Tres

Aquella tarde, mientras Sylvie se vestía con unos pantalones azul marino y un jersey azul claro, sabía que aquella noche iba a ser mucho más, aunque les había asegurado todo lo contrario a sus amigos. Sentía una enorme bola de nervios en el estómago a pesar de que ella casi nunca se ponía nerviosa por una cita… ¿Sentiría Marcus la misma atracción por ella que la noche anterior?

El timbre sonó cuando estaba ordenando un poco el salón. Al abrir la puerta, Marcus la miró con aquellos penetrantes ojos, verdes como las esmeraldas… Sylvie sintió que el corazón le daba un vuelco y que la respiración se le atascaba en la garganta.

Era tan guapo… Llevaba unos pantalones de pana negros y una camisa blanca con el cuello desabrochado bajo una cazadora negra. Sus hombros parecían tan anchos como la puerta.

– Buenas tardes.

– Buenas tardes. Estás preciosa -dijo él, mirándola de arriba abajo.

– Gracias. Y gracias también por las flores que me enviaste esta mañana -comentó ella, señalando el jarrón que había sobre la chimenea-. Como puedes ver, son muy hermosas.

Entonces, sacó una chaqueta de lana del ropero, que él agarró enseguida para ayudarla a ponérsela. Cuando se la hubo colocado sobre los hombros, la tomó entre sus brazos y le dio la vuelta.

– Sylvie… Llevo todo el día esperando este momento…

Ella le agarró los antebrazos, aunque no para tratar de soltarse. A pesar de los abrigos, era una dulce tortura notar el cuerpo de él contra el suyo. Una tortura que sabía que debía resistir.

Sylvie mantuvo la cabeza inclinada, recordándose una y otra vez que ella no era la clase de mujer que se metía en la cama con un hombre después de una cita. O varias.

– Sobre lo de anoche -dijo ella-, no… es decir, no soy el tipo de mujer que…

– Yo nunca he pensado que lo seas, -replicó Marcus, estrechándola un poco más entre sus brazos, como si estuviera luchando una batalla interna. Entonces, la soltó y la tomó de la mano-. ¿Estás lista?

Había llevado el mismo Mercedes negro de la noche anterior. Y, como la noche anterior, fue hacia el norte, a lo largo del lago Michigan, pero, no paró delante del Club de Campo. En vez de eso, siguió conduciendo otros veinte minutos.

Cuando finalmente detuvo el coche, estaban en un precioso restaurante italiano del que Sylvie había oído mucho hablar. Estaba sobre una arenosa orilla del lago. El maître los llevó hasta una mesa muy apartada.

Tras examinar la lista de vinos y hacer una elección, Marcus se relajó y la miró con una intensidad que ella encontró algo turbadora.

– Bueno, ¿dónde lo dejamos anoche?

Sylvie recordaba perfectamente aquel momento. Como él la había sorprendido con aquella pregunta, se sonrojó. Marcus sonrió.

– Un penique por tus pensamientos.

– Ni hablar -replicó ella, tratando de recuperar la compostura-. Veamos… Creo que habías decidido que no estaba reformada antes de que empezáramos a bailar.

– Es verdad. Háblame más de esa institución a la que fuiste. ¿Qué te hizo cambiar de actitud?

– Es muy fácil. Un abrazo.

– ¿Un abrazo?

– Sí. Yo era una mocosa algo hosca, que, durante las primeras semanas, estaba decidida a ir en la dirección opuesta a la corriente, pero había una mujer… una voluntaria que iba dos veces a la semana. Se ocupaba de los chicos que necesitaban ayuda extra, echaba una mano durante las comidas si estaban escasos de personal y jugaba con los críos. La primera vez que me vio, se acercó a mí y me dijo que se alegraba mucho de conocerme.

– En ese caso, no debiste ser un hueso demasiado duro de roer si fue eso todo lo que hizo falta para hacerte cambiar.

– Bueno, no lo consiguió enseguida, pero después de que pasaran las primeras semanas, me di cuenta de que estaba empezando a esperar con impaciencia esos abrazos. Un día, me pusieron un sobresaliente en un examen de matemáticas. Más que nada, fue casualidad, pero se puso tan contenta que cualquiera hubiera creído que me habían dado un doctorado. Me abrazó y me dio la enhorabuena y me dijo que estaba muy orgullosa de mí. Entonces, me dijo que yo también debía de estar muy orgullosa de mí misma… y me di cuenta de que así era. Aquel fue, poco más o menos, el comienzo de mi nueva yo.

– Debió de ser una mujer muy especial.

– Lo es. Sigue yendo a la casa dos veces a la semana. Yo la acompaño una vez al mes -dijo Sylvie, sonriendo-. La conociste ayer.

– ¿La señora Carson? -preguntó él, muy sorprendido-. ¿Tu casera?

– Efectivamente.

En aquel momento, llegó el camarero con el vino que habían pedido. Charlaron amigablemente. Entonces, él le preguntó por su trabajo.

– Bueno, ¿qué hace exactamente una subdirectora de marketing?

– Más o menos lo que te imaginas. Yo superviso los equipos que trabajan en los diseños, en las campañas publicitarias y en los eslóganes para la empresa. En estos momentos, estamos trabajando en la campaña publicitaria de otoño.

– ¿Con nueve meses de antelación?

– Sí. Se tarda un poco en componer un plan de comercialización verdaderamente eficaz, por eso solemos trabajar con tanta antelación. Para el día de san Valentín, ya volveré a estar pensando de nuevo en la Navidad.

– Me parece que te debe resultar un poco difícil saber en qué estación estás -comentó él, riendo-. Por cierto, hablando de estaciones -añadió, señalando la ventana-, creo que vamos a tener unas navidades blancas este año.

Sylvie miró a través de la ventana. Unos enormes copos de nieve estaban empezando a caer sobre el lago.

– ¡Dios mío! -exclamó ella, juntando las manos-. Me encanta la nieve -añadió. Excepto cuando tenía reuniones muy importantes.

– No sabía que habían pronosticado nieve para esta noche.

El camarero, que había vuelto para retirar los platos, comentó:

– Se supone que va a ser una de las nevadas más grandes de la temporada, señor.

– Estupendo. Y yo he traído el Mercedes. Siento tener que acortar la velada, pero mi coche no va muy bien en carreteras resbaladizas. Es mejor que volvamos.

– De acuerdo -respondió ella, algo desilusionada.

Marcus pagó la cuenta. Entonces, fueron por sus abrigos. Cuando salieron del restaurante, una ráfaga de aire helado les golpeó en la cara. La nieve ya estaba empezando a cubrir el suelo.

– Quédate aquí -dijo Marcus-. Voy a buscar el coche.

Sylvie hizo lo que él le había pedido y, a los pocos minutos, salían con mucho cuidado del aparcamiento y tomaban la carretera que los iba a llevar de regreso a Youngsville. No hablaron mucho. Había mucha nieve en la carretera, por lo que Marcus tuvo que concentrar toda su atención en la carretera. A pesar de que el viaje de ida solo les había llevado una media hora, tardaron más del doble en regresar. Las máquinas quitanieves habían conseguido mantener limpia la carretera, pero, cuando Marcus tomó la salida que llevaba a casa de Sylvie, el Mercedes se deslizó por la pendiente y se saltó la señal de stop que había al final de la rampa. El coche giró sobre sí mismo mientras Marcus pisaba el freno constantemente para que no se bloqueara y hacía girar el volante para compensar el movimiento y evitar que el coche se deslizara sin control. Al final, consiguió que el coche tomara la dirección correcta.

– Menos mal que no había nadie entrando en la intersección -dijo Marcus. Sylvie asintió. El corazón le latía a toda velocidad-. Lo siento. No escuché la predicción meteorológica. No esperaba una nevada como esta.

– Lo que dijeron esta tarde fue que iba a nevar ligeramente, con unos tres o cuatro centímetros de nieve. Nada como esto.

El resto del trayecto transcurrió sin incidentes, aunque el coche se deslizaba de vez en cuanto cuando los neumáticos trataban de agarrarse al suelo sin conseguirlo. Cuando por fin detuvo el coche delante de Amber Court, su suspiro de alivio rompió el silencio del coche.

Mientras acompañaba a Sylvie al interior del edificio, ella notó que la nieve parecía caer cada vez con más fuerza. Parecía que iba a ser una verdadera nevada y, de repente, se sintió muy preocupada porque Marcus tuviera que volver a conducir. Aunque no sabía exactamente dónde vivía, suponía que sería en un barrio conocido como Cedar Forest, al noroeste de la ciudad. Eso suponía que, al menos, tendría que conducir durante otros veinte minutos como poco en condiciones normales. Aquella noche… solo Dios sabría cuánto podría tardar.

– ¿Te gustaría entrar? -preguntó, cuando se acercaban al apartamento-. Podría poner el parte meteorológico para que pudieras ver qué es lo que se anuncia.

– No necesito que me digan que esta noche me va a costar mucho llegar a casa -replicó él.

– Bueno… si quieres, puedes quedarte a pasar la noche. Sé que no resulta muy seguro conducir en estas circunstancias -dijo ella. Sabía que no era lo mejor que había hecho en su vida, pero no podría mandarle de nuevo a las carreteras, tal y como estaban.

A su lado, Marcus se detuvo en seco al oír sus palabras. Lentamente, soltó la bufanda y se volvió a mirarla.

– No estoy seguro de que eso sea muy buena idea.

– Yo tampoco -replicó Sylvie-, pero sería cruel por mi parte hacer que te marcharas con este tiempo. Mañana por la mañana, ya habrá parado y las carreteras deberían estar limpias. Además, mi sofá se convierte en una cama.

– ¿Y me colgarán los pies? -preguntó Marcus, con una sonrisa.

– Lo dudo -respondió ella, mientras buscaba en su bolso para sacar las llaves-. Es un colchón muy grande. Además, si no lo es, te puedes quedar con mi cama y yo dormiré en el sofá.

– No -afirmó él, cuando entraron en la casa, mientras cerraba la puerta-. Yo solo dormiré en tu cama si tú estás a mi lado.

– No voy a dormir contigo -susurró Sylvie, tratando de no prestar atención al fuego que parecía arderle en el vientre-. Creía que eso ya había quedado establecido.

– A veces los planes cambian -replicó él, tras quitarse la cazadora y colgarla, junto a su bufanda, en el ropero-. Además, yo nunca dije que estuviera de acuerdo.

Sylvie abrió la boca para protestar, pero de repente se dio cuenta de que él estaba bromeando. Entonces, después de quitarse también el abrigo, decidió cambiar de tema.

– ¿Has pensado más sobre tus planes en relación con Colette Inc.? -preguntó, mientras iba a la cocina.

El buen humor desapareció del rostro de Marcus, dando paso a una máscara sin expresión alguna. Sylvie se arrepintió de haber dicho aquellas palabras en el momento en que le salieron de la boca. Marcus estaba empezando a gustarle, tal vez más de lo que debería, y no quería estropear la velada.

– Pienso en Colette constantemente -replicó él.

– ¿En qué sentido? -quiso saber, sin poder evitarlo, mientras sacaba dos tazas para el café.

– Sobre la mejor manera de integrarla en las empresas que tengo en la actualidad. En ese tipo de cosas.

– Pero… pero no puedes. ¡Marcus, no puedes disolver Colette! ¿Cómo puedes decirme que no habrá recortes en el personal si hay una fusión?

– No puedo hacerte ninguna promesa.

– ¿No puedes o no quieres? -le espetó ella, mientras seguía preparando el café.

Marcus se acercó a ella y le puso las manos sobre los hombros, apretando suavemente mientras bajaba la cabeza y le hablaba al oído.

– Cualquiera de las dos. Ambas. Tú eliges -dijo él, dándole la vuelta-. No quiero hablar de trabajo contigo, Sylvie.

Ella lo miró, con lágrimas en los ojos. La pasión por su empresa se había vuelto a apoderar de ella cuándo volvió a hablar.

– No puedo separar mi vida como tú, en esos pequeños compartimientos -añadió, antes de deslizarse por debajo del brazo de Marcus y dirigirse hacia la habitación-. Voy a buscar unas cuantas cosas. Esta noche, me iré a dormir con Rose. Tú te puedes quedar con mi cama.

Sylvie no se volvió a mirarlo y se metió corriendo en su habitación.


Marcus no hacía más que dar vueltas en el sofá cama de Sylvie. Finalmente, se levantó después de pasar una noche casi en blanco. Suponía que era una estupidez, pero había hablado en serio lo de no querer dormir en su cama sin ella. Aunque todavía no había amanecido, la luz que iluminó la esfera de su reloj le dijo que eran casi las seis y media.

Estaba solo en el apartamento de Sylvie. ¡Maldita sea! Se había hecho muchas ilusiones sobre pasar la noche en su casa, pero dormir solo en un incómodo sofá cama no había sido una de ellas. Agarró las toallas que ella le había preparado antes de marcharse y se metió en el cuarto de baño. Allí, abrió la ducha y se metió debajo, deseando que el agua pudiera llevarse todos sus problemas.

Fusión. En su corazón, sabía que no era aquello lo que había pensado. Colette dejaría de existir cuando hubiera terminado de absorberla entre sus empresas. Se convertiría en joyas Grey, una división de Empresas Grey, o algo por el estilo.

«Es solo un negocio. Un buen movimiento empresarial. Colette ha estado teniendo problemas últimamente. El nombre de Grey volverá a lanzarla». No quiso pensar en el hecho de que habían sido los rumores sobre que Grey fuera a absorber a Colette lo que había hecho bajar el precio de sus acciones. No era culpa suya. Él no había empezado los rumores. Aunque tampoco había hecho nada para suprimirlos. Entonces, Colette había lanzado aquel pleito contra Grey. Y lo habían perdido, porque no habían podido demostrar, tal y como él había sabido, que él tuviera nada que ver con aquellos rumores, aunque casi hubiera deseado que así fuera. Varios inversores se habían puesto en contacto con él antes de que Marcus les hubiera ofrecido comprarles su parte.

Aquellos pensamientos le hicieron pensar en su trabajo. Decidió ir a casa a cambiarse antes de ir a su despacho aquella mañana. Aquello le recordó por qué estaba en aquel apartamento en vez de su espaciosa casa.

Se vistió y se acercó a la ventana. En Youngsville no solía nevar tanto como en otras partes del estado, pero tenía que haber más de treinta centímetros de nieve sobre el suelo. Seguía nevando ligeramente, pero las carreteras estaban limpias. Así conseguiría llegar a su casa y cambiar el Mercedes por un vehículo más apropiado para aquellas condiciones.

Encendió la televisión y puso el tiempo. Habría más nieve aquella noche. Parecía que el invierno había empezado con toda su fuerza.

En la cocina, recalentó el café que Sylvie no se había tomado la noche anterior. No estaba muy bueno, pero él tampoco estaba de buen humor. Se lo acababa de tomar y se estaba poniendo el abrigo cuando la puerta principal se abrió. Sylvie entró lentamente y se detuvo en seco cuando vio que él estaba despierto.

– Buenos días -dijo él.

– Buenos días.

Estaba encantadora, como siempre. Iba ya vestida para su trabajo, con un bonito traje color lavanda que resaltaba más aún su piel color marfil y sus exóticos rasgos. También parecía algo turbada.

– Sobre lo de anoche… -comentó Sylvie.

– Sé que quieres que…

– No. Sé que no es justo que me hables sobre tu negocio -musitó ella-. Siento haberme enfadado tanto contigo anoche, solo que… Por favor, si puedes, analiza con cuidado a todo el personal antes de que empieces con los despidos. Hay muchas personas maravillosas trabajando allí que no se merecen encontrarse sin trabajo por culpa de una vieja deuda.

– No es una vieja deuda -replicó Marcus, impacientemente, aunque sabía que no era así-. Es un negocio. Sin embargo, te prometo que tendré cuidado cuando, y sí, tengo que tomar decisiones de recorte de personal.

– Gracias.

– Creía que no ibas a volver a hablarme nunca -susurró él, tomándola entre sus brazos. Entonces, tras levantarle la barbilla, trató de darle un beso. Sin embargo, ella se zafó antes de que pudiera hacerlo.

– Si fuera lista, no lo haría. No obstante, supongo que no debo de serlo mucho porque no he podido hacerlo.

– Me alegro.

Entonces, la besó posesivamente, con un profundo intercambio que prendió fuego a lo más profundo de su ser.

– Mañana por la noche, tengo entradas para una obra de teatro en el Ingalls Park Theatre. Ven conmigo.

– De acuerdo.

Entonces, Marcus se marchó. Primero fue a su casa y luego a su despacho. Se sentía satisfecho del modo en que estaban progresando las cosas entre ellos.


Había rodeado los hombros de Sylvie con su brazo. Estaban sentados en el palco privado de Marcus, la noche siguiente, viendo una hermosa producción de Canción de Navidad de Dickens. Aunque Sylvie había tratado de concentrarse en la obra, la cercanía de Marcus la distraía constantemente. La palma de su mano le rodeaba el hombro y su dedo pulgar le acariciaba suavemente la piel de cuello.

Debería despreciarse por su debilidad. Debería haber mostrado algo de coraje y haber resistido a la tentación. No debería estar allí con él, implicándose afectivamente con él. Sin embargo, tanto si le gustaba como si no, ya estaba implicada.

Además, si era sincera consigo misma, le gustaba. Mucho. No había salido con muchos hombres a lo largo de sus veintisiete años. Una vez hubo superado sus problemas de infancia y de juventud, se había centrado en sus estudios y, cuando había empezado a trabajar en Colette después de terminar la universidad, se había entregado enteramente a su carrera. No había tenido mucho tiempo para hombres. Tampoco había habido muchos candidatos llamándole a la puerta para que cambiara de opinión. Había llegado a la conclusión de que era demasiado… No sabía cómo definirse. ¿Autosuficiente? ¿Inteligente? ¿Con fuerza de voluntad? Tal vez un poco de todo. Los hombres con los que había salido habían sido cosa de una sola noche. No había salido con nadie una segunda vez, pero no le había importado.

Si Marcus no le volvía a pedir una cita, sí le dolería. Él le hacía sentir cosas que no había experimentado en toda su vida, y no solo eran sensaciones físicas. Pensó en el broche de Rose, e inclinó la cabeza para verlo de nuevo sobre su vestido. Tal vez aquello había sido lo que les había unido…

«Tonta», se dijo. «Es solo una estúpida superstición». Sin embargo, le parecía que Marcus era para ella, de un modo en que nunca había sentido antes. Efectivamente, Marcus era un buen hombre y estaba segura de que, al final, cambiaría de opinión sobre Colette.

Cuando terminó la obra, Marcus la ayudó a ponerse el abrigo y la ayudó a bajar las escaleras.

– ¿Te apetece tomar algo? -le dijo él, al oído.

Sylvie se echó a temblar al sentir su aliento contra la oreja.

– Sí.

Él la agarró de la mano y salieron del teatro. Entonces, se dirigieron a un agradable bar, donde se sentaron en una apartada mesa. Marcus pidió vino para los dos mientras ella se dirigía al tocador.

Cuando regresó, había un hombre muy alto, con un llamativo cabello gris, de pie al lado de la mesa, hablando con Marcus. Él se levantó al ver que Sylvie se acercaba.

– Sylvie, te presento a Kenneth Vance. Kenneth es el director del teatro. Ken, esta es Sylvie Bennett.

– Encantado de conocerla, señorita Bennett.

– ¡Oh! -exclamó ella-. El placer es todo mío, señor Vanee. Hemos visto la obra de su teatro. Fue maravillosa.

– Gracias -respondió Vance, con una sonrisa-, pero puede darle también las gracias a Marcus. Sin sus cuantiosas contribuciones, sería extremadamente difícil ofrecer la calidad teatral que tenemos.

Para sorpresa de Sylvie, Marcus pareció algo incómodo.

– Si no te callas, Ken -dijo -, no te volveré a dar un centavo.

– Entonces, mis labios están sellados -replicó el hombre, con una sonrisa.

Unos pocos minutos más tarde, los dos se montaron en un enorme todoterreno que Marcus conducía en aquella ocasión por la nieve.

– Hmm -comentó Sylvie, mientras se acomodaba en el asiento-. Filantropía. ¿Qué otras causas apoyas?

– Oh, bueno, ya sabes cómo es esto… Se da un poco aquí, otro poco allí…

– Sí, claro. Supongo que tu idea sobre lo que es poco difiere mucho de la mía.

– Me imagino que no son tan diferentes -susurró él, entrelazando los dedos con los de ella-. Tú tienes un corazón muy grande.

– ¿Y has llegado a esa conclusión porque…?

– Hace falta un corazón muy grande para estar tan preocupada por todas las personas con las que trabajas. Admiró esa cualidad tuya.

Aquel hubiera sido el momento adecuado para volver a preguntarle sobre Colette. Sin embargo, Sylvie decidió morderse la lengua.

– El señor Vanee es encantador. ¿Hace mucho que lo conoces?

– Desde hace una década. Está entregado a su teatro. Creo que Ken haría casi cualquier cosa para mantenerlo a flote -comentó Marcus. Entonces, se dio cuenta de que aquello era lo mismo que le ocurría a Sylvie con Colette.

– Parece estar muy comprometido.

– Lo está. En realidad es mi madre la que hizo que me implicara en todo esto. Estuvo en el consejo de dirección durante muchos años, pero ahora prefiere viajar y me sugirió que ocupara su lugar.

Sylvie se sintió inmediatamente muy intrigada. Resultaba difícil imaginarse a Marcus con una madre, imaginárselo de niño. Era tan… masculino. Su personalidad era tan firme y decidida.

– No sabía que tu madre vivía aquí.

– ¿No pudiste sacar esa información del ordenador el otro día, cuando fuiste a mirar?

Sylvie hizo un gesto de burla. Sabía que su madre pertenecía a los Cobham, una importante familia de Chicago. Nada más.

– Yo nací en Youngsville -dijo él-. Mi madre es de Chicago. Conoció a mi padre en una exposición de arte de la ciudad. Cuando se casaron, se instalaron en Youngsville.

– Y empezó Van Arl.

– Efectivamente.

– ¿Tienes hermanos o hermanas?

– No. Soy hijo único.

– ¿Tienes más familia en la zona?

– ¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio? ¿Y cuándo me toca a mí?

– Tú ya me has interrogado. Sabes mucho más de mí que yo sobre ti.

– Es cierto. Bueno, pues esta es la versión abreviada. Mis abuelos ya han muerto. Mi padre murió cuando yo tenía dieciocho años. Mi madre vive a unas pocas manzanas de distancia de mí casa, en un apartamento. ¿Qué más quieres saber?

– No sé… ¿Cuál es tu color favorito?

– El azul -respondió él, riendo-. ¿Y el tuyo?

– El rojo. ¿Cuál es tu tipo de música favorito?

– La clásica. ¿Y la tuya?

– Me gusta toda la música.

– Bien. Otra pregunta. ¿Tienes algún pasatiempo?

– Creo que no. Supongo que soy adicta al trabajo, pero me gusta leer cuando tengo tiempo libre.

– ¿Y qué actividades te gustan?

– Me gusta bailar, pero eso ya lo sabes. Esquiar es divertido y me gusta también nadar. Juego al tenis tres veces por semana después de trabajar, pero eso es más por mantenerme en forma que porque me guste.

– ¿El tenis? Tendremos que jugar en alguna ocasión.

– No. Yo solo juego para divertirme. Tú, por otro lado, eres seguramente una de esas personas a las que no les gusta perder.

– No me gusta que se me lea tan fácilmente.

– Lo siento, pero es que va con el tipo de personalidad típica de los tiburones de las finanzas.

– ¿Es así como me ves? ¿Como un tiburón de las finanzas?

– Bueno, no creo que hayas hecho tu fortuna trabajando por nada o cavando zanjas. Por otro lado, dedicas parte de tu dinero a causas benéficas, así que no careces de buenas cualidades.

– Es un alivio. Sylvie…

– ¿Sí?

– ¿Qué hemos conseguido con esto? Es decir, aparte de conseguir un poco de información trivial sobre el otro.

– ¡No es trivial! Yo creo firmemente en conocer bien a alguien antes… bueno antes de…

Había comenzado la frase antes de pensar en cómo acabarla. Sin embargo, había decidido que no había manera adecuada de hacerlo.

– … antes de conocer a otra persona mejor… -concluyó.

– ¡Menuda elocuencia! -exclamó Marcus.

Ya habían llegado a Amber Court. Marcus salió rápidamente del vehículo para ayudarla a bajar del todoterreno. Sin embargo, cuando ella se deslizó del asiento, él no se apartó. Sylvie se quedó atrapada entre el coche y el cuerpo de Marcus.

– Creo que ya sabes a lo que me refiero.

Se produjo un momento de silencio. Sylvie sintió una innegable atracción entre ellos. Marcus le colocó las manos en la cintura y la miró fijamente.

– A pesar de lo que puedas pensar, también creo en que se puede llegar a conocer a alguien con el que quiero desarrollar una relación más profunda.

– ¿Una relación más profunda? -preguntó ella, con un hilo de voz.

Lentamente, él le levantó los brazos y se los colocó alrededor del cuello.

– Mucho más profunda.

A pesar de los abrigos, una erótica sensación los recorrió a ambos. Marcus moldeó la boca de Sylvie con la suya. Luego le acarició el cabello, y empezó a besarle dulcemente la mandíbula para terminar mordisqueándole suavemente el lóbulo de la oreja. Ella se echó a temblar, pero Marcus la estrechó aún más entre sus brazos Entonces, ella consiguió cubrirle la boca con una mano.

– Espera.

– He estado esperando. Si hubiera seguido mis instintos, ya estaríamos en una cálida cama.

– No estoy lista para acostarme contigo, Marcus.

– No solo estarías acostándote conmigo. No conviertas lo que hay entre nosotros en algo barato.

– Atracción -le espetó ella-. Eso es lo único que hay entre nosotros. Y solo porque me sienta atraído por ti no significa que…

– Es mucho más que una atracción física. Y tú lo sabes.

– No lo sé -replicó ella-. No soy una chica para divertirse, Marcus. Si es experiencia y diversión fácil lo que quieres, estás con la mujer equivocada.

– No es eso lo que quiero.

– Entonces, ¿qué es?

– Tú -dijo él, tras un largo silencio-. Solo tú. No estoy más cómodo con lo que siento por ti que tú misma, Sylvie. Este terreno es desconocido para mí. Para los dos.

Aquella sinceridad la desarmó. Entonces, Sylvie le acarició suavemente la mejilla y los labios.

– Yo también te deseo. Solo que… tengo que estar segura.

– Y yo que había creído que eras de las impetuosas -comentó él, sonriendo.

– Supongo que no me conoces tan bien como crees -replicó Sylvie, sonriendo también.

– Eso es lo que tengo intención de hacer.

Antes de que ella pudiera responder, Marcus la giró hacia el edificio y la rodeó con su brazo para protegerla del frío. La acompañó hasta la puerta de su apartamento y, entonces, la tomó entre sus brazos una vez más para besarla apasionadamente. Después, se apartó de ella.

– Este fin de semana no estaré en la ciudad, pero te llamaré.

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