2. Halcón Marino Más Cinco

Era primavera, la mejor época del año, y Londres estaba muy seductor con sus doradas alfombras de azafrán en los parques, las mujeres libres de sus pesadas ropas de invierno y la promesa del verano a la vuelta de la esquina. James Bond se sentía en paz con el mundo cuando, enfundado en su bata de rizo, terminó su desayuno ingiriendo una segunda taza de café, saboreando el singular aroma de los granos recién molidos de De Bry. El sol iluminaba el pequeño comedor de su apartamento y May tarareaba una melodía para sus adentros sobre el inevitable trasfondo del ruido de la cocina.

Bond trabajaba en el último turno del Cuartel General del Servicio y, por consiguiente, tenía todo el día libre. Pese a ello, cuando se le encomendaba alguna misión especial, estaba obligado a repasar toda la prensa nacional y los más importantes diarios provinciales. Ya había marcado tres pequeñas noticias que publicaban aquella mañana el Mail, el Rxpress y el Times: una de ellas, relativa a la detención de un hombre de negocios británico en Madrid; otra de tres líneas en el Times, sobre un incidente que había tenido lugar en el Mediterráneo; y una tercera, en un artículo del Express en el que se decía que el Servicio Secreto de Espionaje se hallaba enzarzado en una disputa territorial con su organización hermana el MI-5.

– ¿Aún no ha terminado, míster James? -preguntó May en tono acusador, irrumpiendo repentinamente en la estancia.

Bond la miró sonriendo. Le encantaba acosarle de habitación en habitación siempre que tenía una mañana libre.

– Ya puedes quitar la mesa, May. Me queda sólo media taza de café por terminarme. Lo demás, te lo puedes llevar.

– Usted y sus periódicos -exclamó despectivamente el ama de llaves, señalando con una mano los periódicos diseminados sobre la mesa-. No llevan ni una sola noticia buena últimamente.

– Pues, no sé…

– Es terrible, ¿no cree? -dijo May, golpeando con el puño un periódico sensacionalista.

– ¿A qué te refieres en concreto?

– Pues, a lo de esta pobre chica. Lo llevan todos en primera plana y ya lo ha comentado esta mañana el jefe de la policía en la televisión. Debe de ser otro Jack el Destripador.

– ¡Ah, ya!

Bond apenas había leído las primeras planas donde se daba cuenta de un espeluznante asesinato que, según los periódicos, guardaba relación con otro que había tenido lugar a principios de semana. Ahora echó distraídamente un vistazo a los titulares.


CUERPO CON LA LENGUA ARRANCADA EN UNA LEÑERA.

SEGUNDA MUCHACHA MUTILADA.

HAY QUE APRESAR A ESTE SÁDICO ANTES DE QUE VUELVA A ATACAR.


Tomó el Telegraph donde la noticia ocupaba el segundo lugar detrás de otra más importante.


El cuerpo de la Programadora de ordenadores Bridget Hammond, de veintisiete años, fue descubierto por un jardinero ayer a última hora de la tarde en una leñera abandonada próxima a su domicilio en Norwich. Miss Hammond llevaba veinticuatro horas sin aparecer. Una compañera de trabajo de la Rightline Computers la llamó a su apartamento de Thorpe Road, extrañada de que no acudiera al trabajo aquella mañana.

La policía señaló que se trataba de un claro caso de asesinato. La garganta aparecía cortada y había «ciertas similitudes» con el asesinato de la semana pasada de Millicent Zampek, en Cambridge. El cuerpo de la señorita Zampek fue descubierto mutilado en el Backs, en la parte de atrás del King's College. El examen reveló que le habían cortado la lengua.

Un portavoz de la policía declaró: «Es casi con toda seguridad la obra de una sola persona. Es posible que un maníaco ande suelto por las calles.»


Algo más que eso, pensó Bond, apartando el periódico a un lado. Ultimamente, los asesinatos de pervertidos sexuales estaban a la orden del día y la velocidad de los modernos medios de comunicación los acercaban cada vez más al público.

Cuando sonó repentinamente el teléfono, Bond experimentó una extraña premonición, una especie de hormigueo en la nuca y un vacío en la boca del estómago, como si supiera que le iban a encomendar algo sumamente desagradable, pero todavía inexistente, tal como decían en el Servicio.

Era la siempre fiel miss Moneypenny, utilizando la sencilla clave que ambos dominaban desde hacía tantos años.

– ¿Puedes almorzar? -fue lo único que ella le preguntó cuando Bond le recitó su número.

– ¿Trabajo?

– Más bien sí. En su club. 12.45. Importante.

– Allí estaré.

Bond colgó el teléfono. «M» no solía invitarle a almorzar al Blades, lo cual no presagiaba nada bueno.

Conociendo la obsesión de su jefe por la puntualidad, a las 12.40 en punto, Bond pagó la carrera del taxi en Park Lane, tomando la habitual precaución de bajar a pie por Park Street donde se halla ubicado este lujoso club masculino con su fachada estilo Adam algo apartada de la calle.

El Blades es un singular retoño del célebre Savoir Vivre, el cual había cerrado las puertas poco después de su fundación en 1774. Su sucesor, el Blades, se inauguró en el mismo local en 1776 y es uno de los pocos clubes masculinos que han conservado su categoría y su prestigio hasta nuestros días. Sus ingresos proceden casi exclusivamente de las altas apuestas que se cruzan en las mesas de juego y la comida sigue siendo excepcional. Entre sus socios figuran algunos de los más poderosos personajes del país, los cuales han tenido la astucia de convencer a sus acaudalados socios comerciales de visita en el país -árabes, japoneses y norteamericanos- de que utilicen sus instalaciones como invitados. Miles de libras cambian de manos cada noche en las partidas de cartas o de backgammon.

Bond entró por la puerta giratoria y se dirigió a la garita del Conserje. Brevett sabía que Bond era un invitado muy ocasional del club, y como tal le saludó. Bond no pudo evitar pensar en el padre de aquel hombre, que era el conserje del club cuando la memorable partida de cartas en cuyo transcurso 007 desenmascaró a sir Hugo Drax como fullero, a instancias de «M» [2]. Los hombres de la familia Brevett eran Conserjes del Blades desde hacía más de cien años.

– El almirante ya le espera en el comedor, señor. Brevett le hizo discretamente una seña a un joven botones, el cual acompañó a Bond por la amplia escalinata hasta el soberbio comedor blanco y oro, estilo Regencia. «M» estaba sentado solo en el rincón de la izquierda, lejos de las ventanas y de las puertas y de espaldas a la pared para poder ver con toda claridad a quienquiera que entrara o saliera del salón. Cuando Bond llegó a la mesa, le saludó con una leve inclinación de cabeza y consultó su reloj.

– Justo a tiempo, James. Buen chico. Ya conoce las normas. ¿Qué le apetece… teniendo en cuenta que no disponemos de todo el día?

Bond pidió lenguado a la parrilla con una buena ensalada, y solicitó que le llevaran los ingredientes del aliño aparte para poderla preparar él mismo. «M» asintió con un gesto de aprobación. Conocía las preferencias y las aversiones, de sus agentes tanto como las suyas propias y sabia muy bien conseguir que le hicieran a uno un aliño a su entera satisfacción.

Les sirvieron la comida y «M» esperó en silencio mientras Bond molía cuidadosamente una cucharadita de pimienta en un cuenco destinado a este propósito, añadiendo después una cantidad similar de azúcar y sal y dos cucharaditas y media de mostaza en polvo, para mezclarlo todo con un tenedor antes de completarlo con tres cucharadas soperas de aceite y una de vinagre de vino blanco vertida con mucha mesura. Bond añadió finalmente unas gotas de agua, removió la mezcla y la vertió sobre la ensalada.

– Seria usted un marido estupendo, cero cero siete -los claros ojos grises no pidieron disculpas por mencionar el tema del matrimonio, cosa que todos los que conocían a Bond evitaban hacer desde la prematura muerte de su prometida a manos de SPECTRE [3].

Bond no prestó atención a la falta de tacto de su jefe y empezó a cortar el pescado con la habilidad de un cirujano.

– ¿Y bien, señor? -preguntó en voz baja.

– Hay tiempo, pero no el suficiente -contestó «M» con frialdad-. Palabras de nuestro difunto y laureado poeta, aunque apuesto a que usted no sabría distinguir entre Betjeman y Larkin, ¿eh?

– Sin embargo, conozco algunas poesías muy atrevidas, señor: El alegre calderero, El viejo monje famoso; incluso podría recitarle un sinfín de refranes picarescos.

«M» mascó su lenguado con patatas tempranas. Mientras tragaba el bocado, miró a Bond con sus gélidos ojos grises.

– Pues, entonces, recíteme algo sobre Halcón Marino, James. ¿Recuerda a Halcón Marino?

Bond asintió. Lo recordaba claramente, a pesar de los cinco años transcurridos. Dave Andrews había muerto en el transcurso de la misión Halcón Marino, y Bond jamás podría olvidar los días y las noches pasados en el submarino, tratando de calmar y consolar a las dos muchachas.

– ¿Y si le dijera la verdad sobre Halcón Marino? -preguntó «M».

– Hágalo, siempre y cuando ello sea necesario, señor.

El Servicio siempre actuaba sobre la base de los conocimientos estrictamente necesarios, por cuyo motivo lo único que supo Bond sobre Halcón Marino era que tenía que rescatar a dos agentes. Recordó que Bill Tanner, el jefe de Estado Mayor de «M», le comentó que las dos personas que debería rescatar tenían que largarse a toda prisa para salvar el pellejo.

– Eran tan jóvenes -musitó casi para sus adentros.

– ¿Cómo? -dijo inmediatamente «M».

– Decía que las chicas que rescatamos eran muy jóvenes.

– No fueron las únicas -dijo «M», apartando el rostro-. Los salvamos a todos en cuestión de siete días. Cuatro chicas, un chico y sus padres; vaya silo hicimos. Ahora dos de las chicas han muerto, James. Lo habrá leído probablemente esta mañana en la prensa. Les habíamos facilitado otros nombres y otros antecedentes. Eran inidentificables. Y, sin embargo, alguien ha conseguido descubrir a dos de ellas, por lo menos. Y han sido brutalmente asesinadas, y les han arrancado las lenguas. ¿Ha leído usted lo del sádico que anda suelto por las calles?

Bond asintió.

– ¿Quiere usted decir que…?

– Quiero decir que estas jóvenes habían recibido una nueva identidad tras prestarnos un inmejorable servicio, y hay todavía otras tres, esperando al verdugo que corta lenguas.

– ¿Será un escuadrón del KGB que quiere transmitirnos algún mensaje?

– En efecto, con cada una de estas muertes. Están cortando el Pastel de Crema, James, y quiero acabar con esto… inmediatamente.

– ¿Pastel de Crema?

– Termínese el almuerzo y daremos un paseo por el parque. Lo que tengo que decirle es demasiado delicado, incluso para estas paredes. Pastel de Crema era una de nuestras operaciones más eficaces en muchos años. Supongo que eso había que pagarlo. Dicen que la venganza es un plato que se saborea mejor frío. Y me imagino que, con cinco años, ya se habrá enfriado lo bastante.


«M» no miró a Bond mientras ambos paseaban por Regent's Park como dos hombres de negocios que regresaran a regañadientes a sus despachos.

– Pastel de Crema era una operación para recuperar a los nuestros. ¿Sabe lo que es una Emilia?

– Por supuesto. El término es un poco anticuado, pero sé lo que significa.

Bond llevaba años sin oírlo. Era el nombre que utilizaba el Servicio Secreto norteamericano para designar a los objetivos especiales del KGB. Las Emilias solían encontrarse sobre todo en la Alemania Federal. Eran, por regla general, muchachas que llevaban vidas anodinas y que probablemente no se casarían jamás. La falta de idilios en sus vidas era a menudo el resultado de tener que cuidar a un anciano progenitor y no disponer de tiempo para otras cosas.

Se pasaban todo el día trabajando y, después, tenían que atender en casa a una madre o un padre achacoso. Pero todas las Emilias tenían una cosa en común. Solían trabajar en algún departamento gubernamental, generalmente en Bonn, como secretarias dentro del BfV. El Bundesamt für Verfassungersschutz era el equivalente germano-occidental del MI-5, pero dependía del Ministerio del Interior o BND (Budesnachrichtendienst). Este organismo, que recogía información de espionaje, trabaja en estrecha colaboración con el S1S británico, la CIA norteamericana y el Mossad israelí.

El KGB había utilizado a numerosas mujeres tipo Emilia a lo largo de los años. Un hombre aparecía súbitamente en la vida de una Emilia y toda la monotonía de su existencia se esfumaba como por ensalmo. La muchacha recibía regalos y era invitada a lujosos restaurantes, al teatro y a la ópera. Y, por encima de todo, se sentía atractiva y deseada. Luego, ocurría algo increíble: se acostaba con el hombre. Puesto que estaba enamorada, el resto le daba igual, incluso los pequeños favores que le pedía su amante, como, por ejemplo, sacar a escondidas algunos documentos del despacho o copiar algunos detalles de un expediente. Sin saber cómo, la Emilia se metía tan de lleno en el asunto que, cuando algo fallaba, tenía que huir al Este con su amante. Una vez iniciada su nueva vida en la República Democrática Alemana o incluso en Rusia, el amante desaparecía.

Bond reflexionó un instante. Las Emilias no estaban pasadas de moda porque se habían producido recientemente varias deserciones que entraban dentro de aquella categoría. Y, por otra parte, las Emilias no pertenecían exclusivamente al sexo femenino.

– Decidimos utilizar la táctica de las Emilias a la inversa -dijo «M», adivinando los pensamientos de Bond-. Pero nuestros objetivos eran peces muy gordos, altos funcionarios de la HVA. Fueron ellos los que pusieron en marcha el sistema de las Emilias e incluso adiestraron a los agentes seductores.

Bond asintió en silencio. «M» se refería a la Hauptverwaltunng Aufklärung , o Jefatura Superior de Inteligencia, el organismo más eficaz del bloque del Este, junto con el KGB.

– Los objetivos eran altos funcionarios de la HVA y funcionarios agregados del KGB, incluida una mujer. Teníamos varios agentes en reserva, pero llevábamos tanto tiempo sin utilizarlos que ya estaban inservibles. Eran matrimonios que, en nuestra opinión, hubieran podido ser muy eficaces. Al final, utilizamos a sus hijos. Elegimos a cinco familias a causa de sus hijos. Eran todos muy bien parecidos, rondaban los veinte anos y eran plenamente conscientes de sus actos, usted ya me entiende -«M» parecía turbado, tal como solía ocurrirle siempre que hablaba de «operaciones almibaradas», como las llamaban en el sector-. Les tanteamos y nos dimos por satisfechos. Les sometimos a un adiestramiento básico. Incluso nos llevamos a dos de ellos a Occidente durante cierto tiempo -«M» hizo una pausa cuando se cruzaron con un grupo de niñeras que chismorreaban sobre sus amos mientras empujaban los cochecitos infantiles-. Tardamos un año en organizar el Pastel de Crema. Tuvimos mucho éxito, con un poco de ayuda de terceros. Le echamos el anzuelo a una mujer de la vieja escuela del KGB y nos hicimos con dos altos funcionarios de la HVA. Pero, quedaba un pez muy gordo que aún podía ser peligroso. Luego, todo se vino abajo sin previa advertencia. Ya conoce usted el resto. Les llevamos a casa, les dimos una calurosa palmada en la espalda y les proporcionamos vivienda, adiestramiento y profesión. Obtuvimos grandes beneficios, cero cero siete. Hasta la semana pasada en que una de las muchachas fue asesinada…

– No será una que yo…

– No. Pero eso nos puso sobre aviso. No podíamos estar seguros, claro, Y tampoco podíamos informar a la policía. Todavía no podemos hacerlo. Ahora se han cargado a la segunda, esta Hammond de Norwich -«M» exhaló un hondo suspiro-. Eso de arrancarles la lengua es una clara señal. Podría ser el KGB, pero también la HVA o incluso el GRU, el espionaje militar soviético. Pero aún tenemos allí a dos chicas y a un muchacho muy simpáticos. Hay que sacarles, cero cero siete. Llevarles a un lugar seguro y mantenerles bajo protección hasta que hayamos liquidado al escuadrón de castigo.

– ¿Y soy yo quien les va a sacar?

– Pues, en cierto modo, sí.

Bond conocía muy bien aquel áspero tono de voz.

– El caso es que la operación no va a ser nada fácil -añadió «M», apartando el rostro.

– Nada es fácil -dijo Bond, tratando de darse ánimos con sus propias palabras.

– Será muy duro, cero cero siete. Sabemos dónde están las dos chicas…, precisamente las que usted rescató. El caso del joven es un poco más peliagudo. La última vez que supimos de él, estaba en las islas Canarias -«M» lanzó un suspiro de desaliento-. Por cierto, una de las chicas está en Dublín.

– Entonces, ¿podré sacar a las chicas con rapidez?

– De usted depende, James -«M» no llamaba casi nunca a Bond por su nombre de pila. Aquel día ya lo había hecho tres veces-. No puedo sancionar ninguna operación de salvamento. No puedo darle ninguna orden.

– Ya.

– En caso de que algo falle, tendremos que negarle…, incluso ante nuestra propia policía. Tras el fracaso de Pastel de Crema, los cancerberos del Foreign Office dieron instrucciones muy precisas. Los participantes deberían ser sacados con toda limpieza, ser sometidos a una operación de cirugía plástica Y abandonados a su suerte. No tendríamos que establecer ningún contacto ulterior con ellos. En caso de que yo solicitara la protección de los poderes de la nación para estas personas y utilizara después a una de ellas como cebo para liquidar al escuadrón de castigo, la respuesta sería tan dura como…

– Déjeles que se coman el Pastel de Crema -dijo Bond en tono lúgubre.

– Exactamente. Que se mueran y en paz. Ningún compromiso. Ninguna comunicación.

– En tal caso, ¿qué desea usted que haga, señor?

– Lo que ya le he dicho. Le facilitaré nombres y direcciones. Le podré indicar la dirección, le permitiré revisar los archivos, incluso los informes de asesinatos, que, como es lógico, he…, hum…, adquirido. Eso le llevará el resto de la tarde. Le podré dar un permiso de dos semanas. En caso contrario, seguirá usted con sus deberes normales. ¿Entendido?

– Facilíteme una indicación -dijo Bond con voz agria-. Facilíteme una indicación y déme un permiso. Los sacaré a todos…

– Esa información no puede ser oficial. Ni siquiera podrá utilizar una casa de seguridad…

– De eso ya me encargaré yo, señor. Facilíteme una indicación y les localizaré tanto a ellos como al escuadrón de castigo. Me las arreglaré para que sólo los jefes del escuadrón de castigo sepan lo que está sucediendo.

El silencio pareció prolongarse indefinidamente. Al final, «M» exhaló un profundo suspiro.

– Le facilitaré los nombres y los números de archivo del Registro durante el camino de vuelta a la tienda. Después, disfrutará usted de un permiso de dos semanas. Buena suerte, cero cero siete.

Bond sabía que necesitaría algo más que buena suerte.

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