6. Basilisco

James Bond apartó en silencio la manta que lo cubría, sacando al mismo tiempo la pistola. El tirador de la puerta giró muy despacio y se detuvo, pero, para entonces. Bond ya se encontraba junto a la cama donde dormía Heather, y le sacudió el hombro desnudo con la mano en la que sostenía el arma mientras le tapaba suavemente la boca con la otra. Ella emitió unos pequeños gemidos entrecortados y Bond se inclinó, diciéndole en voz baja que tenían visita y que convendría que se levantara y se escondiera. Heather asintió en silencio y él retiró la mano y regresó a la puerta, manteniéndose a un lado. Más de una vez había visto lo que eran capaces de hacer las balas a través de las puertas. Colocó cuidadosamente la cadena y después se apartó todo lo que pudo y abrió bruscamente la puerta.

– ¿Jacko? Hola, hombre.

A la escasa luz del pasillo, Bond reconoció la alta figura y el astuto rostro sonriente del inspector Murray, mirando hacia el interior de la habitación.

– Pero, ¿qué es eso?

Bond se situó de un salto a su espalda. De un rápido movimiento, cerró la puerta y encendió la luz, empujando al hombre de la Rama Especial de la Garda lo justo para hacerle perder el equilibrio. Murray cayó hacia adelante, tratando de agarrarse a la cama, pero Bond le aplicó una llave en el cuello, apoyando el cañón de la ASP justo detrás de su oreja derecha.

– ¿A qué estás jugando, Norman? Conseguirás que te maten como andes reptando por ahí de esta manera. ¿O acaso tienes una cuadrilla armada, rodeando el hotel?

– ¡Ya basta, Jacko! ¡Ya basta! Vengo en son de paz… Solo y con carácter extraoficial.

Heather salió lentamente de debajo de la cama y contempló, asustada, el sonriente rostro del inspector.

– Ah -dijo Murray, esbozando una amistosa sonrisa mientras Bond aflojaba ligeramente la presa-, ésta debe ser miss Arlington, ¿verdad, mister Boldman? ¿O prefiere que le llame Jacko B?

Sin apartar la pistola de la cabeza de Murray, Bond soltó la presa. Con la mano libre, localizó el revólver Walther PPK creado especialmente para la Garda, lo sacó de la funda y lo hizo resbalar por el suelo, lejos del alcance del inspector.

– Pues, para ser un hombre de paz, vienes muy bien preparado, Norman.

– Vamos, Jacko, tú sabes que siempre tengo que llevar el cañón. Lo sabes tan bien como yo… y, además, ¿qué es una pistolita de nada entre amigos?

– Podría ser la muerte -contestó cínicamente Bond-. Entonces, ¿sabías desde un principio que yo estaba aquí? ¿Y miss Arlington?

– Pues, claro, hombre. Pero me guardo el secreto. Resulta que tenemos casualmente una alerta roja en estos momentos y tu cara apareció en el aeropuerto. Por suerte, yo estaba de guardia en el castillo cuando salió en la pantalla. Telefoneé al jefe de los fantasmas británicos, el viejo Grimshawe, en Merrion Road y le pregunté si tenía algún equipo extraordinario por aquí o si esperaba la llegada de alguno. Grimshawe me dice siempre la verdad. Trabajamos mejor de esta manera y nos ahorramos mucho tiempo. Me contestó que no tenía a nadie y que no se desarrollaba ninguna actividad extraoficial, y yo le creí. Entonces, tú me llamaste y la cosa empezó a interesarme -Murray parpadeó maliciosamente, mirando a Heather-. ¿No será usted por un casual la amiga de miss Larke, ¿verdad, miss Sharke?

– ¿Cómo? -exclamó Heather, boquiabierta de asombro.

– Porque, si lo fuera, sería mal asunto para su seguridad. No nos gustan demasiado estas cosas. Los apellidos como Larke y Sharke llaman la atención porque son estúpidos, cosa que nosotros no somos.

– Fíjese bien, querida, porque no tiene un pelo de estúpido -dijo Bond, imitando el acento de Murray, más propio de las tierras bajas de Escocia que de Dublín.

Tal como el inspector solía decir: «Nací en el norte, me eduqué en el sur, paso mis vacaciones en Escocia o España y trabajo en la República de Irlanda. No me siento en casa en ningún sitio.»

– Has cometido una tontería, tratando de abrir mi puerta a estas horas de la noche.

– ¿Y a qué hora querías que lo hiciera? En pleno día no puedo porque tengo que dar cuenta de todos mis movimientos.

– Hubieras podido llamar.

– Me disponía a hacerlo, Jacko. Treinta segundos más, y lo hubiera hecho. Tap, tap, tap.

Los dos hombres se miraron con recelo.

– No he venido aquí por gusto -dijo el inspector Murray, esbozando una sonrisa-, sino porque estoy en deuda contigo y siempre pago mis deudas.

Era cierto. Hacía cuatro años, Bond le había salvado la vida en el lado irlandés de la frontera, cerca de Crossmaglen, aunque el incidente permanecería siempre oculto en los archivos secretos del Servicio.

Heather tomó la colcha de la cama y se cubrió con ella, tratando al mismo tiempo de alisarse el cabello. La interesante y reveladora serie de movimientos hizo que ambos hombres se la quedaran mirando en silencio. Tras lo cual, Murray se sentó en la cama, girando el cuerpo en un infructuoso intento de vigilar simultáneamente a Bond y Heather.

– Mire, joven -añadió Murray-, Jacko le dirá que puede confiar en mí.

– No confíe en nadie, miss Arlington -dijo Bond con rostro impasible.

– Muy bien -Murray lanzó un suspiro-. Te expondré simplemente los hechos. Después, me iré a casa y me tomaré una taza de chocolate antes de acostarme.

Bond y el inspector se miraron mutuamente en silencio, como si trataran de adivinarse las intenciones.

– Resulta que ahora la tal miss Larke… -prosiguió diciendo Murray-…la que le prestó el impermeable y el pañuelo a la pobre chica…

– ¿Cómo…? -exclamó Heather mientras Bond sacudía imperceptiblemente la cabeza para indicarle que no debía reaccionar.

– Bueno, pues, parece ser que miss Larke se ha escondido en la tierra, tal como suele decirse de los zorros.

– ¿Quiere decir que no está…? -empezó a preguntar Heather.

– ¡A callar! -gritó Bond.

– Por Dios bendito, Jacko, ¿es que no puedes dominarte? -Murray sonrió, respiró hondo y añadió-: Había una dirección en Dublín -miró a su alrededor, primero a Heather y luego a Bond, con una expresión de la más pura inocencia-. Una bonita dirección en Fitzwilliam Square -esperó por si alguien hacía algún comentario y, a1 ver que no ocurría así, se encogió de hombros y dijo-: Bueno, pues, alguien fue y le dio la vuelta al tambor, tal como dirían en Londres.

– ¿Te refieres a la dirección de Dublín facilitada por la persona que se apellida Larke? -preguntó Bond.

– Cuyo apellido sospecho no es Larke, sino Heritage. Ebbie Heritage

– Esta mujer, Larke o Heritage… -dijo Bond.

– Vamos, Jacko, no te hagas el tonto conmigo. Y una mierda no lo sabes, disculpe miss… hum…, ¿Sharke?

– Arlington -contestó Heather sin vacilar.

Al final, había conseguido serenarse.

– Sí -dijo Murray sin creerse ni una sola sílaba del apellido-. Tal cono ya he dicho, la dirección facilitada por miss Larke pertenece en realidad a miss Heritage. Ambas han desaparecido. El apartamento de Fitzwilliam Square está todo revuelto.

– ¿Robo? ¿O se trata de un acto de vandalismo? -preguntó lacónicamente Bond.

– Pues un poco de ambas cosas. Hay un desorden total. Para mí, es un trabajo profesional disfrazado de tal forma que parezca obra de unos entusiastas aficionados. Y lo más curioso es que no queda en la casa el menor rastro de correspondencia. Levantaron incluso el entarimado.

– ¿Y has venido aquí al amanecer sólo para decirme eso?

– Bueno, tú parecías interesado por el asunto del castillo de Ashford y pensé que deberías saberlo. Además, conociendo la clase de trabajo que haces, consideré oportuno informarte de otra cosa.

Bond asintió, animándole en silencio a proseguir.

– ¿Has oído hablar alguna vez de un tipo llamado Smolin? -preguntó Murray con la mayor indiferencia-. Maxim Smolin. Nuestra rama en Londres, y supongo que la gente para la que tú trabajas también, le conoce bajo el estúpido nombre en clave de Basilisco.

– Hum -refunfuñó Bond.

– ¿Quieres conocer la historia de éste tipo o ya la conoces, Jacko?

– De acuerdo, Norm… -dijo Bond sonriendo.

– Y no me sigas llamando Norm si no quieres que te envíe a la cárcel bajo una falsa acusación que te impida regresar a la República de Irlanda de por vida.

– De acuerdo, Norman. Maxim Anton Smolin; nacido en mil novecientos cuarenta y seis en Berlín, hijo de una dama alemana llamada Christina von Geshmann y de un general soviético apellidado Smoun de quien ella era amante por aquel entonces. Alexei Alexeiovich Smolin. El joven Smolin recibió el apellido de su padre y la nacionalidad de su madre. Se educó en Berlín y en Moscú. Su madre murió cuando él contaba apenas dos años. ¿Es éste tu hombre, Norman?

– Sigue.

– Entró en la carrera militar a través de una de esas escuelas rusas tan bonitas; no recuerdo bien cuál de ellas. Pudo ser el Ejército Trece. Sea lo que fuera, le asignaron desde muy joven un destino y después lo enviaron al Centro de Adiestramiento Spetsnaz… especializado en la formación de la elite, si es que te gustan esta clase de asesinos de elite. El joven Maxim se abrió camino y fue invitado a formar parte del brazo más secreto del espionaje militar, el GRU. Esa es la única forma de poder entrar en el GRU, a diferencia de lo que ocurre en el KGB que te recoge de la calle si tú te ofreces. Desde allí, y a través de una serie de puestos, Smolin regresó a Berlín Este como oficial de alta graduación del HVA, el servicio de espionaje de la Alemania del Este.

»Nuestro Maxim hace de todo: es un topo dentro de una madriguera de topos, trabaja con la HVA que, a su vez, tiene que colaborar con el KGB y hace, de paso, algún que otro trabajito por su cuenta, porque, en realidad, es un miembro de GRU.

– Te conoces a éste hombre al dedillo -dijo Murray muy sonriente-. ¿Sabes lo que dicen del GRU? Dicen que cuesta un rublo entrar y dos salir. Parece casi un dicho irlandés. Es muy difícil llegar a convertirse en oficial del GRU, y más difícil todavía saltar la tapia una vez dentro, porque, de hecho, sólo hay una forma de salir de allí… Con los pies por delante. Les encanta adiestrar a los extranjeros, y no olvidemos que Smolin es ruso sólo a medias. Me dicen que ostenta un gran poder en la Alemania del Este. Hasta los hombres del KGB le tienen respeto.

– ¿Y bien, Norman? ¿Tienes algo más que decirnos sobre él? -preguntó Bond.

– Mira, Jacko, todo el mundo cree que en esta isla dividida sólo tenemos un problema, el norte y el sur. Pero se equivocan de medio a medio y estoy seguro de que tú lo sabes. El llamado Basilisco llegó a la República de Irlanda hace dos días. Cuando me enteré de eso tan horrible que ocurrió en el castillo de Ashford, Jacko, recordé que había habido dos asesinatos parecidos al otro lado del estrecho y me vino a la mente una cita.

– ¿Ah, sí?

– Se ha escrito algo que viene que ni pintado a propósito de la Dirección General de Inteligencia Soviética, es decir, el GRU. El tipo era un desertor del GRU, apellidado Suverov. Y escribía acerca de la gente que no sabe estarse quieta y revela secretos. «¡El GRU sabe cómo arrancar estas lenguas!», escribió. Es curioso, ¿verdad, Jacko?

Bond asintió con aire solemne. Los historiadores de los Servicios Secretos tendían a restar importancia al GRU, el espionaje militar soviético, considerando que había sido engullido por el KGB.

– Según un autor, el GRU está completamente dominado por el KGB. Otro señalaba que el hecho de considerar al GRU como un organismo aparte era un puro ejercicio académico. Ambos conceptos eran erróneos. El GRU trata por todos los medios de conservar su propia identidad.

– ¿En qué piensas, Jacko? -preguntó Murray, Poniéndose más cómodo en la cama.

– Estaba pensando, sencillamente, que los integrantes de la flor y nata del GRU son más mortíferos que los miembros correspondientes del KGB. Hombres como Smolin están mejor adiestrados y carecen del menor escrúpulo.

– Smolin está aquí, Jacko y… -Murray hizo una pausa y su sonrisa se transformó en una mueca-. Y hemos perdido la pista de éste hijo de puta, discúlpeme estas palabras, miss Dare.

– Arlington -musitó Heather sin convicción.

Bond la vio nerviosa y un poco triste.

– Dare, Wagen, Sharke, ¿qué más da? -dijo Norman Murray, levantando una mano. Después bostezó y se desperezó-. Ha sido una noche muy larga. Tengo que irme a dormir.

– ¿Que le habéis perdido la pista? -preguntó Bond, mirándole con dureza.

– Ha desaparecido, Jacko. Porque eso a Smolin siempre se le ha dado muy bien… Es un verdadero Houdini. Hablando de Houdini, Smolin no debe de ser el único que anda suelto por ahí.

– ¿No me digas que también has perdido la pista del Presidente del Comité Central?

– No es momento para bromas, Jacko. Nos han facilitado una pequeña información. No es gran cosa, pero menos da una piedra.

– ¿Podríamos agarrarnos a ella?

– Yo que tú, si fuera verdad, preferiría no hacerlo, Jacko B.

– ¿Y bien?

– Dicen que alguien situado mucho más arriba que Smolin se encuentra en Irlanda. No es seguro, pero corren insistentes rumores. Aquí hay un pez de los más gordos. Es lo único que puedo decirte. Y ahora, buenas noches a los dos. Que soñéis con los angelitos.

Murray se levantó y, dirigiéndose a un rincón, recogió su Walther.

– Gracias, Norman. Mil gracias por todo -Bond le acompañó a la puerta-. ¿Puedo preguntarte una cosa?

– Habla por esta boca. Las respuestas son gratis.

– Le has perdido la pista al camarada Smolin…

– Sí. Y ni siquiera hemos tratado de olfatear la presencia del otro, si es que efectivamente está aquí.

– ¿Le seguís buscando?

– Hasta cierto punto, sí. La mano de obra es problema tuyo, Jacko B.

– ¿Qué haríais si acorralarais a uno de ellos?

– Meterte en un avión y enviarle a Berlín. Pero los tipos se quejarían y tratarían de ocultarse en aquel pozo de iniquidad de Orwell Road, ya sabes, el que tiene algo así como seiscientas antenas y placas electrónicas en el tejado. Qué ironía, ¿verdad?, que los soviéticos tengan su embajada en Orwell Road [4] y hayan construido un bosque de quincallería electrónica en el tejado. Allí se ocultaría tu hombre.

– ¿Y no está allí en éste momento?

– ¿Y yo qué sé? ¿Acaso soy el guardián de mi hermano?


Salieron a la extensión de césped del Green de St. Stephen, subiendo por Grafton Street. Heather llevaba unas abultadas bolsas de los establecimientos Switzers y Brown Thomas. Bond la seguía a dos pasos con un paquetito en una mano y la otra delante de la chaqueta desabrochada, lista para sacar la pistola. Desde que Norman Murray abandonara el hotel, cada vez le gustaba menos el cariz que iban tomando los acontecimientos. Heather se puso furiosa al enterarse de que Ebbie estaba viva y de que él no se lo había dicho.

– Pero, ¿por qué no me lo dijiste? Con el disgusto que me llevé. Sabías que estaba viva…

– Sabía que probablemente estaba viva.

– ¿Y por qué no tuviste la honradez de decírmelo?

– Porque no estaba seguro de ello y porque tu precioso Pastel de Crema se me antojó una operación improvisada desde un principio. Y me lo sigue pareciendo.

Bond se abstuvo de añadir otras cosas, porque su sentido del humor estaba un poco maltrecho. En teoría, Pastel de Crema era una buena operación, pero, en caso de que Heather fuera una típica muestra de las cinco jóvenes elegidas para llevarla a cabo, los planificadores de la misión habían cometido un fallo garrafal. No tuvieron tiempo de adiestrarles debidamente y consideraron suficiente que sus progenitores hubieran colaborado con ellos algunas veces.

Los nombres resonaban sin cesar en su mente como un disco rayado: Franzi Trauben y Elli Zuckermann, ambas muertas, con las cabezas machacadas y las lenguas hábilmente extirpadas; Franz Belzinger, que gustaba de llamarse Wald; la propia Irma Wagen y Emilie Nikolas, que debía estar en Rosslare.

Se preguntó por qué razón a Franz le gustaba llamarse Wald. Pero no, se dijo, tenía que empezar a llamarles por sus nombres ingleses, aunque de bien poco les hubieran servido. Tenía que pensar en las difuntas Bridget y Millicent, en Heather y Ebbie que aún estaban vivas; y en Jungla Baisley, que problablemente no había muerto.

Sin olvidar a esos cinco personajes, Bond recordó a otras figuras siniestras, especialmente a Maxim Smolin, a quien tantas veces había visto en borrosas fotografías de vigilancia y filmaciones llenas de sacudidas, deformadas a través de las lentes de fibra óptica, e incluso -sólo una vez- en carne y hueso, cuando salía del restaurante Fouquet, de los Campos Elíseos de París. Bond se hallaba sentado en la terraza de un café justo en la acera de enfrente en compañía de otro agente y, a pesar de la anchura de la calle y el intenso tráfico que circulaba por ella, la ruda apariencia militar de Smolin ejerció en él un profundo impacto. Tal vez porque caminaba exagerando el porte de un soldado profesional o por sus ojos en constante movimiento o sus manos, una apretada en puño y la otra extendida como si estuviera a punto de utilizar su canto a modo de afilado cuchillo. Smolin parecía irradiar energía y maléfico poder.

El séptimo protagonista, el «alguien situado mucho más arriba que Smolin», cuyo nombre Norman Murray no le había revelado, arrojaba una sombra más funesta sobre todo el asunto.

Volviendo al presente, Bond observó que había cesado de llover, aunque el aire era muy frío y unas negras nubes se perseguían unas a otras por encima de los tejados de los edificios. Cuando se detuvieron junto al semáforo en rojo, Bond distinguió a Big Mick

Shean, con su negra barba y su alborotado cabello, al volante de un Volvo de color granate. El irlandés no dio la menor muestra de reconocimiento, pero Bond estaba seguro de que ya habría identificado el vehículo aparcado y le habría visto por el rabillo del ojo en la otra acera y en compañía de Heather. Cruzaron la calle cuando el semáforo se puso verde, caminando despacio. Bond le había dicho a Heather que no corriera.

– Es más o menos lo que se hace cuando se enciende la mecha de un artefacto explosivo. Te alejas despacio y nunca corres, aunque tropieces.

Heather asintió. Estaba claro que tenía cierta idea sobre explosivos, lo cual significaba que había sido convenientemente adiestrada. En el transcurso del viaje a Rosslare, tendría ocasión de repasar sus conocimientos punto por punto.

No atravesaron el césped central de la plaza, sino que lo rodearon por el lado norte, dirigiéndose hacia el lado este donde tenían aparcado el automóvil. Al llegar a la altura del Hotel Shelbourne, Bond se detuvo casi en seco. Mirando hacia el famoso hotel, vio por segunda vez en carne y hueso la compacta y pulcra figura del coronel Maxim Smolin acompañado de dos corpulentos individuos de baja estatura. Los tres empezaron a descender por los peldaños, mirando a derecha e izquierda como si esperaran algún medio de transporte.

– No mires hacia el Hotel Shelbourne -musitó Bond por lo bajo-. No, Heather, no mires -repitió, apurando el paso mientras ella reaccionaba-. Sigue andando como si tal cosa. Tu ex amante acaba de salir de su escondrijo.

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