Me he referido varias veces a la música de Leos Janácek. En Inglaterra, en Alemania, lo conocen bien. Pero ¿y en Francia? ¿Y en los demás países latinos? ¿Y qué puede saberse de él? Voy (el 15 de febrero de 1992) a una de las tiendas de discos y libros de la cadena francesa FNAC y miro qué puedo encontrar de su obra.
Encuentro enseguida Taras Bulba (1918) y Sinfonietta (1926): las obras orquestales de su gran período; como son sus obras más populares (las más accesibles para un melómano medio) las ponen casi regularmente en el mismo disco.
Suite para orquesta de cuerda (1877), Idilio para orquesta de cuerda (1878), Danzas láquicas (1890). Piezas que pertenecen a la prehistoria de su creación y que, por su insignificancia, sorprenden a quienes buscan bajo la firma de Janácek una gran música.
Me detengo en las palabras «prehistoria» y «gran período»:
Janácek nació en 1854. Toda la paradoja radica en eso. Este gran personaje de la música moderna es el mayor de los grandes románticos: tiene cuatro años más que Puccini, seis más que Mahler, diez más que Richard Strauss. Durante mucho tiempo escribe composiciones que, debido a su alergia por los excesos del romanticismo, no se distinguen más que por su acusado tradicionalismo. Siempre insatisfecho, siembra su vida de partituras inacabadas; sólo con el cambio de siglo llega a su propio estilo. En los años veinte, sus composiciones ocupan su lugar en los programas de conciertos de música moderna, al lado de Stravinski, Bartok, Hindemith; pero tiene treinta, cuarenta años más que ellos. De ser un conservador solitario en su juventud pasó a ser en su vejez un innovador. Pero sigue estando solo. Porque, aunque solidario con los grandes modernistas, es distinto a ellos. Llegó a su estilo sin ellos, su modernidad tiene otro carácter, otra génesis, otras raíces.
Prosigo mi paseo entre los estantes de la FNAC: encuentro fácilmente los dos cuartetos (1924, 1928): es la cima de Janácek; todo su expresionismo está concentrado en ellos con total perfección. Cinco grabaciones, todas excelentes. Lamento, no obstante, no haber podido encontrar (hace tiempo que la busco sin resultado en disco compacto) la interpretación más auténtica de estos cuartetos (y que sigue siendo la mejor), la del Cuarteto Janácek (el antiguo disco Supraphon 50556; Premio de la Académie Charles-Cros, Premio de la Deutsche Schall-plattenkritik).
Me detengo en la palabra «expresionismo»:
Aunque él mismo nunca se refiriera a ello, Janácek es de hecho el único gran compositor al que se le podría aplicar este término, por entero, y en su sentido literal: para él todo es expresión, y ninguna nota tiene derecho a la existencia si no es expresión. De ahí la total ausencia de lo que es simple «técnica»: transiciones, desarrollos, mecánica del relleno contrapuntístico, rutina de orquestación (por el contrario, atracción por conjuntos orquestales inéditos, formados por algunos instrumentos solistas), etc. De ello resulta para el ejecutante que, al ser expresión cada nota, cada nota (no sólo cada motivo, sino cada nota de un motivo) tiene que tener una máxima claridad expresiva. Una precisión más: el expresionismo alemán se caracteriza por una predilección por estados de ánimo excesivos, por el delirio, la locura. Lo que, en Janácek, llamo expresionismo no tiene nada que ver con tal unilateralidad: es un riquísimo abanico emocional, una confrontación sin transiciones, vertiginosamente apretada, entre la ternura y la brutalidad, el furor y la paz.
Encuentro la hermosa Sonata para violín y piano (1921), el Cuento para violonchelo y piano (1910), Diario de un ausente, para piano, tenor y tres voces femeninas. Y también las composiciones de sus últimos años; es la explosión de su creatividad; jamás fue tan libre como cuando era ya septuagenario, rebosante de humor e invención; Misa glagolítica (1926): no se parece a ninguna otra: es más una orgía que una misa; y es fascinante. De la misma época. Sexteto para instrumentos de viento (1924), Las rimas infantiles (1927) y dos obras para piano y distintos instrumentos que me gustan particularmente pero cuya ejecución pocas veces me satisface: Capriccio (1926) y Concertino (1925).
Cuento cinco grabaciones de las composiciones para piano solo: la Sonata (1905) y dos ciclos: Por la senda cubierta de hierba (1902) y En la niebla (1912); estas hermosas composiciones van siempre juntas en un único disco y se les añade casi siempre (desgraciadamente) otros fragmentos, menores, que pertenecen a la «prehistoria». Son por otra parte los pianistas en particular los que se equivocan tanto acerca del espíritu como acerca de la estructura de la música de Janácek; sucumben, casi todos, a una romantización amanerada: suavizando el lado brutal de esta música, ignorando sus forte y entregándose al delirio del rubato casi sistemático. (Las composiciones para piano están particularmente desarmadas frente al rubato. Es en efecto difícil organizar con una orquesta una inexactitud rítmica. Pero el pianista está solo. Su alma temible puede fustigar sin control y sin freno.)
Me detengo en la palabra «romantización»:
El expresionismo janacekiano no es una prolongación exacerbada del sentimentalismo romántico. Es, por el contrario, una de las posibilidades históricas para salir del romanticismo. Posibilidad opuesta a la que eligió Stravinski: contrariamente a éste, Janácek no reprocha a los románticos el haber hablado de los sentimientos; les reprocha haberlos falsificado; haber sustituido la verdad inmediata de las emociones por una gesticulación sentimental («una mentira romántica», diría Rene Girard). [2] Es un apasionado de las pasiones, pero aún más de la precisión con la que quiere expresarlas. Stendhal, no Víctor Hugo. Lo cual implica la ruptura con la música del romanticismo, con su espíritu, con su sonoridad hipertrofiada (la economía sonora de Janácek chocó a todo el mundo en su época), con su estructura.
Me detengo en la palabra «estructura»:
– mientras la música romántica intentaba imponer a un movimiento una unidad emocional, la estructura musical janacekiana radica en la alternancia desacostumbradamente frecuente de fragmentos emocionales distintos, incluso contradictorios, en la misma pieza, en el mismo movimiento;
– a la diversidad emocional corresponde la diversidad de tempi y de metros que alternan en la misma desacostumbrada frecuencia;
– la coexistencia de varias expresiones contradictorias en un espacio muy limitado crea una semántica original (la cercanía inesperada de las emociones sorprende y fascina). La coexistencia de emociones es horizontal (se siguen), pero también (lo cual es todavía más desacostumbrado) vertical (resuenan simultáneamente en cuanto polifonía de las emociones). Por ejemplo: se oye al mismo tiempo una melodía nostálgica, en los graves un furioso motivo ostinato y en los agudos otra melodía que recuerda unos gritos. Si el ejecutante no comprende que cada una de estas líneas tiene la misma importancia semántica y que, por lo tanto, ninguna de ellas debe convertirse en simple acompañamiento, en murmullo impresionista, estará soslayando la estructura propia de la música de Janácek.
La permanente coexistencia de las emociones contradictorias otorga a la música de Janácek un carácter dramático; dramático en el sentido más literal de la palabra; esta música no evoca un narrador que cuenta; evoca una escena en la que, simultáneamente, varios actores están presentes, hablan, se enfrentan; con frecuencia encontramos en germen este espacio dramático en un único motivo melódico. Como en estos primeros compases de la Sonata para piano:
El motivo que se toca con la mano izquierda en el cuarto compás todavía forma parte del motivo (está compuesto con los mismos intervalos), pero al mismo tiempo constituye -desde el punto de vista de la emoción- su opuesto. Algunos compases más adelante vemos hasta qué punto este motivo «escisionista» contradice por su brutalidad la melodía elegiaca de que proviene:
En el siguiente compás, las dos melodías, la original y la «escisionista», se reúnen; no en una armonía emocional, sino en una contradicción polifónica de emociones, como pueden unirse un llanto nostálgico y una rebelión:
Los pianistas cuyas ejecuciones pude conseguir en la FNAC, al querer imprimir a esos compases una uniformidad emocional, descuidan todos el forte prescrito por Janácek en el cuarto compás; privan así al compás «escisionista» de su carácter brutal y a la música de Janácek de toda su inimitable tensión, gracias a la cual se la reconoce (si ha sido bien comprendida) inmediatamente, desde las primerísimas notas.
Las óperas: no encuentro Excursiones del señor Brucek y no lo lamento, pues esta obra me parece fallida; todas las demás están ahí, dirigidas por Sir Charles Mackerras: Fatum (escrita en 1904, esta ópera, cuyo libreto está en verso y es catastróficamente ingenua, representa, incluso musicalmente, dos años después de Jenufa, una clara regresión); luego, cinco obras maestras que admiro sin reservas: Katia Kabanova, La zorra astuta; El caso Macropulos; y Jenufa: Sir Charles Mackerras tiene el inestimable mérito de haberla librado por fin (en 1982, ¡después de setenta años!) del arreglo que le habían impuesto en Praga en 1916. Su logro me parece aún más brillante en su revisión de la partitura de De la casa de lo muertos. Gracias a él, nos damos cuenta (en 1980, ¡después de cincuenta y dos años!) de hasta qué punto los arreglos de los adaptadores debilitaron esta ópera. En su restituida originalidad, en la que reencuentra toda su sonoridad ahorrativa e insólita (en las antípodas del sintonismo romántico), De la casa de los muertos aparece, al lado de Wozzeck de Berg, como la ópera más verdadera, más grande de nuestro sombrío siglo.
Dificultad práctica insoluble: en las óperas de Janácek, lo que embelesa del canto no radica tan sólo en la belleza melódica, sino también en el sentido psicológico (sentido siempre inesperado) que la melodía confiere no globalmente a una escena, sino a cada frase, a cada palabra cantada. Pero ¿cómo cantar en Berlín o en París? Si es en checo (solución de Mackerras), el oyente no escucha más que sílabas sin sentido y no entiende las finezas psicológicas presentes en cada giro melódico. Por lo tanto, ¿traducirlas, como era el caso al principio de la carrera internacional de estas óperas? También es problemático: el francés, por ejemplo, no toleraría el acento tónico en la primera sílaba de las palabras checas, y la misma entonación adquiriría en francés un sentido psicológico muy distinto.
(Hay algo desgarrador, cuando no trágico, en el hecho de que Janácek concentrase la mayor parte de sus fuerzas innovadoras precisamente en la ópera, poniéndose así a merced del público burgués más conservador que pueda imaginarse. Además: su innovación radica en una revalorización jamás vista de la palabra cantada, lo cual quiere decir in concreto de la palabra checa, incomprensible en el noventa y nueve por ciento de los teatros del mundo. Es difícil imaginar mayor acumulación voluntaria de obstáculos. Sus óperas son el más hermoso homenaje que jamás se haya rendido a la lengua checa. ¿Homenaje? Sí. En forma de sacrificio. Inmoló su música universal a una lengua casi desconocida.)
Pregunta: si la música es un idioma supranacional, ¿tiene también un carácter supranacional la semántica de las entonaciones del lenguaje hablado? ¿O no, en absoluto? ¿O, pese a todo, en cierta medida? Problemas todos ellos que fascinaban a Janácek. Hasta tal punto que legó en su testamento casi todo su dinero a la universidad de Brno para subvencionar las investigaciones sobre el lenguaje hablado (sus ritmos, sus entonaciones, su semántica). Pero a la gente poco le importan los testamentos, es cosa sabida.
La admirable fidelidad de Sir Charles Mackerras a la obra de Janácek significa: captar y defender lo esencial. Ir a lo esencial es por otra parte la moral artística de Janácek; la norma: sólo una nota absolutamente necesaria (semánticamente necesaria) tiene derecho a existir; de ahí la máxima economía en la orquestación. Al quitar de las partituras los añadidos que les habían impuesto, Mackerras restituyó esta economía e hizo así más inteligible la estética janacekiana.
Pero también hay otra fidelidad, en el polo opuesto, que se manifiesta en la pasión de recoger todo lo que pueda descubrirse detrás de un autor. Mientras en vida cualquier autor intenta hacer público todo lo que es esencial, los hurgadores de cubos de basura son apasionados de lo inesencial.
El espíritu hurgador se manifiesta de un modo ejemplar en la grabación de las piezas para piano, violín y violonchelo (ADDA 581136/37). En ella, los fragmentos menores o nulos (transcripciones folclóricas, variantes abandonadas, obritas de juventud, esbozos) ocupan aproximadamente cincuenta minutos, una tercera parte de la duración, y están dispersos entre las composiciones de gran estilo. Se oye, por ejemplo, durante seis minutos y treinta segundos, una música de acompañamiento para ejercicios de gimnasia. ¡Oh, compositores, contrólense cuando bellas señoras de un club deportivo vayan a solicitarles un pequeño encargo! Tomada a broma, ¡su cortesía les sobrevivirá!
Sigo examinando los estantes. Busco en vano algunas hermosas composiciones orquestales de su madurez (El hijo del violinista, 1912, La balada de Blanik, 1920), sus cantatas (sobre todo: Amarus, 1898), y algunas composiciones de la época de la formación de su estilo, que se distinguen por una conmovedora e inigualable simplicidad: Pater noster (1901), Ave María (1904). Lo que falta ante todo, y es grave, son los coros; porque nada en nuestro siglo iguala en este terreno al Janácek de su gran período, sus cuatro obras maestras: Marycka Magdonova (1906), KantorHalfar (1906), Setenta mil (1909), El loco errante (1922): diabólicamente difíciles en cuanto a la técnica, habían sido motivo de excelentes ejecuciones en Checoslovaquia; estas grabaciones no existen, sin duda, más que en antiguos discos de la marca checa Supraphon, pero, desde hace años, son inencontrables.
El balance no es, pues, del todo malo, pero tampoco es bueno. Con Janácek fue así desde el principio. Jenufa sube a los escenarios del mundo veinte años después de su creación. Demasiado tarde. Porque, después de veinte años, se pierde el carácter polémico de una estética y entonces ya no es perceptible su novedad. Por eso la música de Janácek es tantas veces mal comprendida, y tan mal ejecutada; su sentido histórico se ha esfumado; parece inclasificable; como un hermoso jardín situado al margen de la Historia; ni se plantea la cuestión de su lugar en la evolución (mejor aún: en la génesis) de la música moderna.
Si en el caso de Broch, Musil, Gombrowicz, y en cierto sentido el de Bartok, lo tardío del reconocimiento se debe a catástrofes históricas (nazismo, guerra), en el caso de Janácek es su pequeña nación la que se encargó de asumir del todo el papel de las catástrofes.
Las pequeñas naciones. Este concepto no es cuantitativo; designa una situación; un destino: las pequeñas naciones no conocen la feliz sensación de estar ahí desde siempre y para siempre; todas pasaron, en algún momento de su historia, por la antecámara de la muerte; siempre enfrentadas a la arrogante ignorancia de los grandes, ven su existencia perpetuamente amenazada o cuestionada; porque su existencia es cuestión.
En su mayoría, las pequeñas naciones europeas se emanciparon y alcanzaron su independencia en los siglos XIX y XX. Su ritmo de evolución es por lo tanto específico. Para el arte, esta asincronía histórica fue muchas veces fértil al permitir el extraño acercamiento de distintas épocas: así, Janácek y Bartok participaron con ardor en la lucha nacional de sus pueblos; es su vertiente siglo XIX: un extraordinario sentido de lo real, un apego a las clases populares, al arte popular, una relación más espontánea con el público; estas cualidades, que habían desaparecido de los países grandes, se unieron a la estética de lo moderno en un sorprendente, inimitable, feliz maridaje.
Las pequeñas naciones forman «otra Europa» cuya evolución está en contrapunto con la de las grandes. Un observador puede quedar fascinado por la intensidad a menudo asombrosa de su vida cultural. Ahí, se manifiesta la ventaja de lo pequeño: la riqueza de acontecimientos culturales está hecha a la «medida humana»; todo el mundo es capaz de abarcar esta riqueza, de participar en la totalidad de la vida cultural; por eso, en sus momentos mejores, una pequeña nación puede evocar la vida de una ciudad de la Grecia antigua.
Esta posible participación de todos en todo puede evocar otra cosa: la familia; una pequeña nación se parece a una gran familia y le gusta llamarse así. En la lengua del país europeo más pequeño, en islandés, familia se dice: fjölskylda; la etimología es elocuente: skylda quiere decir: obligación; fjöl quiere decir: múltiple. La familia es, pues, una obligación múltiple. Los islandeses tienen una sola palabra para decir lazos familiares: fjölskyldubönd: los lazos (bönd) de las obligaciones múltiples. En una gran familia de una pequeña nación, el artista está atado, pues, de múltiples maneras, por múltiples lazos. Cuando Nietzsche zarandea alborotadamente el carácter alemán, cuando Stendhal proclama que prefiere Italia a su patria, ningún alemán, ningún francés se ofende; si un griego o un checo se atreviera a decir lo mismo, su familia lo anatematizaría como a un detestable traidor.
Disimuladas detrás de sus lenguas inaccesibles, las pequeñas naciones europeas (su vida, su historia, su cultura) son muy mal conocidas; se cree, muy naturalmente, que en ello radica el principal impedimento para el reconocimiento internacional de su arte. Ahora bien, es todo lo contrario: este arte está impedido porque todo el mundo (la crítica, la historiografía, tanto los compatriotas como los extranjeros) lo pega a la gran foto de familia nacional y no lo deja salir de ahí. Gombrowicz: sin ninguna utilidad (tampoco sin ninguna competencia), sus comentaristas extranjeros se empeñan en explicar su obra discurriendo sobre la nobleza polaca, el barroco polaco, etc. Como dice Proguidis, [3]E:\WINDOWS\clit\Convert85ed\80.25 254 13110212002141171211 htm – _ftn3 lo «polonizan», lo «repolonizan», lo reducen al pequeño contexto nacional. Sin embargo, no es el conocimiento de la nobleza polaca, sino el conocimiento de la novela mundial moderna (o sea el conocimiento del gran contexto) el que nos ayudará a comprender la novedad y, por lo tanto, el valor de la novela gombrowicziana.
Oh, pequeñas naciones. En la cálida intimidad, cada uno envidia a cada uno, todo el mundo vigila a todo el mundo. «¡Familia, os odio!» Y aún otras palabras de Gide: «Nada es más peligroso para ti que tu familia, que tu habitación, que tu pasado […]. Debes dejarlos». Ibsen, Strindberg, Joyce, Seferis lo supieron. Transcurrieron gran parte de su vida en el extranjero, lejos del poder familiar. Para Janácek, patriota cándido, esto era inconcebible. Por tanto, lo pagó.
Por supuesto, todos los artistas modernos conocieron la incomprensión y el odio; pero estaban al mismo tiempo rodeados de discípulos, teóricos, ejecutantes que los defendían y, desde el principio, imponían la auténtica concepción de su arte. En Brno, en una provincia en la que pasó toda su vida, Janácek también tenía a sus fieles, ejecutantes con frecuencia admirables (el Cuarteto Janácek fue uno de los últimos herederos de esta tradición), pero su influencia era demasiado débil. Desde los primeros años del siglo, la musicología oficial checa arrojó sobre él su desdén. A los ideólogos nacionales, que no conocían en música a otros dioses que Smetana, otras leyes que las smetanescas, les imtaba su alteridad. El papa de la musicología praguense, el profesor Nejedly, que pasó a ser al final de su vida, en 1948, ministro y omnipotente amo de la cultura en la Checoslovaquia estalinizada, no conservaba, en su belicosa senilidad, más que dos grandes pasiones: venerar a Smetana, execrar a Janácek. El único apoyo que Janácek obtuvo en toda su vida fue el de Max Brod; al traducir éste, entre 1918 y 1928, todas sus óperas al alemán, les abrió las fronteras y las liberó del poder ejecutivo de la celosa familia. En 1924, Brod escribió su monografía, la primera que se le dedicó; pero Brod no era checo, de modo que la primera monografía janacekiana es alemana. La segunda es francesa, publicada en París en 1930. Sólo treinta y nueve años después de la de Brod vio la luz su primera monografía completa en checo [4]E:\WINDOWS\clit\Convert85ed\80.25 254 13110212002141171211 htm – _ftn4. Franz Kafka comparó la lucha de Brod a favor de Janácek a la anteriormente librada en favor de Dreyfus. Sorprendente comparación que revela el grado de hostilidad que se abatió sobre Janácek en su país. Obstinadamente, el Teatro Nacional de Praga se negó, entre 1903 y 1916, a montar su primera ópera, Jenufa. En Dublín, en la misma época, entre 1905 y 1914, sus compatriotas rechazan el primer libro en prosa de Joyce, Dublineses, e incluso queman las pruebas de imprenta en 1912. La historia de Janácek se distingue de la de Joyce por la perversidad del desenlace: fue obligado a ver el estreno de Jenufa dirigido por el director de orquesta que durante catorce años lo había rechazado, que durante catorce años no había manifestado más que desprecio por su música. Se vio obligado a mostrarse agradecido. A partir de esta humillante victoria (la partitura, recordémoslo, quedó embadurnada de correcciones en rojo, de tachaduras, de añadidos), terminó, en Bohemia, por ser tolerado. Digo: tolerado. Si una familia no consigue aniquilar al hijo malquerido, lo rebaja mediante una indulgencia maternal. El discurso corriente en Bohemia, y que dice estar a su favor, le arranca del contexto de la música moderna y lo amuralla en la problemática localista: pasión por el folclore, patriotismo moravo, admiración por la Mujer, la Naturaleza, Rusia, lo eslavo y otras jerigonzas. Familia, os odio. Ninguno de sus compatriotas ha escrito hasta hoy ningún importante estudio musicológico analizando la novedad estética de su obra. Ninguna escuela influyente de la interpretación janacekiana ha podido hacer inteligible al mundo su extraña estética. Ninguna estrategia para dar a conocer su música. Ninguna edición completa en discos de su obra. Ninguna edición completa de sus escritos teóricos y críticos.
Y, sin embargo, esa pequeña nación jamás ha tenido un artista más grande que él.
Dejémoslo. Pienso en la última década de su vida: su país independiente, su música finalmente aplaudida, él mismo amado por una mujer; sus obras pasan a ser cada vez más audaces, libres, alegres. Vejez picassiana. En el verano de 1928, su amada, acompañada de sus dos hijos, va a verle a su pequeña casa de campo. Los niños se pierden en el bosque, él parte en su busca, corre por todas partes, se enfría, cae víctima de una neumonía, es llevado al hospital y, pocos días después, muere. Ella está allí, a su lado. Desde los catorce años, oigo murmurar que murió haciendo el amor en su cama de hospital. Poco verosímil, pero, como solía decir Hemingway, más verdadero que la verdad. ¿Qué otra culminación para esta desencadenada euforia que fue su edad tardía?
Esta es también la prueba de que en su familia nacional había, pese a todo, quienes lo querían. Porque semejante leyenda es un ramo de flores depositado encima de su tumba.
En la cuarta parte de El libro de la risa y el olvido, Tamina, la protagonista, necesita la ayuda de su amiga Bibi, una joven grafómana; para ganarse su simpatía, le organiza un encuentro con un escritor provinciano llamado Banaka. Este explica a la grafómana que los verdaderos escritores de hoy han renunciado al anticuado arte de la novela: «Mire usted, la novela es fruto de la ilusoria idea de que podemos comprender a los demás. ¿Pero qué sabemos de los demás? […] Lo único que podemos hacer es dar testimonio cada uno sobre sí mismo. […] Todo lo demás es mentira». Y el amigo de Banaka, un profesor de filosofía: «Desde los tiempos de James Joyce sabemos que la mayor aventura de nuestra vida es la falta de aventuras. […] La odisea de Homero se trasladó al interior. Se ha interiorizado». Poco tiempo después de la publicación del libro, encontré estas palabras en forma de epígrafe a una novela francesa. Esto me halagó mucho, pero también me azoró porque, para mí, lo que decían Banaka y su amigo no eran sino sofisticadas cretineces. En aquella época, en los años setenta, las oí por todas partes a mi alrededor: parloteo universitario hilado con vestigios de estructuralismo y psicoanálisis.
Después de la publicación en separata de esta misma cuarta parte de El libro de la risa y del olvido en Checoslovaquia (primera publicación de uno de mis textos tras veinte años de prohibición), me enviaron a París un recorte de prensa: el crítico estaba satisfecho de mí y, como prueba de mi inteligencia, citaba estas palabras que él encontraba brillantes: «Desde los tiempos de James Joyce sabemos que la mayor aventura de nuestra vida es la falta de aventuras», etc. Sentí un extraño placer maligno al verme volver al país natal montado en un burro de malentendido.
El malentendido es comprensible: no intenté ridiculizar a mi Banaka y a su amigo profesor. No expresé mi reserva con respecto a ellos. Por el contrario, hice lo que pude para disimularlo, pues quería dar a sus opiniones la elegancia del discurso intelectual que todo el mundo, entonces, respetaba e imitaba con furor. Si hubiera hecho que sus palabras fueran ridículas, exagerando sus excesos, habría hecho lo que se llama una sátira. La sátira es arte con tesis; segura de su propia verdad, ridiculiza lo que decide combatir. La relación del novelista con sus personajes jamás es satírica; es irónica. Pero ¿cómo se deja ver la ironía, discreta por definición? Mediante el contexto: los comentarios de Banaka y su amigo están situados en un espacio de gestos, acciones y palabras que los relativizan. El pequeño mundo provinciano que rodea a Tamina se distingue por un inocente egocentrismo: cada cual siente una sincera simpatía por ella y, no obstante, nadie intenta comprenderla, pues nadie sabe siquiera qué es comprender. Si Banaka dice que el arte de la novela está anticuado porque la comprensión de los demás no es más que una ilusión, no expresa tan sólo una actitud estética a la moda, sino, sin saberlo, también su propia miseria y la de todo su entorno: una desgana por comprender al otro; una egocéntrica ceguera frente al mundo real.
La ironía quiere decir: ninguna de las afirmaciones que encontramos en una novela puede tomarse aisladamente, cada una de ellas se encuentra en compleja y contradictoria confrontación con las demás afirmaciones, las demás situaciones, los demás gestos, las demás ideas, los demás hechos. Sólo una lectura lenta, una o varias veces repetida, pondrá en evidencia todas las relaciones irónicas en el interior de la novela, sin las cuales la novela no sería comprendida.
K. se levanta por la mañana y, todavía en la cama, llama para que le traigan el desayuno. En lugar de la criada se presentan unos desconocidos, dos hombres normales, normalmente vestidos, pero que inmediatamente se comportan con tal soberanía que K. no puede evitar sentir su fuerza, su poder. Aunque harto, no se ve capaz de echarlos y les pregunta educadamente: «¿Quiénes son ustedes?».
Desde el principio, el comportamiento de K. oscila entre su debilidad dispuesta a inclinarse ante la increíble desfachatez de los intrusos (han ido a notificarle que estaba detenido) y su temor de hacer el ridículo. Dice, por ejemplo, con firmeza: «No quiero ni quedarme aquí, ni que ustedes me dirijan la palabra sin haberse presentado». Bastaría con arrancar estas palabras de sus relaciones irónicas, con tomarlas al pie de la letra (como mi lector tomó las palabras de Banaka) para que K. fuera para nosotros (como lo fue para Orson Welles, quien transcribió El proceso en una película) un hombre-que-se-rebela-contra-la-violencia. Sin embargo, basta con leer atentamente el texto para ver que ese hombre pretendidamente rebelde sigue obedeciendo a los intrusos, quienes no sólo no se dignan presentarse, sino que se toman su desayuno y le obligan a permanecer todo el tiempo de pie, en camisón.
Al final de esta escena de extraña humillación (él les tiende la mano y ellos se niegan a estrechársela), uno de ellos dice a K.:
«-Supongo que querrá ir a su banco.
»- ¿A mi banco? -dice K.-. ¡Creía que estaba detenido!».
¡He aquí de nuevo el hombre-que-se-rebela-contra-la-violencia! ¡Es sarcástico! ¡Provoca! Como por otra parte lo explícita el comentario de Kafka:
«K. ponía en su pregunta una especie de desafío, porque, a pesar de que se hubieran negado a darle la mano, se sentía, sobre todo desde que el vigilante se había levantado, cada vez más independiente de toda esa gente. Jugaba con ellos. Tenía la intención, en el caso de que se fueran, de correr tras ellos hasta la entrada del edificio y proponerles que le detuvieran».
He aquí una ironía muy sutil: K. capitula pero quiere verse a sí mismo como alguien fuerte que «juega con ellos», que se burla de ellos haciendo como si, en broma, se tomara en serio su detención; capitula pero interpreta enseguida su capitulación de manera que pueda conservar, ante sí mismo, su dignidad.
Primero, habíamos leído a Kafka con el rostro impregnado de una expresión trágica. Después, supimos que Kafka, cuando leyó a sus amigos el primer capítulo de El proceso, los hizo reír a todos. Entonces empezamos también a forzamos a reír, pero sin saber exactamente por qué. En efecto, ¿qué es tan gracioso en este capítulo? El comportamiento de K. Pero ¿en qué es cómico este comportamiento?
Esta cuestión me recuerda los años en que estuve en la facultad de cine en Praga. Un amigo y yo, durante las reuniones de los docentes, mirábamos siempre con maliciosa simpatía a uno de nuestros colegas, un escritor de unos cincuenta años, hombre sutil y correcto, pero que sospechábamos era de una enorme e indomable cobardía. Soñamos con la siguiente situación, que (¡ay!) nunca realizamos:
Uno de nosotros, de pronto, en medio de la reunión, se dirigiría a él: «¡De rodillas!».
Primero, él no comprendería lo que queríamos; más exactamente, en su pusilánime lucidez, comprendería enseguida, pero creería posible ganar un poco de tiempo simulando no comprender.
Estaríamos obligados a levantar la voz: «¡De rodillas!».
En ese momento él ya no podría simular que no entendía. Estaría dispuesto a obedecer, pero tendría que resolver un único problema: ¿cómo hacerlo? ¿Cómo ponerse de rodillas, allí, ante sus colegas, sin rebajarse? Buscaría desesperadamente una fórmula divertida para acompañar el acto de ponerse de rodillas:
«-¿Me permiten, estimados colegas -diría por fin-, que ponga un cojín debajo de las rodillas?
»-¡De rodillas y cállate!».
Se excusaría juntando las manos e inclinando ligeramente la cabeza hacia la izquierda: «Estimados colegas, si han estudiado detenidamente la pintura del Renacimiento, así es como Rafael pintó a san Francisco de Asís».
Cada día imaginábamos nuevas variantes de esta escena deleitable inventando muchas otras fórmulas espirituales mediante las cuales nuestro colega intentaría salvar su dignidad.
Contrariamente a Orson Welles, los primeros intérpretes de Kafka estaban lejos de considerar a K. como un inocente que se rebela contra lo arbitrario. Para Max Brod no cabe la menor duda, Joseph K. es culpable. ¿Qué ha hecho? Según Brod (La desesperación y la salvación en la obra de Kafka, 1959), es culpable de su Lieblosigkeit, de su incapacidad de amar. «Joseph K. liebt niemand, er liebeit nur, deshalb muss ersterben.» Joseph K. no quiere a nadie, tan sólo coquetea, por lo tanto debe morir. (¡Conservemos para siempre en la memoria la sublime tontería de esta frase!) Brod aporta enseguida dos pruebas de la Lieblosigkeit: según un capítulo inacabado y desechado de la novela (que se acostumbra a publicar en apéndice), Joseph K., desde hace ya tres años, no ha ido a ver a su madre; tan sólo le envía dinero, informándose de su salud por mediación de un primo (curiosa semejanza: a Meursault, en El extranjero de Camus, también se le acusa de no querer a su madre). La segunda prueba es la relación con la señorita Bürstner, relación, según Brod, de la «más rastrera sexualidad» (die niedrigste Sexualitat). «Obnubilado por la sexualidad, Joseph K. no ve en la mujer a un ser humano.»
Eduardo Goldstücker, kafkólogo checo, en su prólogo a la edición praguense de El proceso en 1964, condenó a K. con parecida severidad, aunque su vocabulario no estuviera salpicado, como el de Brod, de teología, sino de sociología marxizante: «Joseph K. es culpable porque ha permitido que su vida se mecanizara, automatizara, alienara, que se adaptara al ritmo estereotipado de la máquina social, que se dejara despojar de todo lo que es humano; así, K. ha trasgredido la ley a la que, según Kafka, toda humanidad está sometida y que es: “Sé humano”». Tras padecer un terrible proceso estalinista en el que se le acusó de crímenes imaginarios, Goldstücker estuvo, en los años cincuenta, cuatro años en prisión. Me pregunto: en cuanto víctima él mismo de un proceso, ¿cómo pudo, diez años después, procesar a otro acusado tan poco culpable como él?
Según Alexandre Vialatte (L’histoire secrete du «Procés», 1947), el proceso en la novela de Kafka es el que Kafka incoa contra sí mismo, al no ser K. otro que su alter ego: Kafka había roto su noviazgo con Felice, y el futuro suegro «había vuelto adrede de Malmö para juzgar al culpable. La habitación del Askanien-Hotel en el que se desarrolla la escena (en julio de 1914) causó en Kafka el efecto de un tribunal. […] Al día siguiente empezó a escribir La colonia penitenciaria y El proceso. Ignoramos el crimen de K., y la moral comente lo absuelve. Sin embargo, su “inocencia” es diabólica. […] K. ha contravenido misteriosamente las leyes de una misteriosa justicia que no tiene comparación alguna con la nuestra. […] El juez es el doctor Kafka, el acusado el doctor Kafka. Se declara culpable de diabólica inocencia».
Durante el primer proceso (el que cuenta Kafka en su novela), el tribunal acusa a K. sin señalar el crimen. Los kafkólogos no se extrañan de que se pueda acusar a alguien sin decir por qué y no se apresuran a meditar la sabiduría ni apreciar la belleza de esta inaudita invención. Por el contrario, se ponen a desempeñar el papel de fiscales en un nuevo proceso que incoan ellos mismos contra K. intentando esta vez identificar la verdadera falta del acusado. Brod: ¡no es capaz de amar! Goldstücker: ¡consintió que su vida se mecanizara! Vialatte: ¡rompió su noviazgo! Hay que concederles este mérito: su proceso contra K. es tan kafkiano como el primero. Pues, si en su primer proceso K. no es acusado de nada, en el segundo es acusado de cualquier cosa, lo cual vuelve a ser lo mismo ya que en los dos casos algo queda claro: K. es culpable no porque haya cometido una falta, sino porque ha sido acusado. Ha sido acusado, por lo tanto debe morir.
No hay más que un único método para comprender las novelas de Kafka. Leerlas como se leen las novelas. En lugar de buscar en el personaje de K. el retrato del autor y en las palabras de K. un misterioso mensaje cifrado, seguir atentamente el comportamiento de los personajes, sus comentarios, su pensamiento, e intentar imaginarlos ante nosotros. Si se lee así El proceso, se queda uno, desde el principio, intrigado por la extraña reacción de K. a la acusación: sin haber hecho nada malo (o sin saber qué ha hecho mal), K. empieza enseguida a comportarse como si fuera culpable. Se siente culpable. Se le ha hecho culpable. Se le ha culpabilizado.
Antes, entre «ser culpable» y «sentirse culpable» no se veía más que una relación muy simple: se siente culpable el que es culpable. La palabra «culpabilizar», en efecto, es relativamente reciente; en francés fue empleada por primera vez en 1966 gracias al psicoanálisis y a sus innovaciones terminológicas; el sustantivo derivado de este verbo («culpabilización») se creó dos años después, en 1968. Ahora bien, mucho tiempo antes, la situación hasta entonces inexplorada de la culpabilización fue expuesta, descrita, desarrollada en la novela de Kafka, en el personaje de K., y ello en las distintas fases de su evolución:
Fase 1: Vana lucha por la dignidad perdida. Un hombre absurdamente acusado y que todavía no pone en duda su inocencia se encuentra molesto al ver que se comporta como si fuera culpable. Comportarse como un culpable y no serlo tiene algo de humillante, por lo que se esfuerza en disimularlo. Esta situación expuesta en la primera escena de la novela está condensada, en el siguiente capítulo, en esta broma de una enorme ironía:
Una voz desconocida llama por teléfono a K.: deberá ser interrogado el domingo siguiente en una casa de la periferia. Sin dudar, decide ir; ¿por obediencia?, ¿por miedo?, oh no, la automistificación funciona automáticamente: quiere ir para acabar de una vez con los pelmazos que le hacen perder el tiempo con su estúpido proceso («el proceso se tramaba y había que enfrentarse a él, para que esta primera sesión fuera también la última»). Una hora después, el director del banco en el que trabaja le invita a su casa el mismo domingo. La invitación es importante para la carrera de K. ¿Renunciará, pues, a la grotesca citación? No; declina la invitación del director porque, sin querer confesárselo, ya está subyugado por el proceso.
Así pues, el domingo, va. Se da cuenta de que la voz que le dio por teléfono la dirección olvidó indicarle la hora. No importa; se apresura y corre (sí, literalmente, corre, en alemán: er lief) atravesando la ciudad. Corre para llegar a tiempo, aunque no le indicaran ninguna hora. Admitamos que tiene razones para llegar lo antes posible; pero, en tal caso, en vez de correr, ¿por qué no tomar un tranvía que, por cierto, pasa por su propia calle? La razón es ésta: se niega a tomar el tranvía porque «no tenía ningunas ganas de rebajarse delante de la comisión dando prueba de una excesiva puntualidad». Corre hacia el tribunal, pero corre hacia él como un hombre orgulloso que no se rebaja.
Fase 2: Prueba de fuerza. Por fin llega a una sala donde le esperan. «Así que es usted pintor de brocha gorda», dice el juez, y K., ante el público que llena la sala, reacciona con brío al ridículo error: «No, soy el primer apoderado de un gran banco», y a continuación, en un largo discurso, fustiga la incompetencia del tribunal. Envalentonado por los aplausos, se siente fuerte y, según el conocido tópico del acusado que se convierte en acusador (Welles, admirablemente sordo a la ironía kafkiana, se dejó engañar por este tópico), desafía a sus jueces. El primer choque se produce cuando descubre las insignias en el cuello de todos los participantes y comprende que el público a quien él creía seducir está formado tan sólo por «funcionarios del tribunal […] reunidos allí para escuchar y espiar». Se va y, al llegar a la puerta, le espera el juez de instrucción, que le advierte: «Ha perdido usted la ventaja que un interrogatorio representa siempre para un acusado». K. exclama: «¡Sinvergüenzas! ¡Podéis quedaros con todos vuestros interrogatorios!».
No comprenderemos nada de esta escena si no la vemos a la luz de sus relaciones irónicas con lo que ocurre inmediatamente después de la rebelde exclamación de K. con la que termina el capítulo: «K. esperó la semana siguiente día tras día a recibir una nueva citación; no conseguía imaginar que se hubieran tomado al pie de la letra su negativa a ser juzgado, y, al no haber todavía recibido nada el sábado por la noche, supuso que estaba tácitamente citado para la misma hora en el mismo edificio. Por eso, volvió a ir el domingo…».
Fase 3: Socialización del proceso. El tío de K. llega un día del campo, alarmado por el proceso que se está llevando a cabo contra su sobrino. Hecho notable: el proceso es de lo más secreto, clandestino, podría decirse, y, no obstante, todo el mundo está al corriente. Otro hecho notable: nadie duda de que K. es culpable. La sociedad ha adoptado ya la acusación aportando además el peso de su aprobación tácita (o de su no desacuerdo). Cabría esperar una indignada sorpresa: «¿Cómo han podido acusarlo? Por cierto, ¿de qué crimen?». Ahora bien, el tío no se sorprende. Está tan sólo asustado ante la idea de las consecuencias que el proceso tendrá para todos los familiares.
Fase 4: Autocrítica. Para defenderse contra el proceso que se niega a formular la acusación, K. acaba por encontrar él mismo su falta. ¿Dónde estará escondida? Sin duda en algún lugar de su curriculum vitae. «Tenía que recordar toda su vida, hasta los actos y hechos más ínfimos, para exponerla y examinarla bajo todos los aspectos.»
La situación está lejos de ser irreal: en efecto, así es como una mujer simple, acorralada por el infortunio, se preguntará: ¿qué mal habré hecho yo? y se pondrá a hurgar en su pasado, examinando no sólo sus actos, sino también sus palabras y sus pensamientos secretos para comprender la ira de Dios.
La práctica política del comunismo creó para semejante actitud la palabra autocrítica (palabra utilizada en francés, en su sentido político, hacia 1930; Kafka no la utilizaba). El uso que se hizo de esta palabra no responde exactamente a su etimología. No se trata de criticarse (separar los lados buenos de los malos con la intención de enmendar los defectos), se trata de encontrar cada uno su culpa para poder ayudar al acusador, para poder aceptar y aprobar la acusación.
Fase 5: Identificación de la víctima con su verdugo. En el último capítulo, la ironía de Kafka alcanza su horrible culminación: dos individuos con levita van a por K. y lo sacan a la calle. Primero se resiste, pero pronto se dice: «Lo único que puedo hacer […] es conservar hasta el final la claridad de mi razonamiento […]. ¿Debo mostrar ahora que no he aprendido nada durante un año de proceso? ¿Debo irme como un imbécil que no ha entendido nada?…».
Luego, ve de lejos a dos guardias municipales caminando. Uno de ellos se acerca al grupo, que le parece sospechoso. En ese momento, K., por su propia iniciativa, se lleva a la fuerza a los dos individuos, poniéndose incluso a correr con ellos con el fin de escapar de los guardias, quienes, no obstante, habrían podido entorpecer y tal vez, ¿quién sabe?, impedir la ejecución que le espera.
Por fin llegan a su destino; los individuos se preparan para degollarlo y, en este momento, una idea (su última autocrítica) atraviesa la cabeza de K.: «Su deber hubiera sido el de empuñar él mismo ese cuchillo […] y hundírselo en el cuerpo». Y deplora su debilidad: «El no podía crear del todo sus pruebas, no podía descargar a las autoridades de todo el trabajo; la responsabilidad de esta última falta incumbía al que le había negado el resto de fuerza necesario».
¿Durante cuánto tiempo puede el hombre ser considerado como idéntico a sí mismo?
La identidad de los personajes de Dostoievski reside en su ideología personal, que, de un modo más o menos directo, determina su comportamiento. Kirilov está totalmente absorbido por su filosofía del suicidio, que él considera como la manifestación suprema de la libertad. Kirilov: un pensamiento convertido en hombre. Pero ¿es realmente el hombre, en la vida real, una proyección tan directa de su ideología personal? En Guerra y paz, los personajes de Tolstói (en particular Pierre Bezújov y Andrei Boikonski) tienen ellos también una intelectualidad muy rica, muy desarrollada, pero cambiante, proteiforme, de tal manera que es imposible definirlos a partir de sus ideas, que, en cada fase de su vida, son distintas. Tolstói nos ofrece así otra concepción de lo que es el hombre: un itinerario; un camino sinuoso; un viaje cuyas etapas sucesivas no son sólo distintas, sino que representan con frecuencia la total negación de las fases anteriores.
Digo camino, y esta palabra corre el riesgo de inducirnos a error porque la imagen del camino evoca una meta. Ahora bien, ¿hacia qué meta conducen esos caminos que no terminan sino fortuitamente, interrumpidos por el azar de una muerte? Es cierto que Pierre Bezújov llega por fin a una actitud que parece el estadio ideal y final: cree entonces comprender que es vano buscar un sentido a su vida, luchar por una u otra causa; Dios está en todas partes, en la vida entera, en la vida de todos los días, basta, pues, con vivir todo lo que hay que vivir y vivir con amor: y se entrega, con felicidad, a su mujer y a su familia. ¿La meta alcanzada? ¿Alcanzada la cima, con lo que, a posteriori, todas las etapas anteriores del viaje no son sino simples escalones de una escalera? De ser así, la novela de Tolstói perdería su ironía esencial y parecería una lección de moral novelada. Pero no es éste el caso. En el «Epílogo», que resume todo lo que ocurrió ocho años después, vemos a Bezújov abandonar durante un mes y medio su casa y su mujer con el fin de dedicarse en San Petersburgo a una actividad política semiclandestina. Una vez más está dispuesto a buscar un sentido a su vida, a luchar por una causa. Los caminos no terminan y desconocen meta alguna.
Podría decirse que las distintas fases de un itinerario se encuentran en una relación irónica las unas con las otras. En el reino de la ironía reina la igualdad; significa que ninguna fase del itinerario es moralmente superior a la otra. Boikonski, al poner manos a la obra para ser útil a su patria, ¿quiere redimir así la falta de su anterior misantropía? No. No hay autocrítica. En cada fase del camino ha concentrado todas sus fuerzas intelectuales y morales para elegir su actitud, y lo sabe; ¿cómo podría, pues, reprocharse no haber sido lo que no podía ser? Y, al igual que no podemos juzgar las distintas fases de su vida desde el punto de vista moral, tampoco podemos juzgarlas desde el punto de vista de la autenticidad. Imposible decidir qué Boikonski es más fiel a sí mismo: el que se ha apartado de la vida pública o el que se ha entregado a ella.
Si las distintas etapas son tan contradictorias, ¿cómo determinar su denominador común? ¿Cuál es la esencia común que nos permite ver al Bezújov ateo y al Bezújov creyente como un único y mismo personaje? ¿Dónde se encuentra la esencia estable del «yo»? Y ¿cuál es la responsabilidad moral del Boikonski n.° 2 para con el Boikonski n.° I? El Bezújov enemigo de Napoleón ¿debe responder al Bezújov que había sido antaño su admirador? ¿Cuál es el lapso de tiempo durante el cual se puede considerar a un hombre idéntico a sí mismo?
Tan sólo la novela puede, in concreto, escudriñar este misterio, uno de los mayores que conoce el hombre; y fue Tolstói quien probablemente lo hiciera por primera vez.
Las metamorfosis de los personajes de Tolstói aparecen no como una larga evolución, sino como una repentina iluminación. Bezújov pasa con enorme facilidad de ateo a creyente. Basta para ello que se sienta trastornado por la ruptura con su mujer y que encuentre en una fonda a un viajero masón que habla con él. Esta facilidad no se debe a una versatilidad superficial. Deja más bien suponer que el cambio visible había sido preparado por un proceso oculto, inconsciente, que de pronto explota a la luz del día.
Andrei Boikonski, gravemente herido en el campo de batalla de Austerlitz, está volviendo a la vida. En ese momento todo el universo del joven brillante se trastoca: no gracias a una reflexión racional, lógica, sino gracias a una simple confrontación con la muerte y a una larga mirada hacia el cielo. Son estos detalles (una mirada hacia el cielo) los que desempeñan un gran papel en los momentos decisivos que viven los personajes de Tolstói.
Más adelante, al emerger de su profundo escepticismo, Andrei vuelve otra vez a la vida activa. Este cambio ha estado precedido por una larga discusión con Pierre en el transbordador de un río. Pierre estaba entonces (éste era el estadio momentáneo de su evolución) positivo, optimista, altruista, y se oponía al misántropo escepticismo de Andrei. Pero durante su discusión se mostró más bien ingenuo, soltando lugares comunes, y fue Andrei quien, intelectualmente, estuvo brillante. Más importante que la palabra de Pierre fue el silencio que siguió a su discusión: «Al salir de la barca miró al cielo que le había mostrado Pierre. Por primera vez desde Austerlitz vio aquel cielo alto e infinito que contemplaba cuando estaba tendido en el campo de batalla. En aquel instante despertó algo alegre y joven en su alma, algo que llevaba largo tiempo adormecido». Esta sensación fue breve y desapareció enseguida, pero Andrei sabía que tal sentimiento, «aunque no pudiera distinguirlo, seguía viviendo en él». Y, un día, mucho más tarde, como un baile de destellos, una conspiración de detalles (una mirada al verdor de un roble, los alegres gritos de unas jóvenes escuchados al azar, recuerdos inesperados) iluminó este sentimiento (que «seguía viviendo en él») y lo abrasó. Andrei, ayer todavía feliz en su retiro del mundo, decide repentinamente «marchar en otoño a San Petersburgo, e imaginó diversas razones para hacerlo […]. Y el príncipe Andrei, con las manos a la espalda, caminaba largo rato por la estancia, ya ceñudo, ya sonriente, meditando sobre aquellas ideas no sujetas a la razón y rebeldes a concretarse en palabras, secretas como un crimen, que tenían razón con Pierre, con la gloria, con la jovencita de la ventana, con el roble, con la belleza femenina y el amor, ideas que venían a cambiar toda su vida. Cuando se le acercaba alguien en aquellos momentos de reflexión, parecía más frío y severo. […]. Parecía querer, mediante este exceso de lógica, vengarse en alguien de todo ese trajín ilógico y secreto que tenía lugar dentro de él». (He señalado en cursiva las fórmulas más significativas, M.K.) (Recordemos: semejante conspiración de detalles, fealdad en los rostros encontrados, comentarios escuchados al azar en el compartimiento del tren, recuerdo inoportuno, que, en la siguiente novela de Tolstói, desencadena la decisión de Ana Karenina de suicidarse.)
Otro gran cambio del mundo interior de Andrei Boikonski: mortalmente herido en la batalla de Borodinó, acostado sobre una mesa de operaciones en un campamento militar, se siente repentinamente invadido por un extraño sentimiento de paz y reconciliación, un sentimiento de felicidad que ya no lo abandonará; este estado de felicidad es tanto más extraño (tanto más hermoso) cuanto que la escena es de una extraordinaria crueldad, llena de detalles espantosamente precisos acerca de la cirugía en una época en que se desconocía la anestesia; y lo más extraño en este estado extraño: fue provocado por un recuerdo inesperado e ilógico: cuando el enfermero le quita la ropa «Andrei recuerda los días lejanos de su primera infancia». Y unas frases más adelante: «Después de tantos sufrimientos, Andrei sintió un bienestar que no conocía desde hacía tiempo. Los mejores instantes de su vida, en particular su primera infancia, cuando le quitaban la ropa, cuando lo acostaban en su pequeña cama, cuando su nodriza le cantaba nanas, que, con la cabeza metida en la almohada, él era feliz de sentirse vivir, estos instantes se presentaban en su imaginación no como el pasado, sino como la realidad». Sólo más tarde, vio Andrei, en una mesa cercana, a su rival, el seductor de Natacha, Anatol, a quien un médico le estaba cortando la pierna.
Lectura corriente de esta escena: «Andrei, herido, ve a su rival con una pierna amputada; este espectáculo lo llena de una inmensa piedad por él y por el hombre en general». Pero Tolstói sabía que estas repentinas revelaciones no se deben a causas tan evidentes y tan lógicas. Fue una curiosa imagen fugitiva (el recuerdo de su niñez cuando le quitaban la ropa de la misma manera que lo hacía el enfermero) la que desencadenó todo, su nueva metamorfosis, su nueva visión de las cosas. Segundos después, el propio Andrei olvidó sin duda este milagroso detalle, así como probablemente lo olvida enseguida la mayoría de los lectores que leen novelas con tan poca atención y tan mal como «leen» sus propias vidas.
Y otro gran cambio más, esta vez el de Pierre Bezújov, que toma la decisión de matar a Napoleón, decisión precedida de un episodio: se entera por sus amigos masones que, en el decimotercer capítulo del Apocalipsis, se identifica a Napoleón como el Anticristo: «Quien tenga inteligencia cuente el número de la Bestia porque es un número de hombre y su número es 666…». Si traducimos el alfabeto francés en números, las palabras l’empereur Napoleón dan el número 666. «Semejante profecía hizo honda impresión en Pierre. Con frecuencia se preguntaba qué es lo que acabaría con el poder de la bestia, es decir, de Napoleón; y sirviéndose de la representación de las palabras por medio de cifras, trató de hallar una respuesta. Escribió como contestación l’empereur Alexandre? La nation russe? Sumó las cifras de las letras, pero el resultado superaba en mucho a 666. Una vez que estaba ocupado en semejantes cálculos, escribió: Comte Pierre Bésouhof, y la suma de las cifras correspondientes a las letras fue diferente también. Cambió la ortografía: puso una z en lugar de s, añadió la preposición de y hasta el artículo le, pero tampoco halló el resultado apetecido. Entonces se le ocurrió que si la respuesta estaba en su nombre, habría que mencionar su nacionalidad. Escribió Le Russe Bésuhof y contó las cifras, pero obtuvo la suma 671; sobraban cinco unidades; el cinco era el valor de la letra e, precisamente la que se suprime en el artículo francés ante la palabra empereur. A pesar de que era una falta de ortografía, suprimió la letra e y escribió así: L’Russe Bésuhof, y obtuvo el resultado 666. Esto le emocionó.»
La manera meticulosa con la que describe Tolstói todos los cambios ortográficos que hace Pierre con su nombre para llegar al número 666 es irresistiblemente cómica: L’Russe es un maravilloso gag ortográfico. Las decisiones graves y valientes de un hombre indudablemente inteligente y simpático ¿pueden acaso tener su origen en una tontería?
¿Y qué han pensado del hombre? ¿Qué han pensado de ustedes mismos?
Un día una mujer me anuncia, el rostro radiante: «¡De modo que ya no hay Leningrado! ¡Volvemos al viejo San Petersburgo!». Nunca me ha entusiasmado que vuelvan a bautizarse calles y ciudades. Estoy a punto de decirlo, pero en el último momento me retengo: en su mirada deslumbrada por la fascinante marcha de la Historia, intuyo de antemano un desacuerdo y no tengo ganas de pelearme, tanto más cuanto que en el mismo momento recuerdo un episodio que ella había sin duda olvidado. Esta misma mujer nos había visitado una vez a mi mujer y a mí, en Praga, después de la invasión rusa, en 1970 o 1971, cuando nos encontrábamos en la penosa situación de proscritos. Por su parte era una prueba de solidaridad que quisimos devolverle intentando entretenerla. Mi mujer le contó el chiste (por cierto curiosamente profético) de un ricachón norteamericano que se instala en un hotel moscovita. Le preguntan: «¿Ha ido ya a ver a Lenin en el mausoleo?». Y él contesta: «Hice que me lo trajeran al hotel por diez dólares». El rostro de nuestra invitada se había crispado. Siendo de izquierdas (sigue siéndolo), ella veía en la invasión rusa de Checoslovaquia la traición a los ideales por los que sentía apego y le parecía inaceptable que las víctimas con las que ella quería trabar amistad se burlaran de estos mismos ideales traicionados. «No lo encuentro divertido», dijo con frialdad, y sólo nuestra situación de perseguidos nos preservó de una ruptura.
Podría contar muchas historias de este tipo. Estos cambios de opinión no se refieren tan sólo a la política, sino también a las costumbres en general, al feminismo primero ascendente y luego descendente, a la admiración seguida del desprecio por el nouveau román, al puritanismo revolucionario relegado por la pornografía libertaria, a la idea de Europa denigrada como reaccionaria y neocolonialista por aquellos que luego la desplegaron cual bandera del Progreso, etc. Y me pregunto: ¿se acuerdan o no de sus actitudes pasadas? ¿Conservan en su memoria la historia de sus cambios? No es que me indigne ver a la gente cambiar de opinión. Bezújov, antiguo admirador de Napoleón, se convirtió en su asesino virtual, y me cae bien tanto en un caso como en el otro. ¿Acaso una mujer que veneró a Lenin en 1971 no tiene derecho, en 1991, a alegrarse de que Leningrado ya no sea Leningrado? Por supuesto que lo tiene. No obstante, su cambio es diferente del de Bezújov.
Precisamente cuando su mundo interior se transforma es cuando Bezújov o Boikonski se confirman como individuos; cuando sorprenden; cuando se vuelven diferentes; cuando su libertad se inflama y, con ella, la identidad de su yo; son momentos de poesía: los viven con tal intensidad que el mundo entero acude a su encuentro con un cortejo ebrio de maravillosos detalles. En la obra de Tolstói, el hombre es tanto más él, es tanto más individuo, cuanto que tiene la fuerza, la fantasía, la inteligencia de transformarse.
En cambio, aquellos a quienes veo cambiar de actitud hacia Lenin, Europa, etc., se revelan en su no individualidad. Este cambio no es ni creación suya, ni invención suya, ni capricho, ni sorpresa, ni reflexión, ni locura; carece de poesía; no es sino un acomodo muy prosaico al espíritu cambiante de la Historia. Por eso ni siquiera se dan cuenta de ello; a fin de cuentas, siguen siendo los mismos: siempre en posesión de la verdad, pensando siempre lo que, en su ambiente, hay que pensar; cambian no para acercarse a alguna esencia de su yo, sino para confundirse con los demás; el cambio les permite permanecer incambiables.
Puedo expresarme de otra manera: cambian de ideas en función del invisible tribunal que también está cambiando de ideas; su cambio no es, pues, una apuesta comprometida a favor de lo que el tribunal proclamará mañana como verdad. Pienso en mi juventud vivida en Checoslovaquia. Salidos del primer encantamiento comunista, sentíamos cada pequeño paso contra la doctrina oficial como un acto de valentía. Protestábamos contra la persecución de los creyentes, defendíamos el arte moderno proscrito, cuestionábamos la imbecilidad de la propaganda, criticábamos nuestra dependencia de Rusia, etc. Al hacerlo, arriesgábamos algo, no mucho, pero algo sí y ese (pequeño) peligro nos otorgaba una agradable satisfacción moral. Un día, se me ocurrió una idea espantosa: ¿y si estas rebeldías estuvieran dictadas no por una libertad interior, por valentía, sino por las ganas de complacer al otro tribunal que, en la sombra, preparaba ya su asentamiento?
No se puede ir más lejos que Kafka en El proceso; creó la imagen extremadamente poética del mundo extremadamente apoético. Por «el mundo extremadamente apoético» quiero decir: el mundo en el que ya no hay lugar para una libertad individual, para la originalidad de un individuo, en el que el hombre no es más que un instrumento de las fuerzas extrahumanas: de la burocracia, de la técnica, de la Historia. Por «imagen extremadamente poética» quiero decir: sin cambiar su esencia y su carácter apoéticos, Kafka transformó, remodeló ese mundo gracias a su inmensa fantasía de poeta.
K. está totalmente absorbido por la situación del proceso que se le ha impuesto; no tiene el menor tiempo para pensar en nada más. Sin embargo, incluso en semejante situación sin salida, hay ventanas que, de repente, se abren durante un breve instante. No puede escaparse por esas ventanas; se entreabren y vuelven a cerrarse enseguida; pero al menos puede ver, en el tiempo de un relámpago, la poesía del mundo que está fuera, la poesía que, pese a todo, existe como una posibilidad siempre presente y que envía a su vida de hombre acorralado un pequeño reflejo plateado.
Estas breves aperturas son, por ejemplo, las miradas de K.: llega a la calle del barrio periférico donde lo han citado para su primer interrogatorio. Poco antes, ha vuelto a correr para llegar a tiempo. Ahora se detiene. Está de pie en la calle y, olvidando unos segundos el proceso, mira a su alrededor: «Había gente en casi todas las ventanas, unos hombres en mangas de camisa se asomaban a ellas y fumaban, o sostenían, con prudencia y ternura, a unos niños apoyados en el antepecho de las ventanas. En otras ventanas se amontonaban sábanas, mantas y edredones por encima de los cuales pasaba a veces la cabeza de alguna mujer despeinada». Luego, entra en el patio. «No lejos de él, sentado encima de una caja, un hombre descalzo leía un periódico. Dos chicos se columpiaban en los dos extremos de un carretón. Delante de una bomba de agua había una joven frágil en camisón que miraba a K. mientras el cántaro se llenaba de agua.»
Estas frases me remiten a las descripciones de Flaubert: concisión; plenitud visual; sentido de los detalles, ninguno de los cuales es un tópico. Esta fuerza de la descripción hace sentir hasta qué punto K. está sediento de lo real, con cuánta avidez sorbe el mundo que, poco antes, se había eclipsado tras la preocupación del proceso. Ay, la pausa es breve, al instante siguiente, K. ya no tendrá ante sí la visión de la joven frágil en camisón cuyo cántaro se llenaba de agua: el torrente del proceso volverá a arrastrarlo.
Las escasas situaciones eróticas de la novela también son ventanas fugitivamente entreabiertas; muy fugitivamente: K. sólo encuentra a mujeres que están vinculadas de una manera u otra a su proceso: la señorita Bürstner, por ejemplo, su vecina, en cuya habitación tuvo lugar la detención; K., turbado, le cuenta lo que ocurrió y consigue, por fin, cerca de la puerta, besarla: «La tomó y la besó en la boca, luego en la cara, como un animal sediento que se arroja a lengüetazos sobre la fuente que acaba de descubrir». Señalo en cursiva la palabra «sediento», significativa del hombre que ha perdido su vida normal y que no puede comunicarse con ella si no es furtivamente, por una ventana.
Durante el primer interrogatorio, K. se pone a hacer un discurso pero pronto le perturba un hecho curioso: en la sala está la mujer del ujier, y un estudiante feo, delgaducho, consigue echarla al suelo y hacer el amor con ella en medio de la concurrencia. Con este increíble encuentro de hechos incompatibles (¡sublime poesía kafkiana, grotesca e inverosímil!), otra ventana se abre a un paisaje lejos del proceso, a la alegre vulgaridad, la alegre libertad vulgar, que se le ha confiscado a K.
Esta poesía kafkiana me recuerda, por oposición, otra novela que también es la historia de una detención y de un proceso: 1984 de Orwell, libro que sirvió durante décadas de constante referencia para los profesionales del antitotalitarismo. En esta novela, que quiere ser el horripilante retrato de una imaginaria sociedad totalitaria, no hay ventanas; en ella, no se entrevé a la joven frágil con un cántaro que se llena de agua; esta novela está impermeablemente cerrada a la poesía; ¿novela?, un pensamiento político disfrazado de novela; el pensamiento, sin duda lúcido y ajustado pero deformado por su disfraz novelesco, que lo hace inexacto y aproximativo.
Si la forma novelesca oscurece el pensamiento de Orwell, ¿acaso le da algo a cambio? ¿Ilumina el misterio de las situaciones a las que no tienen acceso ni la sociología ni la politicología? No: las situaciones y los personajes son de una supina insipidez. ¿Se justifica al menos, pues, como vulgarización de buenas ideas? Tampoco. Porque las ideas trasladadas a una novela ya no actúan como ideas, sino precisamente como novela, y, en el caso de 1984, actúan como una mala novela con toda la nefasta influencia que puede ejercer una mala novela.
La influencia nefasta de la novela de Orwell radica en la implacable reducción de una realidad a su aspecto puramente político y en la reducción de este mismo aspecto a lo que tiene de ejemplarmente negativo. Me niego a perdonar esta reducción con el pretexto de que era útil como propaganda en la lucha contra el mal totalitario. Porque este mal es precisamente la reducción de la vida a la política y de la política a la propaganda. Así, la novela de Orwell, pese a sus intenciones, forma ella misma parte del espíritu totalitario, del espíritu de propaganda. Reduce (y enseña a reducir) la vida de una sociedad odiada a la simple enumeración de sus crímenes.
Cuando hablo con checos, un año o dos después del final del comunismo, oigo en el discurso de cada uno ese giro que ya se ha hecho ritual, ese obligatorio preámbulo a todos sus recuerdos, a todas sus reflexiones: «después de esos cuarenta años de horror comunista», o: «esos horribles cuarenta años», o sobre todo: «esos cuarenta años perdidos». Miro a mis interlocutores: no fueron obligados a emigrar, ni fueron encarcelados, ni despedidos de su trabajo, ni mal vistos; todos vivieron su vida en su país, en su vivienda, en su trabajo, tuvieron sus vacaciones, sus amistades, sus amores; con la expresión «cuarenta horribles años» reducen su vida a un único aspecto político. Pero ¿han vivido realmente como un único bloque indiferenciado de horrores la historia política de los cuarenta años transcurridos? ¿Han olvidado acaso los años en que veían las películas de Forman, leían los libros de Hrabal, frecuentaban los pequeños teatros no conformistas, contaban centenares de chistes y, en medio de la alegría, se burlaban del poder? Si hablan, todos, de cuarenta años horribles es porque han «Orwellizado» el recuerdo de su propia vida, que, así, a posteriori, en su memoria y en su cabeza, ha pasado a desvalorizarse o incluso anularse del todo (cuarenta años perdidos).
K., incluso en la situación de extrema privación de libertad, es capaz de ver a una joven frágil cuyo cántaro se llena lentamente. He dicho que estos momentos son como ventanas que se entreabren fugitivamente a un paisaje situado lejos del proceso de K. ¿A qué paisaje? Precisaré la metáfora: las ventanas abiertas en la novela de Kafka dan sobre el paisaje de Tolstói; sobre el mundo en el que los personajes, incluso en los momentos más crueles, conservan una libertad de decisión que da a la vida esa feliz incalculabilidad que es la fuente de la poesía. El mundo extremadamente poético de Tolstói es el opuesto al mundo de Kafka. Sin embargo, gracias a la ventana entreabierta, entra en la historia de K. y permanece presente en ella como un soplo de nostalgia, como una brisa apenas sensible.
A los filósofos de la existencia les gustaba insuflar una significación filosófica a las palabras del lenguaje hablado. Me resulta difícil pronunciar las palabras angustia o parloteo sin pensar en el sentido que les dio Heidegger. Los novelistas precedieron, en este punto, a los filósofos. Al examinar las situaciones de sus personajes, elaboran su propio vocabulario con, muchas veces, palabras clave que tienen el carácter de un concepto y van más allá del significado definido por los diccionarios. Así, Crébillon hijo emplea la palabra momento como palabra-concepto del juego libertino (la ocasión momentánea en que una mujer puede ser seducida) y lo lega a su época y a otros escritores. Así, Dostoievski habla de humillación, Stendhal de vanidad. Kafka, gracias a El proceso, nos lega al menos dos palabras-concepto indispensables hoy para la comprensión del mundo moderno: tribunal y proceso. Nos las lega: quiere decir que las pone a nuestra disposición para que las utilicemos, las pensemos y volvamos a pensarlas en función de nuestra propia experiencia.
El tribunal; no se trata de la institución jurídica destinada a castigar a los que trasgreden las leyes de un Estado; el tribunal en el sentido que le dio Kafka es una fuerza que juzga, y que juzga porque es fuerza; es su fuerza y nada más la que confiere al tribunal su legitimidad; cuando ve a los dos intrusos entrar en su cuarto, K. reconoce al instante esta fuerza y se somete.
El proceso incoado por el tribunal es siempre absoluto; quiere decir: concierne no a un acto aislado, a un crimen determinado (un robo, un fraude, una violación), sino a la personalidad del acusado en su conjunto: K. busca su falta en «los hechos más ínfimos» de toda su vida; Bezújov, en nuestro siglo, sería, pues, acusado a la vez por su amor y por su odio hacia Napoleón. Y también por emborracharse, ya que, al ser absoluto, el proceso concierne tanto a la vida pública como a la privada; Brod condena a K. a muerte porque no ve en las mujeres sino «la más rastrera sexualidad»; recuerdo los procesos políticos de Praga en 1951; en enormes tiradas se distribuyeron las biografías de los acusados; entonces fue cuando por primera vez leí un texto pornográfico: el relato de una orgía durante la cual el cuerpo desnudo de una acusada cubierto de chocolate (¡en plena época de penuria!) era lamido por los demás acusados, futuros ahorcados; al principio del descalabro gradual de la ideología comunista, el proceso contra Karl Marx (proceso que culmina hoy con el derrumbamiento de sus estatuas en Rusia y en otros lugares) empezó por el ataque a su vida privada (el primer libro anti-Marx que leí: el relato de sus relaciones sexuales con su criada); en La broma, un tribunal de tres estudiantes juzga a Ludvik por una frase que había enviado a su chica; él se defiende diciendo que la escribió a toda prisa, sin pensar; le contestan: «así al menos sabemos qué se oculta en ti»; porque todo lo que dice, murmura, piensa el acusado, todo lo que oculta en él quedará a merced del tribunal.
El proceso es absoluto también por cuanto no permanece en los límites de la vida del acusado; si pierdes el proceso, le dice su tío a K., «serás barrido de la sociedad, y todos tus parientes contigo»; la culpabilidad de un judío comporta la de los judíos de todos los tiempos; la doctrina comunista, bajo la influencia del origen de clase, incluye en la falta del acusado la falta de sus padres y abuelos; en el proceso al que somete a Europa por el crimen de la colonización, Sartre no acusa a los colonos, sino a Europa, a toda Europa, a la Europa de todos los tiempos: pues «el colono está en cada uno de nosotros», pues «un hombre, aquí, quiere decir un cómplice, ya que nos hemos aprovechado todos de la explotación colonial». El espíritu del proceso no reconoce prescripción alguna; el pasado lejano está tan vivo como un hecho de hoy; e incluso una vez muerto, no escaparás: hay chivatos en el cementerio.
La memoria del proceso es colosal, pero es una memoria muy particular que podemos definir como el olvido de todo lo que no es crimen. El proceso reduce, por tanto, la biografía del acusado a criminología; Víctor Farías (cuyo libro Heidegger y el nazismo es un ejemplo clásico de criminología) halla en la primera juventud del filósofo las raíces de su nazismo sin preocuparse en absoluto de dónde están las raíces de su genio; los tribunales comunistas, para castigar una desviación ideológica del acusado, ponían en el índice toda su obra (de modo que en los países comunistas estaban, por ejemplo, prohibidos Lukács y Sartre, incluso con sus textos procomunistas); «¿por qué nuestras calles llevan todavía los nombres de Picasso, Aragón, Eluard, Sartre?» se pregunta, en 1991, en plena ebriedad poscomunista, un periódico de París; uno siente la tentación de responder: ¡por el valor de sus obras! Pero en su proceso contra Europa, Sartre nos dijo qué representaban los valores: «nuestros queridos valores pierden sus alas; mirándolos de cerca no encontraremos ni uno que no esté manchado de sangre»; los valores han dejado de ser valores; el espíritu del proceso es la reducción de todo a la moral; es el nihilismo absoluto con relación a todo lo que es trabajo, arte, obra.
Justo antes de que los intrusos fueran a detenerlo, K. ve a una vieja pareja que, desde la casa de enfrente, le mira «con una curiosidad del todo insólita»; así, desde el principio, el coro antiguo de las porteras entra en juego; Amalia, de El castillo, nunca fue acusada ni condenada, pero es notoriamente sabido que el invisible tribunal se ha disgustado con ella y esto basta para que todos los habitantes del pueblo, de lejos, la eviten; pues si el tribunal impone un «régimen de proceso» a un país, todo el pueblo se moviliza en las grandes maniobras del proceso y centuplica su eficacia; cada cual sabe que puede ser acusado en cualquier momento y va rumiando de antemano una autocrítica; la autocrítica: esclavitud del acusado impuesta por el acusador; renuncia a uno mismo; modo de anularse en cuanto individuo; después de la revolución comunista de 1948, una joven checa de familia rica se sintió culpable de sus privilegios no merecidos de niña mimada; para expiar su culpa, pasó a ser una comunista hasta tal punto ferviente que renegó públicamente de su padre; hoy, tras la desaparición del comunismo, la someten otra vez a un juicio y otra vez se siente culpable; pasada por la trituradora de dos procesos, de dos autocríticas, no tiene tras ella sino el desierto de una vida renegada; incluso si entretanto le han devuelto todas las casas confiscadas antaño a su padre (renegado), es hoy un ser anulado; doblemente anulado; autoanulado.
Porque se incoa un proceso no para hacer justicia, sino para acabar con el acusado; como lo dijo Brod: el que no quiere a nadie, el que no conoce más que el coqueteo, tiene que morir; así pues, K. es degollado; Bujarin, ahorcado. Incluso cuando se incoan procesos contra muertos es para poder condenarles por segunda vez a muerte: quemando sus libros; omitiendo sus nombres en los manuales escolares; destruyendo sus monumentos; desbautizando las calles que llevaron sus nombres.
Desde hace unos setenta años Europa vive bajo un régimen de proceso. Entre los grandes artistas de este siglo, cuántos acusados… No hablaré de aquellos que representaban algo para mí. Hubo, a partir de los años veinte, los acorralados por el tribunal de la moral revolucionaria: Bunin, Andreiev, Meyerhold, Pilniak, Veprik (músico judío ruso, mártir olvidado del arte moderno; se atrevió a defender, contra Stalin, la ópera condenada de Shostakóvich; lo metieron en un campo de trabajo; recuerdo sus composiciones para piano, que a mi padre le gustaba tocar), Mandelstam, Halas (poeta adorado por el Ludvik de La broma; acorralado post mortem por su tristeza juzgada contrarrevolucionaria). Luego, vinieron los acorralados del tribunal nazi: Broch (su foto está encima de mi mesa de trabajo, desde donde me mira con la pipa en la boca), Schönberg, Werfel, Brecht, Thomas y Heinrich Mann, Musil, Vancura (el prosista checo que más me gusta), Bruno Schulz. Los imperios totalitarios desaparecieron con sus sangrientos procesos, pero el espíritu de proceso quedó como herencia, y él es el que rinde cuentas. Así, están bajo proceso los acusados de simpatías pronazis: Hamsun, Heidegger (todo el pensamiento de la disidencia le debe algo, Patocka a la cabeza), Richard Strauss, Gottfried Benn, Von Doderer, Drieu de la Rochelle, Céline (en 1992, medio siglo después de la guerra, un prefecto indignado se niega a clasificar su casa como monumento histórico); los partidarios de Mussolini: Malaparte, Marinetti, Ezra Pound (durante meses el ejército norteamericano lo mantuvo en una jaula, bajo el sol abrasador de Italia, como un animal; en su taller en Reykjavik, Kristján Davidsson me enseña una gran foto de él: «Desde hace cincuenta años, me acompaña allá donde voy»); los pacifistas de Munich: Giono, Alain, Morand, Motheriant, Saint-John Perse (miembro de la delegación francesa en Munich, participaba desde muy cerca en la humillación de mi país natal); luego, los comunistas y sus simpatizantes: Maiakovski (hoy, ¿quién recuerda su poesía de amor, sus increíbles metáforas?), Gorki, G.B. Shaw, Brecht (a quien se somete a un segundo proceso), Eluard (ese ángel exterminador que adornaba su firma con la imagen de dos espadas), Picasso, Léger, Aragón (¿cómo podría olvidar que me echó una mano en un momento difícil de mi vida?), Nezval (su autorretrato al óleo cuelga al lado de mi biblioteca), Sartre. Algunos son víctimas de un doble proceso, acusados primero de traicionar a la revolución, acusados a continuación por los servicios que antes le habían prestado: Gide (símbolo de todo el mal para los antiguos comunistas), Shostakóvich (para rescatar su música difícil, fabricaba inepcias para las necesidades del régimen; pretendía que para la historia del arte un no-valor es algo nulo y no requerido; no sabía que para el tribunal es precisamente el no-valor lo que cuenta). Bretón, Malraux (acusado ayer de haber traicionado a los ideales revolucionarios, acusable mañana de haberlos tenido), Tibor Dery (algunas prosas de este escritor preso después de la masacre de Budapest fueron para mí la primera gran respuesta literaria, no propagandista, al estalinismo). La flor más exquisita del siglo, el arte moderno de los años veinte y treinta, fue incluso triplemente acusado: por el tribunal nazi primero, como Entartete Kunst, «arte degenerado»; por el tribunal comunista después, como «formalismo elitista ajeno al pueblo»; y, por fin, por el tribunal del capitalismo triunfante, como arte empapado de las ilusiones revolucionarias.
¿Cómo es posible que el patriotero de la Rusia soviética, el redactor de propaganda en verso, al que el propio Stalin llamó «el mayor poeta de nuestro siglo», cómo es posible que Maiakovski siga, no obstante, siendo un inmenso poeta, uno de los mayores? ¿Acaso con su capacidad de entusiasmo, con sus lágrimas de emoción, que le impiden ver claramente el mundo exterior, la poesía lírica, esa diosa intocable, no estuvo predestinada a convertirse, un día fatal, en embellecedora de las atrocidades y en su «sirvienta con gran corazón»? Estas son las preguntas que me fascinaron, hace veintitrés años, cuando escribí La vida está en otra parte, novela en la que Jaromil, un joven poeta de menos de veinte años, se convierte en el exaltado servidor del régimen estalinista. Me quedé estupefacto cuando los críticos, que no obstante elogiaban mi libro, veían en mi protagonista a un falso poeta, incluso a un canalla. Para mí, Jaromil era un auténtico poeta, un alma inocente; de no ser así, yo no habría visto interés alguno en mi novela. ¿Seré yo el culpable de este malentendido? ¿Me habré expresado mal? No lo creo. Ser un verdadero poeta y adherirse a la vez (como Jaromil o Maiakovski) a un indudable horror es un escándalo. Con esta palabra los franceses designan un hecho injustificable, inaceptable, que contradice la lógica y que, no obstante, es real. Nos sentimos todos inconscientemente tentados de evitar los escándalos, de hacer como si no existieran. Por eso preferimos decir que las grandes figuras de la cultura comprometidas con los horrores de nuestro siglo son unos canallas; pero no es cierto; aunque sólo fuera por vanidad, sabedores de que son vistos, mirados, juzgados, los artistas, los filósofos se preocupan ansiosamente de ser honrados y valientes, de situarse del lado bueno y en lo verdadero. Lo cual hace que el escándalo sea aún más intolerable, más indescifrable. Si no queremos salir de este siglo tan tontos como hemos entrado en él, debemos abandonar el moralismo fácil del proceso y pensar en este escándalo, pensarlo hasta el final, aun cuando esto nos lleve a un cuestionamiento de todas las certidumbres que tenemos sobre el hombre como tal.
Pero el conformismo de la opinión pública es una fuerza que se ha erigido en tribunal, y el tribunal no está ahí para perder el tiempo con pensamientos, está ahí para instruir procesos. Y mientras entre los jueces y los acusados va cavándose el abismo del tiempo, sigue siendo una experiencia menor la que juzga una experiencia mayor. Unos inmaduros juzgan los vagabundeos de Céline sin caer en la cuenta de que la obra de Céline, gracias a sus vagabundeos, encierra un saber existencial que, si lo entendieran, podría volverles adultos. Porque el poder de la cultura radica en eso: redime el horror al transubstanciarlo en sabiduría existencial. Si el espíritu de proceso consigue aniquilar la cultura de este siglo, no quedará detrás de nosotros sino un recuerdo de las atrocidades cantado por un coro de niños.
La música llamada (corriente y vagamente) rock inunda el ambiente sonoro de la vida cotidiana desde hace veinte años; se apoderó del mundo en el momento mismo en que el siglo XX, asqueado, vomitó su Historia; una pregunta me asedia: ¿es esta coincidencia fortuita? ¿O es que hay un sentido oculto en este encuentro entre los procesos finales del siglo y el éxtasis del rock? En el aullido extático ¿quiere el siglo olvidarse a sí mismo? ¿Olvidar sus utopías sumidas en el horror? ¿Olvidar el arte? ¿Un arte que por su sutileza, por su vana complejidad, irrita a los pueblos, ofende a la Democracia?
La palabra rock es vaga; prefiero, pues, describir la música a la que me refiero: voces humanas prevalecen por encima de los instrumentos, voces agudas sobre voces graves; la dinámica carece de contrastes y persiste en el inmutable fortissimo que transforma el canto en aullido; al igual que en el jazz, el ritmo acentúa el segundo tiempo del compás, pero de una manera sincopada y más ruidosa; la armonía y la melodía son simplistas y ponen así de relieve el color de la sonoridad, único componente inventivo de esta música; mientras las cantilenas de la primera mitad del siglo tenían melodías que hacían llorar al pobre pueblo (y encantaban a la ironía musical de Mahler y de Stravinski), esta música llamada rock está exenta del pecado de sentimentalidad; y, ya que el éxtasis es un momento arrancado al tiempo, la prolongación de un único momento de éxtasis, un breve momento sin memoria, momento enteramente olvidado, el motivo melódico no tiene espacio para desarrollarse, no hace sino repetirse, sin evolución y sin conclusión (el rock es la única música «ligera» en la que la melodía no es predominante; la gente no tararea melodías de rock).
Cosa curiosa: gracias a la técnica de reproducción sonora, esta música del éxtasis resuena incesantemente y por todas partes, por lo tanto fuera de las situaciones extáticas. La imagen acústica del éxtasis ha pasado a ser el decorado cotidiano de nuestro hastío. Al no invitamos a orgía alguna, a experiencia mística alguna, ¿qué quiere decimos este éxtasis trivializado? Que lo aceptemos. Que nos acostumbremos a él. Que respetemos el lugar privilegiado que ocupa. Que observemos la moral que dicta.
La moral del éxtasis es contraria a la del proceso; bajo su protección, todo el mundo hace lo que quiere: cada cual puede ya chuparse el pulgar a sus anchas, desde su más tierna niñez hasta el bachillerato, y es una libertad a la que nadie estará dispuesto a renunciar; miren a su alrededor en el metro; sentado, de pie, cada cual tiene el dedo metido en uno de los orificios de la cara; en la oreja, en la boca, en la nariz; nadie se siente visto por el otro y cada uno piensa en escribir un libro para poder contar su inimitable y único yo que se hurga la nariz; nadie escucha a nadie, todo el mundo escribe y cada uno escribe como se baila el rock: a solas, para sí, concentrado en sí mismo, haciendo, no obstante, los mismos movimientos que todos los demás. En esta situación de egocentrismo uniformizado, el sentimiento de culpabilidad no desempeña ya el mismo papel que antes; los tribunales siguen trabajando, pero están fascinados exclusivamente por el pasado; no tienen otro objetivo que el meollo del siglo; no tienen otro objetivo que las generaciones de los mayores o las muertas. Los personajes de Kafka estaban culpabilizados por la autoridad del padre; como cae en desgracia con su padre, el protagonista de La condena se ahoga en un río; este tiempo ha pasado: en el mundo del rock, se le ha cargado al padre con tal peso de culpabilidad que, desde hace tiempo, el padre lo permite todo. Los inculpabilizables bailan.
Recientemente dos adolescentes asesinaron a un cura: escucho el comentario en la televisión; habla otro cura, con voz temblorosa de comprensión: «Hay que rezar por el sacerdote, que fue víctima de su misión: se ocupaba especialmente de la juventud. Pero también hay que rezar por los dos infelices adolescentes; ellos también eran víctimas: de sus pulsiones».
A medida que va encogiéndose, vigilada como está por el tribunal del conformismo general, la libertad de pensamiento, la libertad de las palabras, de las actitudes, de los chistes, de las reflexiones, de las ideas peligrosas, de las provocaciones intelectuales, va en aumento la libertad de las pulsiones. Se predica la severidad contra los pecados del pensamiento; se predica el perdón para los crímenes cometidos en éxtasis emotivo. Los caminos en la niebla
Los contemporáneos de Robert Musil admiraban mucho más su inteligencia que sus libros; según ellos, debería haber escrito ensayos y no novelas. Para refutar esta opinión basta con una prueba negativa: leer los ensayos de Musil: ¡qué pesados, aburridos y sin encanto son! Porque Musil es un gran pensador únicamente en sus novelas. Su pensamiento necesita alimentarse de las situaciones concretas de los personajes concretos; en fin, es un pensamiento novelesco, no filosófico.
Cada primer capítulo de las dieciocho partes de Tom Jones de Fielding es un breve ensayo. El primer traductor al francés, en el siglo XVIII, los eliminó todos pura y simplemente alegando que no respondían al gusto francés. Turguénev reprochaba a Tolstói los pasajes ensayísticos que tratan de la filosofía de la Historia en Guerra y paz. Tolstói empezó a dudar de sí mismo y, bajo la presión de los consejos, eliminó estos pasajes en la tercera edición de la novela. Por suerte, más tarde, volvió a incorporarlos.
Hay una reflexión novelesca como hay un diálogo y una acción novelescos. Las largas reflexiones de Guerra y paz son impensables fuera de la novela, por ejemplo en una revista científica. Debido al lenguaje, por supuesto, lleno de comparaciones y metáforas intencionadamente ingenuas. Pero sobre todo porque a Tolstói, cuando habla de Historia, no le interesa, como le ocurriría a un historiador, la descripción exacta de los hechos, sus consecuencias para la vida social, política, cultural, la evaluación del papel de este o aquel otro, etc.; le interesa la Historia en cuanto nueva dimensión de la existencia humana.
La Historia se ha convertido en la experiencia concreta de cada uno a principios del siglo XIX, durante esas guerras napoleónicas de las que habla Guerra y paz; esas guerras, de gran impacto, hicieron comprender a cada europeo que el mundo a su alrededor está sometido a un cambio perpetuo que se inmiscuye en su vida, la transforma y la mantiene en movimiento. Antes del siglo XIX, las guerras, las rebeliones, se vivían como catástrofes naturales, como la peste o un terremoto. La gente no percibía en los acontecimientos históricos ni una unidad ni una continuidad y no pensaba poder cambiar su curso. Jacques el fatalista de Diderot fue movilizado en un regimiento, luego herido gravemente en una batalla; toda su vida quedará marcada por ello, irá cojo hasta el final de sus días. Pero ¿de qué batalla se trata? La novela no lo dice. ¿Y por qué decirlo? Todas las guerras son iguales. En las novelas del siglo XVIII no se determina el momento histórico sino muy aproximadamente. Tan sólo con el siglo XIX, a partir de Scott y Balzac, todas las guerras ya no parecen iguales y los personajes de las novelas viven en un tiempo fechado con precisión.
Tolstói vuelve a las guerras napoleónicas con una perspectiva de cincuenta años. En su caso, la nueva percepción de la Historia no se inscribe tan sólo en la estructura de la novela, que ha pasado a ser cada vez más apta para captar (en los diálogos, mediante las descripciones) el carácter histórico de los acontecimientos que se cuentan; lo que interesa ante todo es la relación del hombre con la Historia (su capacidad de dominarla o de huir de ella, ser libre o no en lo que a ella se refiere) y trata este problema directamente, como tema de su novela, tema que examina por todos los medios, incluyendo la reflexión novelesca.
Tolstói polemiza contra la idea de que la Historia la hacen la voluntad y la razón de los grandes personajes. Según él, la Historia se hace a sí misma, obedeciendo a sus propias leyes, que no obstante siguen siendo oscuras para el hombre. Los grandes personajes «eran instrumentos inconscientes de la Historia, realizaban una obra cuyo sentido se les escapaba». Más adelante: «La Providencia obligaba a cada uno de esos hombres a colaborar, aun cuando persiguieran objetivos personales, en un único y grandioso resultado del que nadie de entre ellos, ni Napoleón ni Alejandro, ni incluso algunos de los protagonistas, tenía la menor idea». Y aún más: «El hombre vive conscientemente para sí mismo, pero participa inconscientemente en la persecución de las metas históricas de la humanidad entera». De ahí esta conclusión enorme: «La Historia , o sea la vida inconsciente, general, gregaria de la humanidad…». (Señalo en cursiva las fórmulas clave.)
Gracias a esta concepción de la Historia, Tolstói dibuja el espacio metafísico en el que se mueven sus personajes. Al desconocer el sentido de la Historia y su futuro discurrir, al desconocer incluso el sentido objetivo de sus propios actos (mediante los cuales participan «inconscientemente» en los acontecimientos «cuyo sentido se les escapa»), avanzan por su vida como se avanza en la niebla. Digo niebla, no oscuridad. En la oscuridad, no se ve nada, se es ciego, se depende de otros, no se es libre. En la niebla, se es libre, pero es la libertad de quien está en la niebla: ve a cincuenta metros delante de él, puede claramente distinguir los rasgos de su interlocutor, puede deleitarse con la belleza de los árboles que bordean el camino e incluso observar qué ocurre cerca y reaccionar.
El hombre es el que avanza en la niebla. Pero, cuando mira hacia atrás para juzgar a la gente del pasado, no ve niebla alguna en su camino. Desde su presente, que fue su lejano porvenir, el camino le parece del todo despejado, visible en toda su extensión. Mirando hacia atrás, el hombre ve el camino, ve la gente que avanza, ve sus errores, pero la niebla ya no está. Sin embargo, todos, Heidegger, Maiakovski, Aragón, Ezra Pound, Gorki, Gottfried Benn, Saint-John Perse, Giono, todos caminaban en la niebla, y podemos preguntarnos: ¿quién es el más ciego? ¿Maiakovski, que, al escribir su poema dedicado a Lenin, no sabía adonde conduciría el leninismo? ¿O nosotros, que lo juzgamos con la perspectiva de décadas y no vemos la niebla que lo envolvía?
La ceguera de Maiakovski forma parte de la eterna condición humana.
No ver la niebla en el camino de Maiakovski es olvidar lo que es el hombre, olvidar lo que somos nosotros mismos.