CAPÍTULO 06

Los Chandler desayunaban en una habitación contigua a la cocina, sentados a una mesa con encimera de cristal.

Cuando Elizabeth bajó a las ocho y media, sólo estaban allí Charles y el abuelo.

– Buenos días -murmuró, tomando asiento al lado de Charles-. ¿Dónde está todo el mundo?

– Por todas partes -respondió Charles mientras tomaba una tostada-. Papá ha tenido una urgencia en el hospital del condado, mamá y tía Louisa se han ido a la ciudad hace unos minutos, Eileen se ha puesto a pintar porque tiene una cita más tarde, y don Fulanito está durmiendo.

Al ver un lugar vacío en la mesa, Elizabeth preguntó:

– ¿Y dónde está Geoffrey?

– Geoffrey dice que no es civilizado desayunar antes de las diez. Aún está en la cama.

El abuelo levantó la vista del plato de huevos con beicon y gruñó:

– Ese chico sería el candidato perfecto para la Marina.

– Bueno, a mí me espera una mañana muy interesante -anunció Elizabeth-. Alban me va a enseñar su casa.

Charles bostezó y se desperezó.

– Bien, hace un día demasiado bonito para estar aquí metido. Me voy al huerto a que me den unos cuantos rayos ultravioletas en la epidermis. Hasta luego.

Cogió un grueso libro sobre física cuántica que tenía al lado del plato y se dirigió tranquilamente hacia la puerta trasera. Elizabeth lanzó un suspiro y sacudió la cabeza.

– ¿A qué se dedica? -preguntó.

– ¿Quién? ¿Charles?

– Sí. Si tanto le interesa la física, ¿no debería estar haciendo un posgrado?

– Ya lo hará algún día, o al menos eso espero. De momento Charles y sus amigos están hartos de la universidad. Dicen que es demasiado restrictiva. No se puede investigar sin pasar por un montón de trámites y papeleo, y no quieren someterse al politiqueo que implica. Creen que pueden hacerlo por su cuenta, como Isaac Newton, dice Charles. Aunque naturalmente, las manzanas son más baratas que los ciclotrones, como suele comentar Geoffrey.

– ¿Manzanas? ¡Ah, ya! ¡La ley de la gravedad!

– Exacto. Ya han empezado a mandar solicitudes de becas para que les financien su propio trabajo sin tener que meterse en alguna universidad o empresa. Sin embargo, yo no tengo muchas esperanzas. Nadie les va a dar cientos de miles de dólares así como así, pero a Charles no se le puede decir eso. Yo les doy seis meses.

Elizabeth sonrió, pensando en lo extraño que resultaba encontrar a un Chandler con problemas económicos.

El abuelo se rió entre dientes.

– Sé lo que estás pensando, jovencita. Crees que todos tienen las escotillas abiertas, ¿verdad?

– Si eso significa que son raros, tienes toda la razón.

– Lo que sí son independientes -dijo sirviéndose una taza de té de la tetera de plata victoriana-. Independientes y listos. Saben cuáles son sus intereses en la vida y se aferran a ellos. Se lo pueden permitir.

– ¿Y Charles?

– Bueno, sus ingresos no llegan para reactores nucleares, pero no se salta una sola comida. Como te decía, con el dinero de que dispone la familia, no tenemos por qué impresionar a nadie a la hora de buscar un trabajo, ni tratar de ganarnos amigos dándoles la razón. Hacemos lo que nos da la real gana. Deberías intentarlo algún día… sin que te importe lo más mínimo lo que piensen los demás. Descubrirías quién eres.

– No sería otro Charles, eso seguro.

– No lo sé. Charles se parece mucho a tu madre.

Elizabeth lo miró fijamente.

– ¿A mi madre? ¿Estás de broma? ¿A la dama del macramé de los suburbios?

– Efectivamente. Margaret era la rebelde de mis tres hijas. En aquella época yo solía recibir cartas de tu abuela en las que preguntaba: «¿Qué vamos a hacer con Margaret?» Tu madre se marchó a Columbia con esa amiga suya… Rhonda o Doris, o algo así. Fueron a un baile en Fort Jackson, y allí conoció al teniente MacPherson. Tú ya sabes el resto.

– Bueno, hablas como si viviésemos en una furgoneta -bromeó Elizabeth-. Cuando salí de casa el otro día, había dos coches en el porche, y el negocio de papá va bastante bien.

– Ya lo sé. Y tus padres son muy felices, que es lo único que importa. Sólo trataba de explicarte que tus primos son personas que pueden hacer lo que se les antoje. No le des tanta importancia a lo que llamas normalidad. A veces pienso que el esfuerzo que supone mantener esa pose es como para volverse loco. Lo mejor es dejar que sean ellos mismos, para que no se sientan presionados.

– Hacer siempre lo que te apetezca -suspiró Elizabeth levantándose de la mesa-. Por lo menos nunca te aburres.

El melodioso timbre de Amanda, semejante a las campanadas de una catedral, resonó en el vestíbulo.

– Debe de ser Alban -dijo el abuelo-. ¿No habíais quedado a las diez?

– Ahora mismo voy para allá.

– ¡No abras, Mildred! -vociferó él en dirección a la cocina-. ¡Ya va Elizabeth!

– ¿Tengo buen aspecto, abuelo? ¿Debería haberme puesto el vestido de dama de honor?

– No, pero tal vez el vestido escocés. -Soltó una risita y siguió leyendo el periódico-. ¡Muy normal, sin duda!


La réplica de Alban de un castillo bávaro suscitó una cantidad considerable de comentarios durante su construcción. En general, los habitantes de la ciudad se sentían orgullosos de él, pese a no tener ni la más remota idea de lo que representaba. Al haber sido construido por un miembro de la clase alta del condado, y al haber proporcionado trabajo a los contratistas locales, Chandler Grove estaba dispuesto a tomárselo en serio. Los términos chistosos que se le aplicaban, como «Albania» o «el Castillo de Disneylandia» eran utilizados únicamente en privado o bien por los turistas, que a menudo preguntaban si había visitas organizadas. Dichas preguntas siempre recibían una adecuada respuesta negativa, aunque en realidad Alban abría sus puertas al público una vez al año. Cada primavera, los alumnos de secundaria del Instituto de Chandler Grove hacían una excursión al castillo coincidiendo con el estudio de Macbeth. Alban había accedido a enseñárselo después de tratar de explicar (en vano) a la señorita Laura Bruce Brunson que su castillo bávaro no tenía nada que ver con Macbeth.

El vecindario consideraba que Alban era un tipo agradable y bastante reservado, aunque ello no era de extrañar tratándose de alguien que vivía en un castillo. La mujer de la limpieza, la señora Murphy, se encargaba de informar al resto de la comunidad de que no había drogas, ni mujeres, ni nada reprobable en su forma de vida, de manera que todos estimaron que «el muchacho tenía todo el derecho del mundo a construir cualquier mansión que se le antojase». Hacía tiempo que el castillo había dejado de ser una novedad, así que el señor del castillo y sus conciudadanos convivían en perfecta armonía.


– ¿Cómo llamas a este lugar? -preguntó Elizabeth contemplando los cuatro pisos de piedra blanca coronados por una torre de tejado gris y puntiagudo.

– Hogar -dijo Alban-. ¿Entramos?

El edificio principal tenía un tejado en punta flanqueado por dos torres pequeñas. En la fachada blanca había ventanas en arco con una columna en medio y dispuestas en filas simétricas. «Es como una tarjeta perforada de ordenador», pensó Elizabeth. Una amplia escalera de piedra conducía a la entrada, que consistía en dos puertas de madera exquisitamente tallada situadas en el segundo piso. En conjunto, el castillo tenía la forma de una gran E sin el palito de en medio, debido a las dos alas de dos plantas cada una, perpendiculares al edificio principal. Sin embargo, dichas alas no eran simétricas: la derecha era mucho más grande que la izquierda y terminaba en una torre cuadrada coronada por una cúpula blanca con diminutas ventanas.

– ¿Y tienes un desván por donde deambula de noche tu primera esposa, la loca?

– No, señorita Eyre -repuso Alban con gran seriedad-. Pero algún domingo por la mañana ha venido gente pensando que esto era una iglesia baptista.

– ¿Qué haces con tanto espacio, Alban?

– Bueno, las habitaciones son bastante grandes, y hay muchos pasillos. Pero ¿por qué no lo ves con tus propios ojos? ¡Vamos!

– No tendrás un calabozo, ¿verdad?

– Si lo tuviera, ¿crees que Geoffrey estaría rondando por ahí? •

Elizabeth le siguió por la escalera hasta las puertas de roble dorado. Se apoyó contra una de las columnas que enmarcaban la entrada para tratar de recuperar disimuladamente el aliento en tanto observaba a Alban abrir el picaporte de latón. La puerta se abrió hacia adentro.

– Tú primero, querida -dijo él con una galante reverencia.

Elizabeth entró en el luminoso vestíbulo y miró a su alrededor.

– No me digas que me vas a hacer fregar el suelo -bromeó.

El vestíbulo, de dos pisos de alto, tenía un pavimento de mármol a cuadros azules y blancos, se extendía hasta un arco situado en el otro extremo de la sala, de donde partían dos escaleras a derecha e izquierda. En lo alto de las escaleras, unas columnas recubiertas de pan de oro separaban unos murales de ninfas y pastores de unas hornacinas de mármol que contenían estatuas de dioses griegos de tamaño natural. Del techo colgaban un par de relucientes arañas de cristal.

– Es mi hobby -dijo Alban-. Empecé siendo un medievalista y como estaba tan fascinado con el rey Luis, acabé construyendo esto. En realidad no resultó tan exorbitantemente caro como parece. Pude conseguir varias de estas piezas en Grecia y en Italia por mucho menos de lo que costaría hoy en día hacer réplicas. ¿Qué? ¿Te gusta?

Elizabeth hizo un lento gesto de afirmación con la cabeza.

– Bueno, el original lo construyó el rey Luis II en 1869…

– Que estaba loco, por cierto. Me lo dijo Geoffrey.

– ¡No estaba loco! -espetó Alban-. El rey Luis era un genio. ¡El día que quieras te demostraré que le daba mil vueltas a tu querido príncipe Carlos Eduardo!

– Entonces, ¿por qué lo dice la gente?

– Porque su pueblo creía que gastaba demasiado dinero en castillos. Pero déjame decirte algo al respecto: su deuda personal debido a los tres castillos que tenía ascendía a menos de ocho millones de marcos, y Baviera pagó a Prusia esa cantidad multiplicada por cuatro cuando perdieron la guerra de las Siete Semanas…

– ¿Perdieron una guerra en siete semanas? -interrumpió Elizabeth-. El príncipe Carlos Eduardo duró mucho más que eso. De hecho su ejército llegó a doscientos kilómetros de Londres; si hubiesen continuado…

– Sí, pero no lo hicieron. Como estaba diciendo, entonces la gente pensaba que estaba loco, pero ahora Baviera gana millones de marcos al año utilizando los castillos del rey Luis como atracción turística. Verlaine lo llamó «el único rey del siglo».

– Bueno… igual me animo a leer algo sobre él algún día -dijo Elizabeth, que seguía resentida por los comentarios de Alban acerca de Carlos Estuardo.

– Sí, deberías hacerlo. Era un idealista. ¿Crees en la reencarnación?

Elizabeth dejó de caminar y lo miró fijamente.

– Mira, Alban, no intentes quedarte conmigo. Ya hay bastantes excéntricos por aquí.

Alban se puso a reír.

– ¿Nunca hablas en serio, prima Elizabeth?

– No con desconocidos -replicó Elizabeth de inmediato. Luego se sonrojó-. Bueno… ya sé que somos primos hermanos, pero… la verdad es que no nos tratamos mucho de pequeños…

– Por la diferencia de edad. Los niños suelen considerar parte del mobiliario a cualquier persona mucho mayor que ellos. -Se quedó pensativo y añadió-: Has cambiado mucho en estos seis años. Antes eras casi tan tímida como Eileen. ¿Ya no llevas coletas ni camisetas de Girl Scout?

– Sólo para lavar el coche.

– ¿Soy como me recordabas?

– No, Alban. La verdad es que no tenía una imagen clara de ti.

– Bueno, cuando eres pequeño se nota mucho una diferencia de ocho años.

– Sí, claro. Para nosotros eras un adulto más. Y antes estabas interno en un colegio, con lo cual no sabíamos casi nada de ti. Ni siquiera sabía que estuviste prometido hasta que lo mencionó tía Amanda.

Alban frunció el entrecejo.

– Fue… fue mucho mejor así, creo. Pero no me gusta hablar de ello, si no te importa.

Elizabeth sintió cierta compasión hacia él. Le impresionó que se mostrara afectado por una relación que se había roto años atrás. Tan sólo hacía unos meses que Austin había desaparecido de su vida y ella ya empezaba a tener la sensación de que jamás había existido. Contempló a Alban con un interés que iba más allá de la cortesía mientras él le hablaba del artesonado del vestíbulo. El arquitecto se lo había comprado a los propietarios de un castillo francés que sufrió desperfectos durante la Segunda Guerra Mundial. Los murales, que representaban escenas de óperas wagnerianas, los había pintado un estudiante de Bellas Artes a partir de unas fotos de los originales.

Por fin, se sentaron en un sofá de terciopelo negro frente a una chimenea de mármol.

– ¿Y bien, prima Elizabeth? ¿Qué te parece?

Elizabeth suspiró.

– Bueno, Alban, es bonito… y opulento y demás, pero no puedo evitar pensar: «¡Mierda! Alban ha construido un castillo en el prado del poni. Una mansión, pase, pero ¿un castillo?»

– ¿A mí qué más me da si piensan que soy un hortera? -dijo Alban alegremente-. ¿Acaso estaría menos loco si tuviese puertas correderas de cristal, mesitas de plexiglás y maceteros de macramé? Porque si te he entendido bien, no me estás reprochando que me haya gastado tanto dinero en una casa grande; sólo me estás echando en cara que sea tan ostentoso y de forma tan anticuada. Pero si tuviese una piscina y una televisión con una pantalla de dos metros, sería un tipo sensato, ¿verdad?

– Estoy perdiendo esta discusión -dijo Elizabeth con tristeza.

– Y yo la estoy ganando porque tengo práctica -replicó Alban con una sonrisa-. ¿No ves que ya he mantenido esta conversación con mi familia, con el arquitecto y con la mujer del colmado? Tengo que ser bueno a la fuerza. Pero es cierto: me gustan las antigüedades y me gusta la historia medieval. La estudié en la facultad en lugar de hacer un curso de negocios, como le hubiera gustado a mi padre. ¿Por qué no iba a tener una casa a mi gusto?

Elizabeth asintió con la cabeza.

– Eso mismo me estaba diciendo el abuelo justo antes de que viniera a verte.

– El capitán es un viejo maravilloso, muy comprensivo.

– Pero, Alban, si aquí todos son tan tolerantes, ¿por qué mandaron a Eileen a Cherry Hill?

Alban permaneció callado y pensativo. «Está intentando decidir cuánta información darme», pensó Elizabeth.

– Ya he oído una versión de los hechos -añadió rápidamente-. Sólo quería saber tu opinión.

«Seguro que esto funciona -pensó-. A la gente le resulta más fácil revelar un secreto cuando cree que ya lo sabes.»

– Eileen estaba realmente enferma -contestó Alban por fin-. No quiero decir con ello que fuese excéntrica o anticonformista, sino que estaba enferma de verdad. Procuró adaptarse más que nadie. Quería ser como todo el mundo, mientras que a nosotros no nos preocupaba lo más mínimo actuar como los demás.

»Se esforzaba por hacer las cosas que otros suelen hacer sin pensar, como llevar la ropa apropiada, mantener conversaciones insustanciales por educación o reírse de los chistes de turno. Pero nunca acabó de conseguirlo. Siempre se pone algo ligeramente inadecuado y lleva el pelo demasiado corto o demasiado largo. Sin embargo, no es una excéntrica como el resto de nosotros; sólo una fracasada en sus intentos de adaptación.

– ¿Y tía Amanda no podría haberla orientado con la ropa?

– Bueno, creo que lo intentó durante algún tiempo, pero al parecer no funcionó. Lograr que Eileen triunfara en sociedad hubiera requerido más tiempo del que tía Amanda estaba dispuesta a dedicarle.

Elizabeth se puso a seguir con el pie el dibujo de la alfombra oriental.

– No sabía que estuvieses tan unido a Eileen -murmuró algo incómoda.

– No estamos nada unidos emocionalmente -replicó Alban-. Pero soy muy observador, y es difícil no reparar en una desdicha de tal magnitud.

– ¿No la hace feliz la idea de casarse?

– Espero que sí -suspiró Alban-. Por lo menos no hay duda de que lo está intentando.

– Ya te entiendo. El novio no es que sea una maravilla, ¿verdad? Pero aún no me has contado cuáles eran los síntomas. No creo que la internaran por ser insegura y tener mal gusto con la ropa.

– Está bien. Si quieres conocer todos los detalles… Hace unos seis años, Eileen comenzó a sentirse muy deprimida. No hablaba nunca, ni comía. Al final empezó a «ver cosas», y tío Robert la llevó a la consulta de Nancy Kimble. Creo que hubo algunos episodios violentos cuando yo estaba en Europa. Bueno, el caso es que al poco tiempo la metieron en Cherry Hill y desde entonces ha mejorado considerablemente, lo suficiente para terminar el instituto y entrar en la universidad. Y ahora ha vuelto… con un novio.

– Has dicho «episodios violentos». ¿Es Eileen… peligrosa?

– Creo que podría ser sumamente peligrosa -repuso Alban en voz baja.

Aquello fue lo último que dijo acerca de su prima, tras lo cual insistió en que continuaran viendo la casa. Para Elizabeth las habitaciones se tornaron de pronto un espacio borroso lleno de plata, terciopelo y madera pulida. Tenía la mente en otra parte.

– … y ésta es la última -dijo Alban abriendo una puerta doble al final de un pasillo-. Mi estudio. Quería que vieras estos murales.

Las pinturas, rebosantes de color, llenaban tres paredes del pequeño estudio, que contenía un escritorio de roble con los pies en forma de garra y una ventana a bisagra con cortinas de damasco.

– ¿Cómo puedes concentrarte aquí dentro? -preguntó Elizabeth.

– Es que no lo hago. Aquí me relajo. Escucha. -Pulsó un botón de la pared, y una potente música comenzó a sonar a través de unos altavoces ocultos-. ¿Lo reconoces?

Elizabeth negó con la cabeza.

– Es de El oro del Rin.

Elizabeth puso la mirada en blanco.

– Me gusta mucho Wagner -dijo Alban-. No sólo su música, sino también los argumentos de sus óperas. ¿Lo conoces?

– No, Alban -replicó Elizabeth con un suspiro-. ¿Estoy a punto de conocerlo?

Alban sonrió.

– Sabes, se podría decir que fue el rey Luis quien descubrió a Wagner. Apreciaba su música y financió su obra. Hasta le construyó un teatro, el Bayreuth. Una maravilla arquitectónica. Sólo por Wagner, el mundo debería estarle eternamente agradecido.

«Tendré que leer algún libro sobre el rey Luis -pensó Elizabeth-. Seguro que Alban me está ocultando algo, algo vergonzoso, espero.» Aunque no sabía con certeza si algún día acabaría discutiendo con él acerca de su héroe, le resultaría más fácil soportar sus sermones si conociera un poco el tema.

Alban, que en un principio se sorprendió de su silencio, se echó a reír repentinamente.

– ¡Pobre Lillibet! Primero Charles te da la paliza con la desintegración protónica, después Satisky con su literatura inglesa, y ahora yo te estoy matando de aburrimiento con mi tema favorito. Perdóname. No diré ni una palabra más sobre el rey Luis.

– No te preocupes. Estoy acostumbrada -dijo Elizabeth en tono amable-. Cuando sales con un hombre, primero te pregunta de dónde eres y qué estás estudiando, y luego se pasa el resto de la velada hablando de su trabajo y de sus aficiones, o contándote la historia de su vida. Hace muchísimo tiempo que dejé de escuchar, pero ninguno se da cuenta.

Alban esbozó una amplia sonrisa.

– ¿Te gustaría quedarte a comer? Puedo decirle a la señora Murphy…

– No, gracias, Alban. Los Chandler me estarán esperando. ¿Te vienes?

– No. Tengo que hacer algunos recados en la ciudad.

Una vez en la calle, frente a la entrada principal, Elizabeth le dio las gracias con gran seriedad.

– Es realmente impresionante. Muy individualista.

– Sí, yo estoy encantado -dijo Alban-. Excepto, claro está, por el hecho de que está embrujado.

– ¿Embrujado? -repitió Elizabeth-. Pero ¿por quién?

– Por vos, señora -repuso Alban con una reverencia. Y cerró la puerta suavemente.

Загрузка...