Sexta Parte. De obras y arañas

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«Yo pienso.» Nietzsche pone en duda esta afirmación dictada por una convención gramatical que exige que todo verbo tenga un sujeto. En efecto, dice, «un pensamiento viene cuando “él” quiere, de modo que es un falseamiento de la realidad decir: el sujeto “yo” es la condición del predicado “pienso”». Un pensamiento llega al filósofo «como desde fuera, como desde arriba y desde abajo, constituyendo su especie peculiar de acontecimientos y rayos». Viene a paso ligero. Porque a Nietzsche le gusta «una intelectualidad osada y exuberante, que corre presto» y se burla de los doctos a quienes el pensamiento les parece «una actividad lenta, vacilante, algo como una pesada tarea, a menudo digna del sudor de los heroicos sabios, y en absoluto esa cosa ligera, divina, de tan cercano parentesco con la danza y la exuberante alegría».

Según Nietzsche, el filósofo «no debe falsificar, mediante un falso arreglo de deducción y dialéctica, las cosas y los pensamientos a los que ha llegado por otro camino. […] No se debería ni disimular ni desnaturalizar la manera efectiva mediante la cual nos han llegado nuestros pensamientos. Los libros más profundos y los más inagotables siempre tendrán sin duda algo del carácter aforístico y repentino de los Pensamientos de Pascal».

«No desnaturalizar la manera efectiva mediante la cual nos han llegado nuestros pensamientos»: este imperativo me parece extraordinario; y noto que, a partir de Aurora, en todos sus libros, todos los capítulos están escritos en un único párrafo: para que un pensamiento se diga de un tirón; para que quede fijado tal como se le apareció cuando acudía al filósofo, rápido y danzante.

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La voluntad de Nietzsche de preservar la «manera efectiva» mediante la cual le llegaron los pensamientos es inseparable de su otro imperativo, que me seduce tanto como el primero: resistirse a la tentación de transformar sus ideas en sistema. Los sistemas filosóficos «se presentan hoy en un estado lastimoso y descompuesto, si es que puede decirse que son todavía presentables». El ataque tiene por objeto tanto el inevitable dogmatismo del pensamiento sistemático como su forma: «una comedia de los sistemáticos: al querer rellenar su sistema y redondear el horizonte que los rodea, intentan a la fuerza poner en escena sus puntos flojos según el mismo estilo que sus puntos fuertes».

Yo mismo subrayo las últimas palabras: un tratado filosófico que expone un sistema está condenado a contener pasajes flojos; no porque le falte talento al filósofo, sino porque así lo exige la forma de un tratado; ya que, antes de llegar a sus conclusiones innovadoras, el filósofo se ve obligado a explicar lo que los demás dicen del problema, obligado a refutarles, a proponer otras soluciones, elegir la mejor, alegar argumentos en su favor, el argumento que sorprende codeándose con el que se da por supuesto, etc., de tal manera que al lector le entran ganas de saltar páginas para llegar por fin al meollo de la cuestión, al pensamiento original del filósofo.

Hegel, en su Estética, nos ofrece una imagen del arte soberbiamente sintética; uno se queda fascinado por esa mirada de águila; pero el texto en sí está lejos de ser fascinante, no nos permite ver el pensamiento tal como se le apareció, seductor, al acudir al filósofo. «Al querer rellenar su sistema», Hegel describe cada detalle de él, casilla por casilla, centímetro por centímetro, hasta tal punto que su Estética da la impresión de una obra en la que han colaborado un águila y centenares de heroicas arañas que tejen telas para tapar con ellas todos los rincones.

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Para André Bretón (Manifiesto surrealista) la novela era un «género inferior»; su estilo es el de la «información pura y simple»; la naturaleza de las informaciones que se dan es «inútilmente particular» («no se me escatima ninguna de las dudas del personaje: ¿será rubio?, ¿cómo se llamará…?»); y las descripciones: «nada es comparable al vacío de éstas; no son sino superposiciones de imágenes de catálogo»; como ejemplo cita a continuación un párrafo de Crimen y castigo, una descripción de la habitación de Raskolnikof, con este comentario: «Se alegará que este dibujo escolar ocupa su justo lugar, y que en este punto del libro el autor tiene sus razones para agobiarme». Pero Bretón encuentra fútiles estas razones, ya que: «yo no registro los momentos nulos de mi vida». Luego, la psicología: largos planteamientos que hacen que todo se sepa de antemano: «tal protagonista, cuyas acciones y reacciones están admirablemente calculadas, se ve obligado a no desbaratar, como quien no quiere la cosa, las previsiones de las que ha sido objeto».

Pese a su naturaleza partidista, esta crítica no puede pasarse por alto; expresa fielmente la reserva del arte moderno con respecto a la novela. Recapitulo: informaciones; descripciones; atención inútil hacia los momentos nulos de la existencia; la psicología, que hace que todas las reacciones de los personajes sean conocidas de antemano; en fin, condensando todos estos reproches en uno solo, es la falta mortal de poesía lo que convierte, para Bretón, la novela en un género inferior. Me refiero a poesía tal como la entendieron los surrealistas y todo el arte moderno, la poesía liberada de la retórica ornamental, del virtuosismo verbal, la poesía como explosión de lo maravilloso, momento sublime de la vida, emoción concentrada, originalidad de la mirada, sorpresa fascinante. A los ojos de Bretón, la novela es la no-poesía por excelencia.

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La fuga: un único tema desata un encadenamiento de melodías en contrapunto, un flujo que a través de su largo recorrido conserva el mismo carácter, la misma pulsión rítmica, su unidad. Después de Bach, con el clasicismo musical, todo cambia: el tema melódico pasa a ser cerrado y corto; por su brevedad, convierte el monotematismo en casi imposible; para poder construir una gran composición (en el sentido: organización arquitectónica de un conjunto de gran volumen) el compositor se ve obligado a hacer que un tema siga a otro; nació así un nuevo arte de la composición que, de un modo ejemplar, adquiere forma en la sonata, forma maestra de las épocas clásica y romántica.

Para hacer que un tema siga a otro, eran necesarios pasajes intermedios o, como decía César Franck, puentes. La palabra «puente» permite comprender que hay en una composición pasajes que tienen un sentido en sí (los temas) y otros pasajes que están al servicio de los primeros sin tener su intensidad o su importancia. Oyendo a Beethoven se tiene la impresión de que el grado de intensidad cambia constantemente: a veces, algo se prepara, después llega, después ya no está, y otra cosa se hace esperar.

Contradicción intrínseca de la música del segundo tiempo (clasicismo y romanticismo): ve su razón de ser en la capacidad de expresar emociones, pero a la vez elabora sus puentes, sus códigos, sus desarrollos, que son pura exigencia de la forma, resultado de una habilidad que nada tiene de personal, que se aprende, y que difícilmente puede prescindir de la rutina y de las fórmulas musicales comunes (que encontramos a veces incluso en los más grandes, Mozart o Beethoven, pero que abundan en la obra de sus contemporáneos menores). Así la inspiración y la técnica corren continuamente el riesgo de disociarse; nace una dicotomía entre lo que es espontáneo y lo que es elaborado; entre lo que quiere expresar directamente una emoción y lo que es un desarrollo técnico de esa misma emoción puesta en música; entre lo que es un núcleo de la composición y lo que es relleno (término despectivo, pero también del todo objetivo: ya que hay que «rellenar», horizontalmente, el tiempo entre los temas y, verticalmente, la sonoridad orquestal).

Se cuenta que mientras Musorgski tocaba al piano una sinfonía de Schumann se detuvo ante el desarrollo y exclamó: «¡Aquí empieza la matemática musical!». Este aspecto calculador, pedante, docto, escolar, no inspirado, fue el que indujo a Debussy a decir que, según Beethoven, las sinfonías se convierten en «ejercicios estudiosos y petrificados» y que la música de Brahms o la de Chaikovski «se disputan el monopolio del tedio».

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Esta dicotomía intrínseca no convierte a la música del clasicismo y del romanticismo en inferior a la de otras épocas; el arte de todas las épocas lleva en sí sus propias dificultades estructurales; éstas son las que inducen al autor a buscar soluciones inéditas y ponen así en marcha la evolución de la forma. La música del segundo tiempo era por otra parte consciente de esta dificultad. Beethoven: insufló a la música una intensidad expresiva jamás conocida antes de él y, al mismo tiempo, es él quien como nadie modeló la técnica compositiva de la sonata: esta dicotomía debía, pues, pesarle particularmente; para superarla (sin que pueda decirse que lo haya conseguido siempre) inventó distintas estrategias: por ejemplo, imprimiendo una insospechada expresividad a la materia musical que se encuentra más allá de los temas, a una escala, a un arpegio, a una transición, a una coda; o, por ejemplo, otorgando otro sentido a la forma de las variaciones, que antes de él no era más que virtuosismo técnico, el virtuosismo más frivolo, además: como si se dejara a una única modelo desfilar en la pasarela con distintos vestidos; Beethoven le dio la vuelta al sentido de esa forma para preguntarse: ¿cuáles son las posibilidades melódicas, rítmicas, armónicas, ocultas en un tema? ¿Hasta dónde puede llegarse en la transformación sonora de un tema sin traicionar su esencia? Y, por lo tanto, ¿cuál es, pues, esta esencia? Al plantearse, musicalmente, estas preguntas, Beethoven no necesita nada de lo aportado por la forma sonata, ni puentes, ni códigos, ni desarrollos; ni un segundo se encuentra fuera de lo que para él es esencial, fuera del misterio del tema.

Sería interesante examinar toda la música del siglo XIX como un intento continuo de superar esta dicotomía estructural. Sobre este asunto, pienso en lo que yo llamaría la estrategia de Chopin. Del mismo modo que Chéjov no escribe novelas, Chopin le pone mala cara a la «gran composición» al componer casi exclusivamente fragmentos reunidos en recopilaciones (mazurcas, polonesas, nocturnos, etc.). (Algunas excepciones confirman la regla: sus conciertos para piano y orquesta son flojos.) Actuó en contra del espíritu de su tiempo, que consideraba la creación de una sinfonía, un concierto, un cuarteto, como el criterio obligado para valorar la importancia de un compositor. Pero precisamente por sustraerse a este criterio Chopin creó una obra, tal vez la única de su época, que no ha envejecido en absoluto y que permanecerá enteramente viva, prácticamente sin excepciones. La «estrategia de Chopin» me explica por qué, en la obra de Schumann, Schubert, Dvorak, Brahms, las piezas de menor envergadura, de menor sonoridad, me han parecido más vivas, más hermosas (muy hermosas, con frecuencia) que sus sinfonías y conciertos. Porque (importante comprobación) la dicotomía intrínseca de la música del se gundo tiempo es un problema exclusivo de la gran composición.

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Al criticar el arte de la novela, ¿ataca Bretón sus debilidades o su esencia? Digamos, ante todo, que ataca la estética de la novela que nace con los comienzos del siglo XIX, con Balzac. La novela vivió entonces su mejor época, afirmándose por primera vez como una inmensa fuerza social; provista de un poder de seducción casi hipnótico, prefigura el arte cinematográfico: en la pantalla de su imaginación, el lector ve las escenas de la novela tan reales que está a punto de confundirlas con las de su propia vida; para cautivar a su lector, el novelista dispone entonces de todo un aparato para fabricar la ilusión de lo real; pero este aparato produce al mismo tiempo para el arte de la novela una dicotomía estructural comparable a la que ha conocido la música del clasicismo y del romanticismo: ya que es la minuciosa lógica causal la que hace que los hechos sean verosímiles, no debe omitirse ni una partícula de ese encantamiento (por muy carente de interés que esté de por sí); ya que los personajes deben parecer «vivos», hay que dar sobre ellos toda la información posible (incluso si es todo menos sorprendente); y está la Historia: antaño, su andar lento la hacía casi invisible, pero aceleró el paso y repentinamente (ésta es la gran experiencia de Balzac) todo se pone a cambiar en tomo a los hombres durante sus vidas, las calles en las que se pasean, los muebles de sus casas, las instituciones de las que dependen; el fondo de las vidas humanas ya no es un decorado inmóvil, conocido de antemano, pasa a ser cambiante, su aspecto de hoy está condenado a ser olvidado mañana, hay, pues, que captarlo, pintarlo (por más aburridos que puedan ser esos cuadros del tiempo que pasa).

El fondo: la pintura lo descubrió en la época del Renacimiento, con la perspectiva, que dividió el cuadro en lo que se encuentra delante y en lo que se encuentra en el fondo. Se desprendió de ello el particular problema de la forma: por ejemplo, el retrato: el rostro concentra mayor atención e interés que el cuerpo, y aún más que los ropajes del fondo. Es del todo normal, así es como vemos el mundo a nuestro alrededor, pero lo que es normal en la vida no responde por ello a las exigencias de la forma en el arte: el desequilibrio, en un solo cuadro, entre los lugares privilegiados y otros que apriori son inferiores, era algo que aún quedaba por resolver, por cuidar, por reequilibrar. O también por dejar radicalmente de lado mediante una nueva estética que anulara esa dicotomía.

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Después de 1948, durante los años de la revolución comunista en mi país natal, comprendí el eminente papel que desempeña la ceguera lírica en tiempos del Terror, que, para mí, era la época en la que «el poeta reinaba junto al verdugo» (La vida está en otra parte). Pensé entonces en Maiakovski; para la revolución rusa, su genio había sido tan indispensable como la policía de Dzerginski. Lirismo, lirización, discurso lírico, entusiasmo lírico forman parte integrante de lo que llamamos el mundo totalitario; ese mundo, no el gulag, es el gulag de muros exteriores tapizados de versos y ante los cuales se baila.

Más que el Terror, la lirización del Terror fue para mí un trauma. Quedé vacunado para siempre de toda tentación lírica. Lo único que entonces deseaba profunda, ávidamente, era una mirada lúcida y desengañada. La encontré por fin en el arte de la novela. Por eso ser novelista fue para mí algo más que practicar un «género literario» entre otros; fue una actitud, una sabiduría, una posición; una posición que excluía toda identificación con una política, con una religión, con una ideología, con una moral, con una colectividad; una no-identificación consciente, obstinada, rabiosa, concebida no como evasión o pasividad, sino como resistencia, desafío, rebeldía. Terminé por tener extraños diálogos: «¿Es usted comunista, señor Kundera?». – «No, soy novelista.» – «¿Es usted disidente?» «No, soy novelista.» – «¿Es usted de izquierdas o de derechas?» – «Ni lo uno ni lo otro. Soy novelista.»

Desde mi primera juventud me enamoré del arte moderno, de su pintura, de su música, de su poesía. Pero el arte moderno estaba marcado por su «espíritu lírico», por sus ilusiones de progreso, por su ideología de la doble revolución, estética y política, y poco a poco le fui cogiendo manía a todo esto. Mi escepticismo frente al espíritu de vanguardia, sin embargo, en nada podía cambiar mi amor a las obras del arte moderno. Me gustaban y me gustaban tanto más cuanto que fueron las primeras víctimas de la persecución estaliniana; Cenek, en La broma, fue enviado a un regimiento disciplinario porque le gustaba la pintura cubista; así es, pues: la Revolución había decidido que el arte moderno era su enemigo ideológico número uno, incluso a pesar de que los pobres defensores de lo moderno no deseaban otra cosa que alabarlo y exaltarlo; nunca olvidaré a Konstantin Biebl: un poeta exquisito (¡ah, cuántos versos suyos supe de memoria!) que, como comunista entusiasta, se puso, después de 1948, a escribir poesía propagandística de una mediocridad tan desalentadora como desgarradora; un año después, se tiró de una ventana al empedrado de Praga y se mató; en su persona sutil, vi el arte moderno engañado, encornudado, martirizado, asesinado, suicidado.

Mi fidelidad al arte moderno era pues tan pasional como mi apego al antilirismo de la novela. Los valores poéticos caros a Bretón, caros a todo el arte moderno (intensidad, densidad, imaginación liberada, desprecio por los «momentos nulos de la vida») los busqué exclusivamente en el territorio desencantado de la novela. Pero me han importado cada vez más. Eso explica, tal vez, por qué fui particularmente alérgico a esa especie de aburrimiento que irritaba a Debussy cuanto escuchaba sinfonías de Brahms o de Chaikovski; alérgico al zumbido de las laboriosas arañas. Eso explica por qué durante mucho tiempo permanecí sordo al arte de Balzac y por qué el primer novelista a quien adoré fue Rabelais.

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Para Rabelais, la dicotomía de los temas y los puentes, del primer plano y del fondo, es algo desconocido. Ágilmente, pasa de un asunto grave a la enumeración de los métodos que el pequeño Gargantúa inventó para limpiarse el culo, y sin embargo, estéticamente, todos los pasajes, fútiles o graves, tienen en la obra la misma importancia, me producen el mismo placer. Es lo que me encantó de su obra y de la de los novelistas antiguos: hablan de lo que les fascina y se detienen cuando se detiene la fascinación. Su libertad de composición me hizo soñar: escribir sin fabricar un suspense, sin construir una historia y simular su verosimilitud, escribir sin describir una época, un entorno, una ciudad; abandonar todo esto y no permanecer en contacto sino con lo esencial; lo cual quiere decir: crear una composición en la que puentes y rellenos no tengan razón de ser y en la que el novelista no esté obligado, para satisfacer la forma y sus imposiciones, a alejarse, aunque sea una única línea, de lo que realmente le importa, de lo que le fascina.

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El arte moderno: una rebelión contra la imitación de la realidad en nombre de las leyes autónomas del arte. Una de las primeras exigencias prácticas de esta autonomía: que todos los momentos, todas las parcelas de una obra tengan igual importancia estética.

El impresionismo: el paisaje concebido como simple fenómeno óptico, de manera que el hombre que se encuentre en él no tenga más valor que un matorral. Los pintores cubistas y abstractos fueron todavía más lejos al suprimir la tercera dimensión, que, inevitablemente, escindía el cuadro en planos de distinta importancia.

En música, la misma tendencia hacia la igualdad estética de todos los momentos de una composición: Satie, cuya simplicidad no es sino un rechazo provocador de la retórica musical heredada. Debussy, el encantador, el perseguidor de las arañas eruditas. Janácek suprimiendo cualquier nota que no sea indispensable. Stravinski, que se desvía de la herencia del romanticismo y del clasicismo y busca sus precursores entre los maestros del primer tiempo de la historia de la música. Webern, que vuelve a un monotematismo sui generis (es decir dodecafónico) y logra un despojamiento que antes que él nadie jamás podía imaginar.

Y la novela: el poner en tela de juicio el célebre lema de Balzac, «la novela debe hacerle la competencia al registro civil»; el ponerlo en tela de juicio no tiene nada de bravata de vanguardista que se complace en exhibir su modernidad para que los tontos la perciban; no hace sino convertir (discretamente) en inútil (o casi inútil, potestativo, no importante) el aparato para fabricar la ilusión de lo real. A este respecto, aquí va una pequeña observación:

Si un personaje debe hacerle la competencia al registro civil, debe ante todo tener un nombre verdadero. De Balzac a Proust, un personaje sin nombre es impensable. Pero el Jacques de Diderot no tiene patronímico alguno, y su amo, ni nombre ni apellido. ¿Es Panurgo un nombre o un apellido? Los nombres sin patronímicos, los patronímicos sin nombres ya no son nombres sino signos. El protagonista de El proceso no es Joseph Kaufmann o Krammer o Kohl, sino Joseph K. El de El castillo perderá hasta su nombre y se contentará con una única letra. En Los inocentes de Broch: se designa a uno de los protagonistas con la letra A. En Los sonámbulos, Esch y Huguenau no tienen nombre. El protagonista de El hombre sin atributos, Ulrich, no tiene patronímico. Desde mis primeras novelas, instintivamente, evité dar nombres a los personajes. En La vida está en otra parte, el protagonista sólo tiene un nombre, se designa a su madre únicamente con la palabra «mamá», a su amiguita como «la pelirroja» y al amante de ésta como «el cuarentón». ¿Es esto manierismo? Actuaba entonces con una total espontaneidad cuyo sentido sólo comprendí más tarde: obedecía a la estética del tercer tiempo: no pretendía que se creyera que mis personajes eran reales y poseían un libro de familia.

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Thomas Mann: La montaña mágica. Los larguísimos pasajes informativos acerca de los personajes, de su pasado, de su manera de vestirse, su manera de hablar (con todos los tics de lenguaje), etc.; descripción muy detallada de la vida en el sanatorio; descripción del momento histórico (los años que preceden a la guerra de 1914): por ejemplo, de las costumbres colectivas de entonces: pasión por la fotografía recientemente descubierta, entusiasmo por el chocolate, dibujos hechos con los ojos cerrados, esperanto, juego de cartas para solitarios, escuchar el fonógrafo, sesiones de espiritismo (como verdadero novelista que es, Mann caracteriza una época mediante costumbres condenadas al olvido y que escapan a la historiografía trivial). El diálogo, prolijo, revela su función informadora en cuanto abandona los pocos temas principales, e incluso los sueños son descripciones en el libro de Mann: después del primer día en el sanatorio, Hans Castorp, el joven protagonista, se duerme; nada más trivial que su sueño, en el que, en una tímida deformación, se repiten todos los hechos del día anterior. Estamos muy lejos de Bretón, para quien el sueño es la fuente de una imaginación liberada. Aquí el sueño no tiene sino una función: familiarizar al lector con el entorno, confirmar su ilusión de lo real.

Así se esboza minuciosamente un amplio fondo, ante el cual se ventila el destino de Hans Castorp y la justa ideológica de dos tísicos: Settembrini y Naphta; el primero masón, demócrata, el otro jesuita, autócrata, los dos enfermos incurables. La tranquila ironía de Mann relativiza la verdad de estos dos eruditos; su debate no tiene un vencedor. Pero la ironía de la novela va más allá y culmina en la escena en la que uno y otro, rodeados de su pequeño auditorio y embriagados por su lógica implacable, llevan sus argumentos al extremo de tal manera que nadie sabe ya quién defiende el progreso, quién la tradición, quién la razón, quién lo irracional, quién el espíritu, quién el cuerpo. A lo largo de varias páginas asistimos a una soberbia confusión en la que las palabras pierden su sentido, y el debate es tanto más violento cuanto que las actitudes son intercambiables. Unas doscientas páginas más adelante, al final de la novela (la guerra está a punto de estallar), todos los habitantes del sanatorio sucumben a una psicosis de crispaciones irracionales, de odios inexplicables; entonces es cuando Settembrini ofende a Naphta y ambos se disponen a batirse en un duelo que terminará con el suicidio de uno de ellos; y se comprende de golpe que no es el irreconciliable antagonismo ideológico, sino una agresividad extrarracional, una fuerza oscura e inexplicable la que impulsa a los hombres a enfrentarse unos a otros, y para la cual las ideas no son sino una tapadera, una máscara, un pretexto. Así esta magnífica «novela de ideas» pone en tela de juicio de un modo terrible (sobre todo para el lector de este fin de siglo) las ideas como tales y a la vez es un gran adiós a la época que creyó en las ideas y en su facultad para dirigir el mundo.

Mann y Musil. Pese a la proximidad de sus respectivas fechas de nacimiento, sus estéticas pertenecen a dos tiempos distintos de la historia de la novela. Los dos son novelistas de una inmensa intelectualidad. En la novela de Mann, la intelectualidad se revela ante todo en los diálogos de ideas pronunciados ante el decorado de una novela descriptiva. En El hombre sin atributos se manifiesta en todo momento, de un modo total; frente a la novela descriptiva de Mann, la novela pensada de Musil. Aquí también se sitúan los hechos en un entorno concreto (Viena) y en un momento concreto (el mismo que en La montaña mágica: justo antes de la guerra de 1914), pero mientras en la novela de Mann se describe Davos con todo detalle, en la obra de Musil apenas se nombra Viena, desdeñando éste incluso evocar visualmente sus calles, sus plazas, sus parques (deja suavemente a un lado el aparato de fabricar la ilusión de lo real). Nos encontramos en el Imperio Austro-Húngaro pero éste es sistemáticamente denominado por un mote que lo ridiculiza: Kakania. Kakania: el Imperio desconcretizado, generalizado, reducido a algunas pocas situaciones fundamentales, el Imperio transformado en modelo irónico del Imperio. Esa Kakania no es un fondo de la novela como lo es Davos en la de Thomas Mann, es uno de los temas de la novela; no está descrita, está analizada y pensada.

Mann explica que la composición de La montaña mágica es musical, basada sobre temas que se desarrollan como en una sinfonía, que vuelven, se cruzan, acompañan la novela durante todo su discurrir. Es cierto, pero hay que precisar que el tema no significa exactamente lo mismo para Mann que para Musil. Ante todo, en la obra de Mann, los temas (tiempo, cuerpo, enfermedad, muerte, etc.) se desarrollan ante un amplio fondo atemático (descripciones del lugar, del tiempo, de las costumbres, de los personajes) más o menos como los temas de una sonata quedan envueltos en una música ajena al tema: los puentes y las transiciones. Después, los temas en su obra tienen un fuerte carácter polihistórico, lo cual quiere decir: Mann echa mano de todo aquello con lo que las ciencias -sociología, medicina, botánica, física, química- pueden arrojar alguna luz sobre uno u otro tema; como si, gracias a esta vulgarización del saber, él quisiera crear una sólida base didáctica para el análisis de los temas; esto, con demasiada frecuencia y a lo largo de pasajes demasiado largos, aleja a mi entender su novela de lo esencial, ya que, recordémoslo, lo esencial para una novela es lo que sólo una novela puede decir.

El análisis del tema, en la obra de Musil, es diferente: en primer lugar no tiene nada de polihistórico; el novelista no se disfraza de sabio, médico, sociólogo, historiógrafo, analiza situaciones humanas que no forman parte de disciplina científica alguna, que forman simplemente parte de la vida. En este sentido Broch y Musil comprendieron la tarea histórica de la novela después del siglo del realismo psicológico: ya que la filosofía europea no supo pensar la vida del hombre, pensar su «metafísica concreta», la novela está predestinada a ocupar al fin ese terreno baldío en el que será irreemplazable (así quedó confirmado por la filosofía existencial mediante una prueba a contrario; la existencia es insistematizable y Heidegger, aficionado a la poesía, cometió el error de permanecer indiferente a la historia de la novela, en la que se encuentra el mayor tesoro de la sabiduría existencial).

Segundo, en Musil, contrariamente a Mann, todo se convierte en tema (cuestionamiento existencial). Si todo se convierte en tema, el fondo desaparece y, al igual que un cuadro cubista, sólo hay primer plano. En esta abolición del fondo es donde yo veo la revolución estructural realizada por Musil. Muchas veces grandes cambios tienen una apariencia discreta. En efecto, la longitud de las reflexiones, el tempo lento de las frases, otorgan a El hombre sin atributos el aspecto de una prosa «tradicional». No hay vuelco en la cronología. No hay destrucción del personaje y de la acción. A lo largo de unas dos mil páginas, se asiste a la modesta historia de un joven intelectual, Ulrich, que frecuenta algunas amantes, se encuentra con algunos amigos y trabaja en una asociación tan seria como grotesca (ahí es donde la novela, en un modo apenas perceptible, se aleja de lo verosímil y pasa a ser juego) que tiene como objetivo preparar la celebración del Aniversario del Emperador, una gran «fiesta de la paz» planificada (bomba bufa que se desliza bajo los fundamentos mismos de la novela) para el año 1918. Cada pequeña situación queda como inmovilizada en su carrera (es en ese tempo, extrañamente ralentizado, donde, a veces, Musil puede recordar a Joyce) con el fin de ser traspasada por una larga mirada que se pregunta qué significa, cómo comprenderla y pensarla.

Mann, en La montaña mágica, transformó los pocos años de la preguerra del catorce en una magnífica fiesta de despedida del siglo XIX, ido para siempre. El hombre sin atributos, situado en los mismos años, explora las situaciones humanas de la época que vendría a continuación: de este período terminal de los Tiempos Modernos que empezó en 1914 y, al parecer, se está acabando hoy ante nuestras narices. En efecto, todo está ya ahí, en esa Kakania musiliana: el reino de la técnica que nadie domina y que convierte al hombre en cifras estadísticas (la novela arranca en una calle en la que se ha producido un accidente; un hombre está tumbado en el suelo y una pareja de transeúntes comenta el hecho evocando la cantidad anual de accidentes de circulación); la rapidez como valor supremo del mundo embriagado por la técnica; la burocracia opaca y omnipresente (las oficinas de Musil son complementarias de las oficinas de Kafka); la esterilidad cómica de las ideologías que no comprenden nada, que nada dirigen (los tiempos gloriosos de Settembrini y Naphta ya han pasado); el periodismo, heredero de lo que antaño se conoció por cultura; los colaboracionistas de la modernidad; la solidaridad con criminales como expresión mística de la religión de los derechos del hombre (Clarisse y Moosbrugger); la infantofilia y la infantocracia (Hans Stepp, un fascista avant la lettre, cuya ideología se basa en la adoración del niño que hay en nosotros).

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Tras terminar La despedida, a principios de los años setenta, di por acabada mi carrera de escritor. Fue bajo la ocupación rusa y mi mujer y yo teníamos otras preocupaciones. Sólo un año después de nuestra llegada a Francia (y gracias a Francia), después de seis años de total interrupción, me puse otra vez, sin pasión, a escribir. Intimidado, y para sentir de nuevo que tocaba con los pies en el suelo, quise seguir haciendo lo que había hecho ya: una especie de segundo tomo de El libro de los amores ridículos. ¡Qué regresión! Veinte años antes, había empezado mi itinerario de prosista con esos cuentos. Por fortuna, tras esbozar dos o tres de esos «amores ridículos dos», comprendí que estaba escribiendo algo del todo distinto: no una recopilación de cuentos, sino una novela (titulada más adelante El libro de la risa y del olvido), una novela en siete partes independientes pero unidas hasta tal punto que cada una de ellas, leída aisladamente, perdía gran parte de su sentido.

De golpe, desapareció toda la desconfianza que aún quedaba en mí con respecto al arte de la novela: al dar a cada parte el carácter de un cuento inutilicé toda la técnica aparentemente inevitable de la gran composición novelesca. Encontré en mi tarea la vieja estrategia de Chopin, la estrategia de la composición pequeña que no necesita pasajes atemáticos. (¿Quiere decir esto que el cuento es la forma pequeña de la novela? Sí. No hay diferencia ontológica entre cuento y novela, aunque sí la hay entre novela y poesía, novela y teatro. Víctimas de las contingencias del vocabulario, no tenemos una única palabra para abarcar estas dos formas, grande y pequeña, del mismo arte.)

¿Cómo se vinculan estas siete composiciones pequeñas e independientes si no tienen una acción común? El único vínculo que las une, que las convierte en novela, es la unidad de los mismos temas. Así me encontré, a lo largo del camino, con otra vieja estrategia; la estrategia beethoveniana de las variaciones; gracias a ella, pude permanecer en contacto directo e ininterrumpido con algunas cuestiones existenciales que me fascinan y que, en esa novela-variaciones, se exploran progresivamente bajo múltiples ángulos.

Esta exploración progresiva de los temas tiene una lógica y ella es la que determina el encadenamiento de las partes. Por ejemplo: la primera parte («Las cartas perdidas») expone el tema del hombre y de la Historia en su versión elemental: el hombre tropieza con la Historia, que lo aplasta. En la segunda parte («Mamá») se invierte la misma tesis: para mamá, la llegada de los tanques rusos representa poca cosa en comparación con las peras de su jardín («los tanques son perecederos, la pera es eterna»). La sexta parte («Los ángeles»), en la que la protagonista, Tamina, muere ahogada, podría parecer la conclusión trágica de la novela; no obstante, la novela no termina ahí, sino en la parte siguiente, que no es ni desgarradora ni dramática ni trágica; cuenta la vida erótica de un nuevo personaje, Jan. El tema de la Historia aparece en ella brevemente y por última vez: «Jan tenía amigos que habían abandonado como él su antigua patria y que habían dedicado todo su tiempo a la lucha por su libertad perdida. Todos ellos habían conocido ya esa sensación de que el lazo que les une con su tierra es sólo una ilusión y que sólo por una cierta inercia del destino siguen estando dispuestos a morir por algo que ya no les importaba en absoluto»; se toca esa. frontera metafísica (la frontera: otro tema tratado en el curso de la novela) tras la cual todo pierde su sentido. La isla en la que se acaba la vida trágica de Tamina fue dominada por la risa (otro tema) de los ángeles, mientras en la séptima parte estalla la «risa del diablo», que transforma todo (todo: Historia, sexo, las tragedias) en humo. Sólo ahí el camino de los temas llega a su fin y el libro puede concluir.

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En los seis libros que representan su madurez (Aurora, Humano, demasiado humano, La Gaya Ciencia, Más allá del bien y del mal. La genealogía de la moral, Crepúsculo de los ídolos), Nietzsche persigue, desarrolla, elabora, afirma, afina el mismo arquetipo compositivo. Principios: la unidad elemental de un libro es el capítulo; su longitud va desde una única frase a muchas páginas; sin excepción, los capítulos no constan sino de un único párrafo; van siempre numerados; en Humano, demasiado humano y en La Gaya Ciencia, numerados y provistos además de un título. Determinado número de capítulos forman una parte, y determinado número de partes, un libro. El libro está unido por un tema principal, definido por el título (más allá del bien y del mal, la gaya ciencia, la genealogía de la moral, etc.); las distintas partes tratan de temas derivados del principal (que también llevan títulos, como en el caso de Humano, demasiado humano, Más allá del bien y del mal, Crepúsculo de los ídolos, o están tan sólo numeradas). Algunos de estos temas derivados se reparten verticalmente (es decir: cada parte trata preferentemente un tema, determinado por el título de la parte), mientras otros atraviesan todo el libro. Así nace una composición que es a la vez máximamente articulada (dividida en varias unidades relativamente autónomas) y máximamente unida (por los mismos temas que vuelven constantemente). He aquí a la vez una composición provista de un extraordinario sentido del ritmo basado en la capacidad de alternar capítulos cortos con capítulos largos: así, por ejemplo, la cuarta parte de Más allá del bien y del mal consiste exclusivamente en aforismos muy cortos (como una especie de diversión, de scherzo). Pero sobre todo: ahí tenemos una composición en la que no hay necesidad alguna de rellenos, transiciones, pasajes flojos, y en la que la tensión nunca baja, ya que sólo se ven los pensamientos que acuden «desde fuera o desde arriba, desde abajo, como hechos, como flechazos».

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Si el pensamiento de un filósofo está hasta tal punto vinculado a la organización formal de su texto, ¿puede existir fuera de este texto? ¿Puede extraerse el pensamiento de Nietzsche de la prosa de Nietzsche? Por supuesto que no. El pensamiento, la expresión, la composición son inseparables. Lo que vale para Nietzsche ¿vale en general? O sea: ¿puede decirse que el pensamiento (el significado) de una obra es siempre y por principio indisociable de la composición?

Curiosamente, no, no puede decirse. Durante mucho tiempo, la originalidad de un compositor consistía exclusivamente en su invención melódico-armónica, que él repartía, por decirlo así, en esquemas compositivos que no dependían de él, que estaban más o menos preestablecidos: las misas, las suites barrocas, los concerti barrocos, etc. Sus distintas partes se sitúan por tradición según un orden determinado, de tal manera que, por ejemplo, con la regularidad de un reloj, la suite termina siempre con una danza rápida, etc., etc.

Las treinta y dos sonatas de Beethoven, que abarcan casi toda su vida creativa, desde sus veinticinco hasta sus cincuenta y dos años, representan una inmensa evolución en la que la composición de la sonata se transforma por completo. Las primeras sonatas obedecen todavía a un esquema heredado de Haydn y Mozart: cuatro movimientos; el primero: allegro, escrito en la forma sonata; el segundo: adagio, escrito en la forma lied; el tercero: minué o scherzo, en un tempo moderado; el cuarto: rondó, en un tempo rápido.

Salta a la vista la desventaja de esta composición: el movimiento más importante, más dramático, más largo, es el primero; la sucesión de los movimientos tiene, pues, una evolución descendente: desde el más grave hasta el más leve; además, antes de Beethoven, la sonata se queda siempre a medio camino entre una recopilación de piezas (se tocan entonces muchas veces en los conciertos los movimientos aislados de las sonatas) y una composición indivisible y unida. Según la evolución de estas treinta y dos sonatas, Beethoven reemplaza progresivamente el viejo esquema de la composición por un esquema más concentrado (reducido a veces a tres, incluso a dos movimientos), más dramático (el centro de gravedad se desplaza hacia el último movimiento), más unido (sobre todo por la propia atmósfera emocional). Pero el verdadero sentido de esta evolución (que por ello se convierte en una verdadera revolución) no era el de reemplazar un esquema insatisfactorio por otro mejor, sino el de romper el principio mismo del esquema compositivo preestablecido.

En efecto, esta obediencia colectiva al esquema prescrito de la sonata o de la sinfonía tiene algo de ridículo. Imaginemos que todos los grandes sinfonistas, incluidos Haydn y Mozart, Schumann y Brahms, tras llorar en su adagio, se disfrazaran, al llegar al último movimiento, de escolares y se precipitaran al patio de recreo para bailar, saltar y decir a voz en grito que bien está lo que bien acaba. Es lo que podemos llamar «la tontería de la música». Beethoven comprendió que la única vía para superarla era la de hacer que la composición fuera radicalmente individual.

Esta es la primera cláusula de su testamento artístico destinado a todas las artes, a todos los artistas, y que yo formularía así: no hay que considerar la composición (la organización arquitectónica del conjunto) como una matriz preexistente, prestada al autor para que él la rellene con su invención; la composición debe ser en sí misma una invención, una invención que compromete toda la originalidad del autor.

No sabría decir hasta qué punto este mensaje ha sido escuchado y comprendido. Pero el propio Beethoven supo extraer de él todas las consecuencias, magistralmente, en sus últimas sonatas, cada una de las cuales está compuesta de un modo único, jamás visto.

14

La sonata Opus 111; sólo tiene dos movimientos: el primero, dramático, está elaborado de un modo más o menos clásico en la forma sonata; el segundo, de carácter meditativo, está escrito en forma de variaciones (forma, antes de Beethoven, más bien desacostumbrada en una sonata): ningún contraste entre variaciones particulares, tan sólo una gradación que añade siempre un nuevo matiz a la variación precedente y otorga a este largo movimiento una excepcional unidad de tono.

Cuanto más perfecto es cada uno de los movimientos en su unidad, más se opone al otro. Desproporción de la duración: el primer movimiento (en la ejecución de Schnabel): 8,14 minutos; el segundo: 17,42 minutos. ¡La segunda parte de la sonata es, pues, más de dos veces más larga que la primera (caso sin precedente en la historia de la sonata)! Además: el primer movimiento es dramático, el segundo calmo, reflexivo. Ahora bien, empezar dramáticamente y terminar con una meditación tan larga parece contradecir todos los principios arquitectónicos y condenar la sonata a la pérdida de toda la tensión dramática, tan cara, antes, a Beethoven.

Pero es precisamente la cercanía inesperada de estos dos movimientos lo que es elocuente, lo que habla, lo que se convierte en el gesto semántico de la sonata, en su significación metafórica, que evoca la imagen de una vida dura, corta, y del canto nostálgico que la sigue, sin fin. Esta significación metafórica, inasible mediante palabras y, no obstante, fuerte e insistente, otorga a estos dos movimientos una unidad. Unidad inimitable. (Se podría imitar indefinidamente la composición impersonal de la sonata mozartiana; la composición de la sonata Opus 111 es hasta tal punto personal que su imitación sería una falsificación.)

La sonata Opus 111 me recuerda Las palmeras salvajes de Faulkner. En esta novela, alterna un relato amoroso con el de un prisionero evadido, relatos que no tienen nada en común, ningún personaje e incluso ningún parentesco perceptible de motivos o temas. Composición que no puede servir de modelo para ningún otro novelista; que no puede existir sino una sola vez; que es arbitrario, no recomendable, injustificable; injustificable porque detrás de ella se oye un es muss sein que hace que toda justificación sea superflua.

15

Por su rechazo del sistema Nietzsche cambia a fondo la manera de filosofar: tal como lo definió Hannah Arendt, el pensamiento de Nietzsche es un pensamiento experimental. Su primer impulso es el de corroer lo que está inmovilizado, socavar sistemas comúnmente aceptados, abrir brechas para aventurarse en lo desconocido; el filósofo del porvenir será un experimentador, dice Nietzsche; libre de ir en distintas direcciones que pueden, en rigor, oponerse.

Si soy partidario de una fuerte presencia del pensar en la novela eso no quiere decir que me guste lo que suele llamarse «novela filosófica», esa servidumbre de la novela a una filosofía, esa «puesta en narración» de las ideas morales o políticas. El pensamiento auténticamente novelesco (tal como lo ha conocido la novela desde Rabelais) siempre es asistemático; indisciplinado; está próximo al de Nietzsche; es experimental; fuerza brechas en todos los sistemas de ideas que nos rodean; examina (en particular por mediación de los personajes) todos los caminos de reflexión procurando llegar hasta el final de cada uno de ellos.

Acerca del pensamiento sistemático, una cosa más: quien piensa es automáticamente arrastrado a sistematizar; es su eterna tentación (incluso la mía, e incluso durante la escritura de este libro): tentación de describir todas las consecuencias de sus ideas; de prever todas las objeciones y de rechazarlas de antemano; de atrincherar así sus ideas. Ahora bien, el que piensa no debe esforzarse por persuadir a los demás de su verdad; en tal caso se encontraría en el camino de un sistema; en el lamentable camino de «el hombre de convicciones»; a algunos hombres políticos les gusta calificarse así; pero ¿qué es una convicción? Es un pensamiento que se ha detenido, que está inmovilizado, y «el hombre de convicciones» es un hombre limitado; el pensamiento experimental no desea persuadir sino inspirar; inspirar otro pensamiento, poner en marcha el pensamiento; por eso un novelista debe sistemáticamente desistematizar su pensamiento, dar patadas a la barricada que él mismo ha levantado alrededor de sus ideas.

16

El rechazo nietzscheano del pensamiento sistemático tiene otra consecuencia: una inmensa ampliación temática; han caído las barreras entre las distintas disciplinas filosóficas que impidieron ver el mundo real en toda su extensión y a partir de ese momento cualquier cosa humana puede convertirse en objeto del pensamiento de un filósofo. Esto también acerca la filosofía a la novela: por primera vez la filosofía no reflexiona sobre la epistemología, la estética, la ética, la fenomenología del espíritu, sobre la crítica de la razón, etc., sino sobre todo lo que es humano.

Los historiadores o los profesores, al exponer la filosofía nietzscheana, no sólo la reducen, cosa que ya se da por supuesta, sino que la desfiguran al convertirla en lo opuesto de lo que es, es decir en un sistema. ¿Queda espacio todavía en su Nietzsche sistematizado para sus reflexiones sobre las mujeres, los alemanes, Europa, Bizet, Goethe, el kitsch victorhuguesco, Aristófanes, la levedad del estilo, el aburrimiento, el juego, las traducciones, el espíritu de obediencia, la posesión del otro y sobre todas las variantes psicológicas de esta posesión, sobre los sabios y los límites de su espíritu, sobre los Schauspieler, comediantes que se exhiben en el escenario de la Historia?, ¿queda espacio todavía para mil observaciones psicológicas, que no se encuentran en ningún otro lugar salvo tal vez en la obra de algunos escasos novelistas?

Del mismo modo que Nietzsche acercó la filosofía a la novela, Musil acercó la novela a la filosofía. Este acercamiento no quiere decir que Musil sea menos novelista que otros novelistas. Y tampoco que Nietzsche sea menos filósofo que otros filósofos.

La novela pensada de Musil también consigue una ampliación temática jamás conocida; nada de lo que puede ser pensado queda a partir de ahora excluido del arte de la novela.

17

Cuando tenía trece, catorce años, fui a clases de composición musical. No porque fuera un niño prodigio, sino por la púdica delicadeza de mi padre. Eran tiempos de guerra y un amigo suyo, compositor judío, tuvo que llevar la estrella amarilla; la gente empezó a evitarlo. Mi padre, sin saber cómo expresarle su solidaridad, tuvo la idea de pedirle, en el momento justo, que me diera clases. A los judíos entonces se les confiscaba el apartamento, y el compositor tenía que cambiar continuamente de alojamiento, que cada vez era más pequeño, para terminar, antes de partir para Terezin, en una pequeña vivienda en la que en cada habitación acampaban, amontonadas, muchas personas. En cada traslado había conservado su pequeño piano, en el que yo tocaba mis ejercicios de armonía o polifonía mientras unos desconocidos a nuestro alrededor se entregaban a sus quehaceres.

De todo aquello sólo me han quedado mi admiración por él y tres o cuatro imágenes. Sobre todo ésta: al acompañarme después de la clase, él se detiene cerca de la puerta y me dice de pronto: «Hay muchos pasajes sorprendentemente flojos en Beethoven. Pero son estos pasajes flojos los que otorgan valor a los pasajes fuertes. Es como el césped, sin el cual no podríamos disfrutar del hermoso árbol que crece en él».

Curiosa idea. Que se me haya quedado en la memoria es aún más curioso. Tal vez me haya sentido honrado de poder escuchar una confesión confidencial del maestro, un secreto, un ardid que sólo los iniciados tenían el derecho de conocer.

Sea como fuere, esta corta reflexión de mi maestro de entonces me persiguió toda la vida (la he defendido, la he atacado, nunca he podido del todo con ella); sin ella, este texto, con toda seguridad, no habría sido escrito.

Pero más que a esta reflexión en sí quiero a la imagen de un hombre que, poco tiempo antes de su viaje atroz, reflexionó, en voz alta, ante un niño, sobre el problema de la composición de la obra de arte.

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