21. El Emperador Del Paraiso Negro

Bond saltó perfectamente el murete con una combinación de habilidad y fuerza. Cuando salió en compañía de Chernov, hizo sus cálculos y en aquel instante pudo contar los pasos mientras corría en la dirección adecuada. Tras saltar el muro, corrió por el terreno llano hasta el lugar en el que se iniciaba la pendiente y bajó rodando para que no le vieran desde la casa. Estaba seguro de que se había detenido a escasa distancia de su objetivo; con las palmas de las manos, empezó a tantear a su alrededor. Tras un par de segundos, en el transcurso de los cuales estuvo a punto de sucumbir al temor, su mano derecha rozó la piedra. Rodó hacia ella, escarbó en la tierra y sacó el paquete envuelto con hule.

Se levantó, giró a la izquierda y corrió por la pendiente, tratando de situarse por encima y lo más lejos que pudiera de la villa a la mayor rapidez posible. Mientras corría, contó los segundos. Se había concedido dos minutos y medio de tiempo. Una vez ésos hubieran transcurrido, se detendría.

Calculó que el punto al que había llegado al expirar el plazo, se encontraba a unos treinta metros por encima de la villa. Allí se agachó, se colocó la pistola en un lugar accesible, dejó el PAOS en el suelo, desató las cintas y desenrolló el hule. Por simple contacto, localizó cada objeto en la oscuridad y los sacó de su funda, distribuyendo las armas entre los distintos bolsillos del mono de trabajo, menos la bengala que conservó en una mano.

Respirando afanosamente, Bond extendió un brazo, inclinó en ángulo el pequeño objeto hacia la casa y apretó el botón de disparo, tomando al mismo tiempo la Luger. Calculó que la bengala estallaría al cabo de cinco minutos y veinte segundos de su salida de la villa. En la pernera derecha del mono, a la altura del muslo, había un bolsillo abierto en el que introdujo la Luger. Después, tomando la segunda batería (la pequeña granada de mano), esperó.

La bengala le produjo una sacudida en la mano y luego se elevó en medio de un haz luminoso de deslumbrante blancura. Bond cerró los ojos en cuanto el proyectil abandonó su mano, pero los volvió a abrir en el acto tan pronto como terminó el cegador destello inicial. Fue como si alguien hubiera iluminado la villa y el área circundante con un potente reflector. Así pudo ver con toda claridad a los «Robinsones»: dos de ellos subían por la ladera hacia donde él se encontraba y otros dos bajaban hacia la playa. Uno de los que subían levantó los brazos para protegerse los ojos de la luz, pero ambos siguieron adelante como autómatas. Bond vio que la otra pareja seguía corriendo hacia la playa. Permaneció inmóvil y en silencio, sosteniendo en una mano la pequeña granada. Ya podía oír la afanosa respiración de los hombres, cuyas siluetas resultaban visibles a la moribunda luz de la bengala.

Bond tenía que calcular sus acciones con absoluta precisión. En caso de que la granada no estallara en el momento preciso, alcanzando a ambos hombres, no tendría más remedio que utilizar la Luger, desperdiciando, por lo menos, una bala. Los jadeos y las fuertes pisadas se oían cada vez más cerca, pero en aquel instante Bond sólo podía guiarse por su intuición, puesto que la luz de la bengala ya se había extinguido. Rezó para poder alcanzarlos. Apretó el botón y arrojó la granada, apuntando hacia la dirección en la que los hombres se estaban acercando.

Los vio fugazmente avanzando muy juntos en el momento en que el pequeño cilindro cargado de plástico estalló en el aire directamente delante de ellos. Bond agachó la cabeza, sintiendo el calor en su propio cráneo y el terrible fragor en sus oídos. En medio de la explosión, le pareció oír un grito, pero no podía estar seguro de ello. Se levantó tambaleándose y avanzó a trompicones hasta que su pie rozó algo. Se agachó y con una mano tocó una pegajosa humedad de cuerpos y sangre.

Avanzando a gatas, buscó a tientas en medio de la hierba y trató de percibir algún ruido, mientras procuraba controlar aquella sensación de peligro tan necesaria en los hombres de su profesión. Tardó por lo menos dos minutos en localizar el cuchillo, y por lo menos otros dos o tres en encontrar la pistola. La carga había estallado, según sus previsiones, directamente entre los dos hombres y muy cerca de ellos.

Antes de localizar la Luger, una de sus manos tropezó con los desagradables restos de la pequeña bomba. Bond no lograba acostumbrarse a los efectos de las explosiones, sobre todo desde que comprobó que una minúscula cantidad de plástico era capaz de causar tan graves daños.

Se le había despejado la cabeza y, con la pistola inicial todavía metida en el bolsillo del mono y la otra arma en su mano derecha, empezó a correr hacia el Oeste, en dirección a la carretera que le conduciría a la Praya.

Chernov había hecho especial hincapié en el carácter sanguinario de aquellos cuatro hombres. Ahora, sólo quedaban dos y era lógico suponer que, de acuerdo con el adiestramiento recibido, seguirían su camino y se separarían probablemente al llegar a la aldea, esperando atrapar a su presa en campo abierto o bien entre los edificios que bordeaban la Praya.

Bond había elaborado su plan de campaña. En caso de que pudiera llegar al templo de Pak Tai, donde disfrutaría de una posición muy ventajosa, los esperaría allí.

La explosión aún le resonaba en los oídos y sabía que tenía la ropa manchada de sangre, pero consiguió llegar a la accidentada carretera sin experimentar ningún contratiempo; una vez allí, prefirió abandonar la rocosa superficie y avanzar por el borde cubierto de hierba. Dejó de correr y caminó a marcha rápida, aspirando grandes bocanadas de aire en un intento de regular la respiración.

Al cabo de unos diez minutos, le pareció distinguir las siluetas de unos edificios. Cinco minutos más tarde, llegó a las afueras de la aldea y se abrió paso por entre los arbustos en dirección a un muro de piedra que debía pertenecer al templo. Se dirigió hacia la fachada del edificio y pensó que, por lo menos, podría dirigir sus oraciones a algún dios, ya que Pak Tai es el Supremo Emperador del Paraíso Negro y el templo erigido en su honor acoge asimismo a sus dioses marciales, Cien Mil Ojos y Oído de Viento Favorable. La ayuda de aquellos tres personajes no le vendría mal aquella noche para localizar a los dos «Robinsones» restantes.

El templo daba a una extensión de terreno abierto y, por primera vez desde la explosión de la bengala y la granada, Bond notó que sus ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad. En unos minutos, distinguió la plaza cuadrada y el perfil de los peldaños del templo, guardados por los tradicionales dragones. Empezó a subir muy despacio y, al llegar arriba, se ocultó en la oscuridad del portal situado a su derecha. Luego, esperó, detrás de una de las grandes columnas de piedra. Pasaron los minutos y Bond comprendió que los «Robinsones» también debían de tomarse las cosas con calma, moviéndose despacio y en silencio por las oscuras calles.

Transcurrió por lo menos una hora. Y buena parte de otra. La autodisciplina le impidió a Bond echar un vistazo a la esfera luminosa de su reloj mientras efectuaba una minuciosa inspección de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, moviendo la cabeza y los ojos muy despacio; tenía el cuerpo entumecido a causa de la forzada inmovilidad.

Por fin, consultó su Rolex: eran las cinco menos diez de la madrugada. Faltaba algo más de una hora para que finalizara el juego y Chernov empezara la matanza. Se le revolvió el estómago de sólo pensarlo. Mientras imaginaba la horrible escena, captó un movimiento por el rabillo del ojo. Procedía del extremo derecho de la plaza, cerca de la casa. Por un instante, una sombra fugaz se recortó contra la franja más clara del mar.

Bond se movió despacio y levantó la Luger, con los ojos clavados en la zona donde había visto la sombra. Por un momento, pensó que se lo había imaginado. Pero la volvió a ver en el acto: avanzaba contra la pared a paso de tortuga al amparo de la oscuridad. Modificó imperceptiblemente su posición y levantó la Luger en el mismo instante en que la sombra se despegaba de la pared y empezaba a acercarse a los peldaños del templo. Fue entonces cuando, a pesar de su experiencia, Bond cometió el primer error de la noche. Despáchale ahora, decía una parte de su mente. No, espera, ¿dónde está el otro hijo de puta? Este segundo de indecisión fue el origen de los minutos más aterradores que jamás hubiera conocido.

Su habilidad de tirador se impuso a todo lo demás: despáchale ahora. Bond centró la mira de la Luger en la sombra que avanzaba. Su dedo empezó a ejercer presión, pero entonces un sexto sentido le advirtió de la inminencia de un peligro más cercano.

Se encontraba de pie, en la clásica posición de perfil, con los brazos levantados y sujetando el arma con ambas manos, cuando sintió un agudo dolor en el brazo izquierdo, como si alguien se lo hubiera quemado con un hierro candente. Oyó su propio grito desgarrador y sintió que se le caía el arma de la mano derecha al extenderla hacia el brazo herido. Se volvió y vio al «Robinsón» a punto de descargarle encima la maza de combate.

Reaccionó de un modo automático, pero todo se desarrollaba como en cámara lenta a través del indefinido dolor que, desde el brazo machacado, se iba extendiendo poco a poco por todo el cuerpo. No podía recordar el nombre de aquel sujeto, pero, por alguna extraña razón, su mente se empeñaba en querer recordarlo. Le pareció que era Bogdan, el que había roto el cuello de los muchachos y después había intentado librarse de los cadáveres descuartizándolos y distribuyendo los restos por el bosque. Oyó con toda claridad la voz de Chernov: «Es un campesino muy fuerte, sin ningún sentido de la moral.» Mientras Bond le miraba a los ojos, el hombre levantó muy despacio la maza por encima de su cabeza. Luego, la bola claveteada empezó a bajar hacia el cráneo de Bond. El brazo derecho de éste pareció moverse muy lentamente mientras echaba la pierna derecha hacia atrás y con una mano asía la culata de la Luger que guardaba en el bolsillo del mono. Buscó con el dedo la lengüeta del seguro. Los clavos cortaron el aire, acercándose sin piedad. La Luger se quedó atascada y después se soltó mientras la mano de Bond se torcía y su dedo se curvaba. Acto seguido, dos detonaciones -dos disparos, tal como les enseñaban a hacer en los cursillos de adiestramiento- y el olor de la cordita. El tintineo de los casquilíos de las balas golpearon los peldaños.

De repente, cesó la cámara lenta y el ritmo se aceleró.

Las dos balas levantaron a Bogdan del suelo y le obligaron a extender los brazos como si fuera un grotesco muñeco de resorte. El hierro de combate voló hacia atrás y el cuerpo de Bogdan cayó contra la puerta del templo, ensuciando a Bond con su sangre.

El dolor del brazo era casi insoportable. Bond oyó un doble chasquido y un sordo rumor. El disparo del otro «Robinsón» desde la plaza arrancó fragmentos de piedra de la columna.

Bond se dobló de dolor; sentía deseos de vomitar y se le empañó la visión. Estaba casi a punto de desmayarse cuando vio la sombra de la segunda Luger en los peldaños. Se volvió haciendo un gran esfuerzo y sostuvo en la mano izquierda el arma en la que todavía le quedaban dos cartuchos. Mientras se volvía, notó que perdía el equilibrio y se tambaleaba como un borracho en medio de la angustia y el dolor. Una voz pareció susurrarle al oído: «Atrápalo. Liquídalo ahora mismo.» Apretó automáticamente el gatillo, a sabiendas de que sostenía el arma en alto y mantenía el brazo derecho extendido. «Dos disparos contra un fantasma -pensó-. Suelta el arma y toma la otra.» Lo hizo todo como un acto reflejo, de forma mecánica. Precisamente mientras se agachaba, la otra bala le pasó silbando por encima de la cabeza. Con una mano tomó la culata de la Luger, pero no pudo incorporarse.

Cayó sobre una rodilla y, levantando la cabeza, vio que su adversario le apuntaba con su arma. Estaba diciendo algo en ruso y a Bond le pareció que la Luger era muy grande.

Luego se produjo la explosión y en toda la columnata de la entrada del templo del Supremo Emperador del Paraíso Negro resonó algo que Bond identificó como su último grito en esta tierra.

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