Ocho

Marcus le había pedido que se reuniera con él para almorzar el miércoles de la semana siguiente. Por eso, a las doce menos veinte, Sylvie atravesó el largo pasillo que conducía al despacho de Marcus, tarareando una canción. El edificio estaba muy alegre, ya que todo estaba preparado para las celebraciones de Navidad, con adornos por todas partes y villancicos sonando por la megafonía del edificio. Sylvie avanzaba lentamente, admirándolo todo. Sabía que era algo temprano, pero no importaba. Él había visto su lugar de trabajo y tenía curiosidad por ver cómo era el de él.

Tenía el cuerpo algo dolorido, dado que, la noche anterior, habían estado largas horas haciendo el amor. Nunca había soñado que pudiera sentir lo que Marcus le hacía experimentar. Solo con recordar algunos de aquellos deliciosos placeres, se sonrojaba.

A medida que se iba acercando a la puerta del despacho de él, una ridícula timidez fue apoderándose de ella.

– … quiero iniciar el papeleo referente a Colette tan rápido como sea necesario.

Al reconocer la voz de Marcus, se detuvo. ¿Qué papeleo? Una tremenda frialdad se apoderó de ella cuando empezó a comprender el significado de aquellas palabras. Sin poder evitarlo, se echó a temblar.

– De acuerdo. ¿Convoco una reunión del consejo? -preguntó una voz femenina, seguramente su ayudante.

– No. En la actualidad, solo hay un accionista en la empresa. Lo hablaré con ella antes de que se lo presentemos al consejo. De ese modo, lo tendremos todo en orden y nadie podrá presentar ninguna objeción.

Sylvie se llevó una mano a la boca, ahogando el grito de agonía que amenazaba con escapársele. ¡Marcus iba a liquidar Colette! Su corazón, que unos momentos antes rebosaba alegría, parecía estar lleno de plomo. A pesar de que no habían vuelto a hablar de ello desde el accidente del hielo, estaba segura de que Marcus había cambiado de opinión. Su propia madre le había dicho que estaba mal culpar a Colette de la desgracia de su padre.

Aparentemente, no la había escuchado. En su interior, el hombre que amaba era un niño que, a pesar de lo que se le dijera, solo buscaba vengar el pasado, aunque estuviera equivocado.

No la amaba. Aquel pensamiento la cortó por dentro como una cuchilla recién afilada. A pesar de que lo había pensado cuando hicieron el amor por primera vez, su corazón no lo había creído. Había sido tan tierno con ella, tan cariñoso… No le había dicho que la amara, pero a ella le había parecido que así era.

Rápidamente, se dio la vuelta y se marchó por donde había llegado. Había un cuarto de baño cerca del ascensor y se metió dentro. Afortunadamente, estaba vacío. Tras echar el pestillo, se agarró la cabeza entre las manos. ¿Qué iba a hacer? No podía quedarse con él, fingiendo que no ocurría nada cuando sentía que el corazón se le estaba rompiendo en pedazos.

«Es culpa tuya». Recordó que él nunca había comentado nada que indicara que había abandonado los planes que tenía para Colette. Nunca había dicho que comprendiera la devoción que ella sentía por la empresa. De hecho, nunca le había vuelto a hablar de tema. Las lágrimas empezaron a brotarle de los ojos. Rápidamente, se los apretó con las palmas de las manos para contenerlas.

Cuando el teléfono móvil que llevaba en el bolso empezó a sonar, pegó un salto en el aire. Con dedos temblorosos, lo sacó y contestó.

– ¿Sí?

– Hola, cielo. ¿Vienes ya de camino?

Era Marcus. Sin pensárselo, cortó la comunicación. Acababa de salir del edificio de Empresas Grey cuando el teléfono volvió a sonar. No prestó atención. Entonces, hizo una seña a un taxi, se subió y le pidió que la llevara a su casa. De camino, llamó a Wil.

Cuando le explicó que necesitaba tomarse el resto del día libre, él accedió sin problemas.

– Sylvie, ¿te encuentras bien?

– Claro. Es que tengo un montón de cosas que hacer antes de las navidades y me he dado cuenta de que no me va a dar tiempo.

– ¿Qué le digo a Marcus cuando llame?

– Yo…

– Porque ya ha llamado una vez. Le dije que creía que habías salido a almorzar.

– Lo llamaré ahora para que deje de intentar localizarme. No creo que vuelva a llamarte.

Cuando terminó aquella conversación, los dedos le temblaban. A pesar de todo, marcó el número de Marcus.

– Marcus Grey -dijo él, con voz profunda y preocupada.

– Marcus…

– ¡Sylvie! ¿Dónde estás? Traté de llamarte hace unos minutos, pero la comunicación se me cortó. Luego, no pude contactar ya contigo. ¿Vienes ya hacia aquí?

– No. No voy a poder.

– Acabo de llamar a Wil y él me ha dicho que habías salido a comer. ¿Va todo bien?

– Sí, es que… me ha surgido algo y voy a tener que ausentarme de la ciudad durante unos días. Te llamaré cuando regrese.

– ¿Fuera de la ciudad? ¿Por tu trabajo?

– No. Una vieja amiga me necesita -mintió, para evitar la escena que él le montaría.

– Entiendo. Sylvie va de nuevo al rescate, ¿verdad? -afirmó, con dulzura-. De acuerdo, cariño, pero llámame en cuanto puedas.

– De acuerdo. Lo siento, me estoy quedando sin cobertura… Adiós.

Volvió a desconectar el teléfono justo cuando el taxi llegaba frente a Amber Court.

Después de pagar al taxista, subió corriendo las escaleras. La vieja mansión estaba en silencio, ya que casi todos sus inquilinos trabajaban. Rose probablemente estaría trabajando como voluntaria en alguna parte, o tal vez como camarera. Sylvie hizo un gesto de decepción al darse cuenta de que se había olvidado completamente de contarles a los demás lo que había descubierto. Sin embargo, las tumultuosas semanas que había vivido desde que Marcus había entrado en su vida se lo habían borrado de la cabeza.

Entró en su apartamento y dejó el bolso y el abrigo en el suelo. ¿Qué iba a hacer? No podía imaginarse en Youngsville, ni cómo iba a terminar su relación con Marcus. Desde el principio, había sabido que no estaban hechos el uno para el otro, pero había permitido que su corazón le impidiera hacer caso al sentido común. A pesar de que, desde siempre, había sabido que no podía durar, durante la última semana había empezado a creer todo lo contrario.

Las lágrimas que había logrado controlar antes empezaron a derramarse abundantemente. En aquel momento comprendió que el único modo que tenía de sobrevivir era marcharse de allí, pero… ¿Dónde podría ir? Nunca había vivido en ningún otro lugar que no fuera Youngsville.

De repente, recordó algo. ¡San Diego! Cuatro meses atrás, antes de conocer a Marcus, había ido a una exposición de joyas en aquella ciudad para presentar algunos de los diseños de Colette. Un hombre se le había acercado y había empezado a hablar con ella. Hasta que no le dio su tarjeta, Sylvie no supo que se trataba de uno de los diseñadores de joyas más importantes del país y ella le había estado hablando sobre las estrategias de venta agresiva. Se sintió muy avergonzada, pero el hombre, Charles Martin, se había quedado muy impresionado. Un día después, había ido a verla otra vez para ofrecerle un trabajo. Y muy bueno.

A pesar de que le explicó que estaba muy contenta en Colette, el señor Martin había insistido en que lo llamara sin cambiaba de opinión.

Antes de pararse a pensar por qué un cambio tan repentino podría ser contraproducente, sacó su tarjetero y buscó el número. Diez minutos más tarde, tenía una entrevista preparada para el viernes siguiente y estaba haciendo las reservas del billete de avión. Decidió que se marcharía a San Diego aquella misma tarde. A pesar de que sintió que se le rompía el corazón, llamó a su jefe para pedirle los dos días libres.

Después, se puso a preparar las maletas de un modo muy desordenado, lo que no era propio de ella. Las lágrimas volvieron a asomársele a los ojos y se dejó caer sobre la cama para llorar a gusto por la muerte de todos sus sueños.


– ¿Dónde diablos has estado?

Marcus apareció por casa de Sylvie el domingo por la tarde, más furioso que nunca…

Le había dejado innumerables mensajes en el contestador y en el móvil, que ella, no había contestado.

– En San Diego. ¿Cómo has sabido que estaba en casa? -le preguntó ella a su vez, con voz muy seria.

– He llamado a Rose a su casa hace más o menos una hora. ¿Te importa decirme la razón por la que no me has llamado en cuatro días?

– Lo siento. He estado muy ocupada y supongo que se me ha olvidado.

– Sí, claro, cuéntame otra historia. Dos personas que arden en la misma pasión no se olvidan de ello tan fácilmente -le dijo Marcus, algo alterado.

– Vale. Y ahora deja de gritarme. Bueno, creo que es mejor que te sientes. Tengo una noticia que darte.

– ¿Qué? -preguntó él, nervioso por el tono de voz que ella había empleado.

– Te he dicho que te sientes.

Entonces, ella misma se sentó en el borde de una silla.

Lentamente, Marcus hizo lo mismo. Prefería sentarse en el sofá, con Sylvie entre sus brazos, pero ella estaba agresiva y distante. Suponía que no debía haberse enfadado con ella por no haberlo llamado, dado que, una vez, él había hecho lo mismo. Sin embargo, aquello había sido hacía semanas, cuando todavía trataba de fingir que no quería más que una breve y divertida aventura con ella. Sylvie no tenía aquella excusa. ¿O sí?

– Tú dirás -le dijo.

– Voy a dejar mi puesto en Colette. Mi dimisión será efectiva a finales de año -confesó ella-. He aceptado un trabajo con Charles Martin en San Diego.

– Eso no es posible.

– Sí que lo es. Siento decírtelo de este modo.

– ¿Por qué haces esto, maldita sea? -preguntó él, poniéndose de pie. Se sentía furioso-. Creía que nosotros, que tú…

– Sí. Sé lo que había creído. Pensaste que estaba tan enamorada de ti que estaría disponible cuándo y dónde tú quisieras, mientras tú lo desearas.

– Sylvie… Pensé que nuestra atracción… era mutua. ¿Qué puedo decir para hacerte cambiar de opinión? No quiero que te vayas a San Diego.

– ¿Por qué?

– ¿Qué quieres decir con eso?

– ¿Por qué no quieres que me vaya?

– Quiero que te quedes aquí. Eso es lo que quiero. Y sé que tú quieres quedarte a mi lado. Tenemos algo muy especial… Tú estás convirtiendo esto en algo mucho más complejo de lo que es, Sylvie…

– No hay razón para hablar más sobre esto -replicó ella, sin prestar atención a sus palabras. Entonces, se puso de pie y se dirigió a la puerta-. Mi dimisión estará en la mesa de Wil mañana.

– No hay necesidad de esto -susurró él, siguiéndola. Entonces, trató de agarrarle una mano, pero ella no se lo permitió-. Sylvie, por favor, quédate…

– No puedo.

Marcus, desesperado ya, la tomó entre sus brazos e inclinó la cabeza sobre la de ella. Sin embargo, Sylvie la giró para que él no pudiera besarla. Cuando lo empujó, Marcus la soltó sin dilación.

– Toda mi vida… He tardado toda la vida en darme cuenta que me merezco a alguien con el que compartir mi vida -susurró ella, con un hilo de voz-, alguien al que amar y con el que envejecer. No pienso conformarme con nada menos, pero aparentemente eso es precisamente lo que tú me ofreces. Te amo, Marcus. Te he amado casi desde que nos conocimos, pero no pienso suplicarte que sientas lo mismo por mí. Te has atrincherado entre sólidas defensas porque estás decidido a que nadie vuelva a hacerte daño o que nadie te haga daño a ti como tu padre se lo hizo a tu madre. Sin embargo, Marcus, sufrir es parte de la experiencia vital. Te estás perdiendo muchas cosas, oculto tras esas barreras…

– Sylvie, cielo…

– No -le espetó ella-. Te he dejado que me hagas daño, principalmente por mi propia estupidez. Quería que fueras alguien que no eres, alguien que no sintiera resentimientos, que fuera noble. No he sido justa contigo tampoco, pero… No te permitiré que me arruines la vida. Me olvidaré de ti…

– Pero acabas de decirme que me amas…

– También acabo de decir que me olvidaré de ti -le espetó ella, con la mayor frialdad que Marcus había escuchado en sus labios-. Ahora vete.

Aturdido por sus palabras, él solo pudo contemplarla boquiabierto mientras Sylvie le abría la puerta y le indicaba que se marchara. Los pies parecieron moverse por voluntad propia, pero su cerebro estaba aturdido, tratando de asimilar todo lo que ella le había dicho.

Antes de que pudiera pronunciar alguna palabra que tuviera sentido, ella ya había cerrado la puerta. Se oían sollozos desde el interior del apartamento. Sin saber qué hacer, se quedó allí durante unos momentos. Su instinto le decía que echara la puerta abajo y la tomara entre sus brazos, pero, por primera vez, el instinto que le había convertido en tan buen hombre de negocios, estaba equivocado. Conocía a Sylvie. Tenía una voluntad de hierro que igualaba a la de él. Marcus sintió que una sensación helada le envolvía el corazón. Había pronunciado aquellas palabras muy en serio y no iba a permitirle que le hiciera cambiar de opinión.

Lentamente, volvió a bajar las escaleras. Rose estaba de pie en el vestíbulo, regando las plantas, y lo contempló en silencio hasta que Marcus llegó al lugar en el que ella se encontraba.

– Me ama, pero se marcha. Se muda a San Diego.

– ¿Por qué?

– ¡No lo sé! Si me ama, ¿por qué iba a querer abandonarme?

Rose lo miró sin pronunciar palabra, levantando ligeramente las cejas. Entonces, lo comprendió todo.

– Ella cree que yo no la amo, ¿verdad?

– ¿Y es así?

Marcus respiró profundamente. Se sentía como si fuera a saltar de un avión sin paracaídas. Sin embargo, ¿acaso no había sido precisamente aquello lo que Sylvie había hecho?

– No. Claro que no. Yo también la amo -afirmó, cada vez con la voz más fuerte.

Rose sonrió y siguió regando sus plantas.

– Dale tiempo para sacarse el dolor del cuerpo. Entonces, díselo.

Marcus se volvió para subir corriendo las escaleras, pero se detuvo. Los músculos le temblaban de frustración. Todo le animaba de nuevo a subir a verla, a suplicarle que lo escuchara… pero Rose conocía a Sylvie desde hacía tiempo.

– ¿Cuánto tiempo debo esperar? -le preguntó.

– No sé, tal vez un día o dos. Si le das demasiado tiempo para pensar, tal vez nunca consigas derribar sus barreras…

Darle tiempo para pensar… ¡Eso era! Casi tenía miedo de pensar que la idea que se le acababa de ocurrir pudiera funcionar. Sin embargo, mientras estaba allí de pie, dándose cuenta de lo que había perdido y de lo que tal vez nunca pudiera recuperar, supo que no le quedaba otra opción que intentarlo. Si no lo hacía, no tendría la posibilidad de volver a tener a Sylvie entre sus brazos.

Entonces, lentamente, se volvió a la casera.

– Rose, tengo algo que proponerte…


Llamó a Wil Hughes aquella noche y se lo contó todo. Como Rose había predicho, no le resultó tan difícil, ni humillante, como había imaginado. Wil solo se echó a reír cuando Marcus le confesó cómo había hecho daño a Sylvie.

– Algún día te contaré las estupideces que hice cuando estaba tratando de convencer a Maeve que se casara conmigo. Confía en mí. No eres el primer hombre que no tiene ni idea de lo que está pensando una mujer.

Cuando Marcus le pidió que lo ayudara, Wil aceptó sin dudarlo.

– Nunca sabrá que hemos hablado -le aseguró Wil.

Cuando terminó la llamada, Marcus se reclinó en su butaca y se permitió un ligero momento de esperanza. Había puesto las ruedas en movimiento para la que esperaba sería la reunión más importante de los empleados de Colette en la historia de la empresa. Y, si todo salía como había planeado Sylvie le perdonaría.


Lo primero que Sylvie hizo cuando regresó a su despacho el lunes por la mañana fue escribir su carta de dimisión y colocarla en el escritorio de Wil. Entonces, empezó a enfrentarse con la cantidad ingente de trabajo que se había acumulado en su escritorio desde el miércoles anterior.

Como había anticipado, Wil llegó momentos después y entró a saludarla. Luego, se dirigió a la cocina en busca de café. No miró encima de su escritorio hasta que no regresó con una taza de café en la mano.

– ¿Qué es esto? -preguntó, mostrándole el papel que ella había escrito aquella mañana.

Sylvie dudó. Sabía que iba a resultar duro, pero no se había imaginado cuánto.

– Me han ofrecido un trabajo en San Diego. Por eso, dimito.

– ¡San Diego! -exclamó Wil, sorprendido-. Sylvie, nunca me dijiste nada al respecto. ¿Por qué? ¿Es que no estás contenta aquí?

– Claro que lo estoy -susurró, sin poder controlar las lágrimas-, pero es una buena oferta. Una oferta que no puedo dejar pasar.

– Es por lo de la absorción, ¿verdad? Estoy seguro de que no creerás que tu trabajo es uno de los que va a desaparecer. No me imagino a Marcus despidiéndote.

– Esto no tiene nada que ver con la absorción -replicó ella, con un hilo de voz, mientras las lágrimas le caían abundantemente por las mejillas. No podría decirle también que no tenía nada que ver con Marcus-. Es solo algo que… quiero hacer, Will.

– Maeve se va a poner echa una furia cuando sepa que te mudas a California. Bueno, pues no seré yo quien se lo diga. Tendrás que hacer el trabajo sucio tú misma.

– De acuerdo. La llamaré esta tarde.

– Esto es muy repentino. ¿Cómo puedes tomar una decisión como esta tan precipitadamente? Me niego a aceptar esta carta.

– ¡Tienes que hacerlo!

– No -le espetó, dejando el papel encima del escritorio de Sylvie.

– ¡Claro que vas a tener que aceptarla! -le gritó Sylvie, perdiendo todo el control sobre sí misma-. ¡No pienso dejar mi puesto a finales de año, sino hoy mismo!

Se puso de pie tan bruscamente que tiró la silla contra el suelo. Entonces, agarró su bolso, su abrigo y salió del despacho.

Ni siquiera había llegado al ascensor cuando empezó a tranquilizarse. La vergüenza empezó a adueñarse de ella. ¿Por qué había tratado al pobre Wil de aquella manera? Ni siquiera era él con el que estaba furiosa… De hecho, tampoco estaba furiosa, sino solo dolida. No era Will quien le había roto el corazón y no era justo tratarlo de aquel modo. Sin embargo, decidió que marcharse de aquella manera resultaría mucho más fácil.

Salió del edificio y empezó a andar hacia Amber Court. Decidió llamar a Wil aquella misma noche y disculparse, pero nunca revocaría la decisión que había tomado minutos antes. Tenía que marcharse de allí tan rápidamente como le fuera posible.

Iba a resultar muy duro irse. Rose y sus tres mejores amigas, Lila, Meredith y Jayne, se iban a disgustar mucho y, precisamente por eso, esperar más resultaría insoportable. Efectivamente, tenía que romper limpiamente con su antigua vida. Además, conocía a Marcus. Odiaba perder en cualquier situación. Esa era la única razón por la que se había tomado tan mal sus palabras. De eso estaba segura.

Nunca debería haberle contado sus planes. Si se lo hubiera pensado, habría manejado la situación de un modo muy diferente. Marcus estaba acostumbrado a tomar decisiones, a ser el jefe. Odiaba perder. Y así sería precisamente como consideraría su dimisión. No quería ser al que se señalaba por la espalda, ni el que provocaba hilaridad. No quería ser el hombre al que había dejado tirado una empleada de Colette. Por eso, Sylvie debería haber esperado, debería haber mantenido sus planes en secreto hasta que hubiera podido hacer un único anuncio antes de marcharse.

En ese caso, lo único que se hubiera roto habría sido su propio corazón.

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