«Las cosas no siempre son lo que parecen, hijo.»
Era una frase que a mi padre le encantaba repetirme cuando yo era pequeño. Por supuesto, también le encantaba decirme que sacara la basura, que recogiera las hojas con el rastrillo, que apartara la nieve con la pala, que no arrastrara los pies y que me pusiera derecho. Pero en cuanto a dejar una impresión significativa, todo lo demás quedaba en un segundo plano, muy por detrás de esa pequeña advertencia. Tan sencilla como cierta, según me ha enseñado la experiencia.
Pues bien, yo estaba sentado en mi recientemente obtenido despacho, más parecido a un armario de la limpieza con pretensiones de despacho. Era tan estrecho que hasta Houdini se habría quejado. En mi ordenador estaban las fotos que había tomado con la cámara digital. Una tras otra. Nora Sinclair, muy elegante, vestida de negro de pies a cabeza. Nora en la iglesia de Santa María. En el cementerio de Sleepy Hollow. De nuevo en la modesta casita de Connor Brown. Las últimas fotos eran de ella en la escalera de entrada, hablando con la hermana del pobre tipo, Elizabeth. Elizabeth era alta y rubia y parecía una nadadora californiana. Nora era morena y no tan alta, pero más hermosa. Las dos estaban deslumbrantes, incluso ataviadas para un funeral. Parecían estar llorando, y luego se habían abrazado.
¿Qué buscaba yo exactamente? No lo sabía, pero cuanto más observaba esas fotografías, mejor oía la voz de mi padre resonando en mi cabeza. «Las cosas no siempre son lo que parecen.»
Descolgué el teléfono y marqué el número de mi jefa. Línea directa. Dos tonos más tarde…
– Susan -anunció con decisión. Ni «Hola», ni el apellido; sólo Susan.
– Soy yo, hola. Necesito hacer una prueba de sonido -dije-. Así que dime, ¿cómo sueno?
– Como si quisieras venderme un seguro.
– ¿No es demasiado neoyorquino?
– ¿Quieres decir demasiado agresivo? No.
– Bien.
– Pero habla un poco más, sólo para asegurarnos -dijo ella.
Pensé durante un segundo.
– Muy bien; es un tipo que se muere y sube al cielo -empecé a decir con la misma voz, que para mi oído rezumaba estilo neoyorquino-. Párame si ya lo has oído.
– Ya lo he oído.
– No, no lo has oído; créeme, te vas a reír.
– Supongo que siempre hay una primera vez.
A estas alturas debería decir, por si aún no resulta evidente, que mi jefa y yo tenemos una relación bastante estrecha. Por supuesto, algunos hombres se sienten verdaderamente acomplejados cuando están a las órdenes de una mujer. De hecho, cuando Susan se puso al frente del departamento, hubo cuatro o cinco tíos que le hicieron la vida imposible desde el primer día. Por eso, cuando llegó el segundo día, los despidió. De veras. Así es Susan.
– Como decía, el tipo llega a las puertas del Paraíso y enseguida ve dos letreros -continué-. El primero dice: «Hombres que estaban controlados por sus esposas». El tío mira y ve que la cola mide quince metros de largo.
– Naturalmente.
– Sin comentarios. Así que entonces mira el segundo letrero. Dice: «Hombres que no estaban controlados por sus esposas». Y mira tú por dónde, en esa cola sólo hay un tío. El otro se dirige poco a poco hacia él y le dice: «Oye, tú, ¿por qué estás aquí?». El tío le mira y responde: «No lo sé, me lo ha dicho mi mujer». -Escuché, y estoy casi seguro de que oí una risita al otro lado del teléfono-. ¿Qué te había dicho? Próxima parada, el show de Letterman.
– Tiene su gracia -dijo Susan-. Pero yo aún no daría por terminada la jornada de trabajo.
Me reí entre dientes.
– Eso sí es gracioso, teniendo en cuenta que, en teoría, hoy ni siquiera es mi día de trabajo.
– ¿Detecto cierto nerviosismo?
– Yo lo llamaría aprensión.
– ¿Por qué? Estás acostumbrado a este tipo de cosas. Tienes un… -Susan se interrumpió antes de terminar la frase-. Oh, ya veo. Es porque se trata de una mujer, ¿verdad?
– Sólo digo que es un poco diferente, eso es todo.
– No te preocupes, lo harás bien. No importa quién o qué resulte ser Nora Sinclair: eres el mejor para este trabajo -afirmó-: Así pues, ¿cuándo es la presentación?
– Mañana.
– Bien. Excelente, Mantenme al corriente.
– Lo haré -dije-. Ah, Susan…
– ¿Sí?
– Gracias por el voto de confianza.
– Vaya.
– ¿Qué?
– Aún no estoy acostumbrada a que tú y la humildad estéis en la misma habitación.
– Lo intento. Dios sabe que lo intento.
– Lo sé -dijo-. Buena suerte.
El centro psiquiátrico Pine Woods, una institución a cargo de la Administración de Nueva York, se encontraba en Lafayetteville, a una hora y media en coche al norte de Westchester. Aunque no para Nora y su flamante Mercedes descapotable, por supuesto. Conduciendo a casi ciento treinta kilómetros por hora por las curvas de Taconic, una carretera flanqueada por bosques, el hospital apareció mucho antes.
Nora encontró una plaza de aparcamiento y volvió a cerrar la capota con sólo apretar un botón. «Listo.» Echó un rápido vistazo al espejo que llevaba en el bolso y se arregló el pelo. No fue necesario retocar el maquillaje. Para empezar, apenas llevaba. Entonces, por alguna absurda razón, le vino a la mente la hermana de Connor, «la rubia de hielo». Se sentía inquieta por el hecho de que la relación entre ellas todavía no hubiera quedado zanjada.
Nora se quitó esa idea de la cabeza. Cerró el coche con llave, incluso allí, en el quinto pino. Vestía vaqueros y una sencilla blusa blanca. Bajo el brazo llevaba una bolsa de una librería. Cuando se dirigía hacia la entrada del edificio principal, de ladrillos rojos, no se veía un alma a su alrededor.
Conocía el camino de memoria. Una visita mensual durante los últimos catorce años bastaba para asegurar que fuese así. Primero vino el registro obligatorio en el mostrador de recepción. Tras enseñar una tarjeta de identificación con su fotografía, Nora firmó y le dieron un pase. Después se dirigió hacia los ascensores, a la izquierda del mostrador. Uno de ellos aguardaba con la puerta abierta.
Durante el primer año de visita al centro, pulsaba el botón del segundo piso. Sin embargo, doce meses después, su madre fue trasladada a una planta superior. Aunque nadie lo admitiera ante Nora, ella sabía que cuanto más arriba estuviera la habitación de un paciente, menos posibilidades tenía de que lo dejaran marchar.
Nora entró en el ascensor y pulsó el botón número ocho. El piso más alto.
La enfermera jefe Emily Barrows tenía uno de esos días. Vaya sorpresa. El sistema informático no funcionaba, la espalda la estaba matando, la fotocopiadora se había quedado sin tóner, tenía la cabeza a punto de estallar, alguien del turno de noche había derramado café en el registro de medicaciones… Y eso que aún no era mediodía. Además, por la que parecía ser la milésima vez, y en realidad tal vez lo fuese, estaba enseñando a una nueva enfermera. Esta era de las que sonríen demasiado. Se llamaba Patsy, un nombre demasiado alegre.
Las dos mujeres estaban sentadas en el puesto de las enfermeras que se ocupaban del octavo piso. Uno de los ascensores, situados enfrente de ellas, abrió sus puertas. Emily levantó la vista de la hoja de registro manchada de café. Un rostro familiar se dirigía hacia ella.
– Hola, Emily.
– Hola, Nora. ¿Qué tal?
– ¿Cómo se encuentra?
– Está bien.
Cada mes, ella y Nora mantenían idéntica conversación, que siempre terminaba del mismo modo. La madre de Nora siempre estaba igual.
Emily miró a Patsy de soslayo. La nueva enfermera, que sonreía de forma insípida, la miraba y escuchaba la conversación.
– Patsy, ésta es Nora Sinclair -dijo Emily-. Su madre es Olivia, la señora de la 809.
– Oh -dijo Patsy con un ligero titubeo.
Un error de novata.
Nora la saludó con la cabeza.
– Me alegro de conocerte, Patsy.
Le deseó buena suerte a la enfermera antes de empezar a alejarse por el pasillo. Patsy susurró con voz intrigada:
– Olivia Sinclair… es la que asesinó a su marido, ¿verdad?
La respuesta de Emily, también en susurros, se ciñó a los hechos.
– Eso dijo el jurado. Hace mucho tiempo.
– ¿Usted no cree que lo hiciera?
– Oh, claro que lo hizo.
– No lo entiendo. ¿Cómo acabó aquí?
Emily escudriñó el pasillo. Quería asegurarse de que Nora no pudiera oírla.
– Por lo que me han contado, y esto se remonta a mucho tiempo atrás, Olivia se mantuvo muy entera durante los primeros años de su reclusión. Era una prisionera modélica. Pero, de repente, perdió el juicio.
– ¿Cómo?
– Perdió el sentido de la realidad. Empezó a hablar en un idioma inventado y sólo comía alimentos que empezaran con la letra P.
– ¿Con la letra P?
– Podría haber sido peor. Podría haber elegido la X, por ejemplo. Al menos la P incluye pan, peras, pescado…
Patsy la interrumpió como si estuviera en un concurso de preguntas y respuestas:
– ¿Pastel de queso?
Emily pestañeó unas cuantas veces.
– Mmm… supongo que sí. En fin, entonces Olivia intentó suicidarse, y después de aquello la mandaron aquí. -Se quedó pensativa unos segundos-. O quizá fue primero el intento de suicidio y luego empezó a comportarse como una loca. Es igual; lo único que sé es que, veinte años después, Olivia Sinclair ni siquiera sabe cómo se llama.
– Vaya, eso es muy triste -dijo Patsy, quien, para asombro de Emily, era capaz de mostrar preocupación sin perder la sonrisa-. ¿Qué cree que le ocurrió?
– Ni idea. Es una mezcla de autismo y Alzheimer. Todavía puede hablar un poco y hacer cosas por sí misma, sólo que ninguna de ellas tiene mucho sentido. Por ejemplo, ¿has visto que Nora llevaba un paquete bajo el brazo? -Patsy negó con la cabeza-. Cada mes, Nora le trae una novela. Sin embargo, cuando la veo leerlo, el libro siempre está al revés.
– ¿Lo sabe Nora?
– Sí, por desgracia.
Patsy suspiró.
– Bueno, es una suerte para su madre tenerla a ella.
– Estaría de acuerdo contigo, de no ser por un detalle -dijo la enfermera jefe-. Su madre ni siquiera reconoce a Nora.
– Hola, mamá. Soy yo.
Nora atravesó la pequeña habitación y cogió la mano de su madre. Le dio un suave apretón, pero no recibió ninguna respuesta. Aunque tampoco la esperaba. Nora estaba acostumbrada a no sentir nada durante esas visitas.
Olivia Sinclair estaba tumbada en la cama, sobre la colcha, y recostada sobre dos almohadas finas. Su mirada vidriosa y su aspecto marchito hacían que pareciera una mujer de ochenta años, aunque sólo tenía cincuenta y siete.
– ¿Te encuentras bien? -Nora vio a su madre girarse lentamente hacia ella-. Soy yo, Nora.
– Estás muy guapa.
– Gracias. He ido a la peluquería. Tenía un funeral.
– Ya sabes que me gusta leer -dijo Olivia.
– Sí, lo sé. -Nora metió la mano en la bolsa y sacó la última novela de John Grisham-. Mira, te he traído un libro.
Se lo tendió a su madre, pero ésta no lo cogió. Nora lo dejó en la mesilla de noche y se sentó en la silla que había al lado.
– ¿Comes bien?
– Sí.
– ¿Qué has desayunado?
– Huevos con tostadas.
Nora forzó una sonrisa. Estos eran los momentos más dolorosos, cuando parecía mantener una conversación con su madre. Sin embargo, no se engañaba. De manera inevitable y casi autodestructiva, ponía a su madre a prueba para asegurarse.
– ¿Sabes quién es el presidente?
– Sí, claro que lo sé. Jimmy Carter.
No tenía ningún sentido corregirla, y Nora lo sabía. En lugar de eso, le habló de su trabajo y de algunas casas que había decorado y la puso al día sobre sus amigas de Manhattan. Elaine trabajaba demasiado en el bufete de abogados y Alison seguía siendo un barómetro de la moda en W.
– La verdad es que me cuidan mucho, mamá.
– Toc, toc -dijo una voz. La puerta se abrió y apareció Emily con un carrito-. Es la hora de la medicina, Olivia. -La enfermera se movía con gestos secos, como un robot. Cogió una jarra de agua de la mesilla de noche y llenó un vaso-. Aquí tienes, Olivia. -La madre de Nora cogió la pastilla y se la tragó sin rechistar-. Vaya, ¿es la última de Grisham? -preguntó Emily al ver la novela sobre la mesa.
– Acaba de salir -afirmó Nora.
Su madre sonrió.
– Ya sabes que me gusta leer.
– Claro que sí -dijo Emily.
La madre de Nora cogió la novela. La abrió por una página cualquiera y se puso a leer. Con el libro al revés. Emily se volvió hacia Nora, siempre tan valiente y hermosa.
– Ah, por cierto… -dijo Emily antes de marcharse-, el coro del instituto local está actuando en la cafetería. Hemos llevado abajo a todos los de esta ala. Si quieres venir, ya lo sabes, Nora.
– No, gracias, estaba a punto de marcharme. Últimamente estoy muy ocupada. -Emily se fue y Nora se puso en pie. Se acercó a su madre y la besó en la frente con suavidad-. Te quiero -susurró-. Ojalá lo supieras.
Olivia Sinclair no dijo una palabra. Se limitó a mirar cómo su hija salía por la puerta. Momentos después, cuando ya no había nadie con ella, Olivia quitó la cubierta de su nueva novela y le dio la vuelta. Con el libro del derecho y la cubierta al revés, comenzó a leer.
Acababa de limpiar el objetivo de mi cámara por tercera vez en veinte minutos.
En los intervalos, contaba el número de puntadas que había en el volante de cuero (trescientas doce), reprogramé la posición del asiento del conductor (un punto hacia arriba y algo más inclinado hacia delante) y memoricé de una vez por todas la presión óptima para los neumáticos del BMW 330i («treinta PSI delante y treinta y cinco detrás», indicaba el manual que había en la guantera). Definitivamente, el aburrimiento había hecho acto de presencia.
Quizá debería haberla llamado primero. No, decidí que no. Debía hacerlo en persona. Cara a cara. Aun a riesgo de morirme de asco mientras esperaba en el coche. De haber sabido que aquello se iba a convertir en una sesión de vigilancia hubiera traído unos donuts. De Dunkin, de Krispy Kreme o de cualquier otra marca.
– ¿Dónde estará?
Diez minutos más tarde vi un Mercedes rojo descapotable que se acercaba desde el otro lado de Central Avenue y se metía en el camino de entrada del difunto Connor Brown. Se detuvo enfrente de la casa y ella salió del interior.
Nora Sinclair. Y supongo que debería añadir: ¡uauh!
Se inclinó, buscó en lo que pasaba por ser el asiento trasero y sacó una bolsa de la compra. Cuando se dirigía hacia la casa jugueteando con las llaves, yo ya estaba en mitad del césped. La llamé en voz alta:
– Perdone… Esto… ¡Perdone!
Se giró. El conjunto negro que llevaba en el funeral se había convertido en unos vaqueros y una blusa blanca. Las gafas de sol eran las mismas. Tenía un pelo precioso: denso, brillante y castaño. Sé que me repito, pero… ¡uauh! Por fin estaba de pie frente a ella. Tuve cuidado de no pasarme con el acento.
– ¿Es usted Nora Sinclair, por casualidad?
Con gafas de sol o sin ellas, podía jurar que me estaba examinando.
– Eso depende. ¿Quién es usted?
– Oh, caramba, lo siento. Debería haberme presentado primero. -Le tendí la mano-. Soy Craig Reynolds.
Nora sostuvo la bolsa con el otro brazo y me dio la mano.
– Hola -dijo; su voz delataba que seguía en guardia-. Es usted Craig Reynolds… ¿y?
Busqué en mi chaqueta y saqué con torpeza una tarjeta de presentación.
– Trabajo en Seguros de Vida Centennial One -dije, entregándole la tarjeta. Ella la miró-. Siento mucho su pérdida.
Se relajó un poco.
– Gracias.
– Así pues, es usted Nora Sinclair, ¿no es así?
– Sí, soy Nora.
– Supongo que debía de estar muy unida a Connor Brown.
Debió de considerar que ya se había relajado bastante y volvió a hablar con recelo.
– Sí, estábamos prometidos. Y haga el favor de decirme de qué va todo esto.
Ahora me tocaba a mí mostrarme confundido.
– ¿Quiere decir que no lo sabe?
– ¿El qué?
Hice una pequeña pausa.
– Que el señor Brown tenía contratada una póliza de seguros por valor de un millón novecientos mil dólares, para ser exactos. -Se quedó mirándome sin comprender nada. Yo no esperaba menos-. Entonces deduzco que tampoco sabe, señorita Sinclair -dije-, que usted consta como la única beneficiaría.
Nora supo mantener la calma de una forma increíble.
– ¿Puede repetirme su nombre? -preguntó.
– Craig Reynolds… está escrito en la tarjeta. Dirijo la oficina que Centennial One tiene en la ciudad.
Nora apoyó el peso de su cuerpo en una pierna, con un gesto muy bien ejecutado, debo decir, y volvió a mirar mi tarjeta. La bolsa con los alimentos empezó a escurrirse de su brazo, así que yo me lancé hacia delante y la agarré antes de que se cayera al suelo.
– Gracias -dijo mientras trataba de volver a sostener la bolsa-. Se habría armado una buena.
– Le diré lo que haremos: ¿por qué no deja que le lleve esto? Necesito hablar con usted.
Me di cuenta de que estaba sopesando la situación. Un tipo al que nunca había visto antes le pedía que le dejara entrar en su casa. Un extraño. Y uno que venía con un caramelo en la mano, nada menos. Aunque en mi caso se trataba de una suculenta cantidad de dinero. Una vez más, volvió a mirar mi tarjeta.
– No se preocupe, estoy bien enseñado -bromeé.
Ella sonrió levemente.
– Lo siento, no quiero parecerle demasiado desconfiada. Es que han sido…
– Unos días muy duros para usted, sí, me lo puedo imaginar. No tiene por qué disculparse. Si lo prefiere, podemos hablar de la póliza otro día. ¿Preferiría pasar por mi oficina?
– No, está bien. Por favor, entre.
Nora se dirigió hacia la casa y yo la seguí. Todo iba sobre ruedas. Me pregunté si debía de bailar bien. Sin duda, caminaba espléndidamente.
– ¿Vainilla con avellanas?-pregunté.
Volvió la cabeza y me miró por encima de su hombro.
– ¿Cómo?
Hice un gesto hacia el café molido que asomaba por la bolsa de la compra.
– Aunque hace poco probé uno de esos cafés a la crema que hacen ahora y huelen exactamente igual.
– No, es vainilla con avellanas -dijo-. Estoy impresionada.
– Preferiría haber sido bendecido de otra forma; por ejemplo, con la capacidad de lanzar una pelota a ciento cincuenta kilómetros por hora. En lugar de eso, tengo un olfato privilegiado.
– Mejor eso que nada.
– Veo que es usted optimista -dije.
– No últimamente.
Me di una palmada en la frente.
– Vaya, qué estúpido he sido al decir eso. Lo siento mucho.
– No pasa nada -dijo, y casi sonrió.
Subimos la escalinata principal y entramos en la casa. El vestíbulo era mucho más grande que mi apartamento. La araña que colgaba sobre nuestras cabezas valía al menos mi sueldo de un año. Las alfombras orientales, los jarrones chinos… ¡caramba, cuánto lujo!
– Por aquí está la cocina -dijo mientras me hacía doblar una esquina.
Cuando entramos en ella, también resultó ser más grande que mi apartamento. Señaló la encimera de granito que había junto al frigorífico.
– Puede dejar la compra ahí, gracias.
Dejé la bolsa y empecé a vaciarla.
– No es necesario que haga eso.
– Es lo menos que puedo hacer después de mi comentario sobre el optimismo.
– De veras, no hace falta. -Se acercó y cogió el paquete de café de vainilla con avellanas-. ¿Puedo ofrecerle una taza?
– Por supuesto.
Me aseguré de hablar sólo de cosas sin importancia mientras se hacía el café. No quería precipitarme, pues corría el riesgo de que ella me hiciera demasiadas preguntas. Me imaginaba que ya tendría un par preparadas para mí.
– Hay una cosa que no entiendo -dijo unos minutos después. Estábamos sentados a la mesa de la cocina, con sendas tazas de café en la mano-. Connor tenía mucho dinero y no tenía hijos ni ex mujer. ¿Por qué preocuparse por un seguro de vida?
– Esa es una buena pregunta. Creo que la respuesta está en el modo en que se contrató la póliza. Verá, el señor Brown no vino a nosotros, sino que nosotros fuimos a él. O mejor dicho, a su empresa.
– No estoy segura de entenderlo.
– En Centennial One se contratan cada vez más pólizas como recompensa para los empleados de las empresas. Nuestro método para incentivar a las compañías consiste en ofrecer a los altos cargos seguros de vida sin plazos fijos.
– Es un buen regalo.
– Sí, y a nosotros nos garantiza muchos contratos.
– ¿Por cuánto ha dicho que era la póliza de Connor?
Como si lo hubiera olvidado.
– Por un millón novecientos mil -respondí-. Es el máximo para su tipo de empresa.
Una arruga surcó su frente.
– ¿De veras me nombró su única beneficiaría?
– Sí, así es.
– ¿Cuándo lo hizo?
– ¿Quiere decir cuándo contrató la póliza? -Ella asintió-. Pues resulta que lo hizo recientemente. Hace cinco meses.
– Supongo que eso lo explica todo. Aunque por aquel entonces llevábamos juntos desde hacía muy poco.
Sonreí.
– Es evidente que sus sentimientos por usted fueron obvios desde el principio.
Intentó devolverme la sonrisa, pero las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas y se lo impidieron. Se las enjugó mientras se disculpaba. Yo le aseguré que no pasaba nada y que lo comprendía. De hecho, la escena fue bastante emotiva. ¿Realmente era tan buena?
– ¡Connor me dio tanto en vida! Y ahora esto. -Se enjugó otra lágrima-. Con lo que yo daría por volver a tenerle… -Nora bebió un largo sorbo de café. Yo hice lo mismo-. Así pues, ¿qué ocurrirá ahora? Supongo que tendré que firmar algo antes de que el pago se haga efectivo, ¿no es cierto?
Me incliné hacia delante y me aferré a mi taza con las dos manos.
– Pues verá, por eso estoy aquí, señorita Sinclair. Hay un pequeño problema…
Hablaba como un agente de seguros, pero a Nora no le pareció que lo fuese. Para empezar, se dio cuenta de que no vestía tan mal. La corbata conjuntaba con el traje, y éste había estado de moda en alguna temporada de la última década.
Además, era una persona agradable. Los pocos empleados de seguros a los que había conocido hasta entonces parecían tener tanto carisma como una caja de cartón. De hecho, bien mirado, Craig Reynolds era un hombre atractivo. En conjunto no estaba nada mal. También conducía un coche bastante bueno. Pero estaban en Briarcliff Manor, pensó Nora, y no en el Bronx. Para dirigir la oficina de una gran compañía de seguros en aquellos parajes se necesitaba tener buena presencia. Aun así, no pensaba bajar la guardia.
Había estado observando a Craig Reynolds con atención mientras tomaba notas mentales, desde el momento en que apareció por primera vez hasta que rodeó la taza de café con sus manos y anunció que había «un pequeño problema» con la póliza de Connor.
– ¿Qué clase de problema? -preguntó ella.
– A fin de cuentas, no creo que represente ningún obstáculo. La cuestión es que, debido a que el señor Brown era relativamente joven, han decidido investigar el caso.
– ¿Quiénes?
– Los de la oficina central de Chicago. Ellos mueven todos los hilos.
– ¿Y usted no tiene nada que decir?
– No mucho, en este caso. Como ya le he dicho, el señor Brown contrató su póliza en nuestra división corporativa, que está administrada por la oficina central. Sin embargo, este servicio se basa en la proximidad con el cliente. Es decir, que de no ser por la investigación en curso, sería yo quien se encargaría del asunto.
– Entonces, si no lo hace usted, ¿quién va a hacerlo?
– Aún no he sido informado, pero apostaría que será John O’Hara.
– ¿Le conoce?
– De oídas.
– Oh, oh…
– ¿Qué?
– Al decir eso ha fruncido el ceño.
– No, no hay de qué preocuparse. Dicen que O’Hara es un cabrón, y perdone la expresión, pero eso es normal tratándose del investigador de una compañía de seguros. Por lo que sé, no será más que una investigación rutinaria.
Cuando Craig Reynolds volvió a coger su taza de café, Nora tomó otro apunte mental: no llevaba anillo de casado.
– ¿Qué le parece la vainilla con avellanas? -le preguntó.
– Sabe aún mejor de lo que huele.
Ella se recostó en su silla. Enjugadas ya todas sus lágrimas, le dedicó a Reynolds una agradable sonrisa. Parecía ser un tipo considerado y afectuoso. Y lo mejor era que, al sonreír, se le formaban unos graciosos hoyuelos en las mejillas. «Qué lástima que no tenga dinero.» Aunque Nora no se quejaba. Desde su posición, el agente de seguros Craig Reynolds valía 1,9 millones de dólares. Era un golpe de suerte que no pensaba dejar escapar. La única pega era la investigación. Parecía rutinaria, pero no dejaba de inquietarla, aunque tampoco más de lo debido. Tenía un buen plan, concebido para resistir cualquier indagación. De la policía, de la oficina forense o de todo aquel o aquello que pudiera interponerse en su camino. Y, por supuesto, eso incluía a la compañía de seguros.
Sin embargo, aquella noche, después de que Craig Reynolds se hubo marchado, decidió que tal vez fuese una buena idea desaparecer unos días. De todos modos, se suponía que debía ver a Jeffrey ese fin de semana. Tal vez se marchara un día antes para darle una sorpresa.
Al fin y al cabo, era su marido.
A la mañana siguiente, el viernes, Nora salió de la casa de Westchester y abrió el maletero de su Mercedes descapotable, que estaba estacionado enfrente. Metió su maleta dentro. El hombre del tiempo había anunciado un día soleado y apacible, con temperaturas de hasta veinticinco grados. Un día perfecto para conducir sin capota.
Nora apretó el botón del control remoto y observó cómo el techo del coche empezaba a retroceder. En ese instante, otro coche llamó su atención. «¿Qué diablos…?»
En Central Avenue, aparcado bajo un arce y un roble altísimos, estaba el mismo BMW del día anterior. Y sentado delante con las gafas de sol puestas estaba Craig Reynolds, el agente de seguros. ¿Qué hacía otra vez allí?
Sólo había un modo de averiguarlo. Nora comenzó a caminar hacia el coche. Le había parecido muy simpático cuando se conocieron, pero ahora, vigilándola desde el coche… era escalofriante. O peor aún, era sospechoso. Razón por la que se recordó a sí misma que había que mantener la calma.
Cuando Craig la vio acercarse, salió rápidamente de su BMW y se dirigió hacia ella, vestido con su traje claro de verano, mientras le dedicaba un gesto amistoso. Se encontraron a medio camino.
Nora inclinó la cabeza y sonrió.
– Si no supiera lo que sé, creería que me está espiando.
– Si fuera ése el caso, habría elegido un escondite mejor, ¿no cree? -Él le devolvió la sonrisa-. Le pido disculpas, esto no es lo que parece. En realidad, si hay que culpar a alguien es a los Mets.
– ¿A todo el equipo de béisbol?
– Sí, incluido el director general. Estaba a punto de entrar en su casa cuando El Fan ha dado paso a la publicidad anunciando que el club está a punto de entrar en negociaciones con Houston. Así que estaba esperando oírlo.
Ella le miró sin comprender nada.
– ¿El Fan?
– Es una emisora de radio donde sólo dan deportes.
– Ya veo. ¿Así que no estaba espiando?
– Pues no. No soy James Bond, sólo un sufrido y antiguo socio de los Mets.
Nora asintió. Consideró que Craig Reynolds decía la verdad, a menos que fuese un mentiroso nato.
– ¿Para qué quería verme? -preguntó.
– Le traigo buenas noticias. A John O’Hara, el tipo de la oficina central del que le hablé, le han encargado la investigación sobre la muerte del señor Brown.
– Creía que eso no era precisamente bueno.
– No, pero esta parte sí lo es: he hablado con él esta mañana temprano y me ha dicho que no cree que haya ningún problema.
– Eso está bien.
– Mejor aún: he conseguido que me asegure que será una investigación rápida. Me ha soltado su sermón sobre no dar tratos especiales a nadie, pero se lo he pedido como favor personal. En cualquier caso, pensé que le gustaría saberlo.
– Se lo agradezco, señor Reynolds. Es una agradable sorpresa.
– Por favor, llámeme Craig.
– En ese caso, llámeme Nora.
– De acuerdo, Nora. -Miró hacia el descapotable rojo que estaba en la entrada de la casa, con el maletero aún abierto-. ¿Te vas de viaje?
– Sí, la verdad es que sí.
– ¿A algún lugar interesante?
– Eso depende de lo que opines del sur de Florida.
– Como se suele decir, es un buen lugar para ir de visita, pero no me gustaría votar allí.
Ella se rió entre dientes.
– Tendré que usar esa frase con mi cliente de Palm Beach. O tal vez no.
– ¿A qué te dedicas? Si no te importa que te lo pregunte,…
– Soy decoradora de interiores.
– ¿Estás bromeando? Debe de ser divertido. Quiero decir que no hay muchos trabajos en los que uno pueda gastarse el dinero de los demás, ¿verdad que no?
– No, supongo que no. -Ella miró su reloj-. Vaya, alguien llegará tarde al aeropuerto.
– Es culpa mía. No quiero entretenerte más.
– En fin, gracias de nuevo, señor Reyn… -se corrigió a sí misma-. Craig. Gracias por venir, ha sido muy agradable.
– De nada. Te avisaré cuando haya alguna novedad sobre la investigación.
– Te lo agradeceré.
Se dieron la mano y Craig se dispuso a marcharse.
– Ah, espera… -dijo-. Acabo de caer en la cuenta: si te vas de viaje, quizá deberías dejarme el número de tu móvil.
Nora dudó durante medio segundo. Aunque darle su número era una de las últimas cosas que quería hacer, no deseaba que el agente de seguros sospechara de ella.
– Claro -dijo-. ¿Tienes un bolígrafo?
Llamé a Susan en cuanto volví al coche. Mis dos primeros encuentros con Nora merecían que informara a mi jefa.
– ¿Es igual de guapa en persona?
– ¿Eso es lo que más te interesa?
– Por supuesto -dijo Susan-. Esa chica no podría hacer lo que está haciendo si no fuese una belleza. ¿Lo es?
– ¿Hay alguna forma de contestar a eso y parecer profesional al mismo tiempo?
– Sí. Se le llama ser honesto.
– En ese caso, sí -dije-. Nora Sinclair es una mujer muy atractiva. No exageraría si dijera que es impresionante.
– Eres un cerdo. -Me reí-. ¿Qué impresión te ha dado?
– Aún es demasiado pronto para decirlo. O no tiene nada que ocultar o es una mentirosa nata.
– Me juego diez dólares a que es lo segundo.
– Ya veremos si es una buena apuesta -dijo.
– Contigo trabajando en ello, seguro que saldremos de dudas.
– ¿Sabes? Si sigues poniéndome por las nubes acabaré por darme con la cabeza en el techo.
– Es posible, pero sé que no me fallarás.
– Oh, ya veo. El libro de instrucciones aconseja estimular mi autoestima.
– Créeme: no hay ningún libro de instrucciones que diga cómo tratar contigo -respondió-. ¿Dónde estás ahora?
– Frente a la casa del difunto Connor Brown.
– ¿Ya has pasado a la segunda parte?
– Sí.
– ¿Cuánto ha tardado en verte?
– Unos minutos.
– ¿Los Mets o los Yankees?
– Los Mets -dije-. Los fichajes de Steinbrenner para este año; al menos, hasta el final de la temporada.
– ¿Crees que está al corriente de eso?
– No, pero toda precaución es poca.
– Amén -dijo Susan-. ¿Te ha creído?
– Estoy casi seguro de ello.
– Bien. ¿Lo ves? Sabía que eras el mejor para hacer este trabajo.
– ¡Ay!
– ¿Qué?
– Nada, mi cabeza, que se ha dado con el techo.
– Infórmame sobre todo lo que ocurra.
– Así se hará, jefa.
– No seas condescendiente.
– No volverá a ocurrir, jefa.
Susan me colgó el teléfono.
Apenas había recorrido un kilómetro y medio cuando una molesta e irritante sensación se apoderó de Nora. Justo en medio de la carretera que transcurría junto al campo de golf Trump National, hizo chirriar los neumáticos de su Mercedes dando una vuelta de ciento ochenta grados. El volante giraba entre sus manos como una ruleta. Si se daba prisa, pensó, aún podría alcanzarle.
Había algo raro en Craig Reynolds, y no se trataba solamente de su sentido del humor.
Nora pisó el acelerador y comenzó a desandar el camino que había recorrido desde la casa de Connor. Cruzó a toda velocidad una estrecha calle flanqueada por árboles y luego otra, y viró bruscamente para adelantar a un Volvo que circulaba despacio por el mismo camino. Un poco más abajo, una anciana que paseaba a su cocker spaniel le dedicó una mirada de desaprobación.
Por un instante, Nora se preguntó por qué actuaba de ese modo. ¿No estaba pecando de paranoica? ¿Era necesario actuar así? Pero aquella molesta sensación pudo más que cualquier duda, por persistente que ésta fuese, así que pisó aún más fuerte el acelerador. Ya casi había llegado.
«¿Qué diantre…?»
Nora dio un frenazo. Al llegar a la esquina de la calle de Connor, tuvo que reaccionar con rapidez. El BMW negro seguía allí. Craig Reynolds no se había marchado.
«¿Por qué no? ¿Qué está haciendo ahora?»
Dio marcha atrás y retrocedió siguiendo la acera. Unos setos y pinos bastante crecidos resultaron muy oportunos, pues ocultaban gran parte del coche y, al mismo tiempo, le proporcionaban una vista más o menos decente. Sin embargo, desde aquella distancia Craig Reynolds era poco más que una silueta. Nora entornó los ojos. No podía asegurarlo, pero le pareció que hablaba por el teléfono móvil. Aunque no por mucho tiempo: al cabo de un minuto, las luces traseras del BMW brillaron en medio de una descarga de humo salido de un silenciador. El Agente de Seguros por fin se marchaba.
Nora no tenía ni idea de adonde se dirigía, pero estaba decidida a averiguarlo. El plan, para sorprender a Jeffrey en Boston había sido reemplazado por otro. Y éste se llamaba «Investigar al verdadero Craig Reynolds».
El tipo se largó.
Nora sabía que no podía seguirle de cerca. Él sabía cuál era su coche, y el hecho de que éste fuese de un rojo brillante no ayudaba demasiado. «Qué pena que Mercedes no fabrique descapotables de color verde camuflaje.»
«Briarcliff Manor. Pueblo fundado en 1902.»
Incluso antes de ver el rótulo, Nora se había imaginado que Craig se dirigiría hacia el centro del pueblo. Menos mal. Después de encontrarse con un par de señales de «Stop» y sortear el tráfico de la carretera 9A, ya casi le había perdido de vista. De haberse dirigido hacia cualquier otra localidad menos tranquila que aquélla, probablemente le habría perdido el rastro.
La pequeña población no le era desconocida, pues había estado allí varias veces con Connor. Era una mezcolanza de clase trabajadora y sofisticación, de gente modesta y nuevos ricos. Farolas de aspecto rústico salpicaban la calle principal entre bancos y tiendas especializadas. Jóvenes de pelo azul compartían las aceras con jóvenes supermamás que empujaban lo último y lo más impresionante en cochecitos de bebé. Amalfi's, un restaurante italiano que le encantaba a Connor, estaba muy animado por los clientes del turno de mediodía.
Nora volvió a pensar que había perdido a Craig, pero suspiró aliviada al entrever su BMW negro girando a la izquierda, bastante más adelante. Cuando se dispuso a seguirle, él ya había aparcado y estaba de pie en la acera. Así que se hizo a un lado al instante y le observó mientras entraba en un edificio de ladrillos. Supuso que allí estaría su oficina.
Despacio, pasó por delante con el coche. En efecto, había un letrero encima de las ventanas del segundo piso donde se leía: «Seguros de Vida Centennial One».
«En fin, es una buena señal, y nunca mejor dicho.»
Nora dio otra vuelta y aparcó unos cuarenta metros más arriba de la entrada. Cuanto más lejos mejor. Craig Reynolds parecía ser quien decía que era. Pero aún no se daba por satisfecha: su intuición le decía que había algo más allá de lo que veían sus ojos.
Se puso cómoda para esperarle sin perder de vista el edificio, un insulso bloque de dos pisos. Realmente, no tenía nada que llamara la atención. Ni siquiera estaba segura de que los ladrillos fueran de verdad. Parecían más bien falsos, como los que se fabricaban con aquella técnica que había visto en la televisión.
La espera no duró mucho. Menos de veinte minutos más tarde, Craig salía del edificio y regresaba al coche. Nora se enderezó en su asiento y esperó a que él empezara a alejarse.
«¿Y ahora adonde, señor Agente de Seguros? Sea a donde sea, no te vas a ir solo.»
El destino fue la cafetería Blue Ribbon. Estaba situada a las afueras de la ciudad, unos kilómetros hacia el este, no muy lejos de la carretera de Saw Mill River. Era uno de aquellos restaurantes clásicos de aspecto anticuado: rectangular, con toques cromados y una franja de cristaleras circundando el perímetro.
Nora encontró una plaza en el aparcamiento que había al lado, desde el que se podía ver la puerta. Echó un vistazo al reloj. Eran más de las doce.
Se había saltado el desayuno, estaba muerta de hambre y, por si fuera poco, estaba a sotavento del extractor de la cocina. El olor de las hamburguesas y de los fritos le obligó a remover el contenido de su bolso hasta encontrar medio paquete de caramelos de menta.
Unos cuarenta minutos después, Craig salió tranquilamente de la cafetería. Al verle, Nora registró una nueva impresión: era un hombre atractivo y con muy buena planta. Tenía una pizca de descaro, altivez, arrogancia…
Se reanudó la persecución.
Craig hizo un par de recados y regresó a su oficina. A lo largo de la tarde, Nora pensó una docena de veces en dar la vigilancia por terminada. Y una docena de veces se dijo a sí misma que debía permanecer allí, aparcada a una manzana y media del edificio. Sobre todo sentía curiosidad por lo que traería la noche. ¿Tenía Craig Reynolds vida social? ¿Habría quedado con alguien? ¿Y dónde estaría exactamente su casa?
Alrededor de las seis, empezaron a llegar las respuestas. Las luces de Seguros de Vida Centennial One se apagaron y Craig salió del edificio. Sin embargo, no se dirigió a la barra de ningún bar, ni parecía tener planes para una gran cena, ni una novia con la que quedar. Al menos, no aquella noche. En lugar de eso, se fue a comprar una pizza y luego condujo hasta casa.
Y fue entonces cuando Nora descubrió que Craig Reynolds ocultaba algo, después de todo: no tenía ni mucho menos tanto dinero como quería aparentar.
A juzgar por el lugar donde vivía, era evidente que había invertido todo su dinero en el coche y el vestuario. Su apartamento de Pleasantville era un piso decadente, rodeado por un puñado de viviendas decadentes en lo que parecía un bulevar de viviendas. Unos cuantos edificios con los laterales de vinilo blanco y ventanas con postigos negros, y un pequeño patio o balcón para cada piso. ¿Acaso Craig Reynolds pagaba una pensión alimentaria? ¿Tenía hijos a los que mantener? ¿Cuál era su historia, en definitiva?
Nora consideró la posibilidad de quedarse a la salida de los Apartamentos Ashford Court Garden un poco más. Quizás Craig tuviera planes, más tarde.
O quizá, pensó Nora, empezaba a delirar; no había comido nada en todo el día. Ver cómo la caja de la pizza se balanceaba sobre la mano de Craig bastó para desencadenar una nueva onda de rugidos estomacales. Los caramelos de menta eran un recuerdo lejano. Ya era hora de cenar. ¿Tal vez en el Iron Horse de Pleasantville? Cenar sola. ¡Podía ser divertido!
Puso el coche en marcha y se fue, satisfecha de haber seguido a Craig. Nora sabía que la gente no siempre es lo que aparenta ser. Sólo tenía que mirarse en el espejo. Lo que le recordó otro de sus mantras: «Mejor exagerar que lamentarlo».
El anuncio del Westchester journal aseguraba que el apartamento disfrutaba de unas vistas espectaculares. De qué, eso ya no lo sé. La fachada daba a una callejuela de Pleasantville, mientras que la parte de atrás ofrecía una amplia panorámica del aparcamiento, presidido por el mayor contenedor que había visto nunca.
Por dentro era aún peor. Suelo de vinilo por todas partes. Un sillón de piel de imitación de color negro y un sofá que seguramente había sido testigo de muy pocos encuentros interesantes. Si el agua corriente y la electricidad constituían una «cocina puesta al día», entonces no cabe duda de que eso era lo que tenía. Porque, por lo demás, dudaba que las encimeras de formica amarilla volvieran a estar de rabiosa actualidad.
Al menos, la cerveza estaba fría. Dejé la pizza en la mesa y saqué una del frigorífico antes de dejarme caer en el sillón lleno de bultos de mi «espacioso salón». Menos mal que no sufro de claustrofobia.
Descolgué el teléfono y marqué un número. Estaba seguro de que Susan todavía estaría en la oficina.
– ¿Te ha seguido? -preguntó de buenas a primeras.
– Durante todo el día -dije.
– ¿Te ha visto entrar en el apartamento?
– Sí, señora.
– ¿Todavía está ahí fuera?
Bostecé de forma exagerada.
– ¿Estás insinuando que tengo que levantarme del sillón y echar una mirada?
– Claro que no -respondió-. Puedes llevarte el sillón contigo.
Sonreí para mis adentros. Siempre me habían gustado las mujeres que te las colaban como ella lo hacía.
La ventana que había junto al sillón tenía una persiana enrollable vieja y raída que siempre estaba bajada. Con cuidado, levanté una de sus esquinas y eché un vistazo.
– Mmm… -murmuré.
– ¿Qué ocurre?
Nora había aparcado una manzana más abajo. Pero su coche ya no estaba.
– Supongo que ya ha visto bastante -dije.
– Eso es buena señal. Te cree.
– ¿Sabes? Me parece que me habría creído aunque tuviera un apartamento decente. ¿Tal vez algo en Chappaqua?
– ¿Acaso te estás quejando?
– Una mera observación.
– No lo entiendes: de esta forma, ella cree que tiene ventaja sobre ti -dijo Susan-. Vestir y conducir por encima de tus posibilidades te hace más humano.
– ¿Es que ya no basta con lo de ser agradable?
– Nora parece muy agradable, ¿no?
– Sí. La verdad es que sí.
– A las pruebas me remito.
– ¿He mencionado la encimera de formica amarilla?
– Vamos, no puede ser un lugar tan horrible -dijo Susan.
– Para ti es muy fácil decirlo. Tú no tienes que vivir aquí.
– Sólo es temporal.
– Qué suerte la mía. Diablos, ya sé dónde se esconde el porqué de este apartamento -dije-. ¡Es para que trabaje más deprisa!
– Admito que se me ha pasado por la cabeza.
– No se te escapa una, ¿eh?
– No si puedo evitarlo -respondió-. Hablando en serio: hoy has hecho un buen trabajo.
– Gracias.
Susan suspiró con el cansancio acumulado de todo el día.
– En fin, ya es oficial. Nora Sinclair ha entrado en la vida privada de Craig Reynolds. Y ahora, ¿qué?
– Muy fácil -dije-. Ahora me toca a mí.
Sólo quedaba un asiento vacío en primera clase. En circunstancias normales, Nora habría lamentado que no fuese el que estaba a su lado. Pero es que normalmente no tenía la suerte de compartir el reposabrazos con un hombre tan atractivo. De perfil se parecía un poco a Brad Pitt, aunque no había ninguna alianza de boda en su dedo, ni ninguna Jennifer colgada de su brazo.
Durante el despegue -ya sin su propio anillo de bodas- observó a su compañero de asiento, sentado junto a la ventana, con mirada furtiva. Estaba casi segura de que él hacía lo mismo. «Por supuesto que sí. ¿Qué hombre no lo haría?» Cuando se apagó la señal de permanecer con el cinturón abrochado, supo que el tipo estaba listo para hacer el primer movimiento.
– Yo soy un apilador -dijo.
Ella se giró con timidez, fingiendo que se acababa de dar cuenta de que no viajaba sola.
– ¿Perdone?
– En la mesa del café.
Le obsequió con una amplia sonrisa y señaló con la cabeza el Architectural Digest que ella tenía abierto en su regazo. En la página de la derecha había una fotografía de una espaciosa sala de estar.
– ¿Lo ve? Las revistas están esparcidas por toda la mesa -dijo-. Es un hecho; en este mundo sólo hay dos tipos de personas: las apiladoras y las esparcidoras. ¿Usted de qué tipo es?
Nora le miró fijamente sin pestañear. Como iniciador de conversaciones, se había ganado varios puntos por su originalidad.
– Bueno, eso depende. ¿Quién quiere saberlo?
– Tiene toda la razón -le dijo riendo ligeramente-. No debería revelarle información personal a un completo desconocido. Me llamo Brian Stewart.
– Nora Sinclair.
Él le tendió la mano, robusta y bien cuidada, y ella se la estrechó.
– Ahora que ya nos conocemos, Nora, creo que me debe una respuesta.
– En ese caso, le alegrará saber que soy una apiladora.
– Lo sabía.
– ¿De veras?
– Así es. -Se inclinó ligeramente, aunque no demasiado-. Parece muy centrada.
– ¿Es un cumplido?
– Para mí, sí lo es.
Ella sonrió. Tal vez Brad Pitt fuese más guapo, pero Brian Stewart era encantador. Razón suficiente para continuar la conversación.
– Dígame, Brian, ¿quién le espera hoy en Boston?
– Una docena de emprendedores capitalistas. Y un bolígrafo.
– Resulta prometedor. Supongo que el bolígrafo es para que usted firme.
– Algo parecido.
Nora esperaba que él le contara más detalles, pero no lo hizo. Así que sonrió burlonamente.
– ¡Pensar que he confesado que soy una apiladora sólo para que se vuelva tímido conmigo!
Él se revolvió en su asiento, divertido.
– Una vez más, tiene usted razón. Está bien: el año pasado vendí mi empresa de software. Y esta noche voy a lanzar otra nueva. A… bu… rri… do.
– No estoy de acuerdo. De todas formas, felicidades. Y esos emprendedores capitalistas… ¿están invirtiendo en usted?
– Tal como yo lo veo, ¿por qué invertir tu dinero cuando otros están deseando invertir el suyo?
– No podría estar más de acuerdo.
– ¿Y usted, Nora? ¿Qué va a hacer hoy en Boston?
– He quedado con un cliente -dijo-. Soy decoradora de interiores,
Él asintió con la cabeza.
– ¿La casa de su cliente está en la ciudad?
– Así es, pero no es ésa la que voy a decorar. Acaba de construirse un chalé en las islas Caimán.
– Bonito lugar.
– Todavía no lo conozco. Pero pienso visitarlo muy pronto.
Nora abrió la boca como si fuese a decir algo más, pero se detuvo.
– ¿Qué iba a decir? -le preguntó él.
Ella puso los ojos en blanco.
– Nada, una tontería.
– Adelante, dígalo.
– Cuando hablé a una de mis amigas de este cliente, dijo que si estaba construyendo en las Caimán seguramente era para poder controlar el dinero que tenía allí escondido para estafar a Hacienda. -Sacudió la cabeza con una convincente ingenuidad-. Quiero decir que no me gustaría verme involucrada en ningún asunto sucio.
Brian Stewart sonrió con mirada de complicidad.
– No es tan horrible como piensa. Se sorprendería de la cantidad de gente que tiene cuentas en paraísos fiscales.
– ¿De veras?
Él se acercó un poco más, hasta que su cara quedó muy cerca de la de ella.
– Me declaro culpable -susurró. Luego cogió su copa de champán-. Será nuestro secreto, ¿de acuerdo?
Nora también cogió su copa y ambos brindaron. Brian Stewart empezaba a parecer alguien a quien Nora podía desear conocer mejor.
– Por los secretos -dijo ella.
– Por los apiladores -dijo él.
– ¿Qué querrá tomar? -preguntó.
Levanté la vista y miré a la azafata. Estaba cansado y aburrido hasta la desesperación, pero intenté ser amable de todos modos. La muchacha y su carrito de bebidas por fin habían llegado junto a mí.
– Tomaré una Coca-Cola Diet -dije.
– Vaya, lo siento, me he quedado sin ella diez filas atrás.
– ¿Y un ginger ale?
Sus ojos recorrieron rápidamente las latas que había encima del carrito. Se puso de cuclillas y empezó a abrir un cajón tras otro.
– Lo siento, tampoco hay ginger ale.
– ¿Por qué no lo intentamos al revés? -dije con una sonrisa forzada-. ¿Qué le queda?
– ¿Le gusta el zumo de tomate?
Sólo con mucho vodka y una ramita de apio asomando por el borde del vaso.
– ¿Alguna otra cosa?
– Tengo un Sprite.
– No, ya no tiene ninguno.
Le llevó un segundo darse cuenta de que era mi forma de decir: «Sí, por favor».
Sirvió más o menos la mitad del Sprite y me lo ofreció con una bolsa de galletitas saladas. Mientras se marchaba con el carrito sostuve mi vaso de plástico en el aire. Si miraba las burbujas con los ojos medio cerrados, casi parecía el champán que seguramente Nora se estaba tomando en primera clase.
Me puse una galletita en la boca e intenté mover las piernas. Me quedé con las ganas. Con la bandeja bajada, quedaban atrapadas por todos los lados. Sólo era cuestión de tiempo que la circulación de mis extremidades inferiores quedara por completo obstruida.
Sí, ya lo creo. Fue precisamente entonces cuando me di cuenta de cuál era la verdadera amenaza de aquella misión. En una palabra: los apretones. Una oficina apretada, un apartamento apretado y un asiento apretado en la última fila de tercera, donde respiraba todos los aromas que salían del apretado lavabo, que estaba justamente detrás de mi hombro.
Pero no todo era malo.
Seguir a una persona en un avión tenía la ventaja de que no se podía esfumar durante el vuelo. A 35.000 pies de altura, nadie pensaba en escurrirse por una puerta lateral.
Eché una ojeada a la cortina de color azul real que había muy, muy, muy lejos, al final del pasillo. Aunque las probabilidades de que a Nora se le antojara mezclarse con los pobres y despreciables pasajeros de tercera oscilaban entre pocas y ninguna, de todas formas tenía que mantenerme alerta.
Al menos lo intentaría, mientras aún pudiera sentir los pies.
Estaba seguro de que, en el aeropuerto de Westchester, Nora no me había descubierto antes de subir al avión. Bueno, y si me había visto sin duda no me había reconocido. Además de la gorra de béisbol de los Red Sox, las gafas de sol, el chándal y la cadena de oro, me había puesto un bigote falso. Si a eso le añadimos un Daily News que nunca estaba a más de treinta centímetros de mi cara, se puede decir que era un maestro en viajar de incógnito.
No, Nora no tenía ni idea de que alguien la acompañaba en aquel vuelo. De eso estaba seguro. Por supuesto, lo que no sabía era la respuesta a la pregunta del día: ¿qué había en Boston?
Seguí a Nora y a su elegante maletita con ruedas mientras bajaba la escalera mecánica y pasaba por la zona de recogida de equipajes. Tenía muy buen aspecto, como siempre, tanto de frente como de espaldas. Tenía un modo especial de caminar y una preciosa sonrisa cuando le convenía. Ni una sola vez miró las señales de indicación. Era de suponer que aquél no era su primer viaje desde el aeropuerto Logan.
Salió afuera y se detuvo de forma brusca. Luego miró a su alrededor. Al cabo de unos minutos supe qué buscaba. No se trataba de un taxi ni del coche de un amigo, sino del autobús de la compañía Avis.
En cuanto vi que se subía a él, corrí hacia la hilera de taxis y llamé a uno.
– ¡Lléveme al área de Avis! -ordené a la nuca del conductor.
Este se volvió hacia mí. Tenía el rostro de un viejo lobo de mar, surcado como un mapa de carreteras por arrugas y pliegues.
– ¿Qué?
– Lléveme…
– No, eso lo he oído perfectamente, amigo. Pero resulta que hay un servicio de autobuses para eso.
– No me gusta esperar.
– A mí tampoco. -Y señaló con el dedo la ventana trasera-. ¿Ve esa fila de taxis detrás de nosotros? No he estado esperando ahí para una carrera de tres dólares.
Miré delante de mí y vi que el autobús de Nora se alejaba cada vez más.
– Está bien, diga una cifra -dije.
– Treinta dólares. Es mi última oferta.
– Veinte.
– Veinticinco.
– Hecho. Conduzca.
En cuanto el coche arrancó, conecté mi teléfono de inmediato. Tenía memorizados los números de todas las líneas aéreas, cadenas de hoteles y empresas de alquiler de coches. Mi trabajo así lo exigía.
Llamé a Avis. Tras aguardar un minuto de mensajes automatizados, conseguí hablar con una empleada disponible.
– Quiero alquilar un coche -le dije antes de que tuviera tiempo de contestarme.
– ¿Y cuándo lo necesitará, señor? -preguntó.
– Dentro de cinco minutos. Quizá menos.
– Oh.
Me prometió que haría todo lo posible. Por si eso no bastaba, le dije al taxista que tal vez tendría que dedicarme un poco más de su valioso tiempo. Por suerte, no fue necesario.
El conductor del autobús de Nora parecía pisar huevos. Con el conductor entreteniéndose al volante, incluso lo adelantamos antes de llegar al aparcamiento. Cuando Nora se subió a un Sebring descapotable de color plateado, yo ya estaba tras el volante de una furgoneta. El vehículo perfecto. Es decir, ¿quién esperaría que le siguieran con una furgoneta?
De todas formas, me aseguré de mantener cierta distancia entre nosotros. Hasta que Nora dejó claro que su estilo no era el del conductor del autobús, sino el de un corredor de Fórmula Uno.
Cuanto más aceleraba yo, más deprisa parecía ir ella. En lugar de camuflarme entre los coches me vi obligado a adelantarlos a todos. Demasiado para mi discreta furgoneta.
«Mierda.» Un semáforo en rojo. Ya me había saltado uno antes, pero éste estaba en un cruce. Nora lo pasó, pero yo no.
Mientras ella se convertía en una manchita en el horizonte, yo no podía hacer más que maldecir y esperar. La idea de haber volado hasta allí sólo para perderla me revolvía el estómago.
«¡Verde!»
Le di al gas y a la bocina al mismo tiempo. Los neumáticos chirriaron. Ahora, el juego consistía en recuperar terreno y yo estaba a punto de perder. Eché un vistazo al cuentakilómetros. Cien, ciento diez, ciento veinte por hora…
¡Por fin! Pude distinguir su coche a lo lejos. Suspiré aliviado e intenté acercarme más. Tenía dos carriles para maniobrar y el tráfico parecía estar de mi parte. Podía avanzar y retroceder sin hacerme demasiado evidente. Las cosas empezaban a mejorar.
Ahora sólo faltaba que yo estuviera a la altura.
Debería haber visto la señal que colgaba del puente, la que indicaba que la autopista se bifurcaba. Estaba demasiado ocupado controlando el camión de reparto de una tienda de colchones que había delante de mí, preparándome para adelantarlo. Una mala decisión.
Con el pie derecho tocando el suelo, empecé a adelantar al camión. No podía distinguir a Nora. Mientras seguía avanzando, estiré el cuello para verla.
Pero lo que vi fue otra cosa: grandes bidones amarillo chillón, como los que se llenan de agua y se colocan frente a los separadores para que, en lugar de aplastarse, uno se remoje.
Eché otro vistazo al camión de reparto. Estábamos a la misma altura y el conductor me miraba.
Los enormes bidones amarillos se aproximaban cada vez más y más deprisa. Los carriles estaban a punto de separarse. Yo estaba en el izquierdo y Nora en el derecho. ¡Tenía que adelantar a aquel maldito camión!
En cuanto empecé a sacarle ventaja, el conductor aceleró. Toqué el claxon al tiempo que doblaba la presión sobre el acelerador.
Más adelante, Nora sobrepasaba los bidones y salía a toda velocidad hacia la derecha.
Yo seguía atrapado en el carril de la izquierda y se me estaba acabando el espacio. Muy deprisa.
A la mierda.
Di un frenazo. Si no podía meterme por delante, lo intentaría desde atrás. Las dos toneladas de mi furgoneta comenzaron a vibrar salvajemente mientras veía cómo el camión de los colchones, de al menos diez toneladas, viraba de forma brusca. Entonces comprendí que pretendía meterse en mi carril.
No oí los cláxones detrás de mí. Ni el chirrido de los neumáticos. El único sonido que escuchaba era el de mi corazón, que latía cada vez más fuerte a medida que mi furgoneta rozaba la parte trasera del camión, metal contra metal.
Salieron chispas. Las ruedas estaban fuera de control. Salí disparado de un lado a otro y estuve a punto de volcar. Y lo habría hecho de no ser por un pequeño detalle.
¡Chof!
Mi rostro golpeó el airbag y los bidones amarillos hicieron el resto. Y aunque me dolía horrores, yo sabía que era un hijo de puta con suerte.
El tráfico comenzó a circular de nuevo mientras salía de la furgoneta. Al igual que yo, los demás habían salido ilesos, con apenas unos rasguños. Había agua por todas partes, auténticos charcos, pero eso era todo.
«Idiota.» Estaba furioso conmigo mismo. Recobré la calma e hice una llamada.
– La he perdido.
– ¿Qué?-dijo Susan, furiosa.
– He dicho que…
– Te he oído. ¿Cómo has podido perderla?
– He tenido un accidente.
Su tono de voz se tiño de preocupación.
– ¿Estás bien?
– Sí, estupendamente.
– En ese caso, ¿cómo diablos has podido perderla?
– Esa mujer conduce como una maníaca.
– ¿Y tú no?
– En serio, tendrías que haberla visto.
– Yo también hablo en serio -exclamó-. No deberías haberla perdido.
Me repetía a mí mismo que tenía que conservar la calma. Sin embargo, Susan no me lo ponía fácil. Aunque sentía tentaciones de coger su ira y lanzársela a la cara, me di cuenta de que haría mejor aguantando el tipo.
– Tienes razón -le dije-. He metido la pata.
Se tranquilizó un poco.
– ¿Crees que puede haberte visto?
– No. No es que estuviera intentando despistarme. Simplemente, conduce deprisa.
– ¿Cuánto equipaje llevaba?
– Una maleta pequeña con ruedas. La ha subido a bordo.
– Muy bien. Déjalo todo y regresa a Nueva York. Vaya a donde vaya, es de esperar que tarde o temprano regrese a la casa de Connor Brown.
Decidí que cambiar de tema sería una buena idea.
– ¿Hemos conseguido el permiso para cavar? -pregunté.
– Sí, es cosa hecha, enseguida lo tendremos -dijo-. Te mantendré al corriente.
Me despedí y supuse que ahí terminaría la conversación. Pero se trataba de Susan. Por si no me había quedado claro que estaba decepcionada, me lanzó otro dardo.
– Feliz vuelo de regreso -dijo-. Ah, y procura no volver a meter la pata en lo que queda de día.
Después de oír cómo colgaba, sacudí la cabeza lentamente. Me puse a caminar arriba y abajo para tratar de calmar mi rabia, pero no lo conseguía. Cuanto más caminaba, peor me sentía. La tensión comenzó a acumularse en mi cuerpo y, antes de que me diera cuenta, salió a través de mi puño.
¡Pam!
Así fue como mi furgoneta alquilada perdió una ventanilla.
Nora miró otra vez el retrovisor. Algo había ocurrido ahí atrás, tal vez un accidente. Si era así, se repitió a sí misma, se trataba de una mera coincidencia que nada tenía que ver con aquel cosquilleo que sentía en el estómago, el que la estaba incomodando desde la salida de Avis. La sensación de que «no estaba sola».
Ahora, al llegar al centro de Back Bay, esa sensación empezaba a desaparecer.
El tráfico en la avenida Commowealth pasaba de arrastrarse lentamente a detenerse por completo. Había una manifestación en Newbury y las otras calles lo estaban pagando. Nora se vio obligada a dar tres vueltas antes de encontrar un sitio.
Durante el trayecto en autobús desde el aeropuerto se había vuelto a poner su anillo de casada. Tras la revisión habitual en el espejo que llevaba en el coche, se dispuso a salir. Sacó la maleta y cerró el techo del coche. «Nena, es la hora del espectáculo.»
Como de costumbre, Jeffrey estaba trabajando cuando ella entró. Ya había aprendido que sólo había tres cosas que podían apartarle de su escritorio: la comida, el sueño y el sexo, y no en ese orden necesariamente.
En lugar de llamarle, Nora se dirigió en silencio hacia la parte de atrás de la casa. Entre lo concentrado que estaba y la música de fondo, seguro que no la oiría.
Abrió la puerta que había junto a la antecocina y se metió en el pequeño patio. Las altas espalderas, cubiertas de hiedra y flor de lis, así como de otras plantas estratégicamente colocadas, aislaban aquel acogedor rincón.
Le bastó un minuto para prepararse. Recostada en los almohadones de una chaise longue de mimbre, cogió el móvil y llamó. Segundos después, oyó sonar el timbre en el interior. Finalmente, Jeffrey contestó.
– Soy yo, cielo -dijo ella.
– Por favor, no me digas que no vas a venir.
Ella se rió.
– No, no pensaba hacerlo.
– Espera un momento; ¿dónde estás?
– Echa un vistazo afuera.
Miró hacia arriba hasta que vio a Jeffrey aparecer en la ventana de su biblioteca. Él se quedó con la boca abierta y luego empezó a reír, y Nora pudo oír su risa claramente a través del teléfono.
– Oh… mi… -dijo él.
Nora estaba desnuda en la chaise longue y sólo llevaba puestos los zapatos de tacón. Le susurró al auricular:
– ¿Ves algo que te guste?
– La verdad es que veo muchas cosas. Y ninguna que no me guste.
– Bien. No te hagas daño al bajar corriendo la escalera.
– ¿Quién ha dicho que voy a usarla?
Jeffrey abrió la ventana, se colgó del exterior y bajó, vacilante, por las tuberías de cobre. Todo un atleta, la verdad. Como a Nora le gustaba.
Fuera cual fuese el récord mundial de un hombre quitándose la ropa, sin duda quedó superado. Luego, Jeffrey se acercó a ella muy despacio y se subió a la chaise longue. Hundió las manos en los almohadones y rodeó la espalda de ella con sus musculosos brazos. Era un hombre muy sexy cuando se conseguía apartarle de su ordenador.
Nora cerró los ojos, y los mantuvo cerrados durante todo el tiempo que estuvieron haciendo el amor. Quería sentir algo por Jeffrey. Lo que fuese. Pero no sentía nada.
«Vamos, Nora, sabes lo que hay que hacer. Has estado otras veces en esta situación.»
Esta vez, la voz que oía dentro de su cabeza no sonaba como la de un viejo amigo. Más bien era como la de un extraño desagradable, alguien a quien casi no conocía. Intentó no hacerle caso, pero no sirvió de nada; sonó aún más fuerte. Más insistente. Más autoritaria.
Después de alcanzar el orgasmo, Jeffrey se apartó de ella, casi sin aliento.
– Qué sorpresa tan agradable. Eres la mejor.
«Pregúntale si tiene hambre, Nora.»
Le entraron ganas de gritar para acallar aquella vocecilla interior. Pero no habría sido más que una pérdida de tiempo. Sólo había una forma de qué parase, y ya sabía cuál era.
– ¿Adónde vas?-preguntó Jeffrey.
Nora se había levantado de la chaise longue sin decir una palabra. Se dirigía hacia el interior de la casa.
– A la cocina -dijo girándose hacia él-. Voy a ver qué puedo preparar para cenar: me apetece cocinar para ti.
«Dios mío, ¿qué voy a hacer ahora? Esto es un completo desastre.»
El Turista estaba sentado en una habitación pequeña y sombría y se estaba bebiendo otra Heineken. Ya llevaba cuatro. ¿O era la quinta? En aquel momento, no le parecía que tuviese mucha importancia llevar la cuenta. Ni tampoco el partido televisado de los Yankees. O comerse la pizza de cebolla y salchichas que empezaba a enfriarse en la mesa que había frente a él.
Su portátil mostraba artículos de periódico que hablaban sobre el tiroteo de Nueva York. Había al menos una docena que comentaban la «batalla en el asfalto».
La historia tenía varias lagunas que no sorprendían al Turista. Había dejado a sus espaldas un montón de preguntas sin respuesta. Se habían volcado ríos de tinta a conjeturas y especulaciones, algunas de ellas razonables y la mayoría descabelladas. La breve nota que acompañaba a los artículos lo resumía todo: «El circo está en la ciudad. Mantente al margen. Estaremos en contacto».
Sonrió y volvió a leer las declaraciones contradictorias de los testigos. «¿Cómo es posible -escribía un periodista del News- que personas que se encontraban a menos de diez metros de distancia describan un mismo hecho de forma tan distinta?»
– ¿Cómo es posible? -dijo el Turista en voz alta.
Se recostó en la silla y puso los pies sobre la mesa. Tenía absoluta confianza en que su identidad permanecería en secreto. Había tomado las precauciones necesarias y no había dejado rastro. Podría haberse tratado de un fantasma.
Ahora sólo había una cosa que le preocupara, pero esa cosa le preocupaba mucho: ¿qué pasaba con la lista que se había copiado de la memoria Flash, con todas aquellas cuentas en paraísos fiscales que alcanzaban la cifra de 1,4 billones de dólares?
¿Acaso esa lista valía más que la vida del pobre capullo de la estación Grand Central? Eso parecía. ¿Valía lo que la vida de más personas, como, por ejemplo, la suya? Definitivamente, no. ¿Formaba parte de un gran rompecabezas que tal vez acabara cobrando sentido? Imposible saberlo… pero, por todos los diablos, así lo esperaba.
Jeffrey observó a Nora por encima de las velas, al otro lado de la mesa.
– ¿Estás segura de que te parece bien?
– Claro que sí -respondió ella.
– No sé, parecías un poco contrariada cuando te he propuesto que saliéramos en lugar de cenar en casa.
– No seas tonto. Esto es maravilloso.
Nora intentó que sus gestos concordaran con sus palabras, lo que requirió una buena dosis de teatro. En esos momentos debería haber estado en casa de él, cocinando su última cena. Ya se había preparado mentalmente para ello.
En cambio, ahora se encontraban en el restaurante favorito de Jeffrey. Nora nunca había estado tan nerviosa. Se sentía como un caballo de carreras, listo para salir al otro lado de una compuerta que se negaba a abrirse.
– Me encanta este sitio -dijo Jeffrey mirando a su alrededor.
Estaban en La Primavera, en el North End de Boston. La decoración era sencilla y elegante: manteles de lino blanco, cristalería reluciente, iluminación suave… Cuando uno se sentaba, tenía la sensación de que podía pedir agua del grifo, en lugar de embotellada. Pero, francamente, a Nora le importaba un comino qué agua le llevaran.
Jeffrey pidió ossobuco y Nora, risotto con setas porcini, aunque no tenía apetito. Para beber eligieron una botella de Poggiarello Chianti Clásico, reserva del 94. El vino que ella necesitaba. Cuando terminaron de comer, Nora desvió la conversación hacia el siguiente fin de semana. El trabajo que había dejado sin terminar pesaba sobre ella como una losa.
– Te olvidas -dijo Jeffrey- de que estaré trabajando, cariño. Es la feria del libro de Virginia.
– Tienes razón, no me acordaba. -Nora sentía deseos de gritar-. No puedo creer que vaya a dejarte suelto entre cientos de fervientes admiradoras.
Jeffrey cruzó las manos ante sí y se inclinó sobre la mesa.
– Escucha, he estado pensando -dijo-. Es sobre el modo en que hemos llevado nuestro matrimonio. O, mejor dicho, el modo en que yo lo he llevado: en secreto. Creo que he sido injusto contigo.
– ¿Te ha parecido que eso me molestaba? Porque…
– No, la verdad es que has sido muy comprensiva. Y eso hace que me sienta aún peor. Quiero decir que tengo la mujer más maravillosa del mundo, y ya es hora de que el mundo lo sepa.
Nora sonrió porque debía hacerlo, pero en su interior saltaron todas las alarmas.
– ¿Qué hay de tus fans? -preguntó-. La semana que viene, todas esas mujeres de Virginia irán a ver al soltero más sexy y cotizado según la revista People.
– ¡Que les den!
– Cielo, eso es precisamente lo que les gustaría -dijo Nora.
Jeffrey cogió las manos de ella y las apretó con suavidad.
– Te has mostrado comprensiva y yo he sido increíblemente egoísta. Pero eso se acabó.
Nora comprendió que sería imposible convencerle. Al menos, en ese momento. Típico de los hombres. Había decidido lo que era mejor para ella y no había nada más que hablar.
– Te diré lo que haremos -dijo ella-. Irás a tu feria del libro, enloquecerás a las damas con tus miradas, tu encanto y tu erudición, y volveremos a hablar de esto cuando regreses.
– De acuerdo -respondió él en un tono que daba a entender lo contrario-. Sólo hay un problema.
– ¿De qué se trata? -preguntó Nora.
«¿Es que piensas declararte otra vez delante de todo el restaurante?»
– Ayer me entrevistaron los del New York Magazine. Decidí confesarlo todo y les hablé de ti y de la boda en Cuernavaca. Deberías haber visto a la periodista, estaba impaciente por publicar la primicia. Me preguntó si podía concederle una foto de los dos para la revista. Y le dije que sí.
La cara de póquer de Nora acabó por venirse abajo.
– ¿De veras?
– Sí -dijo, estrechando un poco más fuerte las manos de ella.
– ¿Es eso un problema?
– No, claro que no.
«No es un problema -pensó-. Es un gran problema.»
Nora regresó a Manhattan a última hora de la tarde siguiente. Echaba de menos la comodidad y la tranquilidad de su apartamento, además de los objetos que había adquirido a lo largo de los años. Echaba de menos lo que consideraba su «vida real».
Mientras se preparaba un baño escuchó los mensajes del contestador. Durante su ausencia lo había consultado de vez en cuando. Había cuatro nuevos. Los tres primeros estaban relacionados con el trabajo y eran de clientes problemáticos. El último era de Brian Stewart, su compañero del vuelo en primera clase hacia Boston, el que se parecía a Brad Pitt.
El mensaje era corto y dulce, como a ella le gustaban. Brian aseguraba que le había encantado conocerla y decía que esperaba volver a verla. «Regresaré a la ciudad a finales de semana y me encantaría salir contigo una noche. Será divertido, te lo prometo.»
«Si insistes, Brian…»
Nora tomó un baño caliente. Después pidió comida china y revisó el correo electrónico. Antes de que terminaran las noticias de las once, se había quedado profundamente dormida en el sofá, como un bebé. Y durmió hasta tarde.
A la mañana siguiente, poco antes de mediodía, Nora se dejó caer por Hargrove and Sons, en el Upper East Side. Le parecía un establecimiento demasiado rancio, cuyos dependientes daban la sensación de ser más viejos que las antigüedades que vendían. Pero era una de las tiendas favoritas de su cliente, el veterano productor de cine Dale Minton, y éste había insistido en que se encontraran allí.
Nora dio un vistazo durante unos minutos. Tras pasar por el enésimo sofá a cuadros escoceses, alguien le dio un golpecito en el hombro.
– ¡Olivia, es usted!
Frente a ella tenía a Steven Keppler (el abogado de mediana edad, tarifas modestas y calva mal disimulada), visiblemente entusiasmado.
– Eh… hola -dijo Nora. Rápidamente rastreó su fichero mental y dio con el nombre-. ¿Cómo está, Steven?
– Estupendamente, Olivia. La estaba llamando, ¿no me ha oído?
Ella le quitó importancia.
– Eso es muy típico de mí. Cuanto más compro, menos me entero de lo que ocurre a mi alrededor.
Steven se rió y cambió de tema. Mientras daba inicio a una charla insustancial: «Qué casualidad que nos encontremos aquí», Nora recordó su tendencia a comérsela con la mirada. ¿Cómo lo había olvidado? Sus ojos empezaban a babear. «¿Acaso babean los ojos? Los de Keppler sí.» Mientras tanto, controlaba la puerta de entrada por si llegaba Dale. Cabía la posibilidad de que estuviera a punto de avecinarse un auténtico desastre.
– Dígame, Olivia: ¿está comprando para usted o para un cliente? -preguntó Steven.
– Para un cliente -dijo mirando el reloj.
Entonces le vio. Dale Minton franqueaba la puerta de entrada en aquel instante, con tal desenfado que parecía el dueño de la tienda. Y lo cierto era que, de haberlo querido, podría haberlo sido.
– Vaya, ahí está -dijo.
Intentó que el pánico no se apoderase de ella, pero la idea de que Dale pudiera llamarla Nora delante de Steven y viceversa le crispaba los nervios.
– La dejo trabajar -dijo-. Pero prométame que me dejará invitarla a cenar un día de éstos.
Realmente, el tipo era un oportunista. Sabía, al igual que ella, que «Sí» era una respuesta muy rápida, pero «No» hubiera exigido inventarse una excusa.
– Sí -dijo Nora-. De acuerdo. Llámeme.
– Lo haré. Empiezo las vacaciones la semana que viene, pero cuando vuelva le recordaré su promesa.
Cuando Steven Keppler se dio la vuelta para marcharse, Dale todavía estaba a cierta distancia. Se había salvado por los pelos. Entonces…
– Ha sido un placer volver a verla, Olivia -gritó Steven en voz alta.
Nora le respondió con una débil sonrisa y se quedó mirando a Dale, completamente confuso.
– ¿Ese hombre la acaba de llamar Olivia? -preguntó.
Nora le rezó a la diosa de las ideas rápidas y sus plegarias fueron escuchadas. Se acercó a Dale y le susurró:
– Le conocí en una fiesta hace unos meses. Le dije que me llamaba Olivia… por razones obvias.
Aclarada la cuestión, Dale asintió y Nora sonrió, con la tranquilidad de saber que su doble vida seguía a salvo.
Al menos, de momento.
Una mujer rubia revoloteaba entre los muebles antiguos con los ojos ocultos por unas gafas oscuras. Estaba jugando a los detectives y, a decir verdad, se sentía ridícula. Pero debía vigilar a Nora Sinclair.
De haber estado en cualquier otra parte que no fuese Nueva York, habría llamado la atención. Pero estaba en el Upper East Side de Manhattan. Aquí armonizaba con el entorno y sólo era una clienta más curioseando en Hargrove and Sons.
La rubia se detuvo frente a un perchero de roble con ganchos de latón reluciente y simuló mirar el precio. Pero tanto sus ojos como sus oídos estaban fijos en Nora. ¿O era Olivia Sinclair? No sabía qué conclusiones sacar de la conversación entre Nora y el tipo calvo. «Cualquiera que responda a dos nombres distintos, probablemente es culpable de algo.»
Siguió vigilando a Nora, que ahora estaba junto a otro hombre. Extremando las precauciones, se alejó de ellos un par de veces. Aun así, se las arregló para escuchar parte de la conversación.
El hombre mayor era un cliente. Así pues, Nora era decoradora de interiores. Sus comentarios, sus sugerencias y las palabras que utilizaba demostraban que sabía de lo que hablaba. Sin embargo, la profesión de Nora nunca había sido puesta en duda. Era el resto de su vida lo que se cuestionaba. Su doble vida, sus secretos. Pero aún no había ninguna prueba de ello. Por esa razón, la mujer rubia había decidido echar un vistazo por sí misma,
– Disculpe, ¿puedo ayudarla en algo? ¿Busca algo en concreto?
La rubia se volvió y vio a una vendedora entrada en años pegada a su espalda. Llevaba una corbata de lazo, una chaqueta de tweed y unas gafas con montura metálica que parecían tan viejas como ella.
– No, gracias -dijo casi en un susurro-. Sólo estoy mirando. Pero no veo nada que me guste.
Después de perder a Nora en Boston aquel sábado, el resto del fin de semana podía resumirse en una sola palabra: basura.
En la lista de estupideces espontáneas cometidas aquellos días, enfrentarme a la ventanilla de un coche alquilado ocupaba un lugar destacado. Afortunadamente no me había roto la mano, al menos según mi exhaustiva autoevaluación médica. Rigurosa como pocas, consistió en una sola pregunta: «¿Todavía puedes mover los dedos, pedazo de idiota?».
Cuando, al fin, llegó el lunes por la mañana, me pasé por la casa de Connor Brown para ver si Nora ya había vuelto. No lo había hecho. A última hora de la tarde hice el mismo trayecto y obtuve el mismo resultado; después de eso decidí que ya era hora de telefonearla al móvil.
Saqué la libretita donde tenía apuntado el número que me había dado Nora y lo marqué desde el coche. Contestó un hombre.
– Lo siento, creo que me he equivocado -dije-. Quería hablar con Nora Sinclair.
El hombre no conocía a nadie que se llamara así. Después de colgar, comparé mi libreta con las llamadas registradas en mi teléfono móvil. Sí, había marcado el número correcto. Pero no era el de Nora.
«Vaya.»
Me quedé mirando el volante unos segundos antes de volver a coger el teléfono y marcar de nuevo. Esta vez me respondió una agradable y juvenil voz femenina.
– Buenos días. Seguros de Vida Centennial One.
– Muy convincente, Molly -dije.
– ¿De veras?
– De veras. Si no lo supiera, creería que te estás limando las uñas.
Molly era mi nueva recepcionista. Después de que Nora me siguiera hasta el trabajo, se decidió que en la «oficina» no podía haber sólo una persona.
– Hazme un favor, ¿quieres? -pregunté-. Averigua el número del móvil de Nora.
– ¿Es que no está en su carpeta?
– Tal vez, pero quiero asegurarme de que no lo haya cambiado recientemente.
– Está bien, dame diez minutos.
– Te daré cinco.
– ¿Crees que éstas son maneras de tratar a tu nueva recepcionista?
– Tienes razón -dije-. Lo dejaremos en cuatro.
– Es injusto.
– Tic, tic, tic…
Molly había finalizado sus estudios hacía dos años. Aunque todavía estaba muy verde, según decía Susan, y se equivocaba de vez en cuando, había demostrado que aprendía deprisa. Así que no me sorprendió que me llamara al cabo de tres minutos.
– Sigue siendo el mismo número que tenemos -dijo Molly.
Me lo leyó y lo comparé con el que me había dado Nora.
No pude evitar una sonrisa. Sólo variaban los dos últimos dígitos: estaban al revés. Interesante. Tal vez me hubiera confundido. O quizá fuera eso lo que Nora quería que pensara. O al menos, que lo considerase una posibilidad.
– ¿Necesitas alguna otra cosa? -preguntó Molly.
– No, eso es todo. Gracias.
Me despedí y apunté el teléfono correcto en mi libreta. A propósito o no, Nora se las había arreglado para eludirme otra vez. Y ahora, ¿qué?
En los inicios de mi carrera aprendí que a veces hay que hacer una distinción entre la información que uno tiene y la información que puede usar. Esta era una de esas veces. Yo tenía el número correcto de Nora, pero debía actuar como si no lo tuviera.
Con la mano magullada le escribí una nota que dejé en la puerta principal de la casa de Connor Brown. Estaba casi seguro de que la vería. La pregunta era cuándo.
Hacia finales de semana, Nora volvió a Briarcliff Manor porque tenía que acabar de cerrar la casa. A pesar de que la hermana de Connor le había pedido que se quedara todo el tiempo que ella quisiera, Nora prefería darse prisa. En realidad, esperaba no tener que volver a ver a esa bruja.
En cambio, le iba a tomar la palabra a Elizabeth Brown en cuanto a quedarse con los muebles. Los 3.500 metros cuadrados de muebles. Como decoradora de interiores, Nora sabía lo que valía el conjunto. Y el conjunto valía mucho dinero. Una pequeña fortuna, en realidad. Fortuna que ella estaría encantada de embolsarse en aras de aplacar la culpabilidad de Lizze, o lo que quiera que fuese. Todo lo que necesitaba era un poco de ayuda.
– Tesoros inmuebles. ¿En qué puedo ayudarle?
– Hola, soy Nora Sinclair. ¿Está Harriet?
– Claro, Nora, espere un segundo.
Nora se cambió el móvil de oreja. Estaba en el asiento trasero de un taxi, camino de la casa de Connor. Harriet se puso al aparato.
– Vaya, si es mi decoradora favorita.
– Apuesto a que eso se lo dices a todos los decoradores.
– La verdad es que sí. ¿Y sabes qué? Todos se lo creen. ¿Cómo te va el negocio, Nora?
– Bastante bien. Por eso te llamo.
– ¿Vas a pasarte pronto por la tienda?
– De hecho, eso es lo que quiero pedirte. Necesito que hagas una visita a domicilio, Harriet.
– ¡Caramba! ¿Adónde tengo que ir? Espero que esté en Nueva York. ¿Nora? Dime algo.
– Está en Briarcliff Manor. Un cliente ha fallecido hace poco.
– Siento oír eso.
– Yo también -dijo Nora con calma-. La cuestión es que me han pedido que me ocupe del mobiliario de toda la finca.
– ¿Quieres consignarlo?
– Esa era mi idea.
– Una visita a domicilio, ¿eh? ¿De cuántas habitaciones estamos hablando?
– De veintiséis.
– Caramba.
– Lo sé. Por eso te llamo. Nadie podría hacerlo mejor que tú.
– Apuesto a que eso se lo dices a todos tus proveedores.
– ¿Y sabes qué? Todos me creen -dijo Nora.
Durante varios minutos, Nora y Harriet hablaron sobre los muebles y el día en que ésta podía pasar a verlos. Cuando se despidieron, el taxi giraba por el camino de entrada de Connor.
Mientras el conductor sacaba su maleta, ella salió del vehículo y se dirigió a la puerta principal. Fue allí donde vio la nota de Craig Reynolds: «Por favor, llámeme en cuanto pueda».
Al zumbido del teléfono de mi oficina le siguió la voz de Molly:
– Es ella -anunció.
Sonreí. Sólo había un «ella» al que podía referirse. Nora estaba de vuelta en la ciudad. Ya era hora.
– Esto es lo que quiero que hagas, Molly -dije-. Di a la señorita Sinclair que enseguida estoy con ella. Luego déjala a la espera y calcula con tu reloj cuarenta y cinco segundos. Luego me la pasas.
– Como tú digas.
Me recosté en mi silla y me quedé mirando el techo. Estaba formado por esas baldosas blancas antiacústicas que le piden a uno a gritos que lance lápices afilados contra ellas. Podría haber aprovechado ese tiempo para ordenar mis ideas, pero eso era precisamente lo que había estado haciendo durante la última semana, hasta el punto de que ya no quedaba ni una sola fuera de su sitio.
¡Riiing!
«Gracias, Molly.»
Descolgué el teléfono y respondí con el tono más agitado que pude.
– Nora, ¿sigues ahí?
– Sigo aquí -dijo.
Adiviné de inmediato que no estaba muy contenta por haber tenido que esperar.
– Discúlpame un segundo más, ¿quieres?
Volví a ponerla a la espera antes de que tuviera tiempo de responder. Luego miré de nuevo hacia el techo. «Ciento cincuenta y uno, ciento cincuenta y dos…» A la de ciento sesenta y cinco, conecté otra vez la línea y solté un profundo suspiro.
– Caray, siento haberte hecho esperar, Nora -dije, utilizando ahora mi mejor tono de arrepentimiento-. Estaba ultimando detalles con un cliente por la otra línea. ¿Has visto mi nota?
– Hace unos minutos, sí. Ya estoy en casa.
Era el momento de poner a prueba sus habilidades como mentirosa.
– ¿Qué tal el viaje? A Maryland, ¿verdad?
– No, en realidad he estado en Florida -dijo.
No. En realidad había estado en Boston. Eso es lo que quise responder, pero no podía. En lugar de eso, dije:
– Ah, sí, tienes razón. «No me gustaría tener que votar allí.» ¿Has tenido un buen viaje?
– Sí, muy bueno.
– ¿Sabes? Intenté localizarte en el número de teléfono que me habías dado, pero resulta que me respondió otra persona.
– Qué raro. ¿Qué número marcaste?
– Déjame mirar, lo tengo aquí mismo.
Se lo leí a Nora.
– Ya entiendo lo que ha pasado -dijo-. Las dos últimas cifras son ocho cuatro, no cuatro ocho. Cielos, espero no haber sido yo quien se haya confundido. Si es así, lo siento.
Vaya, qué amabilidad la suya.
– No pasa nada. Seguramente fue culpa mía -dije-. No sería la primera vez que sufro de dislexia numérica.
– Bueno, lo importante es que hayamos podido ponernos en contacto.
– Sí, así es. Verás, quería hablar contigo a causa de la investigación de la aseguradora.
– ¿Hay novedades?
– Podríamos llamarlo así. -Dudé antes de seguir adelante-. Por favor, no te alarmes por lo que voy a decir, pero creo que deberíamos hablar de ello en persona.
– Es algo malo, ¿no?
– No he dicho eso.
– Ya, pero si se tratara de buenas noticias me las habrías dado por teléfono. Al menos, admítelo.
– Vale, está bien, tal vez no sean las mejores noticias -le dije-. Aun así, de verdad: no leas demasiado entre líneas. ¿Podríamos vernos hoy, un poco más tarde?
– Supongo que podría pasarme por tu oficina hacia las cuatro.
«Y yo supongo que no necesitarás la dirección, Nora, puesto que ya has estado allí, vigilando.»
– A las cuatro está bien; la verdad es que me va de perlas. Quizá deberíamos reunirnos en otro lugar. Esto está lleno de pintores y el olor es bastante desagradable -mentí-. Te diré lo que haremos. ¿Sabes dónde está la cafetería Blue Ribbon?
– Claro, a las afueras de la ciudad. He estado allí antes.
«Lo sé.»
– Bien -dije-. Quedamos dentro a las cuatro, nos tomaremos un café. O dada la hora, ¿tal vez debería decir la merienda?
– No si hablamos de la misma cafetería.
Me reí y dije que estaba de acuerdo en que era mejor ceñirnos al café.
– Nos vemos a las cuatro, entonces -dijo.
«Puedes contar con ello, Nora.»
El Blue Ribbon no ganaría nunca ningún premio ni en calidad, ni en decoración o servicio, pero para ser una cafetería del extrarradio era bastante decente. Los huevos nunca estaban aceitosos, los botes de ketchup casi siempre estaban llenos y las camareras, aunque difícilmente habrían ganado un concurso de simpatía, al menos eran competentes. Casi siempre te traían lo que les habías pedido y te llenaban la taza de café con diligencia.
Cuando entré, faltaban unos minutos para las cuatro. El dueño me reconoció y me saludó con la cabeza, pues en el poco tiempo que llevaba en la zona el Blue Ribbon se había convertido en mi restaurante habitual. Y aunque sabía que debía de haber mejores sitios por los alrededores, no tenía interés en buscarlos.
– Hoy seremos dos -dije al dueño.
Al verme, me había llevado automáticamente a una mesa para una persona. Era griego y llevaba un chaleco negro manchado sobre una camisa blanca arrugada. Un tópico andante, sí, pero a mí me parecía auténtico.
Nora llegó un par de minutos después. La saludé desde mi asiento, tapizado de rojo, emplazado en un reservado del fondo. Vestía una falda oscura, una blusa de color crema que parecía de seda y tacones. ¿En mi honor, Nora? Oh, no era necesario. Puesto que la hora de comer ya había pasado y la de cenar aún no había llegado, la cafetería no estaba llena. Me vio enseguida.
Nora se dirigió hacia mí, nos dimos la mano y nos dijimos «Hola». Le agradecí que hubiera venido. También me di cuenta de lo bien que olía. «¡Cuidado, Craig!»
Mientras ella se sentaba, una camarera se presentó en la mesa de inmediato. Como pequeña muestra de jovialidad, en contraste con su comportamiento por lo demás extremadamente profesional, la etiqueta con su nombre rezaba: «Hey, señorita».
Ambos pedimos café, y yo añadí al pedido una porción de pastel de manzana. No era bueno para mi línea, pero imaginé que como estrategia serviría. Es decir, ¿quién podría desconfiar de un tipo que pide pastel de manzana?
Al mirar a Nora mientras la camarera se alejaba, supe que debía reducir al mínimo la cháchara insustancial. Su lenguaje corporal hablaba alto y claro: estaba tensa, contenida y con los nervios a flor de piel. Había venido a escuchar malas noticias y no tenía interés en prolongar el suspense.
Así que fui al grano.
– Me siento fatal -dije-. Todo el tiempo diciéndote que esta investigación sería rutinaria y que no había de qué preocuparse, y resulta que el otro día… -Mi voz se fue apagando al tiempo que sacudía la cabeza, exasperado.
– ¿Qué? ¿El otro día qué…?
– ¡Es ese maldito O’Hara! -exclamé. No grité, pero sí lo dije lo bastante fuerte para que un par de cabezas se volvieran hacia nosotros. Bajé la voz un tono-. No entiendo cómo permiten que un tío como ése se haga cargo de la investigación. Simplemente, no hay ninguna necesidad. -Nora me miraba y esperaba, cosa que habría jurado que no estaba acostumbrada a hacer-. Al parecer, se ha puesto en contacto con el FBI -dije.
Ella entornó los ojos.
– No lo comprendo.
– Yo tampoco, Nora. O’Hara debe de ser el tipo más receloso que he conocido nunca. Para él, todo el mundo forma parte de una conspiración. Ese hombre está chiflado.
– Fantástico. -Nora se reclinó en su asiento y enderezó los hombros. Sus ojos verdes parpadearon confundidos. Casi sentí lástima por ella-. ¿El FBI? ¿Qué significa eso?
– Algo que no tendría que soportar ninguna persona que pase por lo que tú estás pasando -dije. Entonces hice una pausa corta, elocuente y acaramelada-. Me temo que van a exhumar el cuerpo de tu prometido.
– ¿Qué?
– Sé que es terrible, y te aseguro que si pudiera hacer algo al respecto, lo haría. Sin embargo, no puedo. Por alguna razón, ese idiota de O’Hara se niega a aceptar que un hombre de cuarenta años pueda morir de un ataque al corazón de forma natural. Quiere realizar más pruebas.
– Pero ya realizaron una autopsia.
– Lo sé, lo sé…
– ¿Es que ese O’Hara duda de los resultados?
– No se trata de eso, Nora. Lo que él quiere son pruebas más exhaustivas. Las autopsias genéricas son… pues eso: genéricas; hay algunas cosas que no siempre ven la luz.
– ¿A qué te refieres? ¿Qué cosas?
La pregunta se quedó flotando en el aire, pues la camarera estaba de regreso. Mientras dejaba en la mesa los cafés y mi pastel de manzana, vi cómo el nerviosismo de Nora iba en aumento. Sus emociones parecían ser auténticas. Lo que no quedaba tan claro era qué las motivaba. ¿Las de una novia apenada… o las de una asesina que se enfrentaba al repentino riesgo de ser descubierta?
La camarera se marchó.
– ¿Qué cosas? -dije, repitiendo su propia pregunta-. Un montón de ellas, supongo. Por ejemplo, y hablo sólo hipotéticamente, si Connor abusaba de las drogas, o si tal vez había algunos condicionantes médicos preexistentes que no se hicieron constar en la solicitud del seguro. Tanto una cosa como la otra podrían llegar a invalidar la póliza.
– Ninguno de los dos era el caso.
– Tú lo sabes, y, hablando franca y extraoficialmente, yo también lo sé. Pero, por desgracia, John O’Hara no lo sabe.
Nora arrancó la tapa de papel de la tarrina de crema de leche. Vació el contenido en su café y añadió dos terrones de azúcar.
– ¿Sabes qué? Puedes decirle a O’Hara que se quede con el dinero. No lo quiero.
– Ojalá fuese tan simple, Nora. Centennial One está obligada por ley a entregar el importe de la póliza, haya o no discrepancias al respecto. Por extraño que suene, no tienes elección en este sentido.
Apoyó los codos en la mesa. Entonces, la cabeza le cayó entre las manos. Cuando la volvió a levantar, pude ver una lágrima surcando su mejilla. Susurró:
– ¿Van a desenterrar el ataúd de Connor? ¿Es eso lo que van a hacer?
– Lo siento mucho -dije, y lo cierto era que me sentía fatal. ¿Y si era inocente?-. Ahora comprenderás por qué no quería hablar de esto por teléfono. Lo único que puedo decirte es que, si yo fuese O’Hara, jamás haría algo así.
Al pronunciar estas palabras, mientras ella se secaba las lágrimas con su servilleta, no pude evitar pensar en lo que me decía mi padre: «Las cosas no siempre son lo que parecen».
Seguía sin saber si las lágrimas de Nora eran reales o no, pero había algo de lo que estaba seguro: aquella mujer había acabado por despreciar a John O’Hara. Y cuanto más le odiara, más fácil me resultaría ganarme su confianza. Tuve que admitir que era bastante irónico.
Y es que John O’Hara no estaba en Chicago, en la oficina central de Seguros de Vida Centennial One. Nada de eso; John O’Hara estaba sentado en un reservado de la cafetería Blue Ribbon, comiéndose un trozo de pastel de manzana y respondiendo al nombre de Craig Reynolds.
Y los seguros no eran precisamente mi campo.