo que son las trincheras estrechas porque me gustan las novelas de guerra. Había excrementos de perro, del pequeño y sucio terrier que tienen, y comida y porquería por el suelo y, cuando hoy han dejado al niño, me he dicho, qué demonios, voy a llamar y permaneceré en el anonimato pero ahora me parece que no podrá ser, ¿verdad?

– ¿Cuántos años tiene el niño? -preguntó Gus.

– Tres. Es pequeño. Casi nunca sale a la calle. El hombre es un borracho. La madre parece normal. Una sucia ramera, ya me entienden. Un borracho y una ramera. Creo que el hombre la golpea cuando está borracho pero seguramente a ella no le importa demasiado porque suele estar borracha cuando él lo está. Menudos vecinos. Hace algunos años, esta zona tenía clase. Yo voy a marcharme.

– ¿Cuántos años tienen? ¿Los padres?

– Gente joven. Quizá no tengan treinta años. Pero gente sucia.

– ¿Está usted segura de que el pequeño está solo en la casa? ¿En este momento?

– Les he visto salir, oficial. Estoy segura. Está dentro. Es un niño silencioso. Nunca le he oído rechistar. Está dentro.

– ¿En qué apartamento vive la dueña? Necesitaremos una llave.

– Martha se ha ido al cine esta noche. Me dijo que iría. No pensé en la llave.

La mujer sacudió la cabeza y tiró de la deshilachada cintura de los pantalones elásticos color aceituna que no estaban pensados para estirarse tanto.

– No podemos echar la puerta abajo por una simple información.

– ¿Por qué no? El chiquillo sólo tiene tres años y está solo.

– No -dijo Gus sacudiendo la cabeza -. Podía estar dentro y podían habérselo llevado cuando usted no mirara. Muchas cosas pueden haber sucedido. Tendremos que volver más tarde cuando hayan regresado a casa y procurar entrar para echar una ojeada al interior.

– Maldita sea -dijo la mujer-. La única vez que llamo a la policía para hacer una buena acción y mira lo que pasa.

– Déjeme probar la puerta -dijo Gus -. A lo mejor está abierta.

– La única vez que llamo a la policía -le dijo la mujer a Lucy mientras Gus salía y se dirigía al apartamento número veintitrés. Abrió la persiana, giró el tirador y la puerta se abrió.

– Lucy -llamó y penetró en el asfixiante apartamento buscando cuidadosamente al "pequeño y sucio terrier" que podía aparecer de repente y morderle un tobillo.

Rodeó un apestoso montículo marrón que se encontraba en el centro de la habitación y llegó a la conclusión de que el perro debía ser de gran tamaño para tratarse de un terrier. Después escuchó rumor de patas sobre el pavimento de vinilo y salió del cuarto de baño un flaco perro gris que miró a Gus, meneó la cola, bostezó y regresó al cuarto de baño. Gus miró hacia el dormitorio y le señaló a Lucy el montículo del suelo al entrar ésta en la casa. Lucy lo rodeó y le siguió a él al cuarto de estar.

– Gente sucia -dijo la mujer que había seguido a Lucy al interior.

– Desde luego, de acuerdo con las disposiciones que definen a los hogares impropios, éste no está mal -explicó Gus -. Tiene que ser auténticamente peligroso, ventanas rotas, estufas que despiden emanaciones, ropa tendida cerca del fuego. Excrementos hasta la altura de la rodilla, no un simple montículo en el suelo. Y basura por el suelo. Inodoro atascado. He visto sitios donde las paredes parece que se mueven y después se comprende que se trata de una sábana de cucarachas. Esto no está mal. Y no veo a ningún niño en el dormitorio.

– ¡Le digo que está aquí!

– Busque usted misma -dijo Gus y se apartó a un lado para que la mujer entrara en la alcoba.

Andaba tan pesadamente que las mejillas le temblaban al dar cada paso.

No había oscurecido por completo y Lucy encendió la luz del pasillo y se encaminó hacia el pequeño lavabo.

– Tiene que estar aquí -dijo la mujer-. Les he visto salir.

– ¡Gus! -dijo Lucy y él se acercó al cuarto de baño al tiempo que ella encendía la luz y ambos descubrían al pequeño acurrucado junto al perro encima de un montón de toallas al lado de la bañera.

El niño estaba dormido y aun antes de encender Lucy la luz Gus advirtió los absurdos anillos color púrpura que le rodeaban los ojos y la boca hinchada y como en carne viva, consecuencia de haber sido golpeado recientemente. El niño babeaba y resollaba con dificultad y Gus pensó que tenía la nariz rota. Los coágulos de sangre le habían obstruido las ventanas de la nariz y Gus observó que tenía la mano doblada.

– Gente sucia -murmuró la mujer y después empezó a gritar y Lucy la sacó fuera sin que Gus le dijera nada. Lucy regresó inmediatamente y ninguno de los dos articuló palabra al levantar ella el niño en brazos y llevarle al dormitorio donde no despertó hasta que ella le hubo vestido. Gus se asombró de su fuerza y de cómo consiguió manejarle la muñeca rota sin despertarle hasta el momento de salir del apartamento.

El niño vio a Gus al despertar y 1c miró con sus hinchados ojos y después, de miedo o dolor, empezó a llorar furiosamente y no cesó en toda la hora que estuvieron con él.

– Volveremos -le dijo Gus a la mujer que estaba sollozando en la puerta de su apartamento.

Gus quiso tomar al niño en brazos al bajar la escalera, pero, al tocarle, el chiquillo se estremeció y lanzó un grito. Lucy le dijo:

– No te preocupes, Gus, te tiene miedo. Vamos, vamos, cariño -y le dio unas cariñosas palmaditas mientras Gus iluminaba la escalera con la linterna. A los pocos momentos, ya se dirigían al Central Receiving Hospital y cada vez que Gus se aproximaba al niño, los gemidos se convertían en gritos atroces, razón por la cual dejó que Lucy se encargara de él.

– Ni siquiera parece que tenga tres años -dijo Gus al aparcar en el aparcamiento del hospital-. Es tan pequeño.

Gus esperó en el vestíbulo mientras atendían al niño y, cuando llamaron a otro médico para que examinara el brazo, Gus atisbó a través de la puerta y vio al primer médico, un hombre joven de escaso cabello, hacer un movimiento de cabeza en dirección al segundo médico y señalarle el pequeño cuyo magullado rostro verde, azul y púrpura bajo la luz desnuda, parecía haber sido pintado por un surrealista enloquecido.

– Le han dejado una cara de payaso -dijo el primero de los médicos con una amarga sonrisa.

Lucy salió a los quince minutos y dijo:

– ¡Gus, tenía el recto cosido!

– ¿El recto?

– ¡Se lo habían cosido! Dios mío, Gus, ya sé que estas cosas de tipo sexual suelen ser obra del padre, pero, Dios mío, no puedo creerlo.

– ¿Se lo había cosido un profesional?

– Sí. Debió hacerlo un médico, ¿Pero por qué no lo notificó a la policía este médico? ¿Por qué?

– Hay cada médico… -dijo Gus.

– Tiene miedo de los hombres, Gus. Le daba tanto miedo el médico como tú. La enfermera y yo hemos tenido que acariciarle y hablarle para que el médico se le pudiera acercar.

Lucy pareció que iba a llorar pero encendió un cigarrillo y acompañó a Gus al teléfono; esperó hasta que éste llamó al comandante de guardia.

– Es un niño inteligente -dijo Lucy mientras Gus esperaba que el lugarteniente se pusiera al aparato-. Cuando la enfermera le ha preguntado quién le ha hecho esto en el recto, le ha dicho: "Papá, porque soy un niño malo". Dios mío, Gus…

Eran las once cuando terminaron los informes acerca del niño que había ingresado en el Hospital General. Los padres todavía no habían regresado a casa y el lugarteniente Dilford envió a otra pareja a montar guardia en el apartamento. Gus y Lucy reanudaron la patrulla.

– Es inútil seguir pensando en ello -dijo Gus al ver que Lucy llevaba ya media hora guardando silencio.

– Lo sé -dijo ella esforzándose por sonreír y Gus pensó en cómo había ella consolado al niño y qué bonita había estado entonces.

– Pero si ya son las once -dijo Gus -. ¿Tienes apetito?

– No.

– ¿Pero puedes comer?

– Come tú. Yo me tomaré un café.

– Los dos nos tomaremos un café -dijo Gus dirigiéndose a un restaurante del Boulevard Sunset donde había reservados para dos y cualquiera que les viera les confundiría con un par de enamorados, o tal vez con un joven matrimonio. Gus pensó que le habían salido arrugas en los ángulos de la boca, igual que su madre. Sonrió porque, pensándolo bien, nadie podría creer que él pudiera ser un joven enamorado.

Cuando estuvieron sentados en el reservado del iluminado y espacioso restaurante, Gus observó una mancha color herrumbre en el hombro del traje de Lucy y volvió a imaginársela de nuevo con el niño, pensó en lo fuerte que era y en lo capacitada que estaba. Se preguntó qué tal resultaría vivir con alguien de quien no tuviera uno que preocuparse y se preguntó qué tal resultaría que alguien se ocupara de uno de vez en cuando, o por lo menos lo fingiera. La cólera empezó a apoderarse de él al pensar en Vickie y en su madre y en que, por lo menos, el ejército se encargaría de su hermano unos cuantos años. Gus se prometió que si su madre dejaba marchar a John cuando éste regresara del servicio, ella tendría que arreglárselas con el cheque del condado porque él se negaría a darle ni un céntimo más. Inmediatamente después de haberlo pensado, comprendió que era una mentira porque él era también básicamente un débil y su única fuerza estribaba en el hecho de poder ganarse la vida. Cuando llegara el momento, seguiría entregando dinero porque era demasiado débil para hacer otra cosa. Qué fácil sería la vida, pensó, estando casado con una chica fuerte como Lucy.

– Tienes sangre en el vestido -dijo Gus señalándole con la cabeza la mancha del hombro, pero inmediatamente se arrepintió de habérselo dicho porque lo que hubiera debido hacer es procurar animarla.

– No me importa -dijo ella sin molestarse en mirar y él advirtió algo en su interior.

En aquel momento, estuvo a punto de decirle algo. Si aquellos ojos tan fijos le hubieran mirado a él en lugar de mirar la mesa, probablemente se lo hubiera dicho pero no lo hizo y se alegró de no haberlo hecho porque probablemente ella le hubiera mirado con tristeza y le hubiera contestado: "Yo no quería decir eso".

Gus observó a tres muchachas que se encontraban en un reservado más grande del otro lado, chismorreando con voces agudas, fumando sin parar y tratando de entendérselas con dos niños pequeños que se arrastraban por el suelo y correteaban por los pasillos entre los reservados.

Una de las muchachas, con un orgulloso vientre hinchado, sonreía con frecuencia hacia los niños de sus jóvenes amigas que indudablemente ya hacía tiempo que habían descubierto que el misterio de la maternidad era muy distinto a lo que se habían imaginado. Las tres muchachas lucían peinados horribles, altos, rebuscados, con el cabello teñido, y Gus pensó que Vickie también había sido madre muy joven. Volvió a experimentar entonces la habitual sensación de culpabilidad, que le constaba que era estúpida, pero se olvidó de ella cuando una de las jóvenes madres agarró al chiquillo pelirrojo y le estampó una bofetada en la cara diciéndole en voz baja:

– Siéntate y compórtate como un pequeño hijo de perra.

Se habían medio terminado el café cuando Lucy le dijo:

– ¿Has estado pensando en el pequeño, Gus?

– De ninguna manera -dijo Gus.

– ¿No resulta difícil no hacerlo?

– No. Cuando uno se acostumbra ya no. Y debieras aprenderlo cuanto antes, Lucy.

– ¿En qué tengo que pensar entonces?

– En tus propios problemas. Eso he estado haciendo yo. Preocupándome por mis ridículos problemas.

– Háblame de tus problemas, Gus -dijo Lucy -. Dame alguna otra cosa en que pensar.

– Bueno, pues te diré que hace tres días que no practicamos ninguna detención de menor. El jefe nos va a regañar. De eso tenemos que preocuparnos.

– ¿Te gusta de verdad el trabajo en la sección juvenil?

Quiero decir, pensándolo bien, ¿te gusta ser un policía de chiquillos?

– Sí, Lucy. No es fácil de explicar pero es como, no sé, sobre todo con los pequeños, me gusta el trabajo porque nosotros los protegemos. Fíjate en el niño de esta noche. Su padre será detenido y es posible que el fiscal del distrito consiga demostrar que fue él quien le hizo eso al niño o quizá no lo consiga. El niño no será un buen testigo o mucho me equivoco. Quizá la madre les diga la verdad, pero lo dudo. Y cuando los abogados, los psiquiatras y los criminólogos hayan expresado sus opiniones, no creo que le hagan gran cosa. Pero por lo menos hemos sacado al niño de allí. Estoy seguro de que el tribunal de menores no lo devolverá a sus padres. Quizá le hayamos salvado la vida. Me gusta pensar que protegemos a los niños. Si quieres que te diga la verdad, si la puerta hubiera estado cerrada, yo la hubiera echado abajo. Ya lo había decidido. Somos los únicos que podemos salvar a los niños pequeños de sus padres.

– ¿No te gustaría detener a un hombre así y obligarle a confesar? -dijo Lucy aplastando la colilla del cigarrillo en el cenicero.

– Yo antes creía que podía extraer la verdad de la gente por medio de la tortura -dijo Gus sonriendo -, pero cuando empecé a trabajar como policía y vi y detuve a personas francamente malvadas, me di cuenta de que ni siquiera me apetecía tocarlas o estar con ellas. Jamás haría carrera en una mazmorra medieval.

– A mí me educaron muy sensatamente -dijo Lucy sorbiendo el café mientras Gus le contemplaba la zona de su blanca clavícula acariciada por su cabello cuando ella movía la cabeza. Se sentía molesto porque el corazón le latía apresuradamente y tenía las manos mojadas. Dejó por ello de contemplar aquella tierna zona de carne -. Mi padre es profesor de escuela secundaria, tal como te he dicho, y a mi madre le resultaría imposible creer que haya un padre que se atreva a dejar andar por ahí a su hijo sin ropa interior completamente limpia y recién lavada. Son buena gente, ¿sabes? ¿Cómo puede la gente buena imaginarse la existencia que realmente llevan las malas personas? Yo iba a ser asistente social hasta que me enteré de que el Departamento de Policía de Los Ángeles buscaba mujeres policía. ¿Cómo podría ser ahora asistente social después de haber aspirado la esencia del mal? La gente no es básicamente buena, ¿verdad?

– Pero quizá tampoco es mala.

– Pero no es buena, maldita sea. ¡Todos mis profesores me decían que la gente era buena! Y la gente miente. Vaya si miente. No concibo la forma de mentir de la gente.

– Esto fue lo que más me costó aprender -dijo Gus -. Durante el primer año de trabajo, yo creía en la gente. A despecho de lo que me dijeran. Ni siquiera le hacía caso a Kilvinsky. Toda la vida había creído que lo que la gente me decía era verdad y fui un mal policía hasta que superé este error. Ahora sé que todos mienten cuando sus vidas dependen de la verdad.

– Qué manera tan desagradable de vivir -dijo Lucy.

– Para un hombre, no. Para una mujer, tal vez. Pero encontrarás a alguien y te casarás. No vas a estar haciendo eso toda la vida.

Gus evitó su mirada al decírselo.

– Procuraré no casarme con un policía. De lo contrarío no podría escapar.

– De todas maneras, los policías son malos maridos -dijo Gus sonriendo -. El índice de divorcios es muy elevado.

– Tú eres policía y no eres mal marido.

– ¿Cómo lo sabes? -le dijo él y entonces quedó apresado y atrapado por aquellos ojos castaños.

– Te conozco. Mejor que a nadie.

– Bueno -dijo Gus-, No sé… bien…

Y entonces cedió y sucumbió ante aquellos ojos que le miraban sin pestañear, un feliz conejo gris entregándose al benevolente abrazo letal del zorro y decidió que, cualquiera que fuera el rumbo que tomara la conversación a partir de aquel momento, él la seguiría de buen grado. El corazón le martilleaba alegremente.

– Eres un buen policía -dijo ella -. Sabes cómo son las cosas y sin embargo te muestras amable y compasivo, sobre todo con los niños, Y es una cualidad no muy frecuente, ¿sabes? ¿Cómo puede conocer uno a la gente y al mismo tiempo tratarla como si fuera buena?

– La gente es débil. Creo que me he resignado a manejar a los débiles. Creo que les conozco porque yo también soy débil.

– Eres el hombre más fuerte que jamás he conocido y también el más bueno.

– Lucy, quiero invitarte a un trago después del trabajo. Tendremos tiempo antes de que cierren los bares. ¿Querrás venir conmigo al Salón Marty's?

– Creo que no.

– No me propongo nada -dijo Gus y se maldijo por haber dicho semejante estupidez porque se lo proponía todo y, naturalmente, ella sabía que se lo proponía todo.

– Ésta será la última noche que trabajemos juntos -dijo Lucy.

– ¿Qué quieres decir?

– El lugarteniente me ha dicho esta noche que si me gustaría trabajar temporalmente en la sección juvenil de Harbor, empezando mañana mismo, y que, si todo iba bien, quizá podría quedarme allí permanentemente. Le he dicho que quería pensarlo. Ya lo he decidido.

– ¡Pero si te queda muy lejos! Tú vives en Glendale.

– Soy una chica soltera que vive en un apartamento. Puedo trasladarme.

– ¡Pero a tí te gusta el trabajo de policial Harbor será muy aburrido. Echarás de menos toda la actividad de por aquí.

– ¿Fue terrible crecer sin padre, Gus? -le preguntó ella de repente.

– Sí, pero…

– ¿Podrías hacerles esto a tus niños?

– ¿Qué?

– ¿Dejarías que crecieran sin padre o con un padre de fin de semana, dos veces al mes?

Hubiera querido decirles "sí" a aquellos ojos que él sabía que deseaban que dijera "sí" pero vaciló. Pensó a menudo más tarde que, de no haber vacilado, hubiera podido decir "sí" y qué hubiera sucedido si se hubiera limitado a decir sí". Pero no dijo "sí", permaneció callado durante varios segundos, y ella le sonrió y le dijo:

– Claro que no lo harías. Y ésta es la clase de hombre que yo quisiera que se casara conmigo y me diera hijos. Debiera haberte conocido hace tres años. ¿Qué te parece si me acompañas a la comisaría? Voy a pedirle al lugarteniente si puedo marcharme a casa. Tengo un dolor de cabeza espantoso.

Debía haber algo que pudiera decir pero, cuanto más lo pensaba, tanto más absurdo se le antojaba. El cerebro le estaba dando vueltas cuando aparcó en el aparcamiento de la comisaría y mientras Lucy se llevaba sus.pertenencias, decidió que ahora, en este mismo momento, se acercaría a ella que se encontraba junto a su coche particular y le diría algo. Tenía que ocurrírsele algo porque si no lo hacía ahora, ahora mismo, ya no lo haría nunca. Y estaba en juego su misma vida, no, su propia alma.

– Ah, Plebesly -dijo el lugarteniente Dilford saliendo de su despacho y haciéndole señas a Gus.

– Dígame, señor -dijo Gus entrando en el despacho del comandante de guardia.

– Siéntese un momento, Gus. Tengo una mala noticia para usted. Ha llamado su esposa.

– ¿Qué ha sucedido? -dijo Gus poniéndose en píe de un salto-. ¿Los niños? ¿Ha pasado algo?

– No, no. Su mujer y los niños están bien. Siéntese, Gus.

– ¿Mi madre? -preguntó Gus avergonzándose del alivio que experimentó al suponer que pudiera ser su madre en lugar de sus hijos.

– Es su amigo Andy Kilvinsky, Gus. Le conocí bien cuando trabajé en Universidad hace años. Su esposa ha dicho que esta noche la ha llamado un abogado de Oregón. Kilvinsky le ha legado a usted unos cuantos miles de dólares. Ha muerto, Gus. Se disparó un tiro.

Gus escuchó zumbar monótonamente la voz del lugarteniente durante varios segundos antes de levantarse y encaminarse hacia la puerta frontal; el lugarteniente estaba asintiendo con la cabeza y diciendo algo como manifestándole su aprobación. Pero Gus no supo lo que decía mientras bajaba la escalera que conducía al aparcamiento. Había abandonado el aparcamiento y se dirigía a casa cuando empezó a llorar pensando en Kilvinsky, a llorar por él. Inclinó la cabeza angustiado y pensó incoherentemente en el chiquillo de aquella noche y en todos los niños sin padre. Ya no podía ver la calle. Después pensó en sí mismo y en su tristeza y vergüenza y cólera. Las lágrimas le brotaron como lava. Se acercó al bordillo y las lágrimas le quemaron y los estremecidos sollozos le hicieron temblar el cuerpo y pensó en el silencioso dolor de la vida. Ya no sabía por quién lloraba y poco le importaba. Lloraba solo.

18 El vendedor ambulante

– Me alegro de que me hayan destinado a la calle Setenta y Siete -dijo Dugan, el pequeño novato de rostro colorado que le habían asignado a Roy de compañero durante una semana-. He aprendido mucho trabajando en una zona negra. Y he tenido buenos compañeros que me han ayudado.

– La calle Setenta y Siete es tan buena como cualquier otro sitio para trabajar -dijo Roy pensando en lo a gusto que iba a sentirse cuando el sol se posara por debajo de la carretera sobreelevada de Harbor. Las calles empezarían a enfriarse y el uniforme resultaría más soportable.

– ¿Hace bastante tiempo que estás aquí, verdad Roy?

– Unos quince meses. En esta división siempre está uno ocupado. Siempre pasa algo y por consiguiente se está ocupado. No hay tiempo para sentarse a pensar y el tiempo pasa, por eso me gusta.

– ¿Has trabajado alguna vez en una división blanca?

– En la Central -contestó Roy asintiendo.

– ¿Es igual que en una división negra?

– Es más lenta. No hay tantos delitos y por eso es más lenta. El tiempo pasa más lentamente. Pero es igual. Todos son bastardos asesinos; aquí abajo son un poquito más morenos.

– ¿Cuánto tiempo hace que has vuelto a trabajar, Roy? Si no te importa hablar de eso. En cuanto me trasladaron, me enteré del disparo que habías sufrido. No hay muchas personas que sobrevivan a un disparo de escopeta en el estómago, creo.

– No muchas.

– Me parece que no te gusta hablar de eso.

– No es que no me guste, es que estoy harto de hablar de ello. Estuve hablando de ello los cinco meses que pasé haciendo trabajo de despacho. Les conté la historia mil veces a los policías curiosos que querían saber cómo es posible que me pusiera tan nervioso y permitiera que me hicieran un disparo así. Estoy harto de contarlo. No te importa, ¿verdad?

– Claro que no, Roy. Lo comprendo muy bien. Ahora estás bien, ¿verdad? Yo llevaré los libros y conduciré si tú quieres descansar.

– Estoy bien, Dugan -dijo Roy riéndose -. Jugué tres partidos muy duros de balonmano la semana pasada. Me encuentro bien físicamente.

– Me imagino que he tenido suerte al tropezarme con un compañero experimentado que ha visto muchas cosas y ha hecho de todo. Pero a veces hago demasiadas preguntas. Tengo una boca irlandesa muy grande que, a veces, no puedo controlar.

– De acuerdo, compañero -dijo Roy sonriendo.

– Siempre que quieras que me calle, me lo dices.

– De acuerdo, compañero.

– Doce-A-Nueve, Doce-A-Nueve, vean a la mujer, informe cuatro cinco nueve, ochenta y tres veintinueve Vermont Sur, apartamento B de Bernardo.

– Doce-A-Nueve, entendido -dijo Dugan y Roy giró en dirección al ocaso color púrpura veteado de bruma y se dirigió pausadamente al lugar de la llamada.

– Yo pensaba que la mayoría de robos se producían por la noche -dijo Dugan -. Cuando era paisano, quiero decir. Supongo que la mayoría de ellos se producen de día cuando la gente no está en casa.

– Exactamente -dijo Roy.

– Muchos ladrones no se atreverían a entrar de noche en una casa ocupada por gente, ¿verdad?

– Demasiado peligroso -dijo Roy encendiendo un cigarrillo que le supo mejor que el anterior ahora que estaba refrescando un poco.

– Me gustaría atrapar a un buen ladrón una de estas noches. A lo mejor lo atrapamos esta noche.

– A lo mejor -contestó Roy girando al Sur hacia la avenida Vermont desde Florence donde se encontraban.

– Yo voy a seguir estudiando -dijo Dugan -. He pasado algunos exámenes desde que salí de la marina pero ahora voy a hacerlo en serio para conseguir el título en ciencia policial. ¿Tú estudias, Rov?

– No.

– ¿Lo habías hecho?

– Antes sí.

– ¿Te faltaría mucho para alcanzar el título?

– Quizás unos veinte exámenes.

– ¿Nada más? Es estupendo. ¿Vas a matricularte este semestre?

– Demasiado tarde.

– ¿Vas a terminar?

– Claro que sí -dijo Roy y el estómago empezó a arderle como consecuencia de un acceso de indigestión, advirtiendo un estremecimiento de náuseas. Ahora la indigestión le producía náuseas. Supuso que jamás podría fiarse de su estómago y este novato de ojos avispados le estaba revolviendo el estómago con su entrometimiento y su exasperante inocencia.

Roy pensó que ya cambiaría. No bruscamente sino gradualmente. La vida le robaría la inocencia poco a poco igual que una lechuza roba pajarillos hasta que el nido se queda vacío y pavoroso en su soledad.

– Parece que aquí es el sitio, compañero -dijo Dugan poniéndose el gorro y abriendo la portezuela antes de que el coche se hubiera detenido.

– Espera a que me detenga, Dugan -dijo Roy -. No quiero que te rompas una pierna. No es más que una llamada de informe.

– Perdón -dijo Dugan sonriendo y ruborizándose.

Era un piso de los de arriba situado en la parte posterior de la casa. Dugan llamó suavemente a la puerta con el mango de la linterna tal como Roy tenía por costumbre hacer y tal como probablemente él le habría visto hacer. Roy observó también que Dugan se había cambiado a su marca de cigarrillos y que se había comprado una linterna grande de tres pares igual que la de Roy a pesar de que la de cinco pares se la había comprado hacía muy pocas semanas. Siempre quise un hijo, pensó Roy amargamente, mientras observaba a Dugan llamar a la puerta y hacerse prudentemente a un lado tal como Roy le había enseñado a hacer en todas circunstancias, aunque la llamada fuera simplemente de rutina. Y mantenía siempre la mano derecha libre, llevando el cuaderno de informes y la linterna en la izquierda. No se quitaba el gorro cuando entraban en una casa hasta estar absolutamente seguros de lo que se trataba y sólo entonces se sentaban, se quitaban el gorro y se relajaban. Pero Roy ya no se relajaba, aunque quisiera relajarse, aunque se concentrara en la relajación porque le era necesaria para que sanara su estómago. Ahora no podía permitirse el lujo de una úlcera, jamás se lo podría permitir. Deseaba tanto poder tranquilizarse. Pero ahora Dorothy le estaba acosando para que permitiera que su nuevo y gordo marido de mediana edad adoptara a Becky. Él le había contestado que antes les mataría a los dos y Dorothy había intentado llegar a él a través de la madre de Roy en quien siempre había tenido una intercesora. Y él pensaba en Becky y en cómo decía "papá" y en lo increíblemente bonita y dorada que era. La puerta del apartamento la abrió una chica que no era ni bonita ni dorada pero Roy pensó inmediatamente que era atractiva. No tenía la piel muy oscura si bien a él se le antojaba demasiado oscura; sus ojos eran de un castaño claro con manchas negras que le recordaron las motitas que se observaban en los ojos de su hija. Roy supuso que debía tener su misma edad o quizá fuera mayor y pensó que el peinado natural africano resultaba bonito en las mujeres negras, aunque no le agradaba en los hombres. Por lo menos no llevaba collares de hueso o pendientes de hierro u otros adornos falsamente africanos. Sólo el peinado. Eso estaba bien, pensó él. Era natural.

Les hizo señas de que entraran y les indicó vagamente el saqueado apartamento. Roy advirtió que la moldura de la puerta había sido arrancada mediante un destornillador de un centímetro, utilizado para abrir la puerta.

– Estas cerraduras tan endebles no sirven para nada -dijo Roy tocando la cerradura con la linterna.

– Ya lo ve usted -dijo ella sonriendo y sacudiendo tristemente la cabeza -. Me lo han quitado todo. Todo.

Era sorprendentemente alta, observó él al verla de pie a su lado y comprobar que no tenía que levantar apenas la cabeza para mirarle a los ojos. Supuso que debía medir un metro setenta y ocho. Y era bien formada.

– ¿Ha tocado algo? -preguntó Dugan.

– No.

– Vamos a ver si podemos encontrar algún objeto liso del que puedan tomarse las huellas -dijo Dugan dejando el cuaderno de notas y disponiéndose a examinar el apartamento.

– ¿Ha sucedido mientras usted estaba trabajando? -preguntó Roy sentándose en un alto taburete de la cocina.

– Sí.

– ¿Dónde trabaja usted?

– Soy técnica dental. Trabajo en el centro de la ciudad.

– ¿Vive sola?

– Sí.

– ¿Qué objetos le faltan?

– Un aparato de televisión en color. Un reloj de pulsera, una cámara fotográfica Polaroid. Ropa. Todo lo que tengo que valga algo.

– Lástima -dijo Roy pensando que estaba muy bien formada y pensando que jamás había probado una mujer negra y que no había probado ninguna mujer desde que se había curado de la herida, exceptuando a Velma, la gorda diplomada en belleza que había conocido a través de la señora Smedley, la vecina de su madre. Velma no le había resultado lo suficientemente interesante como para atraerle más de una vez cada dos o tres semanas y se preguntaba si el disparo de escopeta no habría reducido su impulso sexual ya que en este caso, qué demonio, sería natural que perdiera el aprecio hacia uno de los pocos placeres que la vida parecía reservarle a cualquier hijo de perra antes de asesinarle finalmente.

– ¿Hay alguna posibilidad de que consiga recuperar el aparato de televisión? -preguntó ella.

– ¿Conoce el número de serie?

– Me temo que no.

– Entonces no hay muchas posibilidades.

– ¿La mayoría de robos no se solucionan entonces?

– En cierto modo sí. Quiero decir que, oficialmente, no se solucionan. Los efectos robados jamás se recuperan porque los ladrones los venden inmediatamente a compradores de objetos robados, a las casas de empeños o a personas que no hacen preguntas y encuentran por la calle. Más pronto o más tarde los ladrones son atrapados y a veces los investigadores saben que son responsables de muchos robos, de docenas o cientos de ellos, pero normalmente los objetos no se recuperan.

– Es decir, que el culpable es atrapado antes o después pero la víctima no se beneficia, ¿verdad?

– Exactamente.

– Bastardos -murmuró ella.

"Por qué no se cambia de casa -pensó Roy -. Por qué no se traslada hacia el Oeste, hacia la periferia del barrio negro. Aunque no se apartara del todo, podría trasladarse a la parte más tranquila del barrio donde hay menos crimen. Pero, qué diablos. Algún ladrón blanco chiflado la estrangularía probablemente en su cama cualquier noche. Uno no puede alejarse del mal. Salta todas las barreras, raciales o de lo que sean."

– Le llevará mucho tiempo sustituir todos los objetos perdidos -dijo Roy.

– Ya puede imaginarse -dijo ella volviendo la cabeza porque las lágrimas habían asomado a sus ojos humedeciéndole las espesas pestañas naturales -. ¿Quiere un café?

– Sí, gracias -dijo Roy contento de que Dugan estuviera todavía rebuscando por la alcoba.

Mientras la observaba dirigirse hacia la alacena, pensó: "Quizá pueda serme útil un poco de eso. Quizá no se hayan perdido para mí los simples placeres animales".

– Voy a reforzarme el café -dijo ella entregándole una taza y un platillo ribeteados de oro, una jarrita de leche y azucarero. Regresó de nuevo a la alacena, sacó una botella por estrenar de bourbon canadiense, rompió el lacre y se vertió un buen chorro en la taza de café.

– Nunca bebo sola -dijo -pero esta noche creo que voy a emborracharme. ¡Me siento tan deprimida!

Los ojos de Roy pasaron de la chica a la botella, de nuevo a la chica y otra vez a la botella y se dijo a sí mismo que todavía no estaba en peligro. Sólo bebía porque le gustaba, porque necesitaba tranquilizarse y, aunque la bebida no le sentara bien al estómago, los efectos terapéuticos de un whisky tranquilizador compensaban plenamente los resultados perniciosos. Las drogas por lo menos no le interesaban. Le hubiera podido suceder en el hospital. Le sucedía a mucha gente con dolorosas lesiones de larga duración sometidas a prolongada medicación. Sabía que podía pasarse todo el turno sin beber. Pero, de todas maneras, no le hacía daño a nadie. Unos cuantos gramos de whisky agudizaban siempre su ingenio y ningún compañero había sospechado nada jamás y menos que nadie el pequeño Dugan.

– Si no estuviera de servicio, la acompañaría -dijo Roy.

– Lástima -dijo ella sin mirarle mientras tomaba un sorbo, hacía una mueca y se tomaba otro más grande.

– Si no estuviera de servicio no la dejaría beber sola -dijo él y observó la mirada que ella le dirigió.

La muchacha se volvió, volvió a tomar otro sorbo de café y no le contestó.

– Creo que ya podemos empezar el informe -dijo Dugan regresando al cuarto de estar -. Hay un estuche de joyería y algunas otras cosas que es posible que conserven huellas digitales. Las he dejado a un lado. El experto en huellas vendrá esta noche o mañana para examinar estos objetos.

– Mañana yo no estaré en casa. Trabajo durante el día.

– Quizá pueda venir esta noche si no está muy ocupado -dijo Dugan.

– Vendrá esta noche. Yo me encargaré de ello. Le diré que es usted amiga mía -dijo Roy y ella volvió a mirarle sin que él observara ninguna expresión especial.

– Bueno, será mejor que empecemos este informe -dijo Dugan-. ¿Me dice su nombre?

– Laura Hunt -dijo ella y esta vez a Roy le pareció descubrir algo en sus ojos.

Mientras regresaban a la comisaría, Roy empezó a experimentar nerviosismo. Últimamente no le sucedía con tanta frecuencia se dijo a sí mismo. No se sentía tan inquieto ahora que había regresado a los coches-radio. Sin embargo, aquellos meses de trabajo de oficina sí habían sido malos. Experimentaba dolores reumáticos y los nervios le causaban molestias. Guardaba una botella en su coche particular y hacía frecuentes viajes al aparcamiento. Le preocupaba que el comandante de guardia, el lugarteniente Crow, hubiera sospechado algo, pero jamás nadie le había hecho ninguna pregunta. Nunca exageraba. Sólo bebía lo suficiente para tranquilizarse y para atenuar el dolor o bien luchar contra la depresión. Sólo había exagerado dos veces, viéndose en la imposibilidad de terminar el turno. En ambas ocasiones había fingido hallarse indispuesto, un ataque de náuseas, había dicho, y se había dirigido a su solitario apartamento procurando prudentemente mantener el velocímetro a sesenta y cinco por hora y concentrándose en la esquiva línea blanca de la carretera. Ahora que se encontraba de nuevo en el coche radio era mucho mejor. Todo era mejor. Y también le había sentado bien volver a su antiguo apartamento.

Dos meses de vivir con sus padres habían sido tan perjudiciales para sus emociones como la peor cosa. Y Carl, con sus hijos gordos y su impecable esposa Marjorie y su nuevo coche y su maldita barriga sobresaliéndole por encima del cinturón a pesar de que ni siquiera había cumplido treinta años. Carl era insoportable:

– Aún podemos encontrarte un sitio, Roy. Claro que no puedes esperar empezar como un socio con igualdad de derechos, pero después… al fin y al cabo, es el negocio de la familia y tú eres mi hermano… Siempre he pensado que podrías ser un buen hombre de negocios si te decidías a sentar la cabeza y ahora espero que el haber estado al borde de la muerte te haya hecho recapacitar y comprender cuál es el lugar que te corresponde y abandones este capricho; recuerdas, Roy, que cuando era niño yo quería ser policía también, y bombero, pero pude superarlo y tú mismo has confesado que no te gusta este trabajo y si no te gusta nunca podrás esperar tener éxito como policía, si es que así puede llamarse, y debes comprender, Roy, que nunca conseguirás obtener el título de criminología. Roy, no te apetece tomar de nuevo los libros y yo no te culpo porque, por qué demonios ibas a querer ser un criminólogo si ya no deseas serlo; bien, Roy, ésta es la mejor noticia que recibo de ti desde hace tiempo; bueno, te haremos sitio en el negocio y pronto podremos llamarlo Fehler e Hijos y algún día, Roy, será Fehler Hermanos y Dios sabe que papá y mamá estarán contentos y haré todo lo que pueda para ayudarte y convertirte en un hombre de negocios digno del nombre de la familia, y sabes que será distinto a trabajar para un jefe que es un patrón impersonal porque yo conozco tus faltas y defectos, Roy. Dios sabe que todos tenemos defectos y yo seré comprensivo porque al fin y al cabo eres mi hermano.

Cuando al final Roy decidió regresar al trabajo y trasladarse a su apartamento, Carl se asombró enormemente. "Dios mío, necesito tranquilizarme", pensó Roy mirando a Dugan que estaba conduciendo lentamente controlando los números de las matrículas de los coches con los de la lista de vehículos robados. Dugan controló miles de números de matrícula.

– Llévame a la esquina de la Ochenta y Dos con Hoover -dijo Roy.

– Muy bien, Roy. ¿Para qué?

– Quiero usar la caja telefónica.

– ¿Para llamar a la comisaría? Creía que íbamos allí a entregar el informe.

– Quiero llamar a R &I. Y todavía no quiero volver a la comisaría. Patrullemos un poco más.

– De acuerdo. Hay una caja telefónica al final de la calle.

– No funciona.

– Sí funciona. Yo la usé la otra noche.

– Mira, Dugan, llévame a la Ochenta y Dos Hoover. Ya sabes que es la caja que yo utilizo siempre. Siempre funciona y me gusta utilizarla.

– Muy bien, Roy -dijo Dugan riéndose -. Creo que yo también empezaré a acostumbrarme a una rutina cuando tenga un poco más de experiencia.

A Roy le latió el corazón apresuradamente mientras permanecía de pie oculto tras la puerta metálica de la caja telefónica bebiendo ávidamente. Pensó tristemente que quizá sólo tuviera que efectuar una llamada a R &I esta noche. Tendría que mostrarse extremadamente precavido con un novato como Dugan. La garganta y el estómago le estaban ardiendo pero bebió una y otra vez. Estaba muy nervioso esta noche. A veces le sucedía. Sentía las manos pegajosas y la cabeza como ausente y necesitaba tranquilizarse. Después estuvo chupando un momento caramelos de menta contra el mal aliento y un chicle enorme. Regresó al coche y encontró a Dugan tecleando nerviosamente el volante con los dedos.

– Ahora vamos a la comisaría, Dugan, muchacho -dijo Roy ya más tranquilo, sabiendo que la depresión iba a desaparecer.

– ¿Ahora? Muy bien, Roy. Pero creía que habías dicho que iríamos más tarde.

– Tengo que ir al lavabo -dijo Roy sonriendo; encendió un cigarrillo y canturreó una cancioncilla mientras Dugan aceleraba.

Mientras Dugan se encontraba en la sala de informes completando el informe del robo, Roy fue a levantarse, vaciló y se levantó para encaminarse al aparcamiento. Luchó consigo mismo mientras permanecía parado junto a.la portezuela de su Chevrolet amarillo pero entonces comprendió que otro trago le tranquilizaría un poco y derrotaría por completo el terrible espectro de la depresión que era la cosa más difícil de combatir sin ayuda. Miró a su alrededor y al no ver a nadie en el oscuro aparcamiento, abrió el Chevrolet, sacó una botella de un cuartillo de la guantera e ingirió un buen trago. Volvió a tapar la botella, dudó, la destapó de nuevo y se tomó un trago y otro más y después la guardó.

Dugan ya había terminado cuando entró de nuevo en la comisaría.

– ¿Dispuesto a que nos marchemos, Roy? -le preguntó Dugan sonriendo.

– Vamos, muchacho -dijo Roy riéndose pero, antes de haber patrullado media hora, Roy tuvo que llamar de nuevo a R &I desde la caja telefónica de la Ochenta y Dos Hoover.

Eran las once de la noche. Roy se encontraba maravillosamente bien y empezó a pensar en la chica. Pensó también en la botella que ella guardaba y se preguntó si la muchacha se encontraría tan a gusto como él se encontraba. Pensó también en su esbelto y suave cuerpo.

– Era una chica muy bonita esta Laura Hunt -dijo Roy.

– ¿Quién? -preguntó Dugan.

– La chica. El informe del robo. Ya sabes.

– Ah, sí, muy bonita -dijo Dugan -. Me gustaría poder poner una multa de tráfico. Todavía no he hecho nada este mes. Lo malo es que todavía no he aprendido a atrapar a la gente. A no ser que un individuo pase un semáforo rojo o algo evidente como eso.

– Estaba muy bien formada -dijo Roy -. Me ha gustado, ¿a ti no?

– Sí. ¿Conoces un buen sitio donde podamos apostarnos? ¿Un buen sitio donde podamos poner una buena multa?

– Un manzanal, ¿verdad? Bueno, pues baja por Broadway, te enseñaré un manzanal, una señal de parada en la que la gente no gusta de detenerse. Podrás poner seis multas si quieres.

– Me basta una. Creo que debiera procurar poner una al día. ¿Tú qué crees?

– Una en días alternos es suficiente para satisfacer al jefe. Tenemos cosas más importantes que hacer que poner multas en esta maldita división. ¿No te has dado cuenta?

– Sí -dijo Dugan riendo -, creo que aquí estamos ocupados con cosas más importantes.

– ¿Cuántos años tienes, Dugan?

– Veintiuno, ¿por qué?

– Me lo preguntaba.

– ¿Parezco muy joven, verdad?

– Unos dieciocho. Ya sabía que tenías que tener veintiuno para conseguir el empleo pero parece que tengas dieciocho.

– Lo sé. ¿Tú cuántos años tienes, Roy?

– Veintiséis.

– ¿Sólo? Creía que eras mayor. Me parece que, al ser un novato, creo que todo el mundo es mayor.

– Antes de poner la multa, baja por Vermont.

– ¿A algún sitio determinado?

– Al apartamento. Donde hicimos el informe del robo.

– ¿Algún motivo especial? -preguntó Dugan mirando a Roy astutamente y exhibiendo grandes porciones del blanco de sus grandes ojos ligeramente saltones; y aquellos ojos brillando en la oscuridad hicieron reír a Roy.

– Voy a hacer un poco de relaciones públicas, Dugan, muchacho, quiero decir relaciones públicas.

Dugan condujo en silencio y cuando llegaron a la casa, giró en la primera travesía y apagó los faros.

– Todavía estoy en período de prueba, Roy, No quiero meterme en líos.

– No te preocupes -dijo Roy riendo y dejando caer la linterna al suelo al descender del coche.

– ¿Y yo qué tengo que hacer?

– Esperar aquí, ¿qué otra cosa? Sólo voy a concertar algo para después. Volveré dentro de dos minutos, hombre.

– Muy bien. Lo decía porque estoy en período de prueba -dijo Dugan mientras Roy avanzaba vacilante hacia la fachada del edificio echándose a reír casi en voz alta al tropezar con el primer peldaño.

– Hola -dijo sonriendo antes de que ella tuviera ocasión de hablar mientras el timbre de la puerta resonaba todavía por el aire-. Estoy a punto de terminar el servicio y me preguntaba si va usted a emborracharse en serio. Yo tengo intención de hacerlo y un borracho triste siempre busca a otro, ¿verdad?

– No me asombra demasiado verle -dijo ella sosteniéndose una bata blanca a la altura del pecho, con un aire ni especialmente amistoso ni especialmente hostil.

– Estoy triste -dijo él detenido todavía en el umbral -. La única cara más triste que he visto últimamente es la suya. Tal como estaba usted esta noche. He pensado que podríamos beber juntos y simpatizar mutuamente.

– Yo ya le llevo una cabeza de ventaja -dijo ella sin sonreír señalándole la botella de la mesa del desayuno que ya no estaba llena.

– Puedo ponerme al corriente -dijo Roy.

– Mañana tengo que levantarme temprano e ir a trabajar.

– No me quedaré mucho. Uno o dos tragos y un par de ojos amigos es lo único que necesito.

– ¿No puede encontrar los tragos y los ojos en casa?

– Los tragos sí. Mi casa es tan solitaria como ésta.

– ¿A qué hora termina el turno?

– Antes de la una. Estaré aquí antes de la una.

– Será muy tarde.

– Por favor.

– De acuerdo -dijo ella y sonrió un poco por primera vez y cerró la puerta suavemente mientras él bajaba la escalera asiendo fuertemente la barandilla.

– Hemos recibido una llamada -dijo Dugan -. Estaba a punto de salir a ir en tu busca.

– ¿De qué se trata?

– Ir a la comisaría, clave dos. ¿Te imaginas lo que puede ser?

– Vete a saber -dijo Roy encendiendo un cigarrillo y abriendo otro chicle para el caso de que tuviera que hablar con un sargento de la comisaría.

El sargento Schumann estaba esperando en el aparcamiento cuando ambos llegaron al mismo tiempo que otros dos coches radio. Roy caminó cuidadosamente tras haber aparcado el coche y se reunió con los demás.

– Muy bien, ya estáis todos, creo -dijo Schumann, un joven sargento de modales autoritarios que a Roy no le gustaba.

– ¿Qué sucede? -preguntó Roy sabiendo que Schumann era capaz de convertir en una aventura la tarea de escribir multas de tráfico.

– Vamos a patrullar por Watts -dijo Schumann-. Hemos recibido la pasada semana varias cartas del despacho del concejal Gibbs y un par procedentes de asociaciones de vecinos quejándose de los borrachos que proliferan por Watts. Vamos a hacer una redada esta noche.

– Será mejor que alquile un par de autocares entonces -dijo Betterton, un veterano fumador de puros-, una pequeña furgoneta no será suficiente para recoger a los borrachos de una sola esquina.

Schumann carraspeó y sonrió afectadamente mientras todos los demás policías se echaban a reír, todos menos Benson, un negro que no se rió, observó Roy.

– Bien, vamos a practicar algunas detenciones -dijo Schumann-. Todos vosotros conocéis la zona de la Cien y la Tercera y de la Imperial y quizá también la Noventa y Dos y Beach. Fehler, tú y tu compañero llevaréis la furgoneta. Los demás, id en vuestros coches. Esto hará seis policías, por lo tanto no creo que tengáis dificultades. Permaneced juntos. Primero llenad la furgoneta y después meted algunos en los coches radio y traedlos. Aquí no, a la Prisión Central. Ya me encargaré de que estén preparados en la Central. Nada más. Buena caza.

– Dios mío -gruñó Betterton mientras se encaminaban hacia los coches -. Buena caza. ¿Habéis oído? Dios mío. Me alegro de retirarme dentro de dos años. ¿Ésta es la nueva caza? Buena caza, hombres. Ay, Dios mío.

– ¿Quieres que conduzca la furgoneta, Roy? -preguntó Dugan ansiosamente.

– Claro. ¿No eres tú quien conduce el coche esta noche? Pues entonces tú conducirás la furgoneta.

– ¿No se necesita carnet de chófer, verdad?

– Es una simple furgoneta, Dugan -dijo Roy mientras ambos se encaminaban hacia la parte de atrás del aparcamiento. Después Roy se detuvo diciéndole -: Se me ha ocurrido una cosa. Voy a buscar una cajetilla de cigarrillos a mi coche. Coge la furgoneta y recógeme en la parte de delante del aparcamiento.

Roy escuchó a Dugan poner en marcha el motor de la furgoneta mientras buscaba en la oscuridad las llaves del coche viéndose obligado al final a utilizar la linterna; de todos modos, aquella zona del aparcamiento era oscura y tranquila y sabía que se estaba preocupando sin motivo. No lo haría de no ser porque empezaba de nuevo a sentirse deprimido. Finalmente abrió el coche, apretó con una mano el botón de la luz del techo mientras con la otra abría expertamente la botella y se sentaba con las piernas fuera del coche dispuesto a levantarse inmediatamente en caso de que oyera pasos. Se terminó el cuartillo de cuatro o cinco tragos y buscó en la guantera la otra botella pero no pudo encontrarla y entonces recordó que no había ninguna otra. Se la había terminado por la mañana. "Curioso -se rió en silencio-, es muy curioso." Cerró el coche y caminó con paso rígido hacia la camioneta que Dugan mantenía con el motor encendido frente a la comisaría. Masticó caramelos de menta mientras se acercaba y encendió un cigarrillo que, en realidad, no le apetecía.

– Debe ser divertido trabajar con una furgoneta de borrachos -dijo Dugan -, no lo he hecho nunca.

– Sí -dijo Roy -. Cuando un borracho te vomite encima o se te restriegue contra el uniforme con los pantalones cubiertos de mierda ya me dirás si te gusta.

– No lo había pensado -dijo Dugan -. ¿Crees que sería mejor que me pusiera los guantes? Me he comprado unos.

– Déjalo. Nosotros mantendremos la portezuela abierta para que los demás muchachos metan dentro a los borrachos.

El ligero traqueteo y las sacudidas de la furgoneta estaban mareando a Roy y éste decidió asomar la cabeza por la ventanilla. La brisa de verano resultaba agradable. Empezó a dormitar y despertó sobresaltado cuando Dugan subió el bordillo para aparcar en el aparcamiento de la Noventa y Dos y Beach y empezaron las detenciones.

– A lo mejor encontramos a alguien con un poco de marihuana o algo así -dijo Dugan descendiendo de la furgoneta mientras Roy contemplaba soñoliento a la caterva de negros que habían estado bebiendo en los coches aparcados, jugando a los dados junto a la pared posterior de la licorería, de pie, sentados, acomodados en sillas viejas o en cajas de madera o sobre las capotas o los parachoques de los coches viejos que nunca faltaban en los solares de Watts. Entre ellos había también algunas mujeres y Roy se preguntó qué encontrarían de agradable en aquellos lugares entre los cascotes y los vidrios rotos. Pero entonces recordó cómo eran algunas casas por dentro y se imaginó que el olor que se advertía al aire libre se les antojaba, en cierto modo, una mejora si bien no era tampoco demasiado bueno que digamos, porque en aquellos sitios siempre había perros vagabundos merodeando y excrementos humanos y animales y montones de borrachos con todos los desagradables olores que éstos traen consigo. Roy se dirigió cuidadosamente a la parte de atrás de la furgoneta, levantó el pestillo de acero y abrió las portezuelas dobles. Se tambaleó al retroceder y se sintió molesto. Tengo que vigilar esto, pensó, y después la idea de un policía borracho cargando borrachos en una furgoneta de borrachos se le antojó muy graciosa. Empezó a reírse y tuvo que sentarse en la furgoneta un rato hasta que pudo controlar su regocijo.

Detuvieron a cuatro borrachos, uno de los cuales era un trapero que casi les había pasado desapercibido detrás de tres cubos repletos de basura. Sostenía una manzana a medio comer en una de sus huesudas manos amarillas y tuvieron que llevarle en brazos y subirle a la camioneta dejándole tendido en el suelo de la misma. Los demás borrachos sentados en los bancos de la camioneta pareció que no se daban cuenta del apestoso bulto que habían dejado a sus pies.

Patrullaron por la Cien y la Tercera y después bajaron por Wilmington. En menos de media hora, la furgoneta recogió a dieciséis hombres y cada coche-radio llevaba a tres más. Betterton saludó a Roy con la mano y aceleró hacia la carretera de Harbor y el centro de la ciudad mientras la furgoneta más lenta avanzaba ruidosamente.

– No debe resultar muy cómodo ir sentado ahí atrás -dijo Dugan -, quizás debiera aminorar un poco la marcha.

– No notan nada -dijo Roy y la frase también se le antojó muy graciosa -. No vayas por la carretera -dijo -. Vayamos por las calles adyacentes. Pero primero llévame a Hoover.

– ¿Para qué?

– Quiero llamar a la comisaría.

– Podemos pasar por la comisaría, Roy -dijo Dugan.

– Quiero llamar. No vale la pena que vayamos. No nos pilla de camino.

– Bueno, pero tu caja telefónica preferida tampoco nos pilla de camino, Roy. Creo que puedes usar otra caja.

– Haz lo que te pido, por favor -dijo Roy con aire de suficiencia-. Siempre uso la misma caja telefónica.

– Creo que ya sé por qué. No soy tonto del todo. No te llevaré a esta caja.

– ¡Haz lo que te digo, maldita sea!

– Muy bien, pero no quiero trabajar más contigo. Me da miedo trabajar contigo, Roy.

– Muy bien. Ve a decirle a Schumann mañana que tú y yo tenemos un conflicto de personalidad. O se lo diré yo. O dile lo que quieras.

– No le diré la verdad. Por eso no te preocupes. No soy un delator.

– ¿La verdad? ¿De qué verdad estás hablando? Si te has imaginado eso, dímelo a mí, no a Schumann.

Roy permaneció en silencio mientras Dugan se dirigía obedientemente a la caja telefónica y aparcaba en el lugar habitual. Roy se encaminó hacia la caja y trató de introducir la llave del coche en la cerradura, después metió la llave de su casa y finalmente utilizó la llave de la caja telefónica. Le pareció muy gracioso y volvió a recuperar el buen humor. Abrió la botella y bebió hasta terminársela. La arrojó al otro lado de la valla tal como siempre hacía al terminar la última llamada de la noche y se echó a reír en voz alta mientras regresaba a la furgoneta pensando en lo que debían pensar los habitantes de aquella casa al encontrarse cada mañana en el jardín una botella de medio cuartillo vacía.

– Sube por la avenida Central -dijo Roy -. Quiero pasar por Newton para ver si encuentro a algunos de los muchachos que conocía.

Ahora hablaba farfullando. Pero mientras se diera cuenta, no tenía importancia. Siempre tenía mucho cuidado. Se metió tres barras de chicle en la boca y fumó mientras Dugan conducía en silencio.

– Era una buena división para trabajar-dijo Roy mirando a los cientos de negros que todavía se encontraban por las calles a aquellas horas -La gente nunca se va a casa en la calle Newton. Puedes encontrar miles de personas por las esquinas a las cinco de la madrugada. Aprendí mucho aquí. Tenía un compañero que se llamaba Whitey Duncan. Vino a verme cuando estaba herido. No vinieron muchos individuos a verme, pero él sí vino. Whitey vino cuatro o cinco veces y me trajo revistas y cigarrillos. Murió hace unos meses. Era un maldito borracho y murió de cirrosis hepática exactamente como un maldito borracho. Pobre borracho. Le gustaban las personas, además. Le gustaban de verdad. Ésta es la peor clase de borracho que se puede ser. Esto le mata a uno muy pronto. Pobre viejo y gordo bastardo.

Roy empezó a dormitar de nuevo y miró el reloj. Tras librarse de los borrachos y regresar a la comisaría, sería la hora de terminar y podría cambiarse de ropa e ir a verla. En realidad, ya no la deseaba mucho físicamente pero tenía unos ojos con los que podía hablar y él quería hablar. Entonces Roy observó una enorme concentración de gente en la esquina de la Veintidós con Central.

– Hay un sitio en el que siempre pueden detenerse a montones de borrachos -dijo Roy advirtiendo que la cara se le estaba entumeciendo.

Dugan se detuvo para que pasaran los peatones y a Roy se le ocurrió una idea graciosa.

– Oye, Dugan, ¿sabes qué me recuerda esta furgoneta? A un vendedor ambulante italiano que solía vender verduras en nuestra calle cuando yo era pequeño. Su furgoneta era exactamente igual que ésta, quizás un poco más pequeña, pero era de color azul y también cerrada como ésta, y él golpeaba contra los costados de la misma gritando: "¡Vendo manzanas, rábanos, sandías!" -Roy empezó a reírse estrepitosamente y la mirada preocupada que le dirigió Dugan le hizo reír con más fuerza si cabe-. Gira rápido a la izquierda y cruza el aparcamiento donde están todos estos cerdos bebiendo y armando bulla. ¡Pasa por allí!

– ¿Pero para qué, Roy? ¡Maldita sea, estás borracho!

Roy se incorporó en su asiento, agarró el volante y giró bruscamente a la izquierda sin dejar de reírse.

– Muy bien, vayamos -dijo Dugan -, ¡pasaré por aquí pero te prometo que ni mañana por la noche ni nunca volveré a trabajar contigo!

Roy esperó a que Dugan estuviera a medio camino del aparcamiento, abriéndose paso entre los inquietos vagabundos, dirigiéndose lentamente hacía la otra calzada y la calle. Algunos de los que estaban más borrachos se escaparon apresuradamente al verlos. Roy se asomó por la ventanilla y golpeó tres veces el costado de la furgoneta azul gritando:

– ¡Negros, negros, vendo negros!

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