13. Dominico

– Bien -dijo Bond, mirando directamente a los ojos moteados de verde de Chernov-. Está usted muy lejos de su territorio habitual, camarada general. No se debe encontrar muy a gusto fuera de su cómodo despacho de la plaza. ¿O acaso han trasladado el Departamento 8 a aquella monstruosidad moderna de la carretera de circunvalación…, eso que llaman el Centro de Investigaciones Científicas?

Los labios de Chernov se curvaron en una leve sonrisa. Cualquier persona, pensó Bond, le hubiera podido tomar por un influyente y acaudalado hombre de negocios. Su poderoso y delgado cuerpo, enfundado en un traje gris de corte impecable; sus bronceadas facciones innegablemente bellas; su magnetismo personal y su elevada estatura -medía más de un metro ochenta y cinco- le convertían en una personalidad subyugante. Era lógico que se hubiera convertido en el jefe de investigaciones del antiguo SMERSH.

– Permítame que le diga que lee usted los libros adecuados, camarada Bond; y las adecuadas novelas -Chernov bajó la pistola, una pesada Stetchkin, y movió imperceptiblemente la cabeza para dar una rápida orden a uno de los hombres que tenía a su espalda-. Lo siento -el general sonrió de nuevo como si apreciara sinceramente a Bond-. Lo siento, pero su fama le precede. Les he pedido a mis hombres que le despojen de todos los juguetes que pueda llevar encima.

Con la mano libre, Chernov se acarició el cabello entrecano tan perfectamente descrito en los archivos del Cuartel General: «El cabello es abundante, entrecano en las sienes e insólitamente largo para ser un miembro del Servicio ruso, aunque lo lleva siempre muy bien cuidado y se distingue por las patillas que casi le cubren las orejas. Se lo peina hacia atrás sin crencha.»

Bond se conocía de memoria casi todos los perfiles de los agentes de mayor antigüedad del KGB y del GRU.

Uno de los hombres de Chernov, obedeciendo su orden, tomó a Bond por los hombros y le hizo dar la vuelta. A continuación le dijo, en un inglés chapurreado, que apoyara las manos en la pared del dormitorio.

Chernov dio inmediatamente otra orden y después añadió:

– Perdone, míster Bond. Le he dicho que le traten con más miramientos.

El acento lo hubiera podido adquirir en una de las más antiguas universidades británicas y sus modales eran casi deferentes. El tono, habitualmente sereno y comedido, hacía que sus palabras resultaran todavía más siniestras.

El hombre cacheó a Bond con gran minuciosidad y en seguida encontró la ASP, la varilla y las armas secretas: la pluma, el billetero y el valioso cinturón que tantos secretos encerraba. Palpó los forros de la ropa de Bond, le quitó los zapatos y los examinó a fondo antes de devolvérselos. En cuestión de unos minutos, Bond se quedó tan sólo con el minúsculo dispositivo «armónica» prendido al botón superior de su chaqueta.

– Interesante, ¿verdad? -dijo Chernov en tono casi lánguido-. La de cosas que se inventan nuestros amos para que siempre dispongamos de las más recientes innovaciones tecnológicas, ¿no le parece?

– Con todos los respetos, usted es uno de los amos -contestó Bond, tratando de mostrarse tan sereno y tranquilo como su interlocutor.

Chernov era un animal capaz de husmear el miedo a cincuenta metros de distancia.

– En efecto -dijo Chernov, soltando una carcajada en sordina.

– Uno de los más admirados, según nos dicen.

– ¿De veras?

El general soviético no pareció alegrarse al oír el comentario.

– ¿Acaso no es cierto que es usted prácticamente el único oficial de mayor antigiiedad que sobrevivió a la purga de mil novecientos setenta y uno tras la deserción de Lyalin?

– Vaya a saber lo que ocurrió con Lyalin -dijo Chernov, encogiéndose de hombros-. Algunos dicen que fue una estratagema para liquidarnos a todos.

– Pero usted sobrevivió y contribuyó a la resurrección del fénix de las cenizas de su departamento. Y eso es admirable.

No era un simple cumplido. Bond sabía que un hombre con el historial de Chemov jamás se hubiera dejado engañar por aquel truco.

– Gracias, míster Bond. La admiración es mutua. Usted también ha resurgido de entre las cenizas de las críticas, si no me equivoco -Chernov lanzó un suspiro-. Qué tarea tan difícil es la nuestra. ¿Se da usted cuenta de lo que hay que hacer?

– ¿El precio por mi cabeza?

– No hay precio…, esta vez. No obstante, figura usted en la lista. No cumpliría con mi deber si no consiguiera su ejecución, a ser posible, en la prisión de Lubianka, tras un interrogatorio -Chernov se encogió nuevamente de hombros-. Por desgracia, eso podría ser muy difícil. Eliminarle a usted no plantearía ningún problema, pero mi carrera me exige que se haga justicia. Su muerte tiene que ser pública, no en la intimidad de las celdas de la Lubianka.

Bond asintió en silencio. Sabía que, cuanto más consiguiera entretener a aquel hombre en el hotel, tantas más posibilidades tendría Murray de acudir en su ayuda. Bond tenía que telefonearle. Tanto si la misión era oficial como si no lo era, Murray haría, sin duda, todo cuanto pudiera… ¿Acaso no le debía a Bond su propia vida?

– Me alegro de que se lo tome con filosofía, mister Bond. Dice usted que me admira y yo faltaría a la verdad si no reconociera que respeto sus dotes de ingenio, rapidez y habilidad. Quiero que sepa que en su muerte no habrá nada de tipo personal. Será, sencillamente, parte de mi trabajo.

– Claro -Bond vaciló un instante-. ¿Puedo preguntar qué ha ocurrido con la dama?

– No se preocupe por ella -Chernov sonrió, ladeando la cabeza en gesto condescendiente-. Al fin, ella también pagará, junto con el renegado de Smolin y la otra traidora en todo este desdichado asunto; lo mismo que Dietrich y su gigoló Belzinger, o Baisley, tal como gusta de llamarse ahora. Mi deber es asegurarme de que se haga justicia. Usted es una prima adicional de lo más apetecible -el general soviético miró a sus lugartenientes-. Tenemos que irnos. Nos queda mucho por hacer.

– Yo ya estoy preparado. Cuando ustedes lo estén…

Bond comprendió que sus palabras debieron sonar excesivamente optimistas y se percató de su error al ver la expresión de recelo que asomó a los ojos de Kolya Chernov. El general le miró, por un instante, luego giró sobre sus talones y ordenó con un gesto de la mano a sus hombres que le siguieran con Bond. Le condujeron por el pasillo a la parte de atrás del edificio y bajaron dos tramos de la escalera de emergencia.

Detrás del hotel había un espacioso Renault y un Jaguar de color negro con las cortinas de las ventanillas corridas. Chernov se dirigió sin vacilación al Jaguar y Bond fue empujado en la misma dirección. Estaba claro que el Renault debía ser el vehículo de protección o bien de reconocimiento. Bond viajaría en el relativo lujo del Jaguar de Chernov. Un hombre sentado al volante del automóvil se levantó para abrir la portezuela posterior. Vestía un jersey negro de cuello de cisne y llevaba la cabeza vendada. Bond reconoció en él, desde lejos, a Mischa, el asesino que había tratado infructuosamente de liquidar a Heather en Londres. Las vendas acentuaban su pinta de pirata, pensó Bond mientras el hombre le miraba con odio reconcentrado.

El general Chernov inclinó la cabeza y se acomodó en el asiento trasero del Jaguar mientras los hombres empujaban a Bond hacia el otro lado. No se veía a Ebbie por ninguna parte. Otro hombre descendió por la otra portezuela y se apartó mientras Bond se sentaba al lado de Chernov.

– El viaje no va a ser muy cómodo -dijo Chernov, exhalando un suspiro-. Me temo que los tres vamos a estar un poco apretujados en este asiento.

El guardián volvió a subir al automóvil y Bond se quedó emparedado entre sus dos acompañantes. Mischa se sentó de nuevo al volante y uno de los hombres se acomodó a su lado. Bond era muy realista y no tuvo que devanarse demasiado los sesos para comprender lo que ocurriría en caso de que Murray no acudiera en su auxilio. Mischa puso el motor en marcha y el Renault salió disparado delante de ellos. Seguramente haría un reconocimiento previo. Era exactamente lo que hubiera hecho él en semejante situación.

En seguida se percató de que se dirigían a Dublín. En cuestión de horas, estarían de vuelta en el Castillo de las Tres Hermanas. Mischa conducía con una precaución casi excesiva, manteniéndose constantemente a unos treinta metros de distancia del Renault. No se volvió a mirar a Bond ni una sola vez, pero su animadversión se respiraba en el aire. El hombre sentado al lado de Bond mantenía un brazo oculto en el interior de la chaqueta, de la que, a veces, asomaba la culata de una pistola que sostenía en una mano. El general se quedó dormido, pero el hombre que iba sentado delante montaba guardia, volviendo de vez en cuando la cabeza o bien mirando a Bond a través del retrovisor.

El tiempo se hacía muy largo y Bond ya estaba cansado del monótono paisaje de lujuriante verdor y descuidados pueblos y aldeas. Aunque en su mente se agitaban toda clase de ideas, sabía que no tenía ninguna posibilidad de escapar vivo de aquel vehículo. Correría a una muerte segura, incluso en las principales carreteras de la República de Irlanda. Si Murray apareciera, pensó, quizá tendría alguna posibilidad. De momento, había perdido el control de la situación.

Recorrieron kilómetros sin experimentar el menor contratiempo hasta que, por fin, cruzaron por las estrechas calles de Arklow. Unos cinco kilómetros más allá, el Renault giró a la izquierda y empezó a subir por una angosta carretera bordeada de altos árboles y setos sin apenas espacio para que pudieran transitar por ella dos automóviles. Estaba claro que el camino conducía a la entrada principal del castillo.

Chernov despertó y se desperezó; después, felicitó a Mischa por su habilidad y bromeó con él en ruso. Delante de ellos, el Renault dobló una cerrada curva e, inmediatamente después, Mischa soltó una palabrota. Al doblar la curva, el Renault se había detenido en seco. Dos vehículos de la Garda estaban cruzados en el camino. Mientras Mischa frenaba, Bond volvió la cabeza y vio que detrás les seguía un automóvil sin ninguna señal de identificación.

– Tranquilos. ¡No hay que utilizar las armas! -ordenó Chernov con una voz restallante como un látigo-. Ni un solo disparo, ¿entendido?

Media docena de agentes uniformados de la Garda rodeaban el Renault. Otros cuatro se estaban acercando al Jaguar. Mischa bajó con cierta insolencia el cristal de su ventanilla cuando un oficial uniformado se inclinó para hablar con él.

– Caballeros, me temo que esta carretera sólo está abierta al tráfico diplomático. Tendrán que dar media vuelta.

– ¿Qué ocurre, oficial? -preguntó Chernov, inclinándose hacia adelante, mientras, junto con el otro hombre, trataba infructuosamente de ocultar el rostro de Bond.

– Un problema diplomático, señor. Nada grave. Hubo ciertas quejas anoche y tenemos que mantener la carretera provisionalmente cerrada.

– ¿Qué clase de problema diplomático? Yo tengo pasaporte diplomático, al igual que mis acompañantes. Nos dirigimos al castillo que es propiedad de la embajada soviética.

– Ah, bueno, eso ya es distinto.

El hombre se apartó. Bond observó que los vehículos estacionados delante se habían retirado un poco para permitir el paso del Renault. Vio también unos hombres vestidos de paisano cerca del Jaguar. Uno de ellos se inclinó ahora hacia la ventanilla de atrás que Mischa se había visto obligado a abrir. Aunque Bond no le reconoció, el hombre poseía los perspicaces y serenos ojos de un miembro de la Rama Especial.

– Se han recibido informes sobre un tiroteo que hubo aquí anoche. Corno comprenderá, la gente está un poco nerviosa. Si no le importa, permítame ver su documentación, señor…

– No faltaba más.

Chernov rebuscó en los bolsillos de su chaqueta y sacó varios documentos, entre ellos, su pasaporte. El hombre de la RS irlandesa los tomó y empezó a examinar minuciosamente el pasaporte.

– ¡Ah! -exclamó, mirando a Chernov-. Sabíamos que había llegado, míster Talanov. Pertenece usted al Ministerio de Asuntos Exteriores de su país, ¿no es cierto?

– Soy inspector de embajadas, en efecto. Estoy girando mi acostumbrada visita anual.

– La última vez no fue usted quien vino, ¿verdad? Si no recuerdo mal, era un hombre de baja estatura. Me parece que llevaba barba. Sí, barba y gafas. Se llamaba… Qué barbaridad, acabaré olvidándome de mi propio nombre.

– Zuyenko -dijo Chernov-. Yuri Fedeovich Zuyenko.

– Eso es, Zuyenko. ¿No vendrá este año, míster Talanov?

– Ya no irá a ninguna parte -Bond detectó cierta irritación en la voz. Chernov, con su enorme experiencia, ya se habría dado cuenta de que el parlanchín representante de la Rama Especial pretendía ganar tiempo-. Yuri Fedeovich murió -añadió, visiblemente molesto-. El verano pasado. De repente.

– Dios le tenga en la gloria, pobre hombre. Conque murió de repente el verano pasado, ¿eh? No sé si vio usted aquella película protagonizada por la encantadora Katherine Hepburn y miss Taylor… Tiene una casa en esta zona, ¿lo sabía usted?

– Perdone, pero tenemos que seguir, sobre todo si ha habido problemas en la carretera de las Tres Hermanas.

– Fueron graves y no lo fueron, míster Talanov. Pero, antes de que se vaya…

– ¿Sí?

Los ojos de Chernov se encendieron de rabia contenida.

– Verá, señor, tenemos que comprobar toda la documentación diplomática.

– Tonterías. Yo respondo de todos los ocupantes de este automóvil. Se encuentran bajo mi custodia.

Mientras Chernov hablaba, Bond sintió el duro metal de la pistola del guardián contra su costado. No podía correr el riesgo de armar un alboroto, pese a constarle que Chernov no quería provocar ningún incidente.

Otro rostro sustituyó al primero.

– Lo siento mucho, míster Talanov, que es tal como usted dice llamarse, pero tenemos que llevarnos a este caballero de aquí -Norman Murray señaló a Bond con el dedo-. Va usted en muy mala compañía, señor. Buscamos a este hombre para someterle a interrogatorio y creo que convendrá usted conmigo en que no es un ciudadano ruso y tanto menos un diplomático. ¿Me equivoco?

– Bueno, es que…

Chernov se detuvo sin saber qué decir.

– Creo que será mejor que le deje bajar. Tú, sal del coche -Murray introdujo una mano a través de la ventanilla y agarró a Bond por la chaqueta-. Saldrás sin armar jaleo, ¿verdad, muchacho? Los demás caballeros pueden seguir su camino.


– ¿Ya estamos empatados, Norman?

Bond miró muy serio al hombre de la Rama Especial. Sabía que algo había fallado. Lo comprendió en cuanto Norman Murray se dirigió a su automóvil particular y le hizo senas de que le acompañara, mientras los agentes de la Garda y los oficiales de la RE autorizaban el paso del vehículo que conducía a Chernov.

– Más que empatados, Jacko. Mañana tendré que saltar la tapia, no te quepa duda. Poco podré hacer por ti. Han ocurrido cosas muy raras, te lo aseguro.

– ¿Y eso?

Bond conocía lo bastante a Murray como para comprender que el hombre se sentía dominado por una mezcla de cólera, frustración e inquietud.

– Es más bien lo que no ha ocurrido. En primer lugar, me despertaron antes del amanecer y me dieron un mensaje sobre Basilisco. Tus amigos del otro lado del canal querían que lo detuviéramos y se lo entregáramos en secreto, ¿verdad? Puesto que siempre nos hacemos amablemente favores los unos a los otros, enviamos un par de automóviles al Hotel Clonmel Arms donde, según nos informaron, Basilisco se alojaba con la chica… La que me presentaste en el aeropuerto.

– No me dijiste nada de todo eso cuando te telefoneé.

– Porque tú me dijiste que los habían secuestrado. Pensé que te llevarías una agradable sorpresa cuando supieras que lo habíamos hecho nosotros.

– ¿Os llevasteis también a la chica?

– No nos llevamos a ninguno de los dos porque ya no estaban allí. Recibí una llamada a los cinco minutos de haber hablado contigo. Los del hotel dijeron que se habían ido con unos «amigos». Pero, más tarde, afirmaron otra cosa. Parece ser que Basilisco hizo muchas llamadas telefónicas durante la noche. Después, sobre las tres y media de la madrugada bajaron, pagaron la cuenta y se fueron.

– ¿Y la chica que estaba conmigo?

– No se sabe nada de ella. Es cierto que recibimos quejas sobre los disparos y explosiones que hubo en el castillo, y uno de nuestros hombres vio cómo te sacaban del hotel. He corrido un gran riesgo, metiéndome con el tipo que iba contigo.

– Mal asunto -dijo Bond, avergonzándose en secreto de su reticencia.

– Pues aún no sabes lo peor, Jacko -Murray soltó una carcajada-. Tu Servicio te ha negado el reconocimiento oficial.

– ¡Maldita sea!

– Estás de permiso. Tu presencia operativa en la República de Irlanda no está sancionada por ellos. Eso es lo que hay. Bajo ningún pretexto se deberá prestar ayuda a este oficial. Bajo ningún pretexto, Jacko. Ya ves cómo están las cosas.

«En caso de que algo falle, tendremos que negarle incluso ante nuestras propias fuerzas policiales.» Bond recordó las palabras de «M» mientras ambos paseaban por el parque. «Nuestras propias fuerzas policiales» incluían asimismo a otras fuerzas. Pero, ¿por qué? «M» le había mantenido a oscuras con respecto a Basilisco, aunque eso ahora ya estaba parcialmente explicado. Hubo contactos entre «M» y Smolin, probablemente a través de Murray, el hombre más flexible con que contaba el Servicio dentro de la Rama Especial irlandesa. Bond ya había localizado a Smolin y a dos de las chicas. ¿Por qué demonios se empeñaba el viejo en seguir negándole?

– Norman, ¿tú sabes quién viajaba en aquel automóvil?

– Lo sé muy bien, Jacko.

– Entonces, ¿por qué no…?

– No podía ponerle las manos encima. Esas fueron las instrucciones de mis superiores, los cuales deben estar en contacto con tu Servicio. Atrapen a Basilisco y entréguennoslo, pero no toquen a Dominico. Eso se nos pidió. Ahora, Basilisco ha desaparecido y…

– Y las chicas también. Las chicas eran mi principal responsabilidad, Norman.

– No quiero saberlo.

– No lo sabrás. Pero yo tengo que encontrar a estas chicas y a alguien más.

– Pues aquí, en Irlanda, no encontrarás a nadie. Tengo que conducirte a un lugar seguro que tenemos en el aeropuerto y largarte con una patada en el trasero.

– ¿Cómo?

– Ya lo has oído, Jacko. No te queremos aquí. Tienes que irte con viento fresco. Ni siquiera tu embajada admite tu presencia aquí.

En la mente de Bond se agitaron miles de preguntas.

– Si pasamos por delante de un teléfono, ¿querrás detenerte un minuto, Norman?

– ¿Por qué tendría que hacerlo?

– En recuerdo de los viejos tiempos.

– Estamos empatados.

– Por favor -dijo Bond con la cara muy seria.

Smolin y Heather habían desaparecido como por arte de magia, y Ebbie había sido sustituida por Chernov en cuestión de minutos; Unas inquietantes sospechas empezaban a tomar cuerpo en la mente de Bond.

Murray asintió muy despacio. Unos doscientos metros más allá, se detuvo ante una cabina telefónica.

– Rápido, Jacko, y no se te ocurra cometer ninguna estupidez. Bastantes problemas tenernos corno para que, encima, te dé por escapar.

Bond ya había desprendido el dispositivo de escucha «armónica» del botón de su chaqueta cuando llegó a la cabina. Para entonces, Dominico ya estaría en el castillo y seguramente habría mandado examinar los teléfonos. Se sorprendió de que no lo hubiera hecho todavía, tratándose de un hombre tan meticuloso. Los dispositivos seguían en su sitio y, a través de ellos, Bond pudo escuchar la habitual mezcla de voces. Casi no podía entender nada y estaba a punto de colgar el aparato cuando, de repente, oyó con toda claridad la voz de Chernov. Debía de estar al lado de uno de los teléfonos activados.

– Quiero a todos nuestros hombres en las calles de Dublín -dijo en tono autoritario-. Hay que encontrar a Bond y al coronel Smolin cuanto antes. Los quiero a los dos. ¿Entendido? Se me llevaron a Bond delante mismo de mis narices. Por si fuera poco, tenemos el problema adicional de las dos alemanas relacionadas con el maldito Pastel de Crema. ¿Qué habré hecho yo para merecerme a estos imbéciles?

– Camarada general, no tenía usted otra alternativa. No tuvo más remedio que actuar como lo hizo -hablaban en ruso-. Sus órdenes se han cumplido al pie de la letra. En cuanto les tengamos a todos, será muy sencillo. Sin embargo, el tiroteo de anoche ha estado a punto de provocar un incidente diplomático.

– ¡Idioteces diplomáticas! -gritó Chernov

Se escuchó otra voz, cerca de Chernov:

– Acabamos de recibir un mensaje de Hong Kong, camarada general.

– ¿Sí?

– Han localizado a Belzinger y Dietrich. Ella ha abierto para su uso la casa que el GRU posee en la isla de Cheung Chau.

– Dietrich se está pasando. Tendremos que actuar con rapidez. Envíen un mensaje a Hong Kong. Díganles que les vigilen desde lejos. No quiero que nadie se acerque hasta que yo llegue.

La línea empezó a sufrir interrupciones y Bond comprendió que, ahora más que nunca, tenía que tomar la iniciativa. Se metió una mano en un bolsillo y sacó las pocas monedas irlandesas que el hombre de Chernov le había dejado. Colgó el teléfono y volvió a marcar el número del castillo. En cuanto contestaron, se expresó rápidamente en ruso, pidiendo hablar con el general Chernov.

– ¡Es extremadamente urgente! Cuestión de vida o muerte.

Chernov se puso al aparato a los pocos segundos, maldiciendo por lo bajo las líneas de seguridad.

– No necesitamos ninguna línea de seguridad, camarada general -dijo Bond en inglés-. ¿Reconoce mi voz?

Hubo una breve pausa, tras la cual Chernov contestó con frialdad de hielo:

– La reconozco.

– Sólo quería decirle que deseo volver a verle, Dominico. Atrápeme, si puede. En el norte, en el sur, en Oriente o en Occidente.

Puso un especial acento en Oriente para aguijonear a Chernov. Después, colgó el teléfono, abandonó la cabina y regresó rápidamente al automóvil. Chernov comprendería que Bond le había desenmascarado y que le llevaba una pequeña ventaja por el hecho de estar al corriente dé sus probables movimientos. «M» le hubiera dicho, sin duda, que la llamada telefónica era una locura, pero «M» seguía también por su parte un camino muy tortuoso.

– Por un momento, he creído que estabas jugando conmigo, Jacko. Me han llamado desde Dublín. ¿Qué país quieres?

– ¿Qué siguifica eso?

– Que te vamos a deportar, Jacko. Tu gente de Londres ha dicho que te podemos enviar a la Luna si queremos. A ellos les importa un bledo. Incluso tu jefe dice que tienes que tomarte el resto de tus vacaciones en otro sitio.

– ¿Ésas son las palabras que ha utilizado?

– Ni más ni menos. «Díganle a este renegado que se tome el resto del permiso en otra parte. Díganle que se largue con viento fresco.» Eso ha dicho el viejo diablo. Por consiguiente, ¿qué prefieres, Jacko? ¿España? ¿Portugal? ¿Un par de semanas en las islas Canarias?

Bond contempló el inexpresivo rostro de Murray, el cual parecía ignorar la reciente estancia de Jungla en aquella zona.

– Déjame que lo piense un minuto, Norman. Dondequiera que yo elija, ¿me podrás sacar en secreto?

– Con tanto secreto como si fueras un fantasma. Saldrás con tanto sigilo que ni siquiera se enterarán los controladores del aeropuerto de Dublín.

– Pues, concédeme un minuto.

Bond ya sabía exactamente adónde quería ir, pero primero tenía que pensar en la actitud de «M». Puesto que los controles siempre funcionaban sobre la base de los conocimientos necesarios, ¿por qué había decidido «M» comunicarle de entrada que tendría que actuar por su cuenta y riesgo? ¿Y por qué, sabiendo -como debía saber- que dos de las chicas habían sido localizadas y después habían desaparecido, se empeñaba en seguirle negando la cobertura oficial? Bond nunca hubiera tenido que encontrarse con Smolin y, por consiguiente, no tenía por qué saber nada de él. ¿Había acaso alguna otra cosa que Bond tampoco tenía por qué saber?

Trató de seguir con lógica toda la sucesión de acontecimientos, utilizando las más elementales reglas del oficio. ¿En qué casos un control le ocultaba a su agente aquella información vital, aunque le pusiera con ello en una grave situación de desventaja? Sólo había una serie de circunstancias que justificaban aquel riesgo y él ya lo había intuido en parte a través de la conversación escuchada a través de las «armónicas». Sólo se oculta determinada clase de información, a saber, que un agente de confianza puede ser un doble espía. Se oculta la información cuando se ignora quién es el culpable. Tráelos a todos, le dijo «M». Lo cual significaba que Ebbie, Heather o Jungla podían ser agentes dobles. Ésa tenía que ser la respuesta. Un miembro de Pastel de Crema había sido descubierto, y, conociendo la forma de pensar de «M», Bond tenía que incluir a Smolin y Dietrích entre los sospechosos.

Llegaron a las afueras de Dublín y avanzaron por entre el denso tráfico. ¿Por qué le negaban? Muy sencillo. Se niega a un agente para evitar poner en un apuro al Foreign Office y a los políticos; o cuando sus objetivos saben que no cuenta con ningún apoyo. Maldito «M», pensó Bond, se está pasando de la raya. Cualquier otro agente hubiera desistido de su intento y se hubiera presentado en Londres con el botín para depositario a los pies de «M». Sin embargo, Bond no pensaba hacer tal cosa. «M» había apostado todo su dinero a que Bond saldría adelante, y ahora arriesgaba a su hombre como un buen jugador, sabiendo que las apuestas se habían disparado tras la aparición de Dominico.

– ¿Tenéis algún teléfono seguro en el aeropuerto, Norm?

– Te dije que no me llamaras Norm -dijo Murray en tono hastiado.

– De acuerdo, pues, ¿lo tenéis?

– Todo lo seguro que puede ser -Murray miró a Bond sonriendo-. Puede que incluso te permitamos utilizarlo en caso de que ya hayas decidido adónde quieres ir.

– ¿Podríais llevarme a Francia, lo más cerca posible de París?

Murray soltó una carcajada.

– Eso es pedir un milagro, hombre. Ya sabes cómo es el DST. Nunca colabora.

– Tú vives en un país de milagros, Norman. Si por mí fuera, cruzaría el canal y regresaría a la buena vida. Ya sabes, el susurro de las ramas de los sauces sobre la cabeza del aldeano, la juerga, el aroma de la hierba recién cortada entre la que discurren las serpientes.

– ¡Qué barbaridad! ¡Pero qué poético te has vuelto, Jacko! Gracias a Dios, el bienaventurado san Patricio nos libró de las serpientes.

– ¿De veras? -dijo Bond, devolviéndole la sonrisa.

Sabía que estaba a punto de ver atendidas todas sus peticiones.


Las instalaciones de seguridad se hallaban en el mismo interior del aeropuerto, en un pequeño recinto vallado que impedía la visión del automóvil y de sus pasajeros. El aeropuerto de Dublín tiene fama de ser uno de los más abiertos de Europa. Presurne de disponer de unos dispositivos de seguridad discretos y eficaces, generalmente ocultos a la vista del público. Cuando llegaron a la calzada de acceso, Bond se percató de que había más patrullas de la Garda que de costumbre.

Dentro, había una cómoda sala de espera con sillones y revistas, y un par de agentes de paisano que saludaron a Norman Murray dando muestras de especial deferencia.

– En aquella cabina a prueba de sonidos hay uno de los teléfonos más seguros de Irlanda -dijo Murray, indicándoselo-. Puedes utilizarlo mientras yo preparo tu vuelo.

– No hasta que tenga la absoluta certeza de que me dejaréis esta noche en París -dijo Bond fríamente.

– Dalo por hecho, Jacko. Tú haz la llamada. Estarás de camino antes de una hora sin que nadie se entere.

Bond asintió en silencio. Norman Murray era un oficial muy convincente.

Ya en el interior de la cabina, Bond marcó un número de Londres. Contestó una mujer, la cual preguntó en el acto si estaban interceptados. Bond le respondió que probablemente sí, pero que, en cualquier caso, la línea era segura. Q'ute le había ofrecido ayuda la última vez que le vio, y Bond sabía que no era un mero cumplido.

«Si necesitas algo de aquí, llámame y yo misma te lo llevaré.»

Ahora, la llamaba con una larga lista y un tiempo y lugar de entrega casi imposible, pese a lo cual, Q'ute supo estar a la altura de las circunstancias.

– Allí estaré -se limitó a decir antes de colgar-. Buena suerte.

Murray le aguardaba con un mono de trabajo blanco en la mano.

– Póntelo -le dijo-, y escúchame con atención.

Bond así lo hizo y Murray prosiguió diciendo:

– Esta puerta conduce al aeroclub. Efectuarás un vuelo con un instructor. El plan de vuelo ya está a punto. Os han concedido autorización para sobrevolar el norte de Francia; se suele hacer muy a menudo. Esta vez, sufriréis una pequeña avería de motor cerca de Rennes, que será el punto crucial. No conseguiréis llegar a un aerodromo y, entonces, el instructor pedirá auxilio y tomaréis tierra en un campo, pero no en un campo cualquiera sino en uno determinado.

»Habrá un vehículo aguardando y alguien que ocupará tu lugar en el aparato para cuando lleguen los gendarmes y los funcionarios de aduanas. Todo funcionará como la seda. Haz lo que te digo y todo irá bien. No obstante, si te preguntan algo, yo no tengo nada que ver con el asunto. ¿Entendido?

– Gracias, Norman -dijo Bond, asintiendo con la cabeza.

– El aparato se encuentra delante mismo del edificio, con el motor en marcha y listo para el despegue. Es una preciosa Cessna 182. Puede transportar cuatro personas en caso de apuro. Buena suerte, Jacko.

Bond estrechó cordialmente la mano de Murray, sabiendo que, en cierto modo, «M» le seguía apoyando por razones que sólo él conocía.

El aparato permanecía estacionado a escasa distancia del edificio, y Bond inclinó la cabeza mientras se dirigía rápidamente a él. Se agachó al pasar bajo el ala, subió y se sentó al lado del instructor, un joven y simpático irlandés que, al verle, le gritó, sonriendo, que ya era hora de despegar.

Apenas se había abrochado el cinturón, tras sentarse a la izquierda del instructor, cuando la avioneta empezó a deslizarse por la pista hasta llegar al extremo más alejado del aerodromo. Tuvieron que esperar unos minutos hasta que tomara tierra un 737 de la Aer Lingus procedente de Londres, tras lo cual, el instructor puso el motor a su máxima potencia y el ligero aparato se elevó en el aire casi espontáneamente. Se dirigieron hacia el mar y empezaron a ascender. A unos seiscientos metros de altura, el instructor niveló el aparato.

– Allá vamos -gritó-, listos para la juerga. Me pondré en ruta dentro de cinco minutos. ¿Está bien atrás?

– Muy bien -contestó Bond.

Al volver la cabeza, Bond vio el rostro de Ebbie asomando por detrás de su asiento donde estaba escondida.

– Hola, James. ¿Te alegras de verme? -preguntó, dándole un beso en una mejilla.

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