Madame Grandgousier, que estaba preñada, se dio tal hartazgo de callos que hubo que administrarle un astringente; éste fue tan fuerte que los lóbulos de la placenta se aflojaron, el feto de Gargantúa se deslizó dentro de una vena, subió por ella y salió por la oreja de su madre. Desde las primeras frases, el libro descubre sus cartas: lo que aquí se cuenta no es serio: lo cual significa: aquí no se afirman verdades (científicas o míticas); nadie se compromete a dar una descripción de los hechos tal como son en realidad.
Hermosos tiempos los de Rabelais: la novela alza el vuelo llevándose en su cuerpo, cual mariposa, los jirones de la crisálida. Pantagruel, con su aspecto de gigante, pertenece todavía al pasado de los cuentos fantásticos, mientras Panurgo llega de un porvenir por entonces todavía desconocido para la novela. El momento excepcional del nacimiento de un arte nuevo otorga al libro de Rabelais una inaudita riqueza; todo está ahí: lo verosímil y lo inverosímil, la alegoría, la sátira, los gigantes y los hombres normales, las anécdotas, las meditaciones, los viajes reales y fantásticos, los debates eruditos, las digresiones de puro virtuosismo verbal. El novelista de hoy, heredero del siglo XIX, siente una envidiosa nostalgia de ese universo soberbiamente heteróclito de los primeros novelistas y de la alegre libertad con la que lo habitan.
Del mismo modo que Rabelais en las primeras páginas de su libro deja caer a Gargantúa en el escenario del mundo por la oreja de su madre, en Los versos satánicos, tras la explosión de un avión en pleno vuelo, los dos protagonistas de Salman Rushdie caen conversando y cantando, y se comportan de una manera cómica e improbable. Mientras «encima, detrás, debajo, en el vacío» flotaban butacas reclinables, vasitos de cartón, máscaras de oxígeno y pasajeros, el uno, Gibreel Farishta, nadaba «en el aire, ora mariposa, ora braza, enroscándose, extendiendo brazos y piernas en el casi infinito del casi amanecer» y el otro, Saladin Chamcha, «una sombra impecable […] caía cabeza abajo en perfecta vertical, con su traje gris bien abrochado y los brazos pegados a los costados, tocado […] con extemporáneo bombín». La novela arranca con esta escena, ya que Rushdie, al igual que Rabelais, sabe que el contrato entre el novelista y el lector debe establecerse desde el principio; eso debe quedar claro: lo que aquí se cuenta no va en serio aunque se trate de cosas muy terribles.
La comunión de lo no serio con lo terrible: he aquí una escena del «Libro Cuarto»: la nave de Pantagruel encuentra en alta mar un barco lleno de comerciantes de corderos; un comerciante, al ver a Panurgo desbraguetado, con los lentes encima del gorro, se cree autorizado a dárselas de listo y le trata de cornudo. Panurgo se venga enseguida: le compra un cordero y luego lo tira al mar; siendo propio de los corderos seguir al primero, todos los demás empiezan a tirarse al agua. Enloquecidos, los comerciantes los agarran por la lana y los cuernos y son ellos también arrastrados al mar. Panurgo tiene un remo en la mano, no para salvarlos, sino para impedir que suban a bordo; los exhorta con elocuencia, demostrándoles las miserias de este mundo, el bien y la dicha de la otra vida, y afirmando que los difuntos son más felices que los vivos. Les desea, no obstante, en el caso de que no les disgustara seguir todavía con vida entre los humanos, que encuentren alguna ballena según el ejemplo de Jonás. Una vez terminado el baño, el bueno de fray Juan felicita a Panurgo y le reprocha tan sólo el haber pagado al comerciante y haber por lo tanto derrochado inútilmente el dinero. Y dice Panurgo: «¡Pero por Dios, si me he divertido más que si me hubiera gastado cincuenta mil francos!».
Esta escena es irreal, imposible; ¿se desprende al menos de ella alguna moral? ¿Denuncia Rabelais la mezquindad de los comerciantes cuyo castigo debería alegramos, o quiere que nos indignemos contra la crueldad de Panurgo, o se burla, como buen anticlerical que es, de la necedad de los estereotipos religiosos que profiere Panurgo? ¡Adivinen! Cada respuesta es una trampa para tontos.
Escribe Octavio Paz: «Ni Homero ni Virgilio conocieron el humor; Ariosto parece presentirlo, pero el humor no toma forma hasta Cervantes. […] El humor es la gran invención del espíritu moderno». Idea fundamental: el humor no es una práctica inmemorial del hombre; es una invención unida al nacimiento de la novela. El humor, pues, no es la risa, la burla, la sátira, sino un aspecto particular de lo cómico, del que dice Paz (y ésta es la clave para comprender la esencia del humor) que «convierte en ambiguo todo lo que toca». Los que no saben disfrutar de la escena en la que Panurgo deja ahogarse a los comerciantes de corderos mientras les hace el elogio de la otra vida nunca comprenderán nada del arte de la novela.
Si alguien me preguntara cuál es el motivo más frecuente de los malentendidos entre mis lectores y yo, no lo dudaría: el humor. Llevaba poco tiempo en Francia y lo era todo menos un blasé cuando un gran profesor de medicina manifestó el deseo de conocerme porque le gustaba La despedida; me sentí muy halagado. Según él, mi novela es profética; con el personaje del doctor Skreta, quien, en un balneario, trata a las mujeres aparentemente estériles inyectándoles secretamente su propio esperma con la ayuda de una jeringa especial, había dado con el gran problema del porvenir. El profesor me invita a un coloquio sobre inseminación artificial. Saca del bolsillo una hoja de papel y me lee el borrador de su intervención. La donación del esperma debe ser anónima, gratuita y (en ese momento me mira a los ojos) motivada por un amor múltiple: amor por un óvulo desconocido que desea cumplir con su misión; amor del donante por su propia individualidad que se prolongará mediante la donación y, tercero, amor por una pareja que sufre, insatisfecha. Luego, me mira otra vez a los ojos: pese a la estima que siente por mí, se permite criticarme: yo no había conseguido, dice, expresar de manera suficientemente poderosa la belleza moral de la donación de una simiente. Me defiendo: ¡la novela es cómica! ¡Mi médico es un cuentista! ¡No hay que tomárselo todo en serio! ¿De modo, me dijo él desconfiado, que no hay que tomar sus novelas en serio? Me embrollo y, de pronto, comprendo: no hay nada más difícil que hacer comprender el humor.
En el «Libro Cuarto» se produce una tormenta en el mar. Todo el mundo está en cubierta esforzándose por salvar el barco. Tan sólo Panurgo, paralizado por el miedo, no hace sino gemir: sus hermosos lamentos se extienden a lo largo de las páginas. En cuanto amaina la tormenta, el valor vuelve a él y les riñe a todos por su pereza. Y esto es lo curioso: ese cobarde, ese mentiroso, ese comicastro, no sólo no provoca indignación alguna, sino que, en el momento en que es más jactancioso, más se le quiere. En esos pasajes es donde el libro de Rabelais pasa a ser plena y radicalmente novela: a saber: territorio en el que se suspende el juicio moral.
Suspender el juicio moral no es lo inmoral de la novela, es su moral. La moral que se opone a la indesarraigable práctica humana de juzgar enseguida, continuamente, y a todo el mundo, de juzgar antes y sin comprender. Esta ferviente disponibilidad para juzgar es, desde el punto de vista de la sabiduría de la novela, la más detestable necedad, el mal más dañino. No es que el novelista cuestione, de un modo absoluto, la legitimidad del juicio moral, sino que lo remite más allá de la novela. Allá, si le place, acuse usted a Panurgo por su cobardía, acuse a Emma Bovary, acuse a Rastignac, es asunto suyo; el novelista ya ni pincha ni corta.
La creación del campo imaginario en el que se suspende el juicio moral fue una hazaña de enorme alcance: sólo en él pueden alcanzar su plenitud los personajes novelescos, o sea individuos concebidos no en función de una verdad preexistente, como ejemplos del bien o del mal, o como representaciones de leyes objetivas enfrentadas, sino como seres autónomos que se basan en su propia moral, en sus propias leyes. La sociedad occidental ha adquirido la costumbre de presentarse como la sociedad de los derechos del hombre; pero, antes de que un hombre pudiera tener derechos, tuvo que constituirse en individuo, considerarse como tal y ser considerado como tal; esto no habría podido producirse sin una larga práctica de las artes europeas y de la novela en particular, que enseña al lector a sentir curiosidad por el otro y a intentar comprender las verdades que difieren de las suyas. En este sentido, Cioran está en lo cierto cuando designa a la sociedad europea como la «sociedad de la novela» y cuando habla de los europeos como «hijos de la novela».
La desdivinización del mundo (Entgötterung) es uno de los fenómenos que caracteriza los Tiempos Modernos. La desdivinización no significa el ateísmo, designa la situación en la que el individuo, ego que piensa, reemplaza a Dios como fundamento de todo; por mucho que el hombre pueda seguir conservando su fe, arrodillándose en la iglesia, rezando al pie de la cama, su piedad sólo pertenecerá en adelante a su universo subjetivo. Tras describir esta situación, Heidegger concluye: «Así es como los dioses terminaron por marcharse. El vacío que se produjo en consecuencia fue colmado por la exploración histórica y psicológica de los mitos».
Explorar histórica y psicológicamente los mitos, los textos sagrados, quiere decir: volverlos profanos, profanarlos. Profano viene del latín: pro-fanum: el lugar delante del templo, fuera del templo. La profanación es, pues, el desplazamiento de lo sagrado fuera del templo, a la esfera de lo exterior a la religión. En la medida en que la risa se dispersa invisiblemente en el aire de la novela, la profanación novelesca es la peor de todas. Porque la religión y el humor son incompatibles.
La tetralogía de Thomas Mann, José y sus hermanos, escrita entre 1926 y 1942, es por excelencia una «exploración histórica y psicológica» de los textos sagrados que, contados con el tono sonriente y sublimemente aburrido de Mann, dejan de pronto de ser sagrados: Dios, que, en la Biblia, existe desde toda la eternidad, pasa a ser, con Mann, una creación humana, una invención de Abraham, que lo ha sacado del caos politeísta como una deidad primero superior, luego única; sabiendo a quién debe su existencia, Dios exclama: «Es increíble cómo me conoce este pobre hombre. ¿Acaso no empecé a hacerme hombre gracias a él? La verdad es que voy a ungirlo». Pero ante todo: Mann señala que su novela es una obra humorística. ¡Las Sagradas Escrituras pasto de la risa! Como esa historia de la Putifar y José; ella, loca de amor, se hiere la lengua y pronuncia frases seductoras ceceando como un niño, mientras José, el casto, durante tres años, día tras día, explica pacientemente a la ceceosa que les está prohibido hacer el amor. El día de autos, se encuentran solos en la casa; ella vuelve a insistir, y él, una vez más, paciente, pedagógicamente, explica las razones por las que no hay que hacer el amor, pero mientras va dando la explicación se le pone tiesa, y más tiesa. Dios mío, se le pone tan soberbiamente tiesa que la Putifar, mirándolo, es presa de la locura, le arranca la camisa, y cuando José huye corriendo, siempre empinado, ella, descentrada, desesperada, desencadenada, aúlla y pide socorro acusando a José de violación.
La novela de Mann fue recibida con unánime respeto; prueba de que la profanación ya no era considerada una ofensa, sino parte de las costumbres. En los Tiempos Modernos, la increencia dejaba de ser sospechosa y provocadora, y, por su lado, la creencia perdía su certeza misionera o intolerante de antes. El impacto del estalinismo desempeñó un papel decisivo en esta evolución: al intentar borrar toda la memoria cristiana, dejó a las claras, brutalmente, que todos nosotros, creyentes o no creyentes, blasfemos o devotos, pertenecemos a la misma cultura arraigada en el pasado cristiano sin el cual no seríamos sino sombras sin sustancia, seres razonantes sin vocabulario, apátridas espirituales.
Fui educado como un ateo y me complací en ello hasta el día en que, en los años más negros del comunismo, vi cómo se vejaba a unos cristianos. De pronto, el ateísmo provocador y festivo de mi primera juventud se esfumó como una necedad juvenil. Comprendía a mis amigos creyentes y, arrastrado por la solidaridad y la emoción, les acompañaba a veces a misa. Aun así, no llegaba a la convicción de que existe un Dios en cuanto ser que dirige nuestros destinos. De todos modos, ¿qué podía saber yo? Y ellos, ¿qué podían saber ellos? ¿Estarían seguros de estar seguros? Me había sentado en una iglesia con la extraña y dichosa sensación de que mi no creencia y su creencia estaban curiosamente cercanas.
¿Qué es un individuo? ¿En qué consiste su identidad? Todas las novelas buscan una respuesta a estas preguntas. En efecto, ¿mediante qué se define un yo? ¿Por lo que hace un personaje, por sus actos? Pero la acción escapa a su autor, se vuelve casi siempre contra él. ¿Por su vida interior, pues, por los pensamientos, por los sentimientos ocultos? Pero ¿es capaz un hombre de comprenderse a sí mismo? ¿Pueden sus pensamientos ocultos servir de clave para su identidad? ¿O es que el hombre se define por su visión del mundo, por sus ideas, por su Weltanschauung? Es la estética de Dostoievski: sus personajes están arraigados en una ideología personal muy original según la cual actúan con una lógica inflexible. En cambio, en la obra de Tolstói la ideología personal está lejos de ser algo estable en lo cual pueda echar raíces la identidad individual: «Stefan Arcadiévitch no elegía en absoluto ni sus actitudes ni sus opiniones, las actitudes y las opiniones iban solas hacia él, tampoco elegía la forma de sus sombreros o de sus levitas, sino que se quedaba con lo que se llevara» (Ana Karenina). Pero, si el pensamiento personal no es el fundamento de la identidad de un individuo (si no tiene mayor importancia que la de un sombrero), ¿dónde se encuentra este fundamento?
A esta búsqueda sin fin Thomas Mann aportó su muy importante contribución: pensamos actuar, pensamos pensar, pero es otro u otros los que piensan y actúan en nosotros: costumbres inmemoriales, arquetipos que, convertidos en mitos, transmitidos de una generación a otra, poseen una inmensa fuerza de seducción y nos teledirigen desde (como dice Mann) «el pozo del pasado».
Escribe Mann: «¿Está el “yo” del hombre estrechamente circunscrito y herméticamente encerrado en sus límites camales y efímeros? ¿No pertenecen acaso varios de los elementos que lo componen al universo exterior y anterior a él? […] La distinción entre el espíritu en general y el espíritu individual no se imponía antaño a las almas con la misma fuerza que hoy…». Y añade: «Nos encontraríamos ante un fenómeno que estaríamos tentados de calificar de imitación o continuación, una concepción de la vida según la cual el papel de cada uno consiste en resucitar determinadas formas, determinados esquemas míticos establecidos por los antepasados, y en permitir su reencarnación».
El conflicto entre Jacob y su hermano Esaú no es sino una nueva versión de la antigua rivalidad entre Abel y su hermano Caín, entre el preferido por Dios y el otro, el negligente, el celoso. Este conflicto, este «esquema mítico establecido por los antepasados», encuentra su nuevo avatar en el destino del hijo de Jacob, José, que pertenece él también a la raza de los privilegiados. Movido por el inmemorial sentimiento de culpabilidad de los privilegiados, Jacob envía a José a reconciliarse con sus hermanos celosos (funesta iniciativa: éstos lo tirarán a un pozo).
Incluso el sufrimiento, que es una reacción aparentemente incontrolable, no es sino una «imitación y continuación»: cuando la novela nos informa acerca del comportamiento y de las palabras de Jacob deplorando la muerte de José, Mann comenta: «No era ése su modo habitual de hablar. […] Noé había adoptado ya sobre el asunto del diluvio un lenguaje análogo o cercano, y Jacob se apropió de él. […] Su desesperación se expresaba mediante fórmulas más o menos reconocidas […] aunque no por ello haya que poner en absoluto en duda su espontaneidad». Observación importante: la imitación no quiere decir falta de autenticidad, ya que el individuo no puede dejar de imitar lo que ya tuvo lugar; por sincero que sea, no es sino una reencarnación; por muy verdadero que sea, no es sino una resultante de las sugerencias y las exhortaciones que emanan del pozo del pasado.
Pienso en los tiempos en que me puse a escribir La broma: desde el principio, y muy espontáneamente, sabía que a través del personaje de Jaroslav la novela iba a hundir su mirada en las profundidades del pasado (el pasado del arte popular), y que el «yo» de mi personaje se revelaría en y mediante esa mirada. Los cuatro protagonistas fueron, por otra parte, creados así: cuatro universos comunistas personales, injertados en cuatro pasados europeos: Ludvik: el comunismo que nace del corrosivo espíritu volteriano; Jaroslav: el comunismo como deseo de reconstruir los tiempos del pasado patriarcal conservados en el folclore; Kostka: la utopía comunista injertada en el Evangelio; Helena: el comunismo, fuente de entusiasmo de un homo sentimentalis. Todos estos universos personales son tomados en el momento de su descomposición: cuatro formas de desintegración del comunismo; lo cual también quiere decir: descalabro de cuatro viejas aventuras europeas.
En La broma, el pasado se manifiesta tan sólo como una faceta de la psique de los personajes o en digresiones ensayísticas; más adelante, deseé ponerlo directamente en escena. En La vida está en otra parte, situé la vida de un joven poeta de hoy ante el lienzo de la historia entera de la poesía europea con el fin de que sus pasos se confundieran con los de Rimbaud, Keats, Lermontov. Y fui todavía más lejos, en la confrontación de los distintos tiempos históricos, en La inmortalidad.
Cuando era un joven escritor, en Praga, odiaba la palabra «generación», que me repelía por su regusto gregario. La primera vez que tuve la sensación de estar unido a otros fue leyendo más tarde, en Francia, Terra nostra, de Carlos Fuentes. ¿Cómo es posible que alguien de otro continente, alejado de mí por su itinerario y su cultura, esté poseído por la misma obsesión estética de hacer cohabitar distintos tiempos históricos en una novela, obsesión que hasta entonces había ingenuamente considerado sólo mía?
Es imposible captar lo que es la terra nostra, terra nostra de México, sin asomarse al pozo del pasado. No como historiador para encontrar en él hechos en su desarrollo cronológico, sino para preguntarse: ¿cuál es para un hombre la esencia concentrada de la terra mexicana? Fuentes captó esta esencia bajo el aspecto de una novela-sueño en la que varias épocas históricas se empalman telescópicamente en una especie de metahistoria poética y onírica; creó así algo difícil de describir y, en todo caso, jamás visto en literatura.
La última vez que tuve este mismo sentimiento de secreto parentesco estético fue con La fête á Venise, de Philippe Sollers, una novela extraña cuya historia, que ocurre en la actualidad, es toda ella una invitación hecha a Wateau, Cézanne, Monet, Tiziano, Picasso, Stendhal, al espectáculo de sus comentarios y de su arte.
Entretanto están Los versos satánicos: identidad complicada de un indio europeizado; terra non nostra; terrae non nostrae; terrae perditae; para captar esta identidad desgarrada, la novela la examina en distintos lugares del planeta: en Londres, en Bombay, en un pueblo paquistaní y en el Asia del siglo VII.
La coexistencia de distintas épocas plantea al novelista un problema técnico: ¿cómo ligarlas sin que la novela pierda unidad?
Fuentes y Rushdie encontraron soluciones de tipo fantástico: en la novela de Fuentes, sus personajes pasan de una época a otra mediante sus propias reencamaciones. En la de Rushdie, es el personaje de Gibreel Farishta el que garantiza esta unión supratemporal al transformar en arcángel a Gibreel, quien se convierte, a su vez, en médium de Mahound (variante novelesca de Mahoma).
En el libro de Sollers y en el mío, la unión no tiene nada de fantástico: Sollers: los cuadros y los libros, vistos y leídos por los personajes, sirven de ventanas que se abren al pasado; yo: los mismos temas y los mismos motivos franquean el pasado y el presente.
Este parentesco estético subterráneo (no percibido y no perceptible) ¿puede explicarse mediante la mutua influencia? No. ¿Por comunes influencias recibidas? No veo cuáles. O ¿habremos respirado el mismo aire de la Historia? La historia de la novela, por su propia lógica, ¿nos habrá confrontado con la misma tarea?
La Historia. ¿Puede todavía apelarse a tan obsoleta autoridad? Lo que voy a decir no es más que una confesión puramente personal: como novelista siempre me sentí dentro de la historia, o sea a medio camino de un recorrido, en diálogo con los que me han precedido e incluso tal vez (menos) con los que vendrán. Hablo por supuesto de la historia de la novela, de ninguna otra, y hablo de ella tal como la veo: no tiene nada que ver con la razón extrahumana de Hegel; no está decidida de antemano, ni es idéntica a la idea de progreso; es del todo humana, hecha por los hombres, por algunos hombres, y, por lo tanto, es comparable a la evolución de un único artista que unas veces actúa de un modo trivial y otras imprevisible, unas veces con genio y otras sin, y que muchas veces desperdicia las oportunidades.
Estoy haciendo una declaración de adhesión a la historia de la novela cuando de todas mis novelas se desprende el horror a la Historia, a esa fuerza hostil, inhumana que, al no haber sido invitada, al no ser deseada, invade desde el exterior nuestras vidas y las destruye. Sin embargo, no hay incoherencia alguna en esta doble actitud, ya que la Historia de la humanidad y la historia de la novela son cosas muy distintas. Si la primera no pertenece al hombre, si se ha impuesto a él como una fuerza ajena sobre la que no tiene control alguno, la historia de la novela (de la pintura, de la música) nació de la libertad del hombre, de sus creaciones enteramente personales, de sus elecciones. El sentido de la historia de un arte se opone al de la Historia a secas. Gracias a su carácter personal, la historia de un arte es una venganza del hombre contra la impersonalidad de la Historia de la humanidad.
¿Carácter personal de la historia de la novela? Para poder formar un solo todo a lo largo de los siglos, ¿acaso no debe esta historia estar unida por un sentido común, permanente y, por lo tanto, necesariamente suprapersonal? No. Creo que incluso este sentido común sigue siendo siempre personal, humano, ya que, durante el curso de la historia, el concepto de este o aquel arte (¿qué es la novela?), así como el sentido de su evolución (¿de dónde viene y adonde va?), son incesantemente definidos y vueltos a definir por cada artista, por cada nueva obra. El sentido de la historia de la novela es la búsqueda de ese sentido, su perpetua creación y recreación, que abarca siempre retrospectivamente todo el pasado de la novela: Rabelais nunca llamó novela a su Gargantúa-Pantagruel. No era una novela; pasó a serlo a medida que los novelistas posteriores (Sterne, Diderot, Balzac, Flaubert, Vancura, Gombrowicz, Rushdie, Kis, Chamoiseau) se inspiraron en ella, apelaron a ella abiertamente, integrándola así en su historia de la novela, además de reconocerla como la primera piedra de esta historia.
Dicho esto, las palabras «el fin de la Historia» nunca provocaron en mí ni angustia ni disgusto, «¡Cuan delicioso sería olvidarla, la que ha agotado la savia de nuestras cortas vidas para someterla a inútiles tareas, cuan hermoso sería olvidar la Historia!» (La vida está en otra parte). Si debe terminar (aunque no consiga imaginar in concreto ese fin del que tanto les gusta hablar a los filósofos) ¡que se dé prisa! Pero la misma fórmula, «el fin de la historia», aplicada al arte me duele en el alma; consigo demasiado bien imaginar este fin porque la mayoría de la producción novelesca de hoy está hecha de novelas fuera de la historia de la novela: confesiones noveladas, reportajes novelados, ajustes de cuentas novelados, autobiografías noveladas, indiscreciones noveladas, denuncias noveladas, lecciones políticas noveladas, agonías de la madre noveladas, novelas ad infinitum, hasta el fin de los tiempos, que no dicen nada nuevo, no tienen ambición estética alguna, no aportan cambio alguno ni a nuestra comprensión del hombre ni a la forma novelesca, se parecen entre sí, son perfectamente consumibles por la mañana y perfectamente desechables por la noche.
A mi entender, las grandes obras sólo pueden nacer dentro de la historia de su arte y participando de esta historia. En el interior de la historia es donde puede captarse lo que es nuevo y lo que es repetitivo, lo que es descubrimiento y lo que es imitación, dicho de otra manera, en el interior de la historia es donde una obra puede existir como valor que puede discernirse y apreciarse. Nada me parece, pues, más espantoso para el arte que la caída fuera de su historia, porque es la caída en un caos en el que los valores estéticos ya no son perceptibles.
Durante la redacción del Quijote, Cervantes no se molestó, de paso, en influir en el carácter de su protagonista. La libertad con la que Rabelais, Cervantes, Diderot, Sterne nos hechizan iba unida a la improvisación. El arte de la composición compleja y rigurosa no ha pasado a ser necesidad imperativa hasta la primera mitad del siglo XIX. La forma de la novela tal como nació entonces, con la acción concentrada en un espacio de tiempo muy reducido, en una encrucijada en la que se cruzan varias historias de varios personajes, exigía un plan minuciosamente calculado de acciones y escenas: antes de empezar a escribir, el novelista trazaba y volvía a trazar, pues, el plan de la novela, lo calculaba y volvía a calcularlo, dibujaba y volvía a dibujarlo como jamás se había hecho antes. Basta con hojear las notas que Dostoievski escribió para Los endemoniados: en los siete cuadernos de notas, que en la edición francesa de La Pléiade (Éditions Gallimard, París) ocupan 400 páginas (la novela entera ocupa 750), los motivos están a la busca de los personajes, los personajes a la busca de los motivos, los personajes rivalizan largo tiempo por ocupar el lugar del protagonista; Stavroguin debería de estar casado, pero «¿con quién?», se pregunta Dostoievski e intenta casarlo sucesivamente con tres mujeres, etc. (Paradoja que no es sino aparente: cuanto más se calcula esa máquina de construir, más verdaderos y naturales son los personajes. El prejuicio contra la razón constructora como elemento «no artístico» y que mutila el carácter «vivo» de los personajes no es sino la ingenuidad sentimental de aquellos que nunca han entendido nada del arte.)
El novelista de nuestro siglo, nostálgico del arte de los antiguos maestros de la novela, no puede volver a retomar el hilo allí donde quedó cortado; no puede saltar por encima de la inmensa experiencia del siglo XIX; si quiere alcanzar la desenvuelta libertad de Rabelais o de Sterne, debe reconciliarla con las exigencias de la composición.
Recuerdo mi primera lectura de Jacques el fatalista; encantado con esa riqueza audazmente heteróclita en la que la reflexión se codea con la anécdota, en la que un relato enmarca a otro, encantado con esa libertad de composición que se burla de la regla de la unidad de acción, me preguntaba: Este soberbio desorden ¿se debe acaso a una admirable construcción, calculada con refinamiento, o se debe a la euforia de una pura improvisación? Sin duda alguna, es la improvisación lo que aquí prevalece; pero la pregunta que me hice espontáneamente me llevó a comprender que esta embriagada improvisación encierra en sí misma una prodigiosa posibilidad arquitectónica, la posibilidad de una construcción compleja, rica y que estaría, a la vez, perfectamente medida y premeditada, como estaría necesariamente premeditada incluso la más exuberante fantasía arquitectónica de una catedral. Semejante intención arquitectónica ¿le haría perder a la novela su encanto de libertad? ¿Su carácter de juego? Pero el juego, ¿qué es, de hecho? Todo juego está basado en reglas, y cuanto más severas son las reglas tanto más juego es el juego. Contrariamente al jugador de ajedrez, el artista inventa él mismo sus propias reglas para sí mismo; improvisando sin reglas es pues tan libre como inventándose su propio sistema de reglas.
Reconciliar la libertad de Rabelais o de Diderot con las exigencias de la composición le plantea, no obstante, al novelista de nuestro siglo otros problemas que los que preocuparon a Balzac o Dostoievski. Ejemplo: el tercer libro de Los sonámbulos de Broch, que es un torrente «polifónico» compuesto de cinco «voces», cinco líneas enteramente independientes: estas líneas no están unidas ni por una acción común ni por los propios personajes y tienen cada una un carácter formal totalmente distinto (A-novela, B-reportaje, C-cuento, D-poesía, E-ensayo). En los ochenta y ocho capítulos del libro, estas cinco líneas alternan en este extraño orden: A-A-A-B-A-B-A-C-A-A-D-E-C-A-B-D-C-D-A-E-A-A-B-E-C-A-D-B-B-A-E-A-A-E-A-B-D-C-B-B-D-A-B-E-A-A-B-A-D-A-C-B-D-A-E-B-A-D-A-B-D-E-A-C-A-D-D-B-A-A-C-D-E-B-A-B-D-B-A-B-A-A-D-A-A-D-D-E.
¿Qué ha llevado a Broch a elegir precisamente este orden y no otro? ¿Qué le ha llevado a tomar en el capítulo cuarto precisamente la línea B y no la C o la D? No la lógica de los personajes o de la acción, pues no hay acción común a estas cinco líneas. Le guiaron otros criterios: el encanto debido a la sorprendente proximidad de las distintas formas (verso, narración, aforismos, meditaciones filosóficas); el contraste de las distintas emociones que impregnan los distintos capítulos; la diversidad en la longitud de los capítulos; en fin, el desarrollo de las cuestiones existenciales mismas que se reflejan en las cinco líneas como en cinco espejos. A falta de algo mejor, califiquemos estos criterios de musicales, y concluyamos: el siglo XIX elaboró el arte de la composición, pero es el nuestro el que ha aportado, a ese arte, la musicalidad.
Los versos satánicos están construidos sobre tres líneas más o menos independientes: A: las vías de Saladin Chamcha y Gibreel Farishta, dos indios de hoy que viven entre Bombay y Londres; B: la historia coránica que trata de la génesis del Islam; C: la marcha mar a través de los aldeanos hacia La Meca, mar que creen atravesar en seco y en el que se ahogan.
Las tres líneas se retoman sucesivamente en las nueve partes según el siguiente orden: A-B-A-C-A-B-A-C-A (por cierto: en música, semejante orden se llama rondó: el tema principal vuelve regularmente alternando con algunos temas secundarios).
He aquí el ritmo del conjunto (menciono entre paréntesis el número, aproximado, de páginas de la edición francesa): A (100) B (40) A (80) C (40) A (120) B (40) A (70) C (40) A (40). Comprobamos que las partes B y C tienen todas la misma longitud, lo cual otorga al conjunto una regularidad rítmica.
La línea A ocupa cinco séptimos, la B un séptimo, la C un séptimo del espacio de la novela. De esta relación cuantitativa resulta la posición dominante de la letra A: el centro de gravedad de la novela se sitúa en el destino contemporáneo de Farishta y Chamcha.
No obstante, incluso si B y C son líneas subordinadas, es en ellas donde se concentra el desafío estético de la novela, ya que gracias precisamente a estas dos partes pudo Rushdie captar el problema fundamental de todas las novelas (el de la identidad de un individuo, de un personaje) de una manera nueva que supera las convenciones de la novela psicológica: las personalidades de Chamcha o de Farishta son inasibles mediante una descripción detallada de sus estados de ánimo; su misterio reside en la cohabitación de dos civilizaciones en el interior de su psique, la india y la europea; reside en sus raíces, de las que se arrancaron pero que, no obstante, permanecen vivas en ellos. ¿En qué lugar se rompieron estas raíces y hasta dónde hay que llegar si se quiere tocar la llaga? La mirada hacia el interior «del pozo del pasado» no es un comentario fuera de lugar, esta mirada tiene por blanco el meollo de la cuestión: el desgarro existencial de los dos protagonistas.
Al igual que Jacob es incomprensible sin Abraham (quien, según Mann, vivió siglos antes que aquél) pues no es sino su «imitación y continuación», Gibreel Farishta es incomprensible sin el arcángel Gibreel, sin Mahound (Mahoma), incomprensible incluso sin ese Islam teocrático de Jomeini o de esa joven fanatizada que conduce a los aldeanos hacia La Meca, o más bien hacia la muerte. Todos ellos son sus propias posibilidades que dormitan en él y a ellas debe reclamar su propia individualidad. No hay, en esta novela, cuestión importante alguna que pueda examinarse sin una mirada hacia el interior del pozo del pasado. ¿Qué es bueno y qué es malo? ¿Quién es el diablo para el otro, Chamcha para Farishta o éste para aquél? ¿Es el diablo o el ángel el que inspira la peregrinación de los aldeanos? ¿Es su hundimiento en las aguas un lamentable naufragio o el glorioso viaje hacia el Paraíso? ¿Quién lo dirá, quién lo sabrá? ¿Y si esta inasibilidad del bien y del mal fuera el tormento vivido por los fundadores de las religiones? Las terribles palabras de la desesperación, esa inaudita frase blasfema de Cristo, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», ¿no resuena acaso en el alma de cualquier cristiano? En la duda de Mahound preguntándose quién le inspiró los versos, Dios o el diablo, ¿acaso no hay, oculta, la incertidumbre sobre la que se asienta la existencia misma del hombre?
Desde Hijos de medianoche, que despertó en su momento (en 1980) unánime admiración, en el mundo literario anglosajón nadie pone en duda que Rushdie sea uno de los novelistas más dotados de hoy. Los versos satánicos, publicado en inglés en septiembre de 1988, fue acogido con la atención que merece un gran escritor. El libro recibió estos homenajes sin que nadie hubiera previsto la tormenta que iba a estallar meses después cuando el amo de Irán, el imán Jomeini, condenó a muerte a Rushdie por blasfemo y con sus asesinos a sueldo le tiene acorralado por un tiempo del que nadie conoce el fin.
Esto ocurrió antes de que la novela pudiera ser traducida. En todas partes, por lo tanto, fuera del mundo anglosajón, el escándalo precedió al libro. En Francia la prensa publicó inmediatamente extractos de la novela todavía inédita en francés con el fin de dar a conocer los motivos del veredicto. Este comportamiento no puede ser más normal, pero es mortal para una novela. Al presentarla exclusivamente por los pasajes incriminados, desde el principio se transformó una obra de arte en un simple cuerpo del delito.
Nunca hablaré mal de la crítica literaria. Porque nada es peor para un escritor que enfrentarse a su ausencia. Hablo de la crítica literaria como meditación, como análisis; de la crítica literaria que sabe leer varias veces el libro del que quiere hablar (al igual que una gran música que puede escucharse sin fin una y otra vez, también las grandes novelas están hechas para reiteradas lecturas); de la crítica literaria que, sorda al implacable reloj de la actualidad, está dispuesta a debatir obras nacidas hace un año, treinta años, trescientos años; de la crítica literaria que intenta captar la novedad de una obra para inscribirla así en la memoria histórica. Si semejante meditación no acompañara la historia de la novela, nada sabríamos hoy de Dostoievski, Joyce, Proust. Ya que sin ella toda obra queda en manos de juicios arbitrarios y del fácil olvido. La crítica literaria, imperceptible e inocentemente, por la fuerza de las cosas y el desarrollo de la sociedad, de la prensa, se ha convertido en una simple (muchas veces inteligente, aunque siempre demasiado apresurada) información sobre la actualidad literaria.
En el caso de Los versos satánicos, la actualidad literaria fue la condena a muerte del escritor. En semejante situación de vida o muerte parece hasta frívolo hablar de arte. En efecto, ¿qué representa el arte frente a los grandes principios amenazados? Así, en todas partes del mundo, todos los comentarios se concentraron en cuestiones de principios: libertad de expresión; necesidad de defenderla (efectivamente, se la defendió, se protestó, se firmaron peticiones); religión; Islam y Cristiandad; pero también en esta pregunta: ¿tiene un autor el derecho moral de blasfemar y herir así a los creyentes?, e incluso en esta duda: ¿y si Rushdie hubiera atacado el Islam únicamente para hacerse propaganda y vender su ilegible libro?
Con misteriosa unanimidad (en todo el mundo comprobé la misma reacción), la gente de letras, los intelectuales, los asiduos a los salones ignoraron esta novela. Decidieron por una vez resistir a cualquier presión comercial y se negaron a leer lo que les parecía un simple objeto sensacionalista. Todos firmaron peticiones a favor de Rushdie, aunque a todos les pareció elegante añadir a la vez, con sonrisa de dandi: «¿Su libro? ¡Oh no, no! No lo he leído». Los políticos aprovecharon este curioso «estado de desgracia» del novelista al que no querían. Nunca olvidaré la virtuosa imparcialidad de la que hacían gala entonces: «Condenamos el veredicto de Jomeini. La libertad de expresión es sagrada para nosotros. Pero no por ello dejamos de condenar este ataque a la fe. Ataque indigno, miserable y que ofende el alma de los pueblos».
Pues sí, nadie ponía en duda que Rushdie había atacado el Islam, ya que sólo la acusación era real; el texto del libro había perdido toda importancia, había dejado de existir.
Situación única en la Historia: por su origen, Rushdie pertenece a la sociedad musulmana, que, en gran parte, sigue todavía viviendo la época anterior a los Tiempos Modernos. Escribe su libro en Europa, en la época de los Tiempos Modernos o, más precisamente, al final de esta época.
Al igual que el Islam iraní se alejaba en ese momento de la moderación religiosa hacia una teocracia combativa, la historia de la novela, con Rushdie, pasaba de la amable y profesoral sonrisa de Thomas Mann a la desencadenada imaginación extraída de la fuente redescubierta del humor rabelesiano. Las antítesis se encontraron, llevadas al extremo.
Desde este punto de vista, la condena de Rushdie aparece no ya como una casualidad, una locura, sino como un profundísimo conflicto entre dos épocas: la teocracia la emprende con los Tiempos Modernos y tira contra el blanco de su más representativa creación: la novela. Porque Rushdie no blasfemó. No atacó el Islam. Escribió una novela. Pero eso, para el espíritu teocrático, es peor que un ataque; si se ataca una religión (con una polémica, una blasfemia, una herejía), los guardianes del templo pueden fácilmente defenderla en su propio terreno, con su propio lenguaje; pero, para ellos, la novela es otro planeta; otro universo basado sobre otra ontología; un infernum en el que la verdad única carece de poder y en el que la satánica ambigüedad convierte toda certidumbre en enigma.
Señalémoslo: no ataque; ambigüedad; la segunda parte de Los versos satánicos (o sea la parte incriminada que evoca a Mahoma y la génesis del Islam) se presenta como un sueño de Gibreel Farishta, quien, después, realizará según este sueño una película de pacotilla en la que desempeñará él mismo el papel del arcángel. El relato queda así doblemente relativizado (primero como sueño, después como una mala película que será un fracaso), presentado, pues, no como una afirmación, sino como una invención lúdica. ¿Invención descortés? Lo cuestiono: me hizo comprender, por primera vez en mi vida, la poesía de la religión islámica, del mundo islámico.
Insistamos sobre este comentario: no hay lugar para el odio en el universo de la relatividad novelesca: el novelista que escribe una novela para ajustar cuentas (ya sean cuentas personales o ideológicas) está destinado al total y asegurado naufragio estético. Ayesha, la joven que conduce a la muerte a los aldeanos alucinados, es un monstruo, por supuesto, pero es también seductora, maravillosa (aureolada de mariposas que la acompañan por todas partes) y, muchas veces, conmovedora: incluso en el retrato de un imán emigrado (retrato imaginario de Jomeini) se halla una comprensión casi respetuosa; la modernidad occidental es observada con escepticismo, en ningún caso se presenta como superior al arcaísmo oriental; la novela «explora histórica y psicológicamente» antiguos textos sagrados, pero también, además, muestra hasta qué punto quedan envilecidos por la tele, la publicidad, la industria de la diversión; ¿acaso los personajes gauchistes, que estigmatizan la frivolidad de este mundo moderno, se benefician de una inquebrantable simpatía por parte del autor? ¡No! Son lamentablemente ridículos e igual de frívolos que la frivolidad que les rodea; nadie tiene razón y nadie se equivoca enteramente en ese inmenso carnaval de la relatividad que es esta obra.
En Los versos satánicos, pues, es el arte de la novela como tal el que se incrimina. Por eso, de toda esta triste historia, lo más triste no es el veredicto de Jomeini (que resulta de una lógica atroz pero coherente), sino la incapacidad de Europa para defender y explicar (explicarse pacientemente a sí misma y explicar a los demás) el arte europeo por excelencia, que es el arte de la novela, o sea, para explicar y defender su propia cultura. Los «hijos de la novela» han dejado caer el arte que les ha formado. Europa, la «sociedad de la novela», se ha abandonado a sí misma.
No me extraña que algunos teólogos sorbonitas, auténtica policía ideológica de ese siglo XVI que encendió tantas hogueras, le hicieran la vida difícil a Rabelais, obligándole a huir y ocultarse. Lo que me parece mucho más sorprendente y digno de admiración es la protección que le dieron algunos hombres poderosos de su tiempo, el cardenal Du Bellay por ejemplo, el cardenal Odet, y sobre todo Francisco I, rey de Francia. ¿Quisieron acaso defender algún principio? ¿La libertad de expresión? ¿Los derechos del hombre? La razón de su actitud era mejor: amaban la literatura y las artes.
No veo a ningún cardenal Du Bellay, a ningún Francisco I en la Europa de hoy. Pero ¿es Europa todavía Europa? ¿O sea «la sociedad de la novela»? Dicho de otra manera: ¿se encuentra aún en los Tiempos Modernos? ¿No está acaso entrando en otra época que todavía no tiene nombre y para la que estas artes ya no tienen mucha importancia? ¿Por qué, si no, extrañarse de que no se haya sentido extremadamente conmovida cuando, por primera vez en su historia, el arte de la novela, su arte por excelencia, ha sido condenado a muerte? En esta nueva época, posterior a los Tiempos Modernos, ¿no vive la novela, desde hace ya cierto tiempo, una vida de condenado?
Para delimitar con exactitud el arte al que me refiero, lo llamo novela europea. No quiero decir con ello: novelas creadas en Europa por europeos, sino: novelas que forman parte de la historia que empezó en el albor de los Tiempos Modernos en Europa. Hay por supuesto otras novelas: la novela china, japonesa, la novela de la Antigüedad griega, pero esas novelas no están vinculadas por ninguna continuidad de evolución a la empresa histórica que surge con Rabelais y Cervantes.
Me refiero a la novela europea no sólo para diferenciarla de la novela (por ejemplo) china, sino también para decir que su historia es trasnacional; que la novela francesa, la inglesa o la húngara no están capacitadas para crear su propia historia autónoma, sino que participan todas de una historia común, supranacional, que crea el único contexto en el que pueden revelarse, tanto la evolución de la novela como el valor de las obras en particular.
Cuando se dieron distintas fases de la novela, distintas naciones retomaron la iniciativa como en una carrera de relevos: primero Italia con Boccaccio, el gran precursor; luego Francia con Rabelais; después la España de Cervantes y de la novela picaresca; el siglo XVIII de la gran novela inglesa con, hacia el final, la intervención alemana de Goethe; el siglo XIX, que pertenece por entero a Francia, con, en el primer tercio, la entrada de la novela rusa e, inmediatamente después, la aparición de la novela escandinava. Luego, el siglo XX y su aventura centroeuropea con Kafka, Musil, Broch y Gombrowicz…
Si Europa fuera una única nación, no creo que la historia de su novela hubiera podido durar con semejante vitalidad, con semejante fuerza y semejante diversidad durante cuatro siglos. Son las situaciones históricas siempre nuevas (con su nuevo contenido existencial) que aparecen a veces en Francia, a veces en Rusia, luego en otra parte y en otra aún, las que volvieron una y otra vez a poner en marcha el arte de la novela, las que aportaron nuevas inspiraciones, le sugirieron nuevas soluciones estéticas. Como si la historia de la novela durante su trayecto despertara una tras otra las distintas partes de Europa, confirmándolas en su especificidad e integrándolas a la vez en una conciencia europea común.
Es en nuestro siglo cuando, por primera vez, las grandes iniciativas de la historia de la novela europea nacen fuera de Europa: ante todo en Norteamérica, en los años veinte y treinta, luego, con los años sesenta, en Hispanoamérica. Después del placer que me produjo el arte de Patrick Chamoiseau, novelista antillano, y más adelante el de Rushdie, prefiero hablar más globalmente de novela por debajo del paralelo treinta y cinco, o de novela del sur: una nueva gran cultura novelesca que se caracteriza por un extraordinario sentido de lo real unido a una desbocada imaginación que va más allá de las reglas de la verosimilitud.
Esta imaginación me encanta sin que comprenda muy bien de dónde proviene. ¿Kafka? Sin duda. Para nuestro siglo, fue él quien legitimó lo inverosímil en el arte de la novela. No obstante, la imaginación kafkiana es distinta de la de Rushdie o de la de García Márquez; esta imaginación pictórica parece arraigada en la cultura muy específicamente del sur; por ejemplo, en su literatura oral, siempre viva (Chamoiseau se reconoce parte de los contadores créoles de cuentos) o, en el caso de Hispanoamérica, como le gusta recordar a Fuentes, en su barroco, más exuberante, más «loco» que el de Europa.
Otra clave de esta imaginación: la tropicalización de la novela. Pienso en esa fantasía de Rushdie: Farishta vuela por encima de Londres y desea «tropicalizar» esa ciudad hostil: hace un resumen de los beneficios de la tropicalización: «instauración de la siesta nacional […], nuevas especies de pájaros en los árboles (araraunas, pavos reales, cacatúas), nuevos árboles bajo los pájaros (cocoteros, tamarindos, banianos de largas barbas colgantes) […], fervor religioso, agitación política […], los amigos empezarán a visitarse sin cita previa, clausura de las residencias de ancianos. Fomento de la familia numerosa. Comida picante […]. Inconvenientes: cólera, tifus, salmonela, cucarachas, polvo, ruido, una cultura de excesos».
(«Cultura de excesos»; es una excelente fórmula. La tendencia de la novela en las últimas fases de su modernidad: en Europa: cotidianidad llevada al extremo; análisis sofisticado de lo gris sobre fondo gris; fuera de Europa: acumulación de las más excepcionales coincidencias; colores sobre colores. Peligro: tedio de lo gris en Europa, monotonía de lo pintoresco fuera de Europa.)
Las novelas creadas por debajo del paralelo treinta y cinco, aunque sean algo ajenas al gusto europeo, son la prolongación de la historia de la novela europea, de su forma, de su espíritu, y están incluso sorprendentemente cercanas a sus fuentes primeras; en ningún otro lugar la vieja savia rabelesiana corre hoy tan alegremente como por las obras de esos novelistas no europeos.
Lo cual me obliga a volver una última vez a Panurgo. En Pantagruel, se enamora de una señora a la que quiere hacer suya a toda costa. En la iglesia, durante la misa (¿no es ésto todo un sacrilegio?), le dirige escabrosas obscenidades (que hoy, en Norteamérica, le costarían ciento trece años de prisión por acoso sexual) y, cuando ella se niega a escucharlo, él se venga esparciéndole en la ropa la secreción sexual de una perra en celo. Al salir de la iglesia, todos los perros de los alrededores (seiscientos mil catorce, según cuenta Rabelais) corren tras ella y le mean encima. Recuerdo mis veinte años en un dormitorio de obreros, con mi Rabelais checo en la cama. A los obreros curiosos de saber qué era ese libraco tan gordo tuve que leerles varias veces esta historia, que, muy pronto, conocieron de memoria. Aunque fueran personas con una moral campesina más bien conservadora, no había, en su risa, la mínima condena para con el acosador verbal y urinario; adoraron a Panurgo hasta el punto de colocarle tal nombre a uno de nuestros compañeros; no, no a un mujeriego, sino a un joven conocido por su ingenuidad y su hiperbólica castidad, quien, bajo la ducha, sentía vergüenza de que le vieran desnudo. Oigo aún sus gritos como si fuera ayer: «Panurc (era nuestra pronunciación checa de este nombre), ¡a la ducha! ¡Si no, te lavamos con meadas de perro!».
Sigo oyendo esa hermosa risa que se burla del pudor de su compañero pero que expresaba a la vez por ese pudor una ternura casi maravillada. Estaban encantados con las obscenidades que Panurgo dirigía a la señora en la iglesia, pero estaban igualmente encantados con el castigo que le infligía la castidad de la señora, quien, a su vez, para el mayor regocijo de mis compañeros, quedaba castigada por la orina de los perros. ¿Con quién habían simpatizado? ¿Con el pudor? ¿Con el impudor? ¿Con Panurgo? ¿Con la señora? ¿Con esos perros que tuvieron el envidiable privilegio de orinar encima de una belleza?
El humor: el rayo divino que descubre el mundo en su ambigüedad moral y al hombre en su profunda incompetencia para juzgar a los demás; el humor: la embriaguez de la relatividad de las cosas humanas; el extraño placer que proviene de la certeza de que no hay certeza.
Pero el humor, recordando a Octavio Paz, es «la gran invención del espíritu moderno». No está ahí desde siempre, y tampoco para siempre.
Con el corazón en un puño, pienso en el día en que Panurgo dejará de hacer reír.