Nora podía sentir cómo la miraba Connor.
Siempre hacía lo mismo cuando ella preparaba las maletas para irse de viaje. Apoyaba su figura de casi dos metros en la puerta de su dormitorio, con las manos sepultadas en los bolsillos de sus pantalones y el ceño fruncido. Odiaba la idea de separarse de ella.
Aun así, no solía decir nada. Se limitaba a quedarse ahí, en silencio, mientras Nora llenaba la maleta y tomaba de vez en cuando un sorbo de Evian, su agua favorita. Aquella tarde, sin embargo, no pudo evitarlo.
– No te vayas -dijo él con su profunda voz.
Nora se giró con una cariñosa sonrisa.
– Sabes que tengo que hacerlo. Sabes que también yo lo odio.
– Ya te estoy echando de menos. Di que no, Nora, no te vayas. Al diablo con ellos.
Desde el primer día, a Nora le cautivó lo vulnerable que Connor se permitía ser con ella. Algo que contrastaba sobremanera con su personaje público de rico inversor que triunfaba con su propia compañía en Greenwich y que tenía otra oficina en Londres. Sus ojos de cachorrillo se contradecían con el poder y el orgullo de aquel hombre leonino.
En efecto, a la edad relativamente joven de cuarenta años, Connor era el rey de casi todo lo que su vista abarcaba. Y en Nora, de treinta y tres, había encontrado a su reina, su alma gemela, su compañera perfecta.
– Sabes que podría atarte y evitar que te marcharas -dijo él, bromeando.
– Suena divertido -dijo Nora siguiéndole el juego. Levantó la parte superior de la maleta, que estaba abierta encima de la cama. Buscaba algo-. Pero ¿podrías ayudarme primero a encontrar mi cardigan verde?
Connor se rió entre dientes. Siempre se lo pasaba bien con ella, no importaba que los chistes fueran buenos o malos.
– ¿Te refieres al de los botones de perla? Está en el armario grande.
Nora soltó una carcajada.
– Te has estado poniendo mi ropa otra vez, ¿verdad?
Se dirigió al hondo vestidor. Cuando volvió, con el jersey verde en la mano, Connor se había sentado a los pies de la cama y la observaba con ojos burlones y brillantes.
– Oh, oh -dijo ella-. Conozco esa mirada.
– ¿Qué mirada?
– La que dice que quieres un regalo de despedida.
Nora lo pensó un momento antes de sonreír. Guardó el jersey en la maleta y caminó despacio hacia Connor, deteniéndose a propósito a apenas unos centímetros de su cuerpo. Tan sólo llevaba puesta la ropa interior.
– De mí, para ti -susurró en su oído al inclinarse hacia él.
No había mucho que quitar, pero de todos modos Connor se tomó su tiempo. Besó con delicadeza el cuello y los hombros de Nora; luego trazó con los labios una línea imaginaria que descendía hacia las curvas prominencias de sus pequeños pechos respingones. Allí se detuvo, acariciándole el brazo con una mano y extendiendo la otra para quitarle el sujetador.
Nora se estremeció y sintió un cosquilleo por todo el cuerpo. «Guapo, divertido y realmente bueno en la cama. ¿Qué más podría pedir una chica?»
Connor se arrodilló y besó a Nora en el estómago, dibujando sutiles círculos con la lengua alrededor de su ombligo. Entonces, con un pulgar apoyado a cada lado de sus caderas, empezó a bajarle las bragas, acompañando el avance con un beso tras otro.
– Eso… está… muy bien -murmuró Nora.
Ahora le tocaba a ella. Mientras el cuerpo esbelto y musculoso de Connor se alzaba ante sus ojos, empezó a desnudarlo. Deprisa, hábil y sensualmente. Durante unos segundos se quedaron quietos, desnudos, mirándose el uno al otro y fijándose en cada detalle. Dios, ¿qué podía ser mejor que eso?
De repente, Nora se rió. Le dio a Connor un travieso y súbito empujón y él cayó de espaldas sobre la cama. Estaba excitado. Un prodigioso reloj de sol humano sobre el edredón. Nora metió la mano en su maleta abierta, sacó un cinturón negro Ferragamo y lo tensó con las manos.
¡Flap!
– ¿Qué decías de atar a alguien? -preguntó.
Media hora más tarde, mientras se ponía un albornoz rosa, Nora bajó la amplia escalinata de la mansión de Connor, una casa de estilo neoclásico colonial, de tres pisos y 3.500 metros cuadrados. Era una vivienda impresionante, incluso para Briarcliff Manor y las otras poblaciones cercanas del refinado Westchester.
Además, estaba impecablemente amueblada y cada habitación constituía una espléndida combinación de forma y función, estilo y confort. Lo más selecto de los anticuarios de Nueva York junto a lo mejor de Connecticut, como Eleish van Breems, Antigüedades del Nuevo Canaán, El bolso de seda o La bodega. Obras firmadas por Monet, Magritte o el destacado pintor de la escuela del río Hudson Thomas Cole. En la biblioteca, un secreter Jorge III que una vez había pertenecido a J. P. Morgan. Un humedecedor, que en su origen le regaló Richard Nixon a Castro, junto con documentación sobre su procedencia. Una bodega con capacidad para cuatro mil botellas que estaba casi llena.
Sí, Connor había contratado a una de las mejores decoradoras de Nueva York. De hecho, había quedado tan impresionado con ella que le había pedido una cita. Seis meses después, aquella mujer lo estaba atando a la cama.
En toda su vida, jamás se había sentido más feliz, vivo e ilusionado. Cinco años atrás había encontrado el amor. Pero su prometida, Moira, que significaba para él más que nada en el mundo, había muerto de cáncer. Nunca creyó que pudiera volver a enamorarse, pero de repente ahí estaba ella, la asombrosa Nora Sinclair.
Nora atravesó el vestíbulo de mármol y pasó por el comedor. Antes de marcharse, tenía el tiempo justo para saciar el apetito que había despertado en Connor. Entró en la cocina, su estancia favorita de la casa. Antes de matricularse en la escuela de diseño interior de Nueva York, había pensado en convertirse en chef. Incluso había seguido algunos cursos en Le Cordon Bleu de París.
Aunque había cambiado los platos por la decoración de interiores, la cocina seguía siendo una de sus grandes pasiones. La relajaba y la ayudaba a aclararse las ideas, incluso cuando preparaba algo tan sencillo como la comida favorita de Connor: una hamburguesa doble grande y jugosa con queso y cebolla… y caviar en el centro.
Quince minutos más tarde, le llamó:
– ¡Ya casi está, cariño! ¿Bajas?
En pantalón corto y camiseta, él bajó la escalera y se acercó despacio por detrás de Nora, que seguía cocinando.
– No querría estar…
– … en ningún otro lugar -dijo ella, tomando el relevo.
Aquella frase era una especie de mantra, una de las muchas complicidades que compartían. Pequeñas muestras de que aprovechaban al máximo los momentos en que estaban juntos, siempre escasos debido a lo agitado de sus trabajos.
Inspeccionó por encima del hombro de Nora, mientras ella cortaba una cebolla enorme.
– Nunca te hacen llorar, ¿verdad?
– No, supongo que no.
Connor se sentó a la mesa de la cocina.
– ¿Cuándo pasará el coche a recogerte?
– En menos de una hora.
Él sacudió la cabeza mientras jugueteaba con una servilleta.
– ¿Y dónde está ese cliente tuyo que te hace trabajar en domingo?
– En Boston -respondió ella-. Es un jubilado que acaba de comprar y reformar una casa inmensa de ladrillos rojos en Back Bay.
Nora partió un panecillo y metió dentro la humeante hamburguesa doble con queso y cebolla. Sacó del frigorífico una Amstel Light para Connor y otra agua Evian para ella.
– Mejor que en Smith y Wollensky -dijo él tras el primer mordisco-. Y con un chef mucho más atractivo, debo añadir.
Nora sonrió.
– También te he comprado un Graeter's. Con trocitos de frambuesa.
Graeter's era el mejor helado que había probado nunca, lo bastante bueno como para traerlo a propósito desde Cincinnati. Nora bebió un sorbo de agua y observó cómo él se comía a toda velocidad lo que le había cocinado. Siempre lo hacía. ¡Qué apetito tan saludable! Mejor para él.
– Diablos, te quiero -soltó él de repente.
– Y yo a ti. -Nora hizo una pausa y fijó la mirada en sus ojos azules-. De veras. En realidad, te adoro.
Él levantó las manos hacia el cielo.
– Entonces, ¿a qué estamos esperando?
– ¿A qué te refieres?
– Me refiero a que aquí ya hay más ropa tuya que mía.
Nora parpadeó varias veces.
– ¿Es ésta tu idea de una proposición?
– No -respondió-. Mi idea de una proposición es ésta. -Metió la mano en el bolsillo de sus pantalones y sacó una caja azul y pequeña de Tiffany's. Con una rodilla doblada, Connor la depositó en su mano-. Nora Sinclair, me haces increíblemente feliz. No puedo creer que te haya encontrado. ¿Quieres casarte conmigo?
Aturdida, Nora abrió la caja y vio un diamante enorme. Sus ojos verdes se llenaron de lágrimas.
– ¡Sí, sí, sí! ¡Mil veces sí! -gritó-. ¡Me casaré contigo, Connor Brown! ¡Te quiero tanto!
Y el champán hizo ¡pop! Era un Dom Perignon del 85 que él había guardado en el frigorífico previamente. También había comprado una botella de Jack Daniels, para bebérsela él si Nora rechazaba su proposición.
Servidas las dos copas, Connor levantó la suya y propuso un brindis.
– Por que seamos felices para siempre -dijo.
– Por que seamos felices para siempre -repitió Nora-. ¡Por el sí!
Brindaron, bebieron y se cogieron las manos. Enamorados hasta la médula, se abrazaron y se besaron entusiasmados. Sin embargo, una bocina en el camino de entrada interrumpió la celebración. El coche de Nora había llegado.
Instantes después, mientras la limusina empezaba a alejarse, Nora le gritó a Connor por la ventanilla de atrás:
– ¡Soy la chica más afortunada del mundo!
Nora no pudo dejar de mirar aquella joya deslumbrante en todo el trayecto hasta el aeropuerto de Westchester. Connor se había portado bien. El diamante, una brillante piedra circular, era de al menos cuatro quilates y de color D o E, y estaba flanqueado por junquillos. Todo ello montado con gran elegancia sobre platino. «Me sienta de maravilla -pensó-. Como tiene que ser.»
– ¿Necesitará que la recoja a la vuelta, señorita Sinclair? -preguntó el chófer mientras la ayudaba a salir del Lincoln Town Car, delante de la terminal.
– No, no será necesario -contestó-. Gracias.
Le entregó al hombre una generosa propina, extrajo el tirador de su maleta y se dirigió hacia el interior de la terminal. Pasó ante la larguísima cola para facturar el equipaje y se encaminó hacia el mostrador de primera clase. Con cada paso que daba le parecía oír la voz de Connor pronunciando otro de los mantras que compartían: «Vale la pena pagar más…», diría él; «… para vivir mejor», respondería ella.
Tras despegar con suavidad y ascender a la altura de crucero, por fin Nora apartó la mirada de su anillo de compromiso. Abrió el último número de Casa y jardín. Una de las fotografías mostraba una casa que ella había decorado para un cliente de Connecticut. «Lujoso y atrevido», rezaba el titular. Las imágenes eran magníficas y el artículo que las acompañaba se deshacía en elogios. Lo único que se echaba en falta era la mención de su nombre.
Precisamente como ella quería.
Una hora y media después, el avión tomó tierra en el aeropuerto Logan. Nora recogió su coche de alquiler, un Chrysler Sebring descapotable. Con el techo bajado y las gafas de sol puestas, emprendió su camino hacia Back Bay, en Boston.
Las emisoras de radio programadas la llevaron a sacar dos conclusiones: la primera, que en Beantown había demasiados canales de tertulia, y la segunda, que el conductor anterior no era el adecuado para alquilar un coche como ése. Un descapotable exigía música.
Pulsó el botón de búsqueda y encontró una melodía de su agrado. Con el cabello al viento y su piel canela absorbiendo el sol de mediados de junio, se puso a cantar el clásico que estaba sonando. I Only Have Eyes For You, de los Flamingos.
Poco después, Nora se detuvo ante una antigua y magnífica casa de ladrillos rojos de la avenida Commonwealth, más abajo del parque. La relativa tranquilidad de una tarde estival de domingo le trajo suerte: encontró un sitio justo enfrente. «Estupendo.»
Después de aparcar dedicó unos segundos a arreglarse un poco el pelo. ¿Con pasador o sin él? ¡Con pasador! Antes de dirigirse a la puerta echó un vistazo al reloj. La hora del espectáculo.
Mientras caminaba hacia la espectacular puerta de entrada, Nora buscó en su bolso la llave que le había dado Jeffrey Walker cuando la contrató. En un espacio tan amplio y con un timbre algo temperamental, le había pedido que entrara directamente. Una voz susurró en su cabeza: «Cariño».
– ¿Hola? ¿Hay alguien en casa? -gritó Nora al entrar-. ¿Hola? ¿Señor Walker?
Se detuvo a escuchar en el centro del vestíbulo. Entonces oyó el sonido distante de Miles Davis y su magnífica trompeta descendiendo desde el segundo piso. Volvió a llamar. Esta vez, oyó pisadas sobre su cabeza.
– ¿Eres tú, Nora? -dijo una voz desde la parte superior de la escalera.
– ¿Es que esperas a alguien más? -respondió-. Más te vale que no.
Jeffrey Walker se precipitó hacia el vestíbulo, donde estrechó a Nora entre sus brazos. Durante un minuto entero, se estuvieron besando mientras él la hacía girar en el aire. Luego se besaron de nuevo.
– ¡Dios mío, estás guapísima! -dijo él, devolviéndola finalmente al suelo.
Ella le propinó un travieso puñetazo en el estómago con la mano izquierda. El diamante de cuatro quilates de Connor ya había sido reemplazado por el zafiro de seis quilates de Jeffrey, montado junto con dos diamantes en un diseño de tres piedras.
– Seguro que eso se lo dices a todas tus esposas -dijo ella.
– No, sólo a las que son tan magníficas como tú. ¡Dios, te he echado de menos, Nora! ¿Quién no lo haría?
Ambos se rieron y volvieron a besarse, profunda y apasionadamente.
– ¿Cómo ha ido el vuelo? -le preguntó él.
– Bien. Aunque era un vuelo regular. ¿Qué tal el nuevo libro?
– No es exactamente Guerra y paz. Ni El código Da Vinci.
– Siempre dices lo mismo, Jeffrey.
– Porque es cierto.
A sus cuarenta y dos años, Jeffrey Walker escribía novelas históricas que ocupaban los primeros puestos de las listas de ventas internacionales. Sus fans se contaban por millones. Mujeres en su mayoría, les atraía su estilo y sus sólidos personajes femeninos, aunque la ruda belleza masculina que exhibía Jeffrey en las contraportadas también tenía su importancia. Nunca un pelo rubio enmarañado y una barba de tres días habían resultado tan atractivos.
De repente, se apoderó de Nora y se la cargó sobre el hombro. Ella chillaba mientras subían por la escalera. Jeffrey se dirigía al dormitorio, pero Nora se agarró al marco de una puerta y le obligó a volverse hacia la biblioteca. Clavó la mirada en la silla favorita de él, la que utilizaba para escribir.
– Siempre dices que ahí es donde haces tus mejores trabajos -dijo ella-. ¿Vamos a comprobarlo?
La dejó en el asiento marrón tapizado y puso algo de música. Nora Jones, una de sus favoritas. Mientras la voz ronca y robusta de la cantante se elevaba lentamente inundando la habitación, Nora se inclinó hacia atrás y levantó las piernas. Jeffrey le quitó las sandalias, los pantalones Capri y las bragas, y la ayudó con su cardigan verde mientras ella se agachaba hacia los vaqueros de él.
– Mi apuesto y brillante esposo -murmuró al bajarle los pantalones.
Aquella noche, Nora preparó macarrones con una salsa de vodka hecha por ella misma, una buena ensalada y una botella de Brunello de la bodega personal de Jeffrey. La cena estaba servida. Todo perfecto. Como a él le gustaba.
Comieron y hablaron de la nueva novela, ambientada en la Revolución francesa. Hacía sólo unos días que Jeffrey había vuelto de París. Era muy estricto con la autenticidad de sus obras y había insistido en viajar para documentarse. Con lo ocupada que estaba Nora con su trabajo, pasaban más tiempo separados que juntos. De hecho, se habían casado un sábado en Cuernavaca, México, y habían regresado a casa el domingo. Sin líos ni ceremonias; sin registrarse siquiera en Estados Unidos. Un enlace muy moderno.
– ¿Sabes, Nora? He estado pensando -dijo, clavando el tenedor en el último macarrón de su plato-. Creo que deberíamos hacer un viaje juntos.
– Tal vez puedas concederme la luna de miel que me prometiste.
Él se puso la mano sobre el corazón y sonrió.
– Cariño, cada día que paso a tu lado es una luna de miel.
Nora le devolvió la sonrisa.
– Buen intento, señor Escritor Famoso, pero no te librarás de mí con una frase bonita.
– Está bien. ¿Adonde quieres ir?
– ¿Qué te parece el sur de Francia? -propuso ella-. Podríamos alojarnos en el Hotel du Cap.
– ¿O Italia? -dijo él sosteniendo su copa de vino-. ¿ La Toscana?
– ¡Eh, ya lo tengo! ¿Por qué no los dos?
Jeffrey echó atrás la cabeza y soltó una carcajada.
– Muy propio de ti -dijo, señalando al aire con el dedo índice-. Siempre lo quieres todo. ¿Y por qué no?
Terminaron de cenar mientras hablaban de otros posibles destinos para la luna de miel. Madrid, Bali, Viena, Lanai… Lo único que habían decidido cuando compartían un tarro de helado de cereza era que consultarían a una agencia de viajes.
Hacia las once ya estaban acurrucados en la cama. Marido y mujer. Una pareja de enamorados.
Al día siguiente, pocos minutos después de mediodía, en la esquina de la Cuarenta y dos con Park Avenue, ante la estación Grand Central, se oyó el grito de una mujer. Otra volvió la cabeza para mirar y también gritó. El hombre que había junto a ella murmuró: «Santo Dios». Después, todos corrieron para ponerse a cubierto. Algo muy malo estaba sucediendo. Un incidente, por llamarlo de algún modo, justo a la salida de una de las estaciones más famosas del mundo.
La reacción en cadena de miedo y confusión barrió rápidamente de la acera a todos los transeúntes. A todos, excepto a tres.
Uno de ellos era un hombre obeso con patillas gruesas, escaso cabello y bigote negro. Llevaba un traje que no era de su talla, de color marrón y con solapas anchas, aunque no tanto como su corbata azul brillante. En el suelo, junto a sus pies, tenía un maletín de tamaño mediano.
Al lado del hombre obeso había una mujer joven y atractiva, de unos veinticinco años. Su melena pelirroja le caía sobre los hombros y tenía la cara cubierta de pecas. Llevaba una falda corta a cuadros y una camiseta de tirantes blanca. Una mochila trillada le colgaba de uno de sus hombros.
Aquel hombre y aquella mujer no podrían haber sido más diferentes. Sin embargo, en aquel momento había algo que los unía: un arma.
– ¡Si te acercas más la mato! -exclamó el hombre obeso con un marcado acento del Medio Este. Apretó el frío acero del cañón contra la sien de la joven-. Lo juro, voy a disparar. Lo haré ahora mismo, no me cuesta nada.
La amenaza iba dirigida a la tercera y última persona que quedaba en la acera, un tipo que estaba de pie a unos tres metros y que llevaba pantalones militares de color gris y camiseta negra. Tenía aspecto de ser el típico turista. Del lejano Oeste, tal vez. ¿Oregon? ¿El estado de Washington? En cualquier caso, estaba en buena forma, incluso tal vez fuese deportista.
Y entonces fue él quien empuñó un arma.
El Turista dio un paso adelante, con su pistola apuntando a la frente del hombre obeso con bigote. Justo en el centro, ni más ni menos. Al Turista no parecía importarle que la joven estuviera en su línea de fuego.
– A mí tampoco me importa ella -dijo.
– ¡He dicho que basta! -dijo el hombre obeso-. No te acerques más. Quédate donde estás. -El Turista no le hizo caso. Dio otro paso adelante-. ¡Lo juro, voy a matarla, maldita sea!
– No, no lo harás -dijo el Turista con calma-. Porque si tú le disparas a ella, yo te dispararé a ti. -Dio otro paso adelante y se detuvo-. Piénsalo, amigo. Sé que no puedes permitirte perder lo que hay en ese maletín. Pero ¿vale la pena pagar con tu vida?
El hombre obeso entornó los ojos; de pronto, parecía sufrir un intenso dolor. Tal vez estuviera reflexionando sobre lo que el Turista había dicho. O tal vez no. A su rostro afloró una sonrisa digna de un maníaco y amartilló su pistola.
– Por favooooor -rogó la joven, temblando-. Por favooooor.
Las lágrimas brotaban de sus ojos. Apenas podía sostenerse en pie.
– ¡Cállate! -chilló el hombre obeso en su oído-. ¡Cállate, maldita sea! ¡No puedo pensar!
El Turista se mantenía firme, con sus impenetrables ojos azules fijos en un solo punto: el índice de la mano derecha de aquel hombre, y no le gustaba lo que veía. ¡Se estaba moviendo! Aquel gordo bastardo iba a matar a la chica, ¿cierto? Y eso era sencillamente inaceptable.
– Está bien -anunció el Turista con la mano en alto-. Tranquilízate, tío-. Dio un paso atrás y se rió para sí mismo-. ¿A quién quiero engañar, eh? No soy tan buen tirador. No puedo estar seguro de darte a ti, y no a la chica.
– Exacto -dijo el hombre obeso, apresando a la joven aún con más fuerza con su voluminoso brazo derecho-. Vamos, dime, ¿quién manda ahora?
– Tú mandas -dijo el Turista con expresión deferente-. Dime sólo lo que quieres que haga, amigo. Mierda, si quieres dejo la pistola en la acera, ¿vale?
El hombre miró al Turista con dureza. Su estrabismo reapareció.
– Vale, pero hazlo despacio -dijo.
– Por supuesto. Despacito y con cuidado. No pensaba hacerlo de otro modo.
Cuando el Turista empezó a bajar el arma, oyó un grito ahogado detrás de una cabina telefónica cercana. Otro llegó desde detrás de una furgoneta de reparto aparcada en la calle Cuarenta y dos. Los curiosos que se habían puesto a cubierto, aunque sin querer perderse ni un detalle del suceso, pensaban lo mismo: «No lo hagas, tío. No sueltes la pistola. ¡Va a matarte! ¡Y a ella también!».
El Turista flexionó las rodillas y se agachó. Con cuidado, depositó el arma en la acera.
– ¿Lo ves? Así de fácil -dijo-. ¿Qué quieres que haga ahora?
El hombre obeso se echó a reír; su bigote mullido y descuidado se agrupaba en pequeños mechones debajo de su nariz.
– ¿Que qué quiero que hagas? -preguntó.
La risa se hizo aún más intensa. Apenas podía contenerse. De repente, dejó de reír y su rostro se volvió rígido. El hombre apartó la pistola de la sien de la muchacha y apuntó al frente.
– Lo que quiero es que te mueras.
Entonces movió ficha.
No él, sino el Turista. En un abrir y cerrar de ojos, con un solo gesto rápido y eficiente, levantó una pernera de su pantalón y sacó una Beretta de 9 milímetros de una pistolera que llevaba en la espinilla. Al instante apuntó hacia delante y disparó. La descarga retumbó antes de que nadie supiera lo que había pasado. Ni siquiera el hombre obeso.
El agujero de su frente era del tamaño de una moneda de diez centavos, y por un momento se quedó congelado como la estatua de un enorme Buda. Los curiosos gritaron, la chica de la mochila cayó de rodillas al suelo y, con un horrible ruido sordo, el hombre obeso se derrumbó sobre la sucia y mugrienta acera. Su sangre manaba a chorros como de una fuente.
En cuanto al Turista, devolvió la Beretta a su pistolera y la otra arma a la riñonera. Se levantó y se encaminó hacia el maletín; lo cogió y se lo llevó a un Ford Mustang azul aparcado en doble fila. El motor había estado encendido todo el tiempo.
– Que tengan un buen día, damas y caballeros -dijo a las personas que le habían observado en silencio-. Eres una chica con suerte -se despidió de la muchacha, que abrazaba con fuerza la mochila contra su pecho.
Luego, el Turista se puso al volante del Mustang y se alejó con el maletín.
El semáforo cambió a verde y el taxista de Nueva York pisó el acelerador como si quisiera aplastar a un gusano. Lo que estuvo a punto de aplastar fue a un mensajero en bicicleta, esa curiosa raza de suicidas temerarios que consideran los semáforos en rojo y las señales de «Stop» como meras sugerencias absurdas, una especie de chiste con poca gracia.
El taxista dio un frenazo en mitad del cruce al mismo tiempo que el ciclista viraba bruscamente y seguía adelante, después de que su veloz bicicleta pasara a sólo unos centímetros del parachoques del taxi.
– ¡Gilipollas! -gritó el ciclista por encima del hombro.
– ¡Eso lo serás tú! -chilló el taxista con el dedo corazón levantado.
Miró a Nora, que estaba en el asiento de atrás, y sacudió molesto la cabeza. Luego volvió a pisar el acelerador como si nada hubiera pasado.
Nora sacudió la cabeza y sonrió.
«Qué bien volver a estar en casa.»
El taxista continuó su alocada carrera hacia el sur tomando la Segunda Avenida para llegar a la parte baja de Manhattan. Tras unos metros de relativo silencio, encendió la radio. Las Noticias 1010.
Un hombre de voz profunda y meliflua se disponía a dar por finalizada la información sobre la crisis presupuestaria municipal cuando anunció que había noticias de última hora en el centro de la ciudad. Dio paso a una periodista que estaba en el lugar de los hechos.
«Hace sólo media hora, una escena muy tensa, por no decir extraña, se ha desarrollado en la esquina de la Cuarenta y dos con Park Avenue, frente a la estación Grand Central.»
La periodista explicó que un hombre había tomado a una joven como rehén a punta de pistola, pero que fue abatido más tarde por otro hombre, un agente secreto, según los testigos presenciales.
«Cuando finalmente la policía ha hecho acto de presencia, se ha sabido que el hombre en cuestión no forma parte del Departamento de Policía de Nueva York. En realidad, nadie parece conocer su identidad. Después de disparar se ha dado a la fuga, pero antes se ha apoderado de un maletín de gran tamaño que pertenecía al fallecido.»
La reportera prometió ofrecer más información sobre los hechos a medida que éstos se desarrollaran. El taxista soltó un largo suspiro y echó un vistazo al espejo retrovisor.
– Justo lo que esta ciudad necesita, ¿eh? -dijo-. Otro justiciero suelto.
– Dudo que se trate de eso.
– ¿Por qué lo dice?
– Por el maletín. Haya pasado lo que haya pasado, y por el motivo que sea, obviamente tiene que ver con su contenido.
El taxista se encogió de hombros y luego suspiró.
– Sí, tal vez tenga razón. ¿Y qué piensa que podría ser?
– No lo sé -dijo Nora-. Pero le aseguro que no era ropa sucia.
Alguien dijo una vez en algún lugar una frase que a Nora le encantaba y en la que creía con toda su alma: «La verdadera vida de una persona casi nunca es la que lleva». Desde luego, la suya no era la que llevaba.
En la esquina de Mercer con Spring, en el SoHo, pagó al taxista, cogió su maleta y entró en el lujoso vestíbulo de dos plantas revestido de mármol del edificio donde vivía, un antiguo almacén reformado. Una contradicción en cualquier parte, excepto en Nueva York.
Su apartamento estaba en el ático y ocupaba la mitad de la superficie del piso. En una palabra, era inmenso. Y refinado. Muebles George Smith, suelos de madera pulimentada de Brasil, cocina diseñada por Poggenpohl… Tranquilo, sereno y elegante, éste era su santuario. El único lugar del que realmente podía decir que «no querría estar en ningún otro». Lo cierto era que a Nora le encantaba enseñárselo a las contadas personas que de verdad le interesaban.
En la entrada principal se encontraba su centinela personal, una escultura de arcilla de seis pies, representando un desnudo masculino y realizada por Javier Marín. Había dos zonas de estar, ambas muy íntimas: una de ellas, en suntuosa piel blanca; la otra era su complemento en negro. Todo ello estaba diseñado por Nora.
Adoraba todo lo que había en aquel lugar. Había rastreado anticuarios, mercadillos y galerías de arte desde el SoHo hasta el Pacific Northwest, de Londres a París, pasando por pueblecillos de Italia, Bélgica y Suiza.
Sus piezas de colección llenaban el espacio. Varios tesoros de Hermès y al menos una docena de cuencos de plata, que le encantaban. Cristal decorado del francés Gallé y cajas de ópalo en blanco, verde y turquesa. Cuadros de un selecto grupo de prometedores artistas de Nueva York, Londres, París y Berlín…
Y, por supuesto, el dormitorio, con sus intensas paredes de color vino oscuro, perfectas para activar las ondas beta. Apliques y espejos dorados y, sobre la cabecera de la cama, un fragmento de pergamino antiguo con una inscripción: «Atrévete a resolver mi misterio, si puedes».
Nora cogió una botella de Evian del frigorífico y luego hizo unas cuantas llamadas, una de ellas a Connor, para no descuidar lo que ella denominaba su «mantenimiento marital». Poco después hizo otra llamada parecida, esta vez a Jeffrey.
Aquella misma noche, cuando acababan de dar las ocho, Nora entraba en el Babbo, en el corazón de Greenwich Village. Sí, definitivamente, se alegraba de estar en casa.
A pesar de que era lunes, el Babbo estaba a rebosar. Los sonidos de los cubiertos de plata, los vasos, los platos y la gente más moderna de la ciudad se confundían y colmaban los dos niveles del restaurante de un zumbido vibrante.
Nora divisó a Elaine, su mejor amiga, sentada junto a Alison, a la que también estaba muy unida. Estaban en la mesa que había junto a la pared del primer piso, el más informal. Pasó ante la camarera y siguió adelante. Besos en las mejillas para todas. Dios, adoraba a esas chicas.
– Alison se ha enamorado del camarero -anunció Elaine cuando Nora se unió a ellas.
Alison puso en blanco sus grandes ojos castaños.
– Sólo he dicho que era mono. Se llama Ryan, Ryan Pedi. Hasta su nombre es mono.
– Eso me suena a amor -dijo Nora, siguiendo el juego.
– ¡Ahí lo tienes, otro testigo que lo corrobora!
Elaine era abogada mercantil y trabajaba en Eggers, Beck y Schmiedel, una de las firmas más prestigiosas de la ciudad, especializada en cobros y facturas.
Hablando del rey de Roma. El camarero, alto, joven y moreno, hizo su aparición para preguntar si Nora quería algo de beber.
– Agua, por favor -respondió-. Con gas.
– No, esta noche vas a beber con nosotras, Nora. No se hable más. Tomará un Cosmopolitan.
– Enseguida.
Asintió con la cabeza, se volvió y se alejó.
Nora se cubrió la boca por un lado con la mano y susurró:
– Sí, es muy mono.
– Ya te lo dije -contestó Alison-. Lástima que casi no tenga ni edad de beber.
– Yo diría más bien de conducir -dijo Elaine-. ¿O es que nosotras nos estamos haciendo tan viejas que ellos nos parecen más jóvenes? -Bajó la cabeza-. Vale, ya me he deprimido.
– ¡Cambio de tema urgente! -declaró Nora, y se volvió hacia Alison-: Dinos, ¿qué novedades nos traerá este otoño?
– De algo puedes estar segura: se va a llevar el negro.
Alison era periodista de moda en W, o, como a ella le gustaba llamarla, la única revista que podría llegar a romperte un dedo del pie si te cayera encima. La dinámica del negocio era muy simple: «Las grandes fotos con modelos flacuchas llevando ropa de diseño nunca pasan de moda».
– ¿Y tú qué nos cuentas, Nora? -preguntó Alison-. Siempre pareces estar fuera de la ciudad. Eres una chica fantasma.
– Lo sé, es de locos. Acabo de regresar hoy mismo. Las segundas residencias causan furor.
Alison lanzó un suspiro.
– Ya tengo bastantes problemas para pagar la primera. Ah, por cierto, eso me recuerda… ¿os he hablado del tío que se ha mudado a mi rellano?
– ¿El escultor que pone esa estrambótica música new age? -preguntó Elaine.
– No, ése no. Ese se marchó hace meses -dijo con un ademán despectivo-. El que digo acaba de comprar el apartamento de la esquina.
– ¿Y cuál es el veredicto? -preguntó la abogada que Elaine llevaba dentro.
– Soltero, adorable y oncólogo -dijo Alison, y se encogió de hombros-. Supongo que hay cosas peores que casarse con un médico rico.
En cuanto pronunció aquellas palabras, Alison se llevó una mano a la boca con gesto apremiante. Se hizo el silencio.
– Chicas, no pasa nada -dijo Nora.
– Lo siento mucho, cariño -dijo Alison, avergonzada-. Lo he dicho sin pensar.
– De veras, no tienes por qué disculparte.
– ¡Cambio de tema urgente! -declaró Elaine.
– Sois unas bobas. Escuchadme: que Tom fuese médico no significa que nunca más podamos volver a hablar de ellos. -Nora cubrió la mano de Alison con la suya-. Cuéntanos algo más sobre tu oncólogo.
Alison le hizo caso y las tres siguieron charlando, conscientes de que, después de tanto tiempo de amistad, no podían permitir que un instante embarazoso se interpusiera entre ellas.
El joven camarero llegó con el Cosmopolitan de Nora y recitó las sugerencias del menú. Las tres amigas bebieron, comieron, rieron y chismorrearon. Nora parecía estar realmente a gusto. Cómoda y relajada. Tanto, que ni Alison ni Elaine se dieron cuenta de dónde tuvo la cabeza durante el resto de la velada: en la muerte de su primer marido, el doctor Tom Hollis.
O, más bien, en su asesinato.
Un gran vaso de agua y una aspirina. Era su receta preventiva tras tomarse unas copas después de cenar con Elaine y Alison. Nora nunca se emborrachaba, pues detestaba la idea de perder el control. Pero, gracias al buen humor y a la buena compañía de Elaine y Alison, se había achispado un poco.
Dos vasos de agua y dos aspirinas.
Luego se puso uno de sus pijamas de algodón favoritos y abrió el cajón inferior de su enorme vestidor. Enterrado bajo varios jerséis de cachemira de Polo había un álbum de fotografías. Nora cerró el cajón y apagó todas las luces, excepto la lamparilla de noche. Se metió en la cama y abrió el álbum por la primera página.
– Donde todo comenzó -murmuró para sí misma.
Las fotografías estaban en orden cronológico, como un recorrido en imágenes por su relación con el primer amor de su vida, el hombre al que llamaba «doctor Tom». Su primer fin de semana juntos en los Berkshires, un concierto en Tanglewood, instantáneas de los dos en la suite del Gables Inn, en Lenox…
Después de éstas, imágenes de la boda, celebrada en el invernadero del jardín botánico de Nueva York. A estas páginas las seguían las de su luna de miel en Nevis. Fueron días maravillosos, una de las mejores semanas de su vida.
Además, había otros recuerdos de su vida juntos: fiestas, cenas y muecas divertidas posando para la cámara, como la de Nora tocándose la nariz con la lengua o la de Tom torciendo el labio superior para parecerse a Elvis. ¿O era a Bill Clinton?
Ahí terminaban las fotografías. En su lugar había recortes de prensa. En aquellas últimas páginas del álbum no había más que noticias de periódicos. Varios artículos y una nota cronológica, amarilleada por el paso del tiempo. Nora lo había guardado todo.
«Prestigioso doctor de Manhattan muere por negligencia médica», rezaba el New York Post. «Víctima de su propia medicina», declaraba el Daily News. En cuanto al New York Times, no publicó ninguna hipérbole; sólo una sencilla nota necrológica con un titular que se ceñía a los hechos: «El doctor Tom Hollis, reconocido cardiólogo, ha muerto a la edad de cuarenta y dos años».
Cerró el álbum y se tumbó en la cama, a solas con sus pensamientos sobre Tom y lo que había ocurrido. El principio de todo; el inicio de su vida. La mente de Nora saltó de forma natural hacia Connor y Jeffrey. Bajó la mirada hacia su mano izquierda, que en aquel momento no lucía ninguno de sus anillos. Sabía que debía tomar una decisión. Instintivamente, Nora comenzó a elaborar una lista mental. Metódica y concisa. Todo lo que le gustaba de cada uno de ellos en comparación con el otro.
Connor frente a Jeffrey.
Ambos eran muy divertidos. La hacían reír y sentirse especial. Y, la verdad, no se podía negar que eran maravillosos en la cama… o allí donde decidieran practicar el sexo. Eran altos, estaban en una excelente forma física y eran tan atractivos como una estrella de cine. No; en realidad, eran aún más atractivos que las estrellas de cine que ella conocía. A Nora le gustaba por igual estar con Connor que con Jeffrey, y eso hacía más difícil tomar una decisión.
¿A cuál de los dos tendría que matar?
Al primero.
«Bien, aquí es donde el asunto empieza a ponerse delicado. Por no decir peliagudo.»
El Turista se sentó a la mesa de un Starbucks de la Treinta y dos oeste, en Chelsea. Casi todas las mesas estaban ocupadas por holgazanes y vagabundos, pero el entorno parecía seguro. Tal vez precisamente porque había tantos vagabundos y colgados; y qué diablos, por tres dólares y pico te daban algo con el café, una ventaja añadida.
El maletín del que se había apropiado en la estación Grand Central reposaba en el suelo, entre sus piernas; ya sabía un par de cosas sobre él. La primera, que no estaba cerrado con llave. La segunda, que contenía ropa de hombre, la mayor parte arrugada, y un kit de aseo de piel marrón.
La tercera, que el kit de aseo contenía las habituales porquerías para afeitarse, pero había además una cosa interesante: una memoria Flash. Seguro que aquel dispositivo era el causante de todos los problemas. Resultaba irónico que fuese más pequeño que su dedo, pero aquel minúsculo cabrón podía contener una gran cantidad de información. Y era obvio que la contenía.
El Turista ya había sacado su Mac. Era el momento de la verdad. Si tenía huevos. Y, a juzgar por cómo iban las cosas, los tenía.
«¡Allá vamos!»
Enchufó el Flash Drive al Mac. ¿Por qué aquel gordo miserable se arriesgaría a morir por eso en la calle Cuarenta y dos? Apareció el icono de arranque: una E. El Turista empezó a rastrear los archivos almacenados en la memoria Flash.
«Allá vamos de una vez. Allá vamos, uno, dos y tres.»
Un par de minutos después, el Turista ya estaba en disposición de echar un vistazo al archivo. Pero entonces se detuvo. Una muchacha bastante atractiva, aunque con el pelo negro y rojo en punta, intentaba ver algo desde la mesa contigua. El Turista miró en su dirección.
– Ya conoces la frase: «Podría enseñártelo, pero luego tendría que matarte».
La muchacha sonrió.
– ¿Y qué hay de la frase «Tú me enseñas el tuyo y yo te enseño el mío»?
El Turista le devolvió la sonrisa.
– Tú no tienes un portátil.
– Peor para ti. -Se encogió de hombros, se levantó de la mesa y comenzó a alejarse-. Eres muy guapo para ser tan gilipollas.
– Ve a cortarte el pelo -dijo el Turista con expresión burlona.
Por fin, volvió a mirar la pantalla del ordenador.
«¡Allá vamos!»
Lo que vio entonces tenía cierto sentido… si es que algo lo tenía en ese mundo de locos. El archivo contenía nombres, direcciones y bancos en Suiza y las islas Caimán. Cuentas en paraísos fiscales. Montones de ellas.
El Turista realizó un breve cálculo mental.
Una cifra aproximada, aunque bastante precisa.
Casi un billón y medio.
Dicen que Nueva York es la ciudad que nunca duerme, pero a las cuatro de la madrugada había ciertas zonas que definitivamente apenas estaban despiertas. Entre ellas, un sótano mal iluminado de un aparcamiento en la parte baja del East Side. A cinco pisos por debajo del nivel del suelo, era un ejemplo de quietud. Un mundo aparte. El único sonido era el monótono zumbido del fluorescente del techo.
Eso y el impaciente golpeteo de un dedo corazón sobre el volante; el dedo de un hombre en un Ford Mustang azul con el motor apagado. En el interior del Mustang, el Turista echó un vistazo al reloj y sacudió la cabeza. El golpeteo continuó. Con el dedo corazón. Su contacto llegaba tarde. Dos días, para ser exactos. Un fracaso de cita. ¿Problemas a la vista? Sin duda.
Diez minutos después, un par de faros iluminaron el muro desde la rampa hasta el siguiente piso. Una furgoneta blanca hizo su aparición. En el lateral lucía el anuncio de una floristería: «Las flores de Lucille».
«¡Oh, vamos! -pensó el Turista para sí-. ¿Una furgoneta de reparto?»
El vehículo se acercó al Mustang lentamente y se detuvo a siete metros de distancia. El motor se paró y un hombre alto y delgado salió de su interior. Llevaba traje gris, camisa blanca y corbata. Se encaminó hacia el coche. Había alguien más en la furgoneta, pero se quedó dentro.
El Turista salió y se reunió con el Hombre Delgado a medio camino.
– Llegas tarde -le dijo.
– Y tú tienes suerte de estar vivo -respondió el contacto.
– ¿Sabes? Hay quien lo consideraría una virtud.
– Debo reconocer que has hecho un buen trabajo. En medio de la frente, según me han dicho.
– El tipo tenía una frente despejada. Un blanco fácil. ¿La chica está bien?
– Asustada. Pero se recuperará. Es una profesional. Lo mismo que tú.
El Hombre Delgado metió la mano en el bolsillo de su americana. ¡Mala señal! Sacó un paquete de Marlboro y le ofreció uno al Turista.
– No, gracias, lo dejé en Navidad. La de hace quince años.
El hombre encendió una cerilla. Luego la apagó a sacudidas.
– ¿Qué dice la policía? -preguntó el Turista.
– La policía no sabe una mierda. Digamos que tienen que apañárselas con testigos contradictorios.
– Enviaste a alguien allí, ¿verdad?
– A dos testigos. Ambos aseguran que llevabas perilla y una bufanda alrededor del cuello.
El Turista sonrió mientras se frotaba la barbilla, bien afeitada.
– Buena idea. ¿Qué hay de la prensa?
– Todos están pendientes del asunto. Lo único que les intriga más que tu identidad es lo que había en el maletín. Y hablando de eso…
– Está en el maletero.
Ambos se dirigieron hacia la parte de atrás del Mustang. El Turista abrió el maletero, cogió el maletín y lo dejó en el suelo. El otro hombre lo observó unos instantes.
– ¿Has tenido la tentación de abrirlo? -preguntó.
– ¿Cómo sabes que no lo he hecho?
– No lo has hecho.
– No, pero ¿cómo lo sabes?
El hombre expulsó un anillo de humo.
– Porque entonces estaríamos manteniendo una conversación muy distinta.
– ¿Se supone que debo saber lo que eso significa?
– Claro que no. Tú no estás metido en el ajo.
El Turista lo dejó correr.
– ¿Y ahora qué?
– Ahora te esfumas. Tendrás algún otro asunto, ¿no?
– ¿Algún asunto? Sí, ya tengo algo interesante entre manos. ¿Quién es el del coche?
– Lo has hecho muy bien. Me ha pedido que te lo dijera. No hagas más preguntas.
– No es que lo haya hecho bien; soy bueno en esto. Por eso me lo encargaron a mí.
Se dieron la mano y el Turista observó cómo el Hombre Delgado se dirigía con el maletín hacia la furgoneta y luego se alejaba. El Turista se preguntaba si serían capaces de imaginar que había visto el contenido del Flash Drive. De alguna manera, ahora ya estaba en el ajo. Aunque deseara con todas sus fuerzas no estarlo.
Nora tuvo una mañana muy atareada. Primero, se fue de compras durante una deliciosa hora al Sentiments, en la Sesenta y uno este, y ahora tenía que realizar el encargo de un cliente en el ABC Carpet and Home, cerca de Union Square. Luego tenía que ir a la sala de exposiciones D &D Building y, por fin, a Devonshire, una tienda inglesa de flores y plantas.
Realizaba unas compras para Constance McGrath, una de sus principales clientes. Constance -definitivamente no era el tipo de mujer a la que la gente llamaba Connie- acababa de mudarse de su exquisito apartamento de dos habitaciones en East Side a otro aún más exquisito en Central Park oeste. En el edificio Dakota, donde se rodó La semilla del diablo y fue asesinado John Lennon. Constance, que en su juventud había sido actriz de teatro, aún conservaba aptitudes para el drama. Así es como explicó a Nora que se mudaba a Central Park: «El sol se pone por el oeste; lo mismo haré yo en mi nuevo hogar». A Nora le caía bien Constance. Era una mujer franca, luchadora y aficionada a invocar la frase preferida de todo decorador: «El dinero no es problema». También había sobrevivido a dos maridos.
– ¡Que el diablo me lleve! -gritó una voz masculina.
Nora se dio la vuelta y vio a Evan Frazer con los brazos abiertos, dispuesto a darle un buen abrazo. Evan era el representante de Antigüedades Ballister Grove, que ocupaba gran parte del quinto piso.
– ¡Evan! -exclamó Nora-. Qué alegría verte.
– Lo mismo digo -respondió él. Besó a Nora en ambas mejillas-. Dime, ¿para qué cliente fabulosamente rico vienes hoy a comprar?
Nora casi podía ver los símbolos del dólar brillando en las pupilas del hombre.
– No te diré su nombre, por supuesto, pero, por suerte para ti, quiere deshacerse de algunas filigranas francesas para adoptar un estilo británico tradicional.
– Entonces has venido al lugar adecuado -dijo, mostrando los dientes al sonreír-. Pero tú siempre lo haces.
Durante una hora más o menos, Evan guió a Nora a través de sus abundantes existencias de mobiliario británico. Sabía cómo hacerlo, lo que tenía que decir y lo que tenía que callar. Especialmente lo que no debía mencionarle a Nora Sinclair. Esta odiaba que un vendedor le dijera de un objeto que era bonito. Como si eso pudiera influir en su opinión. Ella tenía su propio sentido de la estética y del gusto, que en parte era innato y en parte se había desarrollado y depurado mediante la experiencia. Y Nora confiaba a ciegas en él.
– ¿Es de doble hoja? -preguntó a Evan mientras se inclinaba sobre una mesa de madera de haya ribeteada de caoba.
– Viene con una sola -dijo-. Pero admite dos, y se puede encargar la segunda sin problemas.
– Con una es mejor.
Echó un vistazo al precio. Aunque, como siempre, se trataba de un gesto superfluo cuando compraba para Constance McGrath. Tras dar un paso atrás para un último examen, Nora ofreció su particular versión del «me lo llevo»: ¿por qué pronunciar tres palabras si podía resultar mucho más enfática con una sola?
– ¡Hecho! -declaró.
Evan despegó inmediatamente una etiqueta de «Vendido» de una hoja y la estampó en la mesa. Era la cuarta y última de la mañana. Nora quedó satisfecha con esa adquisición, que se añadía a la de un armario con estantes, una cómoda alta y un canapé.
Los dos se sentaron en un gran sofá mientras Evan preparaba la factura. No se pronunció ni una sola palabra relativa al diez por ciento que Nora se llevaba como comisión. Se daba por sobrentendido.
Tras despedirse de Evan, Nora se detuvo para comer algo rápido en el restaurante La Mercado. Cayó en la cuenta de que, después de todo, ya no necesitaba ir a D &D ni a Devonshire, pues había hecho todos sus recados en Sentiments y Ballister Grove. Ante una ensalada Cobb y una crepé de dulce de leche de postre, conectó el teléfono móvil.
Llamó a Constance para contarle las mil maravillas de las compras de la mañana. También devolvió las llamadas de Jeffrey y de Connor, para cumplir con el «mantenimiento marital» del día.
Ahora tenía algo importante que hacer en el despacho de un abogado de la calle Cuarenta y nueve este, cerca de East River.
– ¿En qué puedo ayudarla, señorita Sinclair? -preguntó el señor Steven Keppler.
Nora le dedicó una cálida sonrisa.
– Por favor, llámeme Olivia.
– Olivia, entonces. -Desde el otro lado del enorme escritorio, Keppler devolvió a Nora una sonrisa quizá demasiado amplia-. ¿Sabe?, tengo un barco que se llama así.
– ¡No me diga! -dijo Nora fingiendo interés-. Lo consideraré un buen presagio.
Pero aún le pareció más prometedor el modo en que Steven Keppler -un abogado de mediana edad y tarifas modestas que se cubría la calva con unos cuantos pelos largos- se la comía con los ojos, mirándole los pechos y las piernas. Al menos, eso garantizaba una buena travesía.
Los demás abogados varones de la lista de Nora no podían darle cita hasta al cabo de dos o tres semanas. Lo mismo hubiera ocurrido con Steven Keppler de no ser porque un cliente se había puesto enfermo inesperadamente y había cancelado la visita. Una feliz casualidad para ella. En menos de veinticuatro horas, Nora consiguió su cita. O, mejor dicho, «Olivia» consiguió su cita: para llevar a cabo su propósito, necesitaba tomar prestado el nombre de su madre.
Continuó:
– Verá, Steven, quisiera que me ayudara a constituir un negocio.
«Y, por cierto, no está dentro de mi sujetador.»
– Resulta que ésa es mi especialidad -dijo el abogado.
Nora sintió vergüenza ajena cuando el hombre terminó la frase combinando un guiño con un doble chasquido que hizo con el lateral de la boca.
– ¿Dónde estará situado ese negocio? -preguntó.
– En las islas Caimán.
– Oh -dijo, haciendo después una pausa.
Un ligero atisbo de preocupación asomó a su rostro. Su más que atractiva clienta con blusa de seda y falda corta sin duda estaba intentando burlar la ley y evitar pagar sus impuestos.
– Espero que eso no sea un problema -dijo Nora.
Las desagradables miradas incitantes de Keppler empezaban a excederse.
– Pues… no, no veo por qué… eh… debería serlo -tartamudeó-. La cuestión es que establecer un negocio allí requiere la cooperación de lo que nosotros llamamos un delegado. Simplificando, se trata de un residente en las islas Caimán que, a título exclusivamente nominativo, actúa como representante de su empresa. ¿Me explico? -Nora ya sabía todo eso, aunque no lo dio a entender, así que asintió con la cabeza como una estudiante aplicada-. Pero la suerte ha querido -añadió Keppler- que precisamente tenga empleado a un agente de esas características.
– Sí, a eso se le llama suerte -dijo Nora.
– Supongo que ahora también necesitará que le abra una cuenta corriente allí, ¿cierto?
Bingo.
– Sí, creo que sería una buena idea. ¿Puede hacerlo por mí?
– En realidad, se supone que debe usted hacerlo personalmente -dijo él.
De nuevo, Nora cambió de postura.
– Vaya, eso es un gran inconveniente -dijo.
– Lo sé, lo sé. -Se inclinó sobre el escritorio-. Tal vez yo podría mover algunos hilos y ahorrarle el viaje.
– ¡Eso sería estupendo! Me ha salvado usted la vida.
Buscó en un archivador y sacó unos formularios.
– Sólo necesito que me dé un poco de información sobre usted, Olivia.
El Lincoln Town Car dejó la atestada carretera 9 y avanzó a gran velocidad por la pintoresca Scarborough Road, hasta la igualmente bella Central Avenue; finalmente se metió por el camino de piedra que daba a la casa de Connor, un poco antes de la puesta de sol de aquel viernes. Cuando el chófer se disponía a abrir la portezuela del coche a Nora, Connor se le adelantó. Era evidente que estaba ansioso por verla.
– ¡Ven aquí! -le dijo al tiempo que le hacía una seña-. Casi me vuelvo loco pensando en ti.
Nora sacó un pie fuera del vehículo y se echó en los brazos de él al instante. Se besaron mientras el conductor -un italiano robusto y entrado en años- abría el maletero y cogía la maleta de Nora. Intentó no mirar, pero no pudo evitarlo. Con el sol poniéndose después de un hermoso día, y frente a una de las casas más impresionantes que había visto en su vida, estaba esa encantadora pareja, evidentemente enamorada de la cabeza a los pies. «Si eso no es tocar el cielo, no sé qué puede serlo», pensó.
– Aquí tiene -dijo Connor.
Metió la mano en el bolsillo de sus pantalones y sacó algo de dinero. Deslizó al chófer una propina de veinte dólares.
– Gracias, señor -dijo el hombre con un marcado acento-. Es usted demasiado amable.
– ¡Y demasiado guapo! -canturreó Nora mientras abrazaba a Connor por la cintura.
«Es realmente guapo, ¿no?», pensó sin poder evitarlo.
El chófer respondió con una franca sonrisa y regresó con rapidez al coche.
– ¡Que tengan una noche agradable, jóvenes! -gritó al tiempo que volvía la cabeza.
Nora y Connor se rieron, mientras observaban unos instantes cómo el Lincoln se alejaba hasta desaparecer. Nora se separó de Connor.
– ¿Qué tal el trabajo? -preguntó-. Aunque, pensándolo mejor, no quiero hablar de eso.
– Ni yo -dijo él-. «Además, mucho trabajo y poca diversión… ¡nos vuelve asquerosamente aburridos!»
Este era uno de sus primeros mantras, y aún estaba entre sus favoritos.
– Deberíamos hacerlo aquí mismo -dijo ella guiñándole un ojo-. ¡Aquí mismo, sobre el césped! Al infierno con los vecinos. Que miren si quieren. A lo mejor los inspira.
Connor la cogió de la mano.
– En realidad, tengo una idea mejor.
– ¡Vaya! ¿Mejor que hacer el amor conmigo? ¿Qué puede ser?
– Es una sorpresa -respondió-. Sígueme.
– ¿Quieres hacerlo en el garaje? -preguntó Nora en tono travieso.
Connor apenas podía contener la risa.
– No -dijo-. Ésa no es la sorpresa. Aunque tu idea no es tan mala.
Había llevado a Nora por uno de los lados de la casa y se había detenido a unos tres metros del garaje de cinco plazas. Todas las puertas estaban cerradas. Nora estaba de pie junto a él, sin saber qué debía esperar.
– ¿Estás preparada? -preguntó.
Metió la mano en el otro bolsillo de sus pantalones -donde no llevaba las monedas- y sacó el mando a distancia para abrir las puertas del garaje. Tenía cinco botones y apretó el del medio. Despacio, la puerta empezó a elevarse.
– ¡Dios mío! -gritó Nora.
Detrás de la puerta, mirándolos de frente, había un flamante Mercedes SL500 descapotable de color rojo brillante, con un gran lazo blanco atado por encima de la capota.
– ¿Y bien? -dijo Connor.
Nora se había quedado sin palabras.
– Verás, si vas a ser mi esposa necesitarás tu propio vehículo, ¿no crees?
Nora seguía sin palabras, cosa que a él le causaba un gran placer.
– ¿Debo suponer que estás sorprendida?
Nora se echó en sus brazos. Por fin encontró las palabras, y las dijo muy alto:
– ¡Eres increíblemente asombroso! ¡Gracias, gracias, gracias! -Levantó su mano izquierda-. Primero un anillo precioso y ahora…
– Y ahora, una llave -dijo él como si se tratara de otro de sus mantras-. Que, por cierto, está esperando en el contacto.
Connor llevó a Nora dentro del garaje y la sentó con delicadeza en el asiento del conductor. Luego rodeó el vehículo, a la par que le quitaba el lazo, hasta llegar al otro lado.
– ¡Métele! -gritó como un colegial, saltando por encima de la puerta del copiloto.
Nora admiraba el interior del coche mientras deslizaba los dedos por la tersa piel del volante.
– ¿Qué te parece? ¿Lo estrenamos? -preguntó.
– Desde luego. Para eso está.
Ella le miró, dibujando una traviesa sonrisa con las comisuras de la boca. De pronto, sus manos ya no estaban en el contacto, sino jugueteando entre las piernas de Connor.
– Oh… -dijo satisfecho, con voz profunda y ronca.
Con gran agilidad, Nora pasó de su asiento al de Connor. Se sentó encima de él con las rodillas dobladas y empezó a acariciar su espeso pelo negro mientras le besaba con suavidad en la frente, en ambas mejillas y, finalmente, en la boca. Le desabrochó la camisa.
– ¿Hasta dónde crees que pueden abatirse estos asientos? -preguntó ella.
– Tendré que comprobarlo.
Buscó con la mano por debajo de su asiento, que de inmediato comenzó a reclinarse con un zumbido grave. Empezaron a desnudarse el uno al otro como si su ropa ardiera. La camisa de él, la blusa y el sujetador de Nora. Pantalones y falda, calzoncillos y bragas.
– Te quiero -dijo Connor mirándola a los ojos.
Era imposible no creerle y no sentir algo por él.
– Y yo a ti -respondió ella.
Y allí mismo, en el garaje, Nora cabalgó en su coche nuevo.
– ¿Te das cuenta de que sólo queda una habitación en toda la casa donde nunca hayamos hecho el amor? -preguntó Connor.
Parecía estar realizando cálculos mentales.
– Bueno, supongo que la noche todavía es joven -dijo Nora.
La apretó aún más fuerte entre sus brazos.
– Eres insaciable.
– Y tú un tipo con suerte.
Por fin habían salido del garaje y ahora estaban de pie en la cocina, sosteniendo su ropa, abrazados el uno al otro.
– Y hablando de ser insaciable…
Nora contuvo la risa.
– ¿Por qué sabía que ibas a decir eso? Muy bien, chico nudista. ¿Qué me dices de una tortilla?
– Me parece perfecto. ¿Salimos fuera? ¿Llamo al Inn de Pound Ridge? ¿O al Iron Horse?
Nora negó con la cabeza.
– ¿De qué quieres la tortilla? Me apetece cocinar para ti.
– Sorpréndeme -dijo él-. De hecho, éste será el tema de la velada: las sorpresas.
Y por primera vez, Nora sintió una punzada en el estómago. «Tú lo has dicho.»
Connor salió de la estancia para darse una ducha rápida, no sin antes recoger la maleta de Nora, que se había quedado en el camino de entrada. Nora la abrió en la cocina y sacó unos vaqueros cuidadosamente doblados y una camiseta blanca de algodón.
Entonces, como si se tratara de un viejo amigo, oyó una vocecilla dentro de su cabeza: «Vamos, Nora, no te eches atrás».
Se vistió y comenzó a preparar la tortilla. En el cajón de las verduras encontró media cebolla Vidalia, un pimiento verde y un poco de jamón de Virginia cortado muy grueso. Tenía lo necesario para hacer una tortilla del Oeste.
«La decisión ya está tomada. Sólo son nervios, nada más. Sabes que puedes hacerlo… No es la primera vez.» A lo largo del antepecho de la cocina había una banda magnética para sostener los cuchillos grandes. Nora los miró. Estaban dispuestos en una hilera perfecta y muy bien afilados. Cogió el más grande de todos y lo agarró con fuerza; sus dedos se adaptaron a la suave curva del mango antes de oprimirlo con firmeza.
«Olvida el coche. Y el anillo. Sobre todo, el anillo.»
Los huevos ya estaban batidos y el pimiento verde, troceado. Nora estaba cortando el jamón en tacos. Se encontraba de pie, frente a la tabla de cortar, junto al fregadero, dando la espalda a la entrada de la cocina. Entonces oyó a Connor.
– Estoy tan hambriento que podría comerme un restaurante entero.
Su voz se aproximaba y cada una de sus palabras se oía un poco más fuerte.
«¡Hazlo, Nora!»
Avanzaba directamente hacia ella.
«¡Hazlo ahora!»
Cortó otro trozo de jamón con la mirada fija en el cuchillo; lo agarró aún más fuerte y sus nudillos se volvieron completamente blancos. La luz caía a plomo desde el techo y se reflejaba sobre la hoja de acero. Todavía quedaba tiempo para cambiar de idea.
Los pasos de Connor se escuchaban detrás de ella, y se acercaban cada vez más. Nora sintió su cálido aliento en la nuca. Estaba ahí mismo, a su alcance. Se dio la vuelta, de repente, con la mano alzada en el aire.
– ¿Está bueno? -preguntó ella.
Connor abrió la boca para comerse el trozo de jamón que había cogido con los dedos. Masticó durante unos segundos.
– Delicioso.
– Estupendo, porque no sabía cuánto hacía que lo tenías -dijo-. ¿Qué tal la ducha?
– Me ha sentado de maravilla. Aunque no tanto como tú.
Nora acabó de trocear el jamón y empezó a cortar la cebolla en aros. «Aún tienes tiempo de cambiar de idea.»
Connor, que tan sólo vestía unos pantalones de deporte y llevaba el pelo mojado y peinado hacia atrás, se dirigió al frigorífico y cogió una Amstel.
– ¿Quieres una? -preguntó.
– No, gracias. Tengo mi agua. -Levantó una botella de Evian para que él la viera-. Tengo que cuidar mi línea… para ti.
Él abrió la cerveza y bebió un trago. Miró a Nora de soslayo.
– Cielo, ¿estás bien?
Nora se volvió hacia él con una lágrima solitaria deslizándose por su mejilla.
– ¡Oh! -dijo al darse cuenta de ello. Se la secó y se obligó a sonreír antes de apartar la mirada-. Creo que las cebollas sí me hacen llorar, después de todo.
Nora cocinó ligeramente la tortilla del Oeste, sin dejar que se quemara por fuera, tal como a Connor le gustaba, y la puso delante de él, en la mesa de la cocina. Connor la espolvoreó con sal y pimienta y le hincó el tenedor.
– ¡Fantástica! -declaró-. Esta podría ser tu mejor tortilla.
– Me alegro de que te guste.
Se sentó junto a él, que siguió comiendo unos cuantos bocados mientras ella le observaba.
– Dime, ¿qué quieres hacer mañana? -le preguntó Connor.
– No lo sé. Tal vez podríamos salir a dar una vuelta en mi coche nuevo.
– ¿Quieres decir fuera de los límites del garaje?
Se rió y pinchó otro pedazo con el tenedor. Pero cuando éste estaba a medio camino de la boca, Connor se quedó inmóvil.
En un abrir y cerrar de ojos, palideció por completo. Estaba blanco como la leche. La cabeza empezó a darle vueltas. El tenedor se cayó encima del plato con un sonoro golpe.
– Connor, ¿qué te ocurre?
– No… -Apenas podía hablar-. No lo sé -dijo forzando la voz-. De repente me siento muy…
Se sujetó el estómago como si le hubieran dado un puñetazo brutal. O un navajazo. Se le pusieron los ojos en blanco. Dio varias sacudidas en la silla antes de caer al suelo con un ruido sordo»
– ¡Connor! -Nora saltó de su silla e intentó ayudarle a levantarse del suelo-. Vamos -le dijo-, intenta ponerte en pie.
Se levantó con gran dificultad, pero sus piernas parecían de goma. Ella le llevó hasta el cuarto de baño de la entrada. Connor volvió a caerse al suelo, a punto de perder el conocimiento. Nora levantó el asiento del inodoro y él intentó arrastrarse hasta allí.
– Voy… voy… a vomitar -farfulló entre bocanadas de aire.
Estaba empezando a hiperventilar.
– Voy a ver si encuentro algo que te puedas tomar -dijo ella, con la voz alterada por el pánico-. Enseguida vuelvo.
Corrió hacia la cocina mientras Connor batallaba por asomarse al borde del inodoro. Ya no se trataba sólo de su estómago, ahora todo su cuerpo ardía como si estuviera en el infierno. Estaba sudando a chorros por cada uno de sus poros.
Nora volvió con un vaso en la mano. En su interior había un líquido claro y efervescente, parecía Alka-Seltzer.
– Toma, bébete esto -dijo ella.
Connor cogió el vaso con manos temblorosas. Apenas podía llevárselo a la boca, por lo que Nora tuvo que ayudarle. Bebió un sorbo y luego otro.
– Bebe más -ordenó ella-. Termínatelo.
Tomó otro sorbo antes de sujetarse el estómago de nuevo. Connor cerró los ojos con fuerza y apretó los dientes; los músculos de su mandíbula estaban tan tensos que parecía que iban a reventar por debajo de la piel.
– ¡Ayúdame! -suplicó-. ¡Nora!
Segundos más tarde, sus plegarias fueron escuchadas. El espantoso temblor empezó a disminuir. Remitía tan deprisa como había empezado.
– Creo que la medicina está haciendo su efecto, cariño -dijo Nora.
Connor volvía a respirar con normalidad. Recuperó el color y abrió los ojos, primero muy despacio y luego por completo. Soltó un gran suspiro de alivio.
– ¿Qué me ha pasado? -preguntó.
Y comenzó de nuevo. Diez veces peor. Ahora, el temblor se había transformado en una serie de espasmos que sacudían su cuerpo. Los jadeos se convirtieron en una súbita y horrible asfixia. El rostro de Connor se volvió azul y sus ojos se inyectaron en sangre.
El vaso se le cayó de las manos y se hizo añicos. Su cuerpo sufrió violentas convulsiones y se retorcía de dolor. Se llevó las manos al cuello, desesperado por inhalar un poco de aire. Trató de gritar, pero no pudo. Su boca se negaba a emitir sonido alguno.
Intentó agarrarse a Nora, pero ésta dio un paso atrás. No quería mirar pero al mismo tiempo no podía darse la vuelta. Lo único que podía hacer era esperar que las sacudidas y las convulsiones cesaran de nuevo, como así ocurrió. Aunque esta vez para siempre.
Connor yacía muerto en el suelo de uno de los baños de su mansión colonial de 3.500 metros cuadrados.
Lo primero que hizo Nora fue recoger los trozos de cristal del suelo del cuarto de baño.
Lo segundo fue tirar los restos de tortilla al triturador y ponerlo en marcha. Luego lavó a conciencia el plato y el tenedor.
Lo tercero fue prepararse un buen trago. Medio vaso de Johnny Walker Blue Label, que se bebió de un sorbo en medio segundo. Se sirvió un poco más y se sentó a la mesa de la cocina. Puso en orden sus ideas, repasó el guión que se había aprendido, respiró hondo y expulsó el aire despacio.
Era la hora del espectáculo.
Nora se dirigió con calma hacia el teléfono, marcó un número y se recordó a sí misma que los mejores mentirosos nunca dan detalles. Después de que sonaran dos tonos, una mujer descolgó y dijo: «Teléfono de emergencias».
– ¡Oh, Dios mío! -gritó Nora al auricular-. ¡Por favor, ayúdeme, no respira!
– ¿A quién se refiere, señora?
– No sé lo que ha ocurrido, estaba comiendo y de repente…
– Señora -la interrumpió la operadora-. ¿A quién se refiere?
Nora sollozó, respirando agitadamente.
– ¡Mi novio! -gimió.
– ¿Se está ahogando?
– No -gritó-. Ha empezado a sentirse mal y… y… entonces ha… -Nora se interrumpió.
Pensó que las frases sin terminar debían de resultar más convincentes en las grabaciones del teléfono de emergencias.
– ¿Dónde está usted, señora? ¿Cuál es su dirección? -preguntó la operadora-. Necesito una dirección.
Nora alternó los balbuceos con un llanto renovado hasta que por fin se decidió a dar la dirección de Connor en Briarcliff Manor.
– Muy bien, señora, quédese donde está. Intente mantener la calma, la ambulancia llegará enseguida.
– ¡Por favor, dense prisa!
Nora colgó el teléfono. Calculó que disponía de unos seis o siete minutos más. Tiempo de sobra para un último repaso.
Decidió que la botella de Johnny Walker se quedaba ahí, junto con el vaso en el que se lo había servido. Después de todo, ¿quién iba a culparla por tomarse una copa en un momento como aquél? En cambio, el frasco con los comprimidos tenía que desaparecer.
Lo volvió a guardar en su maleta, enterrado en el fondo de su botiquín, que, a su vez, estaba oculto bajo varias prendas de ropa. Si alguien llegaba alguna a vez a encontrarlo y leer la etiqueta, vería que se trataba de Zyrtec, de 10 miligramos, para las alergias estacionales.
Sin embargo, no sería aconsejable que ese alguien se tomara uno.
Nora cerró la cremallera de la maleta y la subió al dormitorio principal. Allí se aplicó los últimos retoques ante un espejo de cuerpo entero: se sacó la camiseta de algodón por fuera de los vaqueros y tiró varias veces del cuello. A continuación se restregó los ojos con fuerza hasta enrojecerlos. Con una serie de pestañeos forzó la caída de unas cuantas lágrimas para acabar de estropear su maquillaje.
Bien, bastaba con aquello. Estaba lista para el siguiente acto.
En el fondo era bastante excitante. Como una droga. El tercer acto de la obra era el más importante.
Destellos de luces y el sonido ascendente de una sirena se aproximaban por el camino de entrada. Nora salió corriendo por la puerta principal, gritando como una histérica.
– ¡Dense prisa! ¡Rápido, por favor! ¡Por favor!
Los enfermeros -dos hombres jóvenes con el pelo muy corto- cogieron sus bolsas y entraron en la mansión a toda prisa. Nora los condujo de inmediato hasta el cuarto de baño del vestíbulo, donde la larga silueta de Connor yacía tendida en el suelo.
Se arrodilló, llorando descontroladamente, y apoyó su cara enrojecida en el pecho de Connor. Uno de los enfermeros, el más bajo, tuvo que arrastrarla hacia el recibidor para dejar espacio para él y su compañero.
– Por favor, señora. Tenemos que hacer nuestro trabajo. Puede que todavía esté vivo.
Durante los cinco minutos siguientes, se hizo todo lo posible por devolver a Connor Brown a la vida, pero todos los intentos fueron en vano.
Finalmente, ambos enfermeros intercambiaron aquella mirada que ya conocían, el reconocimiento silencioso de que ya no había nada que hacer.
El de más edad se volvió para mirar por encima de su hombro a Nora, que permanecía de pie junto a la entrada, tan aturdida que parecía encontrarse en estado de shock. La cara del hombre lo decía todo sin necesidad de palabras, pero, a pesar de ello, pronunció el innecesario «Lo siento».
A modo de respuesta, Nora rompió a llorar.
– ¡No! -gritó-. ¡No, no, no! ¡Oh, Connor, Connor!
La policía de Briarcliff Manor llegó unos minutos más tarde. Era el procedimiento rutinario, y Nora lo sabía. Habían telefoneado tras confirmar la defunción de Connor. Otra sirena y más destellos de luces en el camino de entrada.
Algunos vecinos se habían reunido para curiosear. Tan sólo una hora antes, Nora y Connor habían bromeado sobre la posibilidad de hacer el amor a la vista de todos ellos.
El agente de policía que llevaba la voz cantante se llamaba Nate Pingry. Era mayor que su compañero, el agente Joe Barreiro, y sin duda el más veterano. Su propósito era simple: detallar un informe sobre las circunstancias que rodeaban la muerte de Connor Brown y los hechos que habían tenido lugar antes de la defunción. En otras palabras, «el inevitable papeleo».
– Sé lo duro que debe de ser para usted, señora Brown, así que intentaremos resolver este asunto cuanto antes -dijo Pingry.
Nora se sujetaba la cabeza entre las manos. Estaba sentada en la otomana del salón, adonde los enfermeros la habían llevado prácticamente a cuestas. Levantó la vista hacia los policías Pingry y Barreiro.
– No estábamos casados -dijo entre sollozos. Vio que los agentes miraban fugazmente su mano izquierda, donde lucía el anillo de cuatro quilates que le había regalado Connor-. Sólo estábamos… -Hizo una pausa y volvió a dejar caer la cabeza entre sus manos-. Nos acabábamos de prometer.
El agente Pingry iba con pies de plomo. Por mucho que odiara esta parte de su trabajo, sabía que tenía que hacerla. De entre las muchas habilidades que requería, la más importante era tener toda la paciencia necesaria.
Poco a poco, Nora les contó a él y a su compañero lo que había ocurrido. Su llegada al anochecer, la tortilla que había hecho para Connor y el momento en que éste había empezado a encontrarse mal. Describió cómo le había ayudado a llegar hasta el cuarto de baño y la agonía por la que parecía haber pasado.
Nora divagaba y de vez en cuando se corregía a sí misma. En otras ocasiones hablaba con claridad. Según había leído en libros de psicología forense, las personas que habían sufrido un impacto emocional cambiaban a menudo de estado de ánimo y de grado de lucidez.
Nora incluso les confesó a los agentes que ella y Connor acababan de hacer el amor. En realidad, se aseguró de mencionarlo. El forense tardaría aproximadamente un día en tener listo su informe, pero ella ya sabía lo que diría la autopsia. Connor había muerto de un paro cardíaco.
Podría haberlo desencadenado el sexo, aun a los cuarenta años de edad. Era un motivo razonable. El estrés derivado de su trabajo podría ser otro. Tal vez hubiera en su familia antecedentes de enfermedades cardíacas. La cuestión era que nadie iba a encontrar una respuesta segura. Precisamente lo que ella quería.
Cuando el agente Pingry hubo terminado con sus preguntas, volvió a leer las notas que había tomado. En aquel resumen de lo que Nora le había dicho estaba todo lo que necesitaba saber… a excepción, por supuesto, de que ella había envenenado a Connor y luego le había visto morir en el suelo del cuarto de baño.
– Creo que ya tenemos todo lo que necesitamos, señorita Sinclair -dijo el agente Pingry-. Si no le importa, nos gustaría echar un último vistazo a la casa.
– Está bien -respondió suavemente-. Hagan lo que tengan quehacer.
Los dos policías se alejaron por el pasillo y Nora permaneció en la otomana, que había adquirido por algo más de siete mil dólares en Antigüedades Nuevo Canaán. Transcurrido un minuto, se levantó. Pingry y su compañero habían sido amables y la observaban con sincera preocupación, pero la hora de la verdad aún estaba por llegar. ¿Qué pensaban en realidad?
Con pasos furtivos, Nora siguió a los policías mientras avanzaban de habitación en habitación. Lo bastante cerca para oír lo que decían y lo bastante lejos para no ser vista. Cuando estaba en el pasillo del segundo piso, consiguió lo que andaba buscando. Los dos hombres se habían detenido en la sala de estar de Connor. Los primeros análisis de su actuación tuvieron lugar allí.
– Joder, mira ese equipo -dijo Pingry-. Creo que sólo el televisor ya vale más de lo que gano yo en un mes.
– Esa chica ha estado a punto de convertirse en millonaria -dijo su compañero, Barreiro.
– No bromees, Joe. Está bien jodida.
– Ni que lo digas. Ha estado así de cerca de conseguir el anillo de bodas.
– Sí, y en ese preciso instante se le ha caído a los pies.
Nora regresó por el pasillo muy despacio y bajó otra vez la escalera sin hacer ruido. Tenía los ojos enrojecidos y estaba hecha un desastre, pero por dentro se sentía reconfortada. «¡Bravo, Nora! Eres buena, muy buena.»
La policía no sospechaba nada en absoluto. Había cometido el crimen perfecto. Una vez más.
Las idas y venidas de extraños -la mayoría de ellos con expresión solemne- con la consiguiente confusión y alboroto que causaban duraron casi dos horas. Pero el sentido de la ironía nunca abandonaba a Nora: «Las cosas cobran vida cuando alguien muere de repente».
Finalmente, todo aquello acabó. Los enfermeros, la policía local, el coche fúnebre… todos se marcharon. Por fin, Nora se quedó sola en la casa. Era el momento de ponerse manos a la obra. Eso era lo que la policía necesitaba saber, aunque nunca lo averiguaría.
El estudio de Connor estaba en el otro extremo de la casa, prácticamente en un ala aparte. De acuerdo con las instrucciones que él le había dado cuando se vieron por primera vez, Nora lo había decorado como si se tratara de un club masculino privado: sofás de piel almohadillados, estanterías de madera de cerezo, pinturas al óleo que representaban escenas de caza y que causaban furor entre los chicos… En una esquina había una armadura medieval completa. En la otra, una vitrina que contenía una colección de cajas antiguas para rapé. «Un montón de basura sobrevalorada, y yo lo sabía.»
Nora se había reído al terminar el estudio: «Esta habitación es tan masculina que fumar un puro aquí dentro sería una redundancia». Pero ahora, irónicamente, sólo se encontraba ella en la estancia. Y empezaba a echar de menos a Connor.
Se sentó en la silla Gainsborough que había detrás del escritorio y puso en marcha el ordenador, un equipo de tres pantallas que permitía seguir varios mercados financieros a la vez. Aunque por su apariencia se hubiera dicho que hasta podía lanzar misiles. O al menos hacer aterrizar unos cuantos aviones.
El primer código que Nora introdujo era para acceder a la conexión de internet. El segundo, para descodificar el RPV (o Red Privada Virtual) encriptado de 128 bits. O, dicho de una forma más sencilla, era el camino más seguro entre dos puntos del ciberespacio.
El primer punto era el ordenador de Connor.
El segundo, el Banco Internacional de Zurich.
A Nora le había llevado cuatro meses localizar el código RPV. Sabiendo lo que sabía ahora, se daba cuenta de que podría haberle bastado con cuatro minutos. Pero nunca imaginó que lo guardara en un lugar tan obvio como su agenda electrónica. En la N de «números de cuenta», nada menos.
Por supuesto, no fue tan elocuente a la hora de detallar qué cuentas correspondían a cada código. Eso exigió varias sesiones de pruebas y errores a altas horas de la madrugada, mientras él estaba en la cama, durmiendo.
Sorprendía la sencillez y discreción de la página de operaciones del Banco Internacional de Zurich, teniendo en cuenta la complejidad de una operación como introducirse en la cuenta de Connor, y todo lo que eso implicaba en términos de riqueza y privilegios. Nada de letras con filigranas o música relajante de Honegger. Sólo tres opciones, escritas en caracteres simples, aparecían en la pantalla: «Ingresos. Reintegros. Transferencias».
Nora hizo clic en «Transferencias» e inmediatamente saltó a otra página, tan simple como la anterior, con una relación de los saldos de las cuentas de Connor. También aparecía un espacio para indicar la cantidad de dinero que se quería transferir.
Nora introdujo la cifra. En total había 4,3 millones de dólares. Cogería algo menos; 4,2 millones, para ser exactos. Sólo quedaba indicar el destino de la transferencia.
Connor no era el único que tenía una RPV. Nora introdujo el código de su cuenta privada y numerada en las islas Caimán. Gracias al calenturiento abogado financiero Steven Keppler, estaba a punto de ser inaugurada por todo lo alto.
Apretó la tecla de ejecutar y se recostó en la silla de Connor. En la pantalla, una barra horizontal indicaba la progresión de la transferencia oscureciéndose gradualmente. Puso los pies sobre la mesa y observó cómo avanzaba poco a poco.
Dos minutos más tarde, ya era oficial. Nora Sinclair era 4,2 millones más rica.
El segundo golpe que daba ese día.
A la mañana siguiente, se levantó, arrastrando los pies y con un gran bostezo, y bajó la escalera, dispuesta a preparar una cafetera. No se sentía mal. En realidad, Nora no solía sentir nada.
Después de tomarse la primera taza, sus pensamientos se centraron en las cosas importantes que tenía que hacer aquel día, como unas cuantas llamadas a personas que necesitaban saber que Connor había muerto. Y tenía que cumplir con Jeffrey.
La primera llamada fue para Mark Tillingham. Era el abogado y albacea testamentario de Connor. También era uno de sus mejores amigos. Cuando Nora telefoneó, Mark estaba a punto de salir por la puerta para ir a jugar su partido de tenis de los domingos por la mañana. Hasta podía imaginárselo, vestido de blanco, mientras escuchaba la noticia conmocionado. En cierto sentido, Nora se sentía celosa de esas emociones.
Los siguientes eran sus parientes directos. Sin embargo, la lista no podría haber sido más corta. Los padres de Connor ya no vivían, así que sólo quedaba una persona: su hermana pequeña, Elizabeth, a la que él llamaba Lizzie o, a veces, Lizard. Estaban muy unidos en todos los sentidos, excepto el geográfico: ella vivía a 4.800 kilómetros de distancia, en Santa Bárbara, y tenía su propia carrera, pues era una arquitecta reputada. Apenas viajaba hacia la costa este; la última vez había sido antes de que Nora y Connor se conocieran.
Nora se sirvió otra taza de café y pensó cuál sería la mejor manera de decirle a una mujer a la que nunca había visto, y con la que ni siquiera había hablado, que su hermano había muerto a los cuarenta años. Sabía que no tenía por qué hacer esa llamada. Podría haberle pedido a Mark Tillingham que la hiciera. Pero Nora también sabía que alguien que hubiera amado a Connor de verdad habría telefoneado personalmente. Así pues, después de encontrar el número de teléfono en la agenda electrónica, lo marcó.
– ¿Diga? -dijo una mujer con voz vacilante, por no decir contrariada.
Pasaban tan sólo unos minutos de las siete de la mañana en California.
– ¿Elizabeth?
– Sí.
– Me llamo Nora Sinclair…
Sorprendentemente, la hermana de Connor no lloró, al menos no por teléfono. Se limitó a guardar silencio, abatida, y a continuación formuló algunas preguntas con voz queda. Nora le contó lo mismo que había explicado a la policía, siguiendo el guión palabra por palabra.
– Aunque supongo que no sabremos nada con seguridad hasta que terminen de realizarle la autopsia -señaló.
De nuevo, Lizzie respondió con su aturdido silencio. Nora pensó que tal vez se sintiera culpable por no haber visto a su hermano en tanto tiempo. O tal vez se tratara de la repentina soledad de saberse la única superviviente de toda su familia. Tal vez sufriera una conmoción, como le había ocurrido a Mark Tillingham.
– Cogeré un avión mañana por la mañana -dijo Elizabeth-. ¿Has hecho planes para el funeral?
– Primero quería hablar contigo. Me imaginaba que…
Elizabeth se echó a llorar.
– Espero que no te parezca horrible, pero eso es lo último que… No creo que pueda… ¿Te importaría encargarte de ello?
– Claro que no -dijo Nora.
Estaba empezando a despedirse cuando Elizabeth reprimió unos sollozos y preguntó:
– ¿Cuánto tiempo has estado comprometida con Connor?
Nora hizo una pausa. Quiso fingir que lloraba, pero lo pensó mejor. En lugar de eso, dijo solemnemente:
– Una semana.
– Lo siento. Oh, lo siento mucho -dijo Elizabeth.
A raíz de su conversación telefónica con Elizabeth, Nora pasó la tarde concentrada en los preparativos del funeral. Algunos asuntos se podían solucionar por teléfono, como las flores o la comida. Sin embargo, había ciertas cosas en la vida -y más aún en la muerte- que uno debía hacer en persona. Elegir la funeraria era una de ellas.
Incluso en esa ocasión, Nora sacó partido de su destreza como decoradora. Eligió el ataúd como hubiera seleccionado el mobiliario de un cliente. Para Connor, el nogal más regio con asas de marfil labradas. En cuanto el encargado de la funeraria se lo mostró, Nora supo que debía ser ése.
– ¡Hecho! -dijo.
– Nora, sé que probablemente no es el mejor momento -empezó a decir Mark Tillingham-. Pero hay una cuestión de la que tenemos que hablar, y cuanto antes mejor.
Esta conversación tenía lugar minutos antes de las exequias, el martes por la mañana. El aparcamiento de la parroquia de Santa María, en Albany Post Road, Scarborough, estaba completo. Nora miró al abogado de Connor a través de los cristales oscuros de sus gafas Chanel, que hacían conjunto con el traje negro de Armani y los imprescindibles zapatos Manolos. Estaban de pie bajo un gran acebo, junto al camino de grava.
– Se trata de la hermana de Connor. Está destrozada, por supuesto: ella y Connor estaban muy unidos. Elizabeth tiene algunas dudas sobre tus intenciones.
– ¿Mis intenciones?
– Con respecto a las propiedades.
– ¿Qué te ha dicho Elizabeth? No, déjame adivinar. Teme que yo impugne el testamento de Connor, ¿verdad?
– Digamos que está un poco preocupada -respondió él-. El Estado no reconoce el derecho de las prometidas a reclamar, pero eso no le ha impedido a mucha gente…
Nora sacudió la cabeza.
– ¡No lo impugnaré, Mark, por Dios! No tengo ningún interés en esas propiedades. Era a Connor a quien quería. Voy a dejarlo muy claro: sus propiedades no me interesan. Puedes decírselo a «Lizzie».
El rostro de Mark era el bochorno personificado.
– Por supuesto -dijo-. Déjame decirte de nuevo que siento haber tenido que sacar el tema.
– ¿Así que por eso me ha estado evitando?
– No, creo que se debe a que está muy afectada. Ella y Connor crecieron muy unidos. Sus padres murieron cuando los dos eran muy jóvenes.
– Por curiosidad… ¿qué le ha dejado Connor?
Mark bajó la mirada y la clavó en sus mocasines negros con borlas.
– Se supone que no debo revelar una información como ésa, Nora.
– También se supone que en el funeral no deberías ofender a la mujer a la que Connor amaba.
Su sentimiento de culpa venció a su ética profesional.
– Básicamente, Elizabeth se queda con dos tercios de las propiedades, incluida la casa -dijo en voz más baja-. Como ya te he dicho, estaban muy unidos.
– ¿Y el resto?
– Sus primos de San Diego se llevan un buen pellizco. El resto es para distintas obras benéficas.
– Eso está bien -dijo Nora con un tono más dulce.
– Sí, así es -replicó Mark-. Connor era muy bueno en este sentido. Diablos, era bueno en muchos sentidos.
Nora asintió.
– Connor era maravilloso, Mark. Deberíamos entrar, ¿no crees?
El funeral fue hermoso, triste y muy emotivo. La capilla, con el ostentoso y cuidado club de campo Sleepy Hollow como escenario, era el lugar perfecto.
Al menos eso es lo que todo el mundo dijo a Nora. Puesto que no se organizó una fila para recibir el pésame, la gente se las arregló por su cuenta para acercarse a ella. A algunos de los amigos y socios de Connor ya los conocía; de otros había oído hablar. El resto se presentaron ellos mismos, con torpes expresiones de simpatía.
Tanto en la iglesia como en el cementerio, Elizabeth Brown se mantuvo a distancia. No es que Nora estuviera ansiosa por que desapareciera la tensión existente entre ambas; lo cierto era que la hermana de Connor le había hecho un favor. Sin darse cuenta, había reforzado la idea de que la última persona que querría ver muerto a Connor era la mujer que se habría hecho millonaria casándose con él.
En la casa de Westchester, donde los asistentes al funeral se habían reunido para comer y compadecerse, por fin Elizabeth se acercó a ella.
– Me he dado cuenta de que no bebes. Ni siquiera en un día como hoy -dijo Elizabeth.
Nora tenía un vaso de agua con gas en la mano.
– Oh, sí que bebo. Pero hoy prefiero beber agua.
– Lo cierto es que no hemos tenido ocasión de hablar esta mañana, ¿verdad? -dijo Elizabeth-. Quiero darte las gracias por organizado todo. Creo que yo no hubiera podido.
Sus ojos se inundaron de lágrimas.
– No hay de qué. Supongo que es lo lógico, puesto que vivo aquí. No me refiero a aquí, en la casa, sino…
– Lo sé, Nora. De hecho, hay algo de lo que quería hablarte.
Un hombre, uno de los socios de Connor en Greenwich, pasó por delante de ella. Elizabeth se interrumpió para que no la oyera.
– Ven -dijo Nora-. Salgamos un momento.
Condujo a Elizabeth a través de la puerta principal hacia los grandes escalones de piedra de la entrada. Por fin estaban las dos solas. ¿Había llegado el momento de sincerarse?
– Verás -dijo Elizabeth-, he hablado con Mark Tillingham. Parece ser que Connor me ha dejado la casa.
Nora tuvo una reacción brillante.
– ¿De veras? Bueno, así debe ser. Me alegro de que la familia pueda conservarla. Especialmente por ti, Lizzie.
– Oh, eres muy amable. Sin embargo, no tengo intención de vivir aquí -dijo Elizabeth. Hizo una pausa y dejó caer la cabeza, incapaz de terminar la frase. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas-. No podría.
– Lo comprendo -declaró Nora-. Deberías ponerla a la venta, Lizzie.
– Supongo que sí. Pero no tengo prisa. De eso es de lo que quería hablarte -dijo-. En primer lugar, quiero que te sientas libre de utilizar la casa todo el tiempo que lo desees. Sé que es lo que Connor hubiera querido.
– Eso es muy generoso de tu parte -dijo Nora-. No tienes por qué hacerlo. Me siento abrumada…
– Le he pedido a Mark que pague todos los gastos de mantenimiento con el dinero del testamento. Es lo menos que podemos hacer -dijo Elizabeth-. Y Nora, quiero que conserves todos los muebles. Son lo que os unió a Connor y a ti por primera vez.
Nora sonrió. El sentimiento de culpabilidad de Elizabeth se reflejaba en cada una de sus palabras. Inmediatamente después de la muerte de Connor, había pensado que su prometida se estaba preparando para sacar tajada. Pero ahora que creía lo contrario se mostraba generosa para admitir su equivocación. Y lo había hecho, pensaba Nora. Al menos, técnicamente.
«Yo ya he sacado mi tajada.»
Siguieron hablando de pie delante de la mansión hasta que Elizabeth se dio cuenta de la hora que era. Su vuelo de vuelta a California salía en menos de tres horas.
– Será mejor que me vaya -dijo-. Es el día más triste de mi vida, Nora.
Ésta asintió.
– Sí, y el de la mía. Por favor, no dejes de llamar.
Elizabeth se despidió -nada menos que con un abrazo- y se dirigió a su coche de alquiler, estacionado en el camino de entrada. Nora la observó con los pies muy juntos y los brazos cruzados sobre la cintura. Sin embargo, más allá de su inamovible aspecto, su corazón latía aceleradamente debido al entusiasmo. ¡Lo había conseguido! El crimen y el dinero.
Nora giró sobre sus manolos y se dirigió al interior de la casa. Dio dos pasos y luego se detuvo: le pareció haber oído algo. Un sonido procedente de las cercas y los árboles. Una especie de «clic».
Miró a su alrededor y escuchó con atención… Nada. Decidió que debía de tratarse de un pájaro. En cuanto dio el primer paso hacia el interior de la casa, una cámara digital Nikon D1-X sonó unas cuantas veces más desde su escondrijo entre los rododendros.
Clic, clic, clic…
Nora Sinclair no era la única que tenía un buen plan.