Seis

– ¡Sylvie!

Marcus sintió más pánico de lo que había experimentado a lo largo de toda su vida. Fue corriendo al lugar donde Sylvie había caído sobre la resbaladiza acera. Al ver que ella estaba completamente inmóvil, sintió que el terror se apoderaba de él.

– ¡Llamen a una ambulancia! -gritó, mirando a un grupo de peatones que se habían vuelto cuando él había pasado corriendo a su lado.

Se arrodilló al lado de Sylvie y, tras quitarse la chaqueta, la cubrió con ella. Un fuerte sentimiento de culpa se apoderó de él. ¿Por qué había tenido que hablarle de aquella manera? Siempre se enorgullecía de no perder nunca el control. Sus empleados y rivales le habían apodado «nervios de acero», porque nunca mostraba ira ni frustración, aun cuando le salían las cosas mal.

Le tomó el pulso y notó que palpitaba. Su alivio duró poco. Cuando vio que un líquido oscuro manaba del lado que tenía sobre el suelo, sintió que le daba un vuelco el corazón. Al tocarlo, cálido y viscoso, supo que era la sangre de Sylvie.

Tuvo que contener el impulso de tomarla en brazos y llevarla a un lugar más cálido. Era mejor no moverla.

Le pareció que pasaban horas antes de que la ambulancia apareciera. Se puso de pie de un salto y movió los brazos para indicarles dónde estaban.

– ¡Está aquí! -gritó.

Cuando los enfermeros llegaron a su lado, les explicó cómo se había caído, que no la había movido y que ella no había recuperado la consciencia.

Mientras colocaban su cuerpo sobre una camilla, Marcus se dio cuenta de que le temblaban las manos. Alguien le volvió a colocar la chaqueta sobre los hombros. Entonces, un médico le preguntó:

– ¿Es usted su marido?

– No, pero…

«¿Qué soy yo? ¿El hombre que ha hecho que se caiga? ¿El que sabe que nunca será el mismo si le ocurre algo?»

– La llevamos a Mercy. ¿Tiene medios para llegar allí?

Marcus asintió. Fue a recoger su abrigo y sintió que el cerebro empezaba de nuevo a funcionarle. Cuando le llevaron su coche, sintió que una mano le tocaba el codo. Se volvió y comprobó que era su madre. Drew estaba tras ella.

– Sylvie se ha caído por el hielo -dijo-. Tengo que irme…

– Ya nos hemos enterado. ¿Quieres que vayamos contigo, hijo?

– No, pero te llamaré en cuanto sepa algo sobre su estado.

– Rezaré por ella.

– Gracias.

Tras darle una propina al aparcacoches, se metió en su vehículo y se marchó rápidamente. Mercy era el hospital más cercano. Era privado, bien equipado y con una buena reputación.

Al llegar a Urgencias, preguntó a la recepcionista por Sylvie.

– Le están haciendo unas radiografías. Siéntese.

Un médico saldrá para hablar con usted en cuando le sea posible.

– Gracias.

Tomó asiento en una incómoda silla de plástico y revivió una y otra vez el terrible momento en el que había visto cómo Sylvie se caía al suelo sin que él hubiera podido hacer nada para impedirlo. Pensó en lo quieta y callada que se había quedado. Había mostrado un aspecto tan desvalido y pequeño sobre aquella camilla. En realidad, era muy menuda, aunque tenía una personalidad tan vibrante que solía olvidar lo frágil que era. Al recordarlo, sintió que se le hacía un nudo en la garganta y hundió la cabeza entre las manos.

Casi una hora más tarde, un hombre con un uniforme azul y una mascarilla colgándole del cuello salió por la puerta. Marcus se puso inmediatamente de pie.

– ¿Cómo está Sylvie?

– Soy el doctor Calter. ¿Es usted el pariente más cercano a la señorita Bennett?.

– No tiene familia, pero yo soy todo lo cercano a ella que se puede ser. ¿Cómo está?

– Recobró la consciencia en la ambulancia y parece hablar coherentemente. Le hemos tenido que dar siete puntos a lo largo de la línea del pelo, pero no hay daño interno ni fractura de cráneo. Por supuesto, tendremos que vigilarla muy estrechamente. Si se produce algún cambio, tráigala inmediatamente. ¿Alguna pregunta?

– ¿Eso es todo? ¿No tiene más lesiones?

– No que podamos ver -respondió el hombre, con una sonrisa en los labios.

– ¿Puedo ir a verla?

– Todavía la están atendiendo, pero deberían terminar en breve. Haré que la enfermera venga a buscarlo cuando esté lista para marcharse.

Entonces, Marcus recordó lo que le había pedido su madre y la llamó para decirle que estaba bien. Cuando colgó el teléfono, recordó la amistad de Sylvie con Rose Carson. Sylvie no querría que Rose se preocupara porque no regresaba a casa, así que decidió llamar a la mujer. Justo cuando volvía a colgar el teléfono, oyó la voz de la enfermera.

– ¿Algún familiar de Sylvie Bennett?

Rápidamente siguió a la enfermera a través de los pasillos de urgencias. Cuando llegó a la sala en la que se encontraba Sylvie, se detuvo y respiró profundamente. ¿Qué le iba a decir? Una disculpa no era adecuada. Lentamente, soltó el aire y abrió la puerta. Aunque ella lo odiara, tenía que verla y saber que estaba bien.

Al ver lo oscura que estaba la habitación, se dio cuenta de que casi era medianoche. Una pequeña luz iluminaba débilmente el cabecero de la cama.

– ¿Sylvie? -preguntó Marcus, al llegar a su lado.

Ella tenía los ojos cerrados. Con mucho esfuerzo, logró abrir los párpados. Cuando lo miró, Marcus sintió un rechazo total. Como para enfatizar aquella sensación, Sylvie giró la cabeza hacia la pared.

– Vete.

– No puedo -susurró-. Siento mucho lo que he dicho. Estaba furioso y lo pagué contigo -añadió. Sylvie no respondió-. No tienes que perdonarme. Probablemente no me lo merezco, pero tienes que saber que ninguna otra mujer me ha hecho sentir del modo en que lo haces tú. Ninguna otra mujer me ha hecho mirarme a mí mismo y tratar de corregir mis faltas. ¿Hay alguien a quien quieras que llame?

Sylvie siguió sin responder. Marcus sintió que se le hacía un nudo en la garganta y tragó saliva para deshacerlo.

– Te van a dar el alta ahora. Voy a llevarte a tu casa.

No hubo reacción alguna. Entonces, cuando Marcus estaba empezando a creer que ya no tendría oportunidad alguna, ella se movió. A pesar de que seguía mirando la pared, le acercó lentamente una mano. Entonces, él extendió una de las suyas y entrelazó los dedos con los de ella. Después, al sentir que ella también correspondía a aquel gesto, cerró los ojos y dio gracias en silencio.


Sylvie se despertó temprano y, durante un momento, no supo dónde estaba, igual que le había pasado de niña, cuando había tratado tan desesperadamente de encajar en las casas a las que la llevaban. Se quedó muy quieta, observándolo todo antes de mover un músculo. Le dolía mucho la cabeza.

Miró a su alrededor. La habitación estaba decorada con un papel pintado color crema, con un delicado motivo de hojas de hiedra. Había dos enormes ventanales que, igual que la cama, estaban decoradas con el mismo dibujo de hiedra. En la mesilla de noche había un reloj que indicaba que eran las seis de la mañana.

La cama. Recordó que Marcus la había llevado allí la noche anterior. Entonces, comprendió que él debía de haberla llevado a su casa. Casi al mismo tiempo, se dio cuenta de que alguien le sujetaba firmemente la mano derecha. Volvió la cabeza ligeramente y vio a Marcus, sentado sobre una butaca que había acercado. Estaba inclinado sobre la cama y descansaba la cabeza sobre un brazo.

¿Habría estado allí toda la noche? Contempló su rostro, sus cejas oscuras y recordó sus palabras.

«Ninguna otra mujer me ha hecho sentir del modo en que tú lo haces». Poco a poco, empezó a recordar los acontecimientos de la noche anterior. Se había enfadado mucho con ella. Y Sylvie sabía por qué. Porque estaba empezando a entenderle.

El divorcio de sus padres le había debido traumatizar mucho. Sintió simpatía por él niño que Marcus había sido, ya que sabía lo vulnerable que se es a los siete años. Al enterarse de que su padre no había sido del todo sincero con él, le había hecho pensar que, tal vez, estaba persiguiendo un fin por las razones equivocadas. Se había construido un mundo en el que él siempre lo tenía todo bajo control, en el que nadie podía hacerle daño. Tal vez no quería admitir la verdadera razón para desmantelar Colette, pero, en un rincón de su mente, estaba seguramente el recuerdo del niño que se alegraría de que la empresa que había destruido a su padre dejara de existir.

Cuando había visto que podría estar equivocado, había perdido el control. Sylvie suspiró y miró hacia la ventana. En el breve tiempo que hacía que se conocían, habían tenido más desacuerdos y malentendidos que en todas las relaciones que ella había tenido. ¿Por qué no se olvidaba de él?

Al pesar en que Marcus podría marcharse, que podría no volverlo a ver, que no volvería a sentir sus fuertes brazos alrededor de su cuerpo ni sus labios sobre los suyos, sintió que el corazón le daba un vuelto.

Estaba enamorada de él.

Finalmente, había visto la verdad que había estado evitando. Adoraba la intensidad con la que perseguía sus fines, su sentido del humor, su inteligencia, su poderoso físico, el modo en que parecía saber lo que ella estaba pensando antes de que Sylvie lo dijera… Nunca se había sentido tan unida a otra persona en toda su vida. Daba miedo darse cuenta de que él la conociera tan bien, igual que ella a él, a pesar de sus diferentes puntos de vista sobre Colette.

Colette. Reconoció que su apego a la empresa no era más razonable que el deseo que él tenía por destruirla. Además, sabía que, si así ocurría, Marcus se ocuparía de los empleados. Indagando en su pasado, había descubierto que siempre había sido amable y generoso con los que tenía que despedir y que siempre les proporcionaba indemnizaciones justas y buenas referencias. Nunca actuaba a ciegas ni a la ligera. Sin embargo, lo importante de aquel asunto era que quería cerrar las puertas de la empresa que tanto le había dado, a parte de su primer empleo.

De repente, él abrió los ojos, lo que turbó enormemente a Sylvie.

– Buenos días -dijo.

– Días, sí. Lo de buenos, es discutible -replicó ella, con una sonrisa-. Siento haberme comportado de un modo tan estúpido anoche. Lamento haberte causado tantas inconveniencias.

– ¿Quién te ha dicho que me estás molestando? Sería mucho más exacto decir que estaba muy preocupado por ti. Me sentí tan impotente cuando te vi caer -susurró él, cerrando los ojos durante un momento-. No pude llegar a tu lado a tiempo…

– Marcus, no fue culpa tuya -le aseguró ella, soltando la mano que él tenía presa para acariciarle suavemente el rostro.

– Lo sé -respondió él, girándosela para darle un dulce beso sobre la palma-, pero saber que yo fui la razón por la que saliste corriendo no me hace sentirme muy bien. Debería haberte detenido.

– ¿Cómo? Yo no estaba dispuesta a escuchar razones. Si no me hubiera resbalado, me habría marchado antes de que pudieras detenerme.

– Ninguno de los dos nos portamos de un modo muy razonable -musitó él, besándole de nuevo la mano, para luego atraparla bajo la suya-. Lo único que importa ahora es que descanses y te pongas bien.

– ¿Estoy en tu casa?

– Sí. Creí que sería mejor si te quedaras aquí durante unos días, hasta que te recuperes.

– ¿Cómo? No me puedo quedar aquí.

– Tú no te puedes cuidar sola. Además, no puedes moverte durante las próximas veinticuatro horas. Debes volver al médico el miércoles. -Hasta entonces, no puedes estar sola.

– Tengo que irme a mi casa. Estaré bien.

Sylvie no estaba a dispuesta a vivir con él, ni aunque solo fuera durante una hora. Le resultaría muy fácil depender de él para ser feliz. Había estado muy bien sola hasta entonces y se negaba a que eso cambiara solo porque había cometido la torpeza de enamorarse de un hombre completamente inadecuado.

– Pareces olvidar que he vivido sola muchos años.

– No me importa. No pienso dejarte sola -afirmó, mientras se ponía de pie-. Volveré con tu desayuno dentro de unos minutos. No te levantes sin mi ayuda.

Regresó a los treinta minutos. Se había duchado y afeitado y tenía entre las manos una bandeja de desayuno.

Tras dejarla sobre una mesita, la rodeó con sus brazos para incorporarla.

– Déjame ayudarte, Sylvie. No me lo impidas.

Ella quiso protestar, pero el simple hecho de sentarse en la cama le provocó un fuerte mareo.

Entonces, se quedó atónita al comprobar que solo llevaba su ropa interior y una camisa de hombre.

– ¿Dónde está mi ropa? -preguntó-. ¿Y por qué llevo puesto esto?

– Fue lo único que se me ocurrió que no tendría que meterte por la cabeza. Afortunadamente, tenía una camisa extra en él coche y te la puse en el hospital o de otra forma habrías tenido que marcharte de allí con uno de sus camisones.

Sylvie lo miró fijamente y comprendió que su vestido se había estropeado completamente, si no por la caída, por la sangre.

– Estupendo.

– Luego te traeré algunas de tus cosas.

– Luego me puedes llevar a mi casa.

Marcus no respondió, lo que ella interpretó como una aceptación. A continuación, acercó la bandeja con el desayuno y se la colocó encima del regazo.

– ¿Lo has preparado tú solo?

– Tengo un ama de llaves. Lo ha hecho ella -respondió Marcus, mientras untaba los bollitos con mantequilla y mermelada, le cortaba el beicon y le servía el café. Sylvie se quedó agotada con solo verlo-. Ha llamado mi madre. Estaba muy preocupada por ti.

– ¿Se lo has dicho a tu madre?

– No tuve que decirle nada. Estaban presentes cuando la ambulancia te llevó al hospital.

– ¡Dios santo! ¿Qué va a pensar de mí? -exclamó Sylvie. Seguramente, la elegante dama no aprobaría que hubiera tenido una pelea en público con su hijo. Sin embargo, Marcus pareció quedarse algo perplejo.

– Anoche estuvo rezando por ti. Supongo que era en eso principalmente en lo que estuvo pensando.

– No… Tu madre es una dama tan refinada… La buena cuna le rezuma por los poros de la piel. Seguramente no aprueba que me haya enfrentado a ti de esa manera.

– Deja de preocuparte -le ordenó él, entre risas-. No creo que ella conozca nuestro… desacuerdo. Solo sabe que te caíste.

– Menos mal.

– Además, le causaste muy buena impresión. Me dijo que no parecías el tipo de mujer que me iba a permitir salirme siempre con la mía.

– Pero si casi no hablamos. ¿Cómo pudo ella llegar a esa conclusión?

– Probablemente no fue por tu mansa y dulce actitud.

– Ten cuidado, Marcus -replicó Sylvie, entornando los ojos. Entonces, ambos sonrieron-. Mira, te agradezco mucho lo que has hecho por mí, pero no puedo quedarme aquí. Rose se preocupa mucho si llego tarde. Probablemente está muy nerviosa si se ha dado cuenta de que no regresé anoche.

– Yo la llamé.

– ¿Que la llamaste?

– Sí, bueno, pensé que se preocuparía por ti. Iba a llamar a una tal Meredith -respondió él, sonrojándose vivamente. Entonces, de repente, se puso de pie y se dirigió a la puerta.

– Marcus… Ha sido muy amable de tu parte. Gracias.

– De nada -respondió él.

Sin embargo, la atención de Sylvie se vio distraída cuando la puerta se abrió lentamente a espaldas de Marcus. Parecía que una mano invisible la estaba guiando. Él debió notar la alarma que había en sus ojos porque se dio la vuelta rápidamente. Entonces, se echó a reír.

– De acuerdo, cotilla. Ven a conocer a la señorita.

¿Con quién estaba hablando? En aquel momento, Sylvie contempló, atónita, como un enorme gato blanco entraba en la sala, agitando la cola como si fuera una enorme pluma, y se frotaba contra las piernas de Marcus… Ella nunca había tenido mascotas. Solo había tenido contacto con el gato de la hermana de Jayne, pero la experiencia no había sido muy satisfactoria.

Nunca se le hubiera ocurrido que a Marcus le gustaran los gatos. ¿No se suponía que los hombres preferían a los perros? Al ver cómo él, tan masculino, tomaba al felino suavemente entre sus brazos, como si fuera un bebé, se dio cuenta de que aquella era una nueva faceta de la personalidad del hombre que ella había etiquetado como tiburón de los negocios.

Entonces, recordó cómo había tomado en brazos a la hija de Jim. Aquel día, casi se había deshecho al verlo. «No», se dijo. Estaba empezando a imaginárselo cómo sería como padre…


Era casi mediodía cuando llegaron delante del número 20 de Amber Court. Antes de salir, la había dejado descansando, con el gato ronroneando a su lado como un motor, mientras iba a llamar por teléfono a una boutique cercana y encargaba un pijama y una bata que ella se pudiera poner para ir a casa. Tras hacerle prometer que no se movería de la cama, había ido él mismo a buscarlos.

Cuando detuvo el coche, Marcus se bajó del mismo y le abrió la puerta. Entonces, se inclinó sobre ella para tomarla en brazos.

– De verdad, Marcus, puedo andar.

Había dicho lo mismo cuando él la había transportado desde la cama hasta él vehículo y la respuesta que le había dado había sido la misma.

– Tal vez, pero no vas a hacerlo.

En cuanto entraron en el edificio, Rose Carson se asomó inmediatamente.

– ¡Sylvie! ¿Cómo te encuentras? ¡Llevo muy preocupada desde que Marcus me llamó anoche!

– Sylvie está bien, señora Carson. Bueno, casi bien, pero yo la voy a cuidar.

– Sí, y la pequeña Sylvie puede hablar por sí misma -protestó la joven. Entonces, reforzó su enojo dándole un tirón de pelo.

– Esa es mi Sylvie -comentó Rose, con una sonrisa en los labios-. Supongo que eso significa que no tuviste una caída demasiado mala. Bueno, tomemos el ascensor -añadió, señalando una discreta puerta-. Bueno, cuéntame cómo ocurrió.

– Salimos a cenar -dijo Sylvie, mientras entraban en el ascensor-. Entonces, cuando salíamos del restaurante, pisé un poco de hielo y me golpeé la cabeza.

Marcus la miró. Comprendía que no hubiera querido decir toda la verdad. Seguramente no querría que todo el mundo supiera que se habían estado peleando.

– Menos mal que no fue peor. Os aseguro que, todos los años, alguien de mi club de bridge se cae y se rompe un brazo o una cadera. El hielo es muy traicionero.

Tras salir del ascensor, entraron en el apartamento de Sylvie. Rose abrió la puerta del dormitorio y apartó la colcha de la cama, para que Marcus pudiera acostarla.

– Bueno, dejaré que Marcus te instale -le dijo Rose-, pero, si necesitas algo, solo tienes que llamarme. Les diré a Jayne, Lila y Meredith que estás en casa. Estoy segura de que querrán venir a verte.

Sylvie extendió una mano y agarró a Rose con fuerza.

– Gracias… -susurró, abrazándose a ella-. Te agradezco mucho… Gracias por… Siento mucho que estuvieras preocupada.

Marcus se sorprendió al ver que tenía lágrimas en los ojos. Al ver cómo la abrazaba la mujer, se dio cuenta de que eran mucho más que vecinas. Sospechó que, teniendo en cuenta el tiempo que hacía que Sylvie conocía a Rose, ésta casi era una madre adoptiva para ella, pero se preguntó si Sylvie comprendía lo mucho que Rose se preocupaba por ella.

Cuando Rose salió del dormitorio, Marcus la siguió.

– ¿Puedo hablar un momento contigo, Rose?

Tras cerrar la puerta, la mujer lo siguió hasta el recibidor.

– Sylvie no sabe que tú tienes acciones de Colette, ¿verdad?

– No.

– ¿Cuántas tienes?

– El cuarenta y ocho por ciento que tú no pudiste comprar.

– ¡Vaya! -exclamó él. Había creído que solo tenía unas cuantas acciones-. Creía que los miembros de la familia Colette eran los dueños de esas acciones. ¿Cómo las conseguiste?

– Prométeme que lo que voy a decirte será un secreto entre tú y yo. No quiero decírselo a nadie más.

– De acuerdo.

– Carl Colette era mi padre. Mi nombre completo es Teresa Rose Colette Carson. No hay más miembros de la familia.

– Ah…

– Marcus, sé lo que debes de sentir sobre Colette después de que tu padre perdiera su negocio de ese modo, pero, por favor, si haces esto por venganza, castígame a mí. Cambia el nombre de la empresa si quieres, pero no hagas que todos esos leales empleados paguen por un triste malentendido que ocurrió hace más de veinticinco años.

– Rose, te aseguro que no quiero hacer que los empleados paguen por nada -le aseguró Marcus, muy triste al ver que otra persona había hecho caso de los rumores. Entonces, algo le llamó la atención-. ¿No te importaría si cambio el nombre de la empresa? Después de todo, lleva el apellido de tu familia.

– Mi padre estaba tan obsesionado con ese nombre, con controlar todos los diseños, todos los productos que llevaban el nombre de Colette que fue destruyendo poco a poco mi familia. Yo me marché de Youngsville hace más de treinta años con el hombre que amaba, un hombre al que mis padres no aprobaban. Mi padre no me volvió a hablar nunca. No. Créeme si te digo que el nombre de Colette no ocupa ningún lugar especial en mi corazón.

– Lo siento. Por cierto, si tu padre te desheredó, ¿cómo es que tienes todas las acciones en tu poder?

– Antes de morir, mi padre vendió parte de las acciones, ya que daba por sentado que no habría heredero. Cuando murió, mi madre me suplicó que regresara y me hiciera cargo de todo. Como si yo hubiera querido hacerlo… Sin embargo, no me pude negar del todo, así que le dije que conservaría las acciones. Cuando tú llegaste y compraste todas la demás, yo seguía teniendo las suficientes para que no hubiera peligro alguno de que nadie del consejo pudiera tomar ninguna decisión.

– Entonces, regresaste aquí… y conociste a Sylvie.

– Sí. Desde el principio, me pareció una niña muy especial. Tan alegre, tan viva, tan inteligente… y esforzándose todo lo que podía para ocultar aquellas cualidades bajo un mal comportamiento.

– Tuvo mucha suerte de encontrarse contigo.

– Y yo también. Sylvie nunca hace nada a medias. Una vez que le abre a alguien las puertas de su corazón, esa persona se queda allí para siempre. Ha hecho buenos amigos entre sus compañeros de trabajo.

– Sylvie es muy especial…

Con aquellas palabras, Marcus volvió junto a la joven. Sé había vuelto a quedar dormida. La arropó bien. Al ver la fragilidad de su rostro, sintió una ternura que no había experimentado nunca antes. Recordó las palabras de Rose. «Una vez que le abre a alguien las puertas de su corazón, esa persona se queda allí para siempre». ¿Le habría dejado Sylvie que entrara en su corazón? Pensó que, seguramente, así había sido y, entonces, sintió un placer tan fuerte como las ganas de salir huyendo tan rápidamente como pudiera.

Lentamente, salió del dormitorio y se sentó en el salón. Aquello no era bueno. Estaba llegándole al corazón de un modo en que no lo había hecho ninguna otra mujer. Le había ido bien hasta entonces, sin sentir las emociones que habían separado a sus padres. Después del desastre de las esmeraldas falsas, Frank Grey había caído en una profunda depresión y había llegado a la conclusión de que no era lo suficientemente bueno para Isadora. Todavía podría escuchar las súplicas de su madre, pidiéndole que se quedara, pero la autoestima de su padre le había impedido quedarse. Años después, había muerto y, con él, se había llevado la esperanza que su madre había guardado durante años de que pudieran volver a estar juntos algún día.

Estaría mucho mejor sin aquella clase de emociones en su vida. No tenía intención de convertirse en el felpudo de nadie ni de amar a una mujer que tendría el poder de destruirle si se marchaba. Su madre había tardado más de diez años en recuperarse de la destrucción de su matrimonio.

Se puso de pie. No necesitaba a Sylvie en su vida, por mucho que le gustara su compañía. Sí, efectivamente, la deseaba con todo su corazón y había sentido el deseo de protegerla tras el accidente, lo que le hubiera ocurrido por cualquier mujer en circunstancias similares. Eso era todo. Para que ella no se hiciera una idea equivocada, era mejor que tuviera cuidado sobre el tiempo que pasaba a su lado en el futuro. No sería bueno que creyera que podría haber algo duradero entre ellos. Podrían tener una apasionada aventura que le sacara de aquella obsesión que sentía por ella. Luego, volvería a su vida normal.

Sin embargo, evitó con mucho cuidado mirarse en el pequeño espejo del recibidor antes de cerrar la puerta para marcharse.

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