CAPÍTULO 01

31 de mayo

Querido Bill:

Muchas gracias por el regalo de graduación. Ha sido el único que he recibido, y lo conservaré como un tesoro.

No, todavía no he decidido qué voy a hacer. Hoy en día no se puede hacer gran cosa con una carrera de letras. Las del club de bridge de mi madre no paran de preguntarme cuándo me voy a casar, así que al menos están al tanto de la situación. ¡A quién se le ocurre cortar con Austin en el último año de universidad! Ahora tengo que decidir qué hacer. Me he dado de plazo hasta finales de verano.

¿Y tú cómo estás? ¿Te sigues durmiendo en la clase de derecho fiscal? Tu nuevo compañero de piso, Milo, parece interesante. ¿Cómo es? ¿Ganan mucho dinero los arqueólogos? ¿Qué aspecto tiene?

Como habrás visto, te mando una participación de boda de nuestra prima Eileen. Lo he hecho en parte a causa de la insistencia de mamá, y en parte como prueba de mi martirio.

Quieren que sea una de las damas de honor. Bueno, no es exactamente que «quieran». Creo que soy un mal necesario: la pobre prima obligada a ocupar el lugar de las amigas, ya que, por supuesto, Eileen no tiene ninguna amiga, a no ser que haya hecho nuevas amistades en Cherry Hill. Y además, tía Amanda jamás permitiría que la ceremonia se convirtiera en una reunión de enfermos mentales, aunque está claro que estando presentes todos los Chandler lo será de todos modos. Seguramente me tendrán que internar a mí también después de pasar una semana con todos ellos. Nunca he entendido por qué tuvieron que mandarla a un psiquiátrico, ¿y tú? Teniendo en cuenta cómo es la familia en general, hubiera sido más fácil acordonar la casa y enviar diez enfermeras. ¿Sabías que tía Amanda todavía se refiere a Cherry Hill como una «escuela para señoritas»?

El verdadero propósito de esta carta es apelar a tus mejores sentimientos (si es que los tienes) para convencerte de que me acompañes a este dichoso acontecimiento. No quiero sufrir en solitario. De hecho, creo que, siendo mayor que yo, deberías ser tú el sacrificado (por ser el primogénito, y todo eso), aunque me doy cuenta de que quedarías fatal como dama de honor.

Ya sé que no vas a hacer caso de esta carta, o bien me contestarás con alguna excusa, como que estás demasiado ocupado con tus clases de derecho. Bueno, te doy cuarenta y ocho horas para darme una respuesta, y después escribiré a tía Amanda diciéndole que «los dos» estamos encantados de asistir a la boda de nuestra querida prima Eileen.

Tu atávica hermana,

Elizabeth


2 de junio

Querido Bill:

Lo de las cuarenta y ocho horas iba en broma. No tenías por qué mandar un telegrama. En fin, el caso es que como soy tu hermana, me resulta difícil creer que tienes que ir al entierro de tu abuela. Por favor, dale las gracias a Milo por la descripción que hace de sí mismo, pero dile que no me ha parecido muy esclarecedora. Me deja bastante indiferente que tenga «una capacidad craneal de 1.350 centímetros cúbicos, el foramen magnum hacia abajo y un proceso mastoideo de forma piramidal». ¿Sigue dejando huesos desparramados por encima de la mesa de la cocina? La verdad es que sois tal para cual.

Mamá está preocupada por tus hábitos alimenticios. Me dijo que te preguntara si alguna vez comes algo verde en forma de hoja. (Papá levantó la vista del periódico y respondió: «Dinero».)

Por cierto, no pienso darle tu mensaje a Eileen. He buscado la cita de Hamlet, acto III, escena I, líneas 63-64: «¡He aquí una consumación devotamente deseable!» No tiene ni pizca de gracia. Tía Amanda aún no te ha perdonado por referirte a la salida de Eileen de Cherry Hill como «su presentación en sociedad».

Voy a ir sola a la boda, a la que de ahora en adelante denominaré La Odisea. Mamá quería ir, pero papá dijo que antes preferiría que le ataran con estacas a un hormiguero. Así que tendré que ir en autobús. Si vinieras tú también, podríamos ir en coche.

Espero que se te caigan encima todos los libros de derecho.

Elizabeth


2 de junio

Querida tía Amanda:

Nos ha hecho mucha ilusión la noticia de la boda de Eileen. Gracias por proponerme que sea una de las damas de honor. Acepto encantada, pero me temo que voy a ser la única MacPherson que podrá asistir.

Papá y mamá ya lo habían arreglado todo para ir a una convención de vendedores en Columbia, y Bill está terriblemente apenado por no poder asistir, pero es que esa misma semana tiene exámenes en la universidad. Llegaré el miércoles a mediodía, a eso de las dos y media, a la estación de autobuses de Chandler Grove.

Tengo muchas ganas de veros a todos.

Elizabeth

P.D.: Creo que tendréis que arreglarme el vestido de dama de honor. No he engordado tanto como pensabais, de modo que mi talla no es la 44.


La estación de autobuses de Chandler Grove era una sala de espera cochambrosa y pintada de amarillo cuyo horario de apertura y cierre parecía venir dictado por la programación televisiva. Las moscas rondaban indolentemente por la puerta de rejilla rasgada, y algunas se acercaban a una máquina de bebidas destartalada, cuyas abolladuras demostraban su dudosa fiabilidad. Cerca del mostrador había un anaquel con folletos de viaje que Elizabeth tendría que consultar si no venía alguien a buscarla pronto. Cogió el menos polvoriento (el de Florida, por supuesto) y se sentó en una silla de plástico a esperar.

Llegó a la conclusión de que sería decepcionante que el primer círculo del infierno no fuera una estación de autobuses en la que esperas eternamente a gente que no te cae bien y que de todas formas no va a venir a buscarte.

Su maleta azul reposaba a pocos centímetros de sus pies, por si el criminal de turno, que según tía Amanda siempre merodeaba por las estaciones de autobuses, irrumpía en la sala de espera, se la arrebataba y salía huyendo con ella. De ser así, esperaba que el vestido le sentara bien y, con un poco de suerte, que aceptase ocupar su lugar en La Odisea.

Echó un vistazo a la maleta e imaginó las arrugas imperecederas que se estarían formando en el vestido amarillo de dama de honor. ¡Amarillo! O bien tía Amanda recordaba que a Elizabeth le sentaba de pena ese color, o bien lo sospechaba. Aunque lo más probable era que ni siquiera se le hubiese pasado por la cabeza. Los Chandler no iban a tener en cuenta a su provinciana sobrina a la hora de escoger los colores para la boda de la querida Eileen.

«De manera que aquí estoy -pensó Elizabeth-, el cordero sacrificado del clan MacPherson, expedida a Chandler Grove y vestida de amarillo palúdico para ver cómo Eileen se casa con Dios sabrá quién.»

Al menos sería distraído. Cualquier cosa antes que sufrir la depresión posparto resultante de obtener una licenciatura en sociología y no vislumbrar perspectivas de trabajo. Su padre quería que hiciera algún curso de posgrado, pero aún no era capaz de enfrentarse a semejante decisión. Tenía la sensación de que seguir estudiando era una forma de aplazar la vida. Se puso a contemplar los folletos de viaje… siempre le quedaba la opción de marcharse como voluntaria al Tercer Mundo. De repente, la idea de reconciliarse con Austin por puro pánico le pareció peligrosamente atractiva.

A fin de cuentas, Austin estaba a punto de terminar la carrera de arquitectura. Pronto estaría tan bien situado que Elizabeth podría posponer indefinidamente cualquier decisión importante. Claro que casarse con él ya sería una decisión vital que la recluiría para siempre en un mundo de fiestas y picnics en clubes de campo. «Austin es de los que siempre lleva un trozo de cocodrilo en alguna parte del cuerpo», decía Bill. Pero ella había logrado pasar por alto su aspecto convencional; a los rubios esbeltos y bronceados se les perdonan muchas cosas.

El desencanto se había producido de forma gradual. Empezó a tomarse los regalos de cumpleaños y de Navidad (collares y bolsas playeras) como un tácito reproche a su sentido del gusto, y dicho sentimiento culminó una dorada tarde de abril mientras paseaban junto al estanque del campus universitario. Austin la miró a los ojos con ternura y dijo: «Si pierdes cinco kilos, me caso contigo.» Elizabeth lo empujó al agua y se marchó sin mirar atrás.

– «Vengo de nidos de fochas y garzas» -declaró una voz solemne a su espalda.

Cuando Elizabeth se volvió, se encontró con un individuo que era, indefectiblemente, un Chandler. Tenía unos veinte años y parecía un fauno con un traje de tweed.

– Tú debes de ser Geoffrey -dijo Elizabeth tras examinarlo unos instantes.

– Sí, debo de serlo. Una vez pensé en ser Calígula, pero cuando Alban regresó de Europa como Luis de Baviera, abandoné la idea.

– ¿Alban? ¿El hijo de tía Louisa? No sé nada de él desde que le mandaron a un instituto privado para que se convirtiera en un «caballero del sur».

– Pues sí que andas despistada, querida -le aseguró Geoffrey-. Cuando Alban se licenció, tía Louisa se lo llevó de viaje por Europa a ver los castillos y las iglesias del Viejo Mundo. Desgraciadamente, visitaron Baviera, y Alban quedó fascinado con ese castillo de cuento de hadas que parece el de Disneylandia. Lo construyó el rey Luis, que estaba loco.

– ¿Y?

– Pronto te enterarás. -Suspiró de modo exagerado-. Muy pronto. ¿Es tuya esta maleta azul? ¿Quieres que te la lleve y te siga impresionando con mis buenos modales?

Elizabeth se puso de pie.

– Me alegro tanto de que me hayas rescatado que no me importa si me la llevas o no.

Geoffrey arqueó una ceja en un gesto muy expresivo.

– ¿Te parece un rescate que te lleve a Long Meadow?

Era imposible responder a esa pregunta. Geoffrey era el hijo de tía Amanda, de manera que no convenía ser demasiado sincera, aunque él tampoco parecía idealizar mucho el lugar. Cuando se dirigían hacia el coche, Elizabeth decidió cambiar de tema.

– Hemos perdido tanto el contacto en los dos últimos años que no sé qué ha sido de tu vida -se apresuró a decir.

– La gente nunca sabe qué es de mi vida -replicó Geoffrey.

– Quiero decir que si estás en la universidad.

– No, aunque hice una carrera. He oído que tú acabas de licenciarte.

– Sí. He hecho sociología.

– Ah, sí. ¿Estás a punto de preguntarme a qué me dedico?

– Supongo que sí.

– Bueno, uno tiene sus aficiones… el teatro y cosas por el estilo, pero mi principal ocupación es la de crítico.

– ¿De teatro?

– No, de la vida.

Acababan de pasar ante una docena de escaparates destartalados del centro de Chandler Grove y ahora circulaban a gran velocidad por la carretera del condado que serpenteaba entre colinas ondulantes, separando los prados de Hereford de los de Holstein.

«Tampoco sabe lo que va a hacer -pensó Elizabeth-, pero los Chandler tienen tanto dinero que no importa. Yo, en cambio, necesito un trabajo o un marido antes de finales de verano. La única alternativa es hacer un curso de posgrado, lo cual aplazaría el problema un par de años.»

– Por supuesto, el abuelo insiste en que me aliste en la Marina. Dice que harían de mí un hombre nuevo, pero yo le digo que es imposible, a no ser que crea en la reencarnación.

Elizabeth se echó a reír y decidió archivar el tema militar para más adelante.

– No serás actriz por casualidad, ¿verdad? -preguntó Geoffrey.

– ¿Yo? Qué va. Soy demasiado tímida. Pero Bill actuó en el Festival de Shakespeare de la universidad el año pasado. ¿Por qué?

– En Chandler Grove tenemos una pequeña compañía de teatro que es bastante buena. De hecho nuestro director hizo alguna cosilla en Broadway hace mucho tiempo, pero ahora está jubilado y sólo se dedica a esto para mantenerse ocupado. El invierno pasado representamos Camelot. Yo era Mordred. He pensado que podría interesarte.

– ¿Qué vais a representar este verano?

– Sinclair se ha empeñado en que hagamos un clásico, pero me temo que será un fracaso. Aquí la gente cree que Madame Bovary es un tipo de vaca lechera.

– ¿Será algo de Shakespeare?

– No, algo incluso más difícil: La duquesa de Malfi. Yo seré Ferdinand. La verdad es que resulta muy práctico porque podemos remodelar los trajes de Camelot. Ya me estoy acostumbrando a llevar una majestuosa capa negra.

– Me encantaría ver tu obra -dijo Elizabeth en tono educado-. ¿Cuándo es el estreno?

– Bueno, no estamos seguros. Iba a ser dentro de tres semanas, pero tendremos que aplazarla. Con el follón que hay en casa, no he podido aprenderme bien el papel. Hemos tenido que suspender algunos ensayos y mamá se ha apropiado de la única costurera que hay por aquí, así que en lugar de estar arreglando los trajes para la obra, la buena mujer se ha puesto a hacer unos vestidos amarillos espantosos -aseguró con un estremecimiento.

– Debéis de estar todos muy nerviosos ahora que falta tan poco para la boda…

– Bueno, mamá sí, como es natural -respondió Geoffrey-. Ella es la directora de este circo. Papá se encierra en el estudio y hace ver que escribe un libro de medicina colonial; el abuelo demuestra el típico desdén masculino hacia los asuntos de mujeres; y Eileen se pasa el día soñando, como una Ofelia moderna, y se dedica a pintar un cuadro. En cuanto a mí, la verdad es que lo llevo la mar de bien.

– ¿Y Charles? ¿Ha vuelto a casa para la boda?

– Sí, mi querido hermano Charles se ha dejado ver por aquí, recién llegado de la comuna. ¿Sabes? Antes pensaba que una comuna era una especie de versión del siglo veinte de un monasterio, pero viendo a Charles, me parece que se acerca más a una leprosería moderna.

– Bueno, siempre ha sido un poco raro, ¿no?

– La verdad es que sí. Cuando de pequeños jugábamos a la Guerra de Secesión, él siempre quería ser Harriet Tubman.

– Ya me acuerdo. Bill siempre dice que Charles será famoso, para bien o para mal, antes de los treinta.

– Siento que Bill no haya podido venir. Siempre es agradable ver caras nuevas.

– Ya, pero es que está de exámenes…

– Oye, que no soy tonto. He inventado suficientes excusas en mi vida como para cazarlas al instante.

– ¿Cómo está Eileen? -preguntó Elizabeth bruscamente. Quería cambiar de tema, aunque también en un poco arriesgado hablar de su prima.

– Eileen anda muy despistada -dijo Geoffrey pensativo-. Se pasa el día paseando por la casa y nunca dice nada importante. Está lúcida, por supuesto, pero después de mantener una conversación con ella es imposible saber lo que piensa o lo que siente.

Elizabeth reflexionó un momento.

– Oye, hay alguien a quien ni siquiera has mencionado.

– ¿Al abuelo? Ya te he dicho…

– No. Al novio -interrumpió Elizabeth.

– Ah, sí.

– ¿Qué pasa? ¿No te gusta?

Geoffrey permaneció callado unos instantes. Para no incomodarle, Elizabeth se puso a mirar el prado y el bosque de pinos por la ventana. El amarillo de la mostaza silvestre contrastaba con el color rojizo de los arroyos de arcilla, y unas oscuras colinas arboladas enmarcaban el cielo.

Por fin Geoffrey rompió el silencio.

– ¿Qué quieres saber? ¿Si encajará en la familia? Lo dudo. No comparte nuestro tipo de locura.

– ¿Podrías describírmelo? -pidió Elizabeth.

– Es el típico liberal que se las da de «afro». Tiene acento de Nueva Jersey, estudia literatura inglesa, y yo diría que se está especializando en citar a autores sin antes haberlos analizado.

– Parece que estés hablando de ti. Me da la impresión de que no te cae mal por Eileen, sino por alguna oscura razón literaria. Pero ¿crees que está enamorado de verdad?

– Es difícil de saber. Todos los chicos que Eileen ha traído a casa la han pedido en matrimonio. Siempre pensamos que era por la casa. Les pescábamos por los pasillos contando los cuartos de baño.

– Supongo que no te apetece nada la boda.

– «Sería más apropiado decir que semejantes bodas no se celebran, sino que se ejecutan» -recitó Geoffrey.

– ¿Es de tu obra?

– Sí. Me encanta Ferdinand. A veces dice cosas muy inteligentes.

Tomaron la última curva de la carretera.

– Bueno -suspiró Elizabeth-, estoy segura de que todo… ¡Dios mío! ¿Qué es eso?

– Sabía que debería haberte avisado -dijo Geoffrey en tono apenado.

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