Quinta Parte. En busca del presente perdido

1

En medio de España, en algún lugar entre Barcelona y Madrid, dos personas están sentadas en el bar de una pequeña estación: un norteamericano y una chica. No sabemos nada de ellos salvo que esperan el tren para Madrid, donde la chica habrá de someterse a una operación, sin duda (la palabra no se pronuncia jamás) un aborto. No sabemos quiénes son, qué edad tienen, si se quieren o no, no sabemos cuáles son las razones que les han llevado a esta decisión. Su conversación, aun cuando se reproduce con extraordinaria precisión, no da pie a que comprendamos nada de sus motivos ni de su pasado.

La chica está tumbada y el hombre intenta calmarla: «Es una operación que sólo impresiona, Jig. Ni siquiera es realmente una operación». Y luego: «Iré contigo y me quedaré todo el tiempo contigo…». Y luego: «Estaremos muy bien después. Exactamente como estábamos antes».

Cuando siente la mínima irritación por parte de la chica, dice: «Bueno. Si no quieres, no debes hacerlo. No quisiera que lo hicieras si no quieres». Y finalmente, otra vez: «Debes comprender que no quiero que lo hagas si no quieres. Puedo perfectamente admitirlo si eso significa algo para ti».

Detrás de las respuestas de la chica, se intuyen sus escrúpulos morales. Dice mirando al paisaje: «Y pensar que podríamos tener todo esto. Podríamos tenerlo todo y cada día lo ponemos más difícil».

El hombre quiere tranquilizarla: «Podemos tenerlo todo. […]».

«No. Y una vez que se te lo han llevado, nunca vuelve.»

Y, cuando el hombre le asegura otra vez que la operación no presenta peligro, ella dice:

«-¿Podrías hacer algo por mí?

»-Haría cualquier cosa por ti.

»-¿Quieres por favor por favor por favor por favor por favor por favor por favor callarte?».

Y el hombre:

«-Pero no quiero que lo hagas. Me da completamente igual.

»-Voy a gritar», dice la joven.

Es entonces cuando la tensión alcanza su cénit. El hombre se levanta para transportar el equipaje al otro lado de la estación y, cuando vuelve: «¿Te encuentras mejor?», pregunta.

«Me encuentro bien. Ningún problema. Me encuentro bien.» Estas son las últimas palabras del célebre cuento de Emest Hemingway «Hills like White Elephants» «Colinas como elefantes blancos».

2

Lo curioso en este cuento de cinco páginas es que podemos imaginar, a partir del diálogo, infinidad de historias; el hombre está casado y obliga a su amante a abortar por consideración hacia su esposa; es soltero y desea el aborto porque tiene miedo de complicarse la vida; pero también es posible que actúe desinteresadamente al prever las dificultades que un niño podría acarrear a la chica tal vez, se puede imaginar cualquier cosa, él esté gravemente enfermo y teme dejar a la chica sola con un niño; se puede incluso imaginar que el niño es de un hombre que la chica abandonó para irse con el norteamericano, quien le aconseja el aborto aun cuando esté dispuesto, en caso de rechazo, a aceptar él mismo el papel de padre. ¿Y la chica? Puede que haya aceptado abortar para obedecer a su amante; pero tal vez haya tomado ella misma la iniciativa, y a medida que se acorta el plazo, vaya perdiendo valor, se sienta culpable y manifieste aún la última resistencia verbal, destinada más a su propia conciencia que a su pareja. En efecto, no acabaríamos nunca de inventar posibilidades que pueden ocultarse detrás de un diálogo.

En cuanto al carácter de los personajes, la elección es igualmente molesta: el hombre puede ser sensible, cariñoso, tierno; puede ser egoísta, astuto, hipócrita. La chica puede ser hipersensible, fina, profundamente moral; puede también ser caprichosa, cursi, amante de montar escenas de histeria.

Los verdaderos motivos de su comportamiento permanecen tanto más ocultos cuanto que el diálogo no nos indica nada sobre la manera en que se pronuncian las réplicas: ¿rápido, con lentitud, ironía, ternura, maldad, cansancio? El hombre dice: «Sabes que te quiero». La chica contesta: «Lo sé». Pero ¿qué quiere decir este «lo sé»? ¿Está ella realmente segura del amor del hombre? ¿O lo dice con ironía? Y ¿qué quiere decir esa ironía? ¿Que la chica no cree en el amor del hombre? ¿O que el amor de ese hombre ya no le importa?

Fuera del diálogo, el cuento no contiene más que algunas descripciones necesarias; ni siquiera las indicaciones escénicas de las obras de teatro son tan escuetas. Un único motivo escapa a esta regla de máxima economía: el de las colinas blancas que se extienden en el horizonte; vuelve varias veces, acompañado de una metáfora, la única en todo el cuento. Hemingway no era muy aficionado a las metáforas. De modo que ésta no le pertenece al narrador, sino a la chica; ella es quien dice al mirar las colinas: «Parecen elefantes blancos».

El hombre contesta mientras se toma la cerveza:

«-Nunca he visto ninguno.

»-No, no habrías podido.

»- Habría podido -dice el hombre-. Que digas que no habría podido no prueba nada».

En estas cuatro réplicas, los caracteres se revelan en su diferencia, incluso en su oposición: el hombre manifiesta cierta reserva hacia la invención poética de la chica («nunca he visto ninguno»), ella le contesta inmediatamente en los mismos términos, como reprochándole no tener sentido poético («no habrías podido») y el hombre (como si ya conociera este reproche y le cayera mal) se defiende («habría podido»).

Más adelante, cuando el hombre asegura a la chica que la quiere, ella dice:

«-Pero si lo hago [o sea: si aborto], estará bien, y si digo que las cosas son elefantes blancos ¿te gustará?

»-Me gustará. Me gusta ahora, pero no puedo pensar en ello».

Por lo tanto, ¿será por lo menos en esta actitud distinta en relación a una metáfora donde radique la diferencia entre sus caracteres? ¿La chica, sutil y poética, y el hombre, prosaico?

¿Por qué no? Podemos imaginar a la joven como más poética que el hombre. Pero también podemos percibir cierto manierismo en su hallazgo metafórico, cierto preciosismo, cierta afectación: al querer que la admiren por original e imaginativa, exhibe sus pequeños gestos poéticos. Si éste es el caso, lo ético y lo patético de las palabras que pronuncia acerca del mundo que, después del aborto, ya no les pertenecería podrían deberse a su gusto por la ostentación lírica más que a la auténtica desesperación de la mujer que renuncia a la maternidad.

No, nada de lo que se oculta detrás de este diálogo simple y trivial queda claro. Cualquier hombre podría decir las mismas frases que el norteamericano, cualquier mujer las mismas frases que la chica. Un hombre que quiera a una mujer o que no la quiera, que mienta o que sea sincero, diría lo mismo. Como si este diálogo hubiera esperado ahí desde la creación del mundo para ser pronunciado por incontables parejas, sin relación alguna con su psicología individual.

Es imposible juzgar moralmente a estos personajes ya que no hay nada sobre lo que pronunciarse; en el momento en que están en la estación, todo está ya definitivamente decidido; ya se han dado antes explicaciones mil veces; han discutido ya mil veces sobre sus opiniones; ahora, la vieja discusión (vieja discusión, viejo drama) apenas aflora vagamente detrás de la conversación en la que ya nada está en juego y en la que las palabras ya no son sino palabras.

3

Aunque el cuento es extremadamente abstracto al describir una situación casi arquetípica, es al mismo tiempo extremadamente concreto al intentar captar la superficie visual y acústica de una situación, en particular del diálogo.

Intenten reconstruir un diálogo de su vida, el diálogo de una discusión o un diálogo de amor. Las situaciones más apreciadas, más importantes, se pierden para siempre. Lo que queda es su sentido abstracto (defendí tal punto de vista, él otro, estuve agresivo, él a la defensiva), tal vez uno o dos detalles, pero el hecho concreto acústico-visual de la situación se ha perdido en toda su continuidad.

Y no sólo se ha perdido, sino que ni siquiera nos sorprende esta pérdida. Nos hemos resignado a la pérdida de lo concreto del tiempo presente. Transformamos inmediatamente el momento presente en su abstracción. Basta con contar un episodio que hayamos vivido hace apenas unas horas: el diálogo se acorta en un breve resumen, el decorado en algunos datos generales. Esto también vale para los recuerdos más fuertes que, como un traumatismo, se imponen al espíritu: nos quedamos tan deslumbrados por su fuerza que no nos damos cuenta de hasta qué punto su contenido es esquemático y pobre.

Si se estudia, discute, analiza una realidad, se la analiza tal como aparece en nuestro espíritu, en nuestra memoria. No conocemos la realidad sino es en tiempo pasado. No la conocemos tal como es en el momento presente, en el momento en que está ocurriendo, en el que es. Ahora bien, el momento presente no se parece a su recuerdo. El recuerdo no es la negación del olvido. El recuerdo es una forma de olvido.

Por mucho que llevemos un diario asiduamente y que anotemos en él todos los acontecimientos, un día, al releer las notas, comprenderemos que no son capaces de evocar una sola imagen concreta. Peor aún: que la imaginación no es capaz de ayudar a nuestra memoria y reconstruir lo que está olvidado. Porque el presente, lo concreto del presente, como fenómeno que ha de examinarse, como estructura, es para nosotros un planeta desconocido; no sabemos, pues, ni retenerlo en nuestra memoria ni reconstruirlo mediante la imaginación. Nos morimos sin saber lo que hemos vivido.

4

La novela desconoce, me parece, la necesidad de oponerse a la pérdida de la realidad huidiza del presente hasta un determinado momento de su evolución. El cuento boccacciano es el ejemplo de esta abstracción en la que el pasado se transforma en cuanto es contado: es una narración que, sin ninguna escena concreta, casi sin diálogos, como si fuera un resumen, nos comunica lo esencial de un hecho, la lógica causal de una historia. Los novelistas que vinieron después de Boccaccio eran excelentes narradores, pero no era ni su problema ni su ambición captar lo concreto del tiempo presente. Contaban una historia sin imaginarla necesariamente en escenas concretas.

La escena pasa a ser el elemento fundamental de la composición de la novela (el lugar del virtuosismo del novelista) al principio del siglo XIX. Scott, Balzac, Dostoievski componen la novela como una secuencia de escenas minuciosamente descritas con su decorado, su diálogo, su acción; todo lo que no está vinculado a esta secuencia de escenas, todo lo que no es escena, está considerado y sentido como secundario, incluso superfluo. La novela parece un guión muy rico.

En cuanto la escena pasa a ser elemento fundamental de la novela, queda virtualmente planteada la cuestión de la realidad tal como se manifiesta en el momento presente. Digo «virtualmente» porque, en la obra de Balzac o de Dostoievski, lo que inspira el arte de la escena es más una pasión por lo dramático que una pasión concreta, más el teatro que la realidad. En efecto, la nueva estética de la novela que nace entonces (estética del segundo tiempo de la historia de la novela) se manifiesta mediante el carácter teatral de la composición: o sea, mediante una composición concentrada a) en una única intriga (contrariamente a la práctica de la composición «picaresca», que consiste en una secuencia de intrigas distintas); b) en los mismos personajes (dejar que los personajes abandonen la novela a medio camino, como era normal para Cervantes, se considera hoy un defecto); c) en un corto espacio de tiempo (incluso si entre el comienzo y el final de la novela transcurre mucho tiempo, la acción se desarrolla tan sólo a lo largo de unos cuantos días elegidos; así, por ejemplo, Los endemoniados se extiende a lo largo de unos meses, pero toda la acción extremadamente compleja se distribuye en dos días, luego en tres, luego en dos y por último en cinco).

En esta composición balzaquiana o dostoievskiana de la novela, toda la complejidad de la intriga, toda la riqueza del pensamiento (los grandes diálogos de ideas en la obra de Dostoievski), toda la psicología de los personajes, deben expresarse con claridad exclusivamente mediante escenas; por eso, una escena, como en el caso de una obra de teatro, pasa a ser artificialmente concentrada, densa (los múltiples encuentros en una única escena), y se desarrolla con improbable rigor lógico (para que el conflicto de los intereses y las pasiones quede claro); con el fin de expresar todo lo que es esencial (esencial para la inteligibilidad de la acción y de su sentido), debe renunciar a todo lo que es «inesencial», o sea a todo lo que es trivial, corriente, cotidiano, a lo que es azar o simple atmósfera.

Es Flaubert («nuestro más respetado maestro», dice de él Hemingway en una carta a Faulkner) quien saca a la novela de la teatralidad. En sus novelas, los personajes se encuentran en un ambiente cotidiano, que (por su indiferencia, su indiscreción, pero también por sus atmósferas y sus sortilegios, que hacen que una situación sea hermosa e inolvidable) interviene constantemente en su historia íntima. Emma acude a la cita con León en la iglesia, pero un guía se une a ellos e interrumpe sus confidencias mediante una larga perorata inane. Montherlant, en su prólogo a Madame Bovary, ironiza sobre el carácter metódico de esa forma de introducir un motivo antitético en una escena, pero la ironía queda fuera de lugar; porque no se trata de un manierismo artístico; se trata de un descubrimiento por decirlo así ontológico: el descubrimiento de la estructura del momento presente; el descubrimiento de la perpetua coexistencia de lo trivial y lo dramático sobre la que se fundamenta nuestra vida.

Captar lo concreto del tiempo presente es una de las constantes tendencias que, a partir de Flaubert, irá marcando la evolución de la novela: alcanzará su apogeo, su verdadero monumento, en el Ulises de James Joyce, quien describe, en unas novecientas páginas, dieciocho horas de vida; Bloom se detiene en la calle con M’Coy: en un único segundo, entre dos réplicas que se siguen, ocurren muchas cosas: el monólogo interior de Bloom; sus gestos (con la mano en el bolsillo palpa el sobre de una carta de amor); todo lo que ve (una señora sube a una calesa y deja entrever sus piernas, etc.); todo lo que oye; todo lo que siente. Un único segundo del tiempo presente pasa a ser, en la novela de Joyce, un pequeño infinito.

5

En el arte épico y en el dramático, la pasión de lo concreto se manifiesta con una fuerza distinta; su desigual relación con la prosa es testigo de ello. El arte épico abandona el verso en los siglos XVI y XVII, y se convierte así en un arte nuevo: la novela. La literatura dramática pasa del verso a la prosa más tarde y con mayor lentitud. La ópera, todavía más tarde, entre los siglos XIX y XX, con Charpentier (Luisa, 1900), Debussy (Péleas y Melisenda, 1902, escrita, no obstante, en una prosa poética muy estilizada) y Janácek (Jenufa, compuesta entre 1896 y 1902). Este último es, para mí, el más importante creador de la estética de la ópera de la época del arte moderno. Digo «para mí», porque no quiero ocultar mi pasión personal por él. Sin embargo, no creo equivocarme, pues la hazaña de Janácek fue enorme: descubrió para la ópera un nuevo mundo, el mundo de la prosa. No digo que fuera el único en hacerlo (el Berg de Wozzeck, 1925, a quien, por cierto, él defendió apasionadamente, e incluso el Poulenc de La voz humana, 1959, están cercanos a él), pero persiguió su objetivo de una manera particularmente consecuente, durante treinta años, creando cinco obras mayores que permanecerán: Jenufa; Katia Kabanova, 1921; La zorra astuta, 1924; El caso Macropulos, 1926; y De la casa de los muertos, 1928.

He dicho que él descubrió el mundo de la prosa porque la prosa no es tan sólo una forma de discurso distinta del verso, sino también una cara de la realidad, su cara cotidiana, concreta, momentánea, y situada en el lado opuesto del mito. Ahí tocamos la más honda convicción del novelista: nada queda más disimulado que la prosa de la vida; cualquier hombre intenta perpetuamente transformar su vida en mito, intenta por decirlo así transcribirla en verso, encubrirla con versos (malos versos). Si la novela es un arte y no sólo un «género literario» es porque el descubrimiento de la prosa es su misión ontológica, que ningún otro arte puede asumir enteramente.

En el recorrido de la novela hacia el misterio de la prosa, hacia la belleza de la prosa (pues, siendo arte, la novela descubre la prosa como belleza), Flaubert dio un paso inmenso. En la historia de la ópera, Janácek realizó medio siglo después la revolución flaubertiana. Pero si, en una novela, ésta nos parece del todo natural (como si la escena entre Emma y Rodolfo sobre el fondo de unos comicios agrícolas estuviera inscrita en los genes de la novela como posibilidad casi inevitable), en la ópera es mucho más chocante, audaz, inesperada: contradice el principio del irrealismo y la extrema estilización que parecían inseparables de la esencia misma de la ópera.

En la medida en que hicieron incursiones en la ópera, los grandes músicos modernos tomaron, con mayor frecuencia, la vía de una estilización aún más radical que sus precursores del siglo XIX: Honegger se inclina hacia los temas legendarios o bíblicos, a los que otorga una forma oscilante entre ópera y oratorio; la única ópera de Bartok tiene por tema una fábula simbolista; Schönberg escribió dos óperas: una es una alegoría, la otra pone en escena una situación extrema en el límite de la locura. Stravinski escribió sus óperas sobre textos en verso y son extremadamente estilizadas. Janácek fue, pues, no sólo en contra de la tradición de la ópera, sino también en contra de la orientación dominante de la ópera moderna.

6

Célebre retrato: un hombrecito bigotudo, con una espesa cabellera blanca, se pasea, con un cuadernillo abierto en la mano, y escribe en notas musicales las conversaciones que oye en la calle. Era su pasión: llevar la palabra viva a la notación musical; dejó centenares de esas «entonaciones del lenguaje hablado». Esta curiosa actividad hizo que sus contemporáneos lo clasificaran, en el mejor de los casos, entre los originales, en el peor, entre los ingenuos que no comprendieron que la música es creación y no imitación naturalista de la vida.

Pero la pregunta no es: ¿hay que imitar o no la vida?, la pregunta es: ¿debe un músico admitir la existencia del mundo sonoro fuera de la música y estudiarlo? Los estudios sobre el lenguaje hablado pueden aclarar dos aspectos fundamentales de toda la música de Janácek:

1) su originalidad melódica: hacia el final del romanticismo, el tesoro melódico de la música europea parece agotarse (en efecto, el número de variaciones de siete o doce notas es aritméticamente limitado); el conocimiento cotidiano de las entonaciones que no provienen de la música, sino del mundo objetivo de las palabras, permitirá a Janácek acceder a otra inspiración, a otra fuente de la imaginación melódica; sus melodías (tal vez sea el último gran melodista de la historia de la música) tienen por consiguiente un carácter muy específico y se reconocen inmediatamente:

a) contrariamente a la máxima de Stravinski («economicen sus intervalos, trátenlos como si fueran dólares»), contienen muchos intervalos de inacostumbrada longitud, hasta entonces impensables en una «hermosa» melodía;

b) son sucintas, condensadas y casi imposibles de desarrollar, prolongar, elaborar mediante las técnicas hasta entonces corrientes, que las hacían inmediatamente falsas, artificiales, «engañosas», o sea, dicho de otra manera: evolucionan según su propia manera: ya sea repetidas (obstinadamente repetidas), ya sea tratadas al igual que una palabra: por ejemplo, progresivamente intensificadas (sobre el modelo de alguien que insiste, que suplica);

2) su orientación psicológica: lo que le interesaba a Janácek ante todo en sus investigaciones sobre el lenguaje hablado no era el ritmo específico de la lengua (de la lengua checa), su prosodia (no se encuentra ningún recitativo en las óperas de Janácek), sino la influencia que ejerce sobre una entonación hablada el estado psicológico momentáneo del que habla; intentaba comprender la semántica de las melodías (aparece así como el antípoda de Stravinski, quien no otorgaba a la música capacidad alguna de expresión: para Janácek, únicamente la nota que es expresión, que es emoción, tiene derecho a existir); al escudriñar la relación entre una entonación y una emoción, Janácek adquirió como músico una lucidez psicológica absolutamente única; su verdadero furor psicológico (recordemos que Adorno habla de un «furor antipsicológico» en la obra de Stravinski) determinó toda su obra; gracias a él se dedicó especialmente a la ópera, porque en ella la capacidad de «definir emociones musicalmente» pudo realizarse y verificarse mejor que en otra parte.

7

¿Qué es una conversación, en la realidad, en lo concreto del tiempo presente? No lo sabemos. Sólo sabemos que las conversaciones en el teatro, en una novela, o incluso en la radio no se parecen a una conversación real. Fue sin duda una de las obsesiones artísticas de Hemingway: captar la estructura de la conversación real. Intentemos definir esta estructura comparándola con la del diálogo teatral:

a) en el teatro: la historia dramática adquiere forma en y para el diálogo; éste está, pues, enteramente concentrado en la acción, en su sentido, su contenido; en la realidad: el diálogo está rodeado por lo cotidiano, que lo interrumpe, lo atrasa, retarda su desarrollo, lo desvía, lo vuelve asistemático y alógico;

b) en el teatro: el diálogo debe dar al espectador la idea más inteligible, más clara del conflicto dramático y de los personajes; en la realidad: los personajes que sostienen una conversación se conocen entre sí y conocen el tema de su conversación; de modo que, para un tercero, su diálogo no es del todo comprensible; permanece enigmático, como si hubiera una fina capa de lo dicho por encima de la inmensidad de lo no dicho;

c) en el teatro: el tiempo limitado de la representación supone una máxima economía de palabras en el diálogo; en la realidad: los personajes vuelven al tema ya debatido, se repiten, corrigen lo que acaban de decir, etc.; estas repeticiones y torpezas traicionan las ideas fijas de los personajes y otorgan a la conversación una melodía específica.

Hemingway no sólo captó la estructura del diálogo real, sino que también, a partir de ella, creó una forma, forma simple, transparente, límpida, hermosa, tal como aparece en «Colinas como elefantes blancos»: la conversación entre el norteamericano y la chica empieza piano, con asuntos insignificantes; las repeticiones de las mismas palabras, de los mismos giros atraviesan todo el relato y le otorgan una unidad melódica (es precisamente esta melodización de un diálogo lo que, en el cuento de Hemingway, es tan sorprendente, tan hechizante); la intervención de la dueña del bar que trae las bebidas frena la tensión que, no obstante, va progresivamente en aumento, alcanza su paroxismo hacia el final («por favor por favor»), luego se calma en pianissimo con las últimas palabras.

8

«15 de febrero, anochece. El crepúsculo de las seis, cerca de la estación.

»En la calle, la mayor, con las mejillas rosadas, vestida con un abrigo rojo de invierno, se estremeció.

»Se puso a hablar bruscamente:

»“Esperaremos aquí y sé que él no vendrá”.

»Su amiga, con las mejillas pálidas y una pobre falda, interrumpió la última nota con el eco sombrío, triste, de su alma:

»“Me da igual”.

»Y no se movió, a medias rebelde, a medias expectante.»

Así es como empieza uno de los textos que Janácek publicó regularmente, con sus anotaciones musicales, en un periódico checo.

Imaginemos que la frase «Esperaremos aquí y sé que él no vendrá» sea una réplica en el relato que un actor está leyendo en voz alta ante un auditorio. Probablemente sentiríamos cierta falsedad en su entonación. Pronunciaría la frase como podríamos imaginárnosla en forma de recuerdo; o, simplemente, como para conmover a sus oyentes. Pero ¿cómo pronunciamos esa frase en una situación real? ¿Cuál es la verdad melódica de esta frase? ¿Cuál es la verdad melódica de un momento perdido?

La busca del presente perdido; la busca de la verdad melódica de un momento; el deseo de sorprender y de captar esa verdad huidiza; el deseo de penetrar así el misterio de la realidad inmediata que abandona constantemente nuestra vida, que por ello pasa a ser la cosa menos conocida del mundo. Este es, me parece, el sentido ontológico de los estudios del lenguaje hablado y, tal vez, el sentido ontológico de toda la música de Janácek.

Segundo acto de Jenufa: después de unos días de fiebre puerperal, Jenufa se levanta de la cama y se entera de que el recién nacido ha muerto. Su reacción es inesperada: «De modo que ha muerto. De modo que se ha convertido en un angelito». Y se pone a cantar estas frases con calma, en un extraño asombro, como paralizada, sin gritos, sin gestos. La curva melódica vuelve a subir varias veces para volver a caer inmediatamente después, como si también ella fuera víctima de una parálisis; es hermosa, conmovedora, sin por ello dejar de ser exacta.

Novak, el compositor checo más influyente de la época, se burló de esta escena: «Es como si Jenufa lamentara la muerte de su loro». Todo está ahí, en ese sarcasmo imbécil. ¡Por supuesto, no es así como nos imaginamos a una mujer que acaba de saber que su hijo ha muerto! Pero un acontecimiento, tal como lo imaginamos, tiene poco que ver con este mismo acontecimiento tal como es cuando ocurre.

Janácek escribió sus primeras óperas a partir de obras de teatro consideradas realistas; en su momento, esto ya rompía con las convenciones; pero, debido a su sed de concreción, incluso la forma del drama en prosa le pareció pronto artificial: de modo que escribió él mismo los libretos de sus dos óperas más audaces, una. La zorra astuta, según un folletín publicado en un periódico, la otra, según Dostoievski; no según una novela (¡no hay mayor trampa de lo no natural y de lo teatral que las novelas de Dostoievski!), sino según su «reportaje» del campo siberiano: Recuerdos de la casa de los muertos.

Al igual que Flaubert, Janácek quedó fascinado por la coexistencia de los distintos contenidos emocionales en una única escena (conocía la fascinación flaubertiana por los «motivos antitéticos»); así pues, la orquesta, en su obra, no refuerza, sino que, con frecuencia, contradice el contenido emotivo del canto. Siempre me ha conmovido particularmente una escena de La zorra astuta: en un albergue forestal, charlan un guardabosque, un profesor de pueblo y la mujer del posadero: recuerdan a sus amigos ausentes, al posadero que, aquel día, fue a la ciudad, al cura que se trasladó a otro lugar, a una mujer de la que el profesor ha estado enamorado y que acaba de casarse. La conversación es absolutamente trivial (jamás antes de Janácek se había visto en un escenario operístico una situación tan poco dramática y tan trivial), pero la orquesta está llena de una nostalgia apenas soportable, hasta tal punto que la escena se convierte en una de las más bellas elegías jamás escritas sobre la fugacidad del tiempo.

9

Durante catorce años, el director de la ópera de Praga, un tal Kovarovic, director de orquesta y más que mediocre compositor, rechazó Jenufa. Aunque terminó por ceder (en 1916 dirige él mismo el estreno de Jenufa), jamás dejó de insistir en el dilettantismo de Janácek, e introdujo en la partitura muchos cambios, correcciones en la orquestación, e incluso muchas tachaduras.

¿No se rebelaba Janácek? Claro que sí, pero, como es sabido, todo depende de la relación de fuerzas. Y él era el débil. Tenía sesenta y dos años y era casi desconocido. Si se hubiera resistido demasiado, hubiera podido esperar a estrenar su ópera diez años más. Por otra parte, incluso sus partidarios, a quienes el éxito de su maestro había vuelto eufóricos, estaban todos de acuerdo: ¡Kovarovic hizo un espléndido trabajo! ¡Por ejemplo, en la última escena!

La última escena: tras encontrarse al hijo de Jenufa ahogado, tras confesar la madrastra su crimen y habérsela llevado la policía, Jenufa y Laco se quedan solos. Laco, el hombre que aún la quiere pese a que Jenufa ha dado preferencia a otro, decide quedarse con ella. A esta pareja tan sólo les aguarda la miseria, la vergüenza y el exilio. Atmósfera inimitable: resignada, triste y, no obstante, iluminada por una inmensa compasión. Arpa y cuerdas, la suave sonoridad de la orquesta; el gran drama termina, de un modo inesperado, con un canto sereno, conmovedor e intimista.

Pero ¿puede darse semejante fin a una ópera? Kovarovic lo convirtió en una auténtica apoteosis del amor. ¿Quién se atrevería a oponerse a una apoteosis? Por otra parte, es tan simple una apoteosis: se le añaden los cobres, que sostienen la melodía en imitación contrapuntística. Procedimiento eficaz, mil veces comprobado. Kovarovic conocía bien su profesión.

Ignorado y humillado por sus compatriotas checos, Janácek encontró en Max Brod un apoyo firme y fiel. Pero cuando Brod estudia la partitura de La zorra astuta, no le gusta el final. Las últimas palabras de la ópera: una broma pronunciada por una ranita que, tartamudeando, se dirige al guardabosque: «Lo que uuusted pretende ver no soy yo, es mi mi mi abuelo». Mit dem Frosch zu schiiessen, ist unmoglich. Terminar con la rana es imposible, protesta Brod en una carta, y propone para la última frase de la ópera una solemne proclama que debería cantar el guardabosque: sobre la renovación de la naturaleza, la eterna fuerza de la juventud. Otra apoteosis.

Pero, esta vez, Janácek no obedeció. Una vez reconocido fuera de su país, ya no es débil. Antes del estreno de De la casa de los muertos, volvió a serlo, porque murió. El final de la ópera es magistral: dejan salir al protagonista del campo de trabajo. «¡Libertad! ¡Libertad!», gritan los forzados. Lo ven alejarse, comprueban con amargura: «¡Ni siquiera se da la vuelta!». Luego el comandante aulla: «¡A trabajar!» y es la última palabra de la ópera, que termina con el ritmo brutal del trabajo forzado subrayado por el sonido sincopado de las cadenas. El estreno, postumo, fue dirigido por un discípulo de Janácek (el mismo que estableció, para su publicación, el manuscrito apenas terminado de la partitura). Retocó un poco burdamente las últimas páginas: así, el grito «¡Libertad! ¡Libertad!» se vio trasladado al final, inflado mediante una larga coda sobreañadida, coda alegre, una apoteosis (una más). No es un añadido que, en modo redundante, prolonga la intención del autor: es la negación de esta intención; la mentira final en la que se anula la verdad de la ópera.

10

Abro la biografía de Hemingway escrita en 1985 por Jeffrey Meyers, profesor de literatura en una universidad norteamericana, y leo el pasaje referente a Colinas como elefantes blancos. Me entero sobre todo de una cosa: el cuento «tal vez describa la reacción de Hemingway ante el segundo embarazo de Hadley» (primera mujer de Hemingway). Y sigue el siguiente comentario, que acompaño con los míos propios entre paréntesis y en cursiva:

«La comparación de las colinas con elefantes blancos, es crucial para el sentido de la historia. Se convierte en tema de discusión y suscita la oposición entre la mujer imaginativa, conmovida por el paisaje, y el hombre prosaico, que se niega a avenirse a su punto de vista. […] El tema del cuento evoluciona a partir de una serie de polaridades: lo natural opuesto a lo artificial, lo instintivo opuesto a lo racional, la reflexión opuesta al parloteo, lo vivo opuesto a lo mórbido (la intención del profesor se hace clara: convertir a la mujer en el polo positivo, al hombre, en el negativo de la moral). El hombre, egocéntrico (nada permite calificar al hombre de egocéntrico), totalmente impermeable a los sentimientos de la mujer (nada permite decirlo), intenta inducirla al aborto para que puedan volver a estar exactamente igual que estaban. […] La mujer, para quien el aborto es totalmente contra natura, tiene mucho miedo de matar al niño (ella no puede matar al niño puesto que éste todavía no ha nacido) y de hacerse daño. Todo lo que dice el hombre es falso (no: todo lo que dice el hombre son triviales palabras de consuelo, las únicas posibles en semejante situación); todo lo que dice la mujer es irónico (hay muchas más posibilidades de explicar los comentarios de la joven). El la obliga a someterse a esta operación (“no quisiera que lo hicieras si no quieres”, dice él en dos ocasiones y nada prueba que no sea sincero) para que ella recupere su amor (nada prueba ni que hubiera tenido el amor de ese hombre ni que lo hubiera perdido), pero el hecho mismo de que él pudiera pedirle semejante cosa deja suponer que ella no podrá amarlo nunca más (nada permite decir lo que ocurrirá después de la escena de la estación). Ella acepta esta forma de autodestrucción (la destrucción del feto y la destrucción de la mujer no son lo mismo) tras alcanzar, al igual que el hombre en un subterráneo descrito por Dostoievski o el Joseph K. de Kafka, un punto de desdoblamiento de su personalidad que no hace sino reflejar la actitud de su marido: “Pues lo haré. Porque a mí me da igual”. (Reflejar la actitud de otra persona no es un desdoblamiento, de lo contrario todos los niños que obedecen a sus padres estarían desdoblados y se parecerían a Joseph K.; además, en ningún lugar se dice en el cuento que el hombre es su marido; tampoco puede ser marido, ya que Hemingway designa en todas partes al personaje femenino como girl, chica; si el profesor norteamericano la llama sistemáticamente woman, es un error intencionado: deja suponer que los dos personajes son el propio Hemingway y su mujer.) Luego, ella se aleja de él y […] encuentra consuelo en la naturaleza; en los campos de trigo, los árboles, el río y las lejanas colinas. Su contemplación serena (no sabemos nada de los sentimientos que la visión de la naturaleza despierta en la chica; pero en ningún caso son serenos, siendo amargas las palabras que ella pronuncia inmediatamente después), cuando ella levanta la vista hacia las colinas para buscar ayuda en ellas, recuerda el salmo 121 (cuanto más escueto es el estilo de Hemingway, tanto más ampuloso es el de su comentarista). Pero este estado de ánimo queda destruido por el hombre, que se obstina en continuar la discusión (leamos atentamente el cuento: no es el norteamericano, sino la chica, quien, después de alejarse brevemente, se pone a hablar en primer lugar y continúa la discusión; el hombre no busca una discusión, quiere tan sólo calmar a la chica) y en llevarla al borde de un ataque de nervios. Ella le lanza entonces una llamada frenética: “¿Podrías hacer algo por mí? […] Cállate. ¡Te lo suplico!”, que recuerda el “Jamás, jamás, jamás, jamás” del rey Lear (la evocación de Shakespeare no tiene sentido, como tampoco la tenían las de Dostoievski y Kafka)».

Resumamos el resumen:

1) En la interpretación del profesor norteamericano, el cuento se convierte en una lección de moral: se juzga a los personajes según sus relaciones con el aborto, que a priorí se considera un mal: así pues, la mujer («imaginativa», «conmovida por el paisaje») representa lo natural, lo vivo, el instinto, la reflexión; el hombre («egocéntrico», «prosaico») representa lo artificial, lo racional, el parloteo, la morbidez (fijémonos de paso que, en el discurso moderno de la moral, lo racional representa el mal y el instinto representa el bien);

2) la relación con la biografía del autor (y la insidiosa transformación de girl en woman) deja suponer que el protagonista negativo e inmoral es el propio Hemingway, quien, sirviéndose del cuento, hace una especie de confesión; de ser así, el diálogo pierde todo su carácter enigmático, los personajes carecen de misterio y, para quien ha leído esta biografía de Hemingway, están perfectamente determinados y claros;

3) no se toma en consideración el carácter estético original del cuento (su apsicologismo, la ocultación intencionada del pasado de los personajes, el carácter no dramático, etc.); peor aún, se anula este carácter estético;

4) a partir de los datos elementales del cuento (un hombre y una mujer van a abortar), el profesor inventa su propia novela: un hombre egocéntrico está forzando a su mujer a abortar; la mujer desprecia al marido, al que ya no podrá volver a querer;

5) este otro cuento es absolutamente llano y hecho de tópicos; no obstante, al compararlo sucesivamente con Dostoievski, Kafka, la Biblia y a Shakespeare (el profesor ha conseguido reunir en un único párrafo a las más destacadas autoridades de todos los tiempos), conserva su estatuto de gran obra y justifica así el interés que, pese a la indigencia moral de su autor, le otorga el profesor.

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Así es como la interpretación kitschizante condena a muerte las obras de arte. Unos cuarenta años antes de que el profesor norteamericano impusiera al cuento este significado moralizante, «Colinas como elefantes blancos» se tradujo en Francia con el título de «Paraíso perdido», título que no es de Hemingway (en ningún otro idioma en el mundo lleva el cuento este título) y que sugiere el mismo significado (paraíso perdido: inocencia antes del aborto, felicidad de la maternidad prometida, etc.).

La interpretación kitschizante, en efecto, no es la tara personal de un profesor norteamericano o de un director de orquesta praguense de principios de siglo (después de él, otros y otros directores de orquesta ratificaron estos retoques de Jenufa); es una seducción que proviene del inconsciente colectivo; una exhortación del apuntador metafísico; una exigencia social permanente; una fuerza. Esta fuerza no tiene por objetivo únicamente el arte, tiene por objetivo también la realidad misma. Hace lo contrario de lo que hacían Flaubert, Janácek, Joyce, Hemingway. Arroja el velo de los lugares comunes sobre el instante presente con el fin de que desaparezca el rostro de lo real.

Para que jamás sepas lo que has vivido.

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