El Registro del Cuartel General se encontraba en el segundo piso, vigilado por unas chicas que solían vestir blusas y pantalones vaqueros. Hasta hacía no muchos años, el uniforme eran conjuntos de jersey y rebeca, collares de perlas y faldas de excelente corte de Harrod's o Harvey Nichols. «M» raras veces se dejaba caer por el Registro desde que se habían suavizado las normas, pero cumplió su palabra y le facilitó a Bond toda la información que necesitaba.
En el parque, le enumeró nombres y prefijos de archivos, se los hizo repetir y le aconsejó que se diera una vuelta por el Círculo Interno antes de regresar al alto y anónimo edificio del Cuartel General del Servicio.
Una esbelta e inescrutable diosa anotó los números del archivo que Bond le indicó y le entregó el papel a la Oficial de Guardia. No hubo la menor mirada inquisitiva ni la menor pregunta por parte de la Oficial de Guardia, cuyo nombre era Rowena MacShine-Jones, familiarmente conocida como el Esplendor del Registro. A una indicación de la señorita MacShine-Jones, los ordenadores se pusieron en marcha. Al cabo de cinco minutos, la diosa regresó con una voluminosa carpeta de plástico marcada en rojo, lo cual significaba que era material Clasificado A+. En la parte anterior figuraba la fecha y las palabras Estos documentos no deben abandonar el edificio. Devolución antes de las 16.30 horas. Bond sabía que, en caso de que no obedeciera las instrucciones, uno de los guardianes del Registro iría en su busca y devolvería los documentos al Registro, donde serían rotos y quemados. De igual modo, en caso de que intentara sacarlos de la carpeta, una «tarjeta de aviso» contenida en el lomo dispararía toda una serie de alarmas.
En el escritorio de su despacho, Bond encontró una carpeta similar, marcada también en rojo, pero que debería devolver al octavo piso, es decir, directamente en manos de «M».
Una hora más tarde, Bond ya había examinado las dos carpetas, grabándose en la memoria toda la información. Dedicó otra hora a cotejar los datos aprendidos con los documentos. Después, devolvió la carpeta del Registro y subió con la segunda al despacho de «M».
– Creo que me recibirá -dijo, mirando con una sonrisa a miss Moneypenny al entrar en el despacho exterior.
– ¿Otro permiso, James? Me ha comentado que, a lo mejor, te vas a tomar unas vacaciones.
– Se trata de un inesperado asunto familiar.
Bond miró a su compañera directamente a los ojos, tal como hubiera hecho el más redomado de los hipócritas.
Moneypenny exhaló un suspiro.
– Ya me gustaría a mí formar parte de esta familia. Sé muy bien la clase de asuntos que te inventas para conseguir estos permisos.
– Penny, si lo dices en serio, nada me podría ser más grato.
Sonó el intercomunicador y se oyó con toda claridad la voz de «M» a través del micrófono:
– Si es cero cero siete, Moneypenny, enviémelo inmediatamente y deje de chismorrear. Cuando se juntan ustedes dos, parecen un par de lavanderas.
Moneypenny miró con sentimiento a Bond y elevó los ojos al cielo. Bond se limitó a sonreír ante el mal genio de su jefe y, cuando vio que se encendía la luz verde sobre la puerta de «M», saludó cortésmente a Moneypenny haciendo una reverencia y entró en el sanctasanctórum.
– He venido para devolver estos horribles documentos, señor.
Bond dejó la carpeta sobre el escritorio de «M». Contenía los informes policiales de los dos asesinatos, incluyendo unas espeluznantes fotografías. La muerte violenta es más fácil de contemplar en la realidad que en las imágenes de una cámara. A las dos muchachas les habían aplastado el cráneo por detrás. Después de morir, les habían extirpado la lengua con precisión casi quirúrgica; el funcionario de policía encargado de los casos había comentado los aparentes conocimientos médicos del asesino. No cabía la menor duda, según los informes, de que los asesinatos eran obra de la misma persona o personas.
«M» se acercó la carpeta sin hacer ningún comentario.
– Moneypenny dijo que había usted solicitado dos semanas de permiso, cero cero siete. ¿Es cierto o falso?
– Es cierto, señor.
– Muy bien. En tal caso, puede marcharse inmediatamente. Confío en que todo vaya bien.
– Gracias, señor. Creo que visitaré la Rama Q antes de irme, pero tengo que estar en Mayfair antes de las seis.
«M» asintió con un parpadeo de satisfacción en sus gélidos ojos grises. Los dos hombres se intercambiaron una tácita mirada de entendimiento. De las tres posibles víctimas que quedaban, la más cercana -Heather Dare- era propietaria de un salón de belleza situado a la vuelta de la esquina del Hotel Mayfair. Era una agradable coincidencia, puesto que Bond cenaba algunas veces en el magnífico restaurante Le Château del citado hotel no sólo por la excelente comida, sino también por la seguridad que le ofrecían su media docena de reservados y mesas privadas, lejos de los ojos y de los oídos de los demás clientes.
«M» despidió a Bond con un imperceptible movimiento de la mano derecha y éste se dirigió a las entrañas del edificio donde el Armero, el comandante Boothroyd, controlaba la Rama Q. Resultó que el comandante no estaba, por lo que la Rama se hallaba bajo la dirección de su experta ayudante, la deliciosa Ann Reilly, de largas piernas y agraciado rostro a pesar de las gafas, a quien todos en el Servicio llamaban Q'ute. Cuando ella empezó a trabajar en la Rama Q, ambos solían verse muy a menudo; pero, con el paso de los años y el imposible horario de Bond, las relaciones acabaron siendo simplemente amistosas.
– James, cuánto me alegro de verte -dijo Ann-. ¿A qué debo éste honor? No se estará cociendo ninguna novedad, ¿verdad?
– Voy a tomarme un par de semanas de permiso. Quería llevarme algunas cosas.
Bond trató deliberadamente de quitarle importancia al asunto. De haberse tratado de un permiso normal, hubiera tenido que llevarse un desmodulador telefónico CC-500. En realidad, hubiera deseado llevarse el cerebro de la chica y alguna novedad tecnológica.
– Tenemos algunas piezas a prueba. Puede que te interese llevarte una muestra. Ven a mi salón -añadió Q'ute, esbozando una seductora sonrisa.
Bond se preguntó si «M» no le habría dado alguna velada instrucción. Ambos cruzaron rápidamente una alargada sala donde unos jóvenes en mangas de camisa se hallaban sentados ante unas pantallas y otros trabajaban en unos tableros electrónicos, utilizando unas enormes lupas luminosas.
– Hoy en día -dijo Q'ute-, todo el mundo lo quiere más pequeño, con un mayor radio de acción y con más memoria.
– No pluralices.
Bond esbozó una sonrisa, pero sus ojos estaban tristes. Tenía la mente llena de espantosas fotografías de dos muchachas apaleadas hasta morir, aunque sabía que Q'ute se refería a dispositivos de captación de sonidos y movimientos, de ocultación y de muerte.
Se marchó media hora más tarde con algunos artilugios, aparte el obligatorio CC-500. Este último, según las instrucciones, no le sería de la menor utilidad, puesto que tanto «M» como el Foreign Office le negarían hasta que no hubiera completado su misión. En la puerta de su despacho, Q'ute se despidió de él, apoyando una mano en uno de sus brazos.
– Si necesitas algo de aquí, llama y yo misma te lo llevaré.
Bond la miró a los ojos y comprendió que no se había equivocado: «M» le había dado instrucciones.
«Los participantes deberían ser sacados con toda limpieza, ser sometidos a una operación de cirugía plástica y abandonados a su suerte», le había dicho «M». Bond sabía lo que eso significaba. Era como ser excluido del testamento de un pariente rico. En caso de que algo fallara, sufriría las mismas consecuencias que los agentes del Pastel de Crema.
En su Bentley Mulsanne Turbo, bien oculto en el aparcamiento subterráneo, Bond examinó la pistola ASP automática de 9 mm, los cargadores de repuesto y la varilla telescópica de acero de Operaciones Ocultas. Con su maleta de huida en la que llevaba ropa para una semana, ya estaba preparado para lo que los instructores llamaban trabajo de calle. Puso en marcha el motor, y el vehículo salió de su plaza y empezó a subir por la rampa hasta llegar a la soleada primavera de las calles de Londres, donde la muerte le aguardaba a un tiro de piedra.
Unos veinte minutos más tarde, pasó por delante de la Langan's Brasserie de Stratton Street, con su llamativo rótulo de neón rojo encendido en plena tarde.
Al llegar al Hotel Mayfair, Bond confió su automóvil al conserje de librea azul con su discreta insignia del Regimiento de Paracaidistas en la solapa, sabiendo que se lo colocaría en un parquímetro y lo vigilaría en su ausencia. Tardó apenas tres minutos en desplazarse desde allí al salón de belleza «Atrévete A Ser Guapa», situado al final de Stratton Street. Comprendía que a la chica le hubieran puesto el apellido de Dare [atreverse], por ser una traducción literal de su apellido de origen alemán Wagen. Sin embargo, sólo el cielo y los funcionarios de recolocación del Servicio sabían por qué le habían puesto el nombre de Heather [brezo].
Las ventanas del salón eran de color negro y las atrevidas letras doradas que desafiaban a las mujeres a ser guapas iban acompañadas de un diseño modernista en el que figuraba una dama de corta melena, sosteniendo en la mano una boquilla. Dentro había un pequeño vestíbulo con una mullida alfombra y un grabado en madera de Kurosaki que a Bond se le antojó la caja de un mago abierta frente a una hilera de pirámides. La puerta del ascensor era dorada y en el pulsador figuraba también el diseño de Dare. Bond pulsó el botón, entró en el camarín revestido de espejos y subió en silencio. Al igual que el vestíbulo, el ascensor tenía una mullida alfombra de color carmesí. Cuando el ascensor se detuvo, Bond se encontró en otro vestíbulo. Una puerta de doble hoja conducía a las estancias donde las clientas se sometían al calor, los tratamientos faciales y los hábiles manejos de peluqueros y masajistas. La alfombra también era roja, en la pared colgaba otra grabado de Kurosaki y, a la derecha, se podía ver una puerta con una placa que decía «Privado». Frente a él, una rubia vestida con un severo traje chaqueta negro y una deslumbradora blusa blanca de seda permanecía sentada junto a un mostrador que tenía forma de riñón. En su rostro no se advertía la menor partícula de polvo o grasa y todos los mechones de su cabello estaban en el sitio correspondiente. Sus labios se abrieron en una alentadora sonrisa mientras sus ojos preguntaban en silencio qué demonios hacía un hombre en aquel coto vedado exclusivamente femenino. Bond se sintió tan incómodo como cuando visitaba el Servicio hermano MI-5.
– ¿Puedo ayudarle en algo, señor?
La rubia hablaba con el acento propio de las dependientas que quieren imitar el deje característico de los aristócratas.
– Seguramente, sí. Quisiera ver a miss Dare -contestó Bond, dedicándole la más hipócrita de sus sonrisas.
La recepcionista le dijo muy seria que lo lamentaba mucho, pero que miss Dare no estaba allí aquella tarde. La respuesta carecía de autenticidad y los ojos parpadearon un instante hacia la puerta cerrada. Bond lanzó un suspiro, sacó una tarjeta en blanco, anotó en ella una frase y se la pasó a la chica.
– Tenga la bondad de entregársela. Yo vigilaré la tienda. Es sumamente importante, y estoy seguro de que no querrá usted que entre a verla sin ser invitado.
Al ver que la muchacha vacilaba, Bond añadió que miss Dare podía examinarle a través del monitor -levantó los ojos hacia la cámara de seguridad instalada arriba, junto al marco de la puerta-; en caso de que no le gustara lo que viera, él se iría. La rubia no sabía qué hacer. Fue entonces cuando Bond le dijo que se trataba de un asunto oficial y le mostró un impresionante carné de identidad laminado con letras en color, a diferencia de los normales, que sólo eran de plástico y tenían una pequeña funda de cuero.
– Si espera un momento, voy a ver si ha vuelto. Miss Dare se ha ido muy temprano, esta tarde.
La muchacha desapareció al otro lado de la puerta y Bond se volvió de cara a la cámara. En la tarjeta había escrito: «Vengo en son de paz, con regalos. Recuerde a los valientes del submarino». Tuvo que esperar cinco minutos, pero el ardid dio resultado. La rubia le franqueó el paso a través de la puerta y le acompañó por un estrecho pasillo y unos peldaños que conducían a otra puerta de aspecto muy sólido.
– Dice que ya puede usted entrar.
Bond entró e inmediatamente se vio encañonado por un objeto de metal azulado que, por su tamaño y forma, identificó como una Colt Woodsraan, modelo Match Target. En los Estados Unidos la hubieran llamado una pistolita, pero una pistolita puede matar y Bond se mostraba siempre respetuoso en presencia de un arma como aquella; sobre todo, cuando alguien la empuñaba con firmeza y le apuntaba directamente con ella.
– Irma -dijo en tono levemente admonitorio-. Irma, guarde la pistola, por favor. He venido para ayudarla.
Mientras hablaba, observó que no había ninguna otra puerta y que Heather Dare, nacida Irma Wagen, de la Operación Pastel de Crema, mantenía la posición más correcta en semejantes casos; las piernas ligeramente separadas, la espalda apoyada contra el lado izquierdo de la pared y los ojos clavados fijamente en él.
– Es usted -dijo ella sin bajar la pistola.
– En carne y hueso -contestó Bond, dirigiéndole su más sincera sonrisa-, aunque, a decir verdad, no hubiera podido reconocerla. La última vez que estuvimos juntos, era usted un manojo de jerseis, pantalones vaqueros y miedo cerval.
– Ahora sólo me queda el miedo cerval -dijo la chica sin sonreír.
Su acento no conservaba la menor traza de alemán. Se había identificado por entero con su nueva identidad. Era una hermosa y elegante dama de cabello oscuro, esbelta figura y largas piernas bien torneadas. Sus refinados modales encajaban a la perfección con el negocio que había conseguido levantar en el transcurso de los últimos cinco años, pero, por detrás de aquella fachada, Bond intuía una dureza y, probablemente, una innata obstinación.
– Ya. Lo del miedo lo comprendo muy bien -dijo Bond-. Por eso precisamente estoy aquí.
– No creía que enviaran a nadie.
– Y no lo han hecho. Sólo me han soplado la información. Vengo por mi cuenta y riesgo, pero poseo toda la capacidad y experiencia necesarias. Ahora, guarde el arma para que yo la pueda llevar a un sitio seguro. Voy a salvar a las tres que todavía quedan con vida.
La chica sacudió lentamente la cabeza.
– Oh, no, señor…
– Bond. James Bond.
– Oh, no, míster Bond. Los muy cerdos han liquidado a Franzi y Elli. Quiero estar segura de que no atraparán a mis restantes amigas.
La joven apellidada Hammond se llamaba en realidad Franziska Trauben; mientras que el verdadero nombre de Millicent Zampek era Eleonore Zuckermann.
– Eso es 1o que yo le he dicho -Bond dio un paso al frente-. Irán ustedes a un lugar seguro donde nadie las podrá encontrar. Después, yo mismo me encargaré de eliminar a estos hijos de puta.
– Pues, entonces, dondequiera que usted vaya, iré yo; hasta que todo termine, de una u otra forma.
Bond tenía la suficiente experiencia con las mujeres como para comprender que aquella clase de obstinación no admitía razonamientos ni discusiones. La miró por un instante y apreció su esbelta figura y la feminidad que se ocultaba bajo el impecable traje de chaqueta gris, realzado por una blusa rosa y una fina cadena de oro con un colgante. El vestido parecía francés. De París, pensó; probablemente de Givenchy.
– ¿Tiene usted alguna idea de cómo debemos manejar el asunto, Heather? La llamaré Heather y no Irma, ¿verdad?
– Heather -musitó la joven. Tras una pausa, añadió-: Lamento haber mencionado los verdaderos nombres de las demás. Sí, me considero Heather desde que su gente me dejó en el mundo real con un nuevo nombre. Pero me resulta difícil identificar a mis antiguas compañeras en sus nuevos disfraces.
– ¿Se conocían ustedes mutuamente en Pastel de Crema? ¿Sabían cuáles eran los objetivos de cada una?
– Conocíamos los verdaderos nombres y los nombres de las calles -contestó ella, asintiendo-. Nos conocíamos unas a otras, conocíamos nuestros respectivos objetivos y nuestro control. No habla ningún interruptor. Por eso Emilie y yo estábamos juntas cuando usted nos recogió en aquella pequeña ensenada -Heather vaciló, frunció el ceño y sacudió la cabeza-. Perdón, quería decir Ebbie, Emilie Nikolas se llama ahora Ebbie.
– Sí, Ebbie Heritage, ¿no es cierto?
– Así es. Resulta que somos amigas desde hace tiempo. Hablé con ella esta mañana.
– ¿En Dublín?
– Está usted muy bien informado -dijo Heather-. Sí, en Dublín.
– ¿A través de una línea abierta? ¿Habló con ella a través de una línea abierta?
– No se preocupe, míster Bond…
– James.
– De acuerdo. No te preocupes, James, sólo dije tres palabras. Mira, estuve algún tiempo con Ebbie antes, de inaugurar éste salón. Elaboramos un sencillo código para hablar a través de una línea abierta. Decía «Elizabeth está enferma», y la respuesta era «Te veré esta tarde».
– Y eso, ¿qué significaba?
– Lo mismo que «Cómo está tu madre», el aviso de Pastel de Crema, intercalado en una conversación. «Madre» era la clave: «Te han descubierto. Emprende la acción necesaria.»
– Lo mismo que hace cinco años.
– Sí, y ahora estamos a punto de reemprender la acción necesaria. Como puedes ver, James, estuve en París. Regresé esta mañana. En el avión, me enteré de los asesinatos. No sabía nada al respecto. Uno solo nos hubiera puesto en guardia, pero dos, y con ese detalle de… la lengua -Heather tragó saliva, visiblemente asustada-. Las lenguas eran una clara advertencia. Un aviso encantador, ¿verdad?
– No es muy ingenioso que digamos.
– Los avisos y los asesinatos por venganza raras veces son ingeniosos. ¿Sabes lo que hace la Mafia con los que comenten adulterio dentro de una familia?
Bond asintió enérgicamente con la cabeza.
– No es muy agradable, pero trasmite muy bien la idea.
Recordó la última vez que había oído hablar de un asesinato de aquel tipo, los órganos genitales del hombre habían sido cortados.
– La lengua también transmite la idea.
– Exacto. Bueno, pues, ¿qué significa «Elizabeth está enferma»?
– «Nos han descubierto. Reúnete conmigo donde tú sabes.»
– ¿Y dónde es?
– Donde ahora voy, en el vuelo de la Aer Lingus que sale del aeropuerto de Heathrow a las ocho y media de esta tarde.
– ¿A Dublín?
– Sí, a Dublín. Allí alquilaré un automóvil y me dirigiré al lugar de la cita. Ebbie me estará aguardando desde primera hora de la tarde.
– ¿E hiciste lo mismo con Frank Baisley, o Franz Belzinger? ¿El que se hace llamar Jungla?
Aunque todavía estaba un poco nerviosa, Heather esbozó una leve sonrisa.
– Siempre fue un bromista. Le gustaba correr riesgos. Su apellido era Wald, que significa «bosque» en alemán. Ahora se hace llamar Jungla. No, me fue imposible transmitirle el mensaje porque no sé dónde está.
– Yo sí lo sé.
– ¿Dónde?
– Muy lejos de aquí. Ahora, dime en qué lugar te reunirás con Ebbie.
Heather vaciló un instante.
– Vamos -le apremió Bond-. Estoy aquí para ayudarte. De todos modos, pienso acompañarte a Dublín. Tengo que hacerlo. ¿Dónde te reunirás con ella?
– Hace tiempo decidimos que la mejor manera de ocultarnos consistía en no escondernos. Acordamos reunirnos en el castillo de Ashford, en el condado de Mayo. Es el hotel donde se alojó el presidente Reagan.
Bond sonrió. Era un razonamiento muy sensato y muy profesional. El castillo de Ashford es un establecimiento caro y lujoso, un lugar en el que a ningún escuadrón de castigo se le ocurriría buscar a nadie.
– ¿Podríamos simular que se trata de una reunión de negocios? -preguntó-. ¿Te importa que utilice tu teléfono?
Heather se sentó junto a su alargado escritorio y guardó la Woodsman en un cajón. Luego, la cubrió con unos papeles y empujó el teléfono hacia Bond. Éste llamó a la oficina de reservas de la Aer Lingus, en el aeropuerto de Heathrow, y reservó una plaza en el vuelo EI-177, Clase Club, a nombre de Boldman.
– Tengo el automóvil a la vuelta de la esquina -dijo Bond, colgando el auricular-. Saldremos de aquí hacia las siete. Ya habrá oscurecido y me imagino que todos tus empleados se habrán marchado.
– Ya están a punto de terminar -dijo Heather, arqueando las cejas mientras consultaba su precioso reloj Cartier.
Como si alguien hubiera adivinado sus pensamientos, precisamente en aquel momento sonó el teléfono. Bond dedujo que debía ser la rubia, porque Heather contestó que sí, que ya se podían ir. Ella se quedaría a trabajar hasta muy tarde con aquel caballero y se encargaría de cerrar la puerta. Les vería a todos a la mañana siguiente.
El día estaba muriendo y el rumor del tráfico en Picadilly no era ya tan intenso cuando Bond se sentó a hablar con la chica, tratando de averiguar más detalles sobre Pastel de Crema. Lo que Heather le dijo superaba con creces todo lo que él había descubierto en las carpetas, aquella tarde. Heather Dare se declaró responsable de la llamada de advertencia a los cinco participantes: «Lo siento, Gustav ha anulado la cena.» Ella fue la que estuvo trabajando al principal objetivo, el coronel Maxim Smolin, el cual era por aquel entonces el segundo de a bordo en la HVA. Le reveló sin querer muchas cosas sobre sí misma y sobre el funcionamiento interno de Pastel de Crema, y le puso sobre aviso con respecto a ciertos engaños omitidos o eliminados de los archivos.
A las siete menos cinco, Bond le preguntó si tenía un sobretodo. Heather asintió y se dirigió a un armarito empotrado del que sacó una trinchera blanca fácilmente identificable y de puro estilo francés porque sólo los franceses son capaces de crear trincheras elegantes. Después, le ordenó que guardara la Woodsman bajo llave, y juntos abandonaron el despacho y tomaron el ascensor hasta la planta baja. En cuanto llegaron al vestíbulo, se apagaron las luces y Heather lanzó un grito mientras el atacante se abalanzaba sobre ella como un tifón humano.