CAPÍTULO 10

– No ha sido de gran ayuda, ¿verdad? -observó Rountree.

Clay se encogió de hombros.

– Bueno, si realmente tenía tendencias suicidas y él no lo sabía, no dice mucho a su favor como profesional.

– ¡Tonterías! -exclamó Rountree con desprecio-. Su estado mental pudo haber cambiado una barbaridad desde que volvió a casa. Eso es lo que tenemos que averiguar: qué ha estado pasando aquí, y si ello podría haberla llevado a suicidarse.

Michael Satisky, enviado por Shepherd, se detuvo en el umbral de la puerta y repitió, olvidando por un momento sus nervios:

– ¿Suicidarse? ¿Eso es lo que ha ocurrido? ¿Están seguros?

– Siéntese, por favor -dijo Rountree-. Y no empiece a sacar conclusiones precipitadas. Seguro que usted sabe más cosas que nosotros. ¿A usted qué le parece? ¿Se suicidó o no?

– ¿Yo… yo cómo voy a saberlo? -tartamudeó Satisky.

El sheriff, con su forma de hablar pausada y afable, le hacía sentir incómodo. Le recordaba a los corpulentos atletas del instituto que, con su seguridad aplastante, le habían hecho la vida imposible durante la adolescencia. Se sentía acosado, lo cual no hacía sino ponerle más tenso.

– Bueno, puesto que iba a casarse con ella, hemos pensado que tal vez tendría algo más que decirnos sobre su estado mental -dijo Rountree con gran sarcasmo.

Satisky se sobresaltó.

– Bueno, estaba alterada por algo -admitió-, pero no se qué era. No tenía nada que ver con nuestro compromiso, porque ella no sabía…

– ¿Qué es lo que no sabía? -se impacientó Rountree.

– Bueno… nada. Si no lo sabía, no debía de ser muy importante, ¿no?

– Creo que me interesa oírlo -dijo Rountree-. Se sorprendería de lo que sabe la gente. Y a veces se enteran de la manera más increíble, como escuchando detrás de una puerta o utilizando cualquier otro truco.

Satisky se sonrojó al recordar cómo había comenzado la entrevista. Rountree fingió no darse cuenta de que Michael había captado la indirecta y continuó:

– De todas formas nunca se sabe lo que es realmente importante, así que será mejor que nos lo cuente todo.

– No es nada, de verdad -insistió Satisky-. Es que… bueno… me estaba poniendo nervioso, por la boda y todo eso… Es difícil hablar de estas cosas con la policía…

Rountree dio un bufido.

– ¿Esto le parece difícil? Pues imagínese si le llega a decir a la novia que había cambiado de opinión.

– Bueno, es que aún no había tomado ninguna decisión…

«Demasiado cobarde para dar la cara», parecía sugerir la mirada de Rountree. Pero tan sólo preguntó:

– ¿Está seguro de que Eileen Chandler no se lo imaginaba? Satisky vaciló.

– Bueno… anoche se lo mencioné a su prima.

– ¿Y quién es su prima?

– Elizabeth MacPherson.

– Ah, esa chica tan mona con el pelo oscuro. ¡Ya veo, ya! -Rountree le lanzó una sonrisa de complicidad.

– No, las cosas no van por ahí. Únicamente le comenté que sentía ciertos temores, pero no me insinué ni nada por el estilo.

– Habla como un libro, ¿verdad? -dijo Rountree alegremente mirando a su ayudante.

Clay asintió con la cabeza. Sabía por experiencia que Rountree obtenía muy buenos resultados haciendo el payaso, pero no estaba de humor para reírle las gracias. Así pues, se limitó a seguirle la corriente.

– De modo que mantuvo una pequeña conversación confidencial con la «prima Elizabeth» aquí mismo, en casa de su prometida. ¿Cierto?

– Em… sí -repuso Satisky con tristeza.

– ¿Y no cree que alguien podría haberle oído?

– ¡No, seguro que no! Bueno, al menos nadie lo ha mencionado. -Rountree y Taylor intercambiaron miradas exasperadas-. Y en cualquier caso -prosiguió Satisky con voz estridente-, ¡no creo que eso tenga nada que ver! ¡Ni que se haya suicidado! Creo que la han matado por dinero. ¿Saben lo del testamento? ¡Bueno, pues investiguen por ahí! Si quieren mi opinión, ¡estoy convencido de que la han asesinado!


– Sí, firmé como testigo -les contó Elizabeth unos minutos más tarde-. Vino el abogado para hablarle de la herencia y Eileen le pidió que redactara un testamento. Pero ella ya tenía uno escrito a mano y él nos dijo que era legal, aunque no le hizo ninguna gracia.

– Un testamento -reflexionó Rountree-. ¿Tenía mucho que dejar? -Se preguntó lo que los Chandler considerarían «mucho».

Elizabeth le explicó las condiciones del testamento de la tía abuela Augusta, esto es, que legaba su fortuna al primero de los primos que contrajera matrimonio.

– Pero creo que Eileen se lo ha dejado todo a Michael.

– Bueno, si lo he entendido bien -dijo Rountree con voz pausada-, me parece que en ese sentido no ha conseguido gran cosa, puesto que sólo recibiría la herencia una vez casada, cosa que no ha llegado a suceder. De modo que no tenía nada que dejar, ¿no?

Elizabeth se lo quedó mirando y respondió, pensativa:

– No se me había ocurrido.

– Así que hay una herencia a disposición de cualquiera. Esto se pone cada vez más interesante. ¿Hay alguien más comprometido? ¿Usted, por ejemplo?

– No, yo no.

– ¿Y los demás?

– Que yo sepa no. Mi primo Alban estuvo a punto de casarse hace unos cuatro años, pero su novia lo dejó y no la ha vuelto a ver desde entonces. No he oído que Charles o Geoffrey estén interesados en nadie, y mi hermano… bueno, ni siquiera está aquí. O sea que no, no creo que ninguno de nosotros esté pensando en casarse.

– Seguro que ahora empezarán a considerarlo.

Al ver que Elizabeth no contestaba, Rountree atacó por otro lado.

– Señorita MacPherson, necesitamos hacernos una idea del estado mental de su prima. Le agradecería que me dijera cuándo la vio por última vez.

– Em… anoche, después de cenar. Subí a su habitación a ver cómo se encontraba.

– ¿Estaba preocupada por ella por alguna razón?

Elizabeth le contó cómo había reaccionado Eileen al ver al doctor Shepherd.

– ¿No quería que estuviese aquí? -preguntó Rountree.

– Se ve que no. Pero no tiene sentido, porque ella misma lo invitó.

– ¿Cómo lo sabe?

– Bueno, me lo dijo él. El doctor Shepherd.

Rountree miró a Clay Taylor, que seguía tomando notas frenéticamente.

– De modo que después de la cena fue a ver si la señorita Chandler se encontraba mejor.

– Sí. Estuvimos hablando un rato y me dijo que estaba muy nerviosa por la boda…

– ¿Por qué cree que lo estaba?

Elizabeth suspiró.

– Probablemente porque mi tía Amanda estaba consiguiendo que esto se convirtiera en una especie de circo de tres pistas, y la pobre Eileen se sentía como una atracción de feria. Yo también me habría puesto nerviosa.

– Es posible. ¿Se le ocurre alguna otra razón?

– Bueno, pensé que igual estaba agotada porque quería terminar el cuadro. Se pasaba todo el día pintando.

– ¿Y por qué se puso a pintar en un momento como éste? Y además ¿qué estaba pintando?

– Era el regalo de boda de Michael, así que no se lo enseñaba a nadie. Pero creemos que era una panorámica del lago, porque siempre se iba a pintar allí.

– ¿Le dio la impresión de que la señorita Chandler estaba deprimida cuando habló con ella anoche?

Elizabeth reflexionó antes de contestar.

– No, si se refiere a que tuviera tendencias suicidas. Creo que estaba impaciente por que terminara todo esto, pero le hacía mucha ilusión casarse con Michael.

– Michael -repitió Rountree-. Hablemos un poco del novio. Tengo entendido que mantuvo una conversación muy interesante con él. ¿Qué le dijo?

Elizabeth parecía exasperada.

– Supongo que ya se lo habrá contado él mismo; si no no me lo preguntaría. Me confesó que no estaba muy seguro de querer casarse. Creo que le aterrorizaba sentirse así, pero también tenía mucho miedo de hacer daño a mi prima.

– ¿Le contó a ella cómo se sentía?

– Creo que no, al menos él no tenía intención de hacerlo.

– Entonces, ¿por qué se lo dijo a usted?

Elizabeth reflexionó unos instantes.

– Creo que porque yo también era una extraña en esta casa. A lo mejor pensó que yo lo entendería.

– ¿Y oyó alguien más esa conversación?

– No, que yo sepa no.

– Pero si por alguna casualidad la novia hubiese bajado y les hubiese oído, le habría afectado mucho, ¿no cree?

– Supongo que sí. Le dije que cambiásemos de tema, porque la verdad es que me estaba poniendo nerviosa.

– ¿Qué la ponía nerviosa exactamente? ¿Que estuviese tonteando con usted? -preguntó Rountree con total naturalidad.

– ¡Por supuesto que no! -espetó Elizabeth-. ¡A mí él no me gusta!

– ¿Ni siquiera con todo ese dinero en juego?


– Bueno, Clay, ¿qué opinas? -preguntó Rountree cuando se quedaron solos-. ¿Suicidio, accidente… u otra cosa?

Clay Taylor sacudió la cabeza.

– Es imposible saberlo-repuso hojeando sus notas-. Esta vez creeré cualquier cosa que nos diga el laboratorio. Hay pruebas para casi todo. En lo que respecta a un posible suicidio, iba al psiquiatra y a su novio le habría gustado dejarla. También pudo ser un asesinato porque era una heredera, o al menos lo habría sido. Y en cuanto a un accidente, bueno, la verdad es que ocurren, incluso a personas cuya muerte puede beneficiar a alguien. En esta ocasión no me apostaría ni una Coca-Cola, Wes.

– Bueno, pues yo sí -replicó Rountree-. Yo me apostaría una caja entera de Coca-Cola a que se trata de un homicidio, porque a un montón de personas les viene de maravilla que haya muerto y no he visto a nadie realmente afectado por su pérdida. ¿Y tú?

– Bueno… -balbuceó su ayudante sin saber qué responder-. ¿Su madre tal vez?

– Clay, ni siquiera la hemos visto todavía. Y cuando la interroguemos, fíjate bien en ella y dime si se comporta como una madre destrozada por la muerte de su hija, o como una ricachona enfurecida porque le han quitado algo que le pertenecía.

– Sigo pensando que podría haberse suicidado. Aún no hemos hablado con todos, y no hemos encontrado a nadie que la viera esta mañana.

– Al menos nadie que lo admita. Ése es tu problema, Clay, siempre te lo crees todo.

– ¿Y tú qué opinas, Wes?

– Que necesito más información para seguir adelante -respondió Rountree con una amplia sonrisa-. Y que me voy a tomar una hamburguesa con queso en el Brerlner's mientras esperamos el informe del laboratorio. Vamos a decirles que volveremos mañana, en cuanto sepamos algo definitivo.


Robert Chandler cerró la puerta del dormitorio de su esposa y bajó a la biblioteca. El capitán y Charles estaban sentados a una mesa con aire abatido moviendo pequeños ejércitos y flotas por un mapa del hemisferio oriental.

El abuelo levantó la vista del tablero y preguntó:

– ¿Cómo está, Robert?

– Dormida, por fin. No quiero que nadie la moleste.

– No te preocupes. El sheriff Rountree se acaba de marchar. Dice que volverán mañana por la mañana, seguramente con el informe del forense. Supongo que querrán hablar con nosotros, y con Amanda también.

– ¿Dónde están Geoffrey y Elizabeth?

– En la cocina, preparando unos bocadillos -respondió Charles.

– ¿Y los demás… huéspedes?

– Cada uno en su habitación, creo -dijo el capitán-. Parecen un poco desconcertados. Yo por lo menos me alegro de que no estén aquí.

– ¿Tú qué opinas, papá? -preguntó Charles.

– No lo sé, Charles. Quiero creer que ha sido un accidente, pero no entiendo qué estaba haciendo en ese bote.

– A lo mejor quería otra perspectiva del lago, para el cuadro -sugirió Charles.

– ¡El cuadro! Ése es otro problema. No paro de preguntarme qué habrá pasado con él.

– Yo también -dijo el abuelo en voz baja-. Yo también.

– Charles, ¿viste el cuadro por casualidad cuando bajaste a buscarla para la cena?

– No, papá. No fui yo. Fue Alban. Tendrás que preguntárselo a él, pero dudo que lo viera. Eileen no quería que lo viésemos ninguno. Ya sabes lo reservada que era.

– Como siempre pintaba en el mismo sitio -reflexionó el doctor Chandler-, debía de ser una panorámica del lago. Pero ¿por qué habrá desaparecido el cuadro?

– ¿Qué importancia tiene? -preguntó Charles-. Si de verdad pintó el lago, no tiene sentido que alguien lo haya robado. Cualquiera podría mirar el lago y ver lo mismo que Eileen.

En esto sonó el teléfono y el doctor Chandler fue corriendo a cogerlo.

Charles y el capitán volvieron a concentrarse en el juego.

– Flota: San Petersburgo a Noruega -murmuró Charles-. ¿Ya has hablado con Alban y tía Louisa?

– He ido antes pero todavía no habían llegado -respondió el abuelo.

Charles se levantó y miró a través de las cortinas.

– Veo luz en las ventanas. Ya deben de estar en casa. -Se volvió a sentar y examinó el tablero-. Sabes, me parece extraño que aún no lo sepan. Es como si Eileen todavía estuviese viva en su mente. Creo que Hegel trata ese concepto…

– Bueno, que se lo diga Elizabeth, o Geoffrey -repuso el abuelo-. No me apetece recordar lo sucedido contándoselo. Eileen era una chica muy dulce, pero ¡tenía tantos problemas! Era imposible acercarse a ella. Cuando le preguntabas algo, se ponía nerviosísima, como si invadieras su espacio privado. Supongo que tendríamos que haber insistido, tendríamos que habernos metido en su vida. A lo mejor las cosas habrían cambiado. En esta familia se le da una condenada importancia a mantener la paz y la tranquilidad.

– ¿Cómo dices? -se sorprendió Charles.

– ¿Qué hay de malo en armar un poco de follón? ¡Una buena tormenta despeja el ambiente, maldita sea!

– Em… te toca a ti, abuelo.

– Anda, déjalo ya. No me apetece seguir jugando.

Charles se puso en pie.

– Bueno, entonces, con tu permiso, me voy arriba a leer un poco.

– Como quieras. -El abuelo le despidió con un ademán impaciente-. Ya guardo yo todo esto.

Cuando aún no había terminado de colocar los cubos de madera en sus respectivos compartimientos, el doctor Chandler regresó y cerró la puerta.

– Era Wesley Rountree -dijo-. Ya tiene los resultados del laboratorio. -Se dejó caer pesadamente en el sofá.

– Ha sido un asesinato ¿verdad? -preguntó el abuelo.

– Sí, un asesinato.


Wesley Rountree enrolló su servilleta y la arrojó a la papelera que había junto al escritorio de Clay.

– ¡Canasta! ¿Sabes? Si sigo cenando hamburguesas en el Brenner's, Mitch Cambridge tendrá que hacerme una autopsia bien pronto.

Clay Taylor sostuvo en el aire los dos dedos índice con los que escribía a máquina y dijo:

– Yo de ti, Wes, me preocuparía más por esas bebidas bajas en calorías que tomas. Vete tú a saber lo que llevan esos edulcorantes artificiales.

– Nadie vive eternamente, Clay. A veces pienso que tengo suerte de haber vivido tanto. Mi madre siempre me presionaba para que dejara la patrulla de autopistas porque temía que me matase en una persecución por carretera, y ahora vas tú y pretendes que deje las bebidas light. -Sacudió la cabeza y agregó-: Hoy en día nada es seguro.

– Ni siquiera casarse -dijo Clay.

– Dios mío, ¿quién te ha dicho alguna vez que lo fuese? ¡Ah! ¿Lo dices por la hija de los Chandler?

– ¿Cambridge está seguro de los resultados?

– Ya conoces a Mitch. Si no lo estuviera, no le sacaríamos una sola palabra ni aunque le amenazáramos con un garrote. En la encuesta judicial, declarará que la causa oficial de la muerte fue la mordedura de una serpiente venenosa…

– ¿De una mocasín acuática?

– Sí, que la mordió cuatro veces, en el cuello y en la espalda. Mitch cree que se cayó encima de la serpiente, en el bote.

– ¿Y no fue un accidente?

– No, porque también tiene un hematoma subdural, que es como llama Mitch a un morado en la parte posterior de la cabeza. El cráneo está fracturado debido a un fuerte golpe en el… -consultó una hoja de papel que había encima de la mesa- hueso occipital.

– Así que alguien la golpeó en la cabeza y la dejó tirada en la barca.

– Sí, más o menos, Clay.

Sin levantarse de la silla giratoria, Rountree se acercó a su mesa y comenzó a revolver un montón de papeles. Utilizaba lo que Clay solía llamar un sistema de clasificación arqueológico: los documentos que estaban más arriba eran los más recientes. Aunque, después de un buen rato, casi siempre encontraba lo que buscaba. Los papeles realmente importantes, como los mandamientos judiciales, los guardaba bajo un pisapapeles de bronce en forma de esfinge. Rountree había heredado la mesa del anterior sheriff, Miller, que ocupó ese puesto durante treinta años. «No pienso cambiar nada, excepto el calendario», declaró Rountree al hacerse con el despacho. Ello le daba una sensación de continuidad con el pasado, como si en cierto modo Nelse Miller todavía estuviese por allí, apoyándole.

– ¿Has mirado el correo de hoy? -preguntó Rountree.

– Doris siempre lo deja sobre tu mesa -repuso Clay sin dejar de teclear.

– Me lo temía -suspiró Rountree.

Rebuscó en otro montón de papeles y sacó un pequeño fajo de cartas Hadas con una goma roja.

– Debe de ser esto -murmuró, ojeándolas-. Las rebajas de la ferretería, la factura de la luz, algo de la universidad… -Abrió el sobre amarillo y le echó un rápido vistazo-. Ya están mandando publicidad para los cursos de otoño.

– Sí, yo también la he recibido -dijo Clay-. Debo de figurar en la lista de envío desde que hice el curso de submarinismo.

– ¿Y no te apetecería matricularte en otro? Aquí hay uno que le vendría de maravilla a un ayudante de sheriff.

– Ah, ¿el de judo? Ya lo había pensado.

– No, ése no -replicó Rountree deslizando el dedo por la página-. Me refiero a éste: taquigrafía para principiantes. -Taylor, ofendido, levantó la vista de la máquina de escribir-. Venga, tienes que reconocerlo. Te pasas más tiempo tomando notas que peleando.

– Eso no quiere decir que me guste -dijo Clay.

– Pero te sería muy útil. ¿Qué estás escribiendo ahora?

– Las notas del caso Chandler. He pensado que te gustaría verlas.

– Tienes toda la razón. No estoy acostumbrado a este tipo de gente y estoy totalmente desconcertado. Piensa en los casos que tenemos normalmente. Cuando Vanee Wainwright se emborracha y empieza a armar follón, ¿adónde va?

– A la caravana de su ex mujer -replicó Clay al instante.

– Exacto. Y cuando desaparece del instituto la estatua del pionero, ¿adónde vamos a buscarla?

– Al instituto de Milton's Forge.

– Exacto. ¿Te acuerdas de cuando la encontramos en el campo de rugby? Pero este caso es absolutamente excepcional.

– Sí, creo que nos llevará algún tiempo.

– Esto me recuerda -dijo Wesley cogiendo el teléfono y la guía que guardaba debajo del mismo, para tenerla a mano- que mañana tú y yo estaremos fuera todo el día, así que voy a llamar a Doris para que venga al despacho.

– ¿Un sábado? -exclamó Clay con un silbido-. No te acerques demasiado el auricular al oído.

– Y de paso voy a llamar a Hill-Bear [2] Melkerson -añadió Rountree sin escucharle-, para que salga a patrullar con el coche mientras tú y yo investigamos el caso. -Empezó a marcar el número-. Hola, me gustaría hablar con Hill-Bear. Soy el sheriff Rountree.

Cuando la gente oía semejante nombre, esperaba encontrarse con un indio americano. Sin embargo, Hill-Bear era un anglosajón achaparrado y fornido que había adoptado ese apodo en la clase de francés del instituto de Chandler Grove. Hasta entonces se le conocía como Hilbert, nombre que debió de soportar durante diecisiete años, aguantando las bromitas de sus compañeros de clase. Pero todo cambió cuando comenzó a estudiar francés. El primer día de clase, la profesora asignó a cada uno de sus alumnos nombres franceses: John se convirtió en Jean, y Mary en Marie. Cuando le llegó el turno a Hilbert, la maestra le dijo que al tratarse de un nombre francés, lo único que cambiaría sería la pronunciación: «Hill-Bear». A Hilbert Melkerson le gustó tanto cómo sonaba este nuevo apodo que insistió en que lo llamaran así en adelante. Para entonces ya era un delantero del equipo de fútbol universitario de ciento cinco kilos de peso, de modo que se salió con la suya fácilmente, convirtiéndose en Hill-Bear.

– Hill-Bear, ¿eres tú? -Rountree se sujetó el teléfono con el hombro para poder tomar notas en un bloc-. Yo estoy bien, ¿y tú? Me alegro. Oye, Hill-Bear, te necesitamos para mañana, si eso no altera demasiado tus planes. Bueno, sólo que patrulles un poco las calles. Doris se quedará de guardia aquí en la oficina. No, no voy a tomarme el día libre. ¿Que si me voy a pescar? Ojalá. No, ha sucedido algo bastante grave en la mansión de los Chandler, y Clay y yo nos vamos a investigar un poco. No, no les han robado. Oye, Hill-Bear, no me gusta hablar de esto por teléfono. Ya te lo contaré todo mañana. Muy bien. Sobre las ocho. Vale, adiós.

– ¿Le va bien? -preguntó Clay.

– Sí. Vendrá a las ocho de la mañana. -Rountree hojeó un archivador de tarjetas metálico que había junto al teléfono y agregó-: Hill-Bear es buen tío. Siempre se puede contar con él.

Hill-Bear Melkerson no era un empleado a tiempo completo del «departamento del sheriff, como Taylor. Tan sólo trabajaba cuando requerían sus servicios, siempre que no estuviese ocupado en la fábrica de papel de Milton s Forge, que era su empleo habitual. Solía vigilar el aparcamiento durante los partidos de fútbol del instituto de Chandler Grove o en la feria del condado, y sustituía a Rountree o a Taylor cuando ellos se tomaban días libres. También les era de gran ayuda para patrullar las calles en Noche Vieja, pues nadie estaba tan borracho como para enfrentarse a Hill-Bear.

– Será mejor que llame a Doris -dijo Rountree de mala gana-. La verdad es que odio tener que pedirle que venga mañana.

– Dudo que te sepa tan mal fastidiarle el fin de semana, Wes.

– No, no es eso. Es que si se lo pido, querrá saber por qué, y si se lo digo, al día siguiente ya lo sabrá todo el condado.


Geoffrey llevaba varios minutos haciendo bocadillos de atún en el silencio más absoluto. Elizabeth aún no había hablado con él, en parte porque estaba muy preocupada, y en parte porque no sabía qué decirle. Cualquier expresión de condolencia podría provocarle o bien el llanto, o bien un arrebato de ingenio de lo más mordaz, reacciones ambas ante las cuales Elizabeth no sabría cómo reaccionar. Hasta ese momento se había limitado a decir lo imprescindible: «¿Me pasas la mayonesa?», «¿Hay más pan?», mientras se dedicaba a repasar mentalmente los acontecimientos del día intentando sacar algo en claro.

Miró de reojo a Geoffrey, que seguía preparando los bocadillos como un autómata y le preguntó:

– ¿Crees que será suficiente?

– ¿Cómo? Ah, sí, supongo que sí. Yo no voy a comer nada. ¿Y tú tienes hambre?

– Sólo un poco -repuso Elizabeth, aunque en realidad estaba famélica.

Geoffrey colocó el último bocadillo encima de los demás.

– Creo que ya está. Ya no me queda nada más que hacer.

– Oye, Geoffrey, lo de Eileen…

– Voy a llevar la bandeja a la biblioteca -dijo él rápidamente-, y luego me iré a mi cuarto.

Elizabeth guardó el pan y la mayonesa, y se quedó un rato limpiando la cocina, a pesar de que Mildred se encargaría de hacerlo por la mañana. Pero necesitaba mantenerse ocupada. No sabía muy bien por qué le apetecía tan poco reunirse con los demás en la biblioteca, posiblemente porque se sentía como una intrusa. Tanto el dolor de Geoffrey como el acérrimo autocontrol de los demás hacían que se sintiese incómoda. Si bien le resultaba imposible fingir, le parecía una falta de respeto hacia la familia el no mostrarse afectada en absoluto. Lo mejor que podía hacer era encerrarse en su habitación, pero necesitaba hablar con alguien, pues tenía la sensación de que si hablaba en voz alta de lo sucedido se aclararían las cosas. Siguió reflexionando mientras enjuagaba el bol del atún y lavaba los cuchillos.

Al cabo de unos minutos, cogió el teléfono amarillo de pared que había junto a la nevera y dijo:

– Querría poner una conferencia. -En un momento le pusieron con la ciudad solicitada-. Hola, ¿son los apartamentos Brookwood? ¿Es usted el encargado? Llamo desde Georgia. Querría hablar con mi hermano, que vive en el apartamento 208, pero no tiene teléfono. Es que ha habido un accidente en la familia. Ha muerto alguien y necesito hablar con él urgentemente.

Elizabeth se paseó por la cocina hasta donde le alcanzaba el cable del teléfono mientras esperaba a que fuesen a buscar a su hermano a su guarida. Si a Bill no le apetecía hablar con ella desde el piso del encargado, que era lo más probable, tal vez podría llamarla desde una cabina. Elizabeth pensó en lo bien que le sentaría contárselo todo, siempre que quedase bien claro desde el principio que la escucharía como un hermano y no como un estudiante de derecho penal. «Ya sé que tengo derecho a guardar silencio -bromeó para sí-. Pero renuncio a él en este preciso instante.» Oyó cómo cogían el teléfono.

– ¿Diga?

– ¡Bill! Tengo que hablar contigo. Es urgente. No me interrumpas. ¿Puedes hablar o prefieres que te dé mi número y me llamas tú a cobro revertido?

– Em… ¿Elizabeth? Lo siento, pero Bill no está en estos momentos.

– ¿Ah, no? ¿Y con quién hablo?

– Con Milo.

– ¡Milo! He oído hablar mucho de ti. Tengo ganas de conocerte. -«Incluso en una emergencia, no hay que olvidar los buenos modales», pensó Elizabeth-. Oye, ha habido un accidente en la familia y tengo que hablar con Bill. ¿Sabes dónde está?

– ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estás?

Parecía bastante preocupado, como si estuviese dispuesto a arrojar el teléfono y salir corriendo a rescatarla. Elizabeth se tranquilizó un poco.

– Estoy bien -le aseguró-. Estoy en Chandler Grove. Vine para la boda de mi prima; bueno, se suponía que iba a casarse, pero ha muerto. El sheriff está investigando. Al parecer creen que ha sido un asesinato, pero… -Se disponía a soltarle toda la historia cuando de pronto se imaginó a Milo escuchándola con aire incómodo en el piso de un extraño mientras el encargado lo observaba con expresión ceñuda-. Perdona por darte la paliza, Milo. Ni siquiera te conozco.

– No pasa nada. Bill ya me ha hablado de tu familia. La verdad es que se esperaba un melodrama, pero dudo que se imaginase algo tan gordo. ¿Tú estás bien?

– Sí, claro. Sólo quería hablar con alguien. ¿Dónde está Bill? -Por mucho que necesitase hablar, no le apetecía contarlo todo desde el principio, ni siquiera a un desconocido tan amable como Milo. Con él se limitaría a narrar los hechos, mientras que a Bill podría confesarle cómo se sentía.

– Ya le diré que te llame en cuanto llegue, pero no le he visto desde ayer. Creo que se ha pasado toda la noche fuera con otros estudiantes de derecho, haciendo algo relacionado con un caso…

– ¿De derecho o de cerveza? -espetó Elizabeth.

– Yo mismo acabo de llegar. Toda la clase estamos haciendo un trabajo en unos túmulos indios que hay cerca de aquí y… bueno, si empiezo a hablar de esto no paro… Bill no tardará en llegar. Si me das tu número de teléfono, le diré que te llame enseguida.

Elizabeth le dio el número y le explicó brevemente lo sucedido. Tras darle las gracias, le aseguró que le encantaría oír lo de los túmulos indios en alguna otra ocasión, y colgó el teléfono, ligeramente enfadada con Bill por no estar en casa. Sin embargo, reconoció que se sentía mejor. Milo era un chico simpático, y Elizabeth se preguntó distraídamente si habría llevado a casa más huesos para la mesa de la cocina. Por fin, con un suspiro de fastidio, decidió reunirse con los demás en la biblioteca.

Sin embargo, sintió un gran alivio al ver que sólo quedaba el abuelo. Estaba sentado a una mesa dibujando en un cuaderno.

– Se han ido todos a la cama -dijo el anciano-. A mí me cuesta tanto dormirme que esta noche ni siquiera lo voy a intentar.

– ¿Quieres que te traiga algo?

– No. Más café sólo haría que lo improbable se volviese imposible. ¿Y tú has cenado algo?

– Eso es lo que… no, pero creo que voy a comer algo. -Se sentó en el sofá con una servilleta en las rodillas y se puso a comer unos bocadillos.

– El sheriff ha llamado a Robert hace un rato. Ya tienen los resultados de la autopsia.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué ha sido? ¿Un ataque al corazón?

– Dicen que a Eileen la golpearon en la cabeza y luego la empujaron al bote. Pero parece imposible, ¿verdad? No es como si hablasen de un desconocido.

– Ya te entiendo -dijo Elizabeth tras reflexionar unos instantes-. Siempre piensas que sólo los desconocidos mueren de forma violenta. ¿Cómo está… todo el mundo?

– Me temo que no me he tomado la molestia de averiguarlo. He dejado que Robert se ocupara de eso. Él es médico, así que ya está acostumbrado.

– ¿Y el doctor Shepherd?

– Hace horas que ha subido a su cuarto. Los chicos están bien. La única que me preocupa es Amanda.

Elizabeth asintió con la cabeza. No le extrañaba en absoluto.

– ¿Hay algo que yo pueda hacer?

– Que yo sepa no… bueno, sí. Le prometí a Amanda hace un buen rato que iría a informar a los de enfrente. -Señaló hacia el castillo-. Y se me ha olvidado por completo.

– ¿Quieres que se lo diga yo? Puedo ir en un momento.

– Sí, por favor. Ahora ya están en casa. Se han pasado el día en una exposición de flores. Dile a Alban que ha sido un asesinato y que el sheriff volverá por la mañana para interrogarnos a todos.

– Abuelo, ¿tú crees que la mató su prometido?

– ¿Michael? -exclamó él con un bufido-. Me sorprendería que tuviese agallas para partir una ostra. Y ya hay bastante revuelo en esta casa como para que tú te dediques a hacer de detective. Así que limítate a hacer bocadillos, como una buena chica.

Elizabeth se ofendió. «Conque bocadillos, ¿eh?»

– Te recuerdo que ya he terminado la universidad -dijo con brusquedad-. ¡No soy yo la que pensaba casarse y convertirse en ama de casa!

El capitán la miró con aire sorprendido.

– ¿Ah, no? ¿Y entonces qué tienes pensado hacer?

– Por supuesto, voy a trabajar.

– Ya veo. Bueno, en cuanto sepas a qué te vas a dedicar, cuéntanoslo enseguida.

– ¡Pero si ya lo sé! -exclamó Elizabeth con gran dignidad-. ¡Voy a ser arqueóloga!

Dejó la servilleta en la bandeja de plata y se marchó de la biblioteca.


El aire era frío, y Elizabeth lamentó no haber cogido un chal o un jersey. Por suerte el castillo no estaba muy lejos. No había más que atravesar la amplia extensión de césped y cruzar la calle. El cuarto de luna arrojaba una luz grisácea sobre los robles y los largos tallos de hierba que bordeaban la avenida de la mansión. Cuando se encontraba a mitad de camino y todo era silencio a su alrededor salvo por el sonido de sus pasos, recordó que podría haber un asesino oculto en alguna parte, y pensó, aterrorizada, que debería haber pedido que la acompañasen. O por lo menos haber avisado a Alban de que iba para allá. Empezó a fijarse en cada una de las sombras entre los árboles, para comprobar si alguna se movía. Estaba todo demasiado tranquilo.

Las luces del primer piso parpadeaban entre los pliegues de las gruesas cortinas. Todavía le quedaban cien metros para estar a salvo. Con un gemido de pavor, clavó la mirada en las empinadas escaleras de la entrada y echó a correr por la carretera de asfalto, con la terrible sensación de que la perseguían unas figuras oscuras. Cuando por fin llegó a las enormes puertas del castillo, con la respiración entrecortada, trató de ahuyentar de su mente las siniestras sombras que había imaginado en la oscuridad. Como no encontraba el timbre, se puso a aporrear la puerta con todas sus fuerzas.

Al cabo de un momento, Alban apareció en el vestíbulo en penumbra, vestido con unos vaqueros gastados y un jersey rojo, que le daban un aspecto incongruente en semejante entorno.

– ¡Elizabeth, qué agradable sorpresa…! ¿Qué te pasa? ¿Estás llorando?

Sin esperar una respuesta, la llevó a su estudio y la sentó en el canapé de terciopelo.

– Y ahora relájate y respira hondo -le dijo-. ¡No digas nada! -Sacó una taza y un platito del aparador, y colocó unas cucharillas y unas servilletas en una bandeja.

– ¡No me des un café, por favor! -le suplicó Elizabeth-. Llevo todo el día bebiendo una taza tras otra. -Se le quebró la voz al terminar la frase.

– Te estoy haciendo té -repuso Alban mientras llenaba de agua una pequeña tetera de porcelana-. Es imposible llorar y beber al mismo tiempo. Es un hecho científico. Así que primero vas a beber algo, y luego ya me contarás qué ocurre.

Cogió la bandeja y la dejó sobre la mesita de mármol que había junto al canapé.

Elizabeth tomó unos sorbitos de té y se reclinó contra los cojines para intentar relajar los músculos. En cierto modo le sorprendió ver que, en lugar de continuar pendiente de ella, Alban se servía una taza de té, se acercaba a su mesa de trabajo y se ponía a examinar un talonario de cheques y un informe del banco.

Elizabeth se lo quedó mirando y pensó en lo poco que se parecían entre sí los primos, por lo que los genes de los Chandler debían de ser recesivos. En efecto, físicamente había un poco de todo: Bill MacPherson era alto y rubio; Alban parecía tener sangre escocesa e irlandesa, pues era el típico celta bajito y de buen ver, con tez muy pálida, cabello oscuro y fríos ojos azules. Eileen, con su pelo castaño, era un término medio entre los dos, aunque se parecía más a Alban y a Geoffrey, los celtas morenos de la familia. «Los highlanders del clan MacPherson me darían la razón», pensó Elizabeth, y sonrió por primera vez en muchas horas. Justo en ese momento, Alban alzó la vista y le devolvió la sonrisa.

– ¿Se encuentra mejor, bella dama?

– Todo lo bien que se puede estar en estas circunstancias -replicó Elizabeth-. Tengo malas noticias, Alban.

Ante su apremiante tono de voz, Alban dejó de sonreír y le preguntó:

– Dime, ¿qué sucede?

– ¡Eileen ha muerto! Creen que ha sido un asesinato, y ha venido el sheriff y…

– Espera un momento. Ya te estás alterando otra vez. Toma un poco de té.

Elizabeth cogió su taza y dio un buen sorbo. Respiró hondo para tranquilizarse y empezó a contarle los acontecimientos del día hasta la llamada del sheriff confirmando la hipótesis del asesinato.

– … me lo ha dicho el abuelo hace un momento, y me ha pedido que viniese a decírtelo. Fuera estaba muy oscuro y, cuando me encontraba a mitad de camino, me he dado cuenta de que el asesino podría estar por aquí. Entonces me ha entrado el pánico, y cuando has abierto la puerta… ¡nunca me había alegrado tanto de ver a alguien!

Pero Alban ya no escuchaba. Tenía la mirada fija en la alfombra, como si estuviera solo.

– ¿Alban? -dijo Elizabeth tocándole el hombro-. ¡Alban!

– ¿Cómo lo saben? -murmuró.

– ¿El qué?

– Que la… que alguien la metió en el bote. ¿Cómo pueden saberlo?

Aunque Alban volvía a mirarla a la cara, estaba tan absorto en sus pensamientos que no le prestaba atención. Ligeramente ofendida, Elizabeth respondió:

– Bueno, el informe del laboratorio dice que la golpearon en la cabeza. Pero al parecer piensan que fue una serpiente la que la mató. ¿Crees que el asesino sabía que había una serpiente en la barca?

Alban sacudió la cabeza, indiferente a la pregunta.

– Pobre Eileen. ¿Sabes? Cada año la señorita Brunson, del instituto, trae aquí a su clase cuando estudian Macbeth.

Elizabeth asintió, preguntándose qué tendría que ver eso con Eileen.

– Yo les enseño el castillo, aunque poco tiene en común con Escocia, y, bueno, este año hasta me pidió que les leyera el soliloquio de «Mañana». -Sonrió al imaginarse en lo alto de la escalera citando a Shakespeare ante una treintena de adolescentes inquietos-. Empecé por el verso que dice: «Un día u otro había de morir.» Eso es lo que me ha sugerido lo de Eileen… «Un día u otro había de morir.»

– Ya.

– ¿Cómo lo llevan? -preguntó Alban.

Elizabeth frunció el entrecejo.

– Bueno, cada uno a su manera, pero en general guardan bastante bien las apariencias.

– ¿Crees que hay algo que yo pueda hacer?

– Seguramente el sheriff querrá hablar contigo mañana. Y podrías intentar mantener ocupado a Satisky. Está pesadísimo, agobiando a todo el mundo con un montón de citas. De hecho, cuando encontramos el cuerpo de Eileen, se puso a recitar poesía, trozos de La dama de Shalott, de Tennyson.

– ¿Y reconociste lo que era?

– No, me lo dijo Geoffrey más tarde. Pero me pareció una falta de delicadeza que se pusiera a citar literatura. Ah, otra cosa que podrías hacer, Alban, es decírselo a tu madre…

– ¿Decirme qué? -Louisa, ataviada con una bata de color malva, apareció en el umbral de la puerta con una sonrisa en los labios-. ¡Oh, habéis hecho té! ¡Estupendo!

Alban le dio una taza y ella misma se sirvió.

– Y bien, ¿qué sucede? -preguntó.

– Me temo que son malas noticias, mamá.

– Bueno, ¿me lo vais a decir o no?

Se lo contaron de manera confusa y, dentro de lo posible, diplomática. Louisa, sin embargo, quería saber todos los detalles.

– ¿Quién creéis que lo hizo? -preguntó con gran interés-. ¿Ya han llegado los trabajadores inmigrantes?

– ¡Mamá, por favor!

– Bueno, ¿quién si no podría haber sido? ¿Ese muchacho tan tímido con el que se iba a casar? No veo por qué iba a hacer una cosa así. No es que Eileen le fuese infiel, como…

– ¡Mamá, ya se encargará el sheriff de investigar! -dijo Alban con brusquedad-. Deberíamos pensar en cómo podríamos ayudar a tío Robert, ¿no te parece?

– Sí, Alban -repuso Louisa en un tono más calmado-. Es una verdadera lástima. Eileen deseaba tanto ser feliz. No creo que lo hubiese sido con ese jovencito, pero al menos se merecía una oportunidad. -Fue hasta la mesa y se puso a arreglar unas rosas que había en un jarrón de cristal-. ¿Por qué será que cada vez que Amanda y yo organizamos una boda, sucede alguna desgracia? Por cierto, ¿cómo está Amanda?

– Se metió en su habitación y todavía no la hemos vuelto a ver -contestó Elizabeth.

– Muy típico de ella. Oh, Dios mío, Alban, ¿no crees que las rosas blancas ya están un poco pasadas? ¿Deberíamos poner sólo las rojas?

Elizabeth se puso de pie y le susurró a Alban:

– Creo que ha llegado el momento de marcharme.

– Como quieras. Te acompaño a la puerta.

– ¿Sólo hasta la puerta?

– Será mejor que me quede con mi madre. ¿Por qué? ¿Tanto miedo tienes? -Entonces sonrió y le dio una palmadita en el hombro-. No te pasará nada, prima Elizabeth, siempre que no te acerques a ningún bote. Bueno, ¿de verdad quieres que te acompañe?

– No -murmuró Elizabeth-. Supongo que no.

Se apresuró a darle las buenas noches y cruzó a paso ligero la carretera oscura. Para cuando volvió a pensar en posibles asesinos al acecho, ya se encontraba en la entrada de la mansión de los Chandler. Le habían dejado la luz del porche encendida y la puerta no estaba cerrada con llave. La cerró haciendo el menor ruido posible y echó a andar de puntillas por el vestíbulo.

– ¿Eres tú, Elizabeth? -la llamó una voz.

Se asomó por el pasillo y vio que la luz de la cocina estaba encendida.

– ¿Geoffrey? -dijo en voz baja.

– No. Soy yo, Charles. Estoy comiendo unas galletas. ¿Quieres?

Estaba sentado a la mesa de la cocina ante un vaso de leche y un plato de galletas de chocolate.

– Bueno, sólo una -dijo Elizabeth instalándose en la otra silla-. Gracias por esperarme despierto.

– En realidad me he levantado para contestar el teléfono. Ha llamado el compañero de piso de tu hermano. Ha dicho que Bill aún no ha vuelto a casa y, como se está haciendo tarde, le dirá que te llame mañana por la mañana. ¿Quieres un vaso de leche?

– Sí, gracias -respondió Elizabeth. «Si la gente sigue consolándome con líquidos -pensó-, tendré que llevarme un orinal a todas partes.»

Sacó una jarra de leche de plástico de la nevera y se sirvió un vaso.

– Supongo que todos se han ido a la cama.

– Ajá.

– ¿Y tú no podías dormir?

– No.

Visto cómo se estaba desarrollando la conversación, Elizabeth decidió cambiar de tema.

– Charles, ¿sabes algo de antropología?

Charles, que se disponía a beber un trago de leche, la miró con el vaso en la boca.

– ¿Antropología?

– Sí, bueno, arqueología. Ya sabes, hacer excavaciones en ciudades perdidas y todo eso.

– Elizabeth, yo soy físico.

– Sí, ya lo sé… Es que, bueno, he pensado que como también es una ciencia, igual sabías algo al respecto…

Charles estaba perplejo.

– Pero ¿cómo se te ha ocurrido una cosa así?

– No lo sé. Yo sólo…

De pronto a Charles se le iluminó la cara, creyendo haber comprendido.

– ¡Ah! ¡Ya sé! Lo dices por el método de datación. ¡El método de datación del carbono 14! ¡Claro! Es prácticamente indispensable en arqueología. Lo utilizan para determinar la fecha de sus hallazgos. Es un procedimiento realmente fascinante. Si quieres te lo explico…

– Pero, Charles…

– … es un isótopo radiactivo del carbono, de número de masa 14, y…

Elizabeth escuchó atentamente, por pura educación, toda su explicación sobre la vida media y los restos radiactivos. Pensó que si le contaba a qué se debía realmente su interés por la arqueología (una vaga imagen de ella y Milo descubriendo juntos la Atlántida), parecería aún más tonta. Así pues, decidió que lo mejor sería esperar a que terminase de hablar. Y en efecto, al cabo de unos minutos de animada y completa explicación, Charles se calló.

– ¿Pensabas hacer un poco de café? -preguntó Elizabeth al ver una cafetera de cristal en el fuego-. Aún no se ha calentado el agua.

– ¡Dios mío! Se me había olvidado por completo. Gracias por recordármelo. Será mejor que la saque de ahí antes de que alguien la utilice para hacer té.

Cogió la cubeta de vidrio y la colocó con cuidado en el mármol de la cocina.

Elizabeth lo observó con los ojos bien abiertos.

– No explotará, ¿verdad?

– ¿El qué? ¿Esto? Sólo es agua con sal.

– Pero si es transparente. Parece nitroglicerina.

– He saturado el agua de sal mientras hervía. Por eso no se ve. Lo hice hace unas horas, mientras esperábamos la llamada del sheriff, porque no tenía nada que hacer.

– ¿Qué es?

– Sólo es un experimento, o quizá la confirmación de algo. No lo sé. Ven a verlo. He hervido agua en este recipiente de cristal y le he añadido un montón de sal. Más de la que podría soportar si estuviese a temperatura ambiente. ¿Lo entiendes?

– Sí. Has utilizado una bolsa entera de sal. ¿Y?

– Entonces lo he dejado tapado y he esperado unas horas a que se enfriara.

– Ya veo. ¿Y quieres saber qué va a pasar?

– Ya sé lo que va a pasar -replicó Charles ofendido-. ¿Tú no?

– No.

Vertió un poco de sal en la palma de la mano y cogió un par de granos con la otra mano. Tras limpiarse la sal restante con un soplido, dijo:

– Tengo entre los dedos uno o dos granitos de sal. Mira.

Elizabeth siguió observando el líquido transparente mientras Charles levantaba la tapa del recipiente de vidrio y, con un movimiento efectista, dejaba caer los granos de sal en el líquido. La solución empezó a espesarse alrededor de los granos hasta adquirir la consistencia de una papilla, reacción que se fue extendiendo por segundos hasta que todo el líquido se convirtió en una masa pastosa de sal.

– ¡Anda! ¡Pero si antes ni siquiera se veía la sal!

– Ya lo sé. ¿Quieres saber por qué lo he hecho?

Sin dejar de observar el recipiente, Elizabeth asintió con la cabeza.

– Esto no ha sido un experimento, sino un pronóstico. Creo que esta solución es como nuestra familia. Había un montón de cosas flotando por ahí, por así decirlo, pero no se veían. Y la muerte de Eileen ha sido como ese granito de sal que he añadido al final, y que ha hecho que todo cristalizara.

Vertió el contenido del recipiente en el fregadero y aclaró la cubeta.

– Buenas noches, Elizabeth -dijo dirigiéndose hacia la escalera.

Elizabeth se lo quedó mirando y se preguntó, por primera vez, si su primo sería también un poeta.

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