Tercera Parte. Improvisación en homenaje a Stravinski

La llamada del pasado

En una conferencia por radio, en 1931, Schönberg habla de sus maestros: «In erster Linie Bach und Mozart; in zweiter Beethoven, Wagner, Brahms» [«en primer lugar Bach y Mozart, en segundo lugar, Beethoven, Wagner, Brahms»]. Con frases condensadas, aforísticas, define a continuación lo que aprendió de cada uno de estos cinco compositores.

Entre la referencia a Bach y la que hace de los demás hay, no obstante, una gran diferencia: de Mozart, por ejemplo, aprende «el arte de las frases de longitud desigual» o «el arte de crear ideas secundarias», o sea un savoir-faire completamente individual que pertenece tan sólo a Mozart. En la obra de Bach descubre principios que también habían sido durante siglos antes de Bach los de cualquier música: primero, «el arte de inventar grupos de notas capaces de acompañarse a sí mismos»; y, segundo, «el arte de crear el todo a partir de un único núcleo» («die Kunst, alles aus einem zu erzeugen»).

Gracias a las dos frases que resumen la lección que Schönberg retuvo de Bach (y de sus predecesores) podría definirse toda la revolución dodecafónica: contrariamente a la música clásica y a la música romántica, compuestas a partir de la alternancia de los distintos temas musicales que se suceden el uno al otro, una fuga de Bach, al igual que una composición dodecafónica, desde el principio hasta el final, se desarrollan a partir de un único núcleo, que es a la vez melodía y acompañamiento.

Veintitrés años después, cuando Roland Manuel pregunta a Stravinski: «¿Cuáles son hoy los compositores que más le interesan?», éste contesta: «Guillaume de Machaut, Heinrich Isaak, Dufay, Pérotin y Webern». Es la primera vez que un compositor proclama tan a las claras la inmensa importancia de la música de los siglos XII, XIV y XV, y la relaciona con la música moderna (la de Webern).

Años después, Glenn Gould da un concierto en Moscú para los estudiantes del conservatorio; tras tocar a Webern, Schönberg y Krenek, se dirige a sus oyentes mediante un pequeño comentario y dice: «El más hermoso elogio que puedo hacer de esta música es decir que los principios que pueden encontrarse en ella no son nuevos, que tienen al menos quinientos años»; luego, continuaría con tres fugas de Bach. Era una provocación bien meditada: el realismo socialista, doctrina entonces oficial en Rusia, se oponía a lo moderno en nombre de la música tradicional; Glenn Gould quiso demostrar que las raíces de la música moderna (prohibida en la Rusia comunista) llegan mucho más hondo que las de la música oficial del realismo socialista (que, en efecto, no era sino una conservación artificial del romanticismo musical).

Los dos medios tiempos

La historia de la música europea tiene aproximadamente mil años (si veo sus comienzos en los primeros intentos de la polifonía primitiva). La historia de la novela europea (si veo su comienzo en la obra de Rabelais y en la de Cervantes), aproximadamente cuatro siglos. Cuando pienso en estas dos historias, no puedo liberarme de la impresión de que se han desarrollado según ritmos similares, en dos medios tiempos, por decirlo así. Las cesuras entre los medios tiempos, tanto en la historia de la música como en la de la novela, no son sincrónicas. En la historia de la música, la cesura se extiende por todo el siglo XVIII (ya que el apogeo simbólico de la primera mitad se encuentra en El arte de la fuga de Bach y el comienzo de la segunda, en las obras de los primeros clásicos); la cesura en la historia de la novela llega poco después: entre los siglos XVIII y XIX, o sea entre, por una parte. Lacios, Sterne, y, por otra, Scott, Balzac. Este asincronismo atestigua que las causas más profundas que rigen el ritmo de la historia de las artes no son sociológicas, políticas, sino estéticas: vinculadas al carácter intrínseco de este o aquel arte; como si el arte de la novela, por ejemplo, contuviera dos posibilidades distintas (dos maneras distintas de ser novela) que no pudieran ser explotadas a la vez, de forma paralela, sino sucesivamente, una después de otra.

La idea metafórica de los dos medios tiempos se me ocurrió hace muchos años durante una conversación amistosa y no pretende apoyarse en ninguna base científica; es una experiencia trivial, elemental, ingenuamente evidente: en lo que se refiere a la música y a la novela, nos educan a todos en la estética del segundo medio tiempo. Una misa de Ockeghem o El arte de la fuga de Bach son para un melómano medio tan difíciles de comprender como la música de Webern. Por muy atractivas que sean sus historias, las novelas del siglo XVIII intimidan al lector por su forma, de tal manera que son mucho más conocidas por sus adaptaciones cinematográficas (que desnaturalizan fatalmente tanto su espíritu como su forma) que por su texto. Los libros del novelista más célebre del siglo XVIII, Samuel Richardson, son hoy inencontrables en las librerías y están prácticamente olvidados. Balzac, por el contrario, por mucho que pueda parecer envejecido, sigue siendo fácil de leer, su forma es comprensible, le es familiar al lector y, aún más, es para él el modelo mismo de la forma novelesca.

El foso entre las estéticas de los dos medios tiempos es la causa de una multitud de malentendidos. Vladimir Nabokov, en su libro sobre Cervantes, da una opinión provocadoramente negativa del Quijote: libro sobrevalorado, ingenuo, repetitivo, está lleno de una insoportable e inverosímil crueldad; esta «repugnante crueldad» ha convertido este libro en uno de «los más duros y más bárbaros que jamás se hayan escrito»; el pobre Sancho, apaleado por todas partes, pierde al menos cinco veces los dientes. Sí, Nabokov tiene razón: Sancho pierde demasiados dientes, pero no estamos ante la obra de Zola, en la que la crueldad, descrita con precisión y detalle, se convierte en documento verdadero de una realidad social; con Cervantes estamos ante un mundo creado por los sortilegios del narrador que inventa, que exagera y que se deja llevar por sus fantasías, por sus excesos; no podemos tomar al pie de la letra, como, por cierto, nada en esa novela, los ciento tres dientes rotos de Sancho. «¡Señora, una apisonadora ha pasado por encima de su hija!» «Bueno, ahora estoy en la bañera, pásemela por debajo de la puerta.» ¿Acaso hay que condenar por cruel este viejo chiste checo de mi infancia? La gran obra fundadora de Cervantes estuvo animada por el espíritu de lo no serio, espíritu que, después, se volvió incomprensible por la estética novelesca del segundo medio tiempo, por el imperativo de la verosimilitud.

El segundo medio tiempo no sólo ha eclipsado al primero, sino que lo ha reprimido; el primer medio tiempo pasó a ser la mala conciencia de la novela y sobre todo de la música. La obra de Bach es el ejemplo más célebre: la celebridad de Bach en vida; el olvido después de su muerte (largo olvido de medio siglo); el lento redescubrimiento de Bach durante todo el siglo XIX. Beethoven es el único que casi consiguió hacia el final de su vida (o sea setenta años después de la muerte de Bach) integrar la experiencia de éste en la nueva estética de la música (sus reiterados intentos de introducir la fuga en la sonata), mientras que, después de Beethoven, cuanto más adoraban los románticos a Bach, más se alejaban de él por su pensamiento estructural. Para hacerlo más accesible se le ha subjetivizado, sentimentalizado (los célebres arreglos de Busoni): luego, como reacción a esta romantización, se quiso reencontrar su música tal como se había tocado en su época, lo cual ha dado lugar a interpretaciones de una notable insipidez. Una vez atravesado el desierto del olvido, la música de Bach conserva todavía, a mi juicio, su rostro semivelado.

Historia como paisaje que surge de las brumas

En lugar de hablar del olvido de Bach, podría volver del revés mi idea y decir: Bach es el primer gran compositor que, debido al inmenso peso de su obra, obligó al público a tomar en consideración su música aunque ya perteneciera al pasado. Acontecimiento sin precedentes, ya que, hasta el siglo XIX, la sociedad vivía casi exclusivamente con la música contemporánea. No tenía contacto vivo con el pasado musical: incluso si los músicos habían estudiado (pocas veces) la música de las épocas anteriores, no tenían por costumbre tocarla en público. Durante el siglo XIX es cuando la música del pasado empieza a revivir codo con codo con la música contemporánea y a ocupar un lugar cada vez mayor, de tal manera que en el siglo XX se invierte la relación entre el presente y el pasado: se escucha mucho más la música de las épocas antiguas que la música contemporánea, que, hoy, ha terminado por abandonar casi por completo las salas de concierto.

Bach fue, pues, el primer compositor que se impuso a la memoria de la posteridad; con él, la Europa del siglo XIX descubrió entonces no sólo una parte importante del pasado de la música, sino que descubrió la historia de la música. Porque Bach no era para ella un pasado cualquiera, sino un pasado radicalmente distinto del presente; así pues, el tiempo de la música se reveló de golpe (y por primera vez) no como una simple sucesión de obras, sino como una sucesión de cambios, de épocas, de estéticas distintas.

A menudo lo imagino en el año de su muerte, exactamente a mediados del siglo XVIII, inclinado, perdiendo la vista, sobre El arte de la fuga, una música cuya orientación estética representa en su obra (que comporta múltiples orientaciones) la tendencia más arcaica, ajena a su época, que se ha apartado ya de la polifonía hacia un estilo simple, léase simplista, que roza muchas veces la frivolidad o la indigencia.

La situación histórica de la obra de Bach revela, pues, lo que las generaciones que vinieron después estaban a punto de olvidar, a saber, que la Historia no es necesariamente un camino ascendente (hacia lo más rico, lo más cultivado), que las exigencias del arte pueden estar en contradicción con las exigencias del día (de esta o aquella modernidad) y que lo nuevo (lo único, lo inimitable, lo jamás dicho) puede encontrarse en otra dirección que la trazada por lo que todo el mundo siente como propio del progreso. En efecto, el porvenir que Bach pudo leer en el arte de sus contemporáneos y de sus menores debía de parecerle más bien una caída. Cuando, hacia el final de su vida, se concentró exclusivamente en la polifonía pura, dio la espalda a los gustos de su tiempo y a sus propios hijos compositores; fue un gesto de desconfianza hacia la Historia, un rechazo tácito del porvenir.

Bach: extraordinaria encrucijada de las tendencias y de los problemas históricos de la música. Unos cien años antes que él, se da otra encrucijada en la obra de Monteverdi: ésta es el lugar de encuentro de dos estéticas opuestas (Monteverdi las llama prima y secunda pratica, la primera fundada sobre la polifonía culta, la segunda, programáticamente expresiva, sobre la monodia) y prefigura así el paso del primero al segundo medio tiempo.

Otra extraordinaria encrucijada de tendencias históricas: la obra de Stravinski. El pasado milenario de la música, que durante todo el siglo XIX estuvo lentamente saliendo de las brumas del olvido, apareció de golpe hacia la mitad de nuestro siglo (doscientos años después de la muerte de Bach), como un paisaje inundado de luz, en toda su extensión; momento único en el que toda la historia de la música está por completo presente, por completo accesible, disponible (gracias a las investigaciones historiográficas, gracias a los medios técnicos, a la radio, a los discos), por completo abierta a las preguntas destinadas a escudriñar su sentido; es en la música de Stravinski donde me parece que ese momento del gran balance ha encontrado su monumento.

El tribunal de los sentimientos

La música es «impotente para expresar lo que sea: un sentimiento, una actitud, un estado psicológico», dice Stravinski en Crónicas de mi vida (1935). Esta afirmación (sin duda exagerada, pues ¿cómo negar que la música puede provocar sentimientos?) se concreta y matiza un poco más adelante: la razón de ser de la música, dice Stravinski, no radica en su facultad de expresar sentimientos. Es curioso comprobar cuánta irritación provocó esta actitud.

La convicción de quienes, contrariamente a Stravinski, veían la razón de ser de la música en la expresión de los sentimientos existió probablemente desde siempre, pero se impuso como dominante, comúnmente aceptada y evidente en el siglo XVIII; Jean-Jacques Rousseau lo formula con brutal simplicidad: la música, como cualquier arte, imita el mundo real, pero de una manera específica: «No representará directamente las cosas, sino que suscitará en el alma los mismos movimientos que se sienten al verlas». Esto exige de la obra musical cierta estructura; Rousseau: «Toda música sólo puede estar formada por tres cosas: melodía o canto, armonía o acompañamiento, movimiento o medida». Yo subrayo: armonía o acompañamiento; lo que quiere decir que todo se subordina a la melodía; ella es lo primordial, la armonía es un simple acompañamiento «que tiene muy poco poder sobre el corazón humano».

La doctrina del realismo socialista que, doscientos años después, sofocará durante más de medio siglo la música en Rusia no afirmaba otra cosa. Se reprochaba a los compositores llamados formalistas el haber desatendido las melodías (el ideólogo en jefe, Zdanov, se indignaba porque su música no podía silbarse a la salida del concierto); se les animaba a expresar «todo el abanico de los sentimientos humanos» (la música moderna, a partir de Debussy, ha sido vilipendiada por su incapacidad para hacerlo); en la facultad de expresar los sentimientos que provoca la realidad en el hombre, se veía (al igual que Rousseau) el «realismo» de la música. (El realismo socialista en música: los principios del segundo medio tiempo transformados en dogmas para detener lo moderno.)

La crítica más severa y más profunda de la obra de Stravinski es sin duda la de Theodor Adorno en su célebre libro Filosofía de la Nueva Música (1949). Adorno describe la situación de la música como si se tratara de un campo de batalla político: Schönberg, héroe positivo, representante del progreso (aunque se trate de un progreso por decirlo así trágico, de una época en la que ya no se puede progresar), y Stravinski, héroe negativo, representante de la restauración. El rechazo stravinskiano a ver la razón de ser de la música en la confesión subjetiva se convierte en uno de los blancos de la crítica adomiana; ese «furor antipsicológico» es, según Adorno, una forma de «la indiferencia para con el mundo»; la voluntad de Stravinski de objetivar la música es una especie de acuerdo tácito con la sociedad capitalista que aplasta la subjetividad humana; ya que «a lo que rinde homenaje la música de Stravinski es a la liquidación del individuo», nada menos.

Emest Ansermet, excelente músico, director de orquesta y uno de los primeros intérpretes de las obras de Stravinski («uno de mis amigos más fieles e incondicionales», dice Stravinski en Crónicas de mi vida), pasó a ser más tarde su crítico más implacable; sus objeciones son radicales, atañen «a la razón de ser de la música». Según Ansermet, es «de la actividad afectiva latente del corazón del hombre […] de donde ha brotado siempre la música»; en la expresión de esa «actividad afectiva» radica «la esencia ética» de la música; en la obra de Stravinski, que «se niega a comprometerse personalmente en el acto de la expresión musical», la música «deja, pues, de ser una expresión estética de la ética humana»; así, por ejemplo, «su Misa no es la expresión, sino el retrato de la misa [que] habría podido escribir un músico irreligioso» y que, por consiguiente, no aporta más que «una religiosidad de confección»; al escamotear así la verdadera razón de ser de la música (al reemplazar la confesión por retratos), Stravinski falta nada menos que a su deber ético.

¿Por qué semejante saña? ¿Es la herencia del siglo pasado, el romanticismo que en nosotros se rebela contra su más consecuente, su más perfecta negación? ¿Habrá ultrajado Stravinski alguna oculta necesidad existencial en cada uno de nosotros? ¿La necesidad de considerar mejores los ojos mojados que los ojos secos, mejor la mano sobre el corazón que la mano en el bolsillo, mejor la creencia que el escepticismo, mejor la pasión que la serenidad, mejor la confesión que el conocimiento?

Ansermet pasa de la crítica de la música a la crítica de su autor: si Stravinski «no ha intentado siquiera convertir su música en un acto de expresión de sí mismo, no ha sido por libre elección, sino por una especie de limitación de su propia naturaleza, por la falta de autonomía de su actividad afectiva (por no decir su pobreza de corazón, que sólo deja de ser pobre cuando tiene algo que amar)».

¡Diablos! ¿Qué sabría Ansermet, el amigo más fiel, de la pobreza del corazón de Stravinski? ¿Qué sabría él, el amigo más incondicional, de su facultad de amar? ¿Y de dónde provenía su certeza de que el corazón es éticamente superior al cerebro? ¿Acaso las bajezas no se cometen tanto con la participación del corazón como sin ella? ¿No pueden los fanáticos, con las manos manchadas de sangre, jactarse de una gran «actividad afectiva»? ¿Acabaremos por fin algún día con esa imbécil inquisición sentimental, con ese Terror del corazón?

¿Qué es superficial y qué es profundo?

Los combatientes partidarios del corazón atacan a Stravinski, o, para salvar su música, intentan separarla de las concepciones «erróneas» de su autor. Esta buena voluntad de «salvar» la música de los compositores que podrían no tener suficiente corazón se manifiesta muchas veces en relación a los músicos del primer medio tiempo, incluido Bach: «Los epígonos del siglo XX que tienen miedo de la evolución del lenguaje musical [esto va contra Stravinski y su rechazo a seguir la escuela dodecafónica, M.K.] y han creído salvar su esterilidad mediante lo que han llamado “retomo a Bach” se han equivocado profundamente sobre la música de éste; han tenido la desfachatez de presentarla como una música “objetiva”, absoluta, sin otra significación que la puramente musical […]. Tan sólo ejecuciones mecánicas pudieron hacer creer, en un determinado momento de cobarde purismo, que la música instrumental de Bach no era subjetiva y expresiva». He puesto yo mismo en cursiva los términos que atestiguan el carácter apasionado de este texto de Antoine Golea escrito en 1963.

Por casualidad, tropiezo con un pequeño comentario de otro musicólogo; se refiere al gran contemporáneo de Rabelais, Clément Janequin, y a sus composiciones llamadas «descriptivas», como por ejemplo El canto de los pájaros o El cotorreo de las mujeres; la intención de «salvar» es aquí semejante (la cursiva en las palabras clave también es mía): «Esas piezas, no obstante, siguen siendo superficiales. Ahora bien, Janequin es un artista mucho más completo de lo que se quiere reconocer, ya que, además de sus innegables dotes pintorescas, se da en él una tierna poesía, un penetrante fervor en la expresión de los sentimientos… Es un poeta refinado, sensible a la belleza de la naturaleza; es también un cantor incomparable de la mujer, para la que encuentra, al referirse a ella, palabras de ternura, admiración, respeto…».

Retengamos bien el vocabulario: los polos del bien y del mal han sido designados con el adjetivo superficial y su sobrentendido contrario, profundo. Pero ¿acaso son realmente superficiales las composiciones «descriptivas» de Janequin? En estas escasas composiciones, Janequin transcribe sonidos amusicales (el canto de los pájaros, el parloteo de las mujeres, la algarabía callejera, los ruidos de una caza o de una batalla, etc.) mediante elementos musicales (el canto coral); él trabajó polifónicamente esta «descripción». La unión de una imitación «naturalista» (que aporta a Janequin admirables nuevas sonoridades) y de una polifonía culta, la unión, pues, de dos extremos casi incompatibles, es fascinante: ahí tenemos un arte refinado, lúdico, alegre y lleno de humor.

Ahora bien: son precisamente las palabras «refinado», «lúdico», «alegre», «humor» las que el discurso sentimental sitúa en el lado opuesto a profundo. Pero ¿qué es profundo y qué es superficial? Para el crítico de Janequin son superficiales las «dotes pintorescas», la «descripción»; son profundos el «penetrante fervor en la expresión de los sentimientos», las «palabras de ternura, admiración, respeto» para con la mujer. Es, pues, profundo lo que atañe a los sentimientos. Pero puede definirse lo profundo de otra manera: es profundo lo que atañe a lo esencial. El problema que plantea Janequin en sus composiciones es el problema ontológico fundamental de la música: el problema de la relación entre el ruido y el sonido musical.

Música y ruido

Cuando el hombre creó un sonido musical (cantando o tocando un instrumento), dividió el mundo acústico en dos partes estrictamente separadas: la de los sonidos artificiales y la de los sonidos naturales. Janequin intentó, en su música, ponerlas en contacto. A mediados del siglo XVI había prefigurado lo que, en el siglo XX, haría, por ejemplo, Janácek (sus estudios sobre el lenguaje hablado), Bartok, o, de una manera extremadamente sistemática, Messiaen (sus composiciones inspiradas en cantos de pájaros).

El arte de Janequin recuerda que existe un universo acústico exterior al alma humana y que no está compuesto tan sólo de ruidos de la naturaleza, sino también de voces humanas que hablan, gritan, cantan, y que dan la carne sonora tanto a la vida cotidiana como a la de las fiestas. Recuerda que el compositor tiene plenas posibilidades de dar a ese universo «objetivo» una gran forma musical.

Una de las composiciones más originales de Janácek: Setenta mil (1909): un coro para voces masculinas que cuenta el destino de los mineros de Silesia. La segunda mitad de esta obra (que debería figurar en cualquier antología de la música moderna) es una explosión de gritos de la multitud, gritos que se entrelazan en un fascinante tumulto: una composición que (pese a su increíble emotividad dramática) curiosamente se acerca a esos madrigales que, en la época de Janequin, pusieron música a los gritos de París, a los gritos de Londres.

Pienso en Les noces, de Stravinski (compuesta entre 1914 y 1923): un retrato (este término que Ansermet emplea como peyorativo es, en efecto, muy apropiado) de las bodas aldeanas; se oyen canciones, ruidos, discursos, gritos, llamadas, monólogos, chistes (tumulto de voces prefigurado por Janácek) en una orquestación (cuatro pianos y percusión) de una fascinante brutalidad (que prefigura a Bartok).

Pienso también en la suite para piano Al aire libre (1926) de Bartok; la cuarta parte: los ruidos de la naturaleza (voces, creo, de ranas cerca de un estanque) sugieren a Bartok motivos melódicos de una rara extrañeza; luego, con esta sonoridad animal se confunde una canción popular que, aun siendo una creación humana, se sitúa en el mismo plano que los sonidos de las ranas; no es un lied, canción del romanticismo que se supone revela la «actividad afectiva» del alma del compositor; es una melodía que proviene del exterior, como un ruido entre otros ruidos.

Y pienso en el adagio del tercer Concierto para piano y orquesta de Bartok (obra de su último, triste período norteamericano). El tema hipersubjetivo de una inefable melancolía alterna aquí con el otro tema hiperobjetivo (que por otra parte recuerda la cuarta parte de la suite Al aire libre): como si el llanto de un alma sólo pudiera encontrar consuelo en la insensibilidad de la naturaleza.

Digo bien: «encontrar consuelo en la insensibilidad de la naturaleza». Porque la no sensibilidad es consoladora; el mundo de la no sensibilidad es el mundo que está fuera de la vida humana; es la eternidad; «es el mar ido hacia el sol». Me acuerdo de los tristes años que pasé en Bohemia al principio de la ocupación rusa. Me enamoré entonces de Várese y Xenakis: sus imágenes de los mundos sonoros objetivos pero no existentes me hablaron del ser liberado de la subjetividad humana, agresiva y molesta; me hablaron de la belleza suavemente inhumana del mundo antes o después del paso de los hombres.

Melodía

Escucho un canto polifónico del siglo XII para dos voces de la escuela de Notre-Dame de París: por abajo, con los valores aumentados, como cantus firmus, un antiguo canto gregoriano (canto que se remonta a un pasado inmemorial y probablemente no europeo); por arriba, entre los valores más breves, evoluciona la melodía de acompañamiento polifónico. Este abrazo de dos melodías, que pertenecen cada una a una época distinta (separadas una de otra por siglos), tiene algo de maravilloso: a la vez como realidad y parábola, ahí está el nacimiento de la música europea como arte: se crea una melodía para seguir en contrapunto a otra melodía, muy antigua, de origen casi desconocido; está ahí, pues, como algo secundario, subordinado, algo para servir; aunque «secundaria», en ella se concentra, no obstante, toda la invención, todo el trabajo del músico medieval, al haberse retomado tal cual de un antiguo repertorio la melodía acompañada.

Esta vieja composición polifónica me encanta: la melodía es larga, sin fin e inmemorizable; no es el resultado de una súbita inspiración, no surgió al igual que la expresión inmediata de un estado anímico; tiene el carácter de una elaboración, de un trabajo «artesanal» de ornamentación, de un trabajo hecho no para que el artista abra su alma (enseñe su «actividad afectiva», por hablar como Ansermet), sino para que embellezca, muy humildemente, una liturgia.

Y me parece que el arte de la melodía, hasta Bach, conservará ese carácter que le imprimieron los primeros polifonistas. Escucho el adagio del concierto de Bach para violín en mi mayor: como una especie de cantus firmus, la orquesta (los violonchelos) toca un tema muy simple, fácilmente memorizable y que se repite varias veces, mientras la melodía del violín (y ahí es donde se concentra el desafío melódico del compositor) planea por encima, incomparablemente más larga, más cambiante, más rica que el cantus firmus orquestado (al que ella está, no obstante, subordinada), bella, hechicera pero inasible, inmemorizable, y, para nosotros, hijos del segundo medio tiempo, sublimemente arcaica.

La situación cambia al alba del clasicismo. La composición pierde su carácter polifónico; en la sonoridad de las armonías de acompañamiento se pierde la autonomía de las distintas voces particulares, y se pierde tanto más cuanto que adquiere importancia la gran novedad del segundo medio tiempo, la orquesta sinfónica y su carácter sonoro; la melodía, que era «secundaria» y estaba «subordinada», pasa a ser la idea primera de la composición y domina la estructura musical, que, por cierto, se ha transformado enteramente.

Entonces, cambia también el carácter de la melodía: ya no es esa larga línea que atraviesa toda la pieza; puede ser reducida a una fórmula de algunos compases, fórmula muy expresiva, concentrada, por lo tanto fácilmente memorizable, capaz de captar (o provocar) una emoción inmediata (se le impone así a la música, más que nunca, una gran tarea semántica: captar y «definir» musicalmente todas las emociones y sus matices). Ese es el motivo por el que el público aplica el término «gran melodista» a los compositores del segundo medio tiempo, a un Mozart, a un Chopin, pero pocas veces a Bach o a Vivaldi y menos aún a Josquin des Prés o a Palestrina: hoy en día, la idea común de lo que es melodía (de lo que es la hermosa melodía) se formó en la estética que nació con el clasicismo.

Sin embargo, no es cierto que Bach sea menos melódico que Mozart; se trata tan sólo de que su melodía es distinta. El arte de la fuga: el célebre tema es el núcleo a partir del cual (como dijo Schönberg) se ha creado el todo; pero no es ahí donde radica el tesoro melódico de El arte de la fuga; está en todas las melodías que arrancan de ese tema, y constituyen su contrapunto. Me gusta mucho la orquestación e interpretación de Hermann Scherchen; por ejemplo, la cuarta fuga simple; hace que la toquen dos veces más lentamente que de costumbre (Bach no prescribió los tempi); de golpe, en esa lentitud se revela toda la insospechada belleza melódica. Esta remelodización de Bach nada tiene que ver con una romantización (con Scherchen no hay ningún rubato, ningún acorde añadido); lo que escucho es la melodía auténtica del primer medio tiempo, inasible, inmemorizable, irreductible a una fórmula corta, una melodía (un entrelazamiento de melodías) que me embruja por su inefable serenidad. Imposible escucharla sin una gran emoción. Pero es una emoción esencialmente distinta de la que suscita un nocturno de Chopin.

Como si, detrás del arte de la melodía, se ocultaran dos intencionalidades posibles, opuestas entre sí: como si una fuga de Bach, al hacemos contemplar una belleza extrasubjetiva del ser, quisiera hacemos olvidar a nosotros mismos nuestros estados anímicos, nuestras pasiones y penas; y, por el contrario, como si la melodía romántica quisiera que nos sumergiéramos en nosotros mismos, hacemos sentir nuestro yo con una terrible intensidad y hacemos olvidar todo lo que se encuentra fuera.

Las grandes obras del modernismo [1] como rehabilitación del primer medio tiempo

Los mayores novelistas del período posproustiano -pienso ante todo en Kafka, Musil, Broch, Gombrowicz o, entre los de mi generación, Fuentes- han sido extremadamente sensibles a la estética de la novela, casi olvidada, anterior al siglo XIX: han integrado la reflexión ensayística en el arte de la novela; han hecho más libre la composición; han reconquistado el derecho a la digresión; han insuflado en la novela el espíritu de lo no serio y del juego; han renunciado a los dogmas del realismo psicológico al crear personajes sin pretender entrar en competencia con el registro civil (como Balzac); y sobre todo: se han opuesto a la obligación de sugerir al lector la ilusión de lo real: obligación que gobernó soberanamente en todo el segundo medio tiempo de la novela.

El sentido de esta rehabilitación de los principios de la novela del primer medio tiempo no es un retorno a este o aquel estilo retro; tampoco un rechazo inocente de la novela del siglo XIX; el sentido de esta rehabilitación es más general: redefinir y ampliar la noción misma de la novela; oponerse a esa reducción realizada por la estética del siglo XIX; darle por sustento toda la experiencia histórica de la novela.

No quiero trazar un paralelo fácil entre la novela y la música, pues los problemas estructurales de estas dos artes son incomparables; sin embargo, las situaciones históricas se parecen: al igual que los grandes novelistas, los grandes compositores modernos (esto concierne tanto a Stravinski como a Schönberg) han querido abarcar todos los siglos de la música, volver a pensar, volver a componer la escala de valores de toda su historia; por eso han tenido que sacar la música fuera del marco del segundo medio tiempo (señalemos de paso: el término neoclasicismo que se le atribuye generalmente a Stravinski induce a error, ya que sus más decisivas excursiones hacia atrás se dirigen a épocas anteriores al clasicismo); de ahí su reticencia: para con las técnicas de composición que nacieron con la sonata; para con la preeminencia de la melodía; para con la demagogia sonora de la orquestación sinfónica; pero sobre todo: su rechazo a ver la razón de ser de la música exclusivamente en la confesión de la vida emocional, actitud que en el siglo XIX pasó a ser tan imperativa como la obligación de la verosimilitud para el arte de la novela en la misma época.

Si bien esta tendencia a releer y a reevaluar toda la historia de la música es común a todos los grandes modernistas (si es, a mi juicio, la señal que distingue el gran arte modernista de la farsa modernista), quien la expresa más claramente que nadie (y, diría, en un modo hiperbólico) es Stravinski. Por otra parte, en este punto se concentran los ataques de sus detractores: en su esfuerzo por arraigarse en toda la historia de la música ellos ven eclecticismo; falta de originalidad; pérdida de invención. Su «increíble diversidad de procedimientos estilísticos […] parece una ausencia de estilo», dice Ansermet. Y Adorno, con sarcasmo: la música de Stravinski sólo se inspira en la música, es «la música a partir de la música».

Juicios injustos: porque, si Stravinski, como ningún otro compositor antes ni después de él, se interesó por toda la extensión de la historia de la música extrayendo de ella la inspiración, eso nada quita a la originalidad de su arte. Y no me refiero tan sólo a que detrás de los cambios de su estilo siempre se verán los mismos rasgos personales. Me refiero a que es precisamente su vagabundeo por la historia de la música, por lo tanto su «eclecticismo» consciente, intencional, gigantesco e inigualable, lo que constituye su total e incomparable originalidad.

El tercer tiempo

Pero ¿qué significa, en la obra de Stravinski, esta voluntad de abarcar el tiempo entero de la música? ¿Qué sentido tiene?

Cuando yo era joven, no vacilaba en contestar: Stravinski era para mí uno de esos que abren las puertas hacia lejanías que yo creía sin fin. Pensaba que él había querido convocar y movilizar todas las fuerzas, todos los medios de los que dispone la historia de la música para ese viaje infinito que es el arte moderno.

¿Viaje infinito el arte moderno? Entretanto, he perdido ese sentimiento. El viaje fue corto. Por eso, en mi metáfora de los dos medios tiempos durante los que evolucionó la historia de la música, imaginé la música moderna como un simple posludio, un epílogo de la historia de la música, una fiesta al final de la aventura, un abrasamiento del cielo al final del día.

Ahora, dudo: aun cuando sea cierto que el tiempo de la música moderna ha sido corto, aun cuando haya formado parte de tan sólo dos generaciones, si no ha sido, pues, realmente otra cosa que un epílogo, ¿acaso no merece, por su inmensa belleza, su importancia artística, su estética enteramente nueva, su sabiduría sintetizante, ser considerado como una época de pleno derecho, como un tercer tiempo? ¿No debería corregir mi metáfora sobre la historia de la música y la de la novela? ¿No debería decir que evolucionó en tres tiempos?

Sí, corregiré mi metáfora y lo haré tanto más a gusto cuanto que me siento apasionadamente unido a este tercer tiempo cuya forma es la de «abrasamiento del cielo al final del día», unido a este tiempo del que creo formo parte yo mismo, aunque forme parte de algo que ya no es.

Pero volvamos a mis preguntas: ¿qué significa la voluntad de Stravinski de abarcar el entero tiempo de la música? ¿Qué sentido tiene?

Una imagen me persigue: según una creencia popular, en el instante de la agonía el que va a morir ve desarrollarse ante sus ojos toda su vida pasada. En la obra de Stravinski, la música europea recordó su vida milenaria; fue su último sueño antes de irse hacia un eterno sueño sin sueños.

Transcripción lúdica

Distingamos dos cosas: por un lado, la tendencia general a rehabilitar principios olvidados de la música del pasado, tendencia que atraviesa toda la obra de Stravinski y la de sus grandes contemporáneos; por otro, el diálogo directo que Stravinski sostiene unas veces con Chaikovski, otras con Pergolesi, otras aun con Gesualdo, etc.; esos «diálogos directos», transcripciones de esta o aquella obra antigua, de tal o cual estilo concreto, son la manera propia de Stravinski, que no encontramos prácticamente en otros compositores contemporáneos suyos (los encontramos en Picasso).

Adorno interpreta así las transcripciones de Stravinski (las cursivas son mías): «Estas notas [o sea las notas disonantes, ajenas a la armonía, que Stravinski emplea, por ejemplo, en Polichinela, M.K.] se convierten en las huellas de la violencia que ejerce el compositor sobre el idioma, y esta violencia es la que saboreamos en ellas, esa forma de brutalizar la música, de atentar en cierto modo contra su vida. Si la disonancia fue antaño expresión del sufrimiento subjetivo, su aspereza, al cambiar de valor, se convierte ahora en la impronta de una coacción social, cuyo agente es el compositor que lanza modas. Sus obras no contienen más materiales que los emblemas de esta coacción, necesidad exterior al tema, sin parangón con él, y que le es simplemente impuesta desde fuera. Puede que la amplia resonancia que han conocido las obras neoclásicas de Stravinski se deba en gran parte al hecho de que, inconscientemente, y bajo la forma de esteticismo, educaron a su modo a los hombres en algo que pronto iba a serles metódicamente infligido en el plano político».

Recapitulemos: una disonancia se justifica si es la expresión de un «sufrimiento subjetivo», pero en la obra de Stravinski (moralmente culpable, como sabemos, de no hablar de sus sufrimientos) la misma disonancia es señal de brutalidad; se la compara (mediante un brillante cortocircuito del pensamiento adorniano) con la brutalidad política: así pues, los acordes disonantes añadidos a la música de un Pergolesi anuncian (y por lo tanto preparan) la próxima opresión política (lo cual, en el contexto histórico concreto, no podía significar sino una cosa: el fascismo).

Yo mismo tuve la experiencia de transcribir libremente una obra del pasado, al comienzo de los años setenta, cuando, estando todavía en Praga, me puse a escribir una variación teatral sobre Jacques el fatalista. Como Diderot era para mí la encarnación del espíritu libre, racional, crítico, viví entonces mi afecto por él como una nostalgia de Occidente (la ocupación rusa de mi país representaba para mí una desoccidentalización impuesta). Pero las cosas cambian perpetuamente de sentido: hoy diría que Diderot encarnaba para mí el primer tiempo del arte de la novela y que mi obra de teatro era la exaltación de algunos principios comunes a los antiguos novelistas, a quienes, al mismo tiempo, yo apreciaba: 1) la eufórica libertad de la composición; 2) la constante proximidad de las historias libertinas y de las reflexiones filosóficas; 3) el carácter no serio, irónico, paródico, chocante, de estas mismas reflexiones. La regla del juego estaba clara: lo que hice no era una adaptación de Diderot, era una obra mía, mi variación sobre Diderot, mi homenaje a Diderot: recompuse totalmente su novela; aun cuando las historias de amor están tomadas de las suyas, las reflexiones en los diálogos son más bien mías; cualquiera puede descubrir inmediatamente que hay frases impensables en Diderot; el siglo XVIII era optimista, el mío ya no lo es, yo mismo lo soy aún menos, y los personajes del Amo y de Jacques se entregan en mi obra a oscuros excesos difícilmente imaginables en el Siglo de las Luces.

Después de esta experiencia personal no puedo por menos que considerar como necios los comentarios sobre la brutalización y la violencia de Stravinski. El amó a su viejo maestro como yo al mío. Tal vez imaginara que, al añadir a las melodías del siglo XVIII las disonancias del XX, intrigaría a su maestro en el más allá, le revelaría algo importante sobre nuestra época, incluso le divertiría. Sentía la necesidad de dirigirse a él, de hablarle. La transcripción lúdica de una obra antigua era para él algo así como una forma de establecer una comunicación entre los siglos.

Transcripción lúdica según Kafka

Curiosa novela la América de Kafka: en efecto, ¿por qué ese joven prosista de veintinueve años situó su primera novela en un continente en el que jamás puso los pies? Esta elección manifiesta una intención clara: no hacer realismo; mejor aún: no hacer algo serio. Ni siquiera se esforzó por paliar con estudios su ignorancia; se hizo su idea de América a partir de una lectura de segundo orden, a partir de las imágenes de Epinal y, en efecto, la imagen de América en su novela está hecha (intencionadamente) de tópicos: en lo que se refiere a los personajes y a la tabulación, se inspira principalmente (como lo confiesa en su diario) en Dickens, en particular en David Copperfield (Kafka califica el primer capítulo de América de «pura imitación» de Dickens): de esa obra retoma los motivos concretos (los enumera: «la historia del paraguas, los trabajos forzados, las casas sucias, la amada en una casa de campo»), se inspira en los personajes (Karl es una tierna parodia de David Copperfield) y sobre todo en la atmósfera que envuelve las novelas de Dickens: el sentimentalismo, la ingenua distinción entre buenos y malos. Si Adorno habla de la música de Stravinski como de una «música a partir de la música», América de Kafka es «literatura a partir de la literatura» y, como tal, es, en su género, una obra clásica, cuando no fundadora.

La primera página de la novela: en el puerto de Nueva York, Karl está saliendo del barco cuando se da cuenta de que ha olvidado su paraguas en el camarote. Para ir a buscarlo, con una credulidad apenas creíble, deja su maleta (una maleta pesada donde lleva todos sus bienes) al cuidado de un desconocido: por supuesto, así perderá el paraguas y la maleta. Desde las primeras líneas, el espíritu de parodia lúdica crea un mundo imaginario en el que nada es del todo probable y en el que todo es un poco cómico.

El castillo de Kafka, que no existe en ningún mapa del mundo, no es más irreal que esa América concebida según la imagen tópica de la nueva civilización del gigantismo y de la máquina. En casa de su tío el senador, Karl encuentra un escritorio que es una máquina extraordinariamente complicada, con centenares de casillas que obedecen a las órdenes de centenares de mandos, objeto a la vez práctico y del todo inútil, a la vez milagro de la técnica y un sinsentido. He contado en esta novela diez de esos mecanismos maravillosos, divertidos e inverosímiles, desde el escritorio del tío hasta el teatro de Oklahoma, convertido él también en una inmensa administración inasible, pasando por la mansión dedálica en el campo y el hotel Occidental (arquitectura monstruosamente compleja, organización diabólicamente burocrática). Así pues, mediante el juego paródico (el juego de los tópicos) Kafka trata por primera vez su tema más importante, el de la organización social laberíntica en la que el hombre se pierde y va hacia su perdición. (Desde el punto de vista genético: es en el mecanismo cómico del escritorio del tío donde se encuentra el origen de la aterradora administración del castillo.) Kafka pudo captar este tema, tan grave, no mediante una novela realista, apoyada en un estudio de la sociedad a lo Zola, sino precisamente mediante el camino aparentemente frívolo de la «literatura a partir de la literatura», que otorgó a su imaginación toda la libertad necesaria (libertad de exageraciones, enormidades, improbabilidades, libertad de invenciones lúdicas).

Sequía del corazón disimulada detrás del estilo desbordante de sentimientos

Encontramos en América muchos gestos sentimentales inexplicablemente excesivos. El final del primer capítulo: Karl está ya preparado para irse con su tío, el fogonero se queda, abandonado en el camarote del capitán. En ese momento (destaco en cursivas las fórmulas clave) Karl «fue hacia el fogonero, le sacó la mano derecha del cinturón y la mantuvo, jungando, con la suya. […]. Y Karl hacía pasar sus dedos, una y otra vez, por entre los del fogonero, y éste miraba en torno suyo con los ojos brillantes, como si experimentase un gozo que, a pesar de todo, nadie tenía derecho de tomarlo a mal.

»“Pero debes defenderte, decir sí o no; pues de otra manera la gente no tendrá ninguna idea de la verdad. Tienes que prometerme que me obedecerás, pues yo mismo (sobrados motivos tengo para temerlo) ya no podré ayudarte en nada.” Y entonces Karl lloró, besando la mano del fogonero, y cogió esa mano agrietada, casi sin vida, y la apretó contra su mejilla como si fuese un tesoro al que era necesario renunciar. Pero ya se hallaba junto a él su tío el senador y, si bien forzándolo sólo muy suavemente, lo quitó de allí…».

Otro ejemplo: al final de una noche en la mansión de Pollunder, Karl explica largamente por qué quiere volver con su tío. «Durante ese largo discurso escuchó el señor Pollunder atentamente y a menudo, en especial cuando era mencionado el tío, estrechó a Karl contra él…»

Los gestos sentimentales de los personajes no sólo están exagerados, sino que están desplazados. Karl conoce al fogonero desde hace apenas una hora y no tiene razón alguna para sentirse unido a él tan apasionadamente. Y si acabamos por creer que el joven se enterneció ingenuamente por la promesa de una amistad viril, no podemos por menos que sorprendemos de que un segundo después se deje arrastrar tan fácilmente, sin reticencia alguna, lejos de su nuevo amigo.

Durante la escena de la noche, Pollunder sabe perfectamente que el tío ya ha expulsado a Karl de su casa; por eso lo estrecha afectuosamente contra sí. Sin embargo, en el momento en que Karl está leyendo en su presencia la carta del tío y se entera de su penosa suerte, Pollunder ya no le manifiesta el menor afecto y no le ofrece ayuda alguna.

En América de Kafka nos encontramos en un universo de sentimientos desplazados, mal emplazados, exagerados, incomprensibles o, por el contrario, extrañamente ausentes. En su diario, Kafka caracteriza las novelas de Dickens con estas palabras: «Sequía del corazón disimulada detrás de un estilo desbordante de sentimientos». Este es, en efecto, el sentido de ese teatro de los sentimientos ostensiblemente manifiestos e inmediatamente olvidados que es la novela de Kafka. Esta «crítica de la sentimentalidad» (crítica implícita, paródica, graciosa, jamás agresiva) se dirige no sólo a Dickens, sino al romanticismo en general, se dirige a sus herederos, contemporáneos de Kafka, en particular a los expresionistas, a su culto de la histeria y la locura; se dirige a toda la Santa Iglesia del corazón; y, una vez más, acerca a artistas aparentemente tan diferentes como Kafka y Stravinski.

Un niño en éxtasis

Por supuesto, no podemos decir que la música (toda la música) es incapaz de expresar los sentimientos; la de la época del romanticismo es auténtica y legítimamente expresiva; pero incluso a propósito de esta música puede decirse: su valor no tiene nada en común con la intensidad de los sentimientos que suscita. Porque la música es capaz de despertar poderosamente sentimientos sin arte musical alguno. Recuerdo mi infancia: sentado al piano me entregaba a las improvisaciones apasionadas para las que bastaba un acorde en do menor y la subdominante en fa menor, tocados fortissimo y sin fin. Los dos acordes y el motivo melódico primitivo perpetuamente repetidos me hicieron vivir una intensa emoción que ningún Chopin, ningún Beethoven me ha brindado jamás. (Una vez, mi padre, que era músico, se precipitó hacia mi habitación, furioso -jamás lo he visto furioso ni antes ni después-, me levantó del taburete y me llevó al comedor para meterme, con un disgusto mal controlado, debajo de la mesa.)

Lo que yo vivía entonces, durante mis improvisaciones, era un éxtasis. ¿Qué es el éxtasis? El niño aporreando el teclado siente un entusiasmo (una pena, una alegría) y la emoción se eleva a tal grado de intensidad que se vuelve insoportable: el niño se escapa a un estado de ceguera y sordera en el que todo queda olvidado, en el que se olvida incluso de sí mismo. Mediante el éxtasis, la emoción alcanza su paroxismo, y, así, simultáneamente, su negación (su olvido).

El éxtasis significa estar «fuera de sí», como lo señala la etimología griega: acción de salirse de su posición (stasis). Estar «fuera de sí» no significa que se esté fuera del momento presente como lo está un soñador que se escapa hacia el pasado o hacia el porvenir. Exactamente lo contrario: el éxtasis es una identificación absoluta con el instante presente, un olvido total del pasado y del porvenir. Si se borra tanto el porvenir como el pasado, el segundo presente se encuentra en el espacio vacío, fuera de la vida y de su cronología, fuera del tiempo e independiente de él (por eso puede comparársele con la eternidad, que es también la negación del tiempo).

Podemos ver la imagen acústica de la emoción en la melodía romántica de un lied: su longitud parece querer sostener la emoción, desarrollarla, hacer que se la saboree lentamente. Por el contrario, el éxtasis no puede reflejarse en una melodía, ya que la memoria estrangulada por el éxtasis no es capaz de mantener unidas las notas de una frase melódica por poco larga que sea; la imagen acústica del éxtasis es el grito (o un motivo melódico muy corto que imita el grito).

El ejemplo clásico del éxtasis es el momento del orgasmo. Trasladémonos al tiempo en que las mujeres aún no conocían el beneficio de la pildora. Ocurría con frecuencia que un amante, en el momento del máximo gozo, olvidara deslizarse a tiempo fuera del cuerpo de su amada y la hiciera madre, incluso aunque, momentos antes, tuviera la firme intención de ser extremadamente prudente. El segundo del éxtasis le ha hecho olvidar tanto su decisión (su pasado inmediato) como sus intereses (su porvenir).

El instante del éxtasis, colocado en una balanza, pesa más que el niño no deseado; y como el niño no deseado llenará, probablemente, con su no deseada presencia toda la vida del amante, puede decirse que un instante de éxtasis ha pesado más que toda una vida. La vida del amante se encontraba frente al instante del éxtasis más o menos en el mismo estado de inferioridad que lo finito frente a la eternidad. El hombre desea la eternidad, pero no puede tener más que su sucedáneo: el instante del éxtasis.

Recuerdo un día de mi juventud: estaba con un amigo en su coche; delante de nosotros, la gente atravesaba la calle. Reconocí a alguien que no me gustaba y lo indiqué a mi amigo: «¡Aplástalo!». Por supuesto era una broma puramente verbal, pero mi amigo estaba en un estado de extraordinaria euforia y apretó el acelerador. El hombre se asustó, resbaló, cayó. Mi amigo detuvo el coche en el último momento. El hombre no estaba herido, pero la gente se agrupó a nuestro alrededor y quiso (lo comprendo) linchamos. Mi amigo, sin embargo, no tema un alma asesina. Mis palabras lo habían impulsado a un breve éxtasis (por otra parte, uno de los más extraños: el éxtasis de una broma).

Estamos acostumbrados a vincular la noción de éxtasis con los grandes momentos místicos. Pero existe el éxtasis cotidiano, trivial, vulgar; el éxtasis de la ira, el éxtasis de la velocidad al volante, el éxtasis de la sordera por el ruido, el éxtasis en los estadios de fútbol. Vivir es un perpetuo y pesado esfuerzo para no perderse a sí mismo de vista, para estar siempre sólidamente presente en sí mismo, en su stasis. Basta con salir un breve instante de sí mismo para alcanzar el terreno de la muerte.

Felicidad y éxtasis

Me pregunto si Adorno sintió jamás el menor placer al escuchar la música de Stravinski. ¿Placer? Según él, la música de Stravinski conoce tan sólo uno: «el perverso placer de la privación»; pues no hace sino «privarse» de todo: de la expresividad; de la sonoridad orquestal; de la técnica de desarrollo; al echar sobre ellas una «perversa mirada», deforma las viejas formas; incapaz de inventar, «hace muecas», tan sólo «ironiza», «hace caricaturas», «parodia»; no es sino la «negación» no sólo de la música del siglo XIX, sino de la música a secas («la música de Stravinski es una música de la que ha sido desterrada la música», dice Adorno).

Es curioso, muy curioso. ¿Y la felicidad que se desprende de esta música?

Recuerdo la exposición de Picasso en Praga a mediados de los sesenta. Un cuadro se me quedó grabado en la memoria. Una mujer y un hombre están comiendo una sandía; la mujer está sentada, el hombre tumbado en el suelo, las piernas levantadas hacia el cielo en un gesto de indecible alegría. Y todo ello pintado con una deleitable despreocupación que me hizo pensar que el pintor, al pintar el cuadro, debió de sentir la misma alegría que el hombre que levanta las piernas.

La felicidad del pintor pintando al hombre que levanta las piernas es una felicidad desdoblada: es la felicidad de contemplar (con una sonrisa) la felicidad. Es esa sonrisa lo que me interesa. El pintor entrevé en la felicidad del hombre que levanta las piernas al cielo un maravilloso destello cómico, y se alegra. Su sonrisa despierta en él una imaginación alegre e irresponsable, tan irresponsable como el gesto del hombre que alza las piernas al cielo. La felicidad de la que hablo lleva, pues, el sello del humor; es lo que la distingue de la felicidad de otras épocas del arte, de la felicidad romántica de un Tristán wagneriano, por ejemplo, o de la felicidad idílica de un Filemón y una Baucis. (¿Será por una fatal carencia de humor por lo que Adorno fue tan insensible a la música de Stravinski?)

Beethoven escribió el Himno a la alegría, pero esa alegría beethoveniana es una ceremonia que obliga a guardar respetuosamente la posición de firmes. Los rondós y los minuetos de las sinfonías clásicas son, si se quiere, una invitación al baile, pero la felicidad de la que hablo y por la que siento afecto no quiere declararse felicidad mediante el gesto colectivo del baile. Por eso ninguna polca me da felicidad, con excepción de la Cirkus Polka de Stravinski, que no está escrita para ser bailada, sino para ser escuchada con las piernas levantadas hacia el cielo.

Ciertas obras del arte moderno han descubierto una inimitable felicidad del ser, una felicidad que se manifiesta mediante la eufórica irresponsabilidad de la imaginación, el placer de inventar, de sorprender, incluso de causar sorpresa o desconcierto gracias a una invención. Se podría hacer toda una lista de obras de arte que están impregnadas de esta felicidad: junto a Stravinski (Petrushka, Les noces, Renard, Capriccio para piano y orquesta, Concierto para violín, etc.) toda la obra de Miró; los cuadros de Klee; de Dufy; de Dubuffet; algunas prosas de Apollinaire; Janácek en su vejez (Refranes, Sexteto para instrumentos de viento, la ópera La zorra astuta); algunas composiciones de Milhaud; y de Poulenc: su ópera bufa Las tetas de Tiresias, inspirada en Apollinaire, escrita durante los últimos días de la guerra, fue condenada por aquellos a quienes les pareció escandaloso celebrar la Liberación con una broma; en efecto, la época de la felicidad (de esta rara felicidad que ilumina el humor) había terminado; después de la segunda guerra mundial, sólo los viejos maestros, Matisse y Picasso, supieron, en contra del espíritu de los tiempos, conservarla todavía en su arte.

En esta enumeración de las grandes obras de la felicidad, no puedo olvidar la música de jazz. Todo el repertorio de jazz consiste en variaciones a partir de un número relativamente limitado de melodías. Así, en la música de jazz se puede entrever una sonrisa que se ha deslizado entre la melodía original y su elaboración. Al igual que Stravinski, los grandes maestros del jazz amaban el arte de la transcripción lúdica, y compusieron sus propias versiones no sólo de las antiguas songs negras, sino también de Bach, Mozart, Chopin; Ellington hace transcripciones de Chaikovski y de Grieg, y, para su Uwis Suite, compone una variante de polca aldeana que, por su espíritu, recuerda Petrushka. La sonrisa está no sólo presente de una manera invisible en el espacio que separa a Ellington de su «retrato» de Grieg, sino que está del todo visible en los rostros de los músicos del viejo dixieland: cuando llega el momento del solo (que siempre se improvisa en parte, o sea que siempre trae sorpresas), el músico se adelanta un poco para ceder luego su lugar a otro músico y entregarse él mismo al placer de escuchar (al placer de otras sorpresas).

En los conciertos de jazz se aplaude. Aplaudir quiere decir: te he escuchado atentamente y ahora te manifiesto mi estima. La llamada música rock cambia la situación. Hecho importante: en los conciertos de rock no se aplaude. Sería casi un sacrilegio aplaudir y dar así a entender la distancia crítica entre el que toca y el que escucha; en ellos, no se está para juzgar y apreciar, sino para entregarse a la música, para gritar junto con los músicos, para confundirse con ellos; en ellos, se busca la identificación, no el placer; la efusión, no la felicidad. En ellos uno se extasía: el ritmo se marca con fuerza y regularidad, los motivos melódicos son cortos e incesantemente repetidos, no hay contrastes dinámicos, todo es fortissimo, el canto prefiere los registros más agudos y recuerda el grito. Ya no se está en los pequeños dancings en los que la música encierra a las parejas en su intimidad; ahora estamos en grandes salas, en estadios, apretados los unos contra los otros, y, cuando se baila encajonado, no hay pareja: cada uno hace sus movimientos a la vez solo y con todos. La música transforma a los individuos en un único cuerpo colectivo: hablar aquí de individualismo y hedonismo no es sino una de las automistificaciones de nuestra época, que quiere verse (como por otra parte lo quieren todas las épocas) distinta de lo que es.

La escandalosa belleza del mal

Lo que me irrita en Adorno es el método del cortocircuito que vincula con temible facilidad las obras de arte con causas, consecuencias o significaciones políticas (sociológicas); las reflexiones extremadamente matizadas (los conocimientos musicológicos de Adorno son admirables) conducen así a conclusiones extremadamente pobres; en efecto, dado que las tendencias políticas de una época pueden siempre reducirse a dos únicas tendencias opuestas, se termina fatalmente por clasificar una obra de arte o del lado del progreso o del lado de la reacción; y, como la reacción es lo malo, la inquisición puede incoar sus procesos.

La consagración de la primavera: un ballet que termina con el sacrificio de una joven que debe morir para que resucite la primavera. Adorno: Stravinski está del lado de la barbarie; su «música no se identifica con la víctima, sino con la instancia destructora»; (me pregunto: ¿por qué el verbo «identifica»? ¿Cómo sabe Adorno si Stravinski se identifica o no? ¿Por qué no decir «describir», «hacer el retrato», «figuran), «representar»? Respuesta: porque sólo la identificación con el mal es culpable y puede legitimar un proceso).

Desde siempre odio, profunda, violentamente, a aquellos que quieren encontrar en una obra de arte una actitud (política, filosófica, religiosa, etc.), en lugar de encontrar en ella una intención de conocer, de comprender, de captar este o aquel aspecto de la realidad. La música, antes de Stravinski, nunca supo dar una forma grande a los ritos bárbaros. No se sabía imaginarlos musicalmente. Lo cual quiere decir: no se sabía imaginar la belleza de la barbarie. Sin su belleza, esa barbarie seguiría siendo incomprensible. (Señalo: para conocer a fondo este o aquel fenómeno hay que comprender su belleza, real o potencial.) Decir que un rito sangriento posee belleza es un escándalo, insoportable, inaceptable. Sin embargo, sin comprender este escándalo, sin ir hasta el final en este escándalo, poca cosa puede comprenderse del hombre. Stravinski otorga al rito bárbaro una forma musical fuerte, convincente, pero que no miente: escuchemos la última secuencia de la Consagración, la danza del sacrificio: no se escamotea el horror. Está ahí. ¿Que tan sólo se muestra? ¿Que no se denuncia? Pero es que, si se denunciara, es decir si se le privara de su belleza, si se mostrara en su fealdad, sería un engaño, una simplificación, una «propaganda». Es porque es bello por lo que el asesinato de la joven es tan horrible.

Al igual que hizo un retrato de la misa o un retrato de una feria (Petrushka), Stravinski hizo aquí un retrato del éxtasis bárbaro. Es tanto más interesante cuanto que siempre, y explícitamente, se ha declarado partidario del principio apolíneo, adversario del principio dionisíaco: La consagración de la primavera (en particular sus danzas rituales) es el retrato apolíneo del éxtasis dionisíaco: en este retrato, los elementos extáticos (la ejecución agresiva del ritmo, los escasos motivos melódicos extremadamente cortos, varias veces repetidos, jamás desarrollados y parecidos a gritos) se transforman en gran arte refinado (por ejemplo, el ritmo, pese a su agresividad, pasa a ser tan complejo en la alternancia rápida de compases diferentes que crea un tiempo artificial, irreal, absolutamente estilizado); no obstante, la belleza apolínea de este retrato de la barbarie no oculta el horror; nos enseña que en lo más hondo del éxtasis no hay sino la dureza del ritmo, los severos golpes de la percusión, la extrema insensibilidad, la muerte.

La aritmética de la emigración

La vida de un emigrado, he ahí una cuestión aritmética: Josef Konrad Korzeniowski (célebre con el nombre de Joseph Conrad) vivió diecisiete años en Polonia (eventualmente en Rusia con su familia proscrita), el resto de su vida, cincuenta años, en Inglaterra (o en barcos ingleses). Pudo así adoptar el inglés como su lengua de escritor y también la temática inglesa. Tan sólo su alergia antirrusa (¡ah, pobre Gide incapaz de comprender la enigmática aversión de Conrad por Dostoievski!) conserva la huella de su polonidad.

Bohuslav Martinu vivió hasta sus treinta y dos años en Bohemia, luego, durante treinta seis años, en Francia, Suiza, Norteamérica y de nuevo en Suiza. En su obra siempre se reflejaba una nostalgia de la vieja patria y siempre se proclamaba compositor checo. Sin embargo, después de la guerra, declinó todas las invitaciones que le llegaron de allá y, según su expreso deseo, fue enterrado en Suiza. Burlándose de su última voluntad, los agentes de la madre patria consiguieron, en 1979, veinte años después de su muerte, secuestrar sus despojos e instalarlos solemnemente en su tierra natal.

Gombrowicz vivió treinta y cinco años en Polonia, veintitrés en Argentina, seis en Francia. Sin embargo, no podía escribir sus libros más que en polaco y los personajes de sus novelas son polacos. En 1964, durante una estancia en Berlín, le invitan a Polonia. Duda y, por fin, rechaza la invitación. Su cuerpo está inhumado en Vence.

Vladimir Nabokov vivió veinte años en Rusia, veintiún años en Europa (Inglaterra, Alemania, Francia), veinte años en Estados Unidos, dieciséis en Suiza. Adoptó el inglés como su lengua de escritor, pero algo menos la temática norteamericana; hay mucho en sus novelas de personajes rusos. Sin embargo, sin equívocos y con insistencia, se proclamaba ciudadano y escritor norteamericano. Su cuerpo descansa en Montreux, Suiza.

Kazimierz Brandys vivió en Polonia sesenta y cinco años, se instaló en París después del golpe de Jaruzeiski en 1981. Sólo escribe en polaco, sobre temas polacos, y no obstante, aun cuando después de 1989 ya no hay motivos políticos para permanecer en el extranjero, no vuelve a vivir en Polonia (lo cual me permite el placer de verle de vez en cuando).

Esta mirada furtiva revela ante todo el problema artístico de un emigrado: los bloques cuantitativamente iguales de la vida no tienen el mismo peso si pertenecen a la juventud o a la edad adulta. Mientras la edad adulta es más rica y más importante tanto para la vida como para la actividad creadora, el subconsciente, la memoria, la lengua, todo el sustrato de la creación se forma muy pronto; para un médico esto no causa problema alguno, pero para un novelista, para un compositor, alejarse del lugar al que están unidos su imaginación, sus obsesiones y por lo tanto sus temas fundamentales podría causar una especie de desgarro. Tiene que movilizar todas su fuerzas, toda su astucia de artista para transformar las desventajas de esta situación en bazas a su favor.

La emigración es difícil también desde el punto de vista puramente personal: siempre se piensa en el dolor de la nostalgia; pero lo peor es el dolor de la alienación; la palabra alemana die Entfremdung expresa mejor lo que yo quiero designar: el proceso durante el cual lo que nos ha sido cercano pasa a ser ajeno. No se es víctima de la Entfremdung con respecto al país de emigración: en éste, el proceso se produce a la inversa: lo que es ajeno pasa poco a poco a ser familiar y querido. La extrañeza en su forma chocante, pasmosa, no se revela en una mujer desconocida que se conquista, sino en una mujer que, en otros tiempos, fue la nuestra. Sólo el retorno al país natal tras una larga ausencia puede revelar la extrañeza sustancial del mundo y de la existencia.

Pienso con frecuencia en Gombrowicz en Berlín. En su rechazo a volver a ver Polonia. ¿Desconfianza hacia el régimen comunista que allí imperaba por aquel entonces? No lo creo: el comunismo polaco ya se estaba descomponiendo, casi toda la gente de cultura formaba parte de la oposición y habría convertido la visita de Gombrowicz en un triunfo. Las verdaderas razones de su rechazo no podían ser más que existenciales. E incomunicables. Incomunicables por demasiado íntimas. Incomunicables también por ser demasiado hirientes para los demás. Hay cosas que no se pueden sino callar.

El hogar de Stravinski

La vida de Stravinski está dividida en tres partes de casi igual duración: Rusia: veintiséis años; Francia y la Suiza francófona: veintinueve años; Estados Unidos: treinta y dos.

La despedida de Rusia pasó por varias etapas: Stravinski está primero en Francia (a partir de 1910) como en un largo viaje de estudios. Esos años son por otra parte los más rusos de su creación: Petrushka, Zvezdoliki (según el poema de un poeta ruso, Balmont), La consagración de la primavera, Pribautki, el comienzo de Les noces. Luego vino la guerra, los contactos con Rusia se hacen difíciles; sin embargo, sigue siendo compositor ruso con Renard e Historia del soldado, inspirados por la poesía popular de su patria; sólo después de la revolución comprende que su país natal ha quedado para él probablemente perdido para siempre: empieza la verdadera emigración.

Emigración: una estancia forzosa en el extranjero para quien considera su país natal como única patria. Pero la emigración se prolonga y una nueva fidelidad empieza a nacer, la del país que se adopta; llega entonces el momento de la ruptura. Poco a poco, Stravinski abandona los temas rusos. Escribe todavía en 1922 Mavra (ópera bufa inspirada en Pushkin), más tarde, en 1928, El beso del hada, en recuerdo de Chaikovski, y después, además de algunas excepciones marginales, ya no vuelve nunca más a ella. Cuando muere, en 1971, su mujer, Vera, obedeciendo a su voluntad, se niega a aceptar la propuesta del gobierno soviético de enterrarlo en Rusia y lo traslada al cementerio de Venecia.

Sin duda, Stravinski llevaba consigo la herida de su emigración, como todos los demás; sin duda alguna, su evolución artística habría tomado un camino diferente si hubiera podido quedarse allí donde había nacido. En efecto, el comienzo de su viaje a través de la historia de la música coincide más o menos con el momento en que su país natal deja de existir para él; al comprender que ningún otro país puede reemplazarlo, encuentra su única patria en la música; no es un giro lírico por mi parte, no puedo pensarlo más concretamente: su única patria, su único hogar, era la música, toda la música de todos los músicos, la historia de la música; en ella decidió instalarse, echar raíces, vivir; en ella acabó encontrando a sus únicos compatriotas, a sus únicos allegados, a sus únicos vecinos, de Pérotin a Webern; con ellos entabló una larga conversación que ya no se detuvo hasta su muerte.

Lo hizo todo para sentirse como en su casa: se detuvo en todas las estancias de esa casa, recorrió todos sus rincones, acarició todos los muebles; pasó de la música del antiguo folclore a Pergolesi, que le brindó Polichinela (1919), a los demás maestros del barroco sin los cuales su Apolo Musageta (1928) sería impensable, a Chaikovski, cuyas melodías transcribió en El beso del hada (1931), a Bach, quien apadrina su Concierto para piano e instrumentos de viento (1924), su Concierto para violín (1931) y cuyas Choral Variatíonen über Vom Himmel hoch (1956) reescribió, al jazz, que homenajea en Ragtime para once instrumentos (1918), en Pianorag music (1919), en Preludio para conjunto de jazz (1937) y en Ebony Concerto (1945), a Pérotin y otros antiguos polifonistas, que inspiran su Sinfonía de los salmos (1930) y sobre todo su admirable Misa (1948), a Monteverdi, a quien estudió en 1957, a Gesualdo, cuyos madrigales transcribió en 1959, a Hugo Wolf, de cuyas canciones hace un arreglo (1968), y a la dodecafonía, ante la cual había manifestado cierta reticencia, pero en la que, por fin, después de la muerte de Schönberg (1951), reconoció una más de las estancias de su hogar.

Sus detractores, defensores de la música concebida como expresión de los sentimientos, que se indignaban por la insoportable discreción de su «actividad afectiva» y lo acusaban de «pobreza de corazón», no eran ellos mismos lo suficientemente sensibles como para comprender la herida sentimental que se encuentra tras su vagabundeo a través de la historia de la música.

Pero ello no es sorprendente: nadie es más insensible que la gente sentimental. Recuerden: «Sequía del corazón disimulada detrás del estilo desbordante de sentimientos».

Cuarta Parte. Una frase

En «La sombra castradora de san Garta» cité una frase de Kafka, una de esas en las que me parece condensada toda la originalidad de su poesía novelesca: la frase del tercer capítulo de El castillo en la que Kafka describe el coito de K. con Frieda. Para mostrar con exactitud la belleza específica del arte de Kafka, en lugar de utilizar las traducciones existentes al francés he preferido improvisar yo mismo una traducción lo más fiel posible. Las diferencias entre una frase de Kafka y sus reflejos en el espejo de las traducciones me condujeron luego a algunas reflexiones, que son las que siguen:


Traducciones


Hagamos desfilar las traducciones. La primera es la de Vialatte, de 1938:

«Muchas horas transcurrieron allí, horas de alientos mezclados, de latidos comunes, horas en las que K. no dejó de experimentar la impresión de que se perdía, de que se había hundido tan lejos que nadie antes que él había recorrido tanto camino; en el extranjero, en un país en el que incluso el aire ya no tenía nada de los elementos del aire natal, en el que uno debía asfixiarse de exilio y en el que ya no se podía hacer nada, en medio de insanas seducciones, sino seguir caminando, seguir perdiéndose».

Se sabía que Vialatte se comportaba con demasiada libertad con respecto a Kafka; por eso Éditions Gallimard quiso que se corrigieran sus traducciones para la edición de las novelas de Kafka en la colección La Pléiade en 1976. Pero los herederos de Vialatte se opusieron; así pues, se llegó a una solución inédita: las novelas de Kafka están publicadas en la defectuosa versión de Vialatte, mientras Claude David, responsable de la edición, publica al final del libro sus propias correcciones a la traducción en forma de notas increíblemente numerosas, hasta el punto de que el lector se ve obligado, con el fin de restituir en su espíritu una «buena» traducción, a ir constantemente de una página a otra para mirar las notas. La combinación de la traducción de Vialatte con las correcciones al final del libro constituye de hecho una segunda traducción francesa que me permito designar, para mayor simplicidad, con el nombre de David:

«Muchas horas transcurrieron allí, horas de alientos mezclados, de latidos confundidos, horas en las que K. no dejó de experimentar la impresión de que se extraviaba, de que se hundía más lejos que nadie antes que él; estaba en un país extranjero, en el que incluso el aire ya no tenía nada en común con el aire del país natal; la extrañeza de ese país hacía que uno se sofocara y, no obstante, entre locas seducciones, no podía sino caminar siempre más lejos, extraviarse siempre más».

Bernard Lortholary tiene el gran mérito de haberse quedado radicalmente insatisfecho de las traducciones existentes y de haber vuelto a traducir las novelas de Kafka. Su traducción de El castillo es de 1984:

«Allí pasaron horas, horas de respiraciones mezcladas, de corazones latiendo juntos, horas durante las cuales K. tenía el constante sentimiento de extraviarse, o de haber avanzado más lejos que jamás hombre alguno en esos parajes extranjeros en los que incluso el aire no tenía ni un solo elemento que se encontrara en el aire del país natal, en el que uno no podía sino asfixiarse a fuerza de extrañeza, sin poder, no obstante, hacer otra cosa, en medio de insensatas seducciones, que continuar y extraviarse aún más».

Y ahora he aquí la frase en alemán:

«Dort vergingen Stunden, Stunden gemeinsamen Atems, gemeinsamen Herzschiags, Stunden, in denen K. immerfort das Gefühl hatte, er verirre sich oder er sei so weit in der Fremde, wie vor ihm noch kein Mensch, einer Fremde, in der selbst die Luft keinen Bestandteil der Heimatluft habe, in der man vor Fremdheit ersticken müsse una in aeren unsinnigen Verlockungen man doch nichts tun kónne ais weiter gehen, weiter sich verirren».

Lo cual, en una traducción fiel, da lo siguiente:

«Allí pasaron horas, horas de alientos comunes, de latidos comunes, horas en las que K. tenía continuamente el sentimiento de extraviarse, o aun de que estaba más lejos en el mundo ajeno que nadie antes que él, en un mundo ajeno en el que ni siquiera el aire tenía elemento alguno del aire natal, en el que uno tenía que asfixiarse de extrañeza y en el que nada podía hacerse, en medio de insensatas seducciones, sino seguir yendo, seguir extraviándose».

Metáfora

Toda la frase no es sino una metáfora. Nada exige mayor exactitud, por parte de un traductor, que la traducción de una metáfora. Ahí es donde se alcanza el corazón mismo de la originalidad poética de un autor. La palabra en la que Vialatte falló es ante todo el verbo «hundirse»: «se había hundido tan lejos». En el libro de Kafka, K. no se hunde, «está». La palabra «hundirse» deforma la metáfora: la vincula de un modo demasiado visual a la acción real (aquel que hace el amor se hunde) y la priva así de su grado de abstracción (el carácter esencial de la metáfora de Kafka no busca una evocación material, visual, del movimiento amoroso). David, que corrige a Vialatte, conserva el mismo verbo: «hundirse». E incluso Lortholary (el más fiel) evita la palabra «estar» y la reemplaza por «avanzar más lejos».

En el libro de Kafka, K. mientras hace el amor se encuentra «in der Fremde», «en el extranjero» o también «en lo extraño» o «en lo ajeno»; Kafka repite dos veces la palabra, y la tercera vez utiliza su derivado «die Fremdheit»: (la extrañeza): en el aire de lo ajeno uno se asfixia de extrañeza. Todos los traductores al francés se sienten incómodos ante esta triple repetición: por eso Vialatte utiliza únicamente la palabra «extranjero» (étranger) y, en lugar de «extrañeza» (étrangeté), elige otra palabra: «en el que uno debía asfixiarse de exilio». Pero en el libro de Kafka no se habla en lugar alguno de exilio. Exilio y extrañeza son nociones distintas. Mientras hace el amor, a K. no se le echa de ningún lugar que fuera suyo, no se le destierra (por lo que no hay motivo para compadecerle); está donde está por su propia voluntad, está allí porque se ha atrevido a estar allí. La palabra «exilio» otorga a la metáfora un aura de martirio, de sufrimiento, la sentimentaliza, la melodramatiza.

Vialatte y David, en la última línea del fragmento en cuestión, reemplazan la palabra «gehen» (ir) por «caminar». Si «ir» pasa a ser «caminar», se aumenta la expresividad de la comparación y la metáfora pasa a ser ligeramente grotesca (el que está haciendo el amor se convierte en un caminante). Este lado grotesco no es malo por principio (personalmente me gustan mucho las metáforas grotescas y me veo muchas veces obligado a defenderlas contra mis traductores), pero lo grotesco no era sin duda lo que Kafka deseaba aquí.

La palabra «die Fremde» es la única que no soporta una simple traducción al pie de la letra. Efectivamente, en alemán «die Fremde» significa no sólo «un país extranjero», sino también, más general y más abstractamente, todo «lo que es ajeno», «una realidad ajena, un mundo ajeno». Si se tradujera «in der Fremde» por «en el extranjero», sería como si hubiera en la obra de Kafka la palabra «Ausland» (= un país distinto del mío). La tentación de traducir, para mayor exactitud semántica, la palabra «die Fremde» por una perífrasis de dos palabras en la traducción francesa me parece, pues, comprensible; pero en todas las soluciones concretas (Vialatte: «en el extranjero, en un país en el que»; David: «en un país extranjero»; Lortholary: «en esos parajes extranjeros») la metáfora pierde, una vez más, el grado de abstracción que tiene en el libro de Kafka, y su lado «turístico» queda señalado en lugar de ser suprimido.


La metáfora como definición fenomenológica

Hay que rectificar la idea de que a Kafka le gustaban las metáforas; sólo le gustaban las metáforas de cierto tipo, pero es uno de los grandes creadores de la metáfora que califico de existencial o fenomenológica. Cuando Verlaine dice: «La esperanza brilla como una brizna de paja en el establo», es una espléndida imaginación lírica. No obstante, es impensable en la prosa de Kafka. Porque lo que, con toda seguridad, no le gustaba a Kafka era la lirización de la prosa novelesca.

La imaginación metafórica de Kafka no era menos rica que la de Verlaine o Rilke, pero no era lírica, o sea: la animaba exclusivamente la voluntad de descifrar, de comprender, de captar el sentido de la acción de los personajes, el sentido de las situaciones en las que se encuentran.

Recordemos otra escena de coito, la de la señora Hentjen con Esch en Los sonámbulos de Broch: «He aquí que ella presiona su boca contra la suya como la trompa de un animal contra un cristal y Esch se estremeció de ira al ver que, para sustraérsela, guardaba su alma prisionera tras sus dientes apretados».

Las palabras «trompa de un animal», «cristal», están ahí no para evocar por comparación una imagen visual de la escena, sino para captar la situación existencial de Esch, quien, incluso en el abrazo amoroso, permanece inexplicablemente separado (como por un cristal) de su amante e incapaz de apoderarse de su alma (prisionera tras los dientes apretados). Es una situación difícil de captar, o que sólo puede captarse mediante una metáfora.

Al principio del capítulo IV de El castillo, está el segundo coito de K. con Frieda; éste también se expresa mediante una única frase (frase-metáfora) de la que improviso, lo más fielmente posible, una traducción: «Ella buscaba algo y él buscaba algo, rabiosos, haciendo muecas, hundida la cabeza en el pecho del otro buscaban, y sus abrazos y sus cuerpos encabritados no les hacían olvidar, sino que les recordaban el deber de buscar, como los perros desesperados hurgan la tierra hurgaban ellos sus cuerpos e, irremediablemente decepcionados, para obtener todavía una última felicidad, se pasaban a veces largamente la lengua por la cara».

Así como las palabras clave de la metáfora del primer coito eran «ajeno» y «extrañeza», aquí las palabras clave son «buscar» y «hurgan». Estas palabras no expresan una imagen visual de lo que ocurre, sino una inefable situación existencial. Cuando David traduce: «como perros hunden desesperadamente sus garras en el suelo, hundían ellos sus uñas en sus cuerpos», no sólo es infiel (Kafka no habla de garras ni de uñas que se hunden), sino que transfiere la metáfora del terreno existencial al terreno de la descripción visual; se sitúa así en una estética distinta a la de Kafka.

(Este desfase estético es todavía más evidente en el primer fragmento de la frase: Kafka dice: «[sie] fuhren manchmal ihre Zungen breit über des anderen Gesicht» – «se pasaban a veces largamente la lengua por la cara»; esta comprobación precisa y neutra se convierte en la traducción de David en la siguiente metáfora expresionista: «se hurgaban la cara a golpes de lengua».)

Observación sobre la sinonimización sistemática

La necesidad de emplear otra palabra en lugar de la más evidente, de la más simple, de la más neutra (estar – hundirse; ir – caminar; pasar – hurgar) podría llamarse reflejo de sinonimización – reflejo de casi todos los traductores. Tener una gran reserva de sinónimos forma parte del virtuosismo del «gran estilo»; si en el mismo párrafo del texto original aparece dos veces la palabra «tristeza», el traductor, ofuscado por la repetición (considerada un atentado contra la elegancia estilística obligada), sentirá la tentación, la segunda vez, de traducirla por «melancolía». Hay más: esta necesidad de sinonimizar se ha incrustado tan hondamente en el alma del traductor que elegirá enseguida un sinónimo; traducirá «melancolía» si en el texto original hay «tristeza», traducirá «tristeza» allí donde hay «melancolía».

Admitamos sin ironía alguna: la situación del traductor es extremamente delicada: debe ser fiel al autor y al mismo tiempo seguir siendo él mismo; ¿cómo hacerlo? Quiere (consciente o inconscientemente) conferir al texto su propia creatividad; como para darse valor, elige una palabra que aparentemente no traiciona al autor pero que, no obstante, es de su propia cosecha. Lo compruebo en este momento en que repaso la traducción de un pequeño texto mío: escribo «autor», el traductor traduce «escritor»; cuando digo «verso», él traduce «poesía»; cuando digo «poesía», él traduce «poemas». Kafka dice «ir», los traductores «caminar». Kafka dice «elemento alguno», los traductores: «nada de los elementos», «nada en común», «ni un solo elemento». Kafka dice «tener el sentimiento de extraviarse», dos traductores dicen: «tener la impresión», mientras el tercero (Lortholary) traduce (con razón) palabra por palabra, probando así que la sustitución de «sentimiento» por «impresión» no es en absoluto necesaria. Esta práctica sinonimizadora parece inocente, pero su carácter sistemático embota inevitablemente el pensamiento original. Y además, ¿por qué?, diablos. ¿Por qué no decir «ir» si el autor dice «gehen»? ¡Oh, señores traductores, no nos sodonimicéis!

Riqueza de vocabulario

Examinemos los verbos de la frase: vergehen (pasar – de la raíz: gehen - ir); haben (tener); sich verirren (extraviarse); sein (estar); haben (tener); ersticken müssen (tener que sofocar); tun können (poder hacer); gehen (ir); sich verirren (extraviarse). Kafka elige, pues, los verbos más simples, los más elementales: ir (dos veces), tener (dos veces), extraviarse (dos veces), estar, hacer, sofocar, tener que, poder.

Los traductores tienen tendencia a enriquecer el vocabulario: «no dejó de experimentar» (en lugar de «tener») – «hundirse», «avanzar», «recorrer tanto camino» (en lugar de «estar») – «hacer sofocar» (en lugar de «tener que sofocar») – «caminar» (en lugar de «ir» – «encontrarse» (en lugar de «tener»).

(¡Señalemos el terror que experimentan todos los traductores del mundo entero ante las palabras «ser» o «estar» y «tener»! Harán lo que sea para reemplazarlas por una palabra que consideran menos trivial.)

Esta tendencia es también psicológicamente comprensible: ¿con qué criterios se apreciará a un traductor? ¿Según su fidelidad al estilo del autor? Es exactamente lo que los lectores de su país no tendrán la posibilidad de juzgar. En cambio, el público sentirá automáticamente la riqueza del vocabulario como un valor, como un logro, como una prueba de la maestría y de la competencia del traductor.

Ahora bien, la riqueza del vocabulario en sí no representa valor alguno. La extensión del vocabulario depende de la intención estética que organiza la obra. El vocabulario de Carlos Fuentes es rico hasta el vértigo. Pero el vocabulario de Hemingway es extremadamente limitado. La belleza de la prosa de Fuentes está vinculada a la riqueza, la de Hemingway a la limitación del vocabulario.

El vocabulario de Kafka es también relativamente restringido. Se ha explicado muchas veces esta restricción como una ascesis de Kafka. Como su anestetismo. Como su indiferencia por la belleza. O también como el tributo pagado a la lengua alemana de Praga, que, arrancada del ambiente popular, se resecaba. Nadie quiso admitir que ese despojamiento del vocabulario expresaba la intención estética de Kafka, era uno de los signos distintivos de la belleza de su prosa.

Observación general sobre el problema de la autoridad

Para un traductor, la autoridad suprema debería ser el estilo personal del autor. Pero la mayoría de los traductores obedecen a otra autoridad: a la del estilo común del «buen francés» (del buen alemán, del buen inglés, etc.), o sea del francés (del alemán, etc.) tal como se enseña en el colegio. El traductor se considera como el embajador de esa autoridad ante el autor extranjero. Este es el error: todo autor de cierta valía transgrede el «gran estilo» y es en esa transgresión donde se encuentra la originalidad (y, por lo tanto, la razón de ser) de su arte. El primer esfuerzo del traductor debería ser el de comprender esta transgresión. No es difícil cuando ésta es evidente, como, por ejemplo, en la obra de Rabelais, Joyce, Céline. Pero hay autores cuya transgresión del «gran estilo» es delicada, apenas visible, oculta, discreta; en tal caso, no es fácil captarla. Eso no impide que sea aún más importante.

Repetición

Die Stunden (horas) tres veces – repetición que se conserva en todas las traducciones;

gemeinsamen (comunes) dos veces – repetición que se elimina en todas las traducciones;

sich verirren (extraviarse) dos veces – repetición que se conserva en todas las traducciones;

die Fremde (lo ajeno) dos veces, y luego una vez

die Fremdheit (extrañeza) – en la traducción de Vialatte: «extranjero» una sola vez, «extrañeza» reemplazada por «exilio»; en la de David y de Lortholary: una vez «extranjero» (adjetivo), una vez «extrañeza»;

die Luft (el aire) dos veces – repetición que conservan todos los traductores;

haben (tener) dos veces – la repetición no existe en ninguna traducción;

weiter (más lejos) dos veces – Vialatte reemplaza esta repetición por la palabra «seguir»; David, por la repetición (de débil resonancia) de la palabra «siempre»; en la traducción de Lortholary la repetición ha desaparecido;

gehen, vergehen (ir, pasar) – todos los traductores han eliminado esta repetición (por otra parte difícil de conservar).

En general, se comprueba que los traductores (al obedecer a los maestros de escuela) tienen tendencia a limitar las repeticiones.


Sentido semántico de una repetición

Dos veces die Fremde, una vez die Fremdheit: con esta repetición el autor introduce en su texto una palabra que tiene el carácter de una noción-clave, de un concepto. Si el autor, a partir de esta palabra, desarrolla una larga reflexión, la repetición de la misma palabra es necesaria desde el punto de vista semántico y lógico. Imaginemos que el traductor de Heidegger, para evitar las repeticiones, utilizase, en lugar de la palabra «das Sein», una vez «el ser», luego «la existencia», después «la vida», después aun «la vida humana» y, finalmente, «el estar». Al no saber si Heidegger habla de una sola cosa que denomina de un modo distinto o de cosas distintas, tendremos, en lugar de un texto escrupulosamente lógico, un galimatías. La prosa de la novela (me refiero, por supuesto, a las novelas dignas de esta palabra) exige el mismo rigor (sobre todo en los pasajes que tienen un carácter reflexivo o metafórico).

Otra observación sobre la necesidad de conservar la repetición

Un poco más adelante en la misma página de El castillo: «… Stimme nach Frieda gerufen wurde. “Frieda”, sagte K. in Friedas Ohr und gab so den Ruf weiter».

Lo cual quiere decir al pie de la letra: «… una voz llamó a Frieda. “Frieda”, dijo K. al oído de Frieda, transmitiendo así la llamada».

Los traductores quieren evitar la triple repetición del nombre Frieda:

Vialatte: «“¡Frieda!”, le dijo él al oído de la criada, transmitiendo así…».

Y David: «“Frieda”, dijo K. al oído de su compañera, al transmitirle…».

¡Qué falsas suenan las palabras que reemplazan el nombre de Frieda! Fíjense bien en que K., en el texto de El castillo, nunca es otro que K. En el diálogo, los demás pueden llamarle «agrimensor» y tal vez incluso de otra manera, pero Kafka, él, el narrador, nunca designa a K. por las palabras: extranjero, recién llegado, joven o vaya uno a saber. K. no es sino K. Y no sólo él, sino todos los personajes, en la obra de Kafka, tienen siempre un único nombre, una única designación.

Frieda es, pues, Frieda; no amante, no querida, no compañera, no criada, no sirviente, no puta, no joven, no muchacha, no amiga, no amiguita. Frieda.


Importancia melódica de una repetición

Hay momentos en que la prosa de Kafka levanta el vuelo y se convierte en canto. Es el caso de las dos frases en las que me he detenido. (Señalemos de paso que estas dos frases, de una belleza excepcional, son dos descripciones del acto amoroso; lo cual dice, acerca de la importancia del erotismo para Kafka, cien veces más que todas las investigaciones de los biógrafos. Pero dejémoslo.) La prosa de Kafka levanta el vuelo llevada por dos alas: la intensidad de la imaginación metafórica y la cautivante melodía.

La belleza melódica está vinculada aquí a la repetición de las palabras; la frase empieza: «Dort vergingen Stunden, Stunden gemeinsamen Atems, gemeinsamen Herzschiags, Stunden…». De nueve palabras, cinco repeticiones. En medio de la frase: la repetición de la palabra die Fremde, y la palabra die Fremdheit. Y al final de la frase, una repetición más: «… weiter gehen, weiter sich verirren». Estas múltiples repeticiones desaceleran el tempo y otorgan a la frase una cadencia nostálgica.

En la otra frase, el segundo coito de K., encontramos el mismo principio de repetición: el verbo «buscar» se repite cuatro veces, la palabra «algo» dos, la palabra «cuerpo» dos, el verbo «hurgar» dos; y no olvidemos la conjunción «y» que, en contra de todas las reglas de la elegancia sintáctica, se repite cuatro veces.

En alemán esta frase empieza: «Sie suchte etwas und er suchte etwas…». Vialatte dice algo completamente distinto: «Ella buscaba y buscaba algo…». David le corrige: «Ella buscaba algo y él también, por su lado». Curioso: prefiere decir «y él también, por su lado» que traducir al pie de la letra la hermosa y simple repetición de Kafka: «Ella buscaba algo y él buscaba algo…».

Habilidad de la repetición

Hay una habilidad de la repetición. Porque hay, por supuesto, repeticiones malas, torpes (cuando durante la descripción de una cena se lee en dos frases tres veces las palabras «silla» o «tenedor», etc.). La regla: si se repite una palabra es porque ésta es importante, porque se quiere que resuenen, en el espacio de un párrafo, de una página, tanto su sonoridad como su significado.


Digresión: un ejemplo de la belleza de la repetición

El cuento muy corto (dos páginas) de Hemingway, «Una lectora escribe», se divide en tres partes: 1) un corto párrafo que describe a una mujer que escribe una carta «sin interrumpirse, sin tachar o reescribir una sola palabra»; 2) la carta en sí, en la que la mujer habla de la enfermedad venérea de su marido; 3) el monólogo interior que sigue y que reproduzco:

«Tal vez él pueda decirme qué hay que hacer, pensó ella. ¿Me lo dirá tal vez? En la foto del periódico parece muy sabio y muy inteligente. Todos los días le dice a la gente lo que hay que hacer. Sabrá seguramente.

»Haré lo que haga falta. Sin embargo, dura desde hace tanto tiempo… tanto tiempo. Realmente mucho tiempo. Dios mío, cuánto tiempo hace. Sé muy bien que él tenía que ir allí donde le enviaban, pero no sé por qué pilló eso. Oh, Dios mío, cuánto me hubiera gustado que no pillara eso. Realmente no tendría que haberlo pillado. No sé qué hacer. Si tan sólo hubiera pillado esa enfermedad. No sé realmente por qué tuvo que ponerse enfermo».

La hechizante melodía de este pasaje se basa enteramente en repeticiones. No son un artificio (como una rima en poesía), sino que encuentran su origen en el lenguaje hablado de todos los días, en el lenguaje más tosco.

Y añado: este pequeño cuento representa, me parece, en la historia de la prosa un caso del todo único en el que la intención musical es primordial: sin esta melodía el texto perdería toda su razón de ser.

El soplo

Según lo que dijo él mismo, Kafka escribió su cuento largo La condena en una sola noche, sin interrupciones, o sea a una extraordinaria velocidad, dejándose llevar por una imaginación casi incontrolada. La velocidad, que se convirtió más tarde para los surrealistas en el método programático (la «escritura automática») que permitía liberar al subconsciente de la vigilancia de la razón y hacer explotar la imaginación, desempeñó en Kafka más o menos el mismo papel.

La imaginación kafkiana, enardecida por esa «velocidad metódica», corre como un río, un río onírico que no encuentra descanso sino al final del capítulo. Este largo soplo de la imaginación se refleja en el carácter de la sintaxis: en las novelas de Kafka, hay una casi ausencia de los dos puntos (salvo los consabidos que introducen el diálogo) y una presencia excepcionalmente modesta de los puntos y coma. Si consultamos el manuscrito (véase la edición crítica, Fischer, 1982), comprobamos que incluso las comas, aparentemente necesarias desde el punto de vista de las reglas sintácticas, faltan muchas veces. El texto está dividido en poquísimos párrafos. Esta tendencia a debilitar la articulación -pocos párrafos, pocas pausas largas (al releer el manuscrito, Kafka cambió incluso muchas veces los puntos por comas), pocos signos señalando la organización lógica del texto (dos puntos, puntos y coma)- es intrínseca al estilo de Kafka; es a la vez un ataque continuo al «gran estilo» alemán (así como al «gran estilo» de todas las lenguas a las que ha sido traducida la obra de Kafka).

Kafka no hizo una versión definitiva de El castillo para enviar a la imprenta y podría, con razón, suponerse que habría podido aportar una u otra corrección, incluida la de la puntuación. No me sorprende, pues, demasiado (aunque tampoco me encante, por supuesto) que Max Brod, como primer editor de Kafka, para hacer que su texto fuera más fácil de leer, crease de vez en cuando un punto y aparte o añadiese un punto y coma. En efecto, incluso en esta edición de Brod, el carácter general de la sintaxis de Kafka sigue siendo claramente perceptible, y la novela conserva su gran soplo.

Volvamos a nuestra frase del tercer capítulo: es relativamente larga, con comas pero sin puntos y coma (en el manuscrito y en todas las ediciones alemanas). Lo que más me molesta en la versión que hizo Vialatte de esta frase es, pues, el punto y coma añadido. Representa el final de un segmento lógico, una cesura que intima a bajar la voz, a hacer una pequeña pausa. Esta cesura (aunque correcta desde el punto de vista de las reglas sintácticas) estrangula el soplo de Kafka. En cuanto a David, divide incluso la frase en tres partes, con dos puntos y coma. Estos dos puntos y coma son tanto más incongruentes cuanto que Kafka durante todo el tercer capítulo (si volvemos al manuscrito) no utilizó sino un único punto y coma. En la edición a cargo de Max Brod hay trece. Vialatte llega a treinta y uno. Lortholary, a veintiocho, más tres dos puntos.


Imagen tipográfica

Se puede ver el vuelo, largo y embriagador, de la prosa de Kafka en la imagen tipográfica del texto, que, muchas veces, durante páginas, no es sino un único párrafo «infinito» en el que incluso los largos pasajes del diálogo quedan encerrados. En el manuscrito de Kafka, el tercer capítulo está dividido en tan sólo dos largos párrafos. En la edición de Brod hay cinco. En la traducción de Vialatte, noventa. En la traducción de Lortholary, noventa y cinco. Se impuso en Francia a las novelas de Kafka una articulación que no es la suya: muchos más párrafos y por tanto mucho más cortos, que simulan una organización más lógica, más racional del texto, que lo dramatizan, separando claramente todas las réplicas dentro de los diálogos.

En ninguna traducción a otros idiomas, que yo sepa, se ha cambiado la articulación original de los textos de Kafka. ¿Por qué lo hicieron los traductores franceses (todos, unánimemente)? Debieron de tener sin duda una razón para ello. La edición de las novelas de Kafka en la colección La Pléiade lleva más de quinientas páginas de notas. No obstante, no encuentro ni una sola frase que dé razón de ello.

Y para terminar, una observación acerca de los tipos de letra pequeños y grandes

Kafka insistía en que sus libros fueran impresos en tipos de letra muy grandes. Hoy se recuerda con la sonriente indulgencia que provocan los caprichos de los grandes hombres. No obstante, no hay nada en ello que merezca una sonrisa; el deseo de Kafka estaba justificado, era lógico, serio, relacionado con su estética, o, más concretamente, con su manera de articular la prosa.

El autor que divide su texto en muchos párrafos pequeños no insistirá demasiado en los tipos de letra grandes: una página articulada con riqueza puede leerse con bastante facilidad.

Por el contrario, el texto que fluye en un párrafo infinito es muy poco legible. El ojo no encuentra lugares donde detenerse, donde descansar, las líneas «se pierden» fácilmente. Semejante texto, para ser leído con placer (o sea sin fatiga ocular), exige letras relativamente grandes que faciliten la lectura y permitan detenerse en cualquier momento para saborear la belleza de las frases.

Miro El castillo en la edición de bolsillo alemana: treinta y nueve líneas lamentablemente apretadas en una pequeña página de un «párrafo infinito»: es ilegible; o tan sólo es legible como información; o como documento; de ninguna manera como un texto destinado a una percepción estética. En anexo, en unas cuarenta páginas: todos los pasajes que Kafka, en su manuscrito, había suprimido. Ningún caso al deseo de Kafka de ver su texto impreso (por razones estéticas del todo justificadas) en letra grande; se rescatan todas las frases que él había decidido (por razones estéticas del todo justificadas) aniquilar. En esta indiferencia hacia la voluntad estética del autor se refleja toda la tristeza del destino póstumo de la obra de, Kafka.


Traducciones de «La frase» al francés

Alexandre Vialatte

«Des heures passérent la, des heures d’haleines mélées, de battements de coeur communs, des heures durant lesquelles K. ne cessa d’éprouver l’impression qu’il se perdait, qu’il s’était enfoncé si loin que nul étre avant lui n’avait fait plus de chemin; á 1’étranger, dans un pays oú l’air méme n’avaitplus ríen des éléments de l’air natal, oú l’on devait étouffer d’exil et oú l’on ne pouvait plus rienfaire, au milieu d’insanes séductions, que continuer á marcher, que continuer á se perdre.»

Claude David

«Des heures passérent la, des heures d’haleines mélées, de battements de coeur confondus, des heures durant lesquelles K. ne cessa d’éprouver 1’impression qu’il s’égarait, qu’il s’enfoncait plus loin qu’aucun étre avant lui; il était dans un pays étranger, oú l’air méme n’avait plus ríen de commun avec l’air du pays natal; 1’étrangeté de ce pays faisait suffoquer et pourtant, parmi de folies séductions, on ne pouvait que marcher toujours plus loin, s’égarer toujours plus avant.»

Bemard Lortholary

«La passérent des heures, des heures de respirations mélées, de coeurs battant ensemble, des heures durant lesquelles K. avait le sentiment constan! de s’égarer, ou bien de s’étre avancé plus loin que jamáis aucun homme dans des contraes étrangéres, oú l’air luiméme n’avait pas un seul élément qu’on retrouvát dans l’air du pays natal, oú l’on ne pouvait qu’étouffer á forcé d’étrangeté, sans pouvoir pourtant faire autre chose, au milieu de ees séductions insensées, que de continuer et de s’égarer davantage.»

Milán Kundera

«Lápassaient des heures, des heures d’haleines communes, de battements de coeur communs, des heures durant lesquelles K. avait sans cesse le sentiment qu’il s’égarait, ou bien qu’il était plus loin dans le monde étranger qu ‘aucun étre avant luí, dans un monde étranger oú l’air méme n ‘avait aucun élément de l’air natal, oú l’on devait étouffer d’étrangeté et oú l’on ne pouvait ríen faire, au milieu de séductions insensées, que continuer á aller, que continuer á s’égarer.»

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