Novena Parte. Amigo, aquí no está usted en casa

Hacia el final de su vida, Stravinski decidió reunir toda su obra en una gran edición discográfica ejecutada por él mismo, como pianista o director de orquesta, con el fin de que existiera una versión sonora autorizada de toda su música. Esta voluntad de asumir él mismo el papel de ejecutante provocó muchas veces una irritada reacción: con cuánta saña, en su libro publicado en 1961, Ernest Ansermet quiso burlarse de él: cuando Stravinski dirige la orquesta, es, dice, presa «de tal pánico, que aprieta su atril contra el podio por temor a caerse, que no puede dejar de mirar una partitura que conoce de memoria, ¡y que cuenta los tiempos!»; interpreta su música «literal y servilmente»; «como ejecutante, pierde toda alegría».

¿Por qué este sarcasmo?

Abro la correspondencia de Stravinski: el intercambio epistolar con Ansermet empieza en 1914; ciento cuarenta y seis cartas de Stravinski: mi querido Ansermet, amigo, mi querido amigo, mi querido Ernest; ni la sombra de una tensión; luego, como un trueno:

«París, 14 de octubre de 1937

»A toda prisa, amigo:

»No hay razón alguna para hacer esos cortes en Juego de cartas tocado en el concierto […]. Las piezas de este tipo son suites de danzas cuya forma es rigurosamente sinfónica y que no requieren explicación alguna para el público, ya que no hay en ellas elementos descriptivos, ilustrativos de la acción escénica, que puedan estorbar la evolución sinfónica de los fragmentos que se siguen.

»Si a usted se le ha pasado por la cabeza esa extraña idea de pedirme que haga unos cortes es que la concatenación de los fragmentos que componen Juego de cartas le parece personalmente un poco aburrida. No puedo hacer absolutamente nada. Pero lo que sobre todo me sorprende es que intente convencerme, a mí, de que haga tales cortes, a mí, que acabo de dirigir esta obra en Venecia y le he contado con cuánta alegría la acogió el público. O bien usted ha olvidado lo que le he contado, o bien no otorga mucha importancia a mis observaciones y a mi sentido crítico. Por otra parte, no creo realmente que su público sea menos inteligente que el de Venecia.

»¡Y pensar que es usted quien me propone recortar mi composición, corriendo el riesgo de deformarla, para que ésta sea mejor comprendida por el público, usted, que no temió a ese público cuando tocó una obra tan arriesgada desde el punto de vista del éxito y de la comprensión de sus oyentes como la Sinfonía para instrumentos de viento!

»No puedo, pues, dejarle hacer estos cortes en Juego de cartas; creo que es mejor no ejecutarla que hacerlo a disgusto.

»No tengo nada más que añadir, y con ello termino».

El 15 de octubre contesta Ansermet: «Le pediría tan sólo que me perdonara el pequeño corte en la marcha desde el segundo tiempo del compás 45 hasta el segundo tiempo del compás 58».

Stravinski reacciona el 19 de octubre:

«[…] Lo lamento, pero no puedo concederle ningún corte en Juego de cartas.

»El corte absurdo que usted me pide estropea mi pequeña marcha, cuya forma y sentido constructivo están en el conjunto de la composición (sentido constructivo que usted pretende defender). Usted recorta mi marcha únicamente porque la parte de la mitad y del desarrollo le gustan menos que lo demás. Para mí no es una razón suficiente y quisiera decirle: “Amigo, aquí no está usted en su casa”, jamás le he dicho: “Tome, aquí tiene mi partitura y haga con ella lo que le plazca”.

»Se lo repito: o ejecuta usted Juego de cartas tal cual o no lo ejecuta en absoluto.

»Parece no haber entendido que mi carta del 14 de octubre era categórica en este punto».

De ahí en adelante ya no intercambiarán sino algunas cartas, lacónicas, frías. En 1961, Ansermet publica en Suiza un voluminoso libro musicológico con un largo capítulo que es un ataque a la insensibilidad de la música de Stravinski (y a su incompetencia como director de orquesta). Tan sólo en 1966 (veintinueve años después de su pelea) podemos leer esta breve respuesta de Stravinski a una carta conciliadora de Ansermet:

«Mi querido Ansermet,

»su carta me ha conmovido. Somos los dos lo bastante mayores como para no pensar en el final de nuestros días; y no quisiera terminar mis días con el penoso peso de una enemistad».

Fórmula arquetípica en una situación arquetípica: así es como muchas veces, al final de su vida, los amigos que se traicionaron hacen borrón y cuenta nueva con su hostilidad, fríamente, sin por ello volver a ser amigos.

Lo que está en juego en esta pelea en la que se ha estrellado la amistad queda claro: los derechos de autor de Stravinski, derechos de autor llamados morales; la irritación del autor que no soporta que se toque su obra; y, por otro lado, la contrariedad de un intérprete que no tolera el orgullo del autor e intenta poner límites a su poder.

2

Oigo La consagración de la primavera en la interpretación de Leonard Bernstein; el célebre pasaje lírico en las Rondas primaverales me parece sospechoso; abro la partitura:

En la interpretación de Bernstein, pasa a ser:

Mi vieja experiencia con los traductores: si te deforman, nunca es en los detalles insignificantes, sino siempre en lo esencial. Lo cual no es ilógico: es en su novedad (nueva forma, nuevo estilo, nueva manera de ver las cosas) donde se encuentra lo esencial de una obra de arte; y es, por supuesto, esto nuevo lo que, de una manera del todo natural e inocente, topa con la incomprensión. El inédito encanto del pasaje citado consiste en la tensión entre el lirismo de la melodía y el ritmo, mecánico y a la vez extrañamente irregular; si no se conserva exactamente este ritmo, con precisión de reloj, si se lo «rubatiza», si al final de cada frase se prolonga la última nota (que es lo que hace Bernstein), la tensión desaparece y el pasaje se trivializa.

3

En su monografía sobre Janácek, Jaroslav Vogel, también director de orquesta, observa los retoques que hizo Kovarovic en la partitura de Jenufa. Los aprueba y los defiende. Asombrosa actitud; ya que, aun cuando los retoques de Kovarovic fueran eficaces, buenos, razonables, son por principio inaceptables, y la idea misma de ejercer de arbitro entre la versión de un creador y la de su corrector (censor, adaptador) es perversa. Sin duda alguna, se podría escribir mejor una u otra frase de En busca del tiempo perdido. Pero ¿dónde encontrar al loco que quisiera leer a un Proust mejorado?

Además, los retoques de Kovarovic lo son todo menos buenos y razonables. Como prueba de que está en lo justo, Vogel cita la última escena donde, después del descubrimiento del niño asesinado, después de la detención de su madrastra, Jenufa se encuentra a solas con Laco. Celoso de Stevo, Laco había antaño, por venganza, marcado el rostro de Jenufa con un corte de navaja; ahora, Jenufa le perdona: la había herido por amor; al igual que ella había pecado por amor:

Este «como yo antaño», alusión a su amor por Stevo, se dice muy rápidamente, como un pequeño grito, en las notas agudas que suben y se interrumpen; como si Jenufa evocara algo que quisiera olvidar inmediatamente. Kovarovic alarga la melodía de este pasaje (la «hace florecer», como dice Vogel) transformándola así:

¿No es cierto, dice Vogel, que el canto de Jenufa pasa a ser más hermoso bajo la pluma de Kovarovic? ¿No es cierto que al mismo tiempo el canto sigue siendo del todo janacekiano? Sí, si se quisiera hacer un pastiche de Janácek no se podría lograr algo mejor. Eso no impide que la melodía añadida sea un absurdo. Mientras que Jenufa en la partitura de Janácek recuerda rápidamente, con contenido horror, su «pecado», en la de Kovarovic ella se enternece con este recuerdo, se demora en él, se siente conmovida (su canto prolonga las palabras: amour: amor, moi: yo, y autrefois: antaño). Así, frente a Laco, ella canta la nostalgia de Stevo, rival de Laco, canta el amor por Stevo ¡que es el causante de toda su desdicha! ¿Cómo pudo Vogel, apasionado partidario de Janácek, defender semejante sinsentido psicológico? ¿Cómo pudo dar su visto bueno sabiendo que la rebelión estética de Janácek hunde sus raíces precisamente en la negación del irrealismo psicológico tan corriente en la práctica de la ópera? ¿Cómo se puede querer a alguien y al mismo tiempo llegar hasta el punto de malentenderlo?

4

Sin embargo, en eso Vogel tiene razón: son los retoques de Kovarovic los que, al hacer la ópera un poco más convencional, fueron partícipes de su éxito. «Déjenos deformarle un poco. Maestro, y se le querrá.» Pero hete aquí que el Maestro se niega a ser querido a este precio y prefiere ser detestado y entendido.

¿Qué medios tiene un autor para hacer que se le entienda tal como es? Bastante pocos en el caso de Hermann Broch en los años treinta y en la Austria cortada según el patrón de Alemania, que había pasado a ser fascista, y pocos también más tarde, en la soledad de su emigración: algunas conferencias, en las que exponía su estética de la novela; también, cartas a los amigos, a sus lectores, a sus editores, a los traductores; no dejó nada de lado, preocupándose, por ejemplo, muy de cerca de los textos cortos publicados en la solapa de sus libros. En una carta a su editor, protesta contra la propuesta del texto de la solapa que acompaña Los sonámbulos y que compara su novela con la obra de Hugo von Hofmannsthal e Italo Svevo. Propone él una contrapropuesta: compararla con la de Joyce y Gide.

Detengámonos en esta propuesta: ¿cuál es, de hecho, la diferencia entre el contexto Broch-Svevo-Hofmannsthal y el contexto Broch-Joyce-Gide? El primer contexto es literario en el sentido amplio y vago de la palabra; el segundo es específicamente novelesco (es al Gide de Los monederos falsos a quien apela Broch). El primer contexto es un contexto pequeño, o sea local, centroeuropeo. El segundo es un contexto grande, o sea internacional, mundial. Al situarse al lado de Joyce y Gide, Broch insiste en que su novela sea considerada en el contexto de la novela europea; se da cuenta de que Los sonámbulos, al igual que Ulises o Los monederos falsos, es una obra que revoluciona la forma novelesca, que crea otra estética de la novela, y que ésta no puede ser entendida sino sobre el telón de fondo de la historia de la novela como tal.

Esta exigencia de Broch es válida para cualquier obra importante. Nunca lo repetiré suficiente: el valor y el sentido de una obra sólo pueden ser apreciados en el gran contexto internacional. Esta verdad se vuelve particularmente imperiosa para cualquier artista que se encuentre en un relativo aislamiento. Un surrealista francés, un autor del «nouveau román», un naturalista del siglo XIX, todos están aupados por una generación, por un movimiento mundialmente conocido, su programa estético precede, por decirlo así, a su obra. Pero ¿dónde se encuentra Gombrowicz? ¿Cómo entender su estética?

Abandona su país en 1939, a los treinta y cinco años. Como documento de identidad artístico lleva consigo un único libro, Ferdydurke, novela genial, apenas conocida en Polonia, casi totalmente desconocida en otras partes. Desembarca lejos de Europa, en Argentina. Permanece inimaginablemente solo. Los grandes escritores argentinos jamás se acercaron a él. La emigración polaca anticomunista siente poca curiosidad por su arte. Durante catorce años, su situación sigue siendo la misma, y hacia 1953 se pone a escribir y a publicar su Diario. Poco se entera uno de su vida, pues es ante todo un informe acerca de su posición, una perpetua autoexplicación, estética y filosófica, un manual de su «estrategia», o mejor aún: es su testamento; no tanto porque pensara en su muerte: quiso imponer, como última y definitiva voluntad, su propia comprensión de sí mismo y de su obra.

Delimita su posición mediante tres rechazos clave: rechazo de la sumisión al compromiso político de la emigración polaca (no porque tenga simpatías procomunistas, sino porque le repugna el principio del arte comprometido); rechazo de la tradición polaca (según él, sólo se puede hacer algo válido por Polonia oponiéndose a la «polonidad», sacudiendo su pesada herencia romántica); rechazo, por fin, del modernismo occidental de los años sesenta, modernismo estéril, «desleal hacia la realidad», impotente en el arte de la novela, universitario, esnob, absorbido por su autoteorización (no porque Gombrowicz sea menos moderno, sino porque su modernismo es distinto). Esta tercera «cláusula del testamento» es sobre todo la importante, la decisiva y al mismo tiempo la obstinadamente malentendida.

Ferdydurke se publicó en 1937, un año antes de La náusea, pero, al ser Gombrowicz desconocido y Sartre célebre. La náusea confiscó, por decirlo así, en la historia de la novela, el lugar que se le debía a Gombrowicz. Mientras en La náusea la filosofía existencialista recurrió a un ropaje novelesco (como si un profesor, para entretener a los alumnos que se duermen, decidiera darles una lección en forma de novela), Gombrowicz escribió una verdadera novela que entronca de tal manera con la antigua tradición de la novela cómica (en la línea de Rabelais, Cervantes y Fielding) que los problemas existenciales, pues no era menos apasionado que Sartre, aparecen en su obra bajo un aspecto no serio y divertido.

Ferdydurke es una de esas obras mayores (con Los sonámbulos, con El hombre sin atributos) que inauguran, para mí, el tercer tiempo de la historia de la novela al hacer resucitar la experiencia olvidada de la novela prebalzaquiana y apoderarse de los terrenos considerados entonces como reservados a la filosofía. Que La náusea, y no Ferdydurke, se haya convertido en el ejemplo de esta nueva orientación tuvo lamentables consecuencias: los desposorios de la filosofía y la novela se produjeron en medio del aburrimiento recíproco. Descubiertas veinte, treinta años después de su nacimiento, las obras de Gombrowicz, Broch, Musil (y la de Kafka, por supuesto) ya no tenían la fuerza necesaria para seducir a una generación y crear un movimiento; interpretadas por otra escuela estética que, desde muchos puntos de vista, les es opuesta, eran respetadas, admiradas incluso, pero incomprendidas, hasta el punto de que el giro más importante que dio la historia de la novela en nuestro siglo pasó desapercibido.

5

Ese era también, ya lo he dicho, el caso de Janácek. Max Brod se puso a su servicio como se puso al servicio de Kafka: con desinteresado ardor. Reconozcámosle esta gloria: se puso al servicio de dos de los mayores artistas que jamás han vivido en el país donde nací. Kafka y Janácek: los dos mal apreciados; los dos con una estética difícil de captar; los dos víctimas de la estrechez de su ambiente. Praga representaba para Kafka un enorme inconveniente. Estaba aislado del mundo literario y editorial alemán, y eso fue fatal para él. Sus editores se ocuparon muy poco de este autor al que, en persona, apenas conocían. Joachim Unseld, hijo de un gran editor alemán, dedica un libro al problema y demuestra que ésta fue la razón más probable (idea que me parece muy realista) de que Kafka no terminara novelas que nadie le reclamaba. Porque, si un autor no tiene la perspectiva concreta de publicar su manuscrito, nada le empuja a darle el último toque, nada le impide dejarlo provisionalmente de lado encima de su mesa y pasar a otra cosa.

Para los alemanes, Praga era tan sólo una ciudad provinciana, al igual que Brno para los checos. Los dos, Kafka y Janácek, eran pues dos provincianos. Mientras Kafka era casi desconocido en un país cuya población le era ajena, Janácek, en el mismo país, era minimizado por los suyos.

El que quiera comprender la incompetencia estética del fundador de la kafkología debería leer su monografía sobre Janácek. Monografía entusiasta que, sin duda, ayudó mucho al maestro mal apreciado. Pero ¡qué enclenque, qué ingenua es! Con grandes palabras, cosmos, amor, compasión, humillados y ofendidos, música divina, alma hipersensible, alma tierna, alma de soñador, y sin el mínimo análisis estructural, sin el mínimo intento de captar la estética concreta de la música janacekiana. Conociendo el odio de la musicología praguense hacia el compositor provinciano, Brod quiso probar que Janácek formaba parte de la tradición nacional y que era perfectamente digno del gran Smetana, el ídolo de la ideología nacional checa. Se dejó obnubilar por esta polémica checa, provinciana, estrecha, hasta tal punto que toda la música del mundo se le fue del libro, y de todos los compositores de todos los tiempos sólo queda mencionado Smetana.

¡Ah, Max, Max! ¡No hay nunca que precipitarse sobre el terreno del adversario! ¡Allí, no encontrarás más que una multitud hostil, arbitros vendidos! Brod no aprovechó su posición de no checo para deslizar a Janácek hacia el contexto grande, el contexto cosmopolita de la música europea, el único en el que podía ser defendido y comprendido; volvió a encerrarlo en su horizonte nacional, lo separó de la música moderna, y selló su aislamiento. Las primeras interpretaciones se aferran a una obra, y ésta ya jamás podrá deshacerse de ellas. Al igual que el pensamiento de Brod quedará para siempre perceptible en cualquier literatura sobre Kafka, Janácek padecerá para siempre la provincianización que le infligieron sus compatriotas y que confirmó Brod.

Enigmático Brod. Quería a Janácek; no le guiaba ninguna segunda intención, tan sólo el espíritu de justicia; le quiso por lo esencial, por su arte. Pero ese arte él no lo comprendía.

Nunca llegaré a desentrañar el misterio de Brod. ¿Y Kafka? ¿Qué pensaba él? En su diario de 1911 cuenta: un día, fueron los dos a ver a un pintor cubista, Willi Nowak, que acababa de terminar un ciclo de retratos de Brod, litografías; a la manera de Picasso, el primer dibujo era fiel, mientras los demás, dice Kafka, se alejaban cada vez más del modelo para llegar a una extrema abstracción. Brod estaba incómodo; no le gustaban esos dibujos, salvo el primero, realista, que le gustaba mucho, en cambio, porque, anota Kafka con tierna ironía, «además del parecido, tenía alrededor de la boca y de los ojos rasgos nobles y serenos…».

Brod entendía tan mal el cubismo como a Kafka y Janácek. Al hacer todo lo posible para liberarlos de su aislamiento social, confirmó su soledad estética. Pues su dedicación a ellos significaba: incluso aquel que les quería, y que por lo tanto estaba en mejores condiciones para entenderles, era ajeno a su arte.

6

Me sorprende siempre el asombro que provoca la (pretendida) decisión de Kafka de destruir su obra. Como si semejante decisión fuera a priori absurda. Como si un autor no pudiera tener razones suficientes para, en su último viaje, llevarse consigo su obra.

Puede ocurrir, en efecto, que en el momento de hacer balance el autor compruebe que desama sus libros. Y que no quiera dejar tras de sí ese lúgubre monumento de su fracaso. Lo sé, lo sé, usted objetará que el autor se equivoca, que sucumbe a una depresión enfermiza, pero sus exhortaciones carecen de sentido. ¡El es quien en su obra está en su casa, y no usted, amigo!

Otra razón plausible: el autor sigue amando su obra pero no le gusta el mundo. No puede soportar la idea de dejarla ahí a merced de un porvenir que le parece odioso.

Y otra variante: el autor sigue amando su obra y no se interesa por el porvenir del mundo, pero, al haber tenido sus propias experiencias con el público, ha comprendido la vanitas vanitatum del arte, la inevitable incomprensión de su destino, la incomprensión (no la infravaloración, no me refiero a los vanidosos) que ha padecido en vida y que no quiere seguir padeciendo post mortem. (Por otra parte, tal vez no sea sino la brevedad de la vida la que impide a los artistas comprender hasta el final la vanidad de su trabajo y organizar a tiempo el olvido tanto de su obra como de sí mismos.)

¿No son todas ellas razones válidas? Pues sí. Sin embargo, no eran las de Kafka: era consciente del valor de lo que escribía, no sentía una repugnancia declarada hacia el mundo, y, demasiado joven y casi desconocido, no tenía malas experiencias con el público, al no tener casi ninguna.

7

El testamento de Kafka: no el testamento en el sentido jurídico exacto; en realidad, dos cartas privadas; e incluso ni siquiera verdaderas cartas, pues nunca fueron enviadas. Brod, albacea de Kafka, las encontró después de la muerte de su amigo, en 1924, en un cajón junto con un montón de otros papeles: una, a tinta, doblada, con la dirección de Brod, otra, más detallada, escrita a lápiz. En su Postfacio a la primera edición de El proceso, Brod explica: «… en 1921, le dije a mi amigo que había hecho un testamento en el que le pedía destruir algunas cosas (dieses undjenes vemichten), revisar otras, etc. Kafka respondió, mostrándome por fuera el papel escrito con tinta encontrado después en su escritorio: “Mi testamento será muy sencillo…, pedirte que lo quemes todo”. Recuerdo perfectamente la respuesta que di entonces: “[…] te digo ya desde ahora que no pienso cumplir lo que me pides”». Al evocar este recuerdo, Brod justifica su desobediencia al deseo testamentario de su amigo; Kafka, sigue Brod, «conocía la fanática veneración con que yo acogía cada una de sus palabras»; sabía, pues, que no sería obedecido y «habría tenido que designar otro ejecutor testamentario si su propia disposición hubiese sido para él algo incondicional y completamente serio». Pero ¿es esto tan seguro? En su propio testamento Brod le pedía a Kafka «destruir algunas cosas»; ¿por qué pues Kafka no habría encontrado normal pedirle el mismo favor a Brod? Y si Kafka sabía realmente que no seria obedecido, ¿por qué hubiera escrito esta segunda carta a lápiz, posterior a su conversación de 1921, en la que desarrolla y precisa sus disposiciones? Pero prosigamos: jamás sabremos lo que estos dos jóvenes amigos se dijeron sobre este asunto, que, por otra parte, no era para ellos lo más urgente, dado que ninguno de ellos, y Kafka en particular, podía considerarse especialmente amenazado por la inmortalidad.

Se dice con frecuencia: si Kafka quería realmente destruir lo que escribió, tendría que haberlo destruido él mismo. Pero ¿cómo? Sus cartas estaban en posesión de sus destinatarios. (El mismo no conservó ninguna de las cartas que había recibido.) Es cierto que hubiera podido quemar sus diarios. Pero eran diarios de trabajo (más carnets de notas que diarios), le eran útiles mientras escribía, y escribió hasta sus últimos días. Puede decirse lo mismo de sus prosas inacabadas. Irremediablemente inacabadas lo estaban tan sólo en caso de muerte; a lo largo de su vida, hubiera siempre podido volver a ellas. Incluso un cuento que le parece fallido no es inútil para un escritor, puede servirle como material para otro cuento. El escritor no tiene motivo alguno para destruir lo que ha escrito mientras no se esté muriendo. Pero, cuando se está muriendo, Kafka ya no está en su casa, está en el sanatorio y no puede destruir nada, sólo puede contar con la ayuda de su amigo. Y, al no tener muchos amigos, al no tener a fin de cuentas más que uno solo, cuenta con él.

También se dice: querer destruir la propia obra es un gesto patológico. En tal caso, la desobediencia a la voluntad del Kafka destructor se convierte en fidelidad al otro Kafka, el creador. Aquí, llegamos a la mayor mentira de la leyenda que rodea su testamento: Kafka no quería destruir su obra. Lo expresa en la segunda de estas cartas con total precisión: «De todo lo que he escrito son válidos (gelten) únicamente los libros: La condena, El fogonero, La metamorfosis, La colonia penitenciaria. Un médico rural y un cuento: “Un campeón del ayuno”. (Los pocos ejemplares de Contemplación pueden quedar, no quiero dar a nadie la molestia de destruirlos, pero no deben ser reimpresos.)». Así pues, no sólo Kafka no reniega de su obra, sino que hace de ella un balance intentando separar lo que debe quedar (lo que se puede reimprimir) de lo que no responde a sus exigencias; tristeza, severidad, pero, en su juicio, ni locura, ni ceguera de la desesperación: encuentra válidos todos sus libros impresos, con excepción del primero, Contemplación, al considerarlo probablemente inmaduro (sería difícil contradecirle). Su rechazo no se refiere automáticamente a todo lo que no estaba publicado, ya que sitúa también entre sus obras «válidas» el cuento «Un campeón del ayuno», que, en el momento en que escribe su carta, sólo existe en manuscrito. Más adelante, añadirá todavía tres cuentos más («Primer sufrimiento», «Una mujercita», «Josefina la cantante») para hacer un libro; corregirá las pruebas de imprenta de este libro en el sanatorio, en su lecho de muerte: prueba casi patética de que Kafka no tiene nada que ver con la leyenda del autor que quiere aniquilar su obra.

El deseo de destruir se refiere, pues, tan sólo a dos categorías de escritos, claramente delimitados:

en primer lugar, con particular insistencia: los escritos íntimos: cartas, diarios;

en segundo lugar: los cuentos y las novelas que no consiguió, según él, llevar a cabo.

8

Miro una ventana, enfrente. Hacia el anochecer se enciende una luz. Un hombre entra en la habitación. Con la cabeza baja va de un lado para otro; de vez en cuando se pasa la mano por el pelo. Luego, de repente, se da cuenta de que la luz está encendida y de que se le puede ver. Con un gesto brusco corre la cortina. Sin embargo, no estaba fabricando monedas falsas; no tenía nada que ocultar salvo a sí mismo, su manera de caminar por la habitación, su manera de vestir con descuido, su manera de acariciarse el pelo. Su bienestar está condicionado por su libertad de no ser visto.

El pudor es una de las nociones clave de los Tiempos Modernos, época individualista que, hoy, imperceptiblemente, se aleja de nosotros; pudor: reacción epidérmica para defender tu vida privada; para exigir una cortina en tu ventana; para insistir en que una carta dirigida a A no la lea B. Una de las condiciones elementales del paso a la edad adulta, uno de los primeros conflictos con los padres, es la reivindicación de un cajón para las propias cartas y cuadernos de notas, la reivindicación de un cajón con llave; se entra en la edad adulta mediante la rebelión del pudor.

Una vieja utopía revolucionaria, fascista o comunista: la vida sin secretos, donde vida pública y vida privada no sean más que una. El sueño surrealista de Bretón: la casa de cristal, casa sin cortinas en la que el hombre vive a la vista de todos. ¡Ah, la belleza de la transparencia! La única realización lograda de este sueño: una sociedad totalmente controlada por la policía.

Hablo de ello en La insoportable levedad del ser: Jan Prochazka, gran personalidad de la Primavera de Praga, se convirtió, después de la invasión rusa en 1968, en un hombre sometido a estrecha vigilancia. Frecuentaba por entonces a otro gran opositor, el profesor Václav Cemy, con el que le gustaba beber y hablar. Todas las conversaciones eran grabadas en secreto y sospecho que los dos amigos lo supieron y les dio igual. Pero un día, en 1970 o 1971, queriendo desacreditar a Prochazka, la policía di fundió estas conversaciones en forma de radionovela. Por parte de la policía era un acto atrevido y sin precedentes. Y, hecho sorprendente: estuvo a punto de lograrlo; de entrada, Prochazka quedó desacreditado: porque, en la intimidad, se dice cualquier cosa, se habla mal de los amigos, se dicen palabrotas, no se es serio, se cuentan chistes de mal gusto, se repite uno, se entretiene al inter locutor diciéndole enormidades que le choquen, se tie nen ideas heréticas que no se confiesan públicamente, etc. Por supuesto, todos actuamos como Prochazka, en la intimidad calumniamos a nuestros amigos, decimos palabrotas; actuar de modo distinto en privado y en público es la experiencia más evidente de cada uno, el fundamento sobre el que descansa la vida del individuo; curiosamente esa evidencia permanece como inconsciente, no confesada, incesantemente ocultada por los sueños líricos sobre la transparente casa de cristal, y es pocas veces en tendida como el valor de los valores que hay que defender. Tan sólo de manera progresiva (pero con un furor cada vez mayor) la gente se fue dando cuenta de que el verdadero escándalo no eran las palabras atrevidas de Prochazka, sino la violación de su vida; se dio cuenta (como tras un impacto) de que lo privado y lo público son por esencia dos mundos distintos y que el respeto de esta diferencia es la condición sine qua non para que un hombre pueda vivir como un hombre libre; que la cortina que separa esos dos mundos es intocable y que los que arrancan las cortinas son criminales. Y, como los arrancadores de cortinas estaban al servicio de un régimen odiado, fueron considerados unánimemente como criminales particularmente despreciables.

Cuando desde esa Checoslovaquia repleta de micrófonos llegué más tarde a Francia, vi en primera plana de una revista una gran foto de Jacques Brel ocultando el rostro, acorralado por fotógrafos delante del hospital donde seguía un tratamiento contra un cáncer avanzado. Y, de pronto, tuve la sensación de encontrar el mismo mal por el cual yo había huido de mi país; la radiodifusión de las conversaciones de Prochazka y la fotografía de un cantante moribundo que oculta su rostro me parecían pertenecer al mismo mundo; me dije que la divulgación de la intimidad del otro, en cuanto se convierte en costumbre y norma, nos hace entrar en una época en la que lo que está ante todo en juego es la supervivencia o la desaparición del individuo.

9

Casi no hay árboles en Islandia, y los que hay están todos en los cementerios; como si no hubiera muertos sin árboles, como si no hubiera árboles sin muertos. No los plantan al lado de la tumba, como en la idílica Europa central, sino en medio de ella, para que el visitante esté obligado a imaginar las raíces que, debajo, atraviesan el cuerpo. Paseo con Elvar D. por el cementerio de Reykjavik; se detiene ante una tumba donde el árbol es todavía muy pequeño; hace apenas un año, enterraron allí a un amigo; se pone a recordarlo en voz alta: su vida privada estaba marcada por un secreto, probablemente de tipo sexual. «Como los secretos provocan una irritada curiosidad, mi mujer, mis hijas, la gente a mi alrededor insistieron en que les hablara de ello. Hasta tal punto que la relación con mi mujer se estropeó desde entonces. No podía perdonarle su agresiva curiosidad, ella no me perdonó mi silencio, para ella prueba de la poca confianza que le tenía.» Luego, sonrió y: «No he traicionado nada», dijo, «porque no tenía nada que traicionar. Me prohibí conocer los secretos de mi amigo y no los conozco». Le escucho fascinado: desde mi infancia oigo decir que el amigo es aquel con el que uno comparte secretos y que, en nombre de la amistad, tiene incluso el derecho de insistir en conocerlos. Para mi islandés, la amistad es otra cosa: es ser guardián de la puerta tras la cual oculta el amigo su vida privada; es aquel que jamás abrirá esa puerta; aquel que no permitirá a nadie que la abra.

10

Pienso en el final de El proceso: los dos señores están inclinados sobre K., al que están degollando: «Con los ojos vidriosos K. vio aún cómo los señores, muy cerca de su cara, mejilla contra mejilla, observaban la decisión: “¡Como un perro!”, dijo K.; era como si la vergüenza hubiese de sobrevivirle».

El último sustantivo de El proceso: la vergüenza. Su última imagen: dos caras ajenas, muy cerca de su cara, tocándole casi, observan el estado más íntimo de K., su agonía. En el último sustantivo, en la última imagen, está condensada la situación fundamental de toda la novela: ser, en cualquier momento, accesible en tu propio dormitorio; dejar que te coman el desayuno; estar disponible, día y noche, para acudir a las citaciones; ver cómo confiscan las cortinas de tu ventana; no poder frecuentar a quien quieras; no pertenecerte ya a ti mismo; perder la condición de individuo. Sientes esta transformación de un hombre de sujeto en objeto como una vergüenza.

No creo que al pedir a Brod que destruyera su correspondencia Kafka temiera su publicación. Semejante idea no podía pasarle por la cabeza. Los editores no se interesaban por sus novelas, ¿cómo iban a interesarse por sus cartas? Lo que le llevó a querer destruirlas era la vergüenza, la vergüenza elemental, no la de un escritor, sino la de un simple individuo, la vergüenza de dejar cosas íntimas por ahí a la vista de los demás, de la familia, de los desconocidos, la vergüenza de ser convertido en objeto, la vergüenza capaz de «sobrevivirle».

Sin embargo, Brod hizo públicas sus cartas; antes, en su propio testamento, había pedido a Kafka «destruir algunas cosas»; ahora bien, él mismo lo publica todo, sin discernimiento; incluso esa larga y penosa carta encontrada en un cajón, carta que Kafka jamás se había decidido a enviar a su padre y que, gracias a Brod, cualquier persona ha podido leer más tarde, salvo su destinatario. La indiscreción de Brod no tiene para mí excusa alguna. Traicionó a su amigo. Actuó contra su voluntad, contra el sentido y el espíritu de su voluntad, contra su naturaleza púdica, que él conocía.

11

Hay una diferencia de esencia entre, por un lado, la novela y, por otro, las memorias, la biografía, la autobiografía. El valor de una biografía consiste en la novedad y la exactitud de los hechos reales que se revelan. El valor de una novela, en la revelación de las posibilidades hasta entonces ocultas de la existencia como tal; dicho de otra manera, la novela descubre lo que está oculto en cada uno de nosotros. Uno de los elogios habituales que se hacen de la novela consiste en decir: me identifico en el personaje del libro; tengo la impresión de que el autor está hablando de mí y me conoce; o en forma de agravio: me siento atacado, desnudado, humillado por esta novela. Jamás hay que burlarse de este tipo de juicios, aparentemente ingenuos: son la prueba de que la novela ha sido leída como novela.

Por eso la novela en clave (que habla de personas reales con la intención de que se las reconozca bajo nombres ficticios) es una falsa novela, algo estéticamente equívoco, moralmente sucio. ¡Kafka oculto bajo el nombre de Garta! Usted le objetará al autor: ¡Es inexacto! El autor: ¡No he escrito unas memorias, Garta es un personaje imaginario! Y usted: ¡Como personaje imaginario es inverosímil, está mal parido, escrito sin talento! El autor: Sin embargo, no es un personaje como los demás, ¡me permitió hacer revelaciones inéditas sobre mi amigo Kafka! Usted: ¡Revelaciones inexactas! El autor: ¡No he escrito mis memorias, Garta es un personaje imaginario!… Etc.

Por supuesto, cualquier novelista echa mano, quiéralo o no, de su vida; hay personajes completamente inventados, nacidos de su propia ensoñación, los hay nacidos de un único detalle observado en alguien, y todos deben mucho a la introspección del autor, a su conocimiento de sí mismo. El trabajo de la imaginación transforma estas inspiraciones y observaciones hasta tal punto que el novelista las olvida. Sin embargo, antes de publicar su libro, debería pensar en hacer inencontrables las claves que podrían ser reveladoras; ante todo por una mínima atención para con las personas que, para su sorpresa, encontrarán fragmentos de su vida en una novela, y después porque las claves (verdaderas o falsas) que ponemos en manos del lector no pueden sino llevarle a engaño; en lugar de buscar los aspectos desconocidos de la existencia, buscará en una novela aspectos desconocidos del autor; todo el sentido del arte de la novela quedará aniquilado como lo aniquiló, por ejemplo, ese profesor norteamericano que, armado de un inmenso llavero de llaves maestras, escribió la gran biografía de Hemingway: mediante la fuerza de su interpretación, transformó toda la obra de Hemingway en una única novela en clave; como si la hubiera vuelto del revés, como una chaqueta: repentinamente, los libros se encuentran, invisibles, al otro lado y, en el forro, se observan ávidamente los hechos (verdaderos o pretendidos) de su vida, hechos insignificantes, penosos, ridículos, triviales, tontos, mezquinos; así se deshace la obra, los personajes imaginarios se convierten en personajes de la vida del autor y la biografía incoa el proceso moral contra el escritor: hay, en un cuento, un personaje de madre mala: es a su propia madre a quien calumnia Hemingway; en otro cuento hay un padre cruel: es la venganza de Hemingway, a quien, siendo niño, el padre dejó que operaran de las amígdalas sin anestesia; en «Un gato bajo la lluvia», el anónimo personaje femenino se muestra insatisfecho «con su esposo egocéntrico y amorfo»: es la mujer de Hemingway, Hadley, la que se lamenta; en el personaje femenino de «Gente de verano» hay que ver a la mujer de Dos Passos: Hemingway quiso en balde seducirla y, en el cuento, abusa rastreramente de ella haciéndole el amor bajo los rasgos de un personaje; en «Más allá del río y bajo los árboles», un desconocido atraviesa un bar, es muy feo: Hemingway describe así la fealdad de Sinclair Lewis, que «profundamente herido por esta descripción cruel, murió tres meses después de la publicación de la novela». Y así sucesivamente, y así sucesivamente, de una delación a otra.

Desde siempre los novelistas se han defendido contra este furor biográfico, cuyo representante-prototipo es, según Marcel Proust, Sainte-Beuve con su consigna: «La literatura no es distinta o, al menos, separable del resto del hombre…». Comprender una obra exige, pues, conocer ante todo al hombre, o sea, señala Sainte-Beuve, conocer la respuesta a cierto número de preguntas aun cuando «parecieran ajenas a la naturaleza de sus escritos: ¿qué pensaba él de la religión? ¿En qué le afectaba el espectáculo de la naturaleza? ¿Cómo se comportaba con relación a las mujeres, al dinero? ¿Era rico, pobre? ¿Cuál era su régimen, su manera de vivir el día a día? ¿Cuál era su vicio o su debilidad?». Este método casi policial requiere del crítico, comenta Proust, que «se rodee de toda la información posible sobre el escritor, que coleccione su correspondencia, que interrogue a los hombres a quienes conoció…».

Sin embargo, rodeado «de toda la información posible», Sainte-Beuve consiguió no reconocer a ningún gran escritor de su siglo, ni a Balzac, ni a Stendhal, ni a Baudelaire; al estudiar su vida, dejó fatalmente pasar su obra, ya que, dice Proust, «un libro es el producto de un otro yo distinto al que manifestamos en nuestros hábitos, en sociedad, en nuestros vicios»; «el yo escritor se muestra tan sólo en sus libros».

La polémica de Proust contra Sainte-Beuve tiene una importancia fundamental. Señalemos: Proust no reprocha a Sainte-Beuve que exagere; no denuncia los límites de su método; su juicio es absoluto: este método es ciego para con el otro yo del autor; ciego para con su voluntad estética; incompatible con el arte; dirigida contra el arte; misomúsico.

12

La obra de Kafka está publicada en Francia en cuatro volúmenes. El segundo volumen: relatos y fragmentos narrativos; o sea: todo lo que Kafka publicó durante su vida, más todo lo que se encontró en sus cajones: relatos no publicados, inacabados, esbozos, primeras ideas, versiones suprimidas o abandonadas. ¿Qué orden sigue todo esto? El encargado de la edición observa dos principios: 1) todas las prosas narrativas, sin distinguir su carácter, su género, ni hasta qué punto están acabadas, se sitúan en el mismo plano, y 2) están colocadas por orden cronológico, o sea en el orden de su nacimiento.

Por eso ninguna de las tres recopilaciones de relatos que Kafka compuso él mismo y mandó publicar (Contemplación, Un médico rural. Un campeón del ayuno) figura aquí en la forma en que Kafka lo hizo; estas recopilaciones simplemente han desaparecido; las prosas que contenían han quedado dispersas entre otras prosas (entre esbozos, fragmentos, etc.) según el principio cronológico; ochocientas páginas de prosas de Kafka se convierten así en un flujo en el que todo se disuelve en todo, un flujo informe como tan sólo puede ser el agua, agua que corre y arrastra con ella lo bueno y lo malo, lo acabado y lo no acabado, lo fuerte y lo flojo, esbozo y obra.

Brod había proclamado ya la «veneración fanática» con la que acogía cada palabra de Kafka. Los que se han cuidado de la obra de Kafka manifiestan la misma veneración absoluta por todo lo que ha tocado su autor. Pero hay que comprender el misterio de la veneración absoluta: es al mismo tiempo, y fatalmente, la negación absoluta de la voluntad estética del autor. Porque la voluntad estética se manifiesta tanto en lo que el autor escribió como en lo que suprimió. Suprimir un párrafo exige por su parte todavía más talento, cultura, fuerza creadora que el haberlo escrito. Publicar lo que el autor suprimió es, pues, el mismo acto de violación que censurar lo que decidió conservar.

Lo que es válido para las supresiones en el microcosmos de una obra particular es válido para las supresiones en el macrocosmos de una obra completa. Ahí también, a la hora del balance, el autor, guiado por sus exigencias estéticas, deja siempre de lado lo que no le satisface. Así, Claude Simon ya no permite la reimpresión de sus primeros libros. Faulkner proclamó explícitamente no querer dejar como huella «nada más que los libros impresos», dicho de otra manera, nada de lo que los hurgadores de cubos de basura iban a encontrar tras su muerte. Pedía, pues, lo mismo que Kafka y fue tan bien obedecido como él: se publicó todo lo que se pudo encontrar. Compro la Sinfonía nº 1 de Mahler interpretada bajo la dirección de Seiji Ozawa. Esta sinfonía en cuatro movimientos tuvo antes cinco, pero, después de la primera ejecución, Mahler dejó definitivamente de lado el segundo, que no existe en ninguna partitura impresa. Ozawa lo reincorporó a la sinfonía; así cada cual puede por fin entender que Mahler fue muy lúcido al suprimirlo. ¿Debo seguir? La lista no tiene fin.

La manera según la cual se publicó en Francia la obra completa de Kafka no choca a nadie; responde al espíritu del tiempo: «Kafka se lee entero», explica el encargado de la edición. «Entre sus distintos modos de expresión, ninguno puede reivindicar una dignidad mayor que la de los demás. Así lo ha decidido la posteridad, que somos todos; es un juicio que comprobamos y que hay que aceptar. Se va a veces más lejos: no sólo se rechaza toda jerarquía entre los géneros, sino que se niega que existan géneros, se afirma que Kafka habla en todas partes el mismo lenguaje. Por fin se daría con él el caso buscado por todas partes o siempre esperado de una coincidencia perfecta entre lo vivido y la expresión literaria.»

«Coincidencia perfecta entre lo vivido y la expresión literaria.» No es otra cosa que una variante del eslogan de Sainte-Beuve: «Literatura inseparable de su autor». Eslogan que recuerda: «La unidad de la vida y de la obra». Lo cual evoca la célebre fórmula falsamente atribuida a Goethe: «La vida como una obra de arte». Estas mágicas locuciones son a la vez perogrulladas (por supuesto, lo que hace el hombre es inseparable de él), antífrasis (inseparable o no, la creación supera a la vida), tópicos líricos (la unidad de la vida y de la obra «siempre buscada y por todas partes esperada» se presenta como estado ideal, utopía, paraíso perdido por fin reencontrado), pero, sobre todo, delatan el deseo de negar al arte su estatuto autónomo, de relegarlo adonde ha salido, a la vida del autor, de diluirlo en esa vida, y de negar así su razón de ser (si una vida puede ser obra de arte, ¿para qué las obras de arte?). Trae sin cuidado el orden que Kafka decidió dar a la sucesión de sus cuentos en sus recopilaciones, porque la única sucesión válida es la que dicta la vida misma. Poco importa el Kafka artista que molesta con su estética oscura, porque se quiere a Kafka en cuanto unidad de lo vivido y de la escritura, el Kafka que tenía una relación difícil con su padre y no sabía cómo comportarse con las mujeres. Hermann Broch protestó cuando se puso su obra en un contexto pequeño junto a Svevo y Hofmannsthal. Pobre Kafka, no se le ha concedido ni ese pequeño contexto. Cuando se habla de él, no se recuerda a Hofmannsthal, ni a Mann, ni a Musil, ni a Broch; se le deja tan sólo un único contexto: Felice, el padre, Milena, Dora; se le relega al mini-mini-mini-contexto de su biografía, lejos de la historia de la novela, muy lejos del arte.

13

Los Tiempos Modernos hicieron del hombre, del individuo, de un ego pensante, el fundamento de todo. De esta nueva concepción del mundo también resulta la nueva concepción de la obra de arte. Se convierte en la expresión de un individuo único. En el arte era donde se realizaba, se confirmaba, encontraba su expresión, su consagración, su gloria, su monumento, el individualismo de los Tiempos Modernos.

Si una obra de arte es la emanación de un individuo y de su unicidad, es lógico que este ser único, el autor, posea todos los derechos sobre lo que es exclusiva emanación suya. Tras un largo proceso que dura siglos, estos derechos adquieren su forma jurídicamente definitiva en la Revolución francesa, que reconoció la propiedad literaria como «la más sagrada, la más personal de todas las propiedades».

Recuerdo el tiempo en que estaba hechizado por la música popular morava; la belleza de las fórmulas melódicas; la originalidad de las metáforas. ¿Cómo nacieron estas canciones? ¿Colectivamente? No; ese arte tuvo sus creadores individuales, sus poetas y sus compositores aldeanos, pero, una vez lanzada su invención al mundo, no tuvieron posibilidad alguna de seguirla y protegerla contra los cambios, las deformaciones, las eternas metamorfosis. Me sentía entonces muy cercano a quienes veían en ese mundo sin propiedad artística una especie de paraíso: un paraíso en el que todos hacían poesía para todos.

Evoco este recuerdo para decir que el gran personaje de los Tiempos Modernos, el autor, sólo emerge progresivamente durante los últimos siglos, y que, en la historia de la humanidad, la época de los derechos de autor es un momento fugaz, breve como un destello de magnesio. Sin embargo, sin el prestigio del autor y de sus derechos, el gran auge del arte europeo de los últimos siglos habría sido impensable, y con él la mayor gloria de Europa. La mayor gloria, o tal vez la única, porque, vale más recordarlo, no fue por sus generales ni por sus hombres de Estado por lo que Europa fue admirada incluso por aquellos a quienes ella había hecho sufrir.

Antes de que el derecho de autor se convirtiera en ley, fue necesaria cierta predisposición de espíritu favorable al autor. Este estado de espíritu que durante siglos se formó lentamente me parece que está deshaciéndose hoy. De lo contrario no sería posible que unos compases de una sinfonía de Brahms fuesen el acompañamiento musical de la publicidad de un papel higiénico. Ni que se publicase entre aplausos las versiones reducidas de las novelas de Stendhal. Si existiera aún ese estado de espíritu que respeta al autor, la gente se preguntaría: ¿estaría de acuerdo Brahms? ¿No se enfadaría Stendhal?

Me entero de la nueva redacción de la ley sobre los derechos de autor: los problemas de los escritores, de los compositores, de los pintores, de los poetas, de los novelistas ocupan en ella un ínfimo lugar, la mayor parte del texto está dedicada a la gran industria audiovisual. Nadie pone en duda que esta inmensa industria exige reglas de juego del todo nuevas. Porque la situación ha cambiado: lo que se sigue llamando arte es cada vez menos «expresión de un individuo original y único». Cómo puede el guionista de una película que ha costado millones hacer valer sus derechos morales (o sea el derecho de impedir que se toque lo que escribió) cuando, en esta creación, participa un batallón de otras personas que también se consideran autores y cuyos derechos morales se limitan recíprocamente; y cómo reivindicar nada en contra de la voluntad del productor cuando, sin ser autor, es en realidad el verdadero amo de la película.

Sin que su derecho se limite, los autores de las artes a la antigua se encuentran de golpe en otro mundo, en el que el derecho de autor está perdiendo su aura. En este nuevo clima, los que transgreden los derechos morales de los autores (los adaptadores de novelas; los hurgadores de cubos de basura que se apoderan de las ediciones llamadas críticas de los grandes autores; la publicidad que disuelve el patrimonio milenario en sus rosadas salivas; las revistas que reproducen sin permiso todo lo que quieren; los productores que intervienen en la obra de los cineastas; los directores de teatro que tratan los textos con tal libertad que tan sólo un loco podría todavía escribir para el teatro; etc.) encontrarán, en caso de conflicto, la indulgencia de la opinión, mientras que el autor que apele a sus derechos morales correrá el riesgo de quedar privado de la simpatía del público y con un apoyo jurídico más bien molesto, pues incluso los guardianes de las leyes no son insensibles al espíritu del tiempo.

Pienso en Stravinski. En su esfuerzo gigantesco por conservar toda su obra en su propia interpretación como un indestructible patrón. Samuel Beckett se comportaba de modo muy parecido: acompañaba el texto de sus obras con instrucciones escénicas cada vez más detalladas e insistía (contrariamente a la tolerancia corriente) en que fueran estrictamente observadas; asistía con frecuencia a los ensayos para poder aprobar la puesta en escena y, a veces, la hacía él mismo; publicó incluso un libro con las notas destinadas a la puesta en escena alemana de Fin de partida para que quedara fijada para siempre. Su editor y amigo. Jérôme Lindon, vigila, de ser necesario a costa de un proceso, que se respete su voluntad de autor, incluso después de su muerte.

Este esfuerzo máximo para otorgar a una obra un aspecto definitivo, del todo terminado y controlado por el autor, no tiene parangón en la Historia. Como si Stravinski y Beckett quisieran proteger su obra no sólo de la práctica corriente de las deformaciones, sino también de un porvenir cada vez menos dispuesto a respetar un texto o una partitura; como si quisieran dar el ejemplo, el último ejemplo de lo que es la concepción suprema del autor, del autor que exige la realización entera de sus voluntades.

14

Kafka envió el manuscrito de La metamorfosis a una revista cuyo redactor, Robert Musil, se mostró dispuesto a publicarla a condición de que el autor la redujera. (¡Ah, tristes encuentros los de grandes escritores!) La reacción de Kafka fue glacial y tan categórica como la de Stravinski frente a Ansermet. Podía soportar la idea de no ser publicado, pero la idea de ser publicado y mutilado le resultó insoportable. Su concepción del autor era tan absoluta como la de Stravinski y Beckett, pero así como éstos consiguieron más o menos imponer la suya, él fracasó. En la historia del derecho de autor, este fracaso constituye un giro.

Cuando Brod publicó, en 1925, en su Postfacio a la primera edición de El proceso, las dos cartas conocidas como el testamento de Kafka, explicó que Kafka sabía muy bien que sus deseos no serían atendidos. Admitamos que Brod haya dicho la verdad, que realmente estas dos cartas no hayan sido sino un simple gesto de humor, y que, en lo que se refiere a una eventual (muy poco probable) publicación postuma de lo que Kafka había escrito, todo había quedado claro entre los dos amigos; en tal caso, Brod, que era su albacea, podía asumir toda la responsabilidad y publicar lo que le viniera en gana; en tal caso, no tenía deber moral alguno de informamos de la voluntad de Kafka, que, según él, no era válida o había quedado superada.

Sin embargo, se precipitó a publicar esas cartas «testamentarias» y a darles toda la resonancia posible; en efecto, estaba ya creando la mayor obra de su vida, su mito de Kafka, una de cuyas piezas maestras era precisamente esta voluntad, única en la Historia, la voluntad de un autor que quiere aniquilar su obra. Y así es como ha quedado Kafka grabado en la memoria del público. De acuerdo con lo que Brod nos hace creer en su novela mitógrafa, en la que, sin matiz alguno, Garta-Kafka quiere destruir todo lo que ha escrito; ¿debido a su insatisfacción artística? Ah no, el Kafka de Brod es un pensador religioso; recordémoslo: al querer no ya proclamar, sino «vivir su fe», Garta no prestaba mayor importancia a sus escritos, «pobres escalones que debían ayudarle a alcanzar las cimas». Nowy-Brod, su amigo, se niega a obedecerle porque, aun cuando lo que Garta ha escrito no son sino «simples probaturas», éstas podían ayudar «a los hombres errantes en la noche» en su búsqueda del «bien superior e irreemplazable».

Con el «testamento» de Kafka, nació la mayor leyenda del san Kafka-Garta, y con ella también una pequeña leyenda de su profeta Brod, quien, con patética honradez, hizo pública la última voluntad de su amigo confesando al mismo tiempo por qué, en nombre de los más altos principios («el bien superior e irreemplazable»), decidió no obedecerle. El gran mitógrafo ganó su apuesta. Su acto fue elevado a rango de gran gesto digno de ser imitado. Porque, ¿quién podría poner en duda la fidelidad de Brod a su amigo? ¿Y quién se atrevería a dudar del valor de cada frase, de cada palabra, de cada sílaba que Kafka ha dejado a la humanidad?

Así pues, Brod creó el ejemplo que debe seguirse de la desobediencia a los amigos muertos; toda una jurisprudencia para aquellos que quieren no hacer caso de la última voluntad de un autor o divulgar sus secretos más íntimos.

15

En lo que se refiere a los cuentos y las novelas inacabados, admito de buena gana que habrían puesto a cualquier albacea en una situación bastante incómoda. Porque, entre estos escritos de desigual importancia, se encuentran tres novelas; y Kafka nunca escribió nada más grande. Por lo tanto no es en absoluto anormal que, debido al hecho de que estaban inacabadas, las pusiese en la columna de los fracasos; un autor puede difícilmente creer que el valor de la obra que no ha llevado hasta el final sea ya perceptible, antes de que se acabe, con casi toda su claridad. Pero lo que a un autor le resulta imposible ver puede parecerle muy claro a un tercero. Sí, debido a estas tres novelas que admiro infinitamente me habría sentido terriblemente incómodo de haberme encontrado en la situación de Brod.

¿Quién habría podido aconsejarme?

El que es nuestro más grande Maestro. Abramos el Quijote, la primera parte, capítulos XII, XIII, XIV: Don Quijote se encuentra con Sancho en las montañas, donde se entera de la historia de Grisóstomo, joven poeta que se ha enamorado de una pastora; pero ella no le quiere y Grisóstomo pone fin a sus días. Don Quijote decide ir a su entierro. Ambrosio, amigo del poeta, dirige la pequeña ceremonia. Al lado del muerto cubierto de flores hay unos libros de notas y hojas con poemas. Ambrosio explica ante la concurrencia que Grisóstomo le pidió que los quemara.

En ese momento, interviene el señor Vivaldo, un curioso que se había unido a los enlutados: se pregunta si quemar su poesía responde realmente a la voluntad del muerto, ya que la voluntad debe ser razonable y ésta no lo es. Sería, pues, mejor ofrecer su poesías a los demás, para que puedan brindarles placer, sabiduría, experiencia. Y, sin esperar la respuesta de Ambrosio, alarga la mano y recoge algunas de las hojas que están más cerca de él. Ambrosio le dice: «Por cortesía consentiré que os quedéis, señor, con lo que ya habéis tomado; pero pensar que dejaré de abrasar los que quedan es pensamiento vano».

«Por cortesía consentiré»: quiere decir que, incluso si el deseo del amigo muerto tiene para mí vigor de ley, no soy un servidor de las leyes, las respeto como ser libre que no se ciega ante otras razones, opuestas a la ley, como por ejemplo la cortesía o el amor al arte. Por eso «consentiré que os quedéis, señor, con lo que ya habéis tomado», esperando que mi amigo me perdone. A pesar de que, mediante esta excepción, haya transgredido su deseo, que para mí es ley; lo hice bajo mi propia responsabilidad, corriendo mis propios riesgos, y lo hice como aquel que transgrede la ley, no como aquel que la niega o la anula; por eso «pensar que no dejaré de abrasar los que quedan es pensamiento vano».

16

Un programa de televisión: tres mujeres célebres y admiradas proponen colectivamente que también las mujeres tengan derecho a ser enterradas en el Panteón de París. Hay que pensar, dicen, en el significado simbólico de semejante acto. Y enseguida dan los nombres de algunas de las grandes damas muertas que, según ellas, deberían ser trasladadas allí.

La reivindicación es justa, sin duda: sin embargo, algo me turba: algunas de esas damas muertas que podrían ser inmediatamente trasladadas al Panteón ¿acaso no descansan al lado de sus maridos? Seguramente; y lo habrán querido así. ¿Qué se haría con los maridos? ¿Transferirlos a ellos también? Difícil; al no ser tan importantes, deberán permanecer allí donde están, y las damas trasladadas pasarán la eternidad en una soledad de viudas.

Luego me dije: ¿y los hombres? Pues sí, ¡los hombres! ¡Quién sabe si están voluntariamente en el Panteón! Después de su muerte, sin pedirles su opinión, y seguramente contra su voluntad, se decidió convertirlos en símbolos y separarlos de sus mujeres.

Después de la muerte de Chopin, los patriotas polacos despedazaron su cadáver para quitarle el corazón. Nacionalizaron ese pobre músculo y lo enterraron en Polonia.

Se trata a un muerto como un despojo o como un símbolo. La misma falta de respeto que para con su individualidad desaparecida.

17

Ah, qué fácil es desobedecer a un muerto. Si pese a ello, a veces, nos sometemos a su voluntad, no es por temor, por obligación, es porque le queremos y nos negamos a creer que está muerto. Si un viejo campesino, en su agonía, le ha rogado a su hijo que no tire abajo el viejo peral que hay delante de la ventana, el peral no será abatido mientras el hijo recuerde con amor a su padre.

Poco tiene que ver esto con una fe religiosa en la vida eterna del alma. Simplemente un muerto a quien quiero jamás será un muerto para mí. No puedo siquiera decir: le he querido; no, le quiero. Y si me niego a hablar de mi amor por él en el pasado, eso quiere decir que el que está muerto está. Ahí es donde tal vez se encuentre la dimensión religiosa del hombre. En efecto, la obediencia a la última voluntad es misteriosa: supera toda reflexión práctica y racional: el viejo campesino nunca sabrá, en su tumba, si el peral ha sido o no abatido; sin embargo, para el hijo que le quiere resulta imposible no obedecerle.

Hace mucho tiempo, me emocionó (y me sigue emocionando) la conclusión de la novela de Faulkner, Las palmeras salvajes. La mujer muere tras un aborto fallido, el hombre es preso, condenado a diez años; le llevan a su celda un comprimido blanco, veneno; pero aleja enseguida la idea del suicidio, ya que la única manera de prolongar la vida de la mujer amada es conservarla en su recuerdo.

«… cuando ella dejó de ser, la mitad de la memoria dejó de ser; y si yo dejara de ser, todo el recuerdo dejaría de ser. Sí», pensó él, «entre la pena y la nada elijo la pena.»

Más tarde, al escribir El libro de la risa y del olvido, me sumergí en el personaje de Tamina, que perdió a su marido e intenta desesperadamente reencontrar, reunir recuerdos dispersos para reconstruir a un ser desaparecido, un pasado que ya pasó; entonces empecé a entender que, en ese recuerdo, no encuentra uno la presencia del muerto; los recuerdos no son más que la confirmación de su ausencia; en los recuerdos, el muerto no es más que un pasado que palidece, que se aleja, inaccesible.

Sin embargo, si me resulta imposible considerar muerto al ser a quien amo, ¿cómo se manifestará su presencia?

En su voluntad, que conozco y a la que permaneceré fiel. Pienso en el viejo peral que permanecerá delante de la ventana mientras viva el hijo del campesino.

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