Nueve

Al día siguiente, Sylvie estaba haciendo un listado de las cosas que tendría que dejar listas para el próximo inquilino de su apartamento, cuando sonó el teléfono. Aunque sintió la tentación no prestarle atención, se obligó a levantarse y a descolgar el auricular. Se había pasado la noche sin dormir, alternando entre estados depresivos y sollozos. Tenía la garganta dolorida y los ojos hinchados. No estaba de humor para hablar con nadie, particularmente dado que era muy posible que, quien llamaba, fuera un amigo para convencerla de que no dejara su trabajo y su ciudad.

Era Wil.

– Hola, Sylvie.

– Wil, ¿qué pasa?

Ya lo había llamado la noche anterior para disculparse y también había hablado con Maeve. ¿Qué podría querer en aquellos momentos?

– Me acabo de enterar de que Marcus ha convocado una reunión para todos los empleados de Colette a las cuatro en punto el lunes por la tarde. ¿Sylvie? -añadió, al ver que ella guardaba silencio.

– ¿Por qué me dices esto, Wil? Yo ya no soy empleada de Colette.

– Legalmente sí. Estoy tratando tu ausencia como vacaciones pagadas hasta que se te terminen los días que todavía no te has tomado. Por cierto, ¿es que no te tomas vacaciones nunca?

– No muy a menudo. Mira, Wil, aprecio mucho el gesto, pero…

– Colette te necesita. Has sido el líder de todos nosotros durante meses. Lo has organizado todo y has mantenido la moral alta. ¿Qué sería esto si tú no estás aquí?

– No creo que se me eche de menos.

– No te infravalores. Al menos, piénsatelo. Eres la persona perfecta para liderar nuestras protestas en esos instantes. Como has decidido irte y ya has presentado tu carta de dimisión, no te pueden echar. Se lo debes a tus amigos de Colette, Sylvie…

A pesar de que sabía que la estaba manipulando, Sylvie reconocía que Wil tenía razón. No podía zafarse de sus responsabilidades con todos sus amigos de la empresa. Aquella fue la única razón por la que decidió asistir. ¿Qué importaba que Marcus estuviera allí? No era que necesitara verlo por última vez, a pesar de que una parte de ella volvió a la vida al pensar que podría estar con él. Marcus pertenecía ya a su pasado.

– De acuerdo. Allí estaré.

Cuando empezó de nuevo a recoger sus cosas, volvió a sonar el teléfono. Aquella vez era Rose.

– ¿Te viene bien el lunes por la tarde para cenar juntas? A Lila, Jayne y Meredith sí.

– ¿Ya no trabajas en el albergue los lunes? -preguntó ella. No había nada que le apeteciera menos que enfrentarse a sus inquisitivas amigas.

– Esta semana no.

– Claro. En ese caso, de acuerdo.

Temía decirle a Rose y a sus amigas que se iba. Sin duda las tres más jóvenes se enterarían en los mentideros de la empresa de su decisión antes de que pudiera decírselo personalmente. Aunque le resultara muy difícil, aquella comida sería un buen momento para decírselo a Rose y explicárselo a todas. Así, solo tendría que repetirlo una vez.

El domingo pasó muy lentamente. Fue a la iglesia y luego siguió con la tediosa tarea de empaquetar sus cosas. Para cuando llegó el lunes a las cuatro de la tarde, estaba deseando terminar con su última reunión en Colette. Estaba algo nerviosa por tener que volver a ver a Marcus y, en cierto modo, lo temía, dado que dudaba mucho que hubiera decidido no tratar de hacerla cambiar de opinión.

Sin embargo, por otro lado, no la había llamado ni había ido a verla. Tal vez había aceptado su decisión. Tal vez incluso se alegraba por ello.

Se vistió con cuidado para su reunión de despedida con el traje azul marino con una fina raya blanca que resaltaba espléndidamente su figura. Si iba a hacer aquello, iba a hacerlo bien.

Tenía todavía el broche de Rose sobre la cómoda y tuvo dudas. Rose solo había acertado en parte sobre su magia. Efectivamente, había conocido al único hombre que podría amar mientras lo llevaba puesto, pero, al contrario de sus tres amigas, no había final feliz a la vista.

Se mordió el labio para que le dejara de temblar. Aquella no era la imagen que quería proyectar. Apartó la mano del broche y se marchó andando a Colette.

Antes de entrar en la sala de reuniones, se retocó el maquillaje y el cabello en el cuarto de baño. Casi llegaba tarde, tal y como había planeado. Así, no había tenido tiempo de hablar con nadie.

Al verla, todos sus compañeros sonrieron. Se produjeron también algunos murmullos. Para entonces, la noticia de su marcha se habría extendido por todos los departamentos. Esperaba que nadie creyera que su presencia significaba que había cambiado de opinión.

Deliberadamente, no miró a la parte delantera de la sala. Se sentó en la parte de atrás, al lado de Meredith, que le había indicado por señas que le había reservado un asiento. Cuando hubo tomado asiento, escuchó la profunda voz de Marcus, dando a todos la bienvenida. Entonces, levantó la vista y fingió interés. Él la estaba mirando. Durante un momento, sintió que el mundo se ponía a dar vueltas sin control al sentir que aquellos ojos verdes se posaban sobre ella. ¿Cómo podía dejarle? Rápidamente, apretó los puños y se clavó las uñas en las manos hasta que el dolor fue lo suficientemente fuerte para apoderarse de ella. Entonces, apartó la mirada. Mientras Marcus hablaba, se pasaría el tiempo mirándose los zapatos…

– … sé que habéis oído muchos rumores sobre lo que iba a pasarle a esta empresa bajo mi dirección. Hoy, tengo la intención de compartir la verdad con todos vosotros, pero, primero, me gustaría presentaros a la persona que tiene el resto de las acciones de esta empresa. Es la única superviviente de la familia Colette.

Entonces, Marcus se dirigió a una puerta lateral y la abrió, para dar paso a una mujer.

– Os presento a Rose Colette Carson -añadió.

Rose Colette Carson. A su lado, Meredith lanzó una exclamación de sorpresa y empezó a tirar a Sylvie de la manga. Entonces, levantó la mirada y vio que su querida amiga avanzaba hacia el estrado del brazo de Marcus. ¿Rose era Rose Colette? Sylvie sacudió la cabeza con incredulidad.

– Buenas tarde, amigos -comentó Rose-. Estoy segura de que esto es una sorpresa para todos vosotros. También es una sorpresa para mí. Me marché de Youngsville, y de esta empresa, hace muchos años. Después de que mi padre muriera, no pude negarme cuando mi madre me pidió que regresara, aunque no tenía interés alguno en implicarme de nuevo en la dirección de la empresa. Como vosotros, me preocupé mucho cuando supe que Empresas Grey había adquirido las acciones suficientes para controlar la empresa y, como vosotros, he tenido miedo sobre el futuro. Sin embargo, hoy estoy aquí para daros muy buenas noticias -añadió, lanzando una fulgurante sonrisa a Marcus-. El señor Grey tiene la intención de que Colette siga ocupando su condición actual como diseñador de joyas finas…

La sala estalló en vítores. Rose quedó en silencio y sonrió, esperando a que el ruido fuera remitiendo poco a poco.

– No obstante, también planeamos añadir una rama, que ofrecerá hermosas joyas, más asequibles, para el público en general. Mi filosofía es muy diferente de la de mi padre. Creo que todo el mundo debería poder disfrutar de las joyas y nuestra nueva línea se ocupará de fomentar ese hecho.

Para cuando terminó su discurso, todos los empleados estaban de pie, aplaudiendo y silbando de alegría mientras Rose y Marcus sellaban aquellas palabras dándose la mano.

Cuando todo el mundo volvió a sentarse, Marcus retomó la palabra y explicó con más detalle el concepto que habían creado y respondió a las preguntas que los empleados quisieron hacer sobre aquel plan. Sylvie, de nuevo, evitó mirarlo. Afortunadamente, había una mujer con una larga melena rubia que la ayudaba a ocultarse. Decidió concentrar su energía en otras cosas, como las características de su nuevo trabajo. Le resultaba muy difícil creer que Rose fuera una de las dueñas de Colette, que Rose fuera una Colette. Sylvie recordó, divertida, que había llegado a pensar que Rose atravesaba dificultades económicas, cuando tal vez podría comprar varias empresas si quería. Sin embargo, conociéndola, seguro que canalizaba gran parte de sus ingresos a obras benéficas.

Sylvie se quedó helada. Por supuesto. Aquello era exactamente lo que Rose había hecho, y una de esas obras benéficas se llamaba Sylvie Bennett. Comprendió que su beca para la universidad no había sido casualidad, como tampoco que Colette la hubiera aceptado inmediatamente ni que hubiera encontrado un hermoso apartamento por el que pagaba una módica renta… Rose era una mujer maravillosa.

La reunión terminó poco antes de las cinco. En el momento en que Marcus terminó su discurso, todos los empleados se acercaron para hablar con Rose o con él. Entonces, Sylvie se volvió a Meredith.

– Te veré a la hora de cenar.

– Me he enterado que has dimitido. No me lo creía hasta ahora, pero es cierto, ¿verdad? -dijo su amiga. Sylvie asintió-. ¿Por qué? Creía que Marcus y tú…

– No, por favor -le suplicó Sylvie, levantando una mano-. No lo hagas.

Antes de que su amiga pudiera decir nada más, se marchó de la sala.


Acudió al apartamento de Rose a las seis, tal y como se había decidido. Cuando Rose le abrió la puerta, Sylvie se acercó a ella y la abrazó. Al sentir que la mujer la rodeaba con sus brazos, sintió que se le hacía un nudo en la garganta.

– Gracias -susurró Sylvie-. Por todo.

– Gracias a ti, querida niña -replicó Rose-. Una de mis mayores penas fue que Mitch y yo no pudiéramos tener hijos. Desde que tú y yo nos encontramos, me he dado cuenta de que la biología cuenta muy poco a la hora de amar a un niño. Verte progresar en la vida ha sido una de las mayores alegrías de mi vida.

Sylvie trató de hablar, pero le resultó imposible. Tenía miedo de desmoronarse y echarse a llorar como una niña. Finalmente, Rose la abrazó y la llevó al comedor.

– Vamos con las otras. Ya tendremos tiempo de hablar después.

Lila, Meredith y Jayne ya estaban allí. Cuando Rose y Sylvie entraron en la habitación, las tres quedaron en silencio.

– Dejadme adivinar -dijo Sylvie, tratando de bromear-. No estabais hablando del tiempo, ¿verdad?

Lila se sonrojó y Meredith pareció muy apenada. Sin embargo, Jayne le sonrió.

– Estábamos compartiendo lo que sabemos sobre ti. Dado que no nos has dicho nada, nos vemos reducidas a intercambiar rumores.

– Prometo explicároslo todo, pero, en estos momentos, me muero por escuchar la verdadera historia de Rose Carson.

– Apoyo la moción -afirmó Meredith, levantando la copa en su honor.

Sylvie se relajó un poco. Lo último que quería era contarles a sus amigas los acontecimientos que la iban a llevar a California. No sentía entusiasmo alguno por su nuevo puesto y tenía miedo de que se le notara. Con suerte, se podría escapar de contarlo todo aquella noche.

Mientras cenaban, admiraron el árbol de Navidad de Rose, que estaba adornado con unas figuras de frutas muy antiguas.

– Llevan muchas generaciones en mi familia -les explicó Rose.

Entonces, les habló de su infancia. Había sido hija única, inmersa en el negocio de joyas de su familia.

– Sabía que, algún día, la empresa sería mía, aunque yo era una niña algo difícil. No siempre aprecié las oportunidades que se me daban, pero al fin, senté la cabeza y empecé a trabajar en los puestos más inferiores de la empresa, tal y como creía mi padre que debería hacer. No mucho tiempo después, empecé a trabajar en el departamento de diseño, y creé un broche realizado con ámbar y varios metales preciosos…

– ¿Nuestro broche? -preguntó Lila.

– El mismo -respondió Rose-. A mi padre no le gustó. Dijo que no encajaba con el estilo de Colette. El diseñador jefe fue un poco más amable conmigo. Me dijo que mi trabajo estaba por delante de su tiempo. Yo discutí con mi padre y tuvimos una fuerte confrontación. Me sentí como lo había hecho cuando era una niña rebelde, siempre desilusionando a todos, sobre todo a mis padres, y me marché del despacho. Me fui andando a mi casa, pero, cuando salía de la empresa, me encontré con un joven que había empezado a trabajar hacía poco en la sección de ventas -añadió, con una dulce sonrisa, que revelaba la belleza que Rose debía haber tenido veinte años atrás-. De hecho, me choqué con él y los dos caímos al suelo…

– ¿Fue amor a primera vista? -quiso saber Meredith.

– Sí. Se llamaba Mitch Carson. Lo primero que hizo cuando me ayudó a ponerme de pie fue alabar el broche que yo llevaba puesto. Supe enseguida que cualquier hombre que pudiera ver el valor de mi diseño era un hombre especial. Además, a mí Mitch me pareció el hombre más sexy que había conocido hasta entonces. ¡Quise arrojarme entre sus brazos y pedirle que me besara!

– ¡Qué romántico! -suspiró Lila.

– Efectivamente, era el hombre más romántico que he conocido nunca -susurró Rose, mirando los anillos de diamantes que llevaba puestos-, pero a mis padres no les gustó. Él me animaba a experimentar con mis diseños. Me llevaba a navegar, a bailar y a las carreras, actividades que mis padres no aprobaban.

– ¿Por qué? -preguntó Sylvie, pensando en los momentos que había pasado bailando con Marcus. Aquellos recuerdos le durarían a ella también toda la vida.

– Creo que tenían miedo de que me divirtiera demasiado -respondió Rose-. Mis padres eran muy estrictos y anticuados.

– Es increíble -apostilló Jayne-. Tú no eres así.

– De eso puedes darle las gracias a Mitch. Mis padres amenazaron con desheredarme si seguía con él. Sabía que si los escuchaba me convertiría en una mujer conservadora y gruñona como ellos, así que nos fugamos. Cuando mi padre se enteró, amenazó de nuevo con desheredarme, pero Mitch y yo nos mudamos a California. Nunca volví a tener noticias de mi padre, aunque mi madre me dijo años después que había lamentado mucho no volver a verme. Sin embargo, era demasiado orgulloso para admitir que se había equivocado.

– Entonces, ¿qué te trajo de nuevo a Youngsville? -preguntó Meredith.

– Mitch y yo pasamos treinta maravillosos años juntos. Lo único que hubiera aumentado nuestra felicidad habría sido tener un hijo, pero no pudo ser. Entonces, él murió en un accidente náutico antes de cumplir los cincuenta.

Un profundo silencio reinaba en la sala. Sylvie se acercó un poco más a Rose para rodearla con un brazo.

– Lo sentimos mucho -musitó.

– Yo no -afirmó Rose-. Mitch y yo nos queríamos mucho. Yo no habría cambiado ni uno solo de nuestros días juntos. Era un hombre vital, vibrante, que recibía cada día a una velocidad de vértigo. Yo no habría tratado de cambiarlo aunque hubiera sabido cómo iba a terminar.

Lila se puso a llorar. Jayne le dio un paquete de pañuelos de papel.

– Entonces, ¿regresaste aquí después de quedarte viuda?

– No inmediatamente. Me quedé en California unos cuantos años más, pero después de que muriera mi padre, mi madre me pidió que regresara a casa y me hiciera cargo de Colette. Ella era una mujer sencilla, que había estado toda la vida dominada por mi padre, y no sabía nada del negocio. Yo no me pude negar, aunque sí evité implicarme en el negocio. Simplemente me quedé con las acciones familiares y votaba en las reuniones.

– Y entonces, compraste esta casa y la llamaste como la piedra que adorna tu hermoso broche -añadió Sylvia.

– Efectivamente.

– ¿Cómo consiguió Marcus que te implicaras de nuevo en Colette? -preguntó Jayne. Sylvie trató de no mostrarse afectada al oír su nombre, pero notó que Meredith la miraba de reojo.

– Una de las cosas que me enfrentó con mi padre fue la exclusividad. Cuando Marcus me dijo que pensaba hacer que las joyas de Colette fueran más asequibles, la idea me gustó enseguida. Además, ese hombre no acepta un no por respuesta.

Un incómodo silencio flotó sobre la sala.

– Ahora -añadió Rose, rápidamente-. Tengo unos regalos de Navidad para vosotras, chicas.

– Pero Rose, yo no he bajado los míos -protestó Sylvie.

– Ni yo -reiteró Meredith.

– No importa -dijo Rose, mientras se levantaba y se acercaba a un hermoso aparador que había contra la pared-. Esto es especial y no quería esperar.

Cuando volvió a sentarse, les entregó a las cuatro jóvenes un sobre muy grande para cada una de ellas.

– ¿Qué es esto? -preguntó Lila.

– Yo pienso abrir el mío -declaró Sylvie.

Las otras hicieron lo mismo. Se pusieron a leer los papeles que encontraron en el interior de los sombres. Se produjo un gran silencio que se fue haciendo cada vez más eléctrico a medida que empezaron a comprender lo que contenían.

– ¡Rose! -exclamó Sylvie, poniéndose de pie-. ¡No puedes hacer esto!

– Claro que puedo. ¿De qué me sirven a mí ahora las acciones de Colette? Por eso, os doy una doceava parte de mis acciones a cada una de vosotras.

– Esto es tuyo, de tu familia -insistió Sylvie-. No podemos aceptarlo.

– Además, también son tus ingresos -añadió Lila.

– He ganado más que suficientes dividendos a lo largo de los años como para poder vivir el resto de mi vida. En cuanto a mi familia… Yo soy la última de los Colette y he visto lo mucho que vosotras amáis a esta empresa y lo mucho que habéis trabajado para salvarla. Cada una de vosotras es especial para mí. Sois como mis hijas, las que me hubiera gustado tanto tener. Espero que aceptéis este regalo con el amor que yo os lo doy.

– Por supuesto -afirmó Meredith.

Como si fueran una sola persona, las cuatro jóvenes se levantaron a la vez y abrazaron a Rose. En aquel momento, Sylvie se preguntó cómo iba a poder marcharse de Youngsville y dejar atrás a las personas que tanto amaba.


Dos horas más tarde, Sylvie entraba tranquilamente en su apartamento. Encendió una pequeña lámpara que había a la entrada y cuando colgó el abrigo… vio que Marcus estaba sentado en una butaca del salón.

– ¿Cómo has entrado aquí? -preguntó, todavía muy alterada-. ¡Me has dado un susto de muerte!

– Rose me dio una llave -dijo.

¿Qué Rose le había dado una llave?

– ¿Por qué?

– Supongo qué pensó que teníamos cosas de las que hablar.

El corazón de Sylvie latía a toda velocidad, tanto que temía que él pudiera escucharlo. Dejó el regalo de Rose sobre la mesa y se agarró con fuerza las manos.

– Pues se equivocó -replicó, tranquilamente-. No tenemos nada de qué hablar. Hoy has hecho una cosa muy hermosa y te doy las gracias por ello, igual que ya lo habrán hecho otros, pero…

– ¿Por qué?

– ¿Por qué, qué?

– ¿Por qué lo hice? ¿Por qué decidí dejar Colette como está e incluso expandirla? -insistió él. Entonces, se puso de pie y se acercó a ella lentamente.

– No lo sé. ¿Cómo sé yo por qué haces las cosas? No soy yo la persona adecuada a la que tengas que preguntar.

– ¿Y si yo te dijera que sí?

– Me temo que no tengo ganas de tener conversaciones misteriosas, como a ti parece apetecerte. Mira, Marcus, no sé por qué estás aquí. ¿No podemos dejar que lo que había entre nosotros muera de forma natural?

– Yo no fui quien lo apagó la última vez. Y quiero saber por qué lo hiciste. ¿Por qué decidiste aceptar ese trabajo en California?

– Era una buena oferta. No me pude negar.

– Yo te haré una mejor.

Aquello era el colmo.

– ¡No quiero que me hagas ninguna oferta! -gritó-. ¡No quiero nada de ti! Ahora, vete de aquí y déjame en paz.

– Ni hablar -replicó Marcus, agarrándola por los codos y estrechándola contra su cuerpo-. Estás atada a mí durante al menos los próximos cincuenta años.


Sylvie se derrumbó sobre su pecho, llorando amargamente como si él le hubiera roto el corazón. Marcus sintió que el suyo se resentía también. Nunca habría querido causarle dolor alguno. Su Sylvie era valiente, vital… Si se había derrumbado de aquella manera, demostraba lo mucho que le dolía aquella situación. Como si fuera de cristal, la llevó hasta el sofá.

– Cielo -susurró él, tomándola suavemente entre sus brazos-, por favor, no llores. Dime cómo te he hecho daño para que pueda solucionarlo todo -añadió, desesperado-. Los últimos días han sido un infierno para mí. Pensar que te podrías ir al otro lado del país me estaba volviendo loco. ¿Qué te hizo tomar esa decisión?

– Te oí. No sé por qué has cambiado de planes, pero te oí ordenándole a alguien que empezara con el papeleo de Colette…

– ¿Y por eso decidiste echarme de tu vida? ¿Por qué oíste parte de una conversación y sacaste tú misma tus conclusiones? -exclamó él, poniéndose de repente de pie.

Sylvie también se levantó.

– No, esa no es la razón, aunque admito que interpreté mal lo que escuché. Por eso empecé todo esto, pero no lo siento, Marcus, ¿sabes por qué?

Porque que yo acepte ese trabajo en San Diego solo acelera lo inevitable.

– ¿Qué es lo inevitable?

– El fin inevitable de nuestra relación -le espetó ella-. El final de amar a un hombre que no me corresponde. Por eso me marcho a San Diego y ¿sabes qué? Cuando llegue allí, voy a empezar a buscar a alguien a quien amar. Y te aseguro que lo encontraré. Entonces… entonces… te olvidaré. Te lo juro… Lo haré -añadió, entre sollozos.

– No lo harás. Nunca me olvidarás -le aseguró Marcus, con más confianza de la que verdaderamente sentía-, porque te seguiré. ¿Quieres oír las palabras? Bien. Te amo. Te amo, Sylvie, y si crees que voy a dejarte que te marches a otra parte, ya puedes ir cambiando de opinión. Vas a quedarte aquí, en Indiana, y te vas a casar conmigo. ¿Me entiendes?

– ¿Casarme contigo?

– Te vas a casar conmigo -repitió Marcus, mientras hincaba una rodilla ante ella y le tomaba las manos-. Te amo, Sylvie, y te necesito tanto que me da miedo. Supongo que tenía miedo de admitirlo yo mismo, porque sospechaba el poder que tienes sobre mí. Ahora, ¿qué me dices? ¿Te casarás conmigo?

Sin embargo, Sylvie no parecía estar llena de felicidad. Se soltó las manos y se las cruzó sobre el vientre.

– Amar a alguien no significa darle poder sobre uno. Es compartir el amor y la vida. No creo que tú sepas cómo hacer eso, Marcus.

– Aprenderé. Igual que tú también tienes cosas que aprender.

– ¿Cómo qué? -replicó ella.

– Las personas que aman aprenden a solucionar sus desacuerdos y sus roces. No se rinden o salen corriendo cuando las cosas van mal -susurró él, acariciándole suavemente los labios-. Sé que tú no has tenido a nadie que te enseñe cosas sobre el matrimonio cuando eras niña, pero has visto a Wil y a Maeve. ¿Se pelean alguna vez?

– ¡Cientos de veces! Sin embargo, tú tampoco tuviste muy buenos modelos. ¿Y si no nos sale bien?

– Yo quiero tener lo que tienen tus amigas. Mi padre dejó que el orgullo arruinara su matrimonio y su vida entera. Te prometo que eso no me ocurrirá a mí -susurró, tomándole de nuevo la mano-. Tengo algo que darte. Es incluso más apropiado después de esta conversación.

Se levantó y fue por un sobre que había dejado al llegar encima de la mesa.

– Considéralo tu primer regalo de bodas.

Lentamente, ella aceptó el sobre y lo abrió.

– ¡Pero esto es la mitad de tus acciones de Colette! No puedes hacer esto.

– Claro que puedo. Ahora, tenemos un veintiséis por ciento, lo que significa que tendremos que trabajar juntos con Rose para tomar las decisiones adecuadas para esta empresa.

– Eso no es cierto. Rose me acaba de dar un doce por ciento de sus acciones como regalo de Navidad. También repartió el resto entre Lila, Jayne y Meredith… Este sobre que tú me das… ¡me convierte en la accionista mayoritaria de Colette! Deberías pensártelo bien.

Marcus se echó a reír. No podía evitar pensar los muchos problemas que aquellas acciones de Colette les habían causado a Sylvie y a él.

– Podrás echarme si quiere, pero, en vez de eso, espero que te cases conmigo. Quiero estar a tu lado el resto de nuestras vidas.

– Rose me dijo no eras hombre que aceptara un no por respuesta, así que supongo que es mejor que diga que sí.

– ¡Ya iba siendo hora! -exclamó él, gozoso. Entonces, se metió una mano en el bolsillo y sacó una caja de terciopelo que llevaba el logo de Colette-. Bueno, este es tu segundo regalo. Quiero colocártelo en el dedo antes de que te enfades de nuevo conmigo.

– Eso podría ocurrir, pero te prometo que nunca más huiré de ti. Tendremos que encontrar otro modo de solucionar nuestros problemas -prometió ella. Cuando abrió la caja, se quedó boquiabierta-. ¡Es de la colección Everlasting! Yo ayudé a diseñar esta promoción.

– Pensé que resultaba muy adecuado, ya que ha sido la empresa la que nos ha unido.

– Esto es un gesto tan especial… ¡Nunca hubiera esperado tener un anillo de compromiso de Colette!

– Pensé que, tal vez, podríamos querer cambiar el nombre de la empresa. Algo así como Grey & Colette.

Sylvie tenía los ojos llenos de lágrimas. Se arrojó entre los brazos de Marcus, que también sintió ganas de llorar. Había estado tan cerca de perderla…

– Te amo -susurró él, otra vez.

– Y yo también te amo a ti -musitó ella, para luego levantar la boca y pedirle un beso-. Solo hay un problema -añadió, segundos después.

– ¿Cuál?

– Creo que la empresa debería llamarse Colette & Grey…

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