«Las cosas no siempre son lo que parecen.»
Hasta hace un minuto me encontraba perfectamente. De repente, estoy sufriendo una terrible agonía, hecho un ovillo y sujetándome el estómago. ¿Qué diablos me está pasando? No tengo la menor idea. Lo único que sé es lo que siento, y lo que siento es difícil de creer. Es como si de pronto la cara interior de mi estómago se estuviera cayendo a tiras con un escozor corrosivo. Estoy gritando y gimiendo, pero sobre todo estoy rezando… rezando para que esto acabe.
Pero no lo hace.
El ardor continúa, se está abriendo un orificio abrasador por el que la bilis gotea de mi estómago y cae crepitando sobre mis entrañas. El olor de mi propia carne al derretirse impregna el aire. «Me estoy muriendo», me digo a mí mismo. Pero no, es peor que eso. Mucho peor. Me estoy despellejando vivo, desde dentro hacia fuera. Y esto sólo es el principio. Como fuegos artificiales, el dolor asciende y estalla en mi garganta. Me deja sin aliento y lucho por respirar.
Entonces me desplomo. Mis brazos, inútiles, son incapaces de detener la caída. Golpeo el duro suelo de madera con la cabeza y me abro una brecha en el cráneo. La sangre, espesa y de un rojo ciruela, brota por encima de mi ceja derecha. Parpadeo unas cuantas veces, pero eso es todo. Ni siquiera me importa el boquete. Los doce puntos de sutura que necesito son lo último que me preocupa en este momento.
El dolor es cada vez peor, continúa extendiéndose. Atraviesa mi nariz. Se derrama por mis oídos. Se estampa contra mis ojos, donde puedo sentir los vasos reventando como burbujas.
Intento ponerme en pie, pero no puedo. Cuando finalmente lo consigo, intento correr; sin embargo, sólo logro avanzar a trompicones. Mis piernas son de plomo. El cuarto de baño está a unos tres metros. Como si estuviera a quince kilómetros.
No sé cómo pero lo hago. Lo alcanzo y cierro la puerta detrás de mí. Mis rodillas se doblan y me desplomo contra el suelo una vez más. Los fríos azulejos reciben mi mejilla con un horrible ¡crac! y mi molar posterior se parte en dos.
Veo el inodoro pero da vueltas, como todo lo que hay en el baño. Todo gira y agito los brazos para intentar agarrarme al lavabo y poder sostenerme. Imposible. Mi cuerpo empieza a estremecerse como si mil voltios sacudieran mis venas. Intento arrastrarme.
Ahora el dolor ya está en todas partes, incluidas las uñas, que hundo en el hueco que queda entre los azulejos para impulsarme poco a poco hacia delante. Con desespero, me aferró a la base del inodoro y con gran esfuerzo asomo la cabeza por encima del borde.
Por un momento, mi garganta se abre y respiro de forma entrecortada. Empiezo a tener convulsiones y los músculos de mi pecho se estiran y se retuercen. Uno a uno, se desgarran como si los estuvieran descuartizando con cuchillas de afeitar.
Alguien llama a la puerta. Rápidamente, vuelvo la cabeza. Cada vez llama con más insistencia. Ahora ya la está aporreando. Ojalá fuese la temible parca, que viniese a liberarme de este sufrimiento atroz.
Pero no lo es -todavía no, al menos-, y en este instante comprendo que tal vez no sepa lo que me ha matado esta noche, pero, por todos los diablos, sí sé quién lo hizo.