CUARTA PARTE. Hasta que la muerte nos separe

86

Nora estuvo pulsando el botón de búsqueda de la radio, saltando de una emisora a otra, durante todo el camino hasta Briarcliff Manor. No había una sola canción que quisiera escuchar. La mayoría era basura; tenía ganas de gritar. Y al final, eso es lo que hizo. Estaba ansiosa, inquieta, y no sólo por todo el café que se había bebido. Pensar en O’Hara la había dejado muy alterada.

Cuando sonó el móvil, casi se salió de la carretera. «Es él.»

Lo primero que se le ocurrió fue hablar con él allí mismo, decirle cuatro cosas para darle a entender que sabía quién era en realidad. Pero al coger el teléfono, decidió que no. O’Hara no saldría tan bien parado.

Nora miró el identificador de llamadas. Con el resplandor del sol, no podía ver el número. Aun así, estaba segura de que era él.

– ¿Dónde has estado?

Vaya con los presentimientos. Aquella voz ligeramente enfadada pertenecía a Jeffrey. No había contestado a sus llamadas en los últimos dos días.

– Lo siento mucho, cariño, quería llamarte -dijo-. Te has adelantado.

Su voz se suavizó enseguida.

– Dios mío, he estado preocupado, cielo. No sabía dónde podías estar.

Necesitaba una excusa, y de las buenas.

– Es por aquella maldita clienta mía, la insoportable. ¿Recuerdas? La misma que amenazó con despedirme si no iba con ella personalmente a recoger el género.

– ¿Cómo podría olvidarme? Me costó un fin de semana contigo. -Nora se quedó callada… un silencio que no presagiaba nada bueno-. Oh, no -dijo él-. No me lo digas.

– Intentaré librarme de ella.

– ¿Qué te ha pedido esta vez?

– Quiere que vaya a su casa de East Hampton para que vea su nuevo invernadero. Es una buena clienta, una de las mejores que tengo.

– Mañana es viernes, Nora. ¿Cuándo aprenderás?

«Está enfadado. Sólo me llama Nora cuando se enfurece.»

– Te llamaré esta tarde. Créeme: la idea de pasar otro fin de semana con esa mujer me mata. Te echo de menos.

– La verdad es que noto el cansancio en tu voz, cariño. ¿Va todo bien?

– Sí, ningún problema, -La imagen de O'Hara pasó por su mente-. A veces una sola persona es capaz de acabar conmigo, ¿sabes?

– Razón de más para estar con la que puede hacer que te sientas mejor -dijo Jeffrey-. ¿Me llamarás luego? Te quiero.

Nora respondió que sí y se despidió, poniendo fin a la llamada con un «Yo también te quiero». Se sentía satisfecha de su improvisado «mantenimiento marital»… aunque tampoco demasiado. Cada vez era más difícil seguir el rastro de sus propias mentiras, cosa que conllevaba un riesgo. No obstante, no pensaba comprometerse con Jeffrey para el fin de semana sin tener una idea más clara de lo que estaba tramando O’Hara.

Un minuto después, llegó al centro de la localidad de Briarcliff. Milagrosamente, encontró un sitio para aparcar, salió del coche y miró el rótulo que había sobre las ventanas del segundo piso: «Seguros de Vida Centennial One». Leyó el nombre despacio, como si hubiera pasado algo por alto la primera vez. No quería dar nada por sentado.

«Ya no, O’Hara.»

87

– Hola, ¿puedo ayudarla?

A través de las gafas de sol, Nora observó a la alegre jovencita que estaba sentada al otro lado de la mesa: veintitantos, mirada inteligente… más que cualificada para ese trabajo.

– Sí, vengo a ver al señor Craig Reynolds. ¿Está aquí?

Se dio cuenta de que la joven dudaba un poco.

«También ella tiene que estar metida en el ajo. Y la verdad es que no lo hace mal.»

– Lo siento, el señor Reynolds no se encuentra aquí.

Nora miró su reloj.

– ¿Está comiendo? ¿En el Amalfi’s, quizá?

– Está de viaje.

– ¿Sabe cuándo volverá?

– Creo que el lunes -dijo la joven-. ¿Tenía una cita con él? ¿Quiere que le concierte una?

– No. Craig me dijo que me pasara, sin más. Pero quizá pueda ayudarme usted: quería una copia de una póliza de seguros.

De nuevo apareció aquel ligero titubeo, acompañado de un rápido movimiento de ojos. Aparte de eso, la chica representaba su papel perfectamente.

– ¿La póliza es suya? -preguntó.

– No, pero yo soy la beneficiaria.

– Entiendo. -La joven sacudió la cabeza-. Por desgracia, sólo puedo proporcionarle una copia al asegurado.

Nora miró la placa con el nombre que había en la mesa.

– Molly, ¿verdad?

– Sí.

– Verá, Molly, eso va a ser un poco difícil en este caso. Y el motivo es que el asegurado está muerto.

– Oh, Dios, lo siento.

– Sí, yo también. Era mi prometido.

Molly la reconoció.

– Usted es la señorita Sinclair, ¿no es así?

– ¿Cómo lo sabe?

Molly se giró un poco y miró hacia atrás, como para señalar las pequeñas dimensiones de la oficina.

– Aquí sólo trabajamos dos personas, así que estoy familiarizada con su caso. Una vez más, lo siento muchísimo.

Nora se quitó las gafas de sol y miró a Molly directamente a los ojos.

– Entonces, supongo que no habrá ningún problema para darme una copia de la póliza, ¿no?

Molly parpadeó un par de veces antes de sonreír.

– Claro que no. Voy a ver si la encuentro en el despacho del señor Reynolds.

Mientras se levantaba y se dirigía a un despacho situado detrás de ella, Nora miró a su alrededor. Era una oficina pequeña y parecía ser lo que era. Vio varios archivadores y algunos folletos. Y aun así, había algo que no encajaba, especialmente en Molly: para ser alguien que pretendía estar al corriente de todo lo que pasaba en la oficina, improvisaba demasiado. Molly volvió del despacho… con las manos vacías y sacudiendo la cabeza.

– Lo siento, señorita Sinclair, no consigo encontrar la póliza -dijo.

Nora se dio un golpe en la frente.

– ¿Sabe una cosa? Acabo de recordar algo: Craig me dijo que estaba en la oficina central de Hartford.

– Ah, ¿sí? Pues entonces debe de estar allí.

Contempló a Molly por un instante. A la joven la situación empezaba a írsele de las manos. Al parecer, su «jefe» había olvidado decirle que la oficina central de Centennial One se encontraba en Chicago. Nora se puso otra vez las gafas de sol.

– En ese caso, será mejor que espere a que Craig regrese el lunes.

– De todos modos, le diré que ha pasado usted por aquí, ¿de acuerdo?

«Seguro que lo harás, Molly.»

Nora volvió a su coche e inmediatamente sacó el teléfono móvil. De repente, el efecto vendaval que O’Hara estaba produciendo en su vida se parecía más a una resaca. Nora seleccionó el número dos de su sistema de marcación rápida. A partir de ahora todo era cuestión de rapidez. Tenía que trabajar deprisa y atar todos los cabos sueltos.

– ¿Diga?

– Buenas noticias, cariño -dijo.

– ¿Te has librado de ella?

– Así es. Así que este fin de semana soy toda tuya.

– ¡Fantástico! -dijo Jeffrey-. Me muero por verte.

88

Reinaba un silencio inquietante cuando los tres nos dirigíamos hacia nuestro campamento especial para pasar la noche. Iba a ser estupendo. Iba a ser perfecto.

– ¿Vamos a tener problemas, papá?

Miré a Max, el menor de mis dos hijos. Con seis años, empezaba a comprender el significado de la palabra «responsabilidad». En cambio, su padre necesitaba refrescarse la memoria. Aunque no en ese caso en particular.

– No, tenemos un permiso especial para dormir allí -le expliqué.

– Claro, atontado -espetó John júnior-. Papá no nos llevaría sin preguntar primero. ¿Verdad, papá?

Con nueve años, hacía tiempo que John júnior había descubierto el detestable placer de ser el hermano mayor.

– Tranquilo, J. J. -le dije-. Max ha hecho una pregunta acertada e inteligente. ¿Lo oyes, Max?

– ¡Sí! -dijo Max-. ¡Inteligente!

Sonreí para mis adentros y aceleré el paso.

– Vamos, chicos, ya casi hemos llegado.

En otras excursiones anteriores, los había llevado al monte Bear y al valle Mohawk. Una vez, incluso habíamos estado una semana en Yellowstone. Ahora sentía la necesidad de hacer algo completamente diferente. O tal vez estuviera intentando acallar mi sentimiento de culpabilidad respecto a Nora. En cualquier caso, iba a pasar una noche con los chicos y me aseguraría de que fuese fantástica. Me detuve en seco y me volví hacia ellos.

– Bueno, ¿qué os parece?

Max y John júnior tenían los ojos como platos y las bocas abiertas. Por una vez, se habían quedado sin palabras… y yo disfrutaba de ello. No había muchos sitios para acampar en el Bronx, pero yo estaba seguro de que encontraría el mejor.

– Chicos, bienvenidos al estadio de los Yankees.

Los dos soltaron sus mochilas al instante y corrieron a toda velocidad hacia el campo. Era última hora de la tarde y no había ni un alma alrededor. Nadie, excepto nosotros. Derek Jeter y compañía estaban de viaje por la costa Oeste y teníamos todo el estadio para nosotros. ¡La casa que construyó Babe Ruth! «Preocúpate sólo de cerrar cuando te marches», me había dicho el amigo que tenía en las oficinas. Había cosas peores que hacerle un favor a un tipo del FBI.

Abrí mi petate y saqué el equipo necesario. Bates, guantes, gorras, jerséis y una docena de pelotas.

– Muy bien, ¿quién quiere tirar primero?

– ¡Yo, yo, yo!

– ¡No, yo, yo, yo!

Hasta que los últimos rayos de sol desaparecieron tras el enorme marcador y las elevadas tribunas, mis dos hijos y yo nos lo pasamos cómo nunca en el estadio de los Yankees.

– ¿De verdad que vamos a dormir aquí? -preguntó John júnior, emocionado.

– ¡Claro que sí, atontado! -contestó Max alegremente, devolviéndole el golpe a su hermano mayor-. Eso ha dicho papá.

– Así es. -Fui hacia el petate y saqué la tienda de campaña-. Y ahora, ¿hacia qué lado nos ponemos? -Con un dedo señalaba al centro del campo y con el otro hacia el home plate-. ¿Sabéis qué? Ni lo uno ni lo otro; nos pondremos de cara a la tercera base. Ahí es donde jugaba mi Yankee favorito cuando yo era un chaval.

– ¿Quién era? -preguntó John júnior.

– Craig Nettles -respondí.

Siempre me había gustado el nombre de Craig.

Los chicos y yo montamos nuestra pequeña tienda. Mejor dicho, yo la monté mientras Max y John júnior continuaban correteando como locos por el terreno de juego. Todavía estaban tan entusiasmados que parecían a punto de estallar, y contemplarlos era algo increíble. Tal vez estuviera reordenando por fin mis prioridades.

89

Se besaron y abrazaron como un par de ardientes adolescentes en el vestíbulo de la casa de Back Bay. Nora acababa de llegar.

– Vaya lujo -dijo Jeffrey, apretándola con fuerza entre sus brazos y acariciándole el cabello-. Eres mía durante un largo y entero fin de semana. ¿Puedes creerlo?

– No me vengas ahora con sarcasmos. A pesar de todo, me siento mal por apartarte de tu novela -dijo ella-. Sé que estás a punto de terminarla.

– Lo cierto es que no estoy a punto de terminarla.

Ella le miró, confundida, y entonces él sonrió.

– ¿Ya la has acabado?

– Ayer, tras una sesión maratoniana que duró toda la noche. Debía de estar canalizando mi disgusto por no saber nada de ti.

– ¿Lo ves? -dijo ella dándole un travieso golpecito en el pecho-. Debería haberte dejado colgado por más tiempo.

– Es gracioso que digas eso.

– ¿A qué te refieres?

– A lo de dejarme colgado. He cambiado el final: así es como muere mi personaje principal.

– No me digas. Déjamelo leer.

– Te lo dejaré, pero primero quiero enseñarte algo. Ven.

– Sí, mi amo, como ordenes.

Él le cogió la mano y la condujo escaleras arriba. Pasaron por delante de la biblioteca y se dirigieron al dormitorio principal.

– Si vas a enseñarme lo que creo que vas a enseñarme, debo decirte que ya lo he visto -bromeó Nora.

Él se rió.

– ¡Pues sí que estás bien informada! -A unos pasos de la entrada del dormitorio, se detuvo y se volvió hacia ella-. Ahora, cierra los ojos -susurró. Nora obedeció y él la guió hasta la habitación-. Muy bien, ya puedes abrirlos -dijo.

Nora los abrió. Su reacción fue inmediata.

– ¡Oh, Dios mío!

Miró a Jeffrey y luego volvió a mirar en dirección a la chimenea. Caminó despacio hacia la sorpresa: un cuadro con la imagen de ella pintado al óleo.

– ¿Y bien?

– Es precioso -dijo, antes de caer en la cuenta de cómo podían interpretarse sus palabras, puesto que se trataba de su propio retrato-. Quiero decir…

– No, tienes razón, es precioso. -Él la rodeó con sus brazos desde atrás, apoyando su cabeza sobre la de ella-. ¿Cómo no iba a serlo?

Ella siguió mirándolo hasta que las lágrimas asomaron a sus ojos. Realmente la amaba, ¿no era así? El cuadro representaba lo que él sentía, cómo la veía.

Jeffrey le dio otro apretón.

– Ya ves que la cosa no iba de colchones, sino de lienzos. -Miró por encima de su hombro hacia la cama con dosel de caoba-. Claro que ya que estamos aquí…

Nora se volvió para mirarle.

– Realmente sabes cómo llevarte a una chica a la cama, ¿verdad?

Él le dedicó una sonrisa burlona.

– Lo que haga falta.

– Me encanta.

– A mí me encantas tú.

Se besaron y se desnudaron, camino de la cama. Él la levantó con suavidad, como si fuese una pluma entre sus robustos brazos. La tumbó encima del edredón y se detuvo antes de acostarse junto a ella. Ni siquiera pestañeaba: lo único que quería era disfrutar de lo que veía. Y Nora le dejaba hacer. Se merecía contemplar su desnudez; era demasiado bueno para ella.

Hicieron el amor; al principio despacio, luego de un modo febril y sin freno. Sus brazos y sus piernas se entrecruzaban y se confundían. Hasta que, al fin, estallaron. Al menos, Jeffrey; en cuanto a Nora, representó su papel a la perfección, tan bien como Meg Ryan en Cuando Harry encontró a Sally… aunque no con la intención de resultar graciosa.

Estuvieron un minuto abrazados y en silencio. Con un hondo suspiro, Jeffrey se hizo a un lado.

– Tengo hambre -dijo-. ¿Tú no?

Nora apoyó la cabeza en la almohada. No podía dejar de ver su retrato en la pared y, por un instante, se quedó mirando sus propios ojos. Se preguntaba si existiría otra mujer en el mundo igual que ella.

– Sí -respondió finalmente Nora con suavidad-. Yo también tengo hambre.

90

Nora estaba contemplando la brillante tapa de acero inoxidable de los fogones Viking, tan hermosa como si saliera de un sueño, cuando Jeffrey entró en la cocina.

– Tenías razón -dijo-. La ducha me ha sentado muy bien.

– ¿Lo ves? Te lo dije, haz caso a Nora.

Él echó un vistazo a la sartén por encima del hombro de ella.

– ¿Estás segura de que no hay nada que pueda hacer aquí?

– Nada de nada, cariño. Lo tengo todo bajo control.

Cogió la espátula. Realmente, no podía hacer nada, ¿no era cierto? Ya estaba todo decidido. Mientras él se sentaba, ella le dio una última vuelta a la tortilla.

«Ya no hay vuelta atrás. Tengo que hacerlo. Y tiene que ser esta noche.»

– Ah, olvidaba decirte una cosa -dijo él-. El fotógrafo de aquella revista vendrá el próximo fin de semana. Estará aquí el sábado por la tarde y nos sacará unas fotos para el artículo.

– ¿Significa eso que lo has pensado bien y has tomado una decisión?

– ¿Sobre contarle al mundo lo afortunado que soy? Sí. Jeffrey Walker y Nora Sinclair son una pareja felizmente casada. En todo caso, me siento más convencido ahora que está a punto de hacerse público.

Ella soltó una risa sofocada.

– ¿Qué?

– Parece como si se tratara de vender unas acciones -dijo-. Como si fuese un negocio.

Nora se volvió hacia los fogones y volcó la tortilla de Jeffrey en un plato. Había llegado su hora de comer. Durante un silencioso minuto, se sentó a la mesa junto a él y observó cómo se la comía, bocado tras bocado. Parecía feliz y contento. ¿Y por qué no?

– Cuéntame algo más de la novela -dijo al fin-. ¿Termina con un ahorcamiento?

Él asintió.

– Hasta ahora he hablado de guillotinas, duelos de espada y pelotones de fusilamiento, pero nunca de un buen ahorcamiento a la vieja usanza. -De repente, se llevó las manos al cuello y tosió como si se atragantara, antes de dar rienda suelta a la risa. Nora hizo lo posible por sonreír también ella-. Nora, ya sabes que tenemos que hablar de…

– ¿Qué te ocurre?

Jeffrey abrió los ojos despacio.

– Nada -dijo, con la garganta temblorosa. Luego se la aclaró-. ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí… tendríamos que hablar de…

Se detuvo de nuevo. Nora miró su rostro con atención. La sustancia estaba causando efecto, pero temía haberse quedado corta con la dosis. «Debería estar peor a estas alturas. Algo va mal.»

– ¿Qué estaba diciendo…? -preguntó él, forzando la voz para que sonara calmada. Cuando aún no había terminado de formular la pregunta, comenzó a tambalearse en su silla. Parecía un disco rayado-: Deberíamos hablar de… hablar de… la luna de miel.

Se agarró el estómago, jadeando de dolor, y miró indefenso a los ojos de Nora. Esta se puso en pie y fue hasta el fregadero, donde llenó un vaso de agua. Vuelta de espaldas, vació rápidamente un polvo en su interior: una considerable sobredosis de prostigmina o, como le gustaba llamarlo a su primer marido, Tom el cardiólogo… «el destructor». Combinada con el fosfato de cloroquinina que Nora había puesto en la tortilla, aceleraría el colapso respiratorio y, al fin, el paro cardíaco mientras su sistema lo iba absorbiendo por completo.

– Toma, bebe esto -dijo a Jeffrey mientras le ofrecía el vaso.

Él tosió y carraspeó.

– ¿Qué… qué es esto? -preguntó, incapaz de enfocar bien aquel brebaje efervescente.

– Tú bébetelo -dijo Nora-. Esto se encargará de todo. Plop, plop, ssh, ssh…

91

Quería obtener respuestas, necesitaba conectar los cables correctos, dotar de sentido a las piezas del rompecabezas. De repente, se había convertido en un asunto personal para O’Hara… o el Turista.

El misterioso archivo que había recuperado a la salida de la estación Grand Central.

La lista de nombres, direcciones, cuentas bancarias y capitales.

Un repartidor de pizzas que había intentado matarlo.

Pero ¿quién estaba detrás de todo aquello? ¿El primer vendedor, el chantajista?

¿Su propia gente?

¿Qué querían? ¿Sabían que había copiado el archivo? ¿Lo sospechaban siquiera? ¿O simplemente se guardaban las espaldas por si acaso?

«No confían en mí y yo no confío en ellos. No es algo muy agradable. Pero así funciona el mundo hoy en día.»

En cualquier caso, dedicaba sus ratos libres -después de pasar su gran día con los chicos en el estadio de los Yankees- a trabajar con los nombres del archivo, intentando recomponer las piezas. Sin embargo, tenía que admitir que no era un genio en este tipo de cosas.

A pesar de todo, había llegado hasta aquí. Todos los individuos que aparecían en el archivo guardaban su dinero ilegalmente en paraísos fiscales. Más de un billón de dólares. Se había puesto en contacto con algunos bancos de la lista, pero seguramente ése no era el camino. Había llamado a casa de algunos de los tipos mencionados en ella, pero ése también era un mal sistema: ¿qué esperaba que admitieran?

Era domingo por la noche y estaba leyendo la sección de moda del New York Times. No por interés, sino por otros motivos. Por Nora Sinclair. Buscando temas de los que poder hablar con ella.

¡Y ahí estaba! ¡Sí! ¡Bingo!

Tres, cuatro, cinco, nueve, once nombres de «la lista», todos ellos en la misma fiesta para peces gordos que se celebraba en el Waldorf Astoria.

Y por fin lo comprendió. El chantaje, todo el embrollo, el pánico creado… incluso el hecho de que le hubieran llamado a él para asegurarse de que todo iba bien. Y luego, la razón de que alguien lo quisiera muerto, sólo porque tal vez sabía algo. Lo que, tal como iban las cosas, definitivamente era cierto. O'Hara sabía mucho más de lo que hubiera deseado. Sobre los dos casos en los que trabajaba en secreto.

92

«Vamos, vamos. Muévete, O’Hara.»

Susan quería un arresto, y eso significaba que debía darme prisa y que, en principio, no pasaba nada si me saltaba unas cuantas reglas. Al menos, así lo interpreté yo. Por supuesto, a veces oigo sólo lo que quiero oír.

Mientras estaba sentado en una silla frente a Steven Keppler, no pude evitar darme cuenta de unas cuantas cosas. La primera de ellas, que el abogado llevaba un peinado realmente horrible. Demasiada superficie a cubrir para tan poco pelo. En segundo lugar, que el tipo que se ocupaba de los impuestos de Nora estaba nervioso.

Claro que mucha gente se ponía nerviosa cuando se encontraba frente a un agente del FBI, y la mayoría sin razón alguna.

Prescindí de la cháchara superflua y saqué una fotografía de mi chaqueta. Era la impresión de una de las imágenes digitales que había sacado el primer día en Westchester.

– ¿Reconoce a esta mujer? -pregunté, sosteniéndola frente a él.

Se inclinó sobre su mesa y respondió con rapidez.

– No, creo que no.

Extendí el brazo para que pudiera verla mejor.

– Mírela un poco más de cerca, por favor.

Cogió la fotografía y, con una habilidad digna de un actor de serie B, hizo como si la estudiara: frunció el ceño, entornó los ojos largo rato y, finalmente, se encogió de hombros de forma exagerada y sacudió la cabeza.

– No, no me resulta familiar -dijo-. Pero es una mujer hermosa.

Steven Keppler me devolvió la fotografía y me rasqué la barbilla.

– Es muy extraño-dije.

– ¿El qué?

– Que esta hermosa mujer tuviera en el coche su tarjeta de visita sin conocerle.

Se agitó incómodo en su silla.

– A lo mejor se la dio alguien -dijo.

– Sí, supongo que sí. Pero eso no explicaría por qué me dijo esa mujer que le conocía.

Keppler se llevó una mano a la corbata, al tiempo que se arreglaba los pelos de la calva con la otra. Su nerviosismo alcanzaba niveles desmedidos.

– Déjeme echar otro vistazo a la foto. ¿Puedo?

Se la tendí y observé, con la certeza de que estaba a punto de asistir a otra muestra de pésima actuación. En efecto:

– ¡Ah, espere un minuto! Creo que ya sé quién es. -Golpeó la fotografía varias veces con el dedo índice-. ¿Simpson, Singleton…?

– Sinclair -dije.

– Eso es, Olivia Sinclair.

– En realidad se llama Nora.

Sacudió la cabeza.

– No, estoy casi seguro de que se llama Olivia.

Y lo decía un tipo que hacía un minuto aseguraba que no la conocía de nada.

– ¿Debo suponer que es una clienta? -pregunté-. Acaba de decir que es una mujer hermosa; me sorprende que no se acordara de ella.

– Hice algún trabajo para ella, sí.

– ¿Qué clase de trabajo?

– Agente O’Hara, ya sabe que no puedo hablar de eso.

– Claro que puede.

– Ya sabe lo que quiero decir.

– ¿Lo sé? Lo único que sé es que ha afirmado que no reconocía a una de sus clientes, que resulta ser el objeto de mi investigación. En otras palabras, ha mentido a un agente federal.

– ¿Tengo que recordarle que está hablando con un abogado?

– ¿Tengo que recordarle que puedo volver dentro de una hora con una orden de registro para poner su oficina patas arriba?

Me quedé mirando a Keppler, a la espera de que dejara de responder y se doblegara. En lugar de eso, el tipo demostró tener agallas. De hecho, tomó la ofensiva.

– Es posible que sus absurdas amenazas funcionen en alguna parte -dijo levantando la barbilla-, pero yo protejo la privacidad de mis clientes. Y ahora, márchese.

Me levanté de mi silla.

– Tiene usted razón -dije suspirando hondo-. Tiene derecho a mantener el secreto profesional y yo no me puedo inmiscuir en eso. Le pido disculpas. -Busqué dentro de mi chaqueta-. Mire, aquí tiene mi tarjeta. Si cambia de idea, o si quiere solicitar protección policial, llame a mi despacho.

Su expresión se volvió sombría.

– ¿Protección policial? ¿Me está diciendo que esta mujer es peligrosa? ¿Olivia Sinclair? ¿Por qué la están investigando?

– Me temo que no puedo decírselo, señor Keppler. Pero, oiga, estoy seguro de que, si ella le ha confiado sus negocios, debe de estar convencida de que usted nunca diría una palabra sobre sus actividades.

Su voz subió una octava.

– Espere un momento… ¿dónde está ahora Olivia Sinclair? Quiero decir… la están siguiendo, ¿no?

– Esa es la cuestión -dije-. La seguíamos, pero ahora no sabemos dónde está. Señor Keppler, no le puedo dar detalles sobre este caso, pero le diré una cosa: incluye el asesinato. Y, posiblemente, más de uno.

Aquello era demasiado para las agallas del abogado y su custodia del secreto profesional. Cuando por fin fue capaz de articular palabra, me pidió que volviera a sentarme.

– Será un placer -dije.

93

El tema de Jeffrey había quedado zanjado. Su cuenta corriente casi había sido vaciada y las autoridades no sospechaban nada. El fotógrafo del New York Times nunca tendría sus fotografías y la entrevista se había ido al traste. En general, Nora sabía que debía sentirse satisfecha por cómo habían ido las cosas en Boston. Pero, de vuelta a Manhattan y a su loft del SoHo, fue consciente de que todo iba mal.

Pensaba en O’Hara.

Se detuvo un momento antes de coger el móvil y se advirtió a sí misma de que no podía mencionar lo que sabía. Finalmente, marcó un número y pulsó el botón de llamada.

– ¿Sí?

Vaya, vaya; era el chico malo en persona.

– ¿Es mi amante telefónico? -preguntó Nora.

Él respondió riendo entre dientes:

– ¿Mamá? ¿Eres tú?

A pesar de todo, ella se rió.

– Eres un cerdo.

– Me estaba haciendo el gracioso.

– Dígame, señor Craig Reynolds: ¿por qué no me llamó desde Chicago? ¿Demasiado ocupado?

– Lo siento -dijo él-. Estuve muy liado con el seminario.

– Vaya seminario debe de haber sido. ¿Estuviste bien? ¿Les demostraste todo lo que sabes?

– No tienes ni idea. -Nora contuvo la risa. «Tengo más idea de lo que tú crees, John O’Hara»-. Escucha -continuó él-, te compensaré.

– Sí, lo harás. ¿Qué haces esta noche?

– Lo mismo que he estado haciendo toda la tarde: trabajar.

– Creía que para eso te habías ido de viaje.

– Lo creas o no, tengo que redactar un informe sobre el seminario. Estoy hasta las orejas de…

– ¡Eso son gilipolleces! -interrumpió Nora-. Te estoy viendo ahora mismo: estás mirando la televisión. Parece un partido de béisbol, si no me equivoco.

Sólo fue capaz de decir dos palabras:

– Pero ¿qué…?

– Mira debajo de tu casa, Craig. ¿Ves el Mercedes rojo? ¿Ves a una hermosa joven en el asiento delantero? Te está haciendo señas. ¿Qué tal, Craig?

Nora vio a O’Hara aparecer en la ventana, tan atónito como dejaba entrever su voz.

– ¿Cuánto hace que estás ahí? -preguntó.

– Lo suficiente para saber que me has mentido. ¿Béisbol? ¿Prefieres el béisbol a mí?

– Me estaba tomando un descanso en mitad del informe, eso es todo.

– Sí, seguro. Entonces, ¿puede Craig salir a jugar, o qué?

– ¿Por qué no entras tú?

– Prefiero que vayamos a dar una vuelta en coche -dijo ella.

– ¿Adónde?

– Es una sorpresa. Ahora, deja tu trabajo a un lado.

– Hablando de trabajo… -la detuvo él.

– ¿Qué pasa?

– Me temo que las circunstancias de nuestra relación están empezando a afectarme -dijo-. Técnicamente eres mi clienta, Nora.

– Es un poco tarde para tecnicismos, ¿no te parece? -Él no respondió, así que Nora siguió presionando-. Vamos, Craig, sabes que quieres estar conmigo… y yo quiero estar contigo. Es así de sencillo.

– Ya, pero es que he estado pensando en ello.

– Y yo he estado pensando en ti. No sé por qué, pero no te pareces a ninguna de las personas que he conocido hasta ahora -dijo-. A ti te lo puedo contar todo.

Se hizo una pausa en la conversación.

Él suspiró.

– Una vuelta, ¿eh?

94

Realmente no estaba de humor para dar un paseo a la luz de la luna, pero ahí estaba de todos modos. A solas con Nora Sinclair.

El techo del descapotable estaba bajado y el viento de la noche soplaba fresco y vigoroso. La carretera, las señales… todo se desdibujaba. Nora conducía por la carretera comarcal de Westchester como si fuese su autopista privada, y yo la acompañaba en su paseo.

«¿Qué diablos estoy haciendo?»

La pregunta era ineludible. Lástima que no tuviera la respuesta.

La información que tan generosamente me había proporcionado Steven Keppler, el abogado de horrible peinado, había sido transmitida a Susan. Esta se la había pasado a los genios informáticos de los ordenadores, quienes se introducirían en la cuenta que Nora tenía en el extranjero y seguirían el rastro de sus depósitos y transferencias. De todos ellos. ¿Quién sabía cuántos podía haber? Pondrían especial atención en todo aquello que estuviera relacionado con un tal Connor Brown, tanto antes como después de su muerte. «Dales veinticuatro horas -había dicho Susan-. Treinta y seis, como máximo.»

Mientras tanto, yo sólo tenía que hacer una cosa: mantenerme alejado de Nora. Y, sin embargo, ahí estaba ella, sentada junto a mí; más hermosa, más seductora y más embriagadora que nunca. ¿Era el último hurra? ¿Era una renuncia? ¿O locura temporal?

¿Había una parte de mí que deseaba que los genios informáticos no encontraran ningún enlace, que no encontraran nada de nada? ¿Que tal vez descubrieran su inocencia? ¿O quería que escapara con un asesinato a sus espaldas?

Me volví hacia ella.

– Lo siento… ¿qué?

Me estaba diciendo algo, pero el rugido del motor del Mercedes, y el aún más fuerte sonido dentro de mi cabeza, no me dejaban oír su voz. Lo intentó de nuevo.

– Te he preguntado si estás contento de haber venido.

– Todavía no lo sé -respondí casi gritando-. Sigo sin saber adónde vamos.

– Ya te he dicho que es una sorpresa.

– No me gustan las sorpresas.

– No -dijo ella-. Lo que no te gusta es no tener el control. Está bien saberlo.

Antes de que pudiera contestar, aceleró y giró bruscamente sin tocar el freno. Los neumáticos rechinaron mientras el coche daba bandazos, a punto de volcar. Nora echó la cabeza hacia atrás y se rió al viento de la noche.

– ¿No te sientes vivo? -chilló.

95

Fue necesario un semáforo en rojo para que al fin desacelerase. Después de conducir más de media hora, llegamos al pueblecito de Putnam Lake. El nuestro era el único vehículo que estaba detenido en el cruce. Faltaba poco para las nueve. Recuerdo cada detalle.

– ¿Estamos a punto de llegar? -pregunté.

– A punto -dijo-. Esto te va a gustar, Craig. Relájate.

Miré a mi derecha mientras ella jugueteaba con la radio; había un hombre mayor en una gasolinera Mobil, que llevaba una gorra de la Universidad de Connecticut y llenaba el depósito de su Jeep Cherokee. Por un instante, nuestros ojos se cruzaron. Se parecía un poco a mi padre. «Las cosas no siempre son lo que parecen.»

El semáforo cambió a verde y Nora volvió a pisar a fondo.

– ¿Tienes prisa?

– Sí. La verdad es que estoy bastante cachonda. Te he echado de menos. ¿Y tú a mí?

Recorrimos varios kilómetros sin decir nada, pues el estruendo de la radio competía con los ocho cilindros. Apenas podía identificar la canción, pero luego la distinguí: Hotel California. Por el modo en que Nora conducía, debería haber sido Life in the Fast Lane [1].

Volvimos a girar. No podía ver ninguna señal y la carretera era oscura y estrecha. Miré al cielo. La luz de la luna creciente se ocultaba ahora entre árboles enormes. Estábamos en el bosque.

– Creo que descartaré Disneylandia -dije.

Ella se rió.

– Ése será nuestro próximo viaje.

– Pero sabes adónde vamos, ¿no?

– ¿Acaso no confías en mí?

– Sólo preguntaba.

– Claro. -Hizo una pausa-. Tenía razón, por cierto.

– ¿Sobre qué?

– Realmente te molesta no tener el control.

Un minuto después se acabó el suelo asfaltado, pero nosotros seguimos adelante. Bajo las ruedas no había más que tierra y grava, y el camino se hizo aún más estrecho. El descapotable dio una horrible sacudida y, mientras se zarandeaba, miré a Nora de reojo.

– Falta poco -dijo con su inmutable sonrisa.

En efecto, al cabo de unos diez metros llegamos a un claro. Intenté distinguir la silueta que tenía ante mí: era una especie de casita y, detrás, había un lago o un estanque. Nora se detuvo cerca de la escalera de entrada, donde aparcó.

– ¿No es increíblemente romántico?

– ¿De quién es esto? -pregunté.

– Mío.

Observé la cabaña. Mis ojos empezaban a adaptarse y, con ayuda de los potentes faros del Mercedes, pude distinguir los largos y gruesos troncos que constituían la estructura. Era rústico pero estaba bien conservado; sin embargo, nunca hubiera dicho que Nora poseía un lugar como aquél.

– ¡Sorpresa! -dijo-. Es una bonita sorpresa, ¿no? ¿No te gusta mi casita del lago?

– Claro. ¿Cómo no iba a gustarme?

Apagó el motor y salimos del coche. Sí, era un hermoso lugar, casi perfecto. Pero ¿para qué?

– No he traído el cepillo de dientes.

– No te preocupes, lo tengo todo controlado. Incluso a ti te tengo controlado, Craig.

Pulsó el mando a distancia y el maletero del coche se abrió al instante. Hasta el más mínimo espacio de carga que ofrecía el descapotable estaba aprovechado: no quedaba ni un centímetro cuadrado libre.

– Has venido preparada -dije, mientras miraba una bolsa y una nevera portátil.

«¿Preparada para qué?»

– Llevo todo lo necesario para una fantástica cena tardía. Además de algunas chucherías… incluido, sí señor, un cepillo de dientes de emergencia para ti. Así que, ¿qué esperas?

«Poder marcharme», quise responder.

Cogí la bolsa y la nevera portátil y ambos subimos unos cuantos viejos peldaños de madera. Una vez dentro, sacudí la cabeza y sonreí. Desde el exterior, la cabaña parecía la casa donde podría haber vivido Abraham Lincoln de niño. Por dentro, parecía sacada de una revista de decoración. Debería haberlo adivinado.

– Este sitio perteneció a un antiguo cliente -dijo Nora mientras desempaquetábamos la comida-. Yo sabía que le había gustado la forma en que lo decoré, pero me sorprendió que me lo dejara a mí. -Se acercó y me rodeó con sus brazos. Como siempre, su olor embriagaba mis sentidos y su tacto era aún mejor-. Pero ya basta de hablar del pasado. Hablemos del futuro; como, por ejemplo, sobre qué deberíamos hacer primero: ¿sexo o cena?

– Mmm… es una decisión difícil -dije muy serio.

Por supuesto, se suponía que no lo era. Ella lo sabía y yo también. Lo que ella ignoraba era que lo decía muy en serio. Tarde o temprano, el sexo tenía que terminar.

«No puedes seguir haciendo esto, O’Hara.»

Era más fácil decirlo que hacerlo. Su cuerpo estaba pegado al mío. Las ideas se agolpaban en mi cabeza y la tentación era difícil de resistir.

– Creerás que estoy loco, pero no he comido nada desde esta mañana -dije.

– De acuerdo, estás loco, pero cenaremos primero. Sólo hay un pequeño problema.

– ¿De qué se trata?

Se volvió y miró la cocina. Funcionaba con leña, pero allí no había ningún tronco.

– Afuera, en la parte de atrás. Está a unos cinco metros de la cabaña. ¿Podrías hacer los honores?

Cogí una linterna de la estantería que había frente a la puerta de entrada y me dirigí adonde se apilaba la leña. La luz de la linterna no bastaba para iluminarme, estaba muy oscuro. No me asusto fácilmente, pero al oír un crujido entre los arbustos no me acordé precisamente de Bambi.«¿Dónde diablos estará la leña? ¿Por qué tengo que estar aquí fuera?»

Por fin la encontré. Apilé en mis brazos algunos troncos, suficientes para pasar la noche, y me dirigí hacia la cabaña. De nuevo tuve miedo. Tal vez era el viejo que había visto en la gasolinera del pueblo. Fuera lo que fuese, no pude evitar volver a pensar en mi padre. «Las cosas no siempre son lo que parecen.»

96

Volví cargado de leña y encendimos los fogones. Luego pregunté a Nora qué más podía hacer para ayudar.

– Absolutamente nada -dijo, y me besó en la mejilla-. A partir de ahora yo asumo el mando.

Dejé a Nora en la pequeña cocina y me relajé en el sofá de la salita con lo único que había allí para leer: una revista de pesca de hacía cuatro años. Cuando estaba a la mitad de un mortífero artículo sobre la pesca del salmón en Sheen Falls Lodge, Irlanda, Nora gritó: «¡La cena está servida!».

Volví a la cocina y me senté frente a unas ostras salteadas con arroz salvaje y una ensalada con varios tipos de lechuga. Para beber, una botella de Pinot Grigio. Una cena digna de la revista Gourmet. Nora levantó su copa y brindó.

– Por una noche memorable.

– Por una noche memorable -repetí.

Entrechocamos las copas y empezamos a comer. Me preguntó qué había estado leyendo y le hablé del artículo sobre el salmón.

– ¿Te gusta pescar? -preguntó.

– Me encanta. -Le dije una mentirijilla inocente, que luego me encontré desarrollando con todo detalle. Así era mí relación con Nora-. Deja que te lo explique: cuando al fin sacas a ese enorme pez del agua, al que tanto has esperado, ese momento hace que todo valga la pena.

– ¿Adónde te gusta ir?

– Mmm… en esta misma zona se encuentran buenos lagos y ríos. Créeme, puedes coger uno de los gordos por aquí cerca. Pero no hay nada comparable con las islas: Jamaica, Saint Thomas, las Caimán… supongo que habrás estado por allí.

– Pues sí. La verdad es que estuve en las islas Caimán no hace mucho.

– ¿De vacaciones?

– Un pequeño viaje de negocios.

– Ah, ¿sí?

– Estuve decorando la casa de la playa de un banquero. Un magnífico lugar junto al mar.

– Muy interesante -dije, asintiendo. Pinché otra ostra-. Por cierto, esto está delicioso.

– Me alegro. -Tendió la mano y la puso encima de la mía-. ¿Te lo estás pasando bien?

– Muy bien.

– Estupendo, porque estaba un poco preocupada… por lo que has dicho antes sobre el hecho de que yo fuese tu clienta.

– Me refería a las circunstancias -dije-. Admitámoslo: de no ser por la muerte de Connor, no estaríamos aquí.

– Eso es cierto, no puedo negarlo. Pero…

Su voz se apagó.

– ¿Qué ibas a decir?

– Algo que seguramente no debería.

– No pasa nada -le dije. Miré a nuestro alrededor y sonreí-. Aquí no hay nadie más que nosotros.

Ella me devolvió una media sonrisa.

– No quiero parecer insensible, pero si algo he aprendido en mi profesión es que uno se puede enamorar de varias casas a la vez. ¿Acaso es ingenuo pensar que se puede aplicar lo mismo a las personas?

La miré profundamente a los ojos. ¿Adónde quería ir a parar? ¿Qué estaba intentando decirme?

– ¿Se trata de eso, Nora? ¿De amor?

Me sostuvo la mirada.

– Creo que sí -dijo-. Creo que me estoy enamorando de ti. ¿Es eso malo?

Al oírla pronunciar esas palabras, tuve que tragar saliva. Y entonces fue como si todo lo extraño que rodeaba a esa noche explotara en mi interior: de repente, me encontraba mal. ¿Era mi reacción ante lo que ella había dicho?

«Mantente firme, O’Hara.»

Me acordé de lo que había ocurrido la última vez que ella había cocinado para mí. ¿Cómo iba a quejarme ahora de que el marisco estaba en mal estado? Así que no dije nada, con la esperanza de que se me pasara el malestar. Se me tenía que pasar. Pero no fue así.

Y, antes de que me diera cuenta, me quedé sin habla. Ni siquiera podía respirar.

97

Nora estaba sentada mientras miraba cómo O’Hara se caía de la silla sin poder evitarlo y se abría una brecha en el cráneo al caerse al suelo. La sangre brotó al instante por encima de su ojo derecho. Tenía un corte muy feo, aunque parecía no haberse dado cuenta. Era evidente que estaba más preocupado por lo que estaba ocurriendo en su interior. Siempre lo estaban.

Aun así, de todos los hombres -incluidos Jeffrey, Connor y su primer marido, Tom Hollis- éste parecía ser el más duro de roer. La atracción que había sentido por el hombre al que conocía como Craig Reynolds era real, y la química también. Su ingenio, su encanto, su atractivo. Su inteligencia, tan parecida a la de ella. Era el mejor en todos los sentidos y ya le estaba echando de menos; lamentaba que aquello tuviera que terminar de ese modo.

Pero tenía que terminar de ese modo.

Se retorcía y asfixiaba con su propio vómito. Intentó levantarse, pero los pies no le respondían. La dosis no era mortal, sólo se trataba de un aperitivo. Sin embargo, temía haberse excedido.

Se dijo a sí misma que debía decir algo, simular preocupación. Se suponía que era una espectadora inocente que no sabía lo que estaba ocurriendo. Su pánico tenía que parecer real.

– Enseguida te traigo algo. Déjame ayudarte.

Corrió al fregadero y llenó un vaso de agua. Se sacó un sobre del bolsillo y vertió su contenido en el vaso. La superficie se llenó de burbujitas como si fuese champán. Cuando Nora volvió la espalda al fregadero, él ya no estaba.

¿Adónde había ido? No podía llegar muy lejos. Después de dar dos pasos, oyó un portazo cerca de la entrada y luego un pestillo. Se había metido en el cuarto de baño. Nora corrió hasta allí, con el vaso en la mano.

– Cielo, ¿estás bien? -llamó-. ¿Craig?

Podía oír las arcadas del pobre hombre. Por horrible que pareciera era una buena señal: estaba listo para las burbujas. Si pudiera convencerlo de que le abriera la puerta…

Llamó con suavidad.

– Cielo, tengo una cosa para ti. Hará que te sientas mejor. Sé que no lo crees, pero es cierto.

Al ver que no respondía, volvió a llamar. Como él hacía caso omiso, aporreó la puerta.

– ¡Por favor, tienes que creerme!

Al fin, entre arcadas, él le respondió:

– ¡Sí, vale!

– En serio, Craig, déjame ayudarte -dijo-. Sólo tienes que beberte esto. Dejará de dolerte.

– ¡Ni en broma, joder!

Nora resopló.

«Quieres jugar, ¿eh? Pues juguemos.»

– ¿Estás seguro? -preguntó-. ¿Estás seguro de que no quieres abrir la puerta, O’Hara?

Escuchó el silencio que siguió a sus palabras mientras imaginaba su sorpresa. ¡Cuánto le habría gustado poder verle la cara en aquel momento! Al menos, podía azuzarle desde el otro lado de la puerta.

– Es tu verdadero nombre, ¿no? John O’Hara.

El silencio se rompió.

– Sí -gritó lleno de ira-. En realidad, agente John O’Hara, del FBI.

Nora abrió los ojos como platos: sus sospechas se confirmaban. Sin embargo, a pesar de todo, se echó a reír.

– ¿De veras? Estoy impresionada. ¿Lo ves? ¡Ya te dije que estabas hecho para algo más interesante que los seguros! Creo que…

Él la cortó con la voz fortalecida.

– Se ha acabado, Nora. Sé demasiado… y voy a vivir para contarlo. Mataste a Connor para conseguir su dinero, igual que hiciste con tu primer marido.

– ¡Eres un mentiroso! -dijo ella a voz en grito.

– La mentirosa eres tú, Nora. ¿O te llamas Olivia? Te llames como te llames, ya puedes despedirte de todo el dinero que tienes en las islas Caimán. Pero no te preocupes: en el sitio al que irás, la estancia es gratis.

– ¡Yo no voy a ninguna parte, gilipollas! ¡Pero tú sí!

– Eso ya lo veremos. Si me disculpas, tengo que hacer una llamada.

Nora oyó los tres tonos agudos procedentes del cuarto de baño. Estaba telefoneando a la policía. Una vez más, se echó a reír.

– Escúchame, idiota, estamos en medio de la nada. ¡Aquí no tenemos cobertura!

Ahora le tocó a él reírse.

– Eso es lo que tú crees, cielo.

98

Estaba tendido en el suelo, cubierto de sangre, vómitos y otros fluidos de mi cuerpo que sin duda no estaban hechos para ver la luz del día. Pero de pronto me sentía más feliz que un cerdo revolcándose en la mierda. No me importaba sentir dolor en todo el cuerpo, tanto por dentro como por fuera. Estaba vivo.

Y hablando por el móvil.

– Teléfono de emergencias…

Los satélites me habían captado. La ayuda llegaría en cuestión de minutos. Todo lo que tenía que hacer era decirles dónde diablos estaba. Le hablé a la operadora.

– Soy el agente O’Hara del FBI y estoy…

«¡Me están disparando!»

Oí la detonación y vi cómo se astillaba la madera de la puerta del cuarto de baño. Una bala rozó mi oreja e hizo pedazos la baldosa de la pared que había detrás de mí. Ocurrió en un instante, pero me pareció como si sucediera a cámara lenta.

Hasta que llegó el segundo disparo. Estaba viviendo una agonía. Había tenido suerte la primera vez, pero no tuve tanta la segunda: la bala me dio en el hombro y lo atravesó. Mis ojos se posaron en el agujero de mi camisa, mientras la sangre empezaba a brotar.

– Mierda, me ha dado.

El teléfono se me cayó de las manos y me quedé inmóvil durante medio segundo. De haber sido uno entero, estaría muerto. Sin embargo, mi instinto venció y giré hacia mi izquierda, lejos de la puerta y de la línea de fuego.

El tercer disparo de Nora atravesó la puerta y despedazó la baldosa de la pared donde había estado un segundo antes. Me habría alcanzado en el pecho.

– ¿Qué te parece, O’Hara? -gritó-. ¡Esta es mi póliza de seguros!

No contesté: hablar era dar pie a otro disparo. Esperé a que Nora dijera algo más, pero no lo hizo. El único sonido era la vocecilla amortiguada de la operadora de emergencias que llegaba a través de mi teléfono, tirado en el suelo a unos centímetros de mí.

– ¿Señor? ¿Está usted ahí? ¿Qué ocurre?

O algo por el estilo, no podría asegurarlo. Y tampoco me importaba. Lo único que importaba en ese momento no era precisamente el teléfono.

Despacio, doblé la pierna izquierda hacia mí y levanté el dobladillo de los pantalones. No había traído mi cepillo de dientes para pasar la noche, pero sí había cogido otra cosa. Desabroché la funda de mi pistola y saqué la Beretta de nueve milímetros. Si a Nora se le ocurría irrumpir, estaría preparado. Sostuve la pistola con ambas manos y esperé.

«¿Dónde estás, Nora, amor mío?»

99

La cabaña y hasta mi móvil estaban en silencio. En emergencias tenían mi nombre y, aunque no había llegado a decirles dónde estaba, podrían encontrarme vía satélite. Siempre que la operadora hiciera bien su trabajo. Alertaría al supervisor, el supervisor alertaría al departamento, éste captaría las coordenadas emitidas por el GPS de mi móvil y enviarían a la unidad de policía más cercana. Todo muy sencillo. Sólo tenía que asegurarme de seguir respirando cuando llegaran.

Lo que llevaba a la siguiente pregunta: ¿por qué no había devuelto los disparos a Nora?

Conocía la respuesta, pero no sabía qué hacer con ella.

Traté de levantarme del suelo del cuarto de baño sin hacer ruido. El dolor espantoso que sentía en el hombro no me ayudaba. Fui de puntillas hacia la puerta y me desplomé contra la pared. Con una mano sostenía la pistola mientras con la otra buscaba el pestillo en el tirador. Lo giré despacio.

Respiré hondo y pestañeé varias veces. No sabía si Nora aún estaba al otro lado de la puerta, pero tenía que averiguarlo. Mi única ventaja era que se abría hacia fuera.

Tres.

Dos.

Uno.

Con las fuerzas que me quedaban, le di una patada a la puerta y ésta se abrió de golpe.

Salí disparado a ras de suelo. Con el arma desenfundada, movía los brazos a derecha e izquierda atento a cualquier movimiento. Apunté a una lámpara. Luego estuve a punto de disparar contra mi propio reflejo, en el espejo de la entrada.

Ni rastro de Nora.

Caminando pegado a uno de los lados del recibidor, me dirigí a la cocina.

– No eres la única con un arma-grité-. No quiero matarte.

No daba señales de vida.

Llegué a la puerta del salón. Me asomé un segundo para mirar.

Ningún movimiento. Ni rastro de Nora.

La cocina estaba a unos pasos de distancia. Me pareció oír algo. Un crujido, unas pisadas… Estaba ahí, esperándome.

Abrí la boca para decir algo, pero no me salió ni una palabra. Estaba mareado y me apoyé en la pared para intentar sostenerme. Mis rodillas parecían de goma.

Todavía podía escuchar el crujido. ¿Se estaba acercando? Levanté el brazo y apunté con el arma. El cañón temblaba. Más crujidos. Sonaban cada vez más fuertes.

«¡Dios, O’Hara!»

Entonces lo comprendí. El crujido era un chisporroteo, y me di cuenta gracias a un desagradable olor. Algo se estaba quemando.

Avancé hasta el marco de la puerta de la cocina. Eché un vistazo rápido. Vi una cacerola en el fuego y el humo que salía de ella. El arroz derramado se chamuscaba en los fogones y se consumía.

Tomé aire y di un salto: acababa de oír una puerta que se cerraba, afuera. ¿Intentaba Nora escaparse?

Salí de la cabaña a trompicones cuando el motor del Mercedes comenzaba a rugir. Di un paso en falso al pisar la escalera de madera y me caí hacia delante, aterrizando sobre un costado. El golpe me impidió respirar y sentí un dolor increíble.

Nora puso el vehículo en marcha mientras yo intentaba levantarme. Por un instante, miró por encima de su hombro y nuestros ojos se encontraron.

– ¡Nora, detente!

– Sí, claro, O’Hara. ¿En nombre del amor?

Levanté el brazo, pero temblaba demasiado. Apunté a la parte de atrás del descapotable, en la medida en que la luz de la luna me lo permitía.

– ¡Nora! -volví a gritar.

Estaba a la entrada del claro, a punto de desaparecer por el camino de tierra. Finalmente apreté el gatillo; lo apreté otra vez y luego otra vez más, la de la buena suerte.

Entonces todo se volvió oscuro.

100

El arroz que se quemaba en la cocina no era nada comparado con las sales de olor.

Cuando sacudí la cabeza y abrí los ojos, me encontré en el suelo mirando a dos policías. El mayor me estaba aplicando un torniquete improvisado en el hombro, mientras que el más joven -de unos veintidós años- me contemplaba incrédulo. No hacía falta saber leer la mente para adivinar lo que estaba pensando.

«¿Qué demonios te ha pasado, amigo?»

También yo tenía una pregunta, y era más importante.

– ¿La habéis cogido? -pregunté arrastrando las palabras.

– No -respondió el de más edad-. Aunque tampoco estamos seguros de a quién buscábamos exactamente. Lo único que tenemos es un nombre, no sabemos nada de nada sobre su aspecto ni el vehículo que conduce.

Poco a poco, les di los detalles: una descripción completa de Nora y del Mercedes descapotable y su dirección en Briarcliff Manor. O al menos la de Connor Brown. De cualquier modo, era improbable que volviera allí. No se atrevería a hacerlo, ¿verdad?

El policía joven cogió la radio y transmitió la información. También preguntó qué pasaba con la ambulancia; mi ambulancia.

– Ya debería estar aquí -dijo.

– Nunca he sido una prioridad -bromeé.

Mientras tanto, su compañero terminó con el torniquete.

– Ya está, esto aguantará hasta que lleguen los de la ambulancia.

Le di las gracias; se las di a los dos. De repente, se me ocurrió que parecían padre e hijo. Se lo pregunté y, en efecto, lo eran: los agentes Will y Mitch Cravens, respectivamente. Si existía un ejemplo mejor de lo idílica que puede ser la vida en un pueblecito, nunca lo había visto hasta entonces.

Empecé a incorporarme.

– Hey, hey, hey… -exclamaron al unísono.

Lo único que tenía que hacer era quedarme tumbado y descansar, me dijeron.

– Necesito mi teléfono.

– ¿Dónde está? -preguntó Mitch Cravens-. Iré a buscarlo.

– En algún lugar del cuarto de baño de la entrada. También tendrás que cerrar los fogones de la cocina -dije.

Mitch hizo un gesto a su padre con la cabeza.

– Enseguida vuelvo.

Cuando se dirigía hacia el interior de la vivienda, recordé que Nora me había dicho que la cabaña era suya y que se la había dejado un antiguo cliente.

– Oiga, Will, hasta es posible que conozca a Nora -dije-. La cabaña es suya, se la regaló un cliente al fallecer.

– ¿Es eso lo que le dijo? -Por el modo en que me había hecho la pregunta, supe lo que vendría luego-. ¿Mencionó el nombre de su supuesto cliente? -volvió a preguntar.

– No. Pero tenía las llaves.

Will sacudió la cabeza.

– Este sitio pertenece a un tipo llamado Dave Hale. Haya sido o no cliente de esa mujer, le aseguro que está vivito y coleando.

– ¿Es rico, por casualidad?

Se encogió de hombros.

– Supongo. Sólo le he visto un par de veces. Vive en Manhattan. ¿Por qué? ¿Cree que está en peligro?

– Ayer, puede que lo estuviera -dije-. Pero creo que hoy puede considerarse a salvo.

Mitch regresó del interior de la cabaña con mi teléfono en la mano.

– Lo encontré.

Lo cogí y lo abrí de una sacudida. Estaba a punto de llamar a Susan cuando sonó. Se me había adelantado.

– ¿Sí?

– Has jodido a la chica equivocada -afirmó la voz-. Has metido la pata hasta el fondo, O’Hara.

Me equivocaba: no era Susan.

No parecía histérica; al contrario, estaba muy tranquila. Demasiado tranquila. Y, por primera vez, tuve miedo de Nora Sinclair.

– Ahora seguiré haciéndote daño, pero en tu casa, O’Hara… en tu verdadera casa -dijo-. ¿Sabes pronunciar «Riverside»?

Clic.

El teléfono se me cayó de las manos. Cuando me puse en pie con las piernas temblorosas, los dos policías acudieron en mi ayuda.

– ¿Qué pasa? -preguntó Mitch.

– Mi familia -dije-. Va a por mi familia.

101

Lo entendieron de inmediato. Cualquier policía lo habría hecho, pero los agentes Will y Mitch Cravens, padre e hijo, lo entendían un poco mejor. Ya no podíamos quedarnos a esperar la ambulancia. Prefería desangrarme hasta morir que pasar un minuto más en medio del bosque.

Me senté en el asiento de atrás de su coche patrulla. Con los reflejos propios de un hombre joven, Mitch condujo con las sirenas resonando y Will llamó por radio para que la policía de Riverside se presentara en la casa cuanto antes. Al mismo tiempo, llamé desde mi móvil.

– Vamos, vamos, vamos -murmuré mientras escuchaba los tonos de llamada.

Sonaba, sonaba y sonaba.

– ¡Mierda! ¡Nadie contesta!

Al final saltó el contestador y dejé un mensaje desesperado a mi ex mujer, avisándole de que se marchasen a la casa de los vecinos y esperasen allí a la policía.

Los pensamientos más lúgubres y espantosos cruzaban mi mente a toda velocidad. Tal vez Nora ya estuviera allí. ¿Cómo conocía la existencia de esa casa?

Will dejó la radio y se volvió hacia mí.

– La policía de Riverside llegará a su casa en unos minutos. -Señaló mi teléfono con un gesto-. ¿No ha habido suerte con la llamada?

– No -dije.

– ¿No tienen un teléfono móvil?

– Sí, ahora iba a intentarlo.

Pulsé el botón de marcado rápido, pero saltó de inmediato el buzón de voz. Dejé el mismo mensaje, con la misma introducción funesta. Parecía una película. «Soy John. ¡Si tú y los chicos estáis en la casa, salid ahora mismo! Si vais de camino allí, deteneos.»

Eché la cabeza hacia atrás y solté un grito de frustración. El torniquete parecía retener mi adrenalina. Volvía a sentirme mareado. Intenté tranquilizarme y no pensar en lo peor, pero era imposible.

– ¡Más deprisa, chicos!

Ya íbamos a más de cien. Habíamos cruzado el límite de Connecticut e íbamos directos a Riverside por el sur. Estaba totalmente desesperado cuando se me ocurrió una idea: llamar a Nora.

Tal vez fuera eso lo que ella esperaba. Tal vez (ojalá) su amenaza no fuera más que eso, una amenaza, y su única intención fuera aterrorizarme para que continuara el juego. La llamaría y se reiría con maldad. Riverside no era más que un cebo. Estaba a kilómetros de distancia en la otra dirección.

«Ojalá.»

Marqué el número. Lo dejé sonar diez veces. Ni Nora, ni el buzón de voz.

De repente, la radio irrumpió con sus interferencias. Estábamos entrando en el área de un agente de Riverside que se encontraba en el exterior de la casa. Las puertas estaban cerradas y había algunas luces encendidas; por lo que él podía ver, allí no había nadie.

Miré mi reloj. Eran las nueve y diez. Tenían que estar: los chicos se iban a dormir a las nueve. Will pulsó el transmisor para poder hablar.

– ¿No hay señales de que hayan forzado la entrada?

– Negativo -oímos.

– ¿Habéis mirado en las casas vecinas? -preguntó Mitch mientras aminoraba para tomar una curva cerrada.

Los cuatro neumáticos chirriaron al mismo tiempo.

– Seguramente se habrá ido con los Picotte, en la acera de enfrente -añadí-. Mike y Margi Picotte. Son amigos nuestros.

– Ahora vamos -dijo el policía-. ¿Estáis muy lejos, chicos?

– A diez minutos -dijo Will.

– Agente O’Hara, ¿está usted ahí? -preguntó el hombre.

– Sí, aquí estoy -respondí.

– Me gustaría echar abajo una de las puertas de la casa. ¿Le parece bien? Sólo para asegurarnos de que no haya nadie dentro.

– Por supuesto -dije-. Utilice un hacha si es necesario.

– Entendido.

Su voz se cortó con más ruido de interferencias. Fuera del coche patrulla, las sirenas aullaban al viento de la noche. En el interior, el silencio. Dos policías de un pequeño pueblo, Will y Mitch Cravens, y yo.

Miré a Mitch a los ojos a través del espejo retrovisor.

– Lo sé, lo sé -dijo-. Más rápido.

102

Mitch aceleró y recorrió en cinco minutos lo que habría llevado diez. Al llegar frente a mi casa, dio un frenazo y el automóvil derrapó a lo largo de quince metros. La calle estaba iluminada por las luces de los coches patrulla, destellos azules y rojos revoloteando por todas partes y desvaneciéndose en la oscuridad de la noche. Los vecinos se amontonaban para mirar desde sus parcelas de césped, preguntándose qué ocurría en casa de los O’Hara.

Por el momento, poca cosa.

Me precipité a través de la puerta abierta y encontré a cuatro policías hablando en el recibidor. Acababan de registrar todas las habitaciones.

– Nada -me dijo uno de ellos.

Fui a la cocina. Había algunos platos en el fregadero y un rollo de film transparente sobre la encimera. «Habían terminado de cenar.» Comprobé el teléfono que había junto al frigorífico. La luz de los mensajes parpadeaba, pero sólo había uno: el mío.

Todos los policías, incluidos Will y Mitch, se habían reunido en la habitación contigua. Fui con ellos.

– Necesitamos un plan -dije-. Yo no tengo ninguno. Ahora mismo no estoy en mi mejor momento.

Un agente bajito y con el pelo oscuro llamado Nicolo tomó las riendas. Era muy eficiente y dijo que ya habían emitido un comunicado público sobre el Mercedes rojo de Nora en un área que cubría tres estados. Los de seguridad del aeropuerto también habían sido informados. Me estaba diciendo que quería utilizar la casa como centro de operaciones cuando me di cuenta de una cosa: el Mercedes rojo, un coche, el garaje… No había mirado si todavía estaba el monovolumen.

Apenas había dado dos pasos cuando oí a mis espaldas un gran suspiro de alivio colectivo. Me volví para saber qué habían visto.

De pie, en la entrada de la cocina, estaban Max y John júnior, seguidos de su madre. Cada uno de ellos llevaba un helado en la mano. Habían ido al centro a comprarlos. Se quedaron con la boca abierta al ver el despliegue policial. Pero al verme a mí, maltrecho, la abrieron el doble, si es que eso era posible.

Corrí a abrazarlos. En aquel momento estaba tan abstraído que ni siquiera oí el teléfono. Mitch Cravens sí lo oyó. Fue hacia él y, cuando estaba a punto de contestar, su padre le detuvo. Will Cravens se llevó el dedo índice a la boca para indicarle que guardase silencio. Luego apretó el botón de manos libres.

– Vaya, tengo una buena audiencia -dijo la voz de Nora.

Todos los que estaban en la habitación volvieron la cabeza. Efectivamente, Nora tenía una audiencia entregada que la escuchaba con absoluta e inquebrantable atención, especialmente yo. Pero no era conmigo con quien quería hablar en esta ocasión.

– Sé que está ahí, señora O’Hara -dijo con el mismo tono calmado-. Sólo quería que supiera una cosa. Me he estado follando a su marido. Que tenga una feliz noche.

Nora colgó.

La habitación se sumió en un silencio mortal mientras yo miraba a mi mujer a los ojos. En realidad, mi ex mujer desde hacía dos años. Ella sacudió la cabeza.

– ¿Y aún te preguntas por qué nos divorciamos, cabrón?

Загрузка...