TERCERA PARTE. Juegos más que peligrosos

52

Susan aullaba en mi oído. Estaba cabreada.

– ¿Qué significa eso de que le has dicho que íbamos a exhumar el cadáver de Connor?

– Créeme, eso nos favorece -dije-. Ahora más que nunca, Nora piensa que estoy de su parte. Además, tú misma me dijiste que desenterrar el cuerpo representaba un riesgo porque ella podía descubrir todo el engaño.

– Lo que dije es que representaba un pequeño riesgo.

– Y lo que yo digo es que nosotros le hemos dado la vuelta al asunto para que juegue a nuestro favor.

– «Nosotros» no hemos hecho nada, O’Hara. Tú lo has hecho por tu cuenta sin consultar antes conmigo.

– Está bien, me he precipitado un poco.

– No, te has precipitado mucho. Pero ése es tu estilo, ¿verdad? Por eso siempre te metes en líos -gruñó-. Existe una razón para que tengamos un plan de ataque, y es que ambos sepamos lo que el otro está haciendo.

– Vamos, Susan, admite al menos que es una baza a nuestro favor.

– No se trata de eso. Necesito que actúes como parte del equipo, ¿comprendes? Ya no eres un policía secreto.

Dudé un poco, pero entonces dije:

– Tienes razón. Soy un agente federal secreto.

– No por mucho tiempo si lo proclamas a los cuatro vientos. No me gustan los cowboys.

Durante varios segundos, ninguno de los dos dijo una palabra. Rompí el silencio.

– ¿Sabes? Me gustaba más cuando me ponías por las nubes.

Susan me dedicó una risita frustrada.

– Dime, genio: ahora que Nora sabe que estamos a punto de desenterrar a su prometido, ¿cuál será tu próximo paso? -me preguntó.

– Muy fácil -respondí-. Esperaremos los resultados. Si el laboratorio concluye que se cometió un asesinato, ya sabremos quién lo hizo.

– Necesitarás probar que fue ella.

– Pero resulta que es mucho más fácil encontrar algo cuando sabes lo que estás buscando.

– ¿Y si el laboratorio no descubre nada?

– Entonces le daré a Nora las buenas noticias y trabajaré aún más duro para conseguir que se delate.

– Olvidas una cosa.

– ¿De qué se trata?

– Tal vez sea inocente.

– ¡Y lo dice alguien que piensa que todo el mundo es culpable!

– Sólo quiero decir que…

– No, te entiendo. Cualquier cosa es posible. Pero esa mujer ha mantenido relaciones con al menos dos tipos que han muerto en dos estados diferentes. Si es una coincidencia, entonces Nora Sinclair ha tenido muy mala suerte con los hombres.

– Estúpida de mí -dijo-. Atémosla bien a la silla eléctrica.

– Así me gusta, eso está mejor. Por un instante he creído que eras otra persona.

– Hablando de eso, ¿qué posibilidades hay de que Nora se interese por tu alter ego?

– Ninguna: Craig Reynolds no es su tipo -respondí-. No gana suficiente dinero.

– Nunca se sabe. Me has dicho que está convencida de que estás de su parte. Teniendo eso en cuenta, tal vez quiera darse un garbeo por los bajos fondos, para variar.

– En ese caso, tengo el apartamento adecuado. Perfecto para sumergirse en los bajos fondos.

– No irás a empezar otra vez con eso, ¿verdad?

– No, pero si tengo que pasar mucho más tiempo en aquel vertedero, tendré que solicitar un plus de peligrosidad.

– O’Hara, si ésa resultara ser la parte más dura de tu trabajo, serías un hombre afortunado.

53

Nora empujó suavemente la puerta de la habitación de su madre en el centro psiquiátrico Pine Woods e hizo cuanto pudo por sonreír. Estaba de un humor terrible y lo sabía. Al igual que cualquiera que hubiera estado en contacto con ella, como Emily Barrows y la nueva enfermera, Patsy, las últimas que la vieron al entrar en la sala.

Trataba de olvidar que había quedado con Craig Reynolds para tomar café el día antes y actuaba como si éste no le hubiera informado de que iban a exhumar el cadáver de Connor.

– Hola, mamá.

Olivia Sinclair estaba sentada en la colcha y llevaba puesto un camisón amarillo. Miró a Nora con una sonrisa inexpresiva.

– Ah, hola.

Las nubes que habían estado cubriendo el cielo durante la mayor parte del día empezaban a diluirse. Ahora, la luz del sol se abría camino en la habitación a través de las persianas. Nora cogió una silla de la esquina y la acercó a la cama.

– Tienes buen aspecto, mamá.

Cualquier hija habría dicho lo mismo. La diferencia con Nora era que ella así lo creía. Hacía mucho tiempo que no utilizaba los ojos para mirar a su madre. Sólo los recuerdos. En cualquier caso, era una cuestión de hábito. Cuando encarcelaron a Olivia, a Nora le prohibieron visitarla. Conforme crecía, su madre quedó congelada en el tiempo. Nora pasó por varios hogares de acogida y la imagen que tenía de Olivia era una de las pocas constantes en su vida.

– Ya sabes que me gusta leer.

«Oh, mierda.»

– Lo sé, mamá. Me temo que esta vez me he olvidado de traerte un libro. Las cosas han… en fin, han…

Un cortacésped se puso en marcha en los jardines. La áspera vibración del motor hizo que Nora se sobresaltara. De repente, se sintió paralizada y le faltó el aliento. Lo único que parecía estar en funcionamiento eran sus lágrimas. Su fachada se derrumbó y el mundo exterior se abalanzó sobre ella. Se enjugó los ojos.

– Lo siento, mamá.

Por primera vez, Nora habló a su madre de un sueño recurrente, en el que veía a Olivia disparar a su padre. ¡Qué vivida permanecía aquella noche en su memoria! Lo que se dijo, lo que llevaba puesto cada uno, incluso el olor a azufre.

«¿Qué más da? Ni siquiera sabe quién soy.»

Nora cogió un pañuelo de papel de la mesilla de noche. Era como si un dique hubiera reventado. Sus lágrimas, sus emociones… todo se desbordaba. Estaba perdiendo el control y sentía un impulso irresistible de hablar con alguien.

Nora exhaló un profundo suspiro y dejó que sus pulmones se expandieran. Cuando acabó de soltar el aire, cerró los ojos y habló:

– He hecho cosas terribles, mamá. Necesito hablarte de ello.

Nora abrió los ojos; tenía la verdad en la punta de la lengua. Pero ahí se quedó: algo espantoso le estaba sucediendo a su madre. Saltó de la silla y corrió hacia la puerta. Salió precipitadamente al pasillo y gritó:

– ¡Socorro! ¡Deprisa, que alguien me ayude! ¡Mi madre se está muriendo!

54

Los ojos de la enfermera Barrows saltaron de la hoja de registro de medicaciones, y su cabeza giró bruscamente en la dirección de la que procedía el grito. Reconoció la voz de Nora de inmediato.

Mientras sorteaba el mostrador del puesto de enfermeras, llamó a Patsy, que estaba en el almacén.

Al llegar al pasillo, Emily vio a Nora agitar los brazos con desesperación. Había unos veinticinco metros entre ella y la habitación de Olivia Sinclair, pero Emily empezó a recorrerlos más deprisa de lo que debería haberle permitido su fornida figura.

– ¿Qué ocurre? -chilló Emily-. ¿Qué ha pasado?

– No lo sé -gritó Nora-. Está…

Emily la adelantó y entró corriendo en la habitación. Lo que vio parecía una escena sacada de El exorcista: Olivia Sinclair estaba tendida en la cama sufriendo convulsiones; el cuerpo extendido por completo, los brazos y las piernas temblaban y se retorcían espasmódicamente. El traqueteo de la cabecera metálica era casi ensordecedor.

Sobreponiéndose a cuanto ocurría en aquellos instantes, incluido el ataque de pánico de Nora, Emily Barrows recobró la calma al instante. Al ver a Patsy aparecer por la puerta, se dirigió a ella.

– Échame una mano -dijo a la joven enfermera. Patsy se acercó con pasos rápidos y nerviosos-. ¿Es tu primer ataque epiléptico? -preguntó Emily. Patsy asintió-. Está bien, te diré lo que has de hacer. Primero, la giras y la pones sobre un costado para que no se asfixie en caso de que vomite -dijo Emily. Luego se cruzó de brazos y asintió con la cabeza a Patsy, que, una vez más, estaba paralizada-. No te quedes ahí parada, querida.

Lanzándose a la acción, Patsy levantó a Olivia y la puso de lado.

– Bien, ¿y ahora qué?

– Ahora te esperas.

– ¿A qué?

– A que termine.

– ¿Quiere decir que esto es todo lo que tengo que hacer?

– Exacto. No intentes contenerla. Sólo controla el tiempo: nueve de cada diez veces durará sólo cinco minutos y, si dura más, llamamos al doctor.

Nora permanecía de pie, doblemente sorprendida por el hecho de que Emily hubiera convertido el ataque de su madre en una lección de enfermería.

– ¡Tiene que haber algo más que pueda hacerse!

– No lo hay, Nora, de verdad. Créeme, parece mucho peor de lo que es.

– ¿Qué me dice de la lengua? ¿No es posible que acabe tragándose la lengua?

Emily sacudió la cabeza, intentando ser paciente.

– Eso es un mito -dijo-. No existe ni siquiera una posibilidad remota de que ocurra.

Nora seguía sin darse por satisfecha. Estaba a punto de insistir en que trajeran a un médico cuando, de repente, todo cesó. La cama, el ruido, las convulsiones de su madre…

La habitación quedó en silencio. Emily acomodó a Olivia. La tumbó de nuevo sobre la espalda y le recostó la cabeza sobre unas cuantas almohadas. Nora se acercó corriendo, agarró la mano de su madre y le dio un apretón. Y por primera vez, según podía recordar, sintió realmente que también ella le apretaba la mano.

– Ya ha pasado todo, mamá -dijo Nora con suavidad-. Ya ha pasado todo.

– Vamos, vamos… -susurró la enfermera Barrows con una mano tranquilizadora sobre el hombro de Nora-. Sé que has pensado que se iba a morir, pero, créeme, querida: cuando se esté muriendo, lo sabrás. Lo sabrás.

55

«¿Dos metros bajo tierra?»

La verdad es que no sé de dónde sacaron esa expresión. Desde luego, no del cementerio de Sleepy Hollow, donde se halla emplazada la vieja iglesia holandesa de Northern Westchester. A pesar de los dos metros de tierra excavados junto a la lápida de Connor Brown, seguía sin haber rastro del ataúd. Sólo cuando la pila de tierra fue el doble de alta oí por fin el ruido sordo de la pala golpeando la madera.

Al menos no era yo quien cavaba en aquel viejo y célebre cementerio, donde se supone que están enterrados Washington Irving y varios Rockefeller.

– Esa serie de televisión debería haberse llamado «Cuatro metros bajo tierra» -dije al policía que se encontraba de pie junto a mí.

Supongo que no debía de ver ese canal, porque no entendió el chiste. Aunque también es posible que la mirada inexpresiva del agente respondiera a una combinación de cansancio, resentimiento y falta de sentido del humor.

Mi objetivo era entrar y volver a salir de la forma más rápida y discreta posible, y eso implicaba un equipo reducido, nada de maquinaria ruidosa y empezar a las dos de la madrugada. Hacerlo a plena luz del día y al estilo de una superproducción era lo último que deseaba.

Además del policía impertérrito, contaba también con tres empleados del cementerio que, después de colocar un par de luces, cavaron durante una hora. Con nosotros había una persona más: un conductor del laboratorio de patología del FBI. Apenas parecía lo bastante mayor para tener credenciales.

Volví a mirar al policía que estaba conmigo.

– Parece que esta noche está todo muy muerto, ¿eh?

Ni una sonrisa, ni siquiera una risita entre dientes como respuesta.

«Tú mismo», pensé.

Así pues, volví mi atención al agujero abierto del suelo. Los tres tipos del cementerio estaban de pie encima del féretro medio desenterrado de Connor Brown y se disponían a fijar unas correas en las asas que a mí no me parecían lo bastante sólidas.

– ¿Están seguros de que esas cosas van a aguantar tanto peso? -pregunté.

Los tres miraron hacia arriba.

– Eso espero -dijo el más alto, que medía menos de metro setenta.

Su inglés apenas era aceptable, pero los otros dos sólo mostraban fluidez cuando asentían con la cabeza.

Después de atar las correas, los tres hombres escalaron el agujero hasta alcanzar el suelo. Levantaron un armazón de aluminio con una manivela incorporada y lo colocaron a horcajadas sobre la fosa antes de atar el otro extremo de las correas.

Y de repente, se oyó un ruido.

«¿Qué diablos ha sido eso?»

Aunque ninguno de nosotros pronunció palabra alguna, nuestras miradas dejaban muy claro que habíamos pensado lo mismo. Parecían ramitas al romperse, tal vez pisadas. ¿Acaso el Caballero Sin Cabeza había salido para una cabalgada nocturna?

Nos quedamos inmóviles y escuchando. Por encima de nosotros, las gruesas ramas de los robles se balanceaban, crujiendo y lamentándose. A nuestros pies, unas cuantas hojas revoloteaban impulsadas por el viento. Pero el ruido no se repitió.

Los tres empleados del cementerio, bastante menos asustados que el resto de los presentes, volvieron al trabajo y comenzaron a hacer girar la manivela. Poco a poco, el ataúd de Connor Brown empezó a elevarse.

Casi al instante, el viento arreció con más fuerza. Un frío repentino recorrió mi espina dorsal. Aunque no era excesivamente religioso, no pude evitar plantearme lo que estábamos haciendo. Importunar a los muertos. Alterar el orden de las cosas. Empezaba a tener un mal presentimiento respecto a todo aquello.

¡Crac!

El ruido desgarró el silencio de la noche y el viento transportó su eco. No se trataba de una ramita. Era un sonido diez veces más fuerte. Las asas de uno de los lados del féretro se habían desatado; a continuación, las bisagras chirriaron como si alguien hubiera rascado una pizarra con las uñas afiladas. El contenido se vació con un lento bamboleo: era el cadáver de Connor Brown.

– ¡Por todos los jodidos santos! -gritó a mi lado el policía.

Corrimos hacia el borde de la fosa, donde nos recibió un olor putrefacto. Automáticamente sentí que las náuseas se apoderaban de mi garganta y me obligaban a retroceder, no sin antes echar un vistazo. Y lo que vi fue un rostro descompuesto, de carne blanca y nervuda; los globos oculares sobresalían, vidriosos, de las cuencas vacías, pero miraban directamente hacia mí.

Los tipos del cementerio maldecían en una mezcla de inglés y español, mientras que el chico del laboratorio de patología se limitaba a sacudir la cabeza. Muy cerca de mí se encontraba el policía. Vomitando.

– ¿Qué diablos hacemos ahora? -pregunté.

La respuesta llegó en forma de escalera: el excavador tenía que bajar al fondo del agujero. La única forma de recuperar el cuerpo era cargar con él.

– Por favor, necesitamos ayuda -dijo el portavoz de los muchachos del cementerio.

Fue la decisión más fácil que había tomado nunca. Me volví hacia el policía, que aún estaba doblado hacia delante escupiendo los últimos restos de su cena, y él me miró con el rostro más pálido e incrédulo posible.

– ¿Yo? -jadeó-. ¿Ahí abajo?

Mi sonrisa lo decía todo.

«Lo siento, amigo; deberías haberte reído de los chistes del FBI.»

56

Nora no estaba segura de haber sido descubierta, pero no cabía duda de que habían oído algo. La ramita que se había partido bajo su pie al intentar acercarse había sonado como un petardo.

Cuando se volvieron para mirar, se tiró al suelo, detrás de la lápida más cercana. Apretó las rodillas contra el pecho y contuvo la respiración. ¿Tal vez era un buen momento para preguntarse si se había arriesgado demasiado presentándose allí?

Pero Nora sabía que no podía mantenerse al margen. Tenía que estar presente, por molesto y macabro que fuese. Extraer el cuerpo de Connor de las entrañas de la tierra… ¿realmente iban a seguir con ello?

Sí, así era.

Nora se estremeció. Según una leyenda, había una bruja enterrada por ahí, en algún lugar sin señalizar. Incluso con un jersey encima podía sentir el frío bloque de granito contra su espalda. Con cuidado, echó un vistazo desde detrás de la lápida. «¡Uf!» Habían vuelto al trabajo. Habían atado las correas a una especie de artilugio situado sobre la tumba de Connor y estaban empezando a levantar su féretro.

Siguió mirando con incredulidad. A cada vuelta de la manivela se sentía más contrariada. Hasta entonces, todo había ido como la seda. No tenía por qué preocuparse. Estaba libre y sin cargos. Y ahora, esto.

«¿Quién diablos se cree que es ese O’Hara? ¡Imbécil! ¡Cabrón!»

Lo que le llevaba a plantearse otra pregunta: «¿Dónde diablos está?».

Nora daba por supuesto que si seguía a Craig Reynolds aquella noche vería a O’Hara por primera vez. Era el principal motivo de que estuviera allí.

Pero no era ninguno de los tres hombres con palas. Seguramente, tampoco era el policía. Aparte de Craig, sólo quedaba otro hombre, y a duras penas se le podía llamar así. Era imposible que ese chico que no paraba de fumar fuese John O’Hara, pensó Nora.

En ese instante, la parte superior del féretro asomó por encima de la fosa. Al verlo, se giró, incapaz de mirar. Volvió a presionar con fuerza la espalda contra la lápida y oyó el latido de su corazón.

Pero eso no era nada comparado con lo que oyó después, un terrible chasquido que procedía de la tumba de Connor. Cada músculo del cuerpo de Nora se tensó. No sabía lo que había ocurrido, y una parte de ella prefería no saberlo.

Pero tenía que mirar, así que echó un vistazo desde detrás de la lápida.

Sus ojos se abrieron como platos, al igual que su boca. Estuvo a punto de gritar. El féretro de Connor colgaba de un extremo y la tapa estaba abierta. Su mente imaginó el resto y, al ver al policía vomitando, sintió deseos de hacerlo ella también. De hecho, estaba segura de que lo habría hecho de no ser porque la venció otro impulso.

«¡Corre!»

57

Al día siguiente, Nora regresó a Manhattan y fue directamente al centro de belleza Bliss, en el SoHo. Eligió un tratamiento corporal de zanahoria con sésamo y un masaje con aceite tibio. Luego se hizo la manicura y la pedicura. En general, nada relajaba más a Nora que unos cuantos mimos en el Bliss.

Pero tres horas y cuatrocientos dólares más tarde, no se sentía mejor. La noche anterior todavía planeaba sobre ella. Ya era última hora de la tarde y la idea de pasar la noche sola le daba escalofríos.

Pensó en llamar a Elaine y Alison. Tal vez estuvieran dispuestas a quedar sin previo aviso. Sin embargo, al coger el teléfono, Nora cambió de parecer. Tenía otra idea, quizás una forma mejor de distraerse. En lugar de centrarse en lo que ya tenía, se centraría en lo que podía tener. Probaría a su jugador de reserva. «Prepárate, Brian Stewart.»

Nora llamó al acaudalado magnate del software que había conocido en el avión y le preguntó si tenía planes para aquella misma noche.

– Nada que no pueda cancelar -respondió rápidamente-. Te vuelvo a llamar en menos que canta un gallo. -Cuando la telefoneó, después de despejar su agenda, estaba listo para volverla a llenar. Pero sólo con Nora-. Espero que no tengas que levantarte temprano mañana por la mañana -le advirtió entre risas.

Muy entusiasmado, le recitó el programa: primero, unos cócteles en el King Cole Bar; luego, cena en el Vong y, para terminar, unos bailes en el Lotus, del West Village.

Nora no podría haberse sentido más complacida. Después de estar acurrucada junto a una lápida, la perspectiva de una noche en la ciudad se le antojaba sencillamente perfecta.

58

Junto a una botella de Perrier Jouet en el King Cole Bar, Brian Stewart la obsequió con divertidas historias de su infancia. Nora las escuchaba y se reía. Pero al mismo tiempo no pudo evitar darse cuenta de que la mayoría de ellas estaban relacionadas con la familia. Por cómo hablaba Brian, comprendía lo unido que estaba a los suyos y sintió celos. A lo largo de los años en que fue de un hogar de acogida a otro, tenía suerte si alguien se acordaba de su cumpleaños.

Aunque tampoco pensaba contarle nada de eso a Brian. A esas alturas de su vida, Nora había perfeccionado una historia inventada sobre su infancia. El padre era arquitecto; la madre, maestra. Los tres vivían felices en las ondulantes colinas de Litchfield, Connecticut. Cuanto más se lo contaba a la gente, más fácil le resultaba olvidar la verdad. Esperaba que llegara un día en que sería como si la madre de Nora nunca hubiera matado a su padre delante de ella.

Durante la cena en el Vong, Brian se pasó al vino y Nora al agua mineral Pellegrino. A medida que comían y bebían, los dos se fueron sintiendo cada vez más relajados el uno con el otro. Ahora, ella ya podía mirarle sin pensar en Brad Pitt: Brian era lo bastante guapo por derecho propio. Por no mencionar su sentido del humor, cosa que no siempre tenían los hombres con dinero. La mayoría de las veces, los ricos a los que ella conocía resultaban ser excesivamente aburridos e increíblemente pagados de sí mismos. Los ricos e interesantes eran difíciles de encontrar. Por todo eso, Nora estaba encantada de haber conocido a Brian. Y el sentimiento parecía ser mutuo.

Tal como iban las cosas, nada indicaba que acabaran bailando en el Lotus. Intentó imaginarse el apartamento de Brian. Seguramente sería enorme, tal vez un ático. O quizás un interesante espacio tipo loft. Pronto lo descubriría.

– ¿Lo estás pasando bien?

– De maravilla.

Él sonrió. Pero no era una sonrisa feliz. Algo le preocupaba y parecía nervioso. Nora se inclinó lentamente hacia delante.

– ¿Ocurre algo malo?

Él jugueteó con la cucharilla de postre, como si quisiera ponerla nerviosa. Y, por lo visto, lo estaba consiguiendo.

– Hay algo que debo decirte -dijo-. Tengo que confesarte una cosa.

– ¡Maldita sea! Estás casado.

– No, no estoy casado, Nora.

– Entonces, ¿de qué se trata?

Ahora estaba realizando auténticos ejercicios malabares con la cucharilla de postre.

– No sólo no estoy casado -dijo. Por fin soltó la cucharilla y tomó aire-. Lo que intento decirte es que en realidad no soy un rico promotor de software.

Aquellas palabras flotaron en el aire junto con el silencio que las siguió. Nora se había quedado sin palabras. Brian tenía la cara roja, y no a causa del alcohol Su confidencia les había vuelto sobrios de golpe a los dos.

– Te lo digo porque no soy capaz de seguir mintiéndote -dijo.

– En primer lugar, ¿por qué mentiste?

– Temía que no te interesaras por mí.

Nora pestañeó.

– ¿A qué te dedicas en realidad?

– Soy redactor publicitario.

– Vaya, mientes para vivir. Así pues, ¿no había ningún capitalista emprendedor esperándote en Boston?

– No.

– Sólo un cliente. Gillette.

Ella sacudió la cabeza.

– A ver si lo he entendido: ¿pensaste que sólo me gustarías si eras rico?

– Eso creí.

– ¿O es que lo hiciste porque pensaste que sólo así me acostaría contigo una noche… como, por ejemplo, hoy?

– Eso no es cierto.

Ella le fulminó con una mirada de desconfianza.

– ¿De veras?

– De acuerdo, hay algo de verdad en eso -admitió-. Al menos, al principio. Pero, como ya he dicho, no podía continuar mintiéndote.

– ¿Hay algo de lo que me has contado que sea verdad?

– Sí. Todo, en realidad. Todo, excepto la parte sobre mi fabulosa fortuna. Siento haber mentido -dijo-. ¿Puedes perdonarme?

Nora hizo una pausa, aunque fuese sólo para causar efecto, antes de acercarse a él y cogerle la mano.

– Sí -dijo-. Puedo hacerlo. Te perdono, Brian.

Unos minutos más tarde, cuando todo parecía ir bien de nuevo, ella se disculpó para ir al cuarto de baño, situado a la entrada del restaurante. Mientras pasaba de largo y salía al exterior para llamar a un taxi que la llevara a casa, Nora se preguntó por un instante cuánto tiempo le llevaría a Brian darse cuenta de que no iba a volver.

59

La mujer alta y rubia giró rápidamente la cabeza cuando Nora pasó por delante. Estaban tan cerca que hasta podía notar el calor de su cuerpo. Fue un instante de peligro. No, más bien fue un error por su parte.

La rubia había estado en el bar del Vong, bebiendo Martini y vigilando a Nora todo el tiempo. Estaba segura de haber sido testigo de una cita, y seguramente la primera, por lo que le sugería el lenguaje corporal de la pareja. Aunque no podía oír la conversación, era evidente que la cosa marchaba. Motivo por el cual, la repentina partida de Nora resultaba desconcertante.

Pasaban los minutos. La rubia pinchó la aceituna de su Martini con un palillo, mientras barajaba las distintas posibilidades. Nora se había ido un momento para hacer una llamada, por ejemplo, aunque era más probable que hubiera salido a fumar un cigarrillo rápido. Pero aún estaba por llegar el momento en que viera a Nora con tabaco en la mano.

La mujer miró hacia atrás, a la mesa donde el acompañante de Nora continuaba sentado. Ciertamente era un hombre atractivo, pensó. «Se parece un poco a…»

– Disculpe -dijo una voz a su espalda.

Se volvió y vio a un hombre de mediana edad con el pelo entrecano. Llevaba un jersey de cuello de cisne, una chaqueta deportiva y demasiado aftershave. Levantó la mirada hacia él y esperó sin decir nada. El puso la mano en el taburete vacío que había junto a ella.

– ¿Está ocupado este asiento?

– No lo creo.

Al instante, el hombre le dedicó una sonrisa de oreja a oreja y se sentó.

– ¿Quién iba a decir que habría un sitio libre junto a una mujer tan hermosa? -dijo mientras apoyaba el antebrazo en la barra. Se inclinó hacia ella-. ¿Puedo invitarla a otra copa?

– Todavía no he terminado ésta.

– Está bien, esperaré -dijo, asintiendo con seguridad-. Toda la noche, si es necesario.

La rubia le lanzó una sonrisa insinuante y luego levantó su Martini. A continuación, se lo echó por la cabeza.

– Ya está, listos -dijo.

Se levantó y echó a andar, pero no hacia la puerta. Convencida de que Nora no iba a volver, se dirigió a la mesa donde su acompañante seguía sentado, solo.

– Disculpe, ¿está esperando a Nora Sinclair?

Él la miró desconcertado.

– Eh… sí, la verdad es que sí.

– Me temo que no regresará.

– ¿Qué quiere decir?

– Acabo de verla salir del restaurante.

Más desconcertado todavía, se volvió hacia la salida con mirada escrutadora. Hizo ademán de levantarse.

– No se moleste -dijo ella-. Hace cinco minutos que se ha ido.

El hombre volvió a sentarse.

– No lo entiendo. ¿Es usted amiga suya o algo por el estilo?

– No, yo no diría tanto. -Se deslizó en la silla en la que había estado sentada Nora-. Aun así, ¿le importa si le hago un par de preguntas?

60

Nora necesitaba salir de Nueva York al menos durante unos días. Afortunadamente, tenía un lugar al que ir.

El tráfico era fluido en la I-95, que iba directa hacia el norte, y aún lo era más después de que se desviara hacia la 395. Sin embargo, una hora y media al sur de Boston, más o menos, la cosa cambió. Un camión con remolque había volcado y se había formado una cola kilométrica. Nora recordó por qué prefería volar.

Aun así, no le importaba. Después de lo del cementerio y la cena con Brian Stewart, el don Juan con más pretensiones que dinero, lo que Nora quería era un poco de estabilidad en su vida. Mantener las ruedas en la carretera. Invertir el día en conducir hacia Boston no le parecía una mala idea. Ni tampoco pasar la noche con su maridito.

– ¡Caray, cuánto te he echado de menos! -dijo Jeffrey, saludándola en la entrada de su casa de Back Bay.

La estrechó entre sus brazos, la besó en los labios, en las mejillas, en el cuello y vuelta a empezar.

– Casi estoy tentada de creerte -bromeó Nora-. Pensé que te habrías olvidado de mí después de tu feria del libro y todas aquellas admiradoras de Virginia.

– ¿Cómo podría olvidarme de esto, y de esto, y de esto…? -preguntó Jeffrey.

– No podría estar más de acuerdo -dijo Nora.

Siguieron besándose y bromeando el uno con el otro a medida que avanzaban escaleras arriba hasta llegar al dormitorio principal. Con la ropa esparcida por el suelo y los cuerpos sudorosos, aquella tarde hicieron el amor y volvieron a hacerlo después, a la noche.

Lo máximo que alguno de los dos se alejó de la cama fue cuando Jeffrey corrió a abrir la puerta al repartidor que traía cena vietnamita.

Comieron ensalada de algas, pollo cuu long y ternera al limón a la par que miraban abrazados Con la muerte en los talones. Nora adoraba a Hitchcock, a quien consideraba uno de los más perversos cabrones de todos los tiempos. Sin embargo, Jeffrey se había dormido mientras Cary Grant se quedaba colgado en el monte Rushmore.

Nora esperó pacientemente. Cuando por fin oyó su característico y delicado silbido nasal, se deslizó fuera de la cama y se dirigió al vestíbulo. Entró en la biblioteca y se sentó ante el ordenador.

Todo marchaba sobre ruedas. Nora entró con facilidad en su cuenta bancaria, se paseó por ella y vio lo que Jeffrey había ahorrado por si llegaban las vacas flacas: casi seis millones.

La hora de la verdad se aproximaba muy deprisa, sin duda mucho más que la llegada de ese fotógrafo del New York Magazine.

Pero cada cosa a su tiempo.

Quedaban algunos cabos por atar en Briarcliff Manor, y todos ellos guardaban relación con cierto agente de seguros y los resultados de unas pruebas. ¿Qué habría hecho el viejo Hitchcock en tal caso?

«Seguro que habría erizado el pelo de más de uno con la escena del cementerio», pensó Nora sin poder evitar esbozar una sonrisa.

61

El pobre Turista estaba inquieto, descontento y molesto. Había al menos cien lugares donde prefería estar, pero era aquí -en este hogar temporal lejos de su casa- donde tenía que quedarse.

Todavía no comprendía el asunto de las cuentas en paraísos fiscales. Era obvio que las personas que aparecían en el archivo evadían sus impuestos, ¿cierto? Pero ¿quiénes eran? ¿Cuál era el precio para formar parte de esa lista? ¿Y por qué el archivo había costado la vida de una persona?

Ya había leído el periódico y terminado una gruesa novela de Nelson DeMille sobre Vietnam. Ahora estaba sentado en el sofá, leyendo el último número de Sports Illustrated. En mitad de un artículo sobre las esperanzas de la temporada para los apagados colores de los Red Sox de Boston, el silencio de la noche se quebró en la sala de estar.

Había alguien tras la puerta.

En silencio, cogió la Beretta que tenía al lado y se levantó. Se dirigió a la ventana y apartó la persiana para ver la entrada principal. Fuera había un tipo con una caja plana y cuadrada en la mano. Detrás de él, en el camino de entrada, había un Toyota Camry con el motor en marcha. El Turista sonrió. La cena estaba servida.

Se guardó la pistola en la espalda, por debajo de la camisa, abrió la puerta y saludó a un repartidor de la pizzeria Pepes House. Ya había pedido media docena desde que estaba allí.

– ¿Salchichas con cebolla? -preguntó el muchacho.

Por su aspecto debía de ir al instituto, o tal vez fuera un poco mayor. Era difícil verlo bien bajo la visera de la gorra de béisbol de los Red Sox.

– Sí. ¿Cuánto es?

– Dieciséis con quince.

– Ya debería saberlo a estas alturas -murmuró el Turista para sí mismo. Buscó en el bolsillo de sus pantalones, pero su mano salió vacía-. Espera un segundo, voy a buscar mi cartera. -Estaba a punto de dar media vuelta cuando se dio cuenta de que el repartidor se estaba mojando a causa de la lluvia-. ¿Por qué no entras? -le propuso.

– Se lo agradezco mucho.

El chico entró mientras el Turista se dirigía a la cocina a buscar la cartera.

– Parece que el tiempo no va a cambiar -dijo por encima de su hombro.

– Sí. Lo que significa que tendremos más trabajo de lo normal.

– Apuesto a que sí. ¿Por qué salir a cenar en medio de la lluvia cuando puedes pedirle a alguien que te traiga la comida a casa, no?

El Turista volvió con un billete de veinte en la mano.

– Aquí tienes -dijo-. Quédate con el cambio.

El repartidor entregó la pizza y cogió el billete.

– Se lo agradezco mucho. -Metió la mano en su chubasquero y sonrió-. Pero aún no hemos terminado.

El Turista hizo un intento desesperado por llevarse una mano a la espalda, pero fue demasiado tarde y su movimiento, demasiado lento. Su pistola estaba a un segundo de distancia de la que le apuntaba al pecho.

– ¡No te muevas! -dijo el repartidor de pizzas. Luego rodeó al Turista y le quitó la Beretta que llevaba metida en los vaqueros-. Ahora pon ambas manos contra la pared.

– ¿Quién eres?

– Soy el que te hará desear haber pedido comida china, O’Hara.

62

John O’Hara, el Turista, se sentía increíblemente estúpido por haberse dejado engañar. No podía dar crédito al hecho de que ese crío, ese cachorrillo, ese mocoso, le hubiera engatusado.

– Muy bien, date la vuelta, despacio.

O’Hara se giró ciento ochenta grados. Muy despacio.

– Y ahora, ¿dónde está? -preguntó el tipo-. El maletín. ¿Qué hay dentro? ¿Qué has encontrado?

– No lo sé. De verdad, tío.

– Y una mierda, tío.

– Oye, te estoy diciendo la verdad. Me lo quité de encima en cuanto cayó en mis manos. En un aparcamiento de Nueva York.

El repartidor de pizzas presionó el cañón de su pistola contra la frente de O’Hara. Fuerte, para que doliera.

– Entonces, supongo que no nos queda nada de lo que hablar.

– Si me matas, estarás muerto en menos de veinticuatro horas. Tú. En persona. Así es como funciona.

– No lo creo -dijo el Chico de las Pizzas, y amartilló la pistola.

O’Hara intentó leer los ojos del muchacho. No le gustó lo que vio. Frialdad y autoconfianza. Puede que ese tipo trabajara para el vendedor del archivo. Quizá fuera el vendedor.

– De acuerdo, de acuerdo, espera. Sé dónde está.

– ¿Dónde?

– Lo tengo aquí. Lo he tenido todo el tiempo.

– Enséñamelo.

O’Hara le guió a lo largo del pasillo que llevaba al dormitorio. Se podía oír el tenue sonido del estéreo de algún vecino. Pensó en gritar pidiendo ayuda.

– Debajo de la cama -dijo-. Yo lo cogeré. Está dentro de mi petate.

– Tú quédate donde estás. Ya miro yo debajo de la cama.

El repartidor se agachó para echar un vistazo. En efecto, había un petate negro. Sonrió de oreja a oreja.

– No sabes lo que es, ¿verdad?

– ¿Qué te hace pensar eso?

– Porque de saberlo, no creo que durmieras encima.

– Entonces, supongo que debo alegrarme de devolvértelo.

– Así es. Ahora, sácalo de ahí. Con suavidad.

– ¿Qué papel tienes tú en todo esto? ¿Eres el vendedor? ¿O eres otro mensajero?

– Tú saca la bolsa. Pero ya que lo preguntas, soy un mensajero. Como mi amigo, el tipo al que disparaste en la estación Grand Central. Era como un hermano para mí.

El Turista se arrodilló y empezó a meterse despacio debajo de la cama.

– Mantén una mano encima de la cama -dijo el Chico de las Pizzas.

– Como tú digas.

Con la mano izquierda sobre las sábanas, la derecha desapareció en busca del petate.

Sintió unos golpecitos de pistola en el costado.

– ¿La tienes? -preguntó el repartidor-. No intentes joderme.

– Sí, la tengo. Tranquilízate un poco, ¿eh? Los dos somos profesionales, ¿verdad?

– Uno de nosotros lo parece.

De repente, O’Hara sacó el brazo y disparó dos veces. Las balas rasgaron el pecho del muchacho, que cayó al suelo, muerto. En realidad, la puerta del armario de doble espejo reflejaba dos tipos muertos, lo que resultaba doblemente escalofriante.

O’Hara lo registró en busca de alguna identificación. No le sorprendió no encontrar nada, ni siquiera una cartera.

Fue a la cocina e hizo la llamada telefónica de rigor. Ellos vendrían y se llevarían el cadáver, también limpiarían las manchas de sangre de la alfombra. Eran muy eficientes. Hasta ese momento, sólo podía hacer una cosa.

Abrió la caja y cogió un trozo de pizza de salchichas con cebolla. El primer mordisco siempre era el mejor. Y ahora, mientras masticaba su comida, se hizo las preguntas esenciales, las únicas que realmente tenían importancia: ¿quién había enviado al Chico de las Pizzas? ¿Quién sabía que se encontraba allí? ¿Quién le quería muerto? Y ¿cómo podría utilizar aquello en su beneficio más adelante? Ah, sí, y… ¿habría un más adelante?

63

– ¿En qué has estado metido, O’Hara?

– Un poco de esto y un poco de lo otro. Ya me conoces, suelo mantenerme ocupado. ¿Qué hay de nuestro pequeño experimento con el difunto Connor Brown?

– Nada, niente, rien -dijo Susan, decepcionada.

Después de esperar durante tres días en mi apartamento temporal, me llamó a última hora de la mañana. El informe de la segunda autopsia de Connor Brown acababa de aterrizar en su mesa. Susan me dijo que las pruebas más exhaustivas evidenciaban el mismo resultado: el tipo había muerto de un paro cardíaco. Ni rastro de juego sucio. Nada. Niente. Rien.

– ¿No hay absolutamente nada que la primera autopsia no mostrara? -pregunté.

– Sólo una úlcera bastante fea -dijo-. Por supuesto, no es ninguna sorpresa tratándose de un tipo que se dedica a las finanzas y que muere de un ataque al corazón a los cuarenta.

– No, supongo que no. ¿Eso es todo, no hay nada más?

– Oh, ¿quieres decir aparte de los rasguños que sufrió el cuerpo al caerse del ataúd?

– Mierda, el chico del laboratorio se ha ido de la lengua, ¿no es así?

– No, en realidad ha sido el policía, que tres días después continúa vomitando, gracias a ti.

Me descubrí sonriendo ante aquella conocida imagen, que aún conservaba en mi memoria.

– Era un trabajo sucio y alguien tenía que ayudar a hacerlo.

– Alguien que no fueras tú, claro.

– Oye, el tipo no se reía de mis chistes.

– No digas nada más.

– En fin, supongo que es hora de llamar a Nora.

– Ya he pensado en ello -dijo-. Tal vez deberías entretenerla para ganar tiempo, no hablarle todavía del resultado de las pruebas, para ver si empieza a flaquear.

– Si se tratara de cualquier otra persona te diría que sí. Pero no en el caso de Nora. Sólo conseguiríamos que sospechara aún más. Me temo que se apartaría.

– ¿Estás seguro de eso?

– Tan seguro como puedo estarlo. Creo que si tenemos una oportunidad de engatusarla es haciéndole creer que todo va viento en popa.

– Es decir, ¿diciéndole que el dinero está en camino?

– Exacto. Dando por hecho que está a punto de recibir un millón novecientos mil dólares.

– Sí, eso me haría pensar que todo va viento en popa.

– Y a mí.

– Eso significa que tendrás que trabajar más deprisa -dijo Susan-. La excusa de que «el cheque ya está en camino» no te permitirá ganar mucho tiempo.

– Eso no será ningún problema. Craig Reynolds le ha demostrado tener muy buena voluntad. Con más motivo si la llamo para darle buenas noticias.

– Recuerda sólo otra cosa -dijo Susan.

Siempre hay «otra cosa» cuando uno habla con ella.

– ¿De qué se trata? ¿Cuál es la «otra cosa» de hoy?

– Mientras te ocupas de que Nora baje la guardia, asegúrate de no bajarla tú.

64

A la hora de comer, Susan fue a Angelo's, uno de los mejores y más antiguos restaurantes de Little Italy, no demasiado lejos de las oficinas del FBI. El doctor Donald Marcuse la esperaba en un discreto reservado del fondo.

– Susan, es todo un honor. ¡Imagínate, verte fuera de la oficina!

Susan se sorprendió a sí misma sonriendo. Donald Marcuse siempre sabía cómo tranquilizarla: mediante el sarcasmo. Era psiquiatra forense y trabajaba para su departamento, pero se habían estado viendo durante unos seis meses, tras el fracaso matrimonial de Susan.

– Por cierto, me encanta tu peinado -dijo él.

Últimamente llevaba melena corta y hacía poco que había empezado a retocarse su color castaño, cosa que sencillamente la martirizaba.

– Sólo para estar segura -dijo Susan-; no es que en realidad me importe una mierda, pero hoy en día ¿no se considera sexista un comentario como ése?

El doctor se encogió de hombros.

– He aquí mi teoría: si una mujer puede decirlo, entonces un hombre también puede. Pero no sé si esta teoría superaría un análisis riguroso.

– Seguramente no. Parece demasiado lógica.

Pidieron la comida y luego hablaron de los temas de actualidad y de lo mal que se vivía en Nueva York, hasta que Susan miró el reloj.

– Ya nos hemos divertido bastante, ¿no crees? -dijo Marcuse con una agradable sonrisa-. ¿Qué es lo que te preocupa?

Durante los minutos siguientes, Susan le contó al psiquiatra lo que sabía sobre Nora Sinclair. Le pidió que le aclarase tantos interrogantes como le fuese posible. Quería saber qué había convertido a Nora en una asesina, y qué clase de asesina era.

Como era habitual en ella, Susan tomó notas mientras Marcuse hablaba. De vuelta en la oficina, revisaría esas notas y tal vez las compartiría con O’Hara.

Según Marcuse, una «viuda negra» era una mujer que mataba sistemáticamente a esposos, amantes y, ocasionalmente, otros miembros de la familia. Una alternativa a la «viuda» era la mujer que mataba «con ánimo de lucro». Para esta clase de asesinas, todo se resumía a una mera cuestión de negocios. El motivo principal era obtener beneficios.

– Casi todas las asesinas en serie matan por las ganancias -dijo Marcuse, y sabía de lo que hablaba.

El doctor continuó charlando en un tono agradable y con naturalidad: seguramente, a Nora le habían inculcado la firme creencia de que no se debe confiar en los hombres. Era posible que alguien le hubiera hecho daño. Pero era aún más probable que un hombre, o varios, hubieran hecho daño a su madre cuando Nora era muy joven.

– Tal vez abusaron de Nora cuando era una niña. Es lo que diría la mayoría de mis colegas. Pero a mí no me interesan demasiado ese tipo de respuestas fáciles. Le quitan toda la diversión al asunto.

Finalmente, Donald Marcuse detuvo su charla y miró a Susan.

– Te está sacando de quicio, ¿no es así? No es propio de ti.

Susan levantó la mirada de sus notas.

– Es muy peligrosa, Donald. Me importa una mierda si sufrió abusos. Es guapa y encantadora, y es una asesina. Y no tiene intención de detenerse.

65

No perdí el tiempo. Después de hablar con Susan llamé al móvil de Nora. No contestó. Le dejé un mensaje asegurándole que tenía buenas noticias para ella.

Nora tampoco perdió el tiempo. Me devolvió la llamada casi de inmediato.

– Me iría bien oír buenas noticias -dijo.

– Eso pensé. Por eso te he llamado enseguida.

– Tiene que ver con…

Su voz se extinguió.

– Sí, han llegado los resultados de la segunda autopsia -dije-. Aunque no sé si «buenas noticias» es la mejor forma de describirlo, te alegrará saber que las pruebas complementarias han confirmado la conclusión de la autopsia original. -No respondió-. Nora, ¿estás ahí?

– Estoy aquí -dijo, antes de quedarse otra vez en silencio-. Tienes razón. La verdad es que «buenas noticias» no es la mejor forma de describirlo.

– ¿Qué tal «noticias tranquilizadoras»?

– Tal vez esté mejor -respondió, mientras se le empezaba a hacer un nudo en la garganta-. Ahora Connor podrá descansar en paz.

Nora se puso a llorar suavemente, y debo admitir que sonaba convincente. Con un último sollozo, me dijo que lo sentía.

– No tienes por qué disculparte. Sé lo duro que esto ha sido para ti. Bueno, no; supongo que no lo sé.

– Es que todavía no me lo puedo sacar de la cabeza. Llegar al punto de desenterrar el féretro…

– Sin duda ha sido una de las experiencias más desagradables que he tenido en este trabajo -dije.

– ¿Significa eso que estabas allí?

La verdad os hará libres.

– Eso me temo.

– ¿Qué hay del responsable de todo esto?

– ¿Te refieres al psicópata de O’Hara?

– Sí, algo me dice que en el fondo disfrutó con ello.

– Tal vez -dije-. Ya está de vuelta en Chicago, de todos modos. Entre nosotros, no es la clase de tío que se ensucia las manos. En cualquier caso, la buena noticia (y creo que esto podemos considerarlo realmente una buena noticia) es que por fin O’Hara está dispuesto a poner fin a su investigación.

– ¿Debo entender que ya no sospecha?

– Oh, él siempre sospechará -dije-. De todos y de todo cuanto le rodea. Sin embargo, en este caso creo que incluso ha comprendido que los hechos son los que son. Centennial One hará efectivo el pago de un millón novecientos mil dólares, hasta el último penique.

– ¿Cuándo ocurrirá eso?

– Hay que seguir ciertos pasos, ya sabes, el típico y molesto papeleo. Diría que dentro de una semana tendré tu cheque. ¿Te parece bien?

– Me parece más que bien. ¿Tengo que hacer algo mientras tanto? ¿Rellenar algún formulario?

– Tienes que firmar un recibo, pero sólo cuando tengas el dinero en las manos. Aparte de eso, sólo tienes que hacer una cosa.

– ¿De qué se trata? -preguntó.

– Déjame invitarte a comer, Nora. Es lo menos que puedo hacer, después de todo lo que te he hecho pasar.

– No es necesario, de verdad. Además, no has sido tú quien me ha hecho pasar por esto. Has sido muy amable. Lo digo en serio, Craig.

– ¿Sabes una cosa? Tienes razón -dije, riéndome-. Si alguna vez ha habido una comida que merezca ser pagada por la empresa, no cabe duda de que es ésta.

– Amén -dijo ella, riéndose a su vez de un modo sencillo y natural, relajado y desinhibido.

Música para mis oídos. Los oídos de alguien a punto de bajar la guardia.

66

El teléfono de la casa de Westchester sonó hacia las once de la mañana siguiente. Nora contestó pensando que sería Craig, que llamaba para confirmar su cita para comer a mediodía.

Se equivocaba.

– Nora, ¿eres tú?

– Sí. ¿Quién es?

– Elizabeth -dijo la voz-. Elizabeth Brown.

«Mierda.» La hermana de Connor llamaba desde Santa Mónica; de inmediato, Nora se sintió estúpida por no haber reconocido su voz. Después de todo, técnicamente hablando, ella era la invitada de aquella mujer.

La inquietud, sin embargo, duró poco. Elizabeth seguía desplegando ante ella una dulzura motivada por su complejo de culpabilidad. No podría haberse mostrado más amable.

– Me tenías preocupada -dijo-. ¿Va todo bien?

Nora sonrió para sí misma.

– Gracias, Elizabeth, voy tirando. Agradezco mucho tu interés, de veras. ¿Sabes? Al principio era reacia a quedarme aquí. No quiero abusar de tu hospitalidad.

– Oh, por favor, espero que no creas que te he llamado por eso -dijo-. Nada más lejos de mis intenciones.

– ¿Estás segura?

– Segurísima. Además, no tendría tiempo de ocuparme de la venta de la casa ni aunque quisiera.

– Supongo que estás muy atareada con tu trabajo.

– Sí. Ahora mismo se están construyendo dos edificios diseñados por mí, y están a punto de empezar un tercero.

– La sofisticada vida del arquitecto, ¿eh?

– Ojalá -dijo con un suspiro-. No, me temo que sólo me ajusto al tópico en cuanto a la cantidad de horas que trabajo. Tal vez porque es la mejor manera de mantener mi mente apartada de Connor.

– Lo sé -dijo Nora-. Yo he aceptado tres clientes más sólo en el último mes… tres más de los que mi agenda puede sobrellevar.

Ambas continuaron hablando durante unos minutos.

No hubo nada forzado en la conversación, ningún momento de duda. Cada frase parecía fluir con naturalidad.

– ¿Sabes? No hay derecho -dijo Elizabeth.

– ¿Porqué?

– Por las circunstancias en las que nos hemos tenido que conocer. Tú y yo tenemos muchas cosas en común.

– Tienes toda la razón.

– Tal vez, cuando tus negocios te lo permitan, podamos comer juntas o algo parecido. ¿O quizá podamos vernos cuando tenga que ir a Nueva York?

– Me gustaría -dijo Nora-. Me gustaría mucho. Tomo nota.

«En tus sueños, Lizzie.»

67

Poco antes de las doce y media, me metí por el camino de entrada de la casa de Connor Brown; así es como siempre llamé a aquel lugar: la casa de Connor Brown. Antes de detenerme, Nora apareció por la entrada principal.

Llevaba un vestido veraniego liviano, sin mangas, y con un estampado de flores rojas y verdes que realzaba maravillosamente su bronceado, por no hablar de sus piernas. Se subió a mi coche y me dijo que estaba muerta de hambre.

– Ya somos dos -afirmé.

Fuimos hasta el pueblo de Chappaqua, donde había un restaurante llamado Le jardin du roi.

Era selecto sin ser lujoso, y supongo que la combinación del lino blanco con las vigas de madera permitiría calificarlo de provincianamente chic. Pedimos una mesa para dos en el rincón más apartado.

La mitad de la clientela era gente de negocios, y la otra mitad, damas que habían quedado para comer. Yo con mi traje y Nora con su vestido estival, parecíamos cubrir los dos sectores. Aunque, sin lugar a dudas, Nora era la mujer más atractiva del restaurante, como lo confirmó el hecho de que la totalidad de la trajeada clientela masculina volviera la cabeza a su paso.

Se acercó un camarero.

– ¿Puedo traerles algo para beber?

Nora se inclinó sobre la mesa.

– ¿Te meterás en líos si bebemos vino? -preguntó.

– Depende de la cantidad -repliqué con una sonrisa. Cuando ella me la devolvió, le aseguré-: No, no violaré ninguna norma de la empresa.

– Bien. -Cogió la carta de vinos y me la tendió.

– No, adelante -dije-. Decide tú.

– Si insistes…

– ¿Quieren que vuelva dentro de un minuto? -preguntó el camarero.

– No, no será necesario -contestó Nora.

Se acercó la carta de vinos y recorrió la página con el dedo índice, deteniéndose hacia la mitad.

– Un Châteauneuf du Pape-anunció.

Lo había decidido en menos de seis segundos.

– Una mujer que sabe lo que quiere -dije, mientras el camarero asentía y se alejaba.

Nora se encogió de hombros.

– Al menos cuando se trata de vinos.

– Hablaba en general.

Me dirigió una mirada curiosa.

– ¿Qué quieres decir?

– Tu carrera, por ejemplo. Tengo la firme convicción de que desde joven sabías que querías ser decoradora de interiores.

– No es cierto.

– ¿Quieres decir que no estabas siempre cambiando de lugar los muebles de la casa de tu Barbie?

Se rió; parecía que lo pasaba bien.

– De acuerdo, es verdad -dijo-. Pero ¿qué hay de ti? ¿Siempre supiste lo que querías ser?

– No, yo sólo vendía limonada en un puesto de limonadas. Nada de pólizas de seguro.

– Creo que es eso a lo que me refiero realmente -continuó-. No lo tomes a mal, pero en cuanto a ti, yo tengo la impresión opuesta: como si tal vez estuvieras hecho para alguna otra cosa.

– ¿Como cuál? Dame un ejemplo. ¿Cómo me ves, Nora? ¿Qué debería estar haciendo?

– No lo sé. Algo…

– ¿Más interesante?

– No es eso lo que iba a decir.

– Sí, sí lo es, y no me importa. No me siento ofendido.

– No tienes motivos. De hecho, deberías tomarlo como un cumplido.

Me reí entre dientes.

– Ahora estás tentando a la suerte.

– No, lo digo en serio. Hay algo especial en ti, una especie de fuerza interior. Además, eres divertido.

Me ahorré tener que contestar, ya que el camarero regresó con la botella de vino. Mientras la abría, Nora y yo intercambiamos algunas miradas por encima de nuestros menus. ¿Estaba flirteando conmigo?

«No, Einstein; estamos flirteando el uno con el otro.»

Después de agitar la copa y beber un sorbo, Nora dio su aprobación al Châteauneuf du Pape. El camarero escanció. Cuando se fue, ella propuso un brindis.

– Por Craig Reynolds. Por haber sido tan increíblemente bueno conmigo durante toda esta pesadilla.

Le di las gracias y entrechocamos las copas, sin dejar de mirarnos a los ojos. Yo aún no sabía que la auténtica pesadilla estaba a punto de empezar.

68

Los hombres de negocios se habían marchado y también las damas que habían quedado para comer. Sólo quedaban dos rezagados de la clientela de aquella tarde: Nora y moi. El paté de la casa y la ensalada de palmitos, el salmón al horno y las coquilles Saint Jacques… lo habíamos devorado todo, si bien con mucha tranquilidad. Lo único que quedaba en nuestra mesa del rincón eran los últimos sorbos de vino.

De nuestra tercera botella de Châteauneuf du Pape.

Por supuesto, no entraba en mis planes beberme medio viñedo a la hora de comer. Sin embargo, en cuanto empezamos, mis planes fueron sufriendo varias modificaciones. Después de todo, el alcohol era un estupendo suero de la verdad. ¿Qué mejor manera de descubrir algo sobre Nora que ella quisiera ocultar? Cuanto más hablásemos, más aumentarían mis oportunidades. Al menos, éste era el cuento que me repetía a mí mismo.

Al fin, me volví hacia el personal del restaurante, que preparaba las mesas para la cena. Un ayudante de camarero pasaba perezosamente la escoba junto a la barra. Volví a girarme hacia Nora:

– ¿Sabes? Hay una línea muy fina entre entretenerse y holgazanear, y creo que puede afirmarse que nosotros la hemos cruzado.

Miró a su alrededor para averiguar de qué estaba hablando.

– Tienes razón -dijo con una tímida sonrisa-. Será mejor que nos vayamos, antes de que alguien nos barra junto con las migas de pan.

Pedí la cuenta a nuestro relajadísimo camarero. La propina del treinta por ciento que dejé nos permitió marcharnos sintiéndonos menos culpables, ya que no más sobrios. De Nora me lo esperaba: después de todo, era delgada como una espiga. Pero aunque yo pesaba unos treinta y cinco kilos más que ella, también podía sentir los efectos.

– ¿Por qué no caminamos un rato? -propuse cuando salimos.

Me sentí aliviado cuando aceptó. Beber en el trabajo era una cosa. Beber y conducir, otra muy distinta. Sabía que con un poco de aire fresco volvería a estar bien.

– Tal vez veamos a los Clinton -dijo Nora alegremente-. Viven al final de esta calle.

Decidí no hacer ninguna broma: era demasiado fácil. Dimos un paseo mientras mirábamos escaparates. Me detuve frente al de una tienda de costura, llamada La aguja de plata.

– Me recuerda a mi madre -dije-. Le encanta coser.

– ¿Qué tipo de labores hace? -preguntó Nora, que para mi sorpresa sabía escuchar muy bien, lejos de ser la persona centrada en sí misma que yo había esperado.

– Lo normal. Colchas, cojines, jerséis… De hecho, recuerdo unas navidades, cuando yo iba al instituto, en que me tejió dos jerséis: uno rojo y el otro azul.

– Qué bonito.

– Sí, pero no conoces a mi madre -dije levantando el dedo-. En la cena de Nochebuena aparecí en la mesa con el jersey rojo. ¿Y qué crees que me dijo? «¿Qué ocurre? ¿Es que no te ha gustado el azul?»

Nora me dio un golpecito en el hombro.

– ¡Lo estás inventando!

Sí, así era.

– No, es verdad -dije. Nos pusimos a andar de nuevo-. ¿Y qué me dices de tu madre? ¿También le gusta coser?

De repente, Nora pareció incómoda.

– Mi madre… falleció hace unos años.

– Lo siento.

– No pasa nada. Fue una madre estupenda mientras la tuve.

Continuamos caminando, pero ahora en silencio. Sacudí la cabeza.

– ¿Ves lo que he hecho?

– ¿Qué?

– He cogido un momento agradable y lo he estropeado.

– No seas tonto -dijo Nora haciendo un gesto con la mano-. Sigue siendo un momento perfecto. De hecho, es uno de los mejores que he tenido en mucho tiempo. Lo necesitaba.

– ¡Bah!, sólo lo dices para que me sienta mejor.

– No, lo digo porque tú me haces sentir mejor a mí. Como puedes imaginar, estas últimas semanas han sido horribles. Y entonces apareciste tú, salido de la nada.

– Sí, pero olvidas que te puse las cosas aún más difíciles.

– Al principio sí -dijo-. Sin embargo, has resultado ser una bendición disfrazada.

Intenté no estremecerme ante la ironía de aquella última palabra, mientras nos deteníamos en un cruce y esperábamos para pasar. El sol de la tarde comenzaba a desaparecer más allá de los árboles del bosque. Nora cruzó los brazos contra su pecho con un ligero escalofrío. En el fondo, parecía vulnerable.

– Toma -dije.

Me había quitado la chaqueta y se la eché por encima de los hombros. Mientras se cogía de las solapas, nuestras manos se rozaron un instante. Ante nosotros el semáforo se puso en verde, pero no dimos un paso. En lugar de eso nos quedamos ahí, de pie, mirándonos el uno al otro.

– No quiero que esto termine -dijo. Entonces Nora se acercó a mí y me propuso en un susurro-: Vayamos a algún sitio, ¿te parece bien?

69

No hacía falta ser un Casanova para saber lo que quería decir «Vayamos a algún sitio». Cualquier memo podría haber captado una insinuación tan poco sutil. Nora no se refería a tomarnos un café para aclararnos la cabeza.

No, lo único que no tenía claro en ese momento era lo siguiente: ¿cómo iba a responder John O’Hara?

Durante la comida no me había importado que Nora y yo nos sintiéramos cómodos el uno con el otro. Ni que flirteáramos, o lo que quiera que estuviésemos haciendo. En realidad, ésa era la idea. Y ahora, de repente, las cosas se estaban poniendo demasiado fáciles.

¿Acaso sentía interés por mí? Por supuesto, no era yo quien le interesaba, sino Craig Reynolds, el agente de seguros.

Quizá fuese culpa del vino. O quizá fuese algo más, algo que yo no veía. Quizás estuviera tramando algo. Una cosa estaba clara: no era mi dinero lo que perseguía. Vender pólizas de seguro no suele considerarse como posible ocupación de un tío con pasta. Ni siquiera los mejores son rivales para los de la clase de Connor Brown, inversor de alto riesgo y genio de las finanzas. Además, Nora había visto dónde vivía Craig, ya sabía que el BMW y los trajes eran una fachada. Y sin embargo, a pesar de todo eso, dijo lo que dijo.

«Vayamos a algún sitio.»

Me quedé mirando la profundidad de sus ojos verdes en la esquina de aquel cruce del centro de Chappaqua. Las opciones eran múltiples.

– Sígueme -dije.

Regresamos a mi coche, que estaba aparcado a la salida del restaurante. Le abrí la puerta del copiloto.

– ¿Adónde me llevas? -preguntó.

– Ya lo verás.

Rodeé el vehículo y me puse detrás del volante. Nos abrochamos los cinturones y puse el motor en marcha, dándole un poco de gas mientras seguía aparcado. Luego, metí la primera.

70

Nora lo averiguó un par de kilómetros antes de llegar.

– Me llevas a casa, ¿verdad?

Me volví hacia ella con un suave gesto de asentimiento.

– Lo siento -dije.

– Ya somos dos. Pero tienes razón. Debe de haber sido el vino. Me siento avergonzada.

Mi tono, mis gestos… todo parecía indicar que había sido una decisión fácil, que nunca se me había pasado por la cabeza la idea de estar con ella. Ojalá hubiese sido así.

Nora era una mujer absolutamente preciosa que me había obsequiado con una asombrosa proposición. Tuve que echar mano de toda mi fuerza de voluntad para recordarme a mí mismo por qué estaba con ella.

Aun así, no se podía negar que había cierta química, una especie de conexión entre nosotros. Algo de lo que estaba seguro que no se podía fingir. «Y, aunque así fuese, ¿para qué molestarse en hacerlo?»

Recorrimos en silencio el último trecho hasta la «casa de Connor». La única vez que la miré, no pude evitar darme cuenta de que el vestido se le subía por las piernas. Sus muslos bronceados, esbeltos y firmes me recordaron la oportunidad que estaba dejando pasar.

Me metí por el camino de entrada hasta la extensión semicircular y al detenerme derrapé con la gravilla. Entonces ella arregló la situación por mí.

– Lo entiendo -dijo-. Seguramente no es lo mejor que podríamos haber hecho. No en estas circunstancias.

– Seguramente no.

– Gracias por la comida. Lo he pasado muy bien.

Se inclinó hacia mí y me besó con suavidad en la mejilla. Sentí cómo su cabello rozaba mí rostro. Pude oler su dulce perfume con un toque de cítrico.

– Te… mmm… -Me aclaré la garganta-. Te llamaré en cuanto nos ocupemos del papeleo del seguro, ¿de acuerdo?

– Claro, Craig. Has estado fantástico.

Nora salió del coche y caminó despacio hacia la escalera principal. ¿Y también fuera de mi vida? Esperé mientras sacaba del bolso las llaves de la casa. Aparté la mirada unos segundos para juguetear con los botones de la radio. Cuando volví a mirar, todavía intentaba abrir la puerta. Bajé la ventanilla.

– ¿Va todo bien?

Se volvió hacia mí, sacudiendo la cabeza y suspirando con impaciencia.

– La maldita llave se ha atascado. Me estoy poniendo nerviosa.

– Espera.

Salí del coche para echar un vistazo. En efecto, la mitad de la llave sobresalía de la cerradura. Sin embargo, no estaba encallada. En cuanto la cogí, el resto de la llave se deslizó suavemente hacia el interior del cilindro. Me volví y ahí estaba Nora, a escasos centímetros de mí.

– Mi héroe -dijo, apretando su cuerpo contra el mío.

Sus piernas eran muy firmes. Sus pechos, muy suaves. Me rodeó con sus brazos y empezó a besar con cuidado mi labio inferior.

– Te he mentido. En realidad no creo que esto sea una mala idea.

Entonces, mis instintos se impusieron y mi fuerza de voluntad se derrumbó estrepitosamente.

Le devolví el beso a Nora.

71

Como un torbellino, ambos nos precipitamos en el interior del vestíbulo. De una patada, cerré la puerta detrás de nosotros. «¿Qué estás haciendo, O’Hara?»

Todavía estaba a tiempo de detenerme. Tenía la oportunidad de apartarme de ella. Todo lo que tenía que hacer era dejar de besar a Nora.

Pero no podía hacerlo. Era tan suave, y tan condenadamente agradable tenerla entre mis brazos… El aroma de su cuerpo y su cabello era delicioso. Sus ojos verdes eran asombrosos cuando se miraban tan de cerca.

Nora cogió mi mano y la guió por debajo de su vestido, hacia el interior de sus muslos bronceados. Su respiración se detuvo. Cuando toqué la tersa seda de sus bragas, me abrazó más fuerte y sus caderas empezaron a moverse al mismo ritmo que las mías. Se puso a gemir, y tenía que ser real, tenía que serlo. ¿Por qué fingir conmigo?

Me quedé sin chaqueta y sin camisa, y luego sin pantalones. Dejamos de besarnos durante un segundo, lo bastante largo para quitarle el vestido a Nora por la cabeza.

– Fóllame -dijo, casi sin aliento.

Tal cual. En sus labios resultaba sexy e irresistible.

Nora me tiró al suelo y se sentó a horcajadas sobre mí. Lanzó a un lado sus bragas, me cogió con su mano y me guió hacia su interior. Incluso en el ardor del momento, me vino a la cabeza una curiosa idea: «Estás jodido, O’Hara».

Me estaba mareando. Toda la habitación me daba vueltas. «¿La habitación?» Nos encontrábamos en el vestíbulo de Connor Brown, el hombre al que había estado prometida. El hombre al que tal vez había matado. Las cosas no podían ponerse más feas, pensé.

Recuerdo haber oído sonar un timbre, cerca de mis pies. Necesité unos segundos para comprender de qué se trataba. Mi móvil.

«Dios.» Sabía quién era. ¡Susan! Con una puntualidad increíble, llamaba para saber cómo había ido todo.

– Ni se te ocurra cogerlo -dijo Nora.

«No te preocupes, no pensaba hacerlo.»

El teléfono dejó de sonar mientras nosotros continuábamos sin perder el ritmo. Nuestra sincronización era impresionante. Su precioso cabello castaño barría mi rostro. Primero estaba encima y luego debajo, apoyándose en las manos y las rodillas; la delicada curva de su espalda mitigaba los profundos gemidos que pedían más, hasta que los ecos de nuestras voces inundaron el vestíbulo cuando alcanzamos el orgasmo.

Durante un par de minutos, si no fueron más, ambos nos quedamos mirando el techo, sin decir nada y recuperando el control de nuestra respiración.

Finalmente, parpadeé.

– ¿Así que la llave estaba atascada?

– Oye, eres tú quien ha caído en la trampa.

– Eso es cierto, ¿verdad? -dije.

Nos pusimos a reír cada vez más fuerte, como si fuese lo más gracioso que nos había ocurrido nunca a ninguno de los dos. Cuando se dejaba llevar, la risa de Nora era maravillosa. Daban ganas de reírse con ella.

– ¿Tienes hambre? -preguntó-. ¿Un bistec Kobe? Si quieres, hay uno. ¿O prefieres una tortilla?

– Y encima sabes cocinar.

– Lo tomaré como un sí. Si quieres, hay una ducha en el cuarto de invitados. Está subiendo la escalera, la primera a la derecha.

– Eso estaría muy bien.

Se giró sobre un costado y me besó.

– No tan bien como tú, Craig Reynolds.

72

Salí de la ducha y, con la mano, froté el espejo empañado hasta verme devolviéndome la mirada. Sacudí la cabeza. Volví a hacerlo una segunda vez.

«En fin, ahora sí que has metido la pata, O’Hara.»

Trabajar de incógnito requería tomar las precauciones necesarias para poder maniobrar, pero esto sobrepasaba todos los límites. Había ido más allá de lo exigido por el deber, pero no de la forma por la que a uno le ponen una medalla en el edificio Hoover de Washington, la sede del FBI. De ahí en adelante, el asunto iba a ser muy delicado.

– Craig, ¿estás bien?

Nora me llamaba desde el pie de la escalera. Abrí la puerta del cuarto de baño.

– La ducha me ha sentado de maravilla. Ahora voy.

– Bien -dijo-. Porque tu tortilla estará lista en un segundo.

Me peiné el pelo hacia atrás, me volví a poner mi ropa y bajé trotando la escalera para reunirme con Nora en la cocina. Oh, señor; era la personificación de la elegancia con sólo el sujetador, las bragas y una espátula en la mano. Qué cuerpo tan espectacular, y qué sonrisa tan fabulosa.

Vi que sólo había un cubierto en la mesa.

– ¿Es que no vas a comer nada? -pregunté.

– No, he estado picando un poco de jamón. -Levantó una botella de agua-. Y yo ya tengo lo mío. Hay que cuidar la línea.

– Ya te la cuido yo, no te preocupes por eso.

Me senté y miré cómo se ocupaba de la sartén que había en el fuego. O más que mirarla, la contemplaba. Resultaba tan deslumbrante vista de espaldas como de frente. Y en cuanto a lo de cuidar la línea… ¿de qué diablos hablaba?

«Ya basta, O’Hara.»

Pero, honestamente, no podía parar. Era una sensación extraña que de inmediato me hizo pensar en alguien a quien había conocido. Un agente de narcóticos; un amigo. Era un buen tipo y un buen policía, o al menos lo fue hasta que cometió un error fatal: empezó a probar el material sin ton ni son hasta que se convirtió en adicto. Era una lección difícil de olvidar.

Incluso después de la ducha, me pareció sentir el aroma de Nora en mi piel. Todavía notaba su sabor, y sólo podía pensar en lo mucho que la seguía deseando. No sabía cómo detener aquello.

– Aquí tienes -dijo.

Observé la enorme y esponjosa tortilla del Oeste que había puesto delante de mí.

– Tiene un aspecto delicioso. -Y tenía hambre, quizá porque durante la comida sólo había picoteado. Cogí un pedazo con mi tenedor-. Espectacular.

Ella ladeó la cabeza.

– No me mentirías, ¿verdad?

– ¿Quién? ¿Yo?

– Sí, tú, Craig Reynolds. -Nora se inclinó hacia delante y me pasó una mano por el pelo-. ¿Quieres una cerveza o alguna otra cosa?

– Prefiero un poco de agua.

Lo último que necesitaba era más alcohol.

Fue al armario a buscar un vaso, mientras yo seguía dando cuenta de la tortilla. A decir verdad, estaba realmente deliciosa.

– ¿Puedes quedarte a pasar la noche? -preguntó al volver con mi agua-. Por favor, quédate.

La pregunta me cogió por sorpresa, aunque no debería haberlo hecho. Empecé a mirar a mi alrededor, dándome más cuenta si cabe de la casa en la que me encontraba. Aquel lugar estaba repleto de objetos de gran calidad y realmente bellos, lo mejor de lo mejor hasta el último rincón. Viking, Traulsen, Wolf, Miele, Gaggia… las mejores marcas del mundo.

Nora miró hacia el vestíbulo. Su vestido de tirantes seguía tirado en el suelo de mármol.

– Creo que ya es tarde para hacerse el misterioso -dijo.

Tenía razón, y estaba a punto de admitirlo cuando, de repente, sentí algo muy extraño en el estómago.

73

– ¿Qué ocurre? -preguntó Nora.

– No lo sé -dije-. De pronto empiezo a sentirme…

«Como si fuese a vomitar por toda la cocina.»

Salté de la silla y corrí al cuarto de baño; apenas llegué a tiempo al inodoro, donde me dejé caer de rodillas y me vinieron unas violentas arcadas. Me subió toda la tortilla, así como algunos restos del almuerzo,

– Craig, ¿estás bien? -preguntó desde el otro lado de la puerta del cuarto de baño.

No, no estaba bien. Me invadía una oleada de náuseas, todo me daba vueltas y mi visión era borrosa. Lo único que podía hacer era aguantar y esperar a que todo pasara. Si el policía del cementerio me viera…

– Craig, me estás asustando.

Estaba demasiado ocupado con mis arcadas como para contestar a nada de lo que me dijera. Demasiado débil y mareado.

– ¿Quieres que te traiga algo? -preguntó.

Mientras estaba abrazado a la porcelana, me asaltó un horrible temor: ¿y si esto no se me pasa nunca? Hasta tal punto me encontraba mal y me sentía aterrorizado.

– Craig, por favor, di algo.

Sin embargo, se me pasó al cabo de un momento, insospechada y afortunadamente. Al parecer, había desaparecido tan deprisa como había llegado. Sin más.

– Estoy bien -dije, tan sorprendido como aliviado-. Ya me encuentro mejor, salgo en un minuto.

Avancé torpemente hacia el lavamanos, me enjuagué la boca y me eché un poco de agua fría en la cara. Me volví a mirar en el espejo. Tenía que ser envenenamiento, ¿no? Aunque no se podía negar que cabía otra posibilidad: estaba sufriendo un puro y auténtico ataque de ansiedad tras haber metido la pata hasta el cuello. Sencillamente, la tortilla no le había sentado bien al enorme e inclemente abismo que se había abierto en mi estómago.

«Por todos los santos, O’Hara. ¡Contrólate!»

De vuelta en la cocina, me encontré con una Nora muy turbada.

– Por poco me muero del susto -dijo.

– Lo siento. Ha sido muy raro. -Me esforcé por ofrecerle una explicación creíble-. Tal vez un huevo estuviera en mal estado.

– Podría ser. Oh, me siento fatal… Oh, Craig, ¿te encuentras mejor ahora? -Asentí-. ¿Estás seguro? No intentes hacerte el héroe.

– Sí.

– Ahora soy yo quien se siente mal -dijo-. Nunca volverás a comer nada que haya cocinado yo.

– No seas tonta, no ha sido culpa tuya.

Se mordió el labio inferior. Parecía herida y asustada. Me acerqué a ella y la rodeé con mis brazos.

– Te besaría, pero…

Se dibujó una sonrisa en su rostro.

– Creo que puedo conseguirte un cepillo de dientes -dijo-. Con una condición.

– ¿De qué se trata?

– Que accedas a pasar la noche aquí. Una vez más, te lo pido con toda mi alma… por favor…

Tal vez si no hubiera llevado sólo la ropa interior, o tal vez si no la hubiera estado abrazando en aquel momento… Tal vez entonces podría haber dicho que no. Tal vez, pero lo dudo.

– Yo también tengo una condición -dije.

– Sé lo que vas a decir, y ni se me ocurriría.

Lo que significaba que dormiríamos lejos del dormitorio principal. Aunque en realidad tampoco es que durmiéramos mucho. Me prometí a mí mismo que sólo sería esa noche; al día siguiente, pondría fin a todo aquello. Ya se me ocurriría otro modo de vigilarla de cerca sin intimar tanto. Sin embargo, en lo más profundo de mi ser me daba cuenta de lo que estaba ocurriendo. Lo sentía en cada poro.

Estaba enganchado a Nora.

74

Gracias al timbre de la puerta que resonaba escaleras abajo, el despertar de la mañana siguiente fue brusco. Nora se incorporó de golpe.

– ¿Quién puede ser tan temprano?

Miré mi reloj.

– Mierda.

– ¿Qué?

– Que no es tan temprano. Son casi las nueve y media.

Reaccionó con una pícara sonrisa que, de algún modo, conseguía ser tan inocente como sexy.

– Supongo que ayer nos agotamos el uno al otro.

– Eso, vamos, ríete. Se supone que debía estar en mi oficina hace una hora.

– No te preocupes, te escribiré una nota.

El timbre sonó de nuevo. Esta vez, repetidamente. Parecían toques de campana para alertar de un huracán.

– Sean quienes sean, me desharé de ellos -dijo Nora.

Desnuda y preciosa, salió de la cama y se acercó a la ventana para echar un vistazo a través de las cortinas.

– ¡Maldita sea, me había olvidado!

– ¿De qué?

– Es Harriet.

No sabía quién era Harriet y tampoco me importaba. Lo que sí sabía era que no la quería en la puerta, ni a ella ni a nadie; no estando yo al otro lado.

– Puedes librarte de ella, ¿verdad?

– La verdad es que no. Me está haciendo un gran favor.

– ¿Y si me ve aquí contigo?

– Eso no ocurrirá. Le pedí que viniera a ver los muebles para guardarlos en depósito en su tienda. Sólo se dará una vuelta, y me aseguraré de mantenernos apartadas de esta habitación. No nos llevará mucho tiempo.

En realidad, aquello no representaba un gran problema para John O’Hara. En cambio, Craig Reynolds tenía un trabajo al que debía presentarse.

– Nora, llego tarde a la oficina -dije-. Tiene que haber algún modo de salir de aquí, una puerta trasera o algo parecido.

– Ya ha visto tu coche. Si no está cuando se marche, me preguntará al respecto. Y ninguno de los dos deseamos eso.

Respiré hondo y lo dejé correr.

– ¿Cuánto te va a ocupar?

– Ya te lo he dicho, no demasiado. -Abrió la ventana y gritó hacia abajo-: Lo siento, Harriet, enseguida bajo. Bonito sombrero, cariño.

Nora se dio la vuelta, echó a correr y se metió en la cama de un salto, conmigo.

– Y ahora, respecto a lo de ir a trabajar hoy… -dijo, mientras metía la mano por debajo de las sábanas-. No creo que sea una buena idea.

– Vaya, así que no lo crees, ¿eh?

– En absoluto. Creo que deberías hacer novillos para que podamos divertirnos un poco. ¿Qué piensas tú?

Qué más daba lo que yo dijera. La mano de Nora por debajo de las sábanas era capaz de hablar por mí.

– Supongo que podría tomarme el día libre.

– Así me gusta.

– ¿Qué vamos a hacer?

Nora miró la sábana que me cubría.

– Bueno, por el momento, parece ser que alguien quiere ir de acampada.

De un salto, volvió a bajarse de la cama.

«Muy ágil. Debe de hacer mucho ejercicio.»

– Espera, no puedes dejarme ahora -dije.

– Tengo que hacerlo. Harriet está abajo y tengo que vestirme. -Volvió a mirar la sábana, con la misma sonrisa traviesa en su rostro-. Pero no pierdas la concentración -dijo.

75

Me quedé tumbado en la cama, mirando el techo y concentrándome, por decirlo de algún modo. La habitación en la que me encontraba era seguramente la de la doncella o la niñera, y aun así era mucho más bonita que la mía. Empecé a planear el resto del día, pensando en lo que Nora y yo podíamos hacer. Y, más importante todavía, en cómo iba a enfocar nuestra nueva relación, o lo que quiera que fuese que había entre nosotros.

Ciertamente, sabía cómo conseguir lo que quería. Pero la cuestión era: ¿me quería a mí? ¿Y qué buscaba yo con todo aquello? ¿Probar la inocencia de Nora?

Me dije a mí mismo que debía reaccionar de una maldita vez. Lo único que importaba era si ella tenía algo que ver con la muerte de Connor Brown… y la desaparición de su dinero. Ése era mi trabajo, encontrar respuestas.

Cerré los ojos. Unos segundos después, los abrí de golpe.

Salté de la cama y me abalancé sobre mi traje, que estaba encima de una silla. Saqué el teléfono del bolsillo de los pantalones y comprobé el número para ver lo que ya sabía. ¡Era Susan!

No podía dejarla de lado otra vez, ¿verdad? Ella sabía que yo siempre llevaba el móvil encima, y que nunca me alejaba lo bastante para no oírlo.

«Sé tú mismo, O’Hara.»

– ¿Hola?

– ¿Por qué hablas en voz baja? -preguntó.

– Estoy en un torneo de golf.

– Ja, ja. Vamos, ¿dónde estás?

– En la biblioteca de Briarcliff Manor.

– Eso lo creo aún menos.

– Pues resulta que es cierto -dije-. Estoy repasando la jerga de los seguros de vida.

– ¿Por qué?

– Nora está haciendo muchas preguntas. Es muy exigente. No sé si me está poniendo a prueba o si sólo es curiosidad, pero en cualquier caso tengo que saber de qué estoy hablando.

– ¿Cuándo contactaste con ella por última vez?

Algo me decía que «toda la noche» no era la mejor respuesta a esa pregunta.

– Ayer -dije-. Craig Reynolds la invitó a comer para disculparse por todos los problemas que le ha causado John O’Hara.

– Bien pensado, genio. Evidentemente le dijiste que el pago estaba a punto de efectuarse, ¿no?

– Sí, y pareció aliviada. Aunque empezó a hacerme algunas preguntas.

– ¿Crees que sospecha algo?

– Es difícil saberlo tratándose de ella.

– Tienes que conseguir que se abra.

Tragué saliva al oír esa expresión.

– Se me ha ocurrido una idea: ¿y si Craig Reynolds da otro paso y la invita a cenar?

– ¿Te refieres a una cita?

– Yo no lo diría de ese modo; su prometido acaba de morir. Pero, en fin, sí, una cita. Has dicho que quieres que se abra más.

– No sé… -dijo Susan.

– Ya, yo tampoco. Pero me estoy quedando sin opciones, por no decir sin tiempo.

– ¿Y si rechaza la proposición?

Me reí.

– No subestimes el encanto de O’Hara.

– No lo hago: por eso estás en el caso, amigo. Pero como tú mismo dijiste, al parecer Nora no es de las que se sienten atraídas por un agente de seguros.

Me mordí la lengua.

– Personalmente, creí que te preocuparía más que Nora dijera que sí.

– Así es, créeme -dijo-. Pero considero que tienes razón. Seguramente es nuestra mejor baza.

Estaba a punto de asentir cuando oí voces fuera de la habitación. Nora y Harriet estaban subiendo la escalera.

– ¡Maldita sea!

– ¿Qué ocurre?

– Tengo que colgar -dije-. Hay una bibliotecaria que me está mirando mal.

– Está bien, cuelga. Pero escucha… ten cuidado, O’Hara.

– Tienes razón. Parece una bibliotecaria con muy mala leche.

– Muy gracioso.

Después de colgar, continué mirando el techo. Odiaba tener que mentir a Susan, pero me había visto obligado a ello. Quería saber si Nora sospechaba algo, y ahora yo me hacía la misma pregunta. ¿Sabía que le estaba mintiendo?

Susan era una de las personas más desconfiadas que había conocido nunca. Por eso estaba al mando.

76

Nora volvió muy animada y con una gran sonrisa difícil de resistir. Saltó encima de la cama y me besó en el pecho, las mejillas y los labios. Entornó los ojos e hizo una graciosa mueca que podría haberse ganado mi corazón en circunstancias normales, que ciertamente no eran éstas.

– ¿Me has echado de menos?

– Terriblemente -dije-. ¿Cómo te ha ido con Harriet?

– De maravilla. Ya te he dicho que no nos llevaría mucho tiempo. Soy buena. No creerías lo buena que soy.

– Sí, pero no eras tú la que se encontraba atrapada en esta habitación.

– Oh, pobrecito -dijo tomándome el pelo-. Necesitas un poco de aire fresco. Razón de más para que no vayas a trabajar hoy.

– No aceptarás un no por respuesta, ¿verdad?

– La verdad es que… no.

Señalé con la cabeza los pantalones y la chaqueta que había encima de la silla.

– De acuerdo, pero ¿estás segura de que quieres pasar conmigo dos días seguidos con la misma ropa?

Se encogió de hombros.

– Ya te la he quitado una vez. No me importa tener que volver a hacerlo.

Nos duchamos, nos vestimos y salimos a dar una vuelta en su coche. El Mercedes.

– ¿Adónde vamos? -pregunté.

Nora se puso las gafas de sol.

– Lo tengo todo controlado.

Primero me llevó a Villarina’s, una tienda para gourmets que había en el pueblo. Naturalmente, yo simulé haber estado allí antes. Mientras nos paseábamos por el interior, me preguntó si había algo que no me gustara.

– Además de mis tortillas.

– No soy un gran fan de las sardinas -dije-. Aparte de eso, tú misma.

Pidió un pequeño festín: distintas clases de quesos, pimientos asados, ensalada de pasta, aceitunas, embutidos y un poco de queso francés. Yo me ofrecí a pagar, pero ella me dijo que no quería ni oír hablar de ello y cogió su monedero.

La siguiente parada fue una tienda de vinos y licores.

– ¿Qué tal si hoy nos tomamos uno blanco? Personalmente, prefiero el Pinot Grigio -dijo.

Comprobó cuáles estaban más fríos y sacó una botella de Tieffenbrunner. Ya lo teníamos todo listo para nuestro picnic, lo que aún se hizo más evidente cuando Nora me mostró la manta que llevaba en el maletero, de cachemira y con el logotipo de Polo. La había metido ahí mientras yo estaba en la ducha.

Fuimos en coche hasta llegar cerca del lago Pocantico, donde encontramos un trozo de césped que nos ofrecía un poco de privacidad, por no hablar de las fantásticas vistas de la finca Rockefeller, con sus inestimables valles y colinas y qué se yo cuántas cosas más.

– ¿Qué, no es mejor esto que ir a trabajar? -dijo tras dejarse caer sobre la manta.

Pero yo estaba trabajando. Mientras hablábamos de la comida y el vino, intentaba, con toda la discreción de la que era capaz, averiguar algo sobre Nora que pudiera relacionarla con la muerte de Connor Brown… y con la transferencia de su dinero, el motivo por el que se llevaba a cabo la investigación.

Con el fin de evaluar hasta qué punto dominaba la informática, mencioné casualmente los cortafuegos que incluía un nuevo programa que utilizaba en la oficina. Cuando asintió, añadí:

– ¡Y pensar que hace sólo un año creía que los cortafuegos tenían que ver con los incendios!

– Igual que yo. Sé lo que es por un cliente, un experto en internet.

– Uno de esos millonarios informatizados, ¿eh? Dios, ¿qué hacen con todo ese dinero?

Nora hizo otra mueca graciosa.

– Por suerte para mí, redecoran sus casas. No te lo puedes ni imaginar.

– Seguro que no. Aunque sí me imagino los impuestos que deben de pagar esos tipos.

– Lo sé. Por supuesto, supongo que tendrán algún modo de minimizarlos -dijo.

– ¿Te refieres a evasión de capital, por ejemplo?

Me miró durante un instante.

– Sí, a eso me refiero.

Vi que entornaba ligeramente los ojos, con un asomo de duda que rayaba en la sospecha. Suficiente para hacerme dar marcha atrás. Así que, durante el resto de la tarde, me lo tomé con calma… como un tipo cualquiera que está disfrutando de un inesperado día de fiesta, junto a una hermosa mujer de la que nunca tiene bastante.

77

«Vete a casa, O’Hara. Huye, pedazo de idiota.»

Pero no lo hice.

Después del picnic, vimos una película en el cine de Pleasantville. También fue idea de Nora. En el Jacob Burns proyectaban La ventana indiscreta y me dijo que era una de sus favoritas.

– Me encanta Hitchcock. ¿Sabes por qué, Craig? Es divertido y además sabe captar la cara oscura de la vida. Es como ver dos buenas películas por el precio de una.

Cuando terminó la película, estábamos tan hartos de comer palomitas que decidimos saltarnos la cena que Nora había planeado en el cercano Iron Horse Grill. Así que ahí estaba, de pie frente a ella en el aparcamiento como si fuéramos dos adolescentes, sin saber cómo terminaría nuestra cita. Cosa que no le ocurría a Nora.

– Vamos a tu casa -dijo.

Me quedé mirándola, con los ojos clavados en su rostro. Ya había visto «mi casa», ya sabía que era una caja de zapatos. ¿Estaba jugando conmigo para ver cómo reaccionaba? ¿O realmente no le importaba cómo viviera yo?

– Mi casa, ¿eh?

– ¿Te parece bien?

– Claro -dije-. Pero tengo que advertirte que tal vez no sea como esperas.

– ¿Y eso qué significa? ¿Qué es lo que espero?

– Digamos que es muy distinto de lo que tú estás acostumbrada.

Entonces, Nora me miró a los ojos.

– Craig, me gustas. Se trata de eso. De ti y de mí. ¿De acuerdo?

Asentí.

– De acuerdo.

– ¿Puedo confiar en ti? Me gustaría hacerlo.

– Sí, claro que puedes. Soy tu agente de seguros.

Dicho eso, nos fuimos a mi casa. Nora ni siquiera pestañeó al verla… por segunda vez. «Ashford Court Gardens, mi dulce hogar.» Cogidos de la mano, nos aventuramos dentro.

– Debo señalar que la doncella está en huelga -dije, sonriendo entre dientes-. Según dice, las condiciones de trabajo son insostenibles.

Nora miró a su alrededor, a mis nada pulcros dominios.

– Está bien -dijo-. Esto me dice que no estás viendo a otra persona. No me disgusta, en realidad.

Le ofrecí una cerveza y aceptó. Si se la servía en la cocina me aseguraba de poder bromear sobre la formica amarilla antes de que lo hiciera ella. Se dio la vuelta y dejó en el suelo el bolso de piel roja.

– En fin, ¿no vas a enseñármelo todo?

– Ya lo estás viendo-dije.

– Tendrás un dormitorio, ¿no?

Me había dicho a mí mismo que aquello tenía que terminar en aquel mismo momento y en aquel mismo lugar. Por supuesto, si lo hubiera dicho en serio, nunca habríamos llegado a mi cocina. Habría dicho algo a la salida del cine, habría simulado que prefería que las cosas «fueran un poco más despacio».

En lugar de eso, nos estábamos besando y dirigiéndonos a mi dormitorio. Estaba a punto de meterme con Nora entre las sábanas otra vez. Tal vez estuviera dando un nuevo significado al término «agente secreto».

Pero, en realidad, tenía pensado utilizar aquello en mi beneficio. Y me parecía que ya sabía por dónde empezar.

78

– ¿Cómo conseguiste husmear en su bolso sin que se diera cuenta? -preguntó Susan.

«Verás, jefa: después de que Nora y yo tuviéramos una sesión de sexo loco y salvaje en mi piso de soltero, esperé a que se quedara dormida. Entonces me deslicé hasta la cocina y rebusqué en su bolso.»

Pensándolo mejor…

– Tengo mis métodos -dije, simplemente-. ¿No es por eso por lo que me elegiste para el trabajo?

– Dejémoslo en que tienes una buena trayectoria, O’Hara. Y además, estabas disponible.

Al día siguiente me encontraba sentado ante el escritorio de mi oficina, hablando con Susan por teléfono sobre lo último que habíamos comentado: mi «cita para cenar» con Nora. La mayor preocupación de Susan era que yo pudiera mostrarme demasiado duro y espantase a Nora. Ja. Una vez hube asegurado a Susan que no era el caso, su atención se centró en lo que había encontrado en el bolso de Nora.

– ¿Cómo has dicho que se llamaba ese idiota? -preguntó Susan.

– Steven A. Keppler.

– ¿Y es un abogado financiero de Nueva York?

– Eso dice su tarjeta.

– ¿Cuándo podrás hablar con él?

– Ésa es la cuestión. He telefoneado y Keppler está de vacaciones hasta la semana que viene.

– Por supuesto, no creo que él sepa nada.

– O tal vez lo sepa todo. Soy un optimista, ¿recuerdas?

– Entonces apelará al secreto profesional, si realmente Nora es su clienta.

– Es lo más probable.

– ¿Qué harás entonces?

– Como ya te he dicho, tengo mis métodos.

– Lo sé, y eso es lo que temo -dijo-. Recuerda: debes tener cuidado con los abogados. Lo creas o no, algunos de ellos conocen bien las leyes.

– Lo que resulta curioso, ¿eh?

– ¿Me mantendrás informada? Mantenme informada.

– Siempre lo hago.

Después de colgar a Susan, empujé mi silla hacia atrás y respiré hondo. Me sentía inquieto y decaído. La pantalla de mi ordenador se encontraba en standby y con el tacón del zapato le di a la barra espaciadora del teclado. El monitor se encendió. Avancé con la silla y abrí el archivo que tenía sobre Nora. Me puse a buscar entre las fotografías que le había hecho al principio, tras el funeral de Connor.

Me detuve en la última para estudiarla. En la imagen aparecía hablando con la hermana de Connor, Elizabeth, en la escalera de entrada. Nora iba de negro y llevaba las mismas gafas de sol que había llevado puestas el día del picnic. Elizabeth Brown también era muy atractiva, aunque se trataba de una rubia californiana; arquitecta, por lo que yo sabía.

Me incliné hacia delante y miré la fotografía de cerca. A primera vista no se veía nada raro. Pero ésa era la cuestión. Percepción frente a realidad. O Nora no tenía nada que ocultar… o había engañado a todo el mundo. A la policía, a los amigos, a Elizabeth Brown… Dios, ¿era capaz de charlar tranquilamente con la hermana del hombre al que había asesinado? ¿Tan persuasiva era Nora? ¿Y tan calculadora? Lo que la hacía tan peligrosa era que no estaba seguro de poder contestar. Ni siquiera ahora.

Sólo sabía una cosa: apenas podía esperar a verla otra vez. Cerré el documento, advirtiéndome a mí mismo que estaba fuera de control. Tenía que hacer algo: me había acercado demasiado a las llamas y el calor empezaba a ser excesivo. Necesitaba alejarme. «Tranquilízate, O’Hara.» Al menos por unos días.

Entonces tuve una idea. Tal vez hubiera encontrado el modo de volver a ordenar mis prioridades. Llamé a Susan de nuevo y le dije lo que pretendía hacer.

– Necesito un par de días libres.

79

El miércoles por la tarde, Nora subió en ascensor hasta el octavo piso del centro psiquiátrico Pine Woods. Bebió un sorbo de agua, se la terminó y tiró la botella vacía a la papelera. Como de costumbre, se dirigió al puesto de enfermeras. Pero aquella tarde no había nadie. Ni Emily, ni Patsy. «Qué nombre tan acertado.» Nadie.

– ¿Hola? -llamó.

No obtuvo más respuesta que el eco de su propia voz. Nora dudó un instante antes de decidirse a continuar por el pasillo. Después de todos esos años, no era necesario que firmara.

– Hola, mamá.

Olivia Sinclair se volvió hacia su hija, que estaba de pie en el umbral de la puerta.

– Hola -respondió con su habitual sonrisa inexpresiva.

Nora le dio un beso en la mejilla y acercó una silla.

– ¿Te encuentras bien?

– Ya sabes que me gusta leer.

– Así es -dijo Nora. Dejó su bolso en el suelo y metió la mano en la bolsa de plástico que había traído. Sacó un ejemplar de la última novela de Patricia Cornwell-. Aquí tienes. Esta vez no me he olvidado.

Olivia Sinclair cogió el libro y, despacio, pasó la palma de su mano por la cubierta. Con el dedo índice, repasó las letras en relieve del título.

– Se te ve mucho mejor, mamá. No sabes cómo me asustaste la última vez.

Nora observó que la mirada de su madre se quedaba fija en la brillante cubierta. Por supuesto, no se daba cuenta de nada. Los muros que había levantado alrededor de su mundo eran demasiado gruesos. Pero este hecho, que normalmente era un motivo de dolor para Nora cada vez que venía de visita, ahora la hacía sentirse aliviada.

Desde el momento en que su madre había sufrido el ataque de epilepsia, le había preocupado ser ella la culpable. Sus lágrimas y emociones, su repentino impulso de confesar sus pecados (algo que no tenía por qué traer consigo a aquella habitación)… todo eso había desencadenado esa reacción. Cuanto más pensaba en ello, más se convencía Nora de que eso era lo que había ocurrido.

Pero ahora ya no. Mirando a su madre, tan lejana y ausente, comprendía que el incidente no había tenido nada que ver con ella. Por extraño que pareciera, la idea de que ella podía haberle causado el ataque de epilepsia había sido un motivo de esperanza.

– Creo que este libro te va a gustar, madre. Kay Scarpetta. Ya me lo dirás el próximo día, ¿vale?

– Ya sabes que me gusta leer.

Nora sonrió. Durante el resto de su visita habló sólo de cosas positivas y entretenidas. De vez en cuando, su madre la miraba, pero la mayor parte del tiempo contemplaba el televisor apagado.

– Bueno, creo que voy a marcharme -dijo Nora al cabo de una hora.

Vio que su madre cogía el vaso que tenía encima de la mesilla de noche. Estaba vacío.

– ¿Quieres un poco de agua? -preguntó Nora. Su madre asintió y ella se levantó para coger la jarra-. Vaya, también está vacía. -Nora se llevó la jarra al cuarto de baño-. Vuelvo enseguida.

Su madre asintió de nuevo.

Entonces esperó. En cuanto oyó el ruido del grifo, Olivia sacó de debajo de la colcha la carta que había escrito. En ella explicaba muchas cosas que había querido decir a su hija desde hacía años, aunque sabía que no podía. Ahora creía que debía contar la verdad a Nora.

Olivia sacó sus pies descalzos de la cama y se abalanzó sobre el bolso abierto de Nora, apretando la carta con fuerza en su mano. La dejó caer dentro. Después de todo ese tiempo, fue tan sencillo como extender un brazo.

80

– ¡Aquí está!

Emily Barrows, sobresaltada, levantó la mirada desde su asiento en el puesto de enfermeras y vio a Nora de pie frente a ella; estaba espléndida, por supuesto, como siempre. No había oído sus pasos al acercarse: estaba demasiado ensimismada en su libro.

– Ah, hola, Nora.

– No la he visto al entrar.

– Lo siento, querida. Debía de estar en el cuarto de baño -dijo Emily-. Esta tarde estoy yo sola.

– ¿Qué ha sido de la otra enfermera, aquella que usted estaba enseñando?

– ¿Te refieres a Patsy? Ha llamado y ha dicho que no se encontraba bien. -Emily señaló con la cabeza el libro que tenía abierto ante sí-. Gracias a Dios, hoy tenemos un día tranquilo.

– ¿Qué está leyendo?

Le mostró la cubierta. La hora de perdonar, de Jeffrey Walker. Nora sonrió.

– Es bueno.

– El mejor.

– Y tampoco es desagradable a la vista, ¿eh?

– Supongo que no, si te gustan los hombres altos y de una belleza salvaje.

Emily miró cómo Nora se reía. Desde luego, no era la mujer tensa y arisca de la última vez. En todo caso, parecía estar de buen humor, mejor de lo que había estado nunca.

– ¿Ha sido agradable la visita a tu madre, Nora? Al menos, eso parece.

– Sí, así es. Sin duda, mejor que la última vez que estuve aquí. -Nora se apartó el pelo detrás de las orejas-. Lo que me recuerda… -dijo-. Quería pedirle disculpas por mi comportamiento del otro día. Estaba muy afectada. Sin embargo, usted se hizo cargo de la situación con gran aplomo. Estuvo estupenda. Gracias, Emily.

– De nada, pero para eso estoy aquí.

– Bueno, pues me alegro de que estuviera aquí ese día. -Nora miró el libro de Emily-. ¿Sabe qué? Cuando Jeffrey Walker publique otro libro, le traeré un ejemplar firmado.

– ¿De veras?

– Claro. Conozco al señor Walker. Trabajé para él.

Emily sonrió radiante.

– Ay, Dios mío, eso me alegraría el día. ¡Y la semana entera!

– Es lo menos que puedo hacer. -Nora le dedicó una cálida sonrisa-. Después de todo, ¿para qué están los amigos?

Aunque sólo fuese una forma de hablar, Emily sabía que era una frase llena de amabilidad. Finalmente, Nora se despidió con la mano y se dirigió al ascensor.

Después de verla apretar el botón de la planta baja, Emily volvió a su novela de Jeffrey Walker. Pero cuando oyó cerrarse las puertas del ascensor, volvió a levantar la vista. Y entonces lo vio: el bolso de Nora estaba en el mostrador.

Emily supuso que se daría cuenta de su descuido antes de llegar a la recepción. De todos modos, llamó a seguridad. Después de colgar, reanudó su lectura. Antes de que pudiera terminar una frase, sus ojos volvieron a ese bolso tan caro y bonito.

Y se dio cuenta de que estaba abierto.

81

Elaine y Alison apenas podían creer lo que oían. No era normal que Nora les hablara de otro hombre… no desde la repentina muerte de Tom, su marido.

Pero eso era precisamente lo que su mejor amiga estaba haciendo mientras cenaban aquella noche, arropadas por las paredes de obra vista en The Mercer Kitchen, en el SoHo. De hecho, «hablar» no era la palabra que mejor lo describía. Más bien parloteaba por los codos. Nora no era así.

– Es que bajo aquella fachada tiene una energía increíble, una seguridad tranquila que me encanta. Y aunque tiene los pies en el suelo, es muy especial.

– Uauh. ¿Quién iba a decir que los tipos de los seguros podían ser tan sexies? -bromeó Elaine.

– Yo no, la verdad -dijo Nora-. Pero Craig… en fin, él no debería ser agente de seguros.

– Háblanos de lo más importante: ¿cómo viste? -preguntó Alison, la eterna periodista de moda.

– Lleva trajes bonitos, nada rancios. Le gusta ir con el cuello de la camisa abierto, creo que nunca le he visto con corbata.

– Muy bien, vayamos al grano -dijo Elaine gesticulando con la mano-. ¿Qué tal es tu chico en la cama?

Alison puso los ojos en blanco.

– ¡Elaine!

– ¿Qué? Siempre nos lo contamos todo.

– Sí, pero se acaban de conocer. ¿Cómo sabes siquiera que ya se han acostado?

Alison se volvió hacia Nora con una pícara sonrisa.

– Nos hemos acostado.

Elaine y Alison se inclinaron hacia delante apoyándose en los codos.

– ¿Y? -preguntaron las dos al mismo tiempo.

Nora, qué dominaba por completo la situación, bebió tranquilamente un sorbo de su Cosmopolitan.

– No estuvo mal… No, estoy bromeando: fue increíble.

Las tres se pusieron a reír como adolescentes.

– ¡Qué envidia! -dijo Elaine.

De repente, Nora se puso un poco seria, sorprendiéndose incluso a sí misma.

– Cuando estoy con él nunca me siento sola. Hacía mucho tiempo que no me sentía así. Creo… creo que somos muy parecidos.

Elaine miró a Alison.

– Tal vez hemos buscado en el lugar equivocado. En una ciudad con un millón de hombres solteros, ella encuentra al señor Increíble en provincias.

– Lo que no nos has dicho todavía es qué estabas haciendo ahí -preguntó Alison.

– Tengo un cliente en Briarcliff Manor -dijo Nora-. Yo estaba en un anticuario de Chappaqua y ahí estaba él, buscando viejas cañas de pescar. Las colecciona.

– Y el resto es historia -dijo Alison.

– Le echó el cebo allí mismo -añadió Elaine-. Lo repito: ¡qué envidia!

En realidad no sentía envidia, y Nora lo sabía. Lo único que sentía Elaine era felicidad, pues su amiga, que al parecer era incapaz de seguir adelante con su vida, había conocido a alguien. Y Alison estaba igual de contenta por Nora.

– ¿Y cuándo conoceremos al tal Craig? -preguntó.

– Eso -dijo Elaine-. ¿Cuándo podremos conocer al señor Increíble?

82

Cuando Nora regresó a su apartamento después de cenar, sólo podía pensar en una cosa: en Craig. Con toda esa cháchara sobre su vida sexual, le habían entrado ganas de estar con él. Pero tendría que conformarse con oír su voz. Después de ponerse el pijama, se metió en la cama y marcó su número. Sonó cinco veces antes de que contestara.

– ¿Te he despertado?

– Qué va -dijo él-. Estaba leyendo en la otra habitación.

– ¿Algo bueno?

– Por desgracia, no. Cosas del trabajo.

– Suena aburrido.

– Lo es. Razón de más para alegrarme de tu llamada.

– ¿Me has echado de menos?

– Más de lo que crees.

– Lo mismo digo -contestó-. Ojalá estuviera allí contigo. Me da la sensación de que no estarías leyendo.

– Ah, ¿no? ¿Y qué estaría haciendo?

– Me estarías abrazando.

– ¿Nada más?

Nora respiró hondo.

– Y me estarías besando.

– ¿Besándote dónde?

– En los labios.

– ¿Suave o fuerte?

– Primero suave y luego fuerte.

– ¿Dónde tendría las manos? -preguntó, él.

– En distintos sitios, todos ellos interesantes.

– ¿Dónde, exactamente?

– En mis pechos. Para empezar.

– Mmm. Un buen comienzo, por lo que recuerdo. ¿Dónde más?

– En el interior de mis muslos.

– Oh, eso me gusta.

– Espera, se están deslizando hacia arriba. Despacio. Te estás excitando.

– Eso aún me gusta más.

Nora se mordió el labio inferior.

– La verdad es que a mí también.

– ¿Puedes sentirme? -susurró él.

– Sí.

– ¿Estoy dentro de ti?

¡Clic!

– ¿Qué es eso? -preguntó Craig.

– Mierda, me llaman por la otra línea.

– No hagas caso.

Nora miró su identificador de llamadas.

– No puedo, es una amiga mía.

– Ahora estamos hablando -dijo él entre risas.

– Muy gracioso. Espera un segundo, ¿vale? Acabo de cenar con ella y si no contesto se preocupará. -Descolgó la otra línea-. ¿Elaine?

– Todavía no estabas durmiendo, ¿verdad? -preguntó.

– No, estaba más que despierta.

– Oye, parece que te hayas quedado sin aliento.

– Estaba en la otra línea.

– No me lo digas… ¿Craig?

– Sí.

– Y yo he llamado justo a la mitad, ¿no es así?

– No pasa nada.

– Telecoitus interruptus. Lo siento.

– No te preocupes.

– Sólo quería repetirte lo contenta que estoy por ti, cariño. Ahora vuelve a lo que sea que estuvierais haciendo.

– Creo que es lo que haré.

– ¡Qué envidiaaaa!

Clic.

– ¿Sigues ahí? -preguntó Nora.

– Sigo aquí -dijo él.

– ¿Dónde estábamos?

– Habíamos llegado a tal punto que definitivamente no podré dormir esta noche.

– Yo tampoco. Mañana pasaré a verte y lo haremos de verdad.

Nora esperó a que él dijera algo. En lugar de eso, se hizo el silencio. ¿Qué estaría pensando?

– Mañana no puedo -dijo al fin.

– ¿Por qué no?

– Tengo que ocuparme de cierto asunto en la oficina central de Chicago. En realidad, por eso estaba leyendo a estas horas.

– ¿De qué asunto se trata? ¿No te lo puedes saltar y ya está?

– Lo haría; es un seminario. Pero soy uno de los ponentes.

– ¡Oh! -exclamó ella, desanimada-. Vaya.

– Estaré de vuelta dentro de unos días.

– ¿Me llamarás desde Chicago?

– Ya sabes que sí. Quizás incluso podamos retomar el tema donde lo hemos dejado.

– Quizá, si te portas bien.

– Oh, seré bueno, te lo aseguro -dijo-. No te preocupes por eso.

83

Pero Nora se preocupó. Toda la noche, para ser exactos. Había dicho que no podría dormir y estaba en lo cierto. Lo que quería, lo que anhelaba, era saber si Craig le había dicho la verdad. Estaba inquieta por el modo en que se había referido al seminario. Había sentido el mismo atisbo de duda que el día en que se conocieron, como un presentimiento de que algo no iba del todo bien.

A la mañana siguiente, Nora se despertó al alba. Ni se duchó, ni se maquilló: no había tiempo que perder. Con una vieja sudadera y una gorra de béisbol calada hasta los ojos, se dirigió en coche a Westchester. La primera parada fue la casa de Connor, en Briarcliff Manor, donde hizo un cambio: dejó el Mercedes rojo descapotable y cogió uno de los dos coches que acumulaban polvo en el garaje, un Jaguar XJR verde. De este modo, Craig no la reconocería. Además, el Jaguar le gustaba casi tanto como el Mercedes.

Veinte minutos más tarde, aparcaba al final de la calle donde estaba el apartamento de Craig, esperando con un gran vaso de plástico lleno de café en el regazo. Bebió unos sorbos mientras vigilaba.

La primera vez que le había seguido, ignoraba cuánto tiempo iba a esperar. Esta vez era distinto: él le había dicho que tenía un vuelo a mediodía.

Hacia las diez, se abrió la puerta desconchada y apareció él. Estaba muy guapo con su camiseta amarillo limón y su chaqueta deportiva de color tostado. Si iba a conducir hasta el aeropuerto, parecía lógico que saliera a esa hora. Es más, incluso llevaba una maleta. Se sintió aliviada.

Luego observó cómo Craig se subía a su BMW negro. El pelo, peinado hacia atrás, todavía estaba húmedo de la ducha. Su atractivo era natural, pensó Nora. Ya le echaba de menos, y ni siquiera había salido de la ciudad.

Dio marcha atrás y giró hacia donde estaba Nora. Esta se agachó apresuradamente en el asiento delantero, esperando a que él pasara de largo. El Jaguar verde no era más que otro coche aparcado junto a la acera, aunque era el más bonito.

Le seguiría durante unos minutos, hasta que estuviera claro como el agua que iba camino del aeropuerto. Todo iría bien. Mejor que bien. Él la llamaría desde Chicago aquella misma noche y ella le diría cuánto le echaba de menos, cosa que no le costaría demasiado. Los dos bromearían con sus orgasmos telefónicos. Nora sonrió al pensar en ello. ¿Qué le estaba ocurriendo?, se preguntó.

Estaba siguiendo a Craig a unos diez metros de distancia; éste se dirigió hacia el sureste, camino del aeropuerto, una ruta que ella conocía bien. Durante el camino se regañó a sí misma. «Mejor exagerar que lamentarlo» era su mantra favorito, pero tenía la sensación de que esta vez se había pasado un poco.

También antes había albergado las mismas dudas respecto a Craig y, al igual que en la primera ocasión, seguirle no le descubría nada nuevo. Hasta que vio que ponía el intermitente.

84

Había muchos caminos para llegar al aeropuerto de Westchester; por desgracia, aquél no era uno de ellos. Ni siquiera se podía considerar la ruta panorámica. Cuando Craig señalizó y giró, Nora lo comprendió de inmediato: tenía otro destino en mente.

No quería aventurar conclusiones. Existía algo llamado mentiras «piadosas» y prefirió mantener la esperanza. Tal vez estuviera preparando una sorpresa para ella.

Unos kilómetros más tarde, cuando vio ante sí una señal anunciando Greenwich, Connecticut, pensó en Betteridge, su joyería favorita de aquella localidad. Intentó imaginarse a Craig llevándole una cajita con un lazo encima y diciéndole que había inventado lo del viaje a Chicago, una mentirijilla inocente al fin y al cabo, para poder sorprenderla con un regalo.

Pero Greenwich pasaba de largo. Y con él, la mayor parte de las esperanzas de Nora. Seguía sin querer aventurar conclusiones, pero estaba lo más cerca de la ira que se podía estar. Ira, dolor… un montón de emociones encontradas, y ninguna de ellas positiva.

Craig entró en la localidad de Riverside, Connecticut. Por el modo en que conducía, era evidente que la zona le resultaba familiar. Pero ¿por qué? Finalmente, se metió por una calle sin salida.

Nora se quedó en la esquina, donde se detuvo. Miró a su alrededor. Las casas no eran muy grandes, pero se encontraban en buen estado. Nada que ver con el apartamento de Westchester.

¿Qué estaba haciendo Craig en Connecticut? ¿Por qué llevaba una maleta? ¿Por qué le mentía?

A media calle, más o menos, su BMW aparcó en un camino de entrada que había después de un buzón rojo. Nora observó atentamente, forzando la vista para ver a mayor distancia, mientras él salía del coche.

Craig se desperezó y se encaminó hacia la escalera principal de la casa, un edificio blanco de estilo colonial con persianas de color verde selva. Antes de llamar, la puerta se abrió de golpe y salieron corriendo un par de chiquillos. Se echaron en sus brazos y él los abrazó y los besó de tal modo que enseguida quedó descartada la posibilidad de que fuese su tío, su primo o su cariñoso hermano mayor. Sin duda alguna, Craig Reynolds era su padre.

«¿Significa eso que está… casado?»

Los ojos de Nora se clavaron en la puerta de entrada por si aparecía alguien más. Su corazón latía fuerte y le entraron ganas de vomitar. Pero en cuanto Nora vio a la mujer que estaba allí de pie, comprendió que no podía estar contemplando a la señora de Craig Reynolds. A menos que a éste le gustaran las ancianas extranjeras. Aquella mujer llevaba la palabra «niñera» escrita en la frente.

La mirada de Nora captó a alguien más. Asomada a la ventana del segundo piso había otra mujer, de un atractivo provinciano. Le hacía señas a Craig. En su frente había escrito algo diferente.

«Esposa.»

Nora echó la cabeza hacia atrás, contra el asiento del Jaguar, y maldijo como una loca, con todos los insultos que se podrían encontrar en un manual.

– ¡Craig, eres un mentiroso despreciable, un cerdo, un farsante!

Nora siguió mirando mientras él conducía a los dos niños dentro; era incapaz de apartar los ojos. Intentaba encajar las piezas, pero había algo que seguía sin tener sentido: ¿por qué tenía un apartamento en Westchester si vivía ahí?

Cuando aún no había terminado de reflexionar sobre esa cuestión, la puerta se abrió de nuevo. Craig y sus dos hijos salieron riendo y dándose golpecitos juguetones en los brazos. Ahora, cada niño llevaba una mochila y Craig, un petate. Entraron en el BMW. Se marchaban. Pero ¿adónde?

Nora echó un vistazo a la señal de «Camino sin salida» que había frente a ella. Puso la primera. No podía permitir que Craig pasara por delante de un Jaguar aparcado por segunda vez en una mañana.

Al girar por la siguiente calle, se detuvo allí durante un rato, pasándolo mal y pensando qué iba a hacer. Le importaba un comino adonde llevara Craig a sus hijos. Seguro que no era a un seminario en Chicago, en el que él figuraba como ponente. ¿Qué más había que comprender, aparte de que estaba engañando a su mujer?

Nada.

Decidió que regresaría a Westchester y puso el coche en marcha. Más tarde, en algún momento a lo largo del día, Craig la telefonearía. Seguro que sería una llamada muy interesante.

Pero, antes de volver a la carretera, Nora no pudo evitar echar un último vistazo a aquella preciosa casita de las afueras, de cerca. Apenas podía creer lo que había visto en los últimos minutos. Estaba claro que Craig fingía ser otra persona. De hecho, se parecían más de lo que ella hubiera podido soñar. ¿Tal vez por eso le atraía tanto?

Giró por la calle donde vivía Craig y se aproximó despacio al camino de entrada. De repente, dio un frenazo y miró fijamente. En uno de los lados del buzón había un nombre grabado, medio borrado pero legible. Nora no podía creer lo que veían sus ojos. El nombre escrito en el buzón era «O’Hara».

85

Espoleada por la rabia y la traición, incluso tal vez con el corazón algo roto, Nora condujo de vuelta a Westchester como alma que lleva el diablo. Estaba fuera de sí y rebosaba desdén.

Pero también le asediaban peligrosas preguntas sin contestar. ¿Por qué O’Hara había organizado esa artimaña? ¿Existía realmente alguna póliza de seguros? Y en cuanto al sexo… ¿qué papel tenía en todo aquello? Lo único de lo que estaba segura era de que le habían mentido, y lo había hecho un experto.

«¿Qué te parece, querida mía? Engañada por un profesional.»

Cuando llegó a la casa de Westchester, entró en ella arrasando y rompiendo valiosos objetos a diestra y siniestra. Tiró una mesa al suelo y rasgó un cuadro. Estampó un jarrón de Baccarat contra la pared y los pedazos de cristal se esparcieron por el suelo.

Entonces fue Nora la que se quebró.

Se bebió más de media botella de vodka, farfullando para sí misma, hasta que sus palabras se convirtieron en un balbuceo. Juró venganza, pero tendría que esperar para pensarla y tramarla. Hacia media tarde estaba tumbada sin conocimiento en el sofá del salón.

No se despertó hasta la mañana siguiente. La resaca fue casi una bendición, por terrible que fuese, pues inmediatamente apartó de su mente el motivo por el que había empezado a beber. Aunque no por mucho tiempo. Mientras se preparaba un café, la cólera regresó. El detonante fue el aroma: vainilla con avellanas. El mismo café que había compartido con Craig después de que éste se presentara.

Sólo que no era Craig. Nunca lo había sido.

Por fin, la resaca disminuyó. Con la cabeza más despejada, volvió a las preguntas sin respuesta. La primera y más importante: ¿por qué simulaba O’Hara que era otra persona? Dejando a un lado la póliza de seguros, ¿existía la compañía Centennial One? Después de ver la oficina en la ciudad, había dado por hecho que así era. Ahora, en cambio, no apostaría nada por ello. Nora descolgó el teléfono. Marcó el número de información de Chicago y preguntó por la supuesta oficina central de Centennial One.

– Por favor, anote el número -dijo el telefonista.

Pero Nora estaba convencida de que eso no demostraba nada. Lo apuntó y marcó.

– Buenos días, Seguros de Vida Centennial One -dijo una mujer de voz agradable.

– Sí; ¿puedo hablar con John O’Hara, por favor?

– Lo siento, el señor O’Hara está de viaje.

– ¿Puede ponerme con su buzón de voz?

– Desgraciadamente, nuestro sistema de buzón de voz en estos momentos no funciona -dijo la mujer.

– Qué casualidad.

– ¿Disculpe?

– No, nada.

– Si quiere, puedo tomar nota de su mensaje.

– No, no tiene importancia. -Nora estaba a punto de colgar-. Perdone, ¿cómo se llama usted?

– Susan.

– La verdad, Susan, es que tengo otra pregunta. ¿Puede decirme si Craig Reynolds todavía trabaja en esa empresa?

– Un momento, déjeme consultarlo. Ha dicho Reynolds, ¿verdad?

– Sí.

– Ah, aquí está. El señor Reynolds está en una de nuestras oficinas de Nueva York. En Briarcliff Manor, para ser exactos. ¿Quiere que le dé el número?

– Claro.

Nora lo anotó.

– Gracias, Susan.

– De nada, señorita… -Hizo una pausa-. Perdone, ¿cómo ha dicho que se llama?

– No lo he dicho.

Nora colgó. Inmediatamente cogió su bolso y rescató la tarjeta de visita que «Craig» le había dado. En efecto, los números coincidían.-Vaya, eres bueno, O’Hara -masculló para sí misma mientras cogía las llaves del coche.

«Pero la luna de miel ha terminado.»

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