CAPÍTULO 12

En contra de lo que él pensaba, Geoffrey no fue el último miembro de la familia en ser interrogado. Semejante honor le fue concedido al capitán, quien se encontraba en el estudio de Robert Chandler frente a una televisión portátil en blanco y negro.

– Vuelven a poner Silent Service -dijo con brusquedad, bajando el volumen-. No es muy preciso, pero es emocionante. ¡Aquellos sí que eran buenos tiempos! ¿Querían hablar conmigo, supongo?

Rountree se apoyó en el borde de la mesa del doctor, que estaba repleta de papeles.

– Discúlpenos por irrumpir aquí de este modo, pero es que estamos hablando con toda la familia.

– ¿Para ver si sabemos quién lo hizo? Yo no lo sé. Mi nieta… Cuando era pequeña, le gustaban los ponis y el helado de café, y una canción que trataba de una ranita enamorada. Pero cuando los niños se hacen mayores, pierdes el rastro de su personalidad. Podría decirles quiénes eran sus antepasados hasta el primo más lejano, pero no tengo ni idea de cómo era mi nieta en realidad.

– ¿Quién de nosotros se libra de ser un desconocido y de estar solo? -dijo Clay.

Rountree cerró los ojos y preguntó:

– ¿Podemos volver al caso que nos ocupa?

Odiaba la segunda etapa de las desgracias. Una vez pasada la conmoción inicial, los fallecidos eran recordados como figuras de cera, sin defectos ni sentimientos. Unos días más y Eileen Chandler se convertiría en una princesa de cuento de hadas que no había cometido un error en su vida.

El viejo se quedó observando cómo un submarino se sumergía en las aguas del Atlántico Norte.

– ¿Querían preguntarme algo en especial?

– Se levanta usted muy pronto, ¿verdad, señor?

El abuelo asintió con la cabeza.

– Siempre lo he hecho, y me fue muy bien cuando estaba en la Marina.

– Ya me lo imagino -dijo Rountree-. Se lo pregunto porque usted debió de ser la última persona que vio a Eileen el día que murió. ¿No es así?

– Que yo sepa, sheriff, ese día nadie la vio. Bajé poco después de las siete de la mañana porque estuve leyendo hasta tarde la noche anterior. Cuando entré en la habitación del desayuno, vi un bol de cereales sucio encima de la mesa y pensé que Eileen ya habría desayunado. Pero a ella no la vi.

– Bueno, sólo era una idea -suspiró Rountree-. Esperaba encontrar a alguien que la hubiese visto ese día. ¿Podría decirme algo acerca de su estado mental?

– Casi nada. Eileen siempre estaba nerviosa. En mi opinión era porque no hacía bastante ejercicio.

Clay levantó la vista de su bloc de notas.

– ¿Qué tiene eso que ver con…?

– Bueno, pasemos a las posibles causas de su muerte -dijo Rountree rápidamente-. Hábleme de esa herencia que iba a recibir.

El capitán se lo explicó todo con claridad y mostrando un desprecio considerable hacia el estilo de vida de su hermana, hacia su premeditación y falta de escrúpulos a la hora de redactar el testamento.

– Y la muy bruja, sabiendo perfectamente cómo me sentaría semejante locura, ¡tuvo la total y absoluta desfachatez de nombrarme albacea de ese maldito documento!

– Eso he oído, capitán -dijo Rountree después de carraspear.

– ¿Se lo imagina? Obligarme a mí a estar pendiente de los planes de boda de unos chicos a los que posiblemente les iría mejor en la vida sin el dinero de Augusta. ¡Así aprenderían a espabilarse!

– Puede que sea mejor para ellos a nivel personal, pero eso no quita que deseen quedarse con el dinero -apuntó el sheriff.

William Chandler soltó una risa amarga.

– ¡Tiene toda la razón! Con todo ese dinero resolverían todos esos problemas insignificantes que tienen.

– ¿Problemas?

– Charles podría comprarse un reactor o lo que sea eso que según ellos les permitiría acceder al premio Nobel. El hijo de Margaret, Bill, podría abrir un lujoso bufete de abogados, y Elizabeth podría estudiar la carrera de su vida, arqueología, según las últimas noticias… -dio un resoplido-… y Geoffrey… ¡sabe Dios lo que haría con el dinero! Algo cultural, supongo, como intentar crear un festival de Shakespeare en Chandler Grove.

– ¿Y qué me dice de Alban?

– ¡Un ejemplo perfecto! Ya ven de qué le ha servido el dinero de Walter: para construir el castillo. ¿Y qué ambiciones tiene?

– A lo mejor no necesita tener ninguna ambición -señaló Clay.

El abuelo lanzó un suspiro.

– No hay nada malo en ser excéntrico -dijo tras una breve pausa-. O en ser rico. Si con el dinero puedes alcanzar cierta independencia, me parece muy bien… pero, desde que ha muerto Eileen, no dejo de pensar que no le hizo ningún bien. Ya casi disponía del dinero, ¿saben?, pero ello no la hizo feliz. Ni tampoco lo habría sido más adelante. Ella quería a ese joven, y era inútil tratar de hacerla cambiar de opinión, pero… hay cosas que no se compran.

– ¿Cree que fue él quien la mató? -preguntó Rountree.

– No. En la Marina había muchos tipos como él, débiles y egoístas, personas en las que no se puede confiar en caso de apuro y a las que jamás pondrías a cargo de la comida en un bote salvavidas. Pero me parece que llamarle asesino sería sobrestimarle.

– Me gustaría comentarle otra cosa -dijo Rountree con mucho tacto-. Puede que sea un tema delicado para usted, pero no podemos pasarlo por alto.

Le explicó que habían encontrado las botellas de whisky en el lago y su teoría de que Amanda Chandler había matado a su hija accidentalmente mientras intentaba robar el cuadro.

– ¡Eso es una estupidez! -espetó el anciano-. Puede que Amanda tenga problemas, pero ¡no es una mujer cobarde! No se asustaría así por un cuadro. Si no le hubiera gustado, habría obligado a Eileen a cambiarlo. Y se habría salido con la suya, eso se lo puedo asegurar. Amanda es una mujer muy eficiente. -Sacudió la cabeza y suspiró-. De todas formas dudo que Eileen pintara un cuadro así.

Rountree se enderezó.

– ¿Lo vio usted?

– No. ¿Por qué? ¿Es importante?

– Sí, porque me preocupa que no sepamos dónde está. Pero si supiésemos con seguridad qué estaba pintando, me quitaría un gran peso de encima. ¿Sabe si ese lago tenía un significado especial para ella?

– El lago -murmuró el capitán apoyando la cabeza en la mano-. Eso me suena… creo. Cuando tuvo la crisis, había algo relacionado con el lago, o el agua, pero no recuerdo exactamente el qué. Puede que lo sepa mi yerno.

– ¡Si alguien sabe algo en esta casa, no hay duda de que nos lo están ocultando! -espetó Rountree-. Estoy empezando a pensar que no quieren que se resuelva este caso. ¿Le da miedo que alguno de los chicos haya matado a Eileen para quedarse con la herencia?

– No, sheriff. Lo que me da miedo es el hecho de no conocerles lo suficiente para estar seguro. Claro que, el capitán del barco siempre es el último en enterarse de un motín. -Se quedó mirando cómo los agentes abandonaban el estudio y, con una plácida sonrisa en los labios, volvió a su televisor.

Una vez cerrada la puerta, Rountree dijo entre dientes:

– Recuérdame que vuelva a ver al abogado, Clay. Si este caballero está tan en contra de que sus nietos reciban ese dinero, quiero asegurarme de que la herencia todavía existe. Al fin y al cabo él es el albacea.

– Pero no creo que un albacea pueda tocar el dinero, Wes.

– Eso es lo que tengo que averiguar.

– ¡Perdone, sheriff! -Michael Satisky les esperaba en el pasillo. Estaba recostado contra la pared con la pequeña guía telefónica de Chandler Grove en la mano-. ¿Puedo hablar un momento con usted?

Rountree frunció el entrecejo.

– ¿Hablar? Por supuesto que sí. ¿Qué le parece en la biblioteca? -Abrió la puerta y asomó la cabeza-. Sí, ahora no hay nadie. Pase y siéntese. ¿Quiere que le lea sus derechos? Clay, ¿estás listo para tomar notas?

Satisky se dejó caer pesadamente en la butaca y soltó un grito sofocado.

– ¿Mis derechos?

Rountree se encogió de hombros.

– Ya sabe, para confesar. Antes que nada tenemos que recordar a la gente cuáles son sus derechos para que la confesión sea válida ante el tribunal. Tengo la tarjeta en la cartera. -Se metió la mano en el bolsillo.

– ¡No voy confesar! -chilló Satisky con voz estridente-. ¡No tengo nada que confesar!

– Bueno, bueno, sólo era una idea -suspiró Rountree-. ¿Qué quería decirme?

– Quería saber si me puedo marchar -soltó Satisky.

El sheriff arqueó una ceja.

– ¿Y perderse el funeral de su amada? -preguntó en tono pausado.

Satisky abrió mucho la boca, pero no llegó a decir nada.

– Bueno, en cierto modo lo entiendo -dijo Rountree con más suavidad-. Este lugar le pone nervioso, ¿no es así?

– La verdad es que sí -admitió Satisky-. No conozco a toda esta gente, y sé que piensan que lo hice yo. ¿Es realmente necesario que me quede?

Rountree reflexionó un momento.

– ¿Le han pedido que se vaya?

– Bueno…, no -replicó Satisky sorprendido.

– Entonces quédese.

– Pero ¿seguro que tengo que quedarme? -insistió Satisky.

– Bueno, la verdad es que no. -A Satisky se le iluminó la cara de inmediato-. No tiene por qué quedarse en esta casa, pero mientras prosiga la investigación, debe permanecer en el condado. Ni siquiera ha habido una encuesta judicial. Siempre que se quede por aquí, no tengo ningún inconveniente en que cambie de jurisdicción, como decimos en términos legales.

Taylor disimuló la risa con una discreta tos y se puso a examinar sus notas.

– De hecho -añadió Rountree-, hasta le voy a proponer algo. Oye, Clay, ¿todavía alquila habitaciones en su casa la madre de Doris? Tendrá que compartir el cuarto de baño con los niños, pero no creo que le cueste más de cuarenta pavos por semana. Comidas aparte, naturalmente, pero en el café Brenner's hacen unas hamburguesas de queso buenísimas, ¿verdad, Clay?

– Em… sí, claro, Wes.

Rountree se acercó al teléfono y dijo:

– Si quiere puedo llamar a la madre de Doris ahora mismo y recomendarle como huésped. Puede que la casa se llene de periodistas. Nunca se sabe. ¿Cuál es el número?

– ¡No! ¡No llame! -exclamó Satisky-. Quiero decir… bueno…

Estuvo a punto de meterse la mano en el bolsillo para contar el dinero que le quedaba, pero no fue necesario, porque vio mentalmente un billete de diez dólares, dos de cinco y tres de uno: el precio del orgullo estaba, como siempre, por encima de sus posibilidades. De repente se le ocurrió pensar en la herencia de Eileen, pero no se atrevió a preguntar por ella, pues parecía el móvil perfecto de un asesinato y sería como ponérselo en bandeja a aquellos que lo consideraban el principal sospechoso.

Además, no tenía ninguna prisa en oír noticias que con toda probabilidad serían malas. Eileen había muerto antes de que se casaran, y por tanto no podía reclamar la herencia.

La dulce sonrisa de Wesley Rountree sugería que no era necesario que el joven le diese explicación alguna. Sin embargo, como no era nada rencoroso con los técnicamente inocentes, dijo:

– Le entiendo perfectamente. No quiere arriesgarse a ofender a esta buena gente rechazando su hospitalidad.

Satisky le dio la razón, tartamudeando, y se sintió como un perfecto idiota cuando Rountree y el ayudante se marcharon. Unos minutos más tarde, mientras reflexionaba sobre lo violenta que le había resultado la entrevista, vio aparecer a Geoffrey. Se levantó de inmediato para abandonar la biblioteca, pues tenía tendencia a salir huyendo cada vez que lo veía.

– ¡Por favor! -dijo Geoffrey-. No te levantes. Me da la sensación de que interrumpo algo. Supongo que estabas buscando algunas citas que dejar caer en el funeral.

– No es eso -musitó Satisky sin mirarle a la cara-. Es que me cuesta mucho expresar mis sentimientos. Supongo que no tengo mucha facilidad de palabra.

– La verdad es que no -convino Geoffrey.

Había abierto el cajón del escritorio y estaba hojeando una agenda de cuero mientras hacía anotaciones en una hoja de papel. Tras unos instantes de incómodo silencio, Satisky se aventuró a hacer una pregunta.

– ¿Ya está todo dispuesto para el funeral?

Geoffrey paró de escribir y dejó el bolígrafo encima de la mesa.

– La verdad es que sí. Será el martes. Espero que te vaya bien ese día, aunque tal vez deberíamos haberte consultado antes.

– Bueno…

– Por si querías leer uno de tus poemas durante la misa.

Satisky se sonrojó.

– Pensaba marcharme, pero el sheriff dice que tengo que quedarme hasta después de la encuesta judicial.

– Por si acaso -observó Geoffrey, pasando las páginas de la agenda.

– Crees que fui yo, ¿verdad? -Le temblaba la voz de rabia cuando se acercó a Geoffrey con más determinación de la habitual.

– No hay más remedio que mantener la esperanza -murmuró Geoffrey sin levantar la vista.

– ¿Por qué iba a matarla? -preguntó Satisky-. Podría haber roto el compromiso si hubiera querido. Y si lo que perseguía era el dinero, ¿no crees que habría esperado a estar casados para poder heredar? Tal como han sucedido las cosas, yo no me llevo nada.

Geoffrey le clavó una mirada glacial.

– Eso, querido Michael, es el único punto a tu favor; y para mí, el único consuelo.

– Pero ¿reconoces que es muy improbable que haya sido yo?

– Desearlo no hará que así sea -apuntó Geoffrey-. El único delito del que sin duda eres culpable es el de haberle robado el corazón a mi hermana. Y ahora, si me disculpas. -Aprovechó para marcharse, consciente de haberse retirado con una buena frase.

Incluso después de que Geoffrey abandonara la biblioteca, Satisky fue incapaz de pensar en una respuesta apropiada. «Es realmente odioso -se dijo-. No estaría mal revelar un par de cosas sobre él, merece pasar un mal trago.»

Miró por la ventana y vio a Rountree conversando con su ayudante en el jardín. No tenía más que ir a hablar con ellos. Además de estar resentido con Geoffrey por la discusión que habían mantenido, consideró su propia postura moral. A fin de cuentas era su deber, como ciudadano, ayudar a la policía, lo cual consistía en contarles lo que sabía. La verdad no tenía por qué herir a nadie. Debía vengar la muerte de Eileen y, en honor a su memoria, arrojar luz sobre la investigación. Sus sentimientos personales hacia Geoffrey eran irrelevantes. Lo único importante era cumplir con su deber.

Así pues, fortalecido por la nobleza de su propósito, Satisky se apresuró a dirigirse hacia la puerta de entrada, deteniéndose tan sólo para comprobar que no hubiese nadie a la vista, y gritó:

– ¡Sheriff! ¡Necesito hablar con usted!

Wesley se retiró el sombrero de la frente y suspiró.

– ¿Qué querrá ahora?

– Protección policial, probablemente -dijo Clay-. Y sabiendo lo que opina de él esa familia…

Satisky corrió hacia ellos, volviéndose un par de veces por si había alguien en las ventanas. En una de estas ocasiones chocó con un seto y estuvo a punto de caer al suelo, mientras Rountree y Taylor lo esperaban en el coche patrulla con expresión solemne.

– Tengo algo muy importante que decirles -dijo Satisky sin aliento-. Tal vez le interese tomar notas -añadió dirigiéndose a Clay.

Tras mirar a Rountree para obtener su aprobación, Clay sacó el bloc del bolsillo y escribió el nombre de Satisky en una hoja en blanco.

– ¿Quiere empezar? -preguntó Rountree.

Satisky respiró hondo y respondió:

– No les he dicho esto antes porque tenía miedo de que confundieran mis motivos. Los de mente estrecha pensarán que les doy esta información por puro despecho, pero lo que deseo es servir a la justicia.

Rountree frunció el ceño e inquirió:

– ¿Es una cita?

– Em… no -replicó Satisky sorprendido.

– Ah, bueno, me lo parecía. Pensaba que era de Benedict Arnold. Lo siento. Siga, por favor.

Satisky se preguntó si le estaría tomando el pelo, pero al ver que el sheriff permanecía totalmente serio, se tranquilizó y continuó:

– ¿Verdad que les sería de gran utilidad saber quién fue la última persona que vio a Eileen con vida?

– Dado que ése sería el asesino…

– ¡Bueno! Yo no iría tan lejos. Quiero decir que yo no vi nada. Pero aquella mañana estuve caminando cerca del lago.

– ¿Por qué? -preguntó Rountree.

– Porque quería hablar con Eileen. Me dirigía al lago para ver si estaba allí cuando oí unos gritos. Alguien estaba discutiendo allá abajo, y en tono muy violento. Parecían estar teniendo una buena bronca, pero, como era un asunto de familia, pensé que lo más correcto sería marcharme. No quería incomodarlos…

– ¿A quién? -preguntó el sheriff-. Me recuerda a una de esas películas antiguas en las que el testigo da tantos rodeos que al final alguien le dispara antes de que suelte lo que tenía que decir.

– Era Geoffrey -dijo Satisky rápidamente-. Geoffrey le estaba gritando a Eileen. Me dio la impresión de que estaba histérico.

– ¿Ah, sí?

– Sí. ¿Les ha contado el incidente?

– No -repuso Clay. Rountree le lanzó una mirada de advertencia.

– Me lo imaginaba -dijo Satisky con una sonrisa-. Por eso he pensado que no podía eludir mi responsabilidad.

– Bueno, ¿y por qué se estaban peleando? ¿Por usted?

– Desgraciadamente, en eso no puedo ayudarles. Para oír lo que decían, tendría que haberme acercado tanto que me habrían visto. Era a plena luz del día.

– Y no quería que le viera Geoffrey -apuntó el sheriff.

Satisky vaciló un instante.

– Habría sido muy violento. Prefería no entremeterme.

– Comprendo. También entiendo por qué no nos lo ha dicho antes. Confesar que oyó aquella discusión supone admitir que también usted se encontraba cerca del lago aquella mañana. ¿Quién sabe si la pelea no era por su causa? A lo mejor Geoffrey convenció a su hermana de que no se casara, y usted regresó más tarde cuando Eileen estaba sola, discutió con ella y la mató.

– ¡Por supuesto que no! -espetó Satisky-. ¡Era yo el que quería cancelar la boda! Para eso fui a verla… -Se calló de pronto al darse cuenta de lo que estaba diciendo.

Rountree esbozó una sonrisa implacable.

– Bueno, tanto mejor, ¿no? Así no estará tan apenado. Y ahora, volviendo al tema de la discusión, supongo que deberíamos hablar con Geoffrey.

Satisky echó un vistazo a las notas de Clay y preguntó:

– ¿Quiere que lo firme?

– No -dijo Clay-. No hay que firmar nada sin haberlo leído antes, y esto es ilegible. Tendrá que esperar a que Doris lo pase a máquina.

– Nos volveremos a ver, señor Satisky -le aseguró Wesley-. Y gracias por contarme todo esto. -Le dio una palmadita en el hombro.

Michael estaba encantado de haberse ganado la aceptación de la policía.

– Bueno, me alegro de haberles ayudado, sheriff.

– Sí, muy bien. Adiós.

Se apresuró a entrar en casa. Ahora tenía un nuevo concepto del sheriff del condado, y trató de pensar en una posible explicación por si alguien le preguntaba qué hacía hablando con ellos. Aunque, de todas formas, todo saldría a la luz en cuanto Rountree volviese a interrogar a Geoffrey. Lo mejor sería subir a su habitación a hacer la maleta, por si acaso.


– ¿No te parece interesante? -comentó Wesley apenas se hubo marchado Satisky-. Geoffrey se peleó con su hermana en el lugar del crimen.

– Me sorprende que ese tío haya venido a contárnoslo -dijo Clay-. Me parecería más lógico que le hubiera hecho chantaje a Geoffrey.

– Bueno, es verdad que no tiene un duro. Saltaba a la vista cuando le hemos propuesto alquilar una habitación. Pero si Geoffrey es el asesino, para Satisky sería una buena manera de correr la misma suerte que su prometida. Puede que sea lo bastante inteligente como para haberlo pensado. Pero yo diría que en realidad no se atreve a acercarse a Geoffrey para hacerle chantaje. Es mucho más propio de él esto de chivarse a sus espaldas. Estoy seguro de que ha disfrutado como un loco metiendo a Geoffrey en apuros. ¿No te parece?

– Creo que ha sido una forma de ajustarle las cuentas -repuso Clay-. Imagino que vamos a hablar con Geoffrey ahora mismo.

– Desde luego que sí.

Decidieron pues regresar a la casa. Cuando Mildred abrió la puerta, les informó de que Geoffrey había salido a dar un paseo hacía unos veinte minutos.

– ¿Qué te apuestas a que ha bajado al lago el muy morboso? -dijo Rountree.

– Pero allí ya no nos queda nada por hacer, ¿verdad? Quiero decir que no hay posibilidad de que destruya alguna prueba.

– No, a no ser que se te pasara algo por alto. No encontramos el arma asesina, pero lo más seguro es que esté en el lago. Dice Mitch que fue algo de madera, como una rama.

– Lo miré todo muy bien y no estaba en los alrededores del lago. Vamos.

Sin embargo, Geoffrey no había ido al lago. Lo encontraron casi media hora más tarde sentado bajo un manzano con el guión de La duquesa de Malfi.

– «Las águilas suelen volar solas; son los cuervos, las cornejas y los estorninos los que van en bandadas. Mirad, ¿qué es eso que me sigue?» -Levantó la vista fingiendo sorpresa-. Ah, hola, sheriff. Estoy aprendiendo mi papel.

– ¿Aprendiendo su papel? -repitió Wesley.

– Sí, para la producción teatral de la comunidad. Estamos preparando La duquesa de Malfi. Dígame que vendrá a verla, sheriff. Será un honor para mí.

– ¡La estudié en el colegio! -exclamó Clay con entusiasmo-. Va de un tipo que hace que maten a su hermana porque está enamorado de ella. -Acabó titubeando al darse cuenta de las implicaciones de lo que estaba diciendo.

A Rountree se le iluminó la cara.

– ¡No puede ser! ¿Es eso verdad?

– Excesivamente simplificado -replicó Geoffrey-. Trata del honor de una familia noble.

– Yo diría que la familia de usted es bastante noble. -Rountree se sentó con cuidado al lado de Geoffrey e indicó a Clay que hiciese lo mismo.

– Si han venido con la intención de asistir a un seminario al aire libre sobre teatro medieval, les han informado mal -espetó Geoffrey cerrando el libro.

– Lo cierto es que hemos venido a hablar del asesinato de su hermana. O más bien, de un incidente que sucedió justo antes.

– ¿Y cuál sería?

– Díganoslo usted, puesto que estaba allí. ¿Por qué discutió con su hermana el día en que murió?

Geoffrey enarcó las cejas.

– ¿A qué viene esa pregunta?

– Alguien les oyó. Sólo le estamos dando la oportunidad de contarnos su versión de los hechos. -Rountree le indicó con la mano que lo dejase hablar y continuó-: Pero espere un momento. Antes permítame que le lea sus derechos. No le estoy acusando de nada… todavía. Sólo quiero asegurarme de que sabe a lo que se expone antes de empezar a hablar.

Geoffrey se quedó mirando al vacío mientras Rountree sacaba la tarjeta de los «derechos» y la leía con la jovialidad de un locutor de radio. Cuando hubo terminado, el sheriff volvió a guardar la tarjeta en la cartera y le dedicó una amplia sonrisa. Hubo un minuto de silencio.

– ¿Y bien? -preguntó Rountree en tono alentador.

Geoffrey suspiró y sacudió la cabeza.

– Está bien, Rountree -dijo por fin-. Accedo a tener esta conversación, pero con ciertas condiciones…

– Ese tipo de acuerdos sólo son competencia del fiscal del distrito -comenzó a amonestarle Rountree.

– No es eso. Me dispongo a hablar de asuntos privados de la familia que, por otra parte, no tienen nada que ver con el caso en sí. No quiero que se comenten mis declaraciones en la mesa, ni que se las mencionen a mi familia; ni tampoco que Doris Guthrie las pase a máquina, porque es la mujer más bocazas de todo el estado de Georgia.

– Los casos de la policía siempre son confidenciales… -comenzó Clay.

– Pásalo tú a máquina, Clay. Tiene razón con lo de Doris. Está bien, señor Chandler. Le doy mi palabra. Esta entrevista será confidencial dentro de lo posible. Sin embargo, debe usted saber que no podemos mantener en secreto las confesiones de asesinatos, incluso accidentales. Pero ¿por qué no me dice de una vez lo que ocurrió aquel día y a partir de ahí ya veremos?

– Si supiera que podría negarme a responderle sin ser acusado de asesinato, le aseguro que lo haría -suspiró Geoffrey-. Y en tal caso, mi única objeción sería que ello les impediría encontrar al verdadero asesino. Y no pienso privarle del lugar que le corresponde en la cárcel. Muy bien, pasemos a mi discusión con Eileen. Por cierto, ¿quién se lo ha contado?

– Eso no se lo podemos decir.

– Creo que puedo adivinarlo.

– Veamos… ¿A qué hora bajó al lago el viernes por la mañana?

– Hacia las ocho. -Asintió con la cabeza al advertir sus miradas de sorpresa-. Sí, ya sé que mi familia se quedaría de piedra si lo supiera, porque están acostumbrados a no verme jamás levantado antes de las diez, pero aun así es cierto. De hecho, hasta me volví a poner la bata antes del desayuno para no dañar mi reputación de vago.

– ¿Y encontró a su hermana pintando en el lago?

– Sí, y sé lo que están pensando: que tuve que ver el cuadro. Ojalá. La verdad es que ésa era mi intención.

– ¿Por eso bajó al lago? ¿Sólo para ver el cuadro?

– Conozco muy bien a mi hermana, sheriff, mejor que el resto de la familia. Y no nos lo quería enseñar por alguna razón, que no era la que solía darnos.

– Ya veo -reflexionó Rountree, que había llegado a la misma conclusión-. ¿Y cuál era esa razón?

– No lo sé, pero estaba preocupado por ella. El día antes estuvo muy alterada, y yo sabía que estaba asustada por algo. Rompió un espejo en el piso de arriba y se puso histérica delante del doctor Shepherd, cosa muy extraña en ella.

– Ya hemos hablado del historial médico de su hermana con el doctor Shepherd.

– Ya. Bueno, al principio de su enfermedad, decía que veía cosas… cosas inexistentes, y no soportaba los espejos. Así que cuando rompió el espejo el jueves por la noche, temí que hubiese recaído.

– ¿Habló de dicha posibilidad con el doctor Shepherd?

– ¡Por supuesto que no! ¡No quería que lo supiera!

– ¿Por qué?

– ¡Porque la hubiesen vuelto a encerrar! -exclamó Geoffrey gesticulando-. Y Eileen no necesita… no necesitaba que la internasen. Lo único que necesitaba era sentirse segura y feliz lejos de esta casa. Al principio pensé que tal vez lo conseguiría con Satisky, pero no parecía funcionar. A pesar de tenerle a él, seguía teniendo los mismos síntomas. Yo estaba tan asustado por ella. Iba a estropearlo todo de nuevo, y la hubiesen mandado otra vez al manicomio.

– ¿Y usted se lo dijo?

– Sí…, al final, sí. Pero no como había planeado. Nada más verme en el lago aquella mañana, guardó el cuadro inmediatamente. Le pregunté si podía verlo pero me dijo que no, porque era muy sensible a las críticas o algo así. Le dije que se dejase de tonterías. Conocía sus síntomas tanto como ella. Le comenté que se había estado comportando de una forma muy extraña, y que si el día antes de la boda aparecía con un cuadro lleno de demonios con los ojos púrpura, se anularía la boda al instante.

– No creo que se lo tomase muy bien.

– Se puso a llorar y dijo que Michael la quería y que nada les impediría casarse.

– ¿Y usted qué le respondió?

– La verdad es que perdí los estribos. Le dije que si no se controlaba un poco, lo echaría todo a perder ella sólita.

– ¿Quería que estuviese en condiciones de casarse?

Geoffrey apoyó la barbilla en las rodillas y respondió:

– Mire, sheriff, es como el cuento de Blancanieves… yo quería que se alejase de la malvada reina y su espejito mágico, aunque para ello tuviese que irse a vivir al bosque con siete enanitos.

Rountree hizo una breve pausa para formular con tiento la siguiente pregunta.

– Geoffrey… durante la discusión que tuvo con su hermana, ¿se puso más furioso de lo que esperaba? ¿La golpeó o la empujó al suelo? ¡No a propósito, por supuesto! ¿Cayó ella contra una roca, por ejemplo, y perdió el conocimiento? ¿Y tal vez a usted le entró el pánico y la arrojó al bote?

– No, Rountree. Un hombre valiente utiliza una espada. Yo lo hice con una mirada implacable.

Rountree y Taylor se miraron y se encogieron de hombros. Otra cita. Por fin el sheriff dijo:

– Deduzco que eso significa que no le causó la muerte, ni accidental ni deliberadamente.

– Así es, sheriff. No le causé la muerte.

– ¿Cuál diría que era su estado mental cuando la dejó?

Geoffrey miró hacia otro lado.

– Me dijo que me marchase, que no le pasaba absolutamente nada. Y me acusó de querer romper su relación con Satisky. Dijo… -Comenzó a temblarle la voz.

– ¿Sí? -lo animó Rountree con voz suave.

– Dijo: «¿De quién de los dos estás celoso?»


– ¿Qué te ha parecido eso? -preguntó Clay.

Rountree se encogió de hombros.

– Hace tiempo que dejé de intentar reconocer a un asesino.

– No me refería a eso, Wes. Sin embargo me parece extraño que se lo tome tan a pecho. Y fíjate que en un principio no nos quiso contar lo de la pelea. ¿Cómo sabemos que las cosas sucedieron como él dice?

El sheriff replicó, con un bufido:

– ¿Qué quieres? ¿Que venga ese hombre de Atlanta con su detector de mentiras para conectárselo a toda esta gente y ver quién dice la verdad?

Taylor sabía que se estaba burlando de él, pero no veía por qué. La idea le parecía bastante buena.

– Supongo que antes tendremos que acusarle de asesinato.

– Tú limítate a tomar notas, Clay, y deja de pensar en trucos como los de la televisión para mejorar la acción de la justicia. -Taylor se puso rojo y asintió rápidamente-. Además, tampoco te serviría de mucho. Es posible engañar a los detectores de mentiras.

– Ah, sí, eso he oído -musitó Clay.

– Yo mismo lo he hecho -dijo Wesley con tono satisfecho.

La mansión de los Chandler se erigía frente a ellos, pero Wesley no parecía tener intención de volver a entrar. Dio la vuelta a la casa por el garaje y se dirigió hacia el camino de entrada.

Taylor se preguntó si habrían terminado la jornada. Cuando acababan antes de las tres, a Doris le daba tiempo de pasar a máquina sus notas antes de marcharse.

– ¿Cómo engañaste al detector de mentiras, Wes?

El sheriff esbozó una amplia sonrisa.

– Bueno, fue cuando estaba en la policía militar. Disponíamos de uno de esos aparatos e hicimos venir a un experto para que nos diera algunas clases. Nos dijo que necesitaba un voluntario para mostrarnos cómo funcionaba y decidí presentarme. Me conectó al aparato y empezó a hacerme preguntas. La máquina actúa a partir de tu respiración y de tus movimientos. Supongo que es porque te pones nervioso al mentir. Así que me puse a soltar una mentira detrás de otra, pero la máquina no las captó porque yo no estaba concentrado en las preguntas. •-¿En serio?

– Sí. Por ejemplo me preguntó si me llamaba Henry y yo contesté que sí más tranquilo que nadie, porque durante todo el rato estuve tratando de recordar las distintas partes de mi rifle en el orden en que se van quitando al desmontarlo. Así que respondí a las preguntas sin pensar realmente en ellas, porque en mi mente iba diciendo: perno, palanca de cierre, cerrojo, culata… Y ¿sabes? Desde entonces no me fío nada de esos aparatos, porque pienso que si un tipo honrado como yo puede mentir a sus anchas, ¡imagínate lo que haría un verdadero mentiroso! En fin, ¿qué tal van las entrevistas?

Taylor repasó los nombres que tenía anotados.

– Parece que ya están todos. ¿Quieres interrogar a alguien más?

– Sí -repuso Rountree pensativo-. Creo que quiero hablar con el Emperador.

– Ah, sí. Espero que esté en casa. A mí también me gustaría ver ese lugar por dentro.

El sheriff sonrió.

– Procura no impresionarte demasiado.

– Ah, claro, es inmoral -replicó Taylor rápidamente-. Creo sinceramente que nadie debería vivir en un sitio así con toda la gente que hay sin electricidad ni agua corriente, pero desde el punto de vista estético… bueno, ya que lo ha construido, no me importaría verlo.

– Claro, Clay, pero procura no distraerte demasiado haciendo el inventario de la casa, ¿vale?

Cruzaron la calle y se dirigieron al castillo.

– Sí que está alto -observó Rountree al ver que la puerta de entrada daba al primer piso.

Comenzó a subir los escalones con muchísima calma, mientras Clay corría escaleras arriba y llamaba a la puerta con una aldaba de bronce en forma de dragón. Rountree llegó a la entrada justo en el momento en que una mujer bajita y ceñuda asomaba la cabeza.

– Esto no es un museo -les advirtió.

– Hola, señora Murphy -dijo Clay-. ¿Se acuerda de mí?

La puerta se abrió del todo.

– ¡Clay Taylor! ¿Cómo estás?

– Bien, gracias, aunque hemos venido por trabajo. Sheriff, ésta es la madre de Willie Murphy. ¿Ahora trabaja aquí, señora?

– Tres días a la semana. Y apenas es suficiente. No me explico cómo se las arreglaban en aquella época sin enceradores eléctricos. -Señaló hacia la lustrosa escalera de mármol, en cuyo rellano descansaba el aparato.

– Discúlpenos por interrumpir su trabajo -dijo Rountree-, pero tenemos que ver al señor Cobb, si es que está en casa.

– Está arriba. Voy a llamarle. ¿De parte de quién le digo?

– Del sheriff -replicó Wesley. Y con una leve sonrisa, añadió-: De Nottingham.


Alban seguía riendo cuando bajó a reunirse con ellos. Les condujo a su estudio y les hizo sentar en el sofá de terciopelo. Clay sacó su bloc de notas.

– Me imagino que usted es Robin Hood -dijo Alban con una amplia sonrisa-. Me temo, sheriff, que se ha equivocado de castillo. Éste no es inglés, ni del siglo doce. Es alemán y del siglo diecinueve.

– Muy impresionante -repuso Wesley en tono educado.

– Miren, ya sé que no han venido aquí con el Club de Jardinería. ¿En qué puedo servirles? ¿Les apetece un café? -Se dejó caer en el sillón orejero y se cogió la cabeza entre las manos.

– Para mí, no, gracias -dijo Wesley-. Pero parece que a usted no le vendría mal. ¿Le pasa algo?

Alban le miró, sorprendido.

– Ha sucedido algo muy gordo, ¿no cree? Me duele mucho la cabeza. Debe de ser el estrés. Pero, por favor, no vayan a pensar que no quiero hablar con ustedes. Voy a preparar un café. Pueden empezar cuando quieran.

Wesley observó cómo Alban se servía café en un pichel de cerveza con un ciervo pintado en la superficie.

– Esto es pura rutina -comentó, arrellanándose en el sofá-. Ya hemos interrogado a todos los de la otra casa, y hemos pensado que tal vez nos podría proporcionar algo de información sobre su prima.

– ¿Podrían decirme antes… qué ha sucedido? Me gustaría sacar algo en claro de todas las historias que he oído sobre intrusos merodeando por el lago y… em… huéspedes. ¿Hay algún sospechoso?

– Un montón, pero lo único que me atrevo a afirmar con seguridad es que la señorita Eileen estaba pintando un cuadro junto al lago. Todo el mundo dice que era un regalo de boda para el novio. ¿Consiguió verlo, por casualidad?

– A juzgar por sus otras obras, yo diría que era algo abstracto, sheriff.

– ¿Se le ocurre alguna razón por la que hubiesen querido matarla a causa del cuadro?

Alban esbozó una amarga sonrisa.

– Me temo que el trabajo de Eileen no era muy prometedor.

– Bueno, fuera lo que fuese, ha desaparecido. Al parecer aquella mañana estaba pintando a la orilla del lago cuando alguien se le acercó por detrás y la golpeó.

– ¿Y no han encontrado el arma que la mató?

– El arma que la golpeó, no -lo corrigió Wesley-. Puede que tengamos que rastrear ese maldito lago. Pero eso no fue lo que la mató. Según el informe del forense, murió a causa de una serpiente venenosa. La empujaron a un viejo bote de remos varado en la orilla, y había una mocasín acuática en el fondo. Debía de ser muy grande. La mordió en la yugular y una gran cantidad de veneno le alcanzó el corazón en cuestión de segundos. Eso fue lo que acabó con su vida. Tampoco hemos encontrado la serpiente -agregó con frialdad.

Alban suspiró.

– La muerte de mi pobre prima ha sido sin duda más espectacular que su vida.

– Éste es el caso más extraño con que me he encontrado hasta ahora -observó Rountree-. ¿Por cierto, dónde estaba usted el día en que murió la señorita Chandler?

– Fui a acompañar a mi madre a una exposición de flores en Milton's Forge.

– ¿Y a qué hora salieron de casa?

– A eso de las nueve, creo.

– ¿Había hablado alguna vez de la boda con la señorita Chandler?

– Sólo para desearle buena suerte. Mis conversaciones con Eileen se reducían a simples comentarios formales. No estábamos muy unidos. Estuvo tanto tiempo fuera que apenas sabíamos qué decirnos.

– ¿Y qué me dice del novio? ¿Qué le parece?

Alban se encogió de hombros.

– Es bastante callado. La actitud que pareció adoptar la familia fue la de mostrarse tolerante y educada con él, así que me limité a seguir su ejemplo.

– ¿Y qué hay del resto de la familia? ¿Tenía Eileen diferencias con alguno de ellos?

– Eileen nunca discutía, sheriff. Se esfumaba. Cuando mi encantadora tía Amanda se ponía en plan déspota, Eileen simplemente desaparecía; físicamente, siempre que podía, y si no, mentalmente. Cada vez que había una discusión en la familia, permanecía absolutamente neutral. Hasta Geoffrey la eximía de sus mordaces comentarios. Eileen siempre estaba encerrada en sí misma.

– Bueno, debía de estar molestando a alguien.

– Me temo que no le puedo ayudar. Creo sinceramente que en este caso lo del intruso podría ser la solución al problema.

Rountree soltó un fuerte bufido de exasperación.

– Los vagabundos no tienen colecciones de arte, señor Cobb.

– Siempre acabamos volviendo al cuadro, ¿verdad?

– Sí. ¿No tiene ni idea de lo que podría estar pintando?

– Bueno, hace un par de noches, me invitaron a cenar en casa de los Chandler y, como Eileen no aparecía, me ofrecí a ir a buscarla. Tía Amanda es una maniática con el horario de las comidas. Cuando llegué al lago, Eileen estaba guardando todo el material de pintura. Sólo pude echarle un rápido vistazo, y ni siquiera creo que valga la pena mencionarlo. Empezaba a oscurecer y lo vi de bastante lejos. Pero me da la impresión de que era el lago, aunque tal vez en abstracto.

– El lago. Eso es lo que piensa todo el mundo. Y no nos lleva a ninguna parte. ¿Por qué iba a llevarse alguien un cuadro del lago? ¿Alguna sugerencia?

– Un montón -replicó Alban con una amplia sonrisa-. Y todas ridículas. ¿Quiere que le dé algunos ejemplos? Bueno, pensé que quizá mi primo Charles tenía una plantación de marihuana alrededor del lago y Eileen había pintado las hojas con demasiada precisión; o puede que el Director esté probando un modelo de barco secreto para el gobierno, y a Eileen se le ocurriese hacerlo aparecer en el cuadro. ¿Quiere que siga?

Rountree se puso en pie.

– Ya nos las arreglaremos solos, si no le importa. ¡Menuda imaginación tiene!

Alban miró a su alrededor.

– Pensé que ya se había dado cuenta, sheriff.

– Sí, ya veo lo que quiere decir. Y ahora tenemos que marcharnos, señor Cobb. Si se le ocurre alguna cosa más, por favor, llámeme. Espero que se le pase el dolor de cabeza.

– Gracias, sheriff. A lo mejor logro convencer a mi prima Elizabeth de que venga a montar a caballo conmigo. Es algo que solía relajarme mucho.

Una vez fuera, Rountree, que había estado rumiando las últimas palabras de Alban, dijo:

– No he visto ningún caballo por aquí, ¿y tú?

Taylor se encogió de hombros.

– A lo mejor están en la habitación de los invitados.

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