QUINTA PARTE. La huida

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Eso fue todo. Así de sencillo. El final.

– Hey, Fitzgerald, no te había reconocido sin tu inseparable mochila -dijo el Turista.

– Muy gracioso, O’Hara. Aún no te he dado las gracias por salvarme el pellejo en Grand Central. Te lo agradezco mucho. Creo que me las podría haber arreglado sola, pero tal vez no.

El Turista se había reunido con la chica de la mochila en un restaurante del aeropuerto de LaGuardia. El chantajista, el vendedor, llegaría en cualquier momento. Si todo salía bien.

– Esto es una locura, ¿eh? ¿Crees que aparecerá? Me refiero al vendedor -preguntó ella.

O’Hara bebió un sorbo de su Coca-Cola extragrande del McDonald's.

– Sí, si quiere su dinero, y me apuesto lo que sea a que lo quiere. Tiene dos millones de razones para dejarse ver.

Fitzgerald frunció el ceño y sacudió la cabeza.

– Supongamos que el vendedor aparece. ¿Cómo sabemos que dejará todo lo que tiene? ¿Que nos dará todas las copias y no intentará engañarnos?

– ¿Quieres decir como lo que hicimos nosotros a la salida de Grand Central? O más bien debería decir a su emisario.

– Oye, O’Hara, él es el malo, ¿recuerdas?

– Creo que lo apunté en algún sitio. Él es el malo, él es el malo… -O’Hara empezó a hablar por el auricular-. Está entrando. Sabemos quién es. Esta vez ha venido en persona.

Fitzgerald todavía no le veía.

– ¿Y por qué ha venido? ¿No ha pensado que podría ser una trampa?

Un hombre de treinta y pocos años con traje azul, gafas de sol de aviador y maletín se sentó a su mesa. Fue directo al grano.

– Así pues, ¿tenéis mi dinero esta vez?

O’Hara negó con la cabeza.

– No. Nada de dinero. Hemos infestado el restaurante. Te estamos haciendo fotos para el USA Today y la revista Time. «Las noticias de la cárcel.»

– Estás cometiendo un grave error, amigo mío. Estás bien jodido -dijo el tipo del traje mientras hacía ademán de levantarse.

O’Hara le obligó a sentarse otra vez.

– Obviamente, nosotros no pensamos lo mismo. Y, ahora, escúchame, porque te diré cuál es el trato. No recibirás ningún dinero por el archivo que robaste e intentaste vendernos otra vez. Pero puedes salir de ésta. Por supuesto, dejarás el maletín y las copias que hayas hecho. Sabemos quién eres, agente Viseltear. Si vuelves a complicarnos la vida, o si algo de todo esto sale algún día a la luz, acabaremos contigo. Para siempre. Este es el trato. No está mal, ¿eh? -O’Hara miró largo y tendido al tipo del traje, Viseltear, que era analista de la base militar de Quántico, además de ladrón-. ¿Me sigues? ¿Lo has entendido?

Viseltear asintió lentamente.

– No deseáis que comparezca en un tribunal -dijo-. No podéis permitir que esto acabe en un juicio.

O’Hara se encogió de hombros.

– Si vuelves a complicarnos la vida, acabaremos contigo. Es lo único que necesito que entiendas. -Le dio un puñetazo a Viseltear en plena mandíbula. Casi le tiró al suelo-. Igual que tú intentaste acabar conmigo con tu repartidor de pizzas en Pleasantville. Y ahora lárgate de aquí. Y deja el maletín.

Sin dejar de frotarse la barbilla, Viseltear se levantó de la mesa y se alejó tambaleándose; todo había terminado.

Aunque no del todo, se corrigió O’Hara, puesto que sabía demasiado sobre lo que había ocurrido, ¿no era así? Había husmeado en el maletín, mirado el contenido de la memoria Flash y leído el artículo de la sección de moda del Times. Había sumado dos más dos hasta llegar casi al billón y medio.

Pero quizá, y sólo quizá, pudiera sacar algún partido de aquello. O quizá no.

«Las cosas no siempre son lo que parecen.»

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– Hola, O’Hara.

– Susan, me alegro de verte.

– ¿A pesar de las circunstancias?

– Siempre, sean cuales sean.

Nos dirigíamos hacia el despacho de Frank Walsh, en la duodécima planta del edificio del FBI del centro de Manhattan. Susan y yo trabajábamos bajo la supervisión de Walsh, aunque solíamos hacerlo en secciones separadas; Frank Walsh controlaba varios departamentos de la oficina de Nueva York.

– Hola, Susan. Hola, John -dijo, y nos mostró la dentadura cuando llegamos a su despacho.

Walsh siempre sonríe, habla mucho y estrecha la mano de la gente, pero eso no significa que sea tonto. Después de todo, es mi jefe y el de Susan.

Trasladamos la reunión a la sala de juntas.

– Me encantaría charlar un rato con vosotros, artistas del enredo, pero hoy ando mal de tiempo. Tal vez podamos cenar una noche en el Neary's. Susan, tú no puedes entrar, lo siento.

– Claro -dijo Susan.

Ella no piensa que Walsh sea tan listo como yo creo, pero le tolera.

– Bueno, vayamos al grano -dijo Walsh mientras él y yo entrábamos en la sala contigua-. La vista empezará de un momento a otro.

En la habitación se respiraba cierto aire incómodo, tenso y acusador. El tipo de ambiente que de entrada anunciaba alto y claro, sin necesidad de que se pronunciara una sola palabra: «La has jodido, O’Hara».

Me senté en la solitaria silla que había frente a la comisión disciplinaria. Desde la noche de la desaparición de Nora, había pasado del hospital al banquillo de los acusados, con un intervalo de una semana para recuperarme de mi herida en el hombro. Por no mencionar el trabajillo que había terminado en el aeropuerto de LaGuardia. Empezaba a suponer que la comisión había esperado a que me recuperara antes de darme la patada en el culo.

Frank Walsh decidió empezar por un breve repaso de mi curriculum. La comisión escuchaba atentamente mientras, delante de Frank, un magnetófono grababa cada palabra.

– Agente John Michael O’Hara: anteriormente capitán del ejército de Estados Unidos, antiguo miembro del Departamento de Policía de Nueva York, donde recibió dos condecoraciones; en la actualidad, agente especial de la brigada antiterrorista del FBI, concretamente de la sección de operaciones financieras terroristas, asignado para llevar a cabo numerosas misiones secretas.

– ¿Frank? -dijo una voz. Era un hombre mayor que estaba sentado en el extremo derecho de la mesa. Además de su participación en el comité disciplinario, su trabajo cotidiano se desarrollaba en la unidad de asesinos en serie. Se llamaba Edward Vointman-. ¿Podrías hacer el favor de explicar ante todo la implicación del agente O’Hara en la investigación del caso Sinclair?

Sonreí entre dientes. La Interpelación de Vointman era la forma políticamente correcta de preguntar lo que en realidad quería saber: «¿Por qué diablos no se me informó de ello?»

Walsh frunció el ceño. En casi todas las compañías, y especialmente en una agencia gubernamental, la mano derecha nunca sabe lo que hace la izquierda. Sin embargo, dada la situación, la falta de comunicación era sospechosa: la mano derecha ignoraba lo que estaba haciendo uno de sus propios dedos.

Walsh extendió el brazo y detuvo la grabadora. Junto con la cinta, se interrumpió su rigidez.

– Esta es la historia, Ed -comenzó-. El cuerpo especial contra el terrorismo de Nueva York ha estado trabajando con el equipo financiero de la división antiterrorista regular y con las fuerzas nacionales de seguridad para controlar el dinero con el que se trafica dentro y fuera del país. -Vointman abrió la boca como si fuese a decir algo, lo más probable: «¿Qué significa controlar?», pero Walsh le interrumpió-. No puedo decirte nada más al respecto, Ed, así que no te molestes. -Se aclaró la garganta-. En cualquier caso, se nos encendió la luz de alarma al enterarnos de la cuantiosa transferencia que se hizo desde la cuenta de un tal Connor Brown, en Westchester, hace un tiempo.

»A raíz de las sucesivas investigaciones, descubrimos una curiosa coincidencia: la prometida de aquel tipo, Nora Sinclair, había estado casada con un médico de Nueva York que murió de la misma forma que Brown y, además, era cardiólogo. Las buenas noticias eran que seguramente no se trataba de una terrorista. Las malas, que era probable que estuviera involucrada en ambas muertes.

Una vez más, Vointman abrió la boca, pues su anterior pregunta era fundamental. Como jefe de sección de la unidad de asesinos en serie, el caso debería haber derivado hacia él.

Al igual que antes, Walsh le cortó.

– Esta es la cuestión, Ed -dijo-: no podíamos pasarlo a tu grupo sin asegurarnos al cien por cien de que esa mujer, Nora, no actuaba como cebo para otra persona o, por improbable que pueda parecer, que era una agente. Para resumir esta larga historia: acudimos a O’Hara porque tiene experiencia con ambas situaciones. Durante cuatro años trabajó como agente secreto en el Departamento de Policía de Nueva York y su perfil encajaba. Incluso estaba trabajando al mismo tiempo en una misión relacionada con la nuestra. En otras palabras, tenía el perfil adecuado y, al menos eso creíamos, sabía usar la cabeza. -Se volvió para mirarme con expresión glacial-. Por supuesto, pensábamos en la que tiene por encima de la cintura. -Walsh volvió a extender la mano y encendió la grabadora-. Pero ya no estoy de acuerdo con eso -dijo.

A partir de ahí, todo fue cuesta abajo. Durante la siguiente hora, tuve que responder a preguntas sobre los aspectos de mi investigación de Nora Sinclair. Cada decisión que tomé y las que no había tomado, especialmente estas últimas. La comisión fue implacable. Me convertí en su piñata humana, y todos se aseguraron de asestar sus golpes.

Una vez terminado, Walsh dio las gracias a todo el mundo y los asistentes abandonaron la sala. Di por sentado que también yo podía marcharme. Sin embargo, me ordenó que me quedara donde estaba.

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El resto de la comisión disciplinaria se había marchado y sólo quedábamos nosotros tres: Walsh, la grabadora y yo. Todo estaba muy silencioso. Durante veinte segundos, quizá treinta, se limitó a mirarme.

– ¿Se supone que debo decir algo? -pregunté.

Negó con la cabeza.

– No.

– ¿Se supone que usted debe decir algo?

– Seguramente no. Pero de todas formas voy a hacerte una pregunta. -Se recostó en su silla y cruzó los brazos delante del pecho. Tenía los ojos clavados en los míos-. Voy a recibir una llamada de arriba, ¿verdad?

Era un hombre muy extraño.

– ¿Qué le hace pensar eso?

– Digamos que es un presentimiento -dijo con un lento cabeceo-. Eres demasiado listo para ser tan estúpido.

– Supongo que he recibido cumplidos peores.

No hizo caso de mi sarcasmo.

– Te han pillado en bragas, y nunca mejor dicho, pero algo me dice que todavía tienes las espaldas cubiertas.

No contesté enseguida. Quería ver si continuaba hablando y tal vez me revelaba la fuente de su «presentimiento». Pero no fue así.

– Estoy impresionado, Frank.

– No lo estés -dijo-. Lo llevas todo escrito en la cara.

– Recuérdeme que nunca juegue al póquer con usted.

– Aún puedo hacer que esto sea extremadamente duro para ti.

– Soy consciente de ello.

– Nada puede cambiar lo que hiciste, hasta qué punto la cagaste.

– De eso también soy muy consciente.

Cerró su carpeta.

– Puedes irte. -Me puse en pie-. Ah, otra cosa, O’Hara.

– ¿Qué? -pregunté.

– Lo sé todo sobre tu otra misión. Lo supe desde el principio. Estoy en el ajo. Sé que eres el Turista.

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Cuando entré en el despacho de Susan unos minutos más tarde, ésta estaba de pie junto a la ventana contemplando la llovizna de aquella tarde nublada. No era difícil darse cuenta del simbolismo de su postura, de espaldas a mí.

– ¿Cómo ha ido de mal? -preguntó sin darse la vuelta.

– Mucho, la verdad.

– ¿Del uno al diez?

– Dieciocho o diecinueve.

– No, en serio.

– Un nueve, quizá -dije-. No sabré nada hasta dentro de una semana.

– ¿Y hasta entonces?

– Me encadenarán las piernas a la mesa de mi despacho.

– En realidad, deberían encadenarte otra cosa.

– Para tu información, es la segunda broma sobre mi polla que me hacen hoy.

– ¿Y qué esperabas?

– No lo sé, pero me gustaría no tener que conversar con tu espalda.

Susan se volvió. Era una mujer dura de roer y casi siempre implacable, pero en aquel momento nadie lo hubiera dicho, a juzgar por la expresión de su rostro. Su preocupación y decepción eran evidentes.

– Me has hecho quedar mal, John.

– Lo sé -dije enseguida.

Demasiado deprisa.

– No, quiero decir realmente mal.

Bajé la mirada durante largo rato.

– Lo siento -dije en voz baja.

– Mierda, sabías que, para empezar, trabajar en esto a través de mi departamento ya suponía violar las reglas.

No respondí. Conociendo a Susan como la conocía, sabía que intentaba sacar a la superficie toda su ira, frustración y desengaño. Imaginé que necesitaría soltar un buen grito antes de poder moverse.

– ¡Maldita sea, John, no entiendo cómo has podido ser tan jodidamente idiota!

Ahí estaba.

Cuando los cimientos del edificio dejaron de temblar, recobró la calma y la compostura habituales en ella. Había una asesina en serie que todavía andaba suelta y era necesario atraparla. Por desgracia, los informes presentados se mostraban poco optimistas: Nora parecía haberse evaporado.

– ¿Y nuestra gente de las islas Caimán? -pregunté.

– Nada -dijo Susan-. Ni en el Caribe, ni en Briarcliff Manor, ni en su apartamento de la ciudad ni en los puntos intermedios; nadie la ha visto en ningún sitio.

– Dios, ¿dónde estará?

– Es la pregunta del millón. -Susan bajó la mirada hacia un trozo de papel que había en su mesa y donde estaba garabateada la suma de dinero congelado en la cuenta de Nora-. O, más bien, la pregunta de los dieciocho millones cuatrocientos veintiséis mil dólares.

Era una cifra asombrosa.

– Lo que me recuerda una cosa -dije-. ¿Qué hay del abogado financiero, Keppler?

– ¿Al que pusiste contra las cuerdas?

– Prefiero decir que me lo camelé.

– Sea como sea, Nora no se ha puesto en contacto con él.

– Tal vez podría hacerle otra visita a ese tipo y…

Me interrumpió.

– Estás encadenado a tu despacho, ¿recuerdas? Y quién sabe lo que va a ocurrirte después. -Dibujó una leve sonrisa-. Aunque, mirándolo desde el lado positivo, si te suspenden temporalmente quizá puedas pasar más tiempo con tus hijos.

– No lo sé -dije-. Dependerá de que su madre me deje.

Susan volvió a girarse y miró por la ventana.

– ¿Sabes? Si fueras tan buen marido como padre, nunca nos habríamos separado.

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Siempre fui un desastre a la hora de no hacer nada. Y ahora era lo que se esperaba que hiciera durante un período indefinido. Después de pasar dos días encadenado a mi mesa, ya me había vuelto loco. Había papeleo que rellenar, pero no lo hacía. Sólo era capaz de contemplar el sombrío y grisáceo centro de Nueva York a través de la ventana del despacho. Y hacerme preguntas.

«¿Dónde diablos está?»

Los informes presentados eran cortos y poco favorables: no había señales de Nora en ninguna parte. Ni rastro. ¿Cómo diablos podía haber desaparecido?

La rutina era exasperante. Sonaba el teléfono de mi despacho, escuchaba los últimos datos y colgaba. El sentimiento de frustración me consumía, Llevaba un cartel muy claro colgado a la espalda: «¡Peligro! Material sometido a alta presión».

El teléfono sonó otra vez. Descolgué y me preparé para más de lo mismo.

– O’Hara -dije. El silencio por respuesta-. ¿Diga? -Nada-. ¿Hay alguien ahí?

– Te he echado de menos -dijo en voz baja. Me levanté de un salto-. Bueno, ¿es que no vas a decir nada? -preguntó Nora-. Y tú a mí, ¿me has echado de menos? ¿Ni siquiera en la cama? ¿Ni siquiera eso?

Estuve a punto de contestar, y ya había abierto la boca para soltarle una violenta perorata… pero me contuve. Necesitaba que Nora siguiera hablando. Pulsé la tecla de grabar de mi teléfono, seguido del botón para localizar la llamada. Respiré hondo.

– ¿Cómo estás, Nora?

Se rió.

– Oh, vamos, grítame al menos. Sabía que no eras de los que se dejan atrapar.

– ¿Te refieres a Craig Reynolds?

– No irás a esconderte detrás del Agente de Seguros, ¿verdad?

– Ese hombre no era real. Nada de todo eso lo era, Nora.

– Pero te gustaría que lo hubiera sido. Ahora mismo, estás hecho un lío. No sabes si lo que quieres es follarme o matarme.

– Eso lo tengo bastante claro -dije.

– Es tu orgullo herido el que habla -dijo-. Y hablando de heridas, ¿cómo te encuentras? La última noche no tenías muy buen aspecto.

– Gracias a ti.

– Te diré una cosa, O’Hara. Duele saber que nunca volveremos a vernos.

– Yo no estaría tan seguro de eso -mascullé entre dientes-. Créeme: te encontraré.

– Qué palabra tan graciosa, ¿verdad? «Creer.» Me imagino que últimamente tu mujer no la pronuncia demasiado. Vaya, odio pensar que tu matrimonio se haya roto por mi culpa.

– Puedes quedarte tranquila, llegaste un poco tarde para eso. Hace dos años que estamos divorciados.

– ¿De veras? Así que estás disponible, O’Hara…

Miré mi reloj. Llevábamos más de un minuto hablando. «Continúa así, O’Hara.» Cambié de tema.

– ¿Cómo te las arreglas sin dinero? -pregunté.

Se rió de mí.

– Hay mucho más allí donde lo obtuve. Está por todas partes.

– ¿Sólo se trata de eso? ¿De dinero?

– Lo dices como si fuese algo malo. Una chica tiene que preocuparse por su futuro, ¿no es así?

– Lo que tú hiciste va algo más allá de un plan de jubilación.

– Está bien, puede que también busque un poco de diversión. Estamos enfadadas, O’Hara. La mayoría de las mujeres estamos furiosas con los hombres. Despierta y verás que se te quema el desayuno, cielo.

Empezaba a parecer alterada. Quizás hubiera metido el dedo en la llaga. Un tanto en mi casillero.

– ¿Qué tienes contra los hombres, Nora?

– ¿Tienes una hora? Mejor varias.

– Las tengo. Tengo todo el tiempo que necesites.

– Pero me temo que yo no -dijo-. Es hora de irse.

– ¡Espera!

– No puedo esperar, O’Hara. Nos veremos en tus sueños.

¡Clic!

Giré la muñeca y clavé la mirada en la manecilla grande de mi reloj. «Por favor», murmuré. Llamé a los técnicos.

– ¡Decidme que la habéis localizado!

El silencio inicial me desgarró los oídos.

– Lo siento -me dijeron-. La hemos perdido.

Cogí el teléfono, base incluida, y lo estrellé contra la pared. Se rompió en pedazos.

«Nos veremos en tus sueños.»

108

El cretino de pelo gris que vino a la mañana siguiente a instalarme un teléfono nuevo miró las piezas esparcidas del anterior. Luego me miró a mí con expresión comprensiva, propia del que ha visto de todo.

– Se cayó de la mesa, ¿eh?

– Cosas más extrañas ocurren -dije-. Puede creerme.

Minutos más tarde, el teléfono nuevo ya funcionaba. Al menos había una cosa que lo hacía. Yo permanecía encadenado a mi despacho atormentado por el aburrimiento, por no hablar de las dudas sobre mí mismo y el sentimiento de culpabilidad, que me salían por las orejas.

El teléfono nuevo sonó.

Lo primero que pensé fue que Nora deseaba mantener otra conversación, que buscaba la ocasión de dar otra vuelta de tuerca. Pero, al pensarlo mejor, comprendí que cada palabra de su llamada anterior indicaba que no habría una segunda oportunidad.

Descolgué. En efecto, no era Nora. Era la otra mujer que también me la tenía jurada. Huelga decir que Susan y yo no estábamos precisamente en muy buenas relaciones. Aun así, manteníamos nuestra profesionalidad.

– ¿Se sabe algo del laboratorio de audio? -pregunté.

La grabación de mi conversación con Nora estaba siendo analizada, a la búsqueda de posibles ruidos de fondo que sugirieran al menos una localización general, ya que no podía ser específica. El sonido del mar, un idioma extranjero que hablara un transeúnte… Que no se oyera no quería decir que no estuviera ahí.

– Sí, he recibido el informe -dijo Susan-. No han captado nada.

Técnicamente eran malas noticias, pero el modo en que me las comunicó, como si fuesen irrelevantes, me dio a entender otra cosa: Susan sabía algo.

– ¿Qué sucede? -pregunté.

– ¿Que qué sucede? Sigues siendo increíble y jodidamente estúpido, John. Si aún pudieras herirme, me habrías roto el corazón de nuevo.

Me ocultaba algo.

– Eso ya lo sé, Susan. Pero hay algo más.

Soltó una risita ante mi afinada intuición.

– ¿Cuánto tardas en llegar a mi despacho?

109

Veinte minutos más tarde, Susan y yo salíamos a toda velocidad por el norte de la ciudad de Nueva York, y después de una hora y cincuenta minutos de carretera entrábamos en los terrenos del centro psiquiátrico Pine Woods de Lafayetteville, pertenecientes al estado de Nueva York.

– Esto te resultará interesante -dijo Susan cuando salíamos de mi coche y nos dirigíamos al edificio principal-. Conocerás a la mamá de Nora, O’Hara. Vive aquí.

Le dediqué una media sonrisa. Hubiera jurado que Susan disfrutaba con aquello.

Poco después nos encontrábamos sentados en una pequeña sala de juntas de la última planta del centro psiquiátrico. Frente a nosotros estaba la enfermera jefe de la división de los internos más problemáticos.

No podía asegurar si aquella corpulenta mujer estaba asustada o sólo nerviosa. En cualquier caso, parecía extremadamente incómoda. Hablar con un par de agentes del FBI causa ese efecto sobre algunas personas.

– Agente O’Hara, le presento a Emily Barrows -dijo Susan, que ya había contactado antes con el personal de Pine Woods.

Me dirigí hacia la mujer y le tendí la mano.

– Es un placer -dije.

– Creo que Emily puede proporcionarnos información muy valiosa sobre Nora -dijo Susan.

Estaba más expectante que un niño la víspera de Navidad. Ni una sola vez aparté los ojos de aquella mujer, que llevaba pantalones blancos y una sencilla blusa del mismo color, y el cabello peinado hacia atrás y recogido con horquillas. Práctica y funcional desde la cabeza hasta la suela de goma de sus zapatos.

– Pues bien -comenzó con la voz temblorosa-, uno de nuestros pacientes de Pine Woods es una mujer llamada Olivia Sinclair. -Eso ya lo sabía-. Nora es la hija de Olivia -dijo Emily-. Al menos estoy casi segura de ello. Sin embargo, no tengo ninguna prueba para asegurarlo.

– Yo sí -dijo Susan-. Después de hablar con usted por teléfono, Emily, consulté los archivos de la cárcel.

Miré a Susan con una ceja levantada.

– ¿De la cárcel?

– Olivia Sinclair fue sentenciada a cadena perpetua cuando Nora tenía seis años -dijo.

– ¿Por qué?

– Por asesinato -dijo Susan.

– Me tomas el pelo.

Susan negó con la cabeza.

– Y no sólo eso, O’Hara. Mató a su marido. Y la hija de la pareja, Nora, estaba presente cuando ocurrió. -Susan continuó-. Unos años después de ser arrestada, Olivia Sinclair perdió el contacto con la realidad y la trasladaron a Pine Woods. Mientras tanto, Nora fue de un hogar de acogida a otro. La cambiaron tantas veces que nunca se consiguió obtener un historial unificado sobre ella. -Susan miró a Emily, que ahora parecía completamente perdida-. Lo siento -le dijo Susan-. Tenemos buenas razones para creer que Nora mató a su primer marido hace un par de años. Basándonos en eso, y en todo lo ocurrido últimamente, tenemos razones aún mejores para creer que también mató a su segundo marido.

– Ella y Connor Brown sólo estaban prometidos -le recordé a Susan.

– Estoy hablando de Jeffrey Walker.

Ahora estaba más perdido que Emily.

– ¿Jeffrey Walker?

– Ya sabes, el que escribe esas absurdas novelas históricas. O al menos las escribía.

– Sí, sé quién es. ¿Quieres decir que Nora y él estaban…?

– Casados.

– Dios -dije, mientras las piezas empezaban a encajar-. La prensa dijo que había muerto de un ataque al corazón. Y déjame adivinar -dije-: vivía en Boston.

Susan se tocó la nariz con un dedo.

– Lo que nos lleva de nuevo hasta Emily -dijo, y se volvió hacia la enfermera-. Adelante, dígale lo que sabe. Esto es bueno, O’Hara.

Emily asintió y nos pidió que la siguiéramos.

– Se lo enseñaré -dijo-. Vayamos a ver a Olivia.

110

Cruzamos el pasillo del hospital para conocer a Olivia, la madre de Nora. Durante todos aquellos años había utilizado su nombre de soltera, Conover, lo que nos había dificultado su búsqueda.

– Un día estoy hablando con Nora sobre el escritor Jeffrey Walker y al siguiente leo en el periódico que ha muerto -dijo Emily mientras caminábamos. Susan y yo nos limitábamos a escuchar-. Por supuesto, no pensé que hubiera ninguna conexión. Ni siquiera sabía que Nora tenía problemas hasta que lo vi en televisión. -Emily se detuvo en el vestíbulo. Era evidente que necesitaba decirnos algo antes de entrar en la habitación de Olivia-. Hace unas semanas, un mes quizá, leí por casualidad una nota que Olivia le había pasado a Nora. La nota contenía un secreto que nos dejó a todos de piedra. Pero también nos decía mucho sobre Olivia, y tal vez sobre Nora al mismo tiempo. Lo verán dentro de un minuto. -Emily reanudó la marcha. Pasó de largo ante unas cuantas puertas, se detuvo y asió el pomo de una de ellas-. Esta es la habitación de Olivia.

Cuando la enfermera abrió la puerta, vi a una mujer muy anciana recostada en la cama. Estaba leyendo una novela y no levantó los ojos del libro cuando los tres entramos en su habitación.

– Hola, Olivia. Estas son las personas de las que le hablé -dijo Emily con voz alta y clara.

Olivia levantó la mirada.

– Ah, hola -dijo-. Me gusta leer.

– Sí, a Olivia le gusta leer. -Emily asintió y esbozó una sonrisa con la comisura de los labios. Luego se volvió para dirigirse a Susan y a mí-. Durante mucho tiempo, Olivia nos ha tenido engañados sobre su verdadero estado. Utilizaba toda clase de trucos para hacernos creer que estaba mucho peor de lo que realmente está. Una vez, cuando Nora estaba aquí, simuló un ataque de epilepsia porque su hija iba a confesarle algo que no debía, y Olivia sabía que grabamos todas las visitas de los pacientes. Olivia es una excelente actriz. ¿No es cierto, querida?

Olivia nos miraba a Susan y a mí, pero había escuchado lo que decía la enfermera.

– Supongo que sí.

– En fin, de todos modos estamos dispuestos a permitir que Olivia se quede aquí, en Pine Woods. Y ella ha accedido a colaborar con ustedes.

Olivia asintió, todavía con la mirada puesta en Susan y en mí.

– Voy a colaborar -dijo en un susurro-. ¿Acaso tengo elección?

Llegado este punto, Olivia dejó la novela y se levantó de la cama. Mientras se dirigía al armario, Emily siguió hablando.

– Cada vez que Nora venía de visita, le traía una novela a su madre, aunque creía que en realidad Olivia no era capaz de leer.

Olivia buscó dentro del armario y luego sacó una caja de cartón llena de libros, que también incluía algunos sobres y envoltorios.

– Hace un par de semanas, Nora dejó de venir, pero entonces empezaron a llegar paquetes a nombre de Olivia. Eran de Nora. En uno de ellos incluso había una nota -dijo Emily.

Estaba emocionado. ¡Paquetes! Seguramente, sería cuestión de seguir el rastro de su procedencia. ¿Había sido Nora lo bastante tonta como para incluir la dirección del remitente? Eso habría sido demasiado bonito para ser cierto. Y en efecto, lo era. Emily nos explicó que no había nada en los paquetes que revelara ningún dato sobre el paradero de Nora.

– Ningún remitente. Ningún matasellos o marca en especial. -Se volvió hacia Olivia-. Por favor, dele al agente O’Hara la nota que recibió.

La cogí, la desdoblé y leí en voz alta.

– «Querida mamá, siento no poder visitarte. Espero que te guste el libro. Te quiero mucho, tu hija, Nora.»

Volví a leer la nota y luego sacudí la cabeza.

– ¿Qué tiene esto de especial?

Susan me lo aclaró:

– Todo. A pesar de lo cuidadosa que ha sido Nora, no lo ha sido lo suficiente.

Miró a Emily.

Yo miré a Emily.

Al fin, Emily explicó lo que obviamente ya le había dicho a Susan.

– Observe el papel más de cerca, agente O’Hara. Aproxímelo a la luz -dijo-. ¿Lo ve? En la esquina inferior derecha.

Acerqué el papel a la ventana y miré atentamente.

– Dios santo.

El papel tenía una cenefa.

Miré a las tres mujeres… y entonces vi que Olivia Sinclair se había echado a llorar.

– Es tan buena hija… Tan cariñosa…

111

Nora se paseaba por la terraza privada bajo el sol de la tarde, con sólo la parte inferior de un biquini azul pálido y una brillante sonrisa. Bebió un sorbo de una botella de Evian y luego la presionó contra su mejilla. Nunca se cansaría de contemplar la playa de Baie Longue, con su deslumbrante arena blanca y el modo en que ésta parecía desvanecerse en las aguas color turquesa del Caribe. Ni ella misma habría elegido mejor las texturas y los colores.

La Samanna, en la isla de Saint-Martin, disfrutaba de merecida fama como complejo turístico exclusivo y aislado. Lo que más le interesaba a Nora era estar aislada. Durante el día, tras sus gafas de sol Chanel, era una acaudalada mujer de la alta sociedad que holgazaneaba junto a la piscina. Durante la noche… En fin, después del modo en que ella y Jordan hacían subir la temperatura del dormitorio, la cena siempre era cortesía del servicio de habitaciones.

De hecho, durante varios días no salieron de su refugio, como una pareja de luna de miel. Afortunadamente, el servicio de habitaciones de La Samanna también disponía de un buen menú para el desayuno y la comida.

– Cariño, ¿qué prefieres hoy, Duval-Leroy o Dom Perignon? -gritó Jordan desde el dormitorio.

Decisiones, siempre decisiones…

– Elige tú por los dos, cielo -dijo Nora.

Jordan Mauch, magnate del negocio inmobiliario de Dallas, había nacido para decidir. La decisión que le había hecho ganar más dinero fue la de apostar antes que nadie por Scottsdale, Arizona, como el próximo Palm Beach oeste. En cuanto a la última, había afectado a su vida personal. ¡Qué gran idea había tenido al contratar a Nora Sinclair para decorar su nueva casa de las afueras de Austin, y recompensarla luego con un viaje al Caribe!

Volvió a llamarla desde el interior del dormitorio tras encargar la comida.

– Cariño, ¿te das cuenta de que estás ahí fuera medio desnuda?

Nora replicó, medio en broma:

– Intento borrar las marcas de mi bronceado. -Escuchó cómo él se reía-. Además, estamos en la parte francesa de la isla, cielo -dijo.

Unos días antes, ella y Jordan habían puesto rumbo a la playa virgen de Orient Point, pasando por Grand Case. De haber podido elegir, Nora se hubiera desnudado y quedado allí mismo, sin hacer nada de nada. Pero Jordan no. Esta era una costumbre local de la que él no tenía ninguna intención de participar. Nora ni siquiera intentó proponérselo: ya había comprendido que los hombres muy ricos con cuentas en paraísos fiscales nunca se quitaban la ropa en público. Sin lugar a dudas, tendría algo que ver con la protección de sus atributos.

Nora volvió al interior del chalé y se cubrió con una de las suaves y blancas batas del hotel. Sintió el tacto sedoso contra su piel. Se metió en la cama junto a Jordan y se arrimó a su ancho pecho.

Pero había un problema: no podía quitarse a John O’Hara de la cabeza. Su olor, su sabor, el modo en que parecía haberse metido dentro de ella como ningún hombre que hubiera conocido hasta entonces…

Y eso le irritaba. No quería tener esos pensamientos, no quería estar entre los brazos de Jordan Mauch o de cualquier otro y encontrarse pensando en O’Hara. Era demasiado doloroso. «¿Qué demonios me está pasando? Yo nunca me enamoro.»

– La Tierra llamando a Nora… -dijo Jordan.

Al instante, ésta cambió su expresión abstraída.

– Lo siento, cielo -dijo-. Sólo estaba pensando en lo perfecto que es todo.

Él sonrió.

– Otro día en el paraíso.

Mientras se besaban, fueron interrumpidos por alguien que llamaba a la puerta. La comida estaba lista. Jordan se levantó de la cama y abrió.

– Gracias -dijo mientras los camareros del servicio de habitaciones arrastraban su larga mesa.

Llevaban su habitual calzado náutico con pantalones cortos, camisas de lino y grandes sombreros de paja.

De repente, se quitaron los sombreros.

– Hola, Nora. Ya te dije que volveríamos a vernos -dijo O’Hara.

– ¡Ni te atrevas a hablar con ella! -interrumpió Susan. Empuñaba su pistola y apuntaba a Nora, que estaba en la cama-. ¡Quedas arrestada, zorra!

Se volvió hacia Jordan Mauch.

– Y usted… usted es el hombre más afortunado del mundo.

112

Aquella tarde sucedió un hecho agradable e inesperado: tenía tiempo libre e iba a pasarlo con Susan. Sabiamente, decidimos ver qué tal estaba la larga, amplia y resplandeciente playa de arena blanca de La Samanna. Incluso se distinguían los restos de un antiguo naufragio, un poco más abajo de la costa.

– ¿Estás seguro de que podemos fiarnos de la gente de aquí? -le pregunté a Susan mientras absorbíamos algunos rayos de sol.

– Te comportas como si fueran unos patosos ineptos -dijo ella.

Me refería a la gendarmerie, la policía de Saint-Martin, que se encargaba de la custodia de Nora hasta que terminara el papeleo para su extradición a Nueva York.

– A lo mejor es cosa mía -dije-, pero resulta difícil tener fe en unos policías que visten pantalón corto. Y ni siquiera son unos pantalones normales. ¿Les has echado un vistazo? Eran tan ceñidos que podría adivinar la religión de cada uno.

Susan me miró con una expresión de incredulidad que ya había visto muchas otras veces.

– Cállate y tómate tu bebida, John.

Tenía razón. Como siempre. Nuestro trabajo allí había terminado. Nora se encontraba bajo custodia y el caso estaba cerrado. Incluso habíamos llamado a casa a John júnior y a Max para ver qué tal les iba con sus abuelos, los padres de Susan, que todavía me tenían aprecio, a pesar de todo.

Aunque fuese sólo un rato, Susan y yo nos merecíamos un descanso. El uno junto al otro, sentados en las confortables tumbonas de aquel complejo turístico increíblemente lujoso, mientras contemplábamos cómo la puesta de sol se recortaba contra un cielo de un precioso color anaranjado. Diablos, hasta nos habíamos dado un baño juntos. Extendí el brazo con la que sujetaba mi mai-tai.

– A la salud de la enfermera Emily Barrows.

Susan brindó con su piña colada. Me recosté en la tumbona y solté un profundo suspiro. Me sentía satisfecho y aliviado a partes iguales. Pero también sentía una punzada de algo más, algo que no podía especificar pero que me resultaba incómodo… Llamémoslo culpabilidad.

Miré a Susan, que estaba increíblemente hermosa y serena. Le había hecho mucho daño y me sentía fatal por ello. Se merecía algo mejor. Le cogí la mano y se la apreté con suavidad.

– Lo siento muchísimo.

Ella me devolvió el apretón.

– Lo sé -dijo en voz baja.

Y eso fue todo. Un final feliz como nunca lo haya habido. Con un mai-tai en una mano y la primera mujer a la que realmente había amado en la otra. Y Nora Sinclair a punto de cumplir cadena perpetua por los asesinatos que había cometido.

Por supuesto, debería haber tenido más datos.

113

El viernes siguiente, me encontraba en el despacho de Susan, en Nueva York, adonde me había convocado. Acababa de hablar por teléfono con Frank Walsh.

– O’Hara, ni siquiera sé cómo decirte esto.

– Directamente, supongo. Me lo he buscado, ¿no es así?

– No es eso, John. Es que… han desestimado el caso contra Nora Sinclair.

La noticia fue como un puñetazo en la nariz. Seco, doloroso e inesperado. Me llevó varios segundos poder construir una frase.

– ¿Qué significa que han desestimado el caso?

Susan me miraba sin pestañear desde el otro lado de la mesa. La decepción se reflejaba en sus ojos, pero sabía controlar su enfado.

No como yo, que me puse a caminar arriba y abajo mientras profería todas las amenazas que pasaban por mi cabeza, empezando por ir al New York Times.

– Siéntate, John -dijo.

No podía sentarme.

– No lo entiendo. ¿Cómo han podido? Aquella mujer ha matado a sangre fría.

– Sé lo que ha hecho. Es una serpiente despreciable, una psicópata.

– Entonces, ¿por qué la dejamos marchar?

– Es complicado.

– ¿Complicado? Y una mierda. Es inaceptable.

– No diré que no -afirmó Susan con un tono comedido-. Y si gritar y desahogarte va a hacer que te sientas mejor, adelante. Pero cuando termines, nada habrá cambiado. La decisión se ha tomado desde arriba.

Odiaba que Susan tuviera razón. Como la vez que me dijo que estaba demasiado ocupado conmigo mismo para salvar nuestro matrimonio. Sabía dar en el blanco.

Me senté y respiré hondo.

– De acuerdo, ¿por qué?

– En el fondo, ya sabías que pasaría esto.

Otra vez tenía razón. Era consciente de que los cargos presentados contra Nora podían representar un serio problema para «los muchachos», cosa que me contrariaba pero al mismo tiempo me hacía gracia. Mi comportamiento saldría a la luz durante el juicio y a los altos mandos del departamento no les debía de complacer demasiado la perspectiva de verse humillados. Con todo, hubieran pasado por el aro, de haber sido aquél el único problema.

Comprendí que había más, mucho más. Diablos, me había involucrado en aquel asunto mientras trabajaba en secreto como el Turista. El maletín, formaba parte de ello. La lista de nombres y cuentas que contenía, también.

Mis escarceos con la acusada no eran nada en comparación con una cuestión más delicada y potencialmente más embarazosa. Si se llegaba a hacer pública algún día, claro.

Frank Walsh había hecho alusión a ello durante mi vista disciplinaria: el control del dinero con el que se trafica dentro y fuera del país. Evidentemente, dicho control no se ejercía mediante inspecciones voluntarias en el banco local. Si se llevaba a cabo era con acuerdos privados entre los cuerpos de seguridad nacional, el departamento y varios bancos internacionales. ¿El motivo? Si había algo más peligroso que un grupo terrorista, era un grupo terrorista con un sólido apoyo financiero. En principio, suponía que la lógica era simple: si se detiene su dinero, se los detiene a ellos. Y aún mejor es encontrar su dinero… para encontrarlos a ellos.

La única norma era que no había ninguna. Lo que equivale a decir qué gran parte de todo aquello era, en una palabra, ilegal. Nadie podía considerarse a salvo o por encima de recriminaciones. Desde los casinos a las organizaciones benéficas y desde las grandes compañías a los pequeños comerciantes. Ningún lugar ni nadie en el mundo. Los hacíamos pedazos a todos. Si se movía dinero, nosotros vigilábamos. Y si el dinero se movía en aparente secretismo, vigilábamos de cerca. De repente, las cuentas privadas estaban en el punto de mira. Y aquí entraban Connor Brown y Nora Sinclair.

– Así que se trata de eso, ¿no? -dije a Susan.

– ¿Qué más puedo decirte? Nora representa para ellos la opción menos mala. -Sonrió con complicidad-. Quiero decir, ¿qué es la muerte de un puñado de tipos ricos comparado con salvar el mundo, la democracia o lo que sea? La van a dejar libre, O’Hara. Por lo que sé, tal vez ya lo hayan hecho.

114

Nora condujo el Mercedes a toda prisa por la parte baja de Manhattan, hasta que se aseguró de que nadie la seguía. Ni la prensa, ni la policía. Nadie. Luego aceleró por la decrépita montaña rusa conocida como la autopista de West Side y puso rumbo al norte, camino de Westchester. Necesitaba pasar un tiempo a solas.

Enseguida se sintió a sus anchas, conduciendo el descapotable a más de ciento cuarenta. Dios, estaba libre, y la sensación era fantástica. Era lo mejor que le había ocurrido. Se quedaría unos días en la casa de Connor, luego vendería los muebles y, después, planearía su próximo movimiento.

Le hacía gracia pensar que tal vez le hubiera llegado el momento de sentar la cabeza: casarse de verdad con alguien y tener uno o dos niños. La idea le hizo reír, pero no la descartaba. Cosas más extrañas le habían pasado… como, por ejemplo, salir de la cárcel.

Antes de que se diera cuenta, el Mercedes se había detenido frente a la casa de Connor; la escena del crimen, ni más ni menos. Qué sensación tan extraña y deliciosa: era completamente libre, había escapado a las acusaciones de asesinato. Y, de hecho, sus pocos días en la prisión, en la famosa isla Riker junto al aeropuerto de LaGuardia, lo hacían todo aún más especial. Realmente extraordinario.

Nora salió del coche y le pareció oír un ruido, lo cual le recordó a Craig, o más bien a O’Hara. ¿Qué había sido todo aquello? Aún no lo sabía, pero había sentido una atracción intensa, real y muy emocional.

Pero ahora ya había superado lo de Craig, ¿no era así?

«Ya lo has superado.»

Al entrar, Nora comprobó que la casa estaba húmeda y polvorienta, aunque su estado no era alarmante. De todas formas, sólo tendría que quedarse un tiempo. Podría soportar algunas privaciones.

Se dirigió a la cocina y abrió la puerta del frigorífico, un Traulsen. ¡Oh, Dios, qué desastre! Estaba llena de verduras y quesos en descomposición. Cogió una botella de Evian que estaba delante de todo y cerró la puerta de la nevera rápidamente, antes de que le dieran náuseas.

«Qué cosa tan asquerosa, por favor.»

Limpió la botella con un trapo, la abrió y se bebió casi la mitad. ¿Y ahora, qué? ¿Un baño caliente, tal vez? ¿Unos largos en la piscina? ¿Una sauna?

De repente, Nora se sujetó el estómago y se sintió incapaz de sostenerse en pie. «Me arde el estómago», pensó mientras su mirada erraba por la cocina… aunque allí no había nadie.

El dolor se expandió hasta su garganta; le costaba respirar. Tenía ganas de vomitar, pero tampoco podía hacerlo. Se desplomó, incapaz de detener su propia caída.

Podría haberse golpeado la cara con las baldosas del suelo, pero ni siquiera le importaba. Lo único que contaba era aquel fuego increíble que la consumía desde el interior. Se le nubló la visión. El peor de los dolores que había sentido en toda su vida se estaba apoderando de su cuerpo, la estaba poseyendo.

Entonces Nora oyó algo… unos pasos que se aproximaban a la cocina.

En la casa había alguien más.

115

Nora necesitaba desesperadamente averiguar quién estaba ahí. ¿Quién era? No podía ver muy bien, todo estaba borroso. Tenía la sensación de que el cuerpo se le estaba desintegrando.

– ¿O’Hara? -llamó-. ¿Eres tú, O’Hara?

Alguien entró en la cocina. No era O’Hara. ¿Quién, entonces? Una mujer alta y rubia, cuyo aspecto le resultaba vagamente familiar. «¿Qué?» Finalmente, se detuvo junto a Nora.

– ¿Quién eres? -susurró Nora al tiempo que un terrible ardor abrasaba su garganta y su pecho.

La mujer extendió el brazo… y se quitó la cabeza. ¡No! Era el cabello… se había quitado una peluca.

– ¿Mejor así, Nora? -preguntó-. ¿Me reconoces ahora?

Llevaba el pelo corto, que era de una tonalidad rubia rojiza… y entonces Nora supo quién era.

– ¡Tú! -jadeó.

– Sí, yo.

Elizabeth Brown. Lizzie, la hermana de Connor.

– Te he seguido durante mucho tiempo, Nora. Sólo para asegurarme de lo que hacías. ¡Asesina! Ni siquiera estaba segura de que me recordaras -dijo-. A veces no causo gran impresión.

– Ayúdame -susurró Nora. Aquel horrible calor se había instalado en su cabeza, en su rostro, en todas partes, y era espantoso, el peor dolor que uno pudiera imaginarse-. Por favor, ayúdame -suplicó-. Por favor, Lizzie…

Nora dejó de ver el rostro de la hermana de Connor, pero oía sus palabras.

– Ni en sueños, Nora. Irás directa al infierno.

116

Alguien había llamado a la comisaría de policía de Briarcliff Manor y había dejado un misterioso mensaje: «He atrapado a la asesina de Connor Brown. Ahora está en casa de Brown, vengan a buscarla».

La policía se puso en contacto conmigo en Nueva York y me planté en Westchester en un tiempo récord, tras cuarenta minutos de temeraria conducción a través de la ciudad, luego por la carretera de Saw Mill y, finalmente, por la traicionera carretera 9.

Había media docena de vehículos de la policía local y estatal aparcados en tropel en la entrada circular de la casa de Connor Brown. También había una ambulancia del Westchester Medical Center. Respiré hondo, solté el aire lentamente y me apresuré a entrar. Dios, estaba temblando como un flan.

Tuve que enseñarle mi placa al policía que estaba de guardia en el vestíbulo.

– Están en la cocina. Es ahí…

– Sé dónde está -dije.

Me di cuenta de que no estaba preparado para aquello en cuanto atravesé la sala de estar y el comedor camino de la cocina. Todo lo que había allí me resultaba familiar y tal vez lo hacía más difícil, aunque no estoy seguro de ello. A pesar de que me encontraba allí, en cierto modo estaba en otra parte, como si me viera a mí mismo en una terrible pesadilla.

Los médicos forenses ya se habían puesto manos a la obra, lo que significaba que los detectives habían terminado. Reconocí a Stringer y a Shaw, de la oficina de White Plains. Había trabajado con ellos cuando montamos el chanchullo del seguro para intentar atrapar a Nora,

Su cuerpo todavía estaba ahí, tumbado junto a la encimera. Cerca de ella había una botella de agua rota, cuyos pedazos se esparcían por el suelo. Un fotógrafo de la policía empezó a tomar instantáneas, y sus flashes me parecieron explosiones.

– Vaya, alguien se la tenía jurada. -Shaw se acercó y se detuvo junto a mí-. La han envenenado. ¿Alguna idea brillante?

Negué con la cabeza. No tenía nada que se pareciera en lo más mínimo a una idea brillante.

– No, ninguna. Pero algo me dice que no vamos a esforzarnos demasiado para intentar resolver este caso.

– Ha recibido su merecido, ¿no es eso?

– Algo así. Aunque es una forma terrible de morir.

Me aparté de Shaw para evitar darle un empujón, quizás incluso de reventarle los faros del coche, algo que no se merecía. Fui a ver a Nora.

Me deshice del fotógrafo.

– Déjeme un minuto.

Me agaché, me preparé lo mejor que pude y miré su rostro. Había sufrido mucho al final, eso era evidente, pero aún seguía siendo hermosa, aún seguía siendo Nora. Incluso reconocí la blusa de lino blanco que llevaba, y su pulsera de diamantes favorita alrededor de la muñeca.

No sé lo que tenía que sentir en aquel momento, pero estaba increíblemente triste por ella y tenía un nudo en la garganta. También estaba un poco triste por mí mismo, por Susan y por nuestros hijos. ¿Cómo diablos había ocurrido todo aquello? No sé cuánto rato me quedé mirando el cuerpo de Nora, pero cuando por fin me volví para levantarme me di cuenta de que la cocina se había quedado en silencio y todo el mundo me miraba.

Inapropiado, lo sabía. «Debería ser mi segundo nombre.»

117

Regresé a Manhattan aquella misma tarde. El volumen de la radio estaba bastante alto, pero no me importaba demasiado. Mi mente estaba en otra parte. Sabía exactamente lo que deseaba hacer en aquel momento; lo que necesitaba hacer. La muerte de Nora me había aclarado varias cosas. Incluso estaba seguro de que nunca la había amado: nos habíamos utilizado el uno al otro y el resultado había sido terrible.

De vuelta a mi oficina, sólo me quedé el tiempo suficiente para coger un informe: había otro despacho por el que tenía que pasarme enseguida. Al final de la escalera, donde estaban los peces gordos.

– Le verá ahora -dijo la secretaria de Frank Walsh.

Entré y tomé asiento delante del imponente escritorio de roble de Walsh.

– John, ¿a qué debo este placer?

– Necesito hablar con usted sobre ciertos asuntos. Nora Sinclair ha muerto.

Walsh pareció sorprendido y me pregunté si era sincero. Pocas cosas le afectaban, y seguramente por eso había sobrevivido tantos años en el departamento de Manhattan.

– Eso simplifica las cosas, supongo -dijo-. ¿Estás bien?

– Estoy bien, Frank.

Se tensó los delgados y nudosos dedos.

– Pero no demasiado, ¿me equivoco? ¿Qué ocurre?

– Quiero una excedencia. Pagada, Frank. He estado trabajando demasiado. Con turnos dobles y esas cosas.

Vaya, al menos aún había algo capaz de sorprender a Frank Walsh.

– Uauh -dijo al fin-. Antes de que deniegue tu petición, John, ¿hay alguna otra cosa que desees decirme?

Negué con la cabeza.

– Hice una copia -dije.

Entonces le mostré el informe.

– ¿Quieres decirme qué hay ahí?

– Lo mismo que había en un maletín bastante viajero, Frank. También llevaba algo de ropa, pero supongo que estaba ahí sólo como relleno, o quizá por si lo abría la persona equivocada.

Walsh sacudió la cabeza.

– Y, al parecer, lo abrió la persona equivocada.

– O tal vez la adecuada. Susan dijo que todo esto tenía algo que ver con salvar al mundo, con controlar los fondos de los terroristas que entran y salen del país y con vigilar las cuentas ilegales en paraísos fiscales. Así es como dimos con Nora, accidentalmente. Hizo una transferencia importante, de una sola vez, y la cogimos.

Walsh volvió a sacudir la cabeza y sonrió. Era aquella sonrisa aduladora lo que le delataba; insincera y bastante nerviosa.

– Eso es lo que ocurrió, John.

– Algo parecido -dije-, pero no exactamente. Susan se creyó su historia, Frank, pero yo tengo algunas dudas. ¿Y si, mientras siguen el rastro de los fondos terroristas, el FBI y el cuerpo de seguridad nacional violaran algunas leyes aquí y allá? Seguramente, el público lo comprendería… -Frank Walsh ya no sonreía, sino que escuchaba con gran atención-. Así que, en efecto, miré el interior del maletín. Cuando lo hice, se me ocurrió que podría necesitar un empujoncito algún día, y que tal vez lo que había dentro podría ayudarme. Puro interés. No tenía ni puñetera idea. Abra el sobre marrón, Frank, y eche un vistazo. Prepárese porque va a alucinar. O tal vez no.

Suspiró profundamente, pero luego lo abrió.

Lo que encontró dentro era más o menos del tamaño de un dedo índice. Era una pequeña memoria Flash, uno de esos dispositivos de almacenamiento externos USB que se pueden acoplar a cualquier ordenador. Cuesta unos 99 dólares en una tienda de informática. Aquél era mi copia del original.

– También hay una lista en el informe. Pero es gracioso: no son fondos terroristas, Frank.

– ¿No? -preguntó Walsh, y sacudió tranquilamente la cabeza-. ¿Y qué es, John?

Tuve que sonreír.

– ¿Sabe? No estoy muy seguro, y empezaré por decir que no soy un fanático de ningún partido político. A lo largo de los años me han gustado algunos presidentes, tanto de un bando como del otro. ¿Sabe en qué me convierte eso? En un agnóstico.

– ¿Qué hay en la lista, John?

– Yo creo que hay lo siguiente: alguien en el departamento ha estado siguiendo la pista del dinero que entraba y salía de varias cuentas en el extranjero. Gente que intentaba ocultar dinero, un montón de dinero, casi un billón y medio de dólares. Y me atrevería a decir, Frank, que todos los de la lista son contribuyentes o «amigos» del partido de la oposición. ¿Qué le parece?

Habría sido muy comprometedor, tanto para el departamento como para el partido que está en el poder, que eso hubiera salido a la luz durante el juicio de Nora Sinclair. Se habría considerado contrario a la ley, y sobre todo a la ética. Peor incluso que tirarse a Nora Sinclair, de lo que estoy profundamente avergonzado, por cierto.

Al levantarme, me di cuenta de que las piernas me temblaban un poco. Por alguna extraña razón, tendí la mano a Frank Walsh y nos dimos un apretón, quizá porque ambos sabíamos que le estaba diciendo adiós.

– Excedencia pagada -dijo Frank-. Es tuya, John. Te la mereces.

Entonces salí por la puerta camino de mi casa… en Riverside, junto a Max, John júnior y Susan, si ella me aceptaba. Y, a decir verdad, durante todo el camino hacia Connecticut recé por que lo hiciera.

Y Susan, mi maravillosa e increíble Susan, lo hizo al fin.

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