Cuatro

El sábado, Sylvie fue a jugar al tenis con Jim, un compañero de contabilidad, a las nueve de la mañana. Le ganó tres partidos, aunque solo fue porque el nivel de energía del joven estaba algo bajo dado que había pasado varias noches en vela por su hija recién nacida. Cuando terminaron, ella le acompañó a su casa para visitar a su esposa y a la pequeña.

Después, fue a hacer la compra y luego volvió a su casa. Entonces, puso la lavadora mientras limpiaba su apartamento. Más tarde, se duchó, se cambió de ropa y fue a hacer más compras de Navidad. Mientras buscaba, se preguntó si debería comprarle a Marcus un regalo. Casi no le conocía. Tal vez debería esperar a que la Navidad estuviera más cerca, aunque solo Dios sabía qué se le podría comprar a un hombre con tanto dinero como él.

En cuanto regresó a su casa, comprobó que no tenía mensajes en el contestador. Al pensar que solo llevaba fuera un día, trató de reprimir la decepción que sintió al no tener noticias suyas.

A la mañana siguiente, fue a la iglesia y luego tomó un autobús para ir a ver a Maeve y Wil. Allí disfrutó de las habilidades culinarias de Wil y jugaron a las cartas los tres. Después, decidió quedarse un rato más con ellos, dado que no quería ser una de esas tristes mujeres que se pasan la vida al lado del teléfono esperando que este suene.

Cuando llegó a su casa, la luz le indicó que tenía un mensaje, por lo que apretó rápidamente el botón para escucharlo. Había tres mensajes, pero ninguno de ellos era de Marcus. Tal vez había llamado mientras ella no estaba allí y había preferido no dejar un mensaje.

Aquella tarde, el teléfono permaneció en silencio. Cuando se fue a la cama, Sylvie se sentía deprimida y desilusionada.

Tampoco llamó el lunes, ni el martes. A Sylvie no le gustaba el modo en que iba corriendo al contestador cada tarde cuando entraba en su apartamento. Estaba empezando a preocuparse. Marcus no era la clase de hombre que prometiera llamar y que luego no lo hiciera. ¿Le habría ocurrido algo? Si no, entonces no era la clase de hombre que ella deseaba, a pesar de que no podía hacer otra cosa más que pensar en él.

El miércoles, el teléfono de su escritorio empezó a sonar, como lo había hecho miles de veces aquella semana. Como estaba con la mente puesta en los papeles que tenía delante de ella, levantó el auricular con un gesto ausente.

– Sylvie Bennett. ¿Puedo ayudarlo?

– Claro que puedes -respondió una voz muy familiar.

– ¡Marcus! ¿Te encuentras bien?

– Sí. ¿Y tú?

– No. Estaba preocupada de que te hubiera ocurrido algo. No estoy acostumbrada a que la gente no llame cuando dice que lo va a hacer.

– Siento haberte causado preocupación -respondió él, con cautela, tras una pausa-. En realidad, no te dije cuándo te llamaría, ¿verdad?

– No.

Efectivamente, había sido ella la que había dado por sentado que él la llamaría durante el fin de semana. Se sintió al borde de las lágrimas, por lo que decidió terminar con aquella conversación.

– Bueno, tengo que dejarte ahora. Tengo mucho trabajo.

– ¡Espera! Lo siento mucho, Sylvie. He estado muy ocupado. Sé que estás molesta. ¿Podríamos ir a cenar juntos esta noche y hablar sobre todo esto?

– No, gracias. No creo que merezca la pena diseccionarlo. Me equivoqué y me disculpo por ello.

– Bien. No tenemos por qué hablar de ello, pero, ¿quieres cenar conmigo esta noche?

– No, gracias, Marcus -repitió ella-. Es que… No puedo.

Sylvie no sabía lo que estaba ocurriendo, pero estaba segura de una cosa. No quería implicarse más con un hombre que, evidentemente, no pensaba en ella del modo en que ella pensaba en él.


Lentamente, Marcus colgó el teléfono. Luego, con un gesto explosivo, apartó la silla de su escritorio. Era cierto que había estado muy ocupado. Además, no le había hecho promesa alguna.

«¿No? Pero si prácticamente le dijiste que nunca habías tenido estos sentimientos antes. Sí, pero también le dije que no me sentía cómodo con ellos».

Aquella voz en su interior le recordó lo desesperadamente que necesitaba estar con ella. Solo Dios sabía que había pasado los últimos cuatro días sin dejar de pensar en ella. Se había obligado a esperar, a no llamarla, para no ceder así a aquella necesidad.

Le gustaba. Le gustaba mucho. Ella no se parecía a ninguna otra mujer que hubiera conocido. Sin embargo, aunque la deseaba desesperadamente, sabía que era mucho más. Por eso, tenía miedo. No había necesitado a nadie desde que era niño. Y no le gustaba tener que hacerlo entonces.

Debería olvidarse de ella. Eso sería lo mejor. Entonces, otro recuerdo la asaltó.

«Yo no… No soy la clase de chica que…»

Se había, quedado encantado del dulce ceño que había tocado su frente, del rubor que había coloreado sus mejillas. ¿De verdad era tan ingenua? Recordó la sorpresa que le había causado el modo en que ella lo besó la primera vez. Como si no hubiera practicado mucho.

Bajo su tutela, estaba aprendiendo muy rápidamente. La sangre se le calentaba al pensar en el dulce modo en que su boca se abría bajo la suya. Entonces, pensó que, ya que había aprendido a besar de aquel modo, no habría nada que le impidiera hacerlo con otros hombres. Otro podría tomar su lugar. Aquel pensamiento hizo que se le calentara la sangre de un modo muy diferente. ¿Lo habría estropeado todo para siempre?

No le resultaba difícil ver su error. Había dado por sentado que la negativa de Sylvie a salir con él era timidez, pero no era así. Era su instinto de protección.

Dio la vuelta a la silla y se puso a mirar por la ventana. El lago estaba envuelto en brumas. Marcus no estaba listo para admitir su derrota. Si Sylvie tenía algún sentimiento hacia él, tal y como esperaba, como creía, entonces, había un modo de llegar a ella.

Solo tardaría un poco más de tiempo de lo que había planeado.


Sylvie había esperado que él volviera a llamarla y que tratara de convencerla. Lo que no había esperado era un regalo.

Una hora después de la conversación que había tenido con Marcus, que había supuesto que sería la última, llegó un mensajero con un pequeño paquete. Dentro, había una delicada cadena de oro, de la que colgaba un delicioso colgante de cristal que representaba a dos bailarines de salón. El vestido de la mujer envolvía las piernas del hombre. Era el objeto más elegante que había visto en mucho tiempo. Le recordó aquella noche mágica, maravillosa, que había pasado bailando en brazos de Marcus. Menudo canalla. Aquello era exactamente lo que quería que recordara.

No sabía si entrar hecha una furia en su despacho y tirarle el regalo a la cabeza o arrojarse entre sus brazos. «Eso es lo que está esperando que hagas», pensó.

El jueves llegó otro mensajero. Aquel llevaba una cesta que contenía su perfume favorito, con una crema y bolas de aceite de baño del mismo olor. Sin embargo, volvió a contenerse cuando la mano amenazó con agarrar el teléfono.

Sus compañeros no la ayudaron mucho. Lila examinó el colgante y se lo colocó alrededor del cuello. Wil se lo dijo a todos los demás, que entraron poco a poco para admirar sus regalos.

Mientras tanto, Sylvie mantuvo un obstinado silencio, aunque el jueves, cuando llegó una bufanda roja de cachemir con guantes a juego, adquiridos en Chasan's, una de las boutiques más exclusivas de Youngsville, tanto Lila como Wil la miraron como si hubiera perdido la cabeza.

– Sylvie, un hombre no se gasta tanto dinero con una mujer por la que no sienta nada -dijo Wil.

– Me he convertido en un desafío para él -replicó ella-. Odia perder. Además, tiene dinero de sobra. Esto significaría mucho más si fuera un sacrificio para él. Probablemente, envió a su secretaria a que comprara todo esto.

– ¡Qué cínica! -comentó Lila-. Esos regalos los compró alguien que te conoce muy bien -añadió. Sylvie tuvo que admitir que su amiga tenía razón-. Además, Rose me dijo que llevabas el broche puesto cuando lo conociste y ya sabes lo que eso significa.

– Significa que estáis todos locos -afirmó Sylvie.

Sin embargo, lo dijo sonriendo. Tal vez había sido demasiado dura con Marcus. Tal vez había sido un simple error, una falta de comunicación. A pesar de todo, mientras se metía en la cama aquella noche, pensó que debería tener mucho cuidado antes de volver a entrar en la órbita de Marcus Grey. Podría convertirse muy fácilmente en un cometa y que, como él, terminara ardiendo en la atmósfera.


El sábado por la mañana, se levantó temprano para ir a la compra y jugar al tenis con Jim. Después, regresó a casa para hacer su colada y limpiar la casa, una rutina como la de todos los fines de semana. Algunas veces, variaba el orden solo para no caer tanto en ella.

Al mirar la hora, se dio cuenta de que era mejor que se diera prisa. Jim y su esposa Marietta quería hacer sus compras de Navidad aquella tarde y Sylvie se había ofrecido voluntaria para cuidar de su hijita. Se sentía un poco nerviosa por quedarse con un recién nacido, pero Marietta le había asegurado que no estarían fuera de casa mucho tiempo y que la pequeña Alisa era normalmente una niña tranquila.

Estaba a punto de meterse en la ducha cuando sonó el timbre. Seguramente era Meredith, que vivía debajo de ella, o una de sus otras vecinas y amigas. Se digirió hacia la puerta y, tras retirar el cerrojo, la abrió. Era Marcus.

– Oh, hola -dijo ella, muy sorprendida. Marcus era la última persona que hubiera esperado ver en aquellos momentos.

– Hola -respondió Marcus, mirándola de arriba abajo. Ella iba vestida con su ropa de deporte y, en la parte de arriba, se había quedado solo con un sujetador negro de deportes.

– ¿Quieres entrar?

Él asintió y le miró intensamente el rostro.

– Por favor.

Cuando hubo entrado, Sylvie cerró la puerta.

– No tengo mucho tiempo porque tengo planes para esta tarde -comentó Sylvie, tratando de arreglarse un poco el pelo-. Gracias por las bonitas cosas que me enviaste, pero, en realidad, no puedo aceptarlas.

– No puedes devolvérmelas.

– ¿Por qué no? ¿Es que no guardas tus recibos?

– Sylvie… -susurró él, mientras parecía buscar las palabras correctas. Había una vulnerabilidad en sus ojos que hizo que ella se tomara la molestia de escucharlo-… me gustaría disculparme por no haberte llamado mientras estuve fuera…

– No importa, Marcus. No tenías obligación alguna…

– Sí. Claro que la tenía. Tal vez no se hubiera mencionado, pero estaba implícita. Te mereces mucha más consideración de la que yo te he mostrado. Pensé mucho en ti. Demasiado. Y… me molestaba que no pudiera sacarme tu imagen de la cabeza. Me ponía nervioso.

– Bueno, pues considera que ya te la has sacado. Ya no tienes que pensar en mí.

– Pero pienso. No puedo dejar de pensar en ti. Por favor, Sylvie, no me rechaces porque cometí un error. Quiero otra oportunidad.

Otra oportunidad. A ella le habían dado otra oportunidad y su mundo había cambiado. ¿Cómo podía negársela a él cuando solo deseaba corregir su error? Especialmente, cuando había combinado su súplica con aquella patética expresión y había admitido que había pensado en ella.

– Eso parece más el hombre que conozco. Quiero esto, necesito eso. Tráeme esto, haz aquello…

– No soy tan malo.

– No, no lo eres.

– Entonces, ¿quieres salir conmigo esta noche?

– No puedo. Tengo planes.

– ¿Qué es lo que vas a hacer? ¿Vas a salir con otro hombre?

– Sí -mintió-. Bueno, en realidad no, pero no pude echarme atrás. Voy a salir a esquiar con un grupo de personas de la iglesia. Tenemos un club que nos consigue precios reducidos los sábados por la tarde.

– ¿Por qué no me sorprende que tú hayas negociado eso? Bueno, ¿te importaría si fuera yo también? Me gusta esquiar, aunque no he practicado mucho en los últimos años.

– Eso sería estupendo -dijo ella, sinceramente encantada-. Si no te importa ir en un grupo.

– Ir en grupo está bien, siempre y cuando tú formes parte de él.


Cuatro horas más tarde, Marcus volvía a subir la escalera del apartamento de Sylvie. Aunque había dejado la mayor parte de su equipo en el todoterreno, la ropa que llevaba puesta hacía que el edificio resultara demasiado caluroso, por lo que se quitó el jersey mientras iba andando.

Antes de llegar a la puerta, oyó los gritos de un bebé. Miró a su alrededor y se preguntó en qué apartamento estaría el pequeño, pero al acercarse a la puerta de Sylvie, notó que el nivel de ruido subía considerablemente. Al llamar al timbre, llegó a la conclusión de que el ruido venía desde el interior.

Cuando Sylvie abrió la puerta, el ruido del llanto del bebé alcanzó su apogeo. Ella lo tenía entre sus brazos y le hizo señas con una mano para que pasara. Tenía un aspecto desesperado.

– Mi amigo Jim y su esposa tenían que ir de compras -explicó, sin dejar de acunar al bebé-. Alisa solo tiene cuatro semanas y esta es la primera vez que la dejan con otra persona.

– Y tal vez la última -comentó Marcus, mirando el rostro congestionado de la niña.

– Estaba bien hasta hace unos minutos. Estoy segura de que tiene hambre, pero yo no puedo darle de comer. Jim y Marietta habían dicho que volverían antes de la siguiente toma, pero han estado metidos en un atasco por un accidente. Me llamaron hace unos minutos para decirme que estaban a punto de llegar, pero no me gustaría que la encontraran así. Debo de haber estado loca por acceder a cuidar de ella. ¡No he cuidado de un recién nacido en toda mi vida!

– ¿Quieres que la tome yo en brazos?

– ¿Estás bromeando? ¿Y qué sabes tú de niños?

– No mucho, pero no creo que se pueda poner a llorar más fuerte -dijo él, tomando a la niña en brazos-. Mi secretaria tiene cinco nietos, que han estado entrando y saliendo en mi despacho desde que nacieron. Un día, su nuera tuvo que llevar a uno de ellos al hospital para que le pusieran unos puntos y Doris y yo nos tuvimos que quedar con los gemelos, que tienen tres meses. Aquel día fue aprender o morir. ¡Venga, venga! -añadió, refiriéndose a la niña. Entonces, se la colocó muy cerca de la cara-. ¿Qué es todo ese ruido?

La pequeña Alisa dejó de llorar y empezó a mirarlo intensamente.

– Bueno, ¿quién lo hubiera dicho? -comentó Sylvie, algo molesta.

– Es mi encanto natural. Funciona siempre.

– Sí, claro -replicó ella. Entonces, le entregó algo-. Toma. No pude conseguir que lo tomara cuando estaba llorando, pero tal vez lo quiera ahora.

Marcus tomó el chupete de manos de Sylvie. La niña empezó a hacer muecas, por lo que él le aplicó el chupete sobre los labios y la acunó suavemente.

– Toma, ¿por qué no lo chupas un poquito? Sé que no está tan rico como tu mamá, pero es todo lo que tengo.

Para alivio de todos, la niña agarró el chupete con la boca y empezó a chuparlo vigorosamente. No obstante, no dejaba de mirar a Marcus.

– Bueno -le dijo él a Sylvie, con el mismo tono íntimo con el que se había dirigido a la pequeña-, ¿por qué no has estado nunca en contacto con bebés? Pensé que todas las chicas hacían de canguros.

– Es un comentario algo estereotípico. Yo crecí en un orfanato, donde nos agrupaban por edades. Como ya te he dicho, no me portaba muy bien en las casas que me acogían. ¿Habrías querido tú que cuidara de tus hijos?

– Pero ahora eres muy diferente.

– Sí, pero no lo hice hasta que no cumplí los dieciséis años. Para entonces, estaba viviendo en una casa de acogida para chicos con problemas. No es la clase de lugar a la que se van a buscar canguros.

Marcus asintió, comprendiendo de nuevo lo poco agradable que habría sido su infancia. La niña empezó de nuevo a llorar, por lo que él se centró de nuevo en la pequeña.

– Esa es mi chiquitina. Eres una niña muy bonita y maravillosa -le decía, sin dejar de hablar. Sabía que cada vez que lo hacía, Alisa empezaba a llorar.

Sylvie, mientras tanto, empezó a recoger pañales y mantas y a meterlos en una bolsa que había sobre la mesa.

– Gracias -afirmó-. Creí que no tendría ningún problema con ella, pero, como te dije, mis amigos se han retrasado un poco.

Justo en aquel momento, el timbre empezó a sonar. Sylvie prácticamente salió volando hacia la puerta. En el momento en que lo hizo, una mujer, seguida de un hombre, se dirigió directamente a Marcus.

– Hola, me llamo Marietta. Espero que no se haya portado mal. Nos pilló un atasco.

– No ha estado muy contenta -confesó Sylvie-. Estuvo tratando de comerse mi camisa hasta que Marcus apareció. Aparentemente, su éxito con las mujeres llega hasta los miembros más jóvenes de nuestro sexo.

Marcus le entregó el bebé a su madre. En el momento en que Alisa la reconoció, empezó a ponerse muy contenta y tratar de buscar la comida en el pecho de su madre.

Marietta sonrió a Marcus y luego miró de nuevo a Sylvie.

– ¿Te importaría si le diera de comer aquí antes de que nos marchemos? Si no, creo que se va a pasar llorando todo el camino a casa.

– No, claro que no -respondió Sylvie-. Puedes ir a mi dormitorio.

Marietta asintió y fue rápidamente hacia la habitación que Sylvie le indicó. Cuando le cerró la puerta, volvió con los hombres. Entonces, se dio cuenta de que Jim miraba a Marcus muy extrañado.

– Hola -dijo, ofreciéndole la mano.

– Lo siento -se disculpó Sylvie-. No os he presentado. Marcus, este es Jim Marrell. Jim, este es Marcus Grey.

Jim le agarró la mano lentamente, como si estuviera algo asombrado.

– Te había reconocido.

– Marcus va a venir con mi club de esquí esta tarde -dijo Sylvie, alegremente-. Espero tener la oportunidad de arrojarle por una montaña para que así no pueda cerrar Colette.

– ¡Sylvie! -exclamó Jim, atónito-. Está bromeando, señor Grey. Solo quería decir…

– Sé que todos vosotros estáis muy preocupados por Colette -comentó Marcus-. Es natural. ¿Es ahí donde vosotros dos os conocisteis?

– Sí. Trabajamos juntos -respondió Sylvie.

– Bueno, no exactamente juntos -aclaró Jim-. Yo trabajo en contabilidad y Sylvie está en marketing. Voy a ir a ver cómo va Marietta. Volveré enseguida.

Jim esquivó cuidadosamente a Marcus y, rápidamente, desapareció tras la puerta por la que había entrado su mujer.

– ¿Qué le dijiste cuando yo fui a acompañar a Marietta? -quiso saber Sylvie.

– Nada.

– Entonces, ¿por qué está comportándose como si tú fueras el lobo feroz y él Caperucita Roja?

– Si todos los de tu empresa están repitiendo las mismas historias que tú me contaste cuando nos conocimos, no me extraña que esté nervioso. El pobre hombre probablemente se cree que va a perder su trabajo si es grosero conmigo… al contrario que otras personas que podría nombrar.

Sylvie se limitó a sonreír angelicalmente.

– Voy por mis cosas para que nos podamos marchar -dijo ella-. Jim y Marietta pueden cerrar la puerta cuando terminen con la niña.

Por primera vez, Marcus se dio cuenta de que había unos esquíes apoyados cerca de la puerta, con el resto del equipo.

– Yo iré bajando esto mientras tú te despides -sugirió.

– De acuerdo. Me reuniré contigo en el aparcamiento.

Marcus empezó a bajar las escaleras con los esquíes. Su brillante color rojo le hizo sonreír. Tendría que haberse imaginado que serían de aquel tono. Había estado demasiado distraído con la niña como para darse cuenta de lo hermosa que estaba de rojo. Al recordar el vestido rojo de la primera noche, sacudió la cabeza. Hermosa no era la palabra adecuada. Deliciosa, excitante… Aquellas palabras la definían más exactamente.

Al pensar en sus ropas, se acordó de unas horas antes, cuando la había visto justo después de regresar de algún tipo de ejercicio. Evidentemente, no había estado esperando a nadie. Recordó lo sorprendida que ella se había quedado y el atuendo que llevaba: el cabello recogido con una coleta suelta, los pantalones de un chándal y unas zapatillas deportivas. Sin embargo, fue el minúsculo sujetador deportivo lo que le había quitado todo el poder de razonar. Era diciembre. ¿Qué hacía vestida con algo tan minúsculo? Sylvie no parecía haber tenido frío. Tenía los brazos largos y bien tonificados. Su piel era dorada y su torso firme, sin un gramo de grasa, aunque parecía tener curvas en los lugares apropiados, a juzgar por los pechos que se adivinaban bajo la tela elástica del sujetador. El cuerpo de Marcus había reaccionado de un modo casi adolescente y había tenido que apartar la cara para no devorarla con la mirada tal y como habría querido. Horas después, no quería volver a pensar en aquello, no quería reconocer lo mucho que deseaba arreglar las cosas entre ellos.

Estaba terminando de colocar el equipo en el maletero cuando ella salió del edificio de apartamentos. Llevaba una cazadora roja sobre un jersey rojo y negro. Cuando llegó a su lado, Marcus notó lo mucho que le brillaban los ojos.

– Misión cumplida -comentó-. ¡Vamos a las pistas!


Sylvie era una ávida esquiadora y una atleta nata. Era casi tan buena como él. Marcus estaba seguro de que, si hubiera practicado el esquí desde que tenía cuatro años, como él, lo habría dejado en ridículo. Sabía, porque ella se lo había dicho, que había empezado a esquiar solo después de entrar a trabajar en Colette.

Se pasaron toda la tarde en la montaña, deslizándose por algunas de las pistas más difíciles. El grupo estaba formado por varias personas, algunas de las cuales se habían unido recientemente y que, por lo tanto, se concentraban en bajar las pistas de principiantes.

Marcus decidió que lo que más le gustaba era cuando subían en el telesilla a lo alto de la montaña. Le rodeaba los hombros con el brazo y la escuchaba mientras charlaba sin parar. No obstante, solo prestaba atención a medias a sus palabras. La atractiva curva de sus labios tan cerca de él era una tortura tan deliciosa que deseaba de todo corazón tener que volver a subir para poder vivirlo de nuevo. Las mejillas y los ojos de Sylvie brillaban con tal excitación que le parecía imposible que pudiera haber una mujer más hermosa en el mundo.

– Bueno, yo creo que ya estoy lista para marcharme -dijo ella, por fin.

Juntos, guardaron el equipo en el coche. Entonces, Marcus sugirió que fueran a tomar algo antes de marcharse, así que se dirigieron a una pequeña cafetería. Mientras Sylvie subía las escaleras, él pudo admirar su perfecta figura con los ajustados pantalones de esquí y el jersey a juego. Su brillante cabello oscuro le caía por los hombros, tan brillante y lleno de vida como ella misma.

Pidieron dos tazas de chocolate caliente y se sentaron en una mesa que había al lado de la ventana. Marcus acercó su silla a la de ella y le rodeó los hombros con el brazo.

– Me ha gustado mucho esquiar contigo -le dijo-. Tendremos que volver a hacerlo.

– Yo trato de venir la mayoría de los sábados por la tarde.

Marcus se alegró de ver que ella no intentaba soltarse de él ni que hacía como si le molestara el contacto.

– ¿No sales con nadie?

– No con frecuencia. En realidad, no he tenido mucho tiempo para dedicárselo a los hombres a lo largo de mi vida.

– ¿Y ahora?

– ¿Y ahora qué?

– Ahora tienes un hombre en tu vida -susurró él, acariciándole suavemente los labios con un dedo.

Deseaba tanto besarla, pero aquel no era el momento ni el lugar. El recuerdo de los besos que habían compartido todavía tenía el poder de alterarlo y tenía miedo de perder el sentido común si la besaba allí mismo.

De repente, una voz de hombre resonó en la pequeña cafetería.

– ¿Marcus? ¿Marcus Grey?

Él se puso de pie automáticamente y se volvió para mirar a un hombre de pelo gris, que se había acercado hasta ellos.

– Hola, lo siento. No creo… ¡Dios santo! ¡Han pasado muchos años! ¿Cómo estás?

– Bien -respondió el hombre-. Te vi sentado. Al principio, no estaba seguro de que fueras tú.

– Pues lo soy. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Es que has empezado a esquiar?

– Ni hablar. Estoy aquí esperando a que mi nieta y a sus amigas terminen de esquiar. Desde que me jubilé, me he convertido en el chófer de la familia Sollinger.

– ¿Está bien tu familia?

– Mis hijas se casaron y nos han dado cuatro nietos. Mi esposa también está jubilada.

– Y me apuesto algo a que te mantiene bien ocupado -comentó Marcus. Los dos hombres se echaron a reír-. Sylvie -añadió, volviéndose hacia la mesa-. Este es Earl Sollinger. Solly, te presento a Sylvie Bennett.

– Me alegro de conocerlo, señor Sollinger -dijo Sylvie, al tiempo que se ponía de pie y extendía una mano.

– Lo mismo digo, señorita -comentó Solly-. No he interrumpido nada importante, ¿verdad?

– Claro que no -respondió Sylvie, ruborizándose-. ¿Le gustaría sentarse con nosotros?

– No, no. Solo quería saludar a Marcus. Hace mucho tiempo desde la última vez que nos vimos.

La mirada de Solly le catapultó a los años de su infancia, años en los que los sólidos cimientos de su familia se habían puesto a prueba.

– Efectivamente -observó Marcus. De repente, el placer que había sentido ante aquel encuentro inesperado se había ido disipando-. Me alegro de verte, Solly.

– Yo también. Saluda a tu madre de mi parte.

Mientras Solly se alejaba, Marcus se sentó de nuevo y agarró con las dos manos la taza de chocolate caliente, como si el calor pudiera disipar el frío que había invadido su corazón.

– ¿Marcus? ¿Te encuentras bien? -le preguntó Sylvie.

– Sí.

– Pues no lo parece. ¿Es que te ha molestado ver al señor Sollinger?

– No.

Sylvie calló. Sin embargo, el silencio que reinaba entre ellos resultaba muy incómodo. La conversación que provenía de otras mesas solo parecía exacerbar aquel sentimiento. Fuera en las montañas, bajo las enormes luces de los focos, los esquiadores parecían muñecos que se deslizaban por las laderas.

Sylvie le colocó la mano suavemente sobre el cuello y le dio un masaje.

– ¿Quieres marcharte? -le preguntó ella.

– Sí -contestó Marcus-. Si tú estás lista.


El trayecto de vuelta a Youngsville se efectuó en silencio, que, de nuevo, resultó muy incómodo. Marcus parecía preocupado, distraído, desde que aquel hombre, el señor Sollinger, se había acercado para saludarlos. Y no solo era preocupación. Era tristeza Sylvie lo sabía aunque él no quisiera admitirlo.

Tal vez ni siquiera pudiera admitirlo consigo mismo. Tal vez necesitaba alguien con quien hablar, alguien a quien contarle sus sentimientos. Y Sylvie quería ser ese alguien. ¿Querría Marcus compartir aquella parte de sí mismo?

Le había dejado bien claro que quería acostarse con ella. Tragó saliva al recordar los apasionados besos que habían compartido, pero se había olvidado de ella rápidamente cuando no había estado cerca. Sabía que le había dicho que había pensado constantemente en ella y Sylvie había querido creerlo. Suponía que lo creía, pero… Ya se habían olvidado de ella en otras ocasiones. Para siempre. Aunque sabía que era injusto juzgar a todo el mundo por lo que había sufrido en su infancia, no podía evitarlo.

No estaba segura de que Marcus quisiera una relación con ella. Estaba segura de que ni siquiera él mismo lo sabía, si el tono de voz en el que había admitido que no había podido dejar de pensar en ella era algo de lo que se podía fiar. Entonces, sonrió. ¿Que no se la podía sacar de la cabeza? Aquello le iba a las mil maravillas, porque Marcus había empezado a ocuparle todos sus pensamientos. Quería conocerlo mejor. Nunca había habido un hombre al que no pudiera rechazar y, hasta entonces, todas sus energías se habían concentrado en su profesión. Su estrategia había dado frutos y había conseguido ocupar un buen puesto en Colette Inc.

Pero quería más. Quería a Marcus. La pregunta del millón era para qué lo quería. Tal vez no tuviera mucha experiencia, pero si quería tener una relación sexual ardiente y apasionada, estaba segura de que él era el hombre adecuado para ello.

Efectivamente, el sexo era un componente fundamental. Sin embargo, en lo más profundo de su ser, tenía miedo de reconocer que había algo más. No iba a pensar en palabras que empezaran con A, porque las posibilidades que había de que un hombre como Marcus Grey se enamo… se implicara sentimentalmente con alguien como ella eran casi nulas. A pesar de lo que Lila y las demás pensaran de aquel broche, estaba segura de que, en su caso, solo había sido una coincidencia.

No obstante, decidió que iba siendo hora de que empezara a pensar en el lado personal de su vida en vez de solo en el laboral. Aquella relación con Marcus sería un buen comienzo. No dejaría que le hiciera pedazos cuando todo se acabara, porque sabía desde el principio que él no era el hombre adecuado para ella.

– Estás muy callada. ¿En qué estás pensando?

– Solo en por qué pareces estar tan triste de repente.

Se produjo un largo silencio. Finalmente, Marcus se decidió a hablar.

– Solly era el mejor amigo de mi padre.

– Y eso te ha hecho pensar en él -replicó ella, alegre de que hubiera decidido confiar en ella-. Supongo que si yo hubiera conocido a mis padres, los echaría muchísimo de menos cuando murieran. Lo siento.

– No se trata de eso. Bueno… claro que lo echo de menos, pero… Me gustaría que él pudiera ver lo que he conseguido hacer con mi vida, ¿sabes?

– Puedes estar seguro de que has tenido mucho éxito en tu profesión.

– Sí, ya lo sé. ¿Quieres saber lo que me ha ocurrido hoy?

– ¿Qué?

– Se me acercó una persona, cuyo nombre no mencionaré porque lo reconocerías inmediatamente, y me propuso la posibilidad de unirme a su familia a través del matrimonio.

– ¿Quién? ¡Dios mío! -exclamó, al comprender-. ¿Quieres decir que alguien como Rockefeller o Hearst quería que te casaras con su hija?

– Con su nieta -replicó él, sin sonreír.

– ¡Dios santo! Yo creía que los matrimonios de conveniencia eran cosas del pasado.

– Sí, claro. Por eso el príncipe Carlos se habría casado con Diana Spencer aunque ella hubiera sido una camarera.

– Tienes razón, pero esos forman parte de la monarquía británica. Nosotros somos norteamericanos. Libres, independientes… -añadió. Marcus no contestó-. Bueno, entonces, te propusieron eso hoy. ¿Y qué tiene eso que ver con tu padre?

– Siempre consigues poner las cosas en perspectiva, Sylvie -susurró él, con una leve sonrisa.

De repente, Marcus apagó el motor del coche. Sylvie se quedó atónita al darse cuenta de que estaban frente a su casa. Había estado tan pendiente de lo que él le decía que no se había dado cuenta de dónde estaban.

– ¿Quieres subir? -preguntó ella-. Me gustaría terminar esta conversación.

Marcus la miró. A pesar de la penumbra que reinaba en el interior del coche, Sylvie tembló al notar el seductor tono de voz con el que le respondió.

– Me encantaría.

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