Elizabeth apenas pudo dormir aquella noche. Aunque cerró la puerta con llave y se levantó dos veces para comprobar que la ventana estaba cerrada, se despertaba con el menor ruido. A primeras horas de la mañana, estaba soñando que buscaba un libro acerca de un poblado indio en las estanterías de la biblioteca universitaria, cuando de pronto apareció una escena escalofriante en la que tía Amanda clavaba la tapa de una caja de madera de pino en la que yacía su hija. Repentinamente, ella misma se convertía en Eileen y empezaba a notar cómo los golpes del martillo vibraban sobre su rostro. Cuando por fin logró despertarse, se dio cuenta de que los golpes provenían de la puerta.
– Querida, te llaman por teléfono -gritó Mildred-. Dice que es tu hermano.
Elizabeth sacudió la cabeza y bostezó. El reloj de la mesita de noche marcaba las siete y cuarto. Se puso la bata que tenía al pie de la cama con tanta prisa que aún no había logrado abrocharse el cinturón cuando llegó al piso de abajo. Mildred había dejado el auricular sobre la mesa del recibidor y había desaparecido.
– ¿Bill? ¿Por qué me llamas a estas horas? ¿Cómo que acabas de llegar? ¿Te ha dicho Milo por qué he llamado? Oh, Bill, ¡ha sido terrible!
– Hay algo que no entiendo, Wes -dijo Clay Taylor mientras leía el informe del laboratorio-. Si alguien la empujó dentro del bote y en él había una serpiente, ¿se trata de un asesinato o de una simple agresión? En realidad fue la serpiente la que la mató, según dice aquí. ¿Significa eso que la persona que la golpeó en la cabeza no es responsable de su muerte, o debemos considerar la serpiente un arma exótica?
Wesley Rountree dio un suspiro de exasperación.
– Te voy a decir lo que pienso, Clay. Yo considero que eso es cosa del fiscal. Nosotros sólo debemos preocuparnos de encontrar al culpable. Y ahora déjame a solas un momento. Voy a anotarle a Hill-Bear todo lo que tiene que hacer hoy. -Se dio la vuelta con su silla giratoria y comenzó a redactar la lista.
Taylor dejó el informe del laboratorio sobre la mesa y fue a comprobar la cafetera eléctrica que había encima del fichero. Como tenía el cable suelto, el agua no se calentaba a no ser que lo movieras constantemente.
– No te olvides de la orden de arresto de Johnse Stillwell.
– Ah, sí. Otro cheque sin fondos. Lo voy a anotar. ¿Algo más?
– Los Bryce se han ido a la playa esta semana, y querían que les vigilásemos un poco la casa.
Rountree gruñó:
– Espero que esta vez se hayan acordado de avisar que no les traigan el periódico.
– El agua ya está caliente, Wes. ¿Te apetece un café?
– No. He quedado con Simmons esta mañana y él no utiliza café instantáneo. Mejor me espero.
Taylor se sirvió una taza y añadió un poco de azúcar.
– El caso Chandler, ¿eh?
– Sí. Es el abogado de la familia.
Clay se puso a trabajar en su propia mesa, que estaba totalmente despejada. A pesar de los meses que llevaba dando ejemplo de orden y pulcritud, no había logrado cambiar los hábitos de Rountree.
– ¿Sabes? -dijo con aire pensativo-, este caso se puede complicar bastante. No encontré huellas ni en el caballete ni en la caja de pinturas, salvo las de la fallecida. Y ni siquiera sabemos por qué la han matado.
– No, pero tenemos un montón de indicios: una herencia, un novio nada convencido, y no debemos olvidar ese maldito cuadro que nadie sabe dónde está.
Taylor sonrió.
– Bah, no pensarás que alguien la mató por un cuadro, ¿verdad, Wes?
– No para colgarlo en el salón, desde luego que no. Pero está claro que alguien quería deshacerse de él. Y ella estaba pintando en la orilla del lago.
– No veo qué tiene que ver eso -dijo Clay sorprendido.
– Bueno, yo tampoco -admitió Rountree-. Pero ahora mismo vas a ir a averiguarlo. A lo mejor vuelves con alguna respuesta, en lugar de hacer tantas preguntas.
– ¿Me llevo el traje de buceo? -preguntó Taylor en tono esperanzado. Desde que hiciera el curso de submarinismo el otoño anterior, estaba deseando utilizarlo en cumplimiento de su deber, pero hasta entonces nadie se había ahogado ni había surgido ninguna emergencia de ese tipo. Así pues, el estanque de los Chandler sería la excusa perfecta para poner a prueba su recién adquirida habilidad acuática.
– No, nada de equipo de buceo -gruñó Rountree-. Fuera lo que fuese lo que estaba pintando, está claro que se veía desde la orilla. Limítate a pasearte por allí, examina las orillas e informa si ves algo extraño.
– Ahora mismo voy para allá.
Rountree depositó su nota sobre la mesa de Doris.
Eran las ocho y cinco, y por tanto ella llegaría en cualquier momento; sin una excusa si aparecía en los próximos diez minutos, o con una si lo hacía en la siguiente media hora.
– Nos veremos en Brenner's a las once. Yo voy a esperar a Doris y a Hill-Bear.
– Muy bien.
– ¡Ah, Clay! Si encuentras un tesoro en el fondo del lago, ¡llámame al despacho de Simmons!
Taylor cerró la puerta en el momento en que el sheriff se echaba a reír.
– Robert, te aseguro que me veo con ánimos de seguir adelante -dijo la esposa del doctor Chandler con frialdad.
Amanda Chandler había bajado después del desayuno, con aire cansado pero sin aspecto de haber llorado. Su rígido vestido negro era tan austero y anticuado que sólo podía resultar adecuado para un funeral. Tras rechazar cualquier tipo de comida salvo un zumo de pomelo, se instaló en su lugar habitual en el estudio.
– Alguien tiene que ocuparse de esto -le dijo a su marido-. ¿Se puede saber qué habéis hecho hasta ahora?
– Pero, Amanda, ¡si no ha habido tiempo! Ni siquiera han pasado…
Ella asintió con aire triunfal.
– ¿Lo ves? Nadie ha hecho nada todavía. Ni tan sólo puedo llorar en paz la muerte de mi hija, porque soy el único ser práctico de esta casa. Hay que avisar a tanta gente, mandar telegramas… ¿Los hay con el ribete negro? ¿Y qué hacemos con los regalos? A lo mejor Louisa lo sabe, ya que la boda de Alban se anuló tan de repente.
El doctor Chandler parpadeó ante semejante demostración de eficacia.
– ¿Y tenemos que hacer todo eso ahora, Amanda?
– No cabe duda de que es mi deber -declaró Amanda en tono severo-. Ya sé que podrías cancelar tus visitas en el hospital, pero no me serías de gran ayuda. Aunque podrías mandarme a Elizabeth. Le agradecería mucho que me echase una mano. Puede que también necesite a Geoffrey, así que, por favor, dile que no haga planes para hoy. ¿Supongo que aún no habéis llamado al padre Ashland?
– Amanda, sabes que odia que lo llamen «padre».
– Entonces debería haber sido baptista. Siendo episcopaliano, te aseguro que el término es correcto. Y ahora, pongámonos a trabajar mientras me quedan fuerzas.
– Está bien -contestó inclinando la cabeza.
– Gracias. Antes que nada, necesito saber cuándo la podremos enterrar. ¿Te han dicho algo?
– Todavía no, pero si vas a organizar el funeral, le pediré a Michael que venga a hablar contigo.
– ¿Para qué, Robert?
– Bueno, estaban a punto de casarse…
– Eso es irrelevante. Él no forma parte de la familia. Su opinión al respecto no me interesa lo más mínimo. Y ahora, por favor, ve a buscar a Elizabeth.
El doctor Chandler estaba dispuesto a continuar la conversación, pero se lo pensó mejor y decidió marcharse.
– Estaré en el estudio si me necesitas.
Amanda se reclinó en la silla y examinó la lista de invitaciones. Hizo una pequeña marca en lápiz junto a los nombres de los invitados de fuera de la ciudad y subrayó aquellas personas a las que se debía notificar lo sucedido por telegrama. Había que telefonear a Todd & O'Connor aquella misma tarde para concretar todos los preparativos. Un funeral con poca gente, tal vez, dadas las circunstancias. Se estremeció sólo de pensar que podrían venir periodistas o cámaras de televisión. Lo mejor sería preguntárselo a Azzie Todd, aunque posiblemente no lo sabría. Quizás el padre Ashland podría ayudarla. Aunque a fin de cuentas todo dependería de ella, como siempre. Y, por supuesto, contaba con la ayuda de su padre.
Hacía tiempo que había excluido a su marido de la lista de «consejeros». Sus sentimientos hacia él se habían convertido en una mezcla de decepción y de responsabilidad maternal que ocultaba bajo una enérgica eficacia. Ya ni siquiera tenía en cuenta sus opiniones o sentimientos. Lo cierto era que, a sus casi cincuenta años, Amanda Chandler seguía siendo «la niña de papá».
Cuando intentaba recordar por qué se había casado con Robert, las respuestas que obtenía siempre eran vagas. Le había agradado la idea de que estudiase medicina, pero no descubrió hasta más adelante que Robert estaba decidido a ser un médico rural toda su vida. Al principio había sido todo muy romántico: dos primos segundos enamorados, arriesgándose a tener hijos con dos cabezas, como decía una antigua superstición. Tal vez Amanda insistió en casarse para provocar a su padre, pues esperaba que él reaccionase con un arrebato de ira y prohibiese el matrimonio. Por el contrario, William Chandler se mostró atento y cordial con el futuro esposo, y afectuosamente distante con ella. Era como si hubiese decidido marcar las distancias con su hija a nivel emocional. Años más tarde, cuando se retiró de la Marina y se fue a vivir con ellos, seguía llevándose bien con Robert y con los chicos. Pero Amanda no podía evitar reprocharle en silencio su actitud hacia ella, hasta que un día se dio cuenta de que lo había decepcionado por no haberse convertido en una mujer independiente y triunfadora. Ni siquiera se había casado con un titán. Y, peor aún, no había logrado ser feliz ni hacerle feliz a él. La niñita de papá era un fracaso.
Amanda se colocó las gafas de lectura en la punta de la nariz y miró el reloj de pared. Las nueve y cuarto de la mañana. Era demasiado pronto, pero, por otra parte, se encontraba bajo una tensión terrible y no había tomado un calmante desde la noche anterior. Abrió el armarito y sacó una botella de bourbon Oíd Grand-Dad de detrás de las revistas de moda.
El despacho de Bryce y Simmons en Main Street se hallaba muy cerca de la oficina de Wesley Rountree, situada en un ala del palacio de justicia. Rountree se tomó su tiempo, pues la cita era a las nueve y media y no quería llegar demasiado pronto. Doris había aparecido a las ocho y media, cuando él ya se encontraba con Hill-Bear repasando el programa del día, y acabaron tomando un café los tres mientras les contaba el caso Chandler.
Rountree frunció el entrecejo al ver el envoltorio de un caramelo en la acera. Clay siempre recogía todo lo que veía tirado por el suelo, alegando que no soportaba la suciedad, y Rountree solía preguntarle si dejaría escapar al ladrón de un banco para recoger una lata de cerveza. Aun así, no cabía duda de que era un acto de civismo. Rountree lanzó un suspiro. No había ningún ladrón a la vista, así que se agachó tímidamente, cogió el papel y se lo guardó en el bolsillo hasta que encontrara una papelera.
– ¡Buenos días, Wesley! Ya veo que no paras, ¿eh?
Rountree se enderezó. Marshall Pavlock, director del periódico The Chandler Grove Scout, tenía la mirada entusiasta de quien acaba de descubrir el reportaje principal de su próximo número.
– ¿Tienes un minuto, Wes? -preguntó en tono educado.
Rountree sabía que la noticia saldría a la luz tarde o temprano, de modo que decidió confiar en él. Normalmente Marshall era bastante responsable, puesto que los protagonistas de sus artículos eran también sus vecinos. Cuando detuvieron a Vanee Wainwright por embriaguez y alteración del orden público, omitió todo tipo de detalles, como las patéticas notas que Vanee escribió en las ventanas de la caravana de su ex mujer. La mayoría de los habitantes de Chandler Grove conocían este tipo de detalles mucho antes de que se publicara el artículo, y coincidían en que tales incidentes no tenían por qué aparecer en la prensa. Marshall Pavlock reservaba toda clase de cotilleos para la sección en la que eran más apreciados: las páginas de sociedad. No sólo describía a sus lectores cómo eran los vestidos de la novia y de las damas de honor, sino que puntualizaba quién los había diseñado, quién había hecho la tarta nupcial y, por descontado, quién la había cortado y quién había tenido el placer de degustarla. Tenía reservada media página para este tipo de reportaje sobre la boda Chandler-Satisky, pero ahora Eileen aparecería en otra sección del periódico.
– ¿Qué puedo hacer por ti, Marsh? -preguntó Rountree con una amplia sonrisa.
Marshall se la devolvió.
– Tendrías que haber sido un jugador de póquer, sheriff. Sabes perfectamente lo que quiero. Cuéntame lo de la hija de los Chandler.
Hacía tiempo que Rountree ya no trataba de averiguar el origen de las noticias del condado. Parecía que la gente se comunicara por telepatía. Sin embargo, en este caso descartó la percepción extrasensorial y se decantó por unos cuantos sospechosos: Doris, Jewel Murphy y Mildred Webb.
– ¿Así que ya lo sabes?
Marshall sacó una libreta del bolsillo de su chaqueta.
– Me he enterado de que ayer llevaste el cuerpo al forense y que no está muy claro de qué murió. ¿Me puedes dar un poco más de información? Rountree le echó un vistazo a su reloj.
– Bueno, tengo una cita dentro de unos minutos, así que tendrá que ser muy breve.
– No se suicidó, ¿verdad?
– No, Marshall, de eso estoy seguro. Según Mitchell Cambridge, la víctima murió ayer por la mañana a consecuencia de la mordedura de una serpiente venenosa…
– ¡Un accidente! Pobrecita…
– … después de que la golpearan en la cabeza y la arrojaran encima de la serpiente -terminó Rountree, advirtiendo con satisfacción que Marshall Pavlock le observaba boquiabierto-. En la esquela, di sólo que murió «repentinamente», como de costumbre. Y en cuanto al artículo, ya me pondré en contacto contigo más adelante. De momento escribe lo de siempre: «El sheriff Rountree y sus hombres aún están investigando, bla, bla, bla.»
– Pero…
– Tengo que irme, Marshall. Adiós.
Tommy Simmons no solía trabajar los sábados. Ésa era una de las razones por las que había decidido ser abogado: para poder permanecer en las cenas hasta el final mientras sus amigos médicos abandonaban la mesa tras recibir una llamada para practicar una apendicetomía urgente. Este sábado era pues una excepción, al igual que era excepcional que una de sus clientes se viese envuelta en un crimen violento, aunque fuese en calidad de víctima. Si bien los encuentros con Rountree eran bastante rutinarios, solían tratar de asuntos menores. Simmons oyó cómo se abría y se cerraba la puerta principal.
– ¡Abran en nombre de la ley! -gritó Rountree desde el recibidor.
Simmons abrió la puerta de su despacho con una amplia sonrisa.
– ¿Trae una autorización, señor?
£1 sheriff agitó una caja de sacarina.
– ¡No! ¡Sólo una petición de café!
– Ahora mismo te lo traigo. Pasa.
Rountree se sentó al otro lado de la mesa de Simmons y se puso a examinar el expediente.
– Es muy triste, Wes -dijo el abogado en un tono sincero que le habría reportado muchos votos en unas elecciones-. ¿Sabes? Estuve hablando con ella antes de ayer.
– Eso he oído. ¿Y de qué hablasteis?
Simmons se mostró muy cauto.
– No sé hasta qué punto debería revelar los asuntos de un cliente…
– Tom, ya sé que cuando te comuniqué que había muerto, pensaste que había sido un accidente… o tal vez un suicidio -rectificó al ver la expresión de Simmons-. Pero ahora puedo asegurarte que tenemos entre manos un asesinato.
– Ah -dijo Simmons con voz débil.
Rountree le explicó en qué circunstancias había muerto Eileen.
– Tengo entendido que hay un testamento de por medio.
– Bueno, Wesley, lo había, pero no va a recibir el dinero porque no llegó a casarse.
Le contó las condiciones del testamento de Augusta.
– Supongo que alguien podría haberla matado para quedarse con el dinero de la herencia.
– Son unos doscientos mil dólares, de los que hay que descontar los impuestos.
– ¿Así que fuiste a verla para hablar de la herencia?
– Sí, pero una vez allí, me dio un testamento que había redactado ella misma.
– Volveremos a eso enseguida. ¿Quién era el albacea del primer testamento, el de toda esa cantidad de dinero?
– El capitán William Chandler, el hermano de la testadora. Por supuesto, el dinero está invertido, y él…
– Muy bien. Pero si Eileen Chandler ya no va a recibir ese dinero, ¿a quién le corresponde ahora?
– Bueno, a nadie en particular. Quiero decir que…
– ¿A ti o a mí?
Simmons sonrió.
– Está bien, Wes. Ya te entiendo. Los posibles legatarios son: Alban Cobb, Charles Chandler, Geoffrey Chandler, Elizabeth MacPherson y William D. MacPherson. El primero que se case heredará el dinero.
Rountree los contó con los dedos.
– Bien. Ya tenemos cinco sospechosos.
– Cuatro -le corrigió Simmons-. Creo que William MacPherson no ha venido a la boda.
– Entonces cuatro. ¿Y el novio? Has dicho que Eileen Chandler hizo un testamento. ¿Y si especificó que él se quedara con el dinero?
Simmons vaciló un momento antes de sacar el documento escrito a mano.
– Bueno, no tendría importancia, Wes. No podía dejarle ese dinero a no ser que antes le perteneciera legalmente. Yo podría dejarte el puente de Brooklyn, pero a menos que fuese mío…
– Ya veo. ¿Es ése su testamento? -preguntó Rountree alargando la mano.
– Está bien, Wes, puedes leerlo. Pero antes, será mejor que te diga que este testamento es realmente increíble. -Se lo entregó al sheriff al tiempo que sacudía la cabeza-. Realmente increíble.
Geoffrey apartó la cortina con la mano y contempló el castillo de Alban, totalmente blanco a la luz matutina.
– ¿Te dijo que vendría?
– Me imagino que vendrá más tarde -repuso Elizabeth-, pero la verdad es que no me lo dijo. ¿Quieres que le llame?
Geoffrey se encogió de hombros.
– No, da igual. Él no puede hacer nada. Además puedo hablar contigo, ¿verdad?
Elizabeth se quedó perpleja.
– ¿Sobre qué?
– Bueno… sobre esta situación tan teatral en la que estamos metidos -replicó gesticulando-. Es como lo contrario de Hamlet, ¿no te parece? Ese verso que dice: «El banquete del funeral se ha convertido en el plato frío de la boda.» Es lo mismo, sólo que al revés.
– Siempre estás citando a Hamlet -observó Elizabeth-. Espero que no estés planeando mencionárselo a algún periodista. Esa cita podría ser lo bastante efectista como para aparecer en titulares.
– No temas, prima -repuso Geoffrey en tono severo-. No tengo la menor intención de fomentar ningún tipo de sensacionalismo ni de alcanzar la inmortalidad en las páginas de alguna revista del crimen. Sólo quiero descubrir quién lo hizo.
– Y cuando lo sepamos, es posible que no tenga ningún sentido -suspiró Elizabeth-. Probablemente será algún desconocido que ni siquiera sabe por qué lo hizo.
– Eso nos vendría muy bien, ¿no te parece? -espetó Geoffrey.
– ¿Crees que sería mejor averiguar que ha sido alguien que conocemos?
– Mientras lo sepamos algún día… No creo que fuese un acto violento y sin sentido o un homicidio accidental. Volviendo a Hamlet: «Aunque sea locura, hay cierto método en ella.»
– Más Hamlet -murmuró Elizabeth.
– Eso se llama «trovar». Deberías oír a Sinclair. Es capaz de trovar a lo largo de toda una conversación. ¡Es maravilloso!
– Ya me lo imagino.
– Tengo que llamarle para que aplacemos la obra. Mamá querrá que esperemos unos seis meses, o tal vez podrían hacer algo sin mí mientras tanto. -Se acercó a la estantería y sacó un enorme libro de citas. Al llegar a la «S», deslizó el dedo por la página y empezó a recitar: «Deseo y destino son tan contrarios, que nuestros designios jamás se cumplen.»
– Es trampa utilizar el libro.
– Sólo quería comprobar qué acto era.
– Es de Hamlet, claro.
– Por supuesto.
El duelo se vio interrumpido por el timbre de la casa.
– «La campana me invita -dijo Elizabeth mientras salía corriendo a abrir-. No la escuches, tú, Duncan…»
– ¡Tú citando a Macbeth -gritó Geoffrey.
Cuando Elizabeth regresó al cabo de un momento, Geoffrey seguía hojeando el Diccionario de citas.
– Es Taylor, el ayudante del sheriff -le informó Elizabeth-. Ha venido a decirnos que estaba inspeccionando el escenario del… el lago.
Geoffrey asintió sin levantar la vista.
– Le he dicho que no hay ningún problema. -Se volvió a sentar y cogió el libro que estaba leyendo. Lo había encontrado en la biblioteca de los Chandler: En busca de Troya. El romance de la arqueología.
– ¿Sabes que trae mala suerte citar a Macbeth! -observó Geoffrey.
– ¿Por qué? Es mi obra preferida.
– Pues trae muy mala suerte. La gente de teatro procura evitar mencionarla a toda costa. Sinclair me dijo que, en el siglo XVI, el primer actor que interpretó a lady Macbeth se puso enfermo antes del estreno y lo tuvo que sustituir el propio Bardo. Al parecer el chico murió mientras se representaba la obra.
– Pura coincidencia -observó Elizabeth.
– No exactamente. En los años treinta dos actores cayeron enfermos después de que les dieran el papel, y cuando lo interpretó Laurence Olivier, se le partió la punta de la espada e hirió a un espectador, que tuvo un ataque al corazón.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Elizabeth.
– Muchos actores ni siquiera se atreven a pronunciar el título, y ya no digamos citarla. La llaman «la obra escocesa».
– Pues Alban la estuvo citando anoche. Cuando le conté lo de Eileen, dijo: «Un día u otro había de morir.» Espero que no le traiga mala suerte.
– Nunca se sabe. Igual dentro de unos años le obligan a tragarse un concierto de gaitas…
De pronto llamaron a la puerta y el doctor Chandler apareció con una sonrisa de disculpa.
– Perdona, Elizabeth. ¿Te puedo molestar un momento? Tía Amanda te está buscando. Está abajo, en el estudio. No consigo que descanse. Dice que hay demasiadas cosas que hacer. Es una mujer muy valiente, Elizabeth, pero no permitas que se agote.
– Lo intentaré -murmuró Elizabeth mientras se preguntaba cómo se podía impedir que Amanda hiciese algo que se había propuesto.
Cuando llegó al estudio de madera de pino (o, como decía Geoffrey, «la guarida de mamá»), Elizabeth vio a Amanda escribiendo notas en el reverso de un sobre. Con el cabello rojizo recogido en un moño despeinado y las gafas en la punta de la nariz, tenía todo el aspecto de una institutriz.
– Aquí estoy, tía Amanda.
– Ah, muy bien, Elizabeth. Hay tanto que hacer. Montones de cosas. Es muy amable de tu parte ofrecerte a ayudarme. -Elizabeth se quedó de piedra al oír aquello, y Amanda prosiguió-: He pensado que lo mejor es que carguemos nosotras con todo en lugar de molestar al pobre Michael. ¿Te parece bien? -Amanda dio unas palmaditas en el cojín del sofá que había junto a su butaca. Elizabeth se apresuró a sentarse.
– Lo primero que tenemos que hacer es redactar un telegrama para avisar a los invitados que viven fuera de la ciudad. Ah, y me gustaría que llamases a Todd & O'Connor. Busca el número en la guía, y… vamos a ver…
Cuando le tendió el sobre en el que estaba escribiendo, Elizabeth se apartó involuntariamente. ¿Qué era aquel olor? Tardó unos instantes en identificarlo, pues jamás habría asociado a tía Amanda con el whisky. La contempló con renovado interés, y Amanda, creyendo que aquella muestra de atención se debía a la dedicación de su sobrina a la labor, siguió explicándole las obligaciones del día.
«Qué reacción más extraña ante la muerte de Eileen -pensó Elizabeth-. No sé si debería decírselo a tío Robert.» Se esforzó en volver a prestarle atención a Amanda, que no dejaba de repetirse y de divagar sobre detalles triviales.
– … Todd & O'Connor. ¿Te he dicho ya que los llames? Menuda pinta de tonto tiene ese Azzie Todd. Es como un palo con orejas… -dijo soltando una risita.
– Le llamaré, tía Amanda -replicó Elizabeth alzando la voz.
– Y no hay que olvidar las flores -añadió Amanda alegremente-. Tenemos que mandar flores a los invitados de fuera de la ciudad…
«No puede ser -pensó Elizabeth con un suspiro-. Una cosa es decirle a un estudiante achispado que se vaya a dormir hasta que se le pase la borrachera, y otra muy distinta es tener que hacer lo mismo con tu propia tía.» Lo triste del estado de Amanda era que revestía cierta dignidad. «Muy bien, haré la llamada y me ocuparé de los preparativos -decidió Elizabeth-, pero no pienso aguantar esto ni un minuto más.» Tras murmurar una excusa cualquiera, salió huyendo de allí.
Fue en busca del doctor Chandler, pero no le encontró ni en el salón ni en la biblioteca. Entonces miró en el comedor de desayuno, pensando que podría haber ido a tomar un café. Y allí estaba Carlsen Shepherd, leyendo el periódico de Atlanta mientras comía unas tostadas.
– ¿Dónde está tío Robert? -preguntó Elizabeth sin más preámbulos.
– Ha ido al hospital -respondió Shepherd-. Ha dicho que volverá antes del mediodía. Y buenos días a ti también.
Elizabeth se sonrojó.
– Lo siento. Es que estoy muy hada. Tengo que hablar con tío Robert porque… -De repente agrandó los ojos y añadió-: ¡Ah! ¡Usted también es médico!
Shepherd dejó el periódico con un fuerte suspiro.
– No. Yo soy psiquiatra. No llevo medicinas encima, ni receto Valium, y no distingo un envenenamiento por zumaque de una urticaria. Lo siento.
– ¡Pero esto es muy grave! -insistió Elizabeth bajando la voz-. Creo que mi tía Amanda ha estado bebiendo.
En lugar de responder, Shepherd empezó a saborear otra tostada.
– ¿Cree que es normal? -preguntó Elizabeth.
– Bueno, en su caso sí, claro.
– ¿Se refiere al hecho de que reaccione así ante la muerte de Eileen?
– No. Es normal que beba. Es una alcohólica, y yo diría que eso está a punto de convertirse en algo crónico.
– ¿Cómo dice? -tartamudeó Elizabeth.
– Sí. Te lo menciono porque has irrumpido aquí preguntando por el doctor Chandler, seguramente con la intención de contárselo al pobre hombre. Así que he pensado que lo mejor sería disuadirte y ahorrarles a todos un mal trago. ¿Te apetece una tostada?
– ¿Él lo sabe? -preguntó Elizabeth tomando asiento.
Shepherd asintió con la cabeza.
– Es muy evidente, ¿no crees? Existe todo tipo de razones psicológicas: una mujer dominante casada con un hombre pasivo, la fijación que tiene con su padre, su perfeccionismo. Digno de un libro de texto. Y todos los detalles en los que no pareces haberte fijado, como el hecho de que se meta en su habitación después de cenar y que nadie la vuelva a ver hasta el día siguiente. Ésa es la hora de la bebida. O que coma tan poco, sus estados de ánimo…
Elizabeth asentía con aire ausente, mientras trataba de recordar el comportamiento de Amanda durante los últimos días. Todo cuadraba ahora que alguien le había dado una explicación.
– Bueno, y ahora que lo sabes, ya puedes hacer como todo el mundo: ni caso. Tómatelo como una excentricidad más de la familia, como el teatro o los veleros.
– ¿No debería recibir ayuda? -preguntó Elizabeth.
– Y a continuación me dirás: «Usted es psiquiatra» -espetó Shepherd-. Mira, hace años que tiene un problema con la bebida y no lo va a solucionar teniendo una charla de diez minutos conmigo, ni con el Papa, ni con nadie. Es ella la que debe pedir ayuda. Y en estos momentos, ni siquiera admitiría que es alcohólica.
– Ya.
– Así que no pienso darle ningún consejo porque no me escucharía. Para ella sería muy embarazoso y para mí una pérdida de tiempo. Sin embargo te lo voy a dar a ti, ¿de acuerdo?
– Sí, por favor.
– Vuelve allí y compórtate como si nada. Haz todas las llamadas y recados que te pida la pobre mujer y acaba lo antes posible. Entonces dile que sabes que está destrozada, o lo que sea, y mándala a su habitación para que duerma un poco. Esta tarde ya se le habrá pasado.
– Supongo que no habrá ningún problema. Y actúo como si ella estuviese muy afligida, ¿no?
Shepherd asintió.
– Bueno, es que lo está. Sólo que es infeliz desdé hace mucho tiempo.
Clay Taylor jamás habría admitido que se sentía inquieto caminando por el sendero que conducía al lago de los Chandler. Hacía el mayor ruido posible apartando los arbustos con la mano y pisando las ramas del camino para dar una imagen de total despreocupación, que remataba silbando la melodía de «Entraremos en Jerusalén». Y menos mal que no se paró a pensar en las implicaciones de dicha canción, porque en realidad estaba más nervioso de lo que quería creer. Había dejado de intentar distraerse pensando en el partido de béisbol del martes por la noche o elaborando mentalmente la lista de la compra, y acabó imaginando unos peligros tan rocambolescos que la entretenida «película» que se montó en la cabeza le hizo olvidar cualquier clase de peligro real. En ella, una enorme bestia de las marismas, de veinte millones de años y con aletas, acababa de despertar en las profundidades del lago de los Chandler, y…
Cuando llegó a la orilla, su historia imaginaria tocaba a su fin, y él, vestido con el traje de buceo, arponeaba al pez monstruo y destruía sus huevos en el fondo del lago.
Clay contempló el apacible paisaje y esbozó una amplia sonrisa. Esta vez no se había traído todo el material de investigación porque ya habían inspeccionado el escenario del crimen el día anterior. Su tarea se limitaba a localizar cualquier elemento extraño en el lago y sus alrededores, aquellos detalles en los que se fijaría un pintor. Tenía un saco de yute donde ir metiendo las pruebas, aunque no sabía si antes debía fotografiarlas. De todos modos, se había olvidado la máquina fotográfica, de manera que si encontraba algo, tendrían que creer en su palabra.
Por fin llegó al lugar exacto donde había estado el caballete, lo descubrió gracias a las marcas que habían quedado en la hierba. Miró hacia el bosque, que era muy espeso y tenía el suelo cubierto de maleza. Por tanto, no habría allí mucha visibilidad. Todo muy normal. Había leído en alguna parte que unos excursionistas habían encontrado un pedazo de tela en unas zarzas que resultó ser un retal de la camisa de un niño desaparecido cuyo cuerpo apareció enterrado no muy lejos de allí. Se puso a examinar todos los arbustos a la vista, pero no vio ningún harapo que indicase la existencia de un cadáver en el bosque. Entonces decidió explorar el lago. Tal vez hubiese algo flotando en la superficie. ¿Quizás una bolsa con el anagrama de un banco, señalando el lugar donde habían depositado el botín de un atraco, bien resguardado dentro de cajas herméticas? Sólo que en la región nadie había robado ningún banco desde 1952, y en aquella ocasión se recuperó todo el dinero.
Taylor se imaginó a Rountree sacudiendo la cabeza y diciéndole: «Deja ya de investigar, muchacho, y sigue buscando.» Obedeció al fantasma del sheriff y siguió inspeccionando la zona: cielo azul, pinos, lago de un marrón verdoso, un par de libélulas amenazadas por las lubinas, y el sol centelleando en el agua. De pronto se fijó en algo que brillaba cerca de la orilla. ¿Qué sería? Caminó hasta el borde del agua para examinarlo de cerca. Sólo era un pedazo de vidrio marrón en el fondo del lago que había captado un rayo de luz. Pero cuando le echó un segundo vistazo, se dio cuenta de que había muchos cristales más. Aunque no debía preocuparse de las huellas dactilares, sacó un pañuelo del bolsillo para no cortarse y extrajo del agua el fragmento de vidrio. La etiqueta decía: Oíd Grand-Dad. ¡Menudo descubrimiento! Se disponía a arrojarlo al agua de nuevo cuando decidió seguir inspeccionando el fondo del lago. A falta de otra cosa… Mientras trataba de sacar alguna conclusión, extrajo el resto de la botella, y luego otra, y otra, y otra…
Media hora más tarde, Taylor regresaba a la ciudad con el saco de yute lleno de botellas de whisky mojadas. Estaba claro que alguien las arrojaba al lago para que nadie las viera en el cubo de la basura. Eran demasiadas. Miró el reloj del coche y vio que aún disponía de más de una hora antes de encontrarse con Rountree para el almuerzo. Tal vez habría averiguado algo para entonces. ¿Dónde comprarían la bebida si no querían que nadie se enterase? «Desde luego, no en Chandler Grove», pensó con una amplia sonrisa.
Se detuvo en el cruce de Hinty's Crossing, donde había una señal que decía: «Chandler Grove 8 km, Milton's Forge 20 km», con flechas que apuntaban en direcciones opuestas. Tras vacilar unos instantes, Taylor giró a la izquierda, hacia Milton's Forge.
Cuando llegó al establecimiento de bebidas alcohólicas de Milton's Forge, Taylor ya tenía preparado su interrogatorio. Si bien aquella localidad no estaba dentro de su jurisdicción por pertenecer al condado vecino, decidió que no era necesario ocupar un cargo oficial para hacer unas cuantas preguntas a un simple empleado. Al fin y al cabo sólo era una corazonada. Únicamente le preguntaría un par de cosas que tal vez ni siquiera tuvieran nada que ver con el caso en sí.
Al entrar en la tienda, Taylor se enderezó la pistolera e intentó dar una imagen seria y profesional. Entonces depositó una de las botellas de whisky que aún estaba entera sobre el mostrador.
– No las rellenamos, amigo -dijo el empleado en tono pausado.
Con una mueca de fastidio, Taylor sacó su chapa de identificación y se la mostró.
– Me gustaría hacerle un par de preguntas -dijo en tono severo.
– Y tampoco vendemos a menores.
Taylor exhaló un suspiro.
– ¿Deja que le haga una pregunta?
– Como quiera -replicó el hombre encogiéndose de hombros-, pero dudo que pueda ayudarle.
– Necesito saber si usted vende esta marca de whisky.
El tipo sonrió.
– Tercer pasillo a la derecha. Cójala usted mismo.
– ¡No quiero comprar nada! ¿Vende muchas botellas de éstas?
– Pse. No tanto como otras. La del caballo es la que más se vende.
– Muy bien, así que si alguien comprara muchas botellas de éstas, se acordaría, ¿verdad?
– Supongo que sí.
– Bien. ¿Hay alguien que compre mucho whisky de éste? -Clay empezaba a lamentar no haber traído una autorización. O tal vez a un juez.
El empleado se lo pensó un momento.
– ¿Quiere decir muchas de golpe, o un par de botellas de cuando en cuando?
– Da lo mismo. Cualquier cosa que recuerde de algún cliente al que le guste esta marca.
– Bueno, el viejo Twiny de Baraard's Way se lleva una botella de vez en cuando…
– ¿Alguien más?
– Y Delbert. Antes de morir, Delbert…
– No. ¡Alguien más!
El empleado parpadeó.
– Bueno, hay una mujer que viene cada dos semanas. Dice que son para una fiesta, pero la verdad es que debe dar un montón de fiestas. Claro que, con la ropa y el coche que lleva, no hay duda de que se lo puede permitir.
– ¿Tiene idea de quién es? -preguntó Taylor en tono impaciente.
– No, pero conduce un coche de color verde, muy grande.
«Los Chandler tienen un coche verde», pensó Clay satisfecho. Sus sospechas comenzaban a confirmarse.
– ¿Y cómo es?
El hombre frunció el entrecejo.
– Como una maestra de escuela primaria -respondió con voz monótona-. Nada más verla te la imaginas azotándote en el trasero con una regla. Las pelirrojas suelen tener muy mal genio, y cuando se hacen mayores…
Según el reloj que había detrás del empleado, tan sólo faltaba media hora para la cita con Rountree, de modo que Taylor se apresuró a darle las gracias y le dijo que tal vez volvería más tarde. De momento no necesitaba nada más para darle un informe preliminar al sheriff: él mismo habría sido incapaz de hacer una descripción mejor de Amanda Chandler.
El café Brenner's, conocido por sus precios razonables y su comida casera más que por su decoración, era el restaurante favorito de casi todos los habitantes de Chandler Grove. Solían ir a almorzar allí aquellos que vivían demasiado lejos del trabajo para ir a comer a casa, y se les veía charlando ante un cuenco de chile o el plato especial de jamón del país. Clay encontró a Rountree sentado en su mesa preferida, bajo el calendario de la vaquera montada a caballo, con una lata de Coca-Cola light.
– Todavía no he pedido nada. Te estaba esperando -dijo Rountree cuando Clay se sentó frente a él-. No tengo prisa.
Clay asintió con la cabeza. Hoy era sábado, con lo cual el almuerzo de Rountree consistiría en una ensalada y una Coca-Cola baja en calorías, un régimen que el sheriff se había impuesto y que seguía cuatro días a la semana. Taylor examinó el menú que figuraba en una pizarra sobre el mostrador y trató de escoger algo que no fastidiase demasiado a Wesley.
Al final los dos pidieron una ensalada y, en cuanto se hubo alejado la camarera de la coleta, Clay se inclinó sobre la mesa y dijo:
– He descubierto algo.
Rountree suspiró.
– Me lo imaginaba. Desde que te has sentado no has dejado de sonreír de oreja a oreja. ¿Ha confesado alguien?
– No, pero casi. -Clay le contó lo de las botellas que había encontrado en el lago y su entrevista con el empleado de la tienda de licores de Milton's Forge, todo lo cual le había llevado a concluir de que la compradora de aquel whisky era Amanda Chandler, madre de la fallecida-. ¿Qué te parece? -preguntó alegremente.
Rountree escuchó toda la historia sin interrumpirle una sola vez.
– Así que la madre, ¿eh? Mis sospechas no iban por ahí.
– Ya lo sé. Es muy extraño. Supongo que una mujer tan pendiente de los demás como ella no querrá que la gente sepa lo mucho que bebe -dijo Clay, todavía encantado con su capacidad de deducción-. Qué rara es la gente, ¿verdad? Imagínate que Vanee Wainwright mata a alguien por haber descubierto que bebe.
Rountree resopló.
– Cualquiera que no sepa que Vanee Wainwright bebe es que está muerto.
– ¿Y ahora qué hacemos, Wes? -Taylor se preguntó si sería necesario pasar por la oficina para coger los rifles.
– Supongo que lo mejor será ir a hablar con ella.
– ¿Así que crees que tengo razón?
– Bueno…, podría ser -dijo Rountree en tono vacilante.
Taylor esbozó una amplia sonrisa.
Rountree cogió la cuenta y añadió:
– Hasta un reloj parado señala la hora correcta dos veces al día.
Elizabeth ya había hecho todas las llamadas, escrito diez cartas y preparado unos bocadillos para el almuerzo cuando Wesley Rountree interrumpió su sesión de trabajo. Amanda, que llevaba toda la mañana redactando la esquela para el periódico Scont, se la estaba leyendo a su sobrina mientras comían en el estudio.
– … una hija ejemplar y una consumada pintora expresionista. ¿Crees que debería poner «painteuse», Elizabeth?
En esto apareció Rountree ladeándose con aire incómodo, el sombrero blanco, y seguido de Mildred y del ayudante Taylor. Elizabeth señaló hacia la puerta con un leve gesto de la cabeza, y Amanda, al reconocer al sheriff, asintió con cara de satisfacción.
– ¿Sí, sheriff? ¿Qué desea?
– Bueno, señora, nos gustaría hablar a solas con usted, si nos lo permite -dijo Rountree con la mayor cortesía posible. Quería evitar un ataque de histeria a toda costa, pero debía proceder al interrogatorio.
Amanda lo observó detenidamente durante unos instantes.
– Ve a ver cómo está tu abuelo, querida, mientras converso con estos caballeros.
Con la bandeja del almuerzo en las manos, Elizabeth pasó ante los dos policías y abandonó la habitación. Una vez cerrada la puerta, Wesley Rountree se sentó en el sofá de cretona e indicó a Clay que ocupara la silla de al lado. Clay sacó discretamente su libreta y un bolígrafo, y esperó a que comenzara el interrogatorio.
Se tratase o no de una sospechosa de asesinato, Rountree estaba decidido a mostrarse educado. Más que nada era cuestión de costumbre, ya que no sentía demasiada simpatía por las triunfadoras sociales.
– Señora, estimamos que usted debe estar al corriente de nuestras pesquisas tras un suceso tan lamentable.
– Sí. Creo que han tenido tiempo suficiente para averiguar algo.
– Bueno, hemos estado investigando el caso. Lo primero que hemos hecho esta mañana ha sido inspeccionar el lago, dado que el cuadro ha desaparecido. Buscábamos alguna pista que nos indicase qué estaba pintando su hija, y tenemos una teoría.
Amanda no parecía muy impresionada.
– ¿Podría saber cuál es esa «teoría»?
Rountree prefirió no responder directamente a la pregunta.
– Bueno, creemos que la muerte de su hija fue un accidente, pero no del todo. Quiero decir que fue provocado por alguien. Es cierto que alguien la golpeó en la cabeza, pero no creemos que tuviese intención de matarla. Me parece que, dadas las circunstancias, no sería correcto hablar de un asesinato en primer grado. El acusado hasta podría ser juzgado por homicidio no premeditado, siempre que estuviese dispuesto a cooperar.
– ¿Y por qué le explica todo esto a una madre que acaba de perder a su hija? -preguntó Amanda entornando los ojos.
El sheriff cambió de postura con aire incómodo. Lo que se disponía a decirle requería muchísimo tacto para evitar que se pusiera histérica.
– Bueno, creemos que su hija estaba pintando algo que no debía y que tenía que ver con el lago, ya que siempre pintaba allí. Así que esta mañana he mandado a Clay a ver si encontraba ese algo que alguien no quería que apareciese en el cuadro. -Le dirigió una mirada alentadora, pues aquello no iba a resultar nada fácil-. Y lo ha encontrado. ¿Quieres decírselo tú, Clay?
El ayudante bajó la vista y dijo en un tono de disculpa:
– En el fondo del lago, en el lado más cercano a la casa, he encontrado un montón de botellas de whisky vacías. Se veían desde el lugar donde estaba el caballete. Eran todas de la misma marca: Oíd Grand-Dad.
– Muy bien. Eso les permitirá dar con el vagabundo que lo hizo. No hay más que buscar a un hombre que beba esa marca -dijo Amanda con voz impasible.
– No, señora -replicó Rountree-. En primer lugar, no creo que ningún vagabundo pudiera permitírselo. Si se tratara de botellas de vino de ochenta y nueve centavos, posiblemente le daría la razón.
– Y de todas formas había demasiadas botellas para ser todas de un mismo día -dijo Clay-. Algunas llevaban allí más tiempo que otras. Además he ido a comprobarlo a la tienda de licores de Milton's Forge, y… -Se le apagó la voz.
Rountree asintió con la cabeza. Lo mejor era decírselo cuanto antes.
– Sabemos que las compró usted, señora -agregó-, y podríamos demostrarlo mediante las huellas dactilares. El cristal es muy útil en estos casos. -Dirigió una mirada severa a su ayudante para que no metiese la pata mencionando el efecto del agua en las huellas.
Clay permaneció en silencio, al igual que Amanda, durante varios minutos.
– Ya veo -repuso ella en voz baja.
– No creemos que… esa persona que estamos buscando tuviera intención de matar a Eileen -dijo Rountree para calmar los ánimos-. En nuestra opinión sólo fue un… trágico accidente. Probablemente la pobre Eileen ni siquiera sabía lo mucho que significaba lo que estaba pintando. No pretendía hacerle daño a nadie. Pero alguien vio el cuadro y pensó que todas aquellas botellas desvelarían un secreto de la familia. Naturalmente, el alcoholismo es una enfermedad, como el cáncer, pero algunas personas no lo ven así. -Trató de que pareciera lo bastante respetable como para que Amanda confesara-. Así pues, el plan consistía en dejar a Eileen sin conocimiento el tiempo suficiente para robar el cuadro… y tal vez dejarla en el bote hasta que volviera en sí, pero el agresor no se dio cuenta de que había una serpiente…
Amanda lo contemplaba con una impenetrable expresión de tranquilidad. Al cabo de un momento, Rountree prosiguió, sin dejar de observar a su única oyente.
– Y si no llega a ser por la serpiente, todo habría salido bien, ¿no le parece? Eileen se habría despertado con dolor de cabeza y el cuadro habría desaparecido, y quizás hasta ella misma habría querido que fuese así si llega a conocer la verdad de lo que había pintado, si llega a saber que podría hacerle mucho daño a… alguien…
La mujer sentada en la silla permaneció callada.
Wesley Rountree lo volvió a intentar.
– Señora Chandler, vamos… Sabemos que fue usted quien compró ese whisky. Sabemos que usted tiene un problema con la bebida. No hay de qué avergonzarse. ¿No quiere decirnos cómo sucedió?
Amanda abrió los ojos de par en par.
– ¿Está insinuando que maté a mi hija?
– ¡No, claro que no! -le aseguró Rountree-. Sabemos que fue un accidente, que usted se asustó…
Amanda le clavó una mirada malévola e, inclinándose hacia delante, exclamó:
– ¡Será usted estúpido! Así que cree que ha descubierto un gran secreto, ¿verdad?
Los dos policías la miraron desconcertados.
– ¿Piensa realmente que mi familia no lo sabe? -inquirió, alzando la voz por momentos-. ¡Pues vayan a preguntárselo! -Señaló hacia la puerta cerrada-. ¡Vamos! ¡Pregúntenselo a cualquiera de ellos! Por supuesto nunca hablamos del tema, hacemos como si no existiera, pero le aseguro, señor Rountree, que mi familia es perfectamente consciente de la situación. Y Eileen también lo sabía. Y hubiera lo que hubiese en ese cuadro, ¡no eran botellas de licor! Somos una familia con ciertos valores morales, sheriff, y le puedo asegurar que mi hija jamás habría pintado algo así.
– Sí, todos lo sabíamos -dijo Robert Chandler a los agentes unos minutos más tarde.
Se hallaban en su estudio repleto de libros. Rountree y Taylor habían ido a hablar con él alegando que necesitaban comprobar ciertos puntos de las declaraciones de su esposa.
El doctor Chandler estaba inclinado sobre una máquina de escribir abollada, tapándose los ojos con la mano.
– No… no es algo reciente. He intentado hacerla entrar en razón, pero ella lo niega, como es natural. Dice que Mildred roba el whisky y cosas por el estilo. Y se niega rotundamente a recibir ayuda, así que hemos decidido vivir con ello sin… sin mencionarlo siquiera. -Esbozó una sonrisa de disculpa-. En general no se pone muy mal, salvo de vez en cuando, cuando está nerviosa. Yo tenía miedo de que se alterara con lo de la boda, y ahora esto…
Wesley Rountree asentía comprensivo.
– Doctor, teníamos la teoría de que quizá su hija había pintado esas botellas y, claro, cuando su mujer vio el cuadro, se puso nerviosísima y trató de dejarla sin conocimiento para poder robárselo. Creemos que fue un accidente.
– No -dijo Robert Chandler-. Cuando a mi mujer le entra el pánico, bebe.
– Pero es consciente de que tal vez mataron a su hija por ese cuadro, y que posiblemente fue alguien de esta casa, ¿verdad, señor?
– Si usted lo dice, supongo que tengo que creérmelo -replicó Chandler con un suspiro.
– Pues bien, nos sería de gran ayuda que nos dijera quién cree que podría ser.
– Dudo que le sirviera de algo, Rountree. Sólo podría decirle quién me gustaría que fuera -dijo el doctor con una tensa sonrisa.
– Me conformo con eso.
Por un momento, Rountree pensó que el doctor iba a confiar en él. Pero, tras un largo silencio, Chandler tan sólo añadió:
– Me temo que no sería ético.
Al ver que era inútil discutir con él, Wesley Rountree le dio las gracias por su colaboración y se fue en busca de otro miembro de la familia a quien interrogar.
Se encontraron con Elizabeth en el pasillo, pero al no ser un pariente directo, Rountree no la consideraba una de los sospechosos principales y decidió hablar con ella más adelante, después de interrogar al resto de la familia.
– Disculpa -dijo en tono cordial-. Es que no encuentro a nadie.
– ¿A quién busca? -preguntó Elizabeth con voz incierta.
– A Charles Chandler -replicó Rountree en tono decidido.
– Ah, está fuera, creo. Se pasa mucho tiempo tomando el sol. Vengan conmigo, les enseñaré el camino.
– ¿Tiene una roca favorita?
Elizabeth soltó una risita.
– ¿Quiere decir como si fuera un lagarto? No. Utiliza una silla. -Una vez roto el hielo, Elizabeth se aventuró a hacer una pregunta-: ¿Qué tal va la investigación?
– Como una muía preñada -declaró Rountree-. Sé lo que tengo que hacer, pero no sale nada.
– Las muías son estériles -explicó Clay ante la expresión perpleja de Elizabeth.
– Ah. -De pronto se le ocurrió una idea y se le iluminó la cara-. Oiga, sheriff Rountree, ¿le gusta dedicarse a servir a la ley?
– Ser sheriff es un trabajo que está bastante bien. A mí me gusta. ¿Sabes? Soy el único agente de la ley que mencionan en la constitución. No dicen absolutamente nada de los jefes de policía ni de la patrulla de autopistas, pero el término «sheriff» figura ahí, escrito en blanco y negro desde la época de los Padres Fundadores. Y tenemos un condado muy bonito y tranquilo, con un ambiente muy agradable la mayor parte del tiempo. ¿Estás pensando en meterte en la policía?
– No lo sé -repuso Elizabeth tras reflexionar un momento-. Acabo de salir de la universidad…
– Ah -dijo Rountree con aire entendido-. Bueno, pues te deseo mucha suerte. Yo también estudié sociología.
Encontraron a Charles repantigado en una tumbona leyendo un libro. Tras mostrarles dónde estaba su primo, Elizabeth se volvió a meter en casa mientras Taylor y Rountree se acercaban al siguiente sospechoso. Al oírlos llegar, Charles cerró el libro apresuradamente.
– ¿Me toca a mí ser entrevistado? -les preguntó-. ¿Podemos quedarnos aquí? He salido para despejarme un poco y no tengo ninguna prisa por volver ahí dentro.
Con un gruñido de fastidio, Clay Taylor sacó su libreta y un bolígrafo y se sentó en la hierba al lado de Charles.
Rountree permaneció de pie.
– Usted no vive aquí todo el tiempo, ¿verdad?
– No. Debe de ser eso, que no acabo de acostumbrarme.
– ¿Y dónde vive, señor Chandler?
Charles le dio la dirección.
– Vivo con un grupo de amigos. Mi familia lo llama una comuna. Al parecer creen que me paso el día haciendo el indio, pero en realidad somos todos científicos. A mí me interesa la física teórica, aunque de hecho podría proporcionarles alguna pista sobre medicina forense.
Rountree tosió.
– Gracias, pero no nos ocupamos de eso. Utilizamos el laboratorio del Estado.
– Ah, ya veo. Por cierto, ¿qué tal va la investigación?
– Aceptable. Ahora estoy en la etapa de interrogatorios -repuso Rountree dirigiéndole una mirada intencionada.
– Lo siento. Puede empezar a preguntar -dijo Charles acomodándose en la tumbona.
– ¿Tiene intención de contraer matrimonio, por casualidad?
Charles abrió un ojo y dijo:
– ¿Quiere decir con una mujer? ¿O se refiere a un plano metafísico o algo por el estilo?
– Nunca hablo a un nivel metafísico -replicó Rountree con gran seriedad-. Me refiero al típico «Hasta que la muerte nos separe».
– Entonces la respuesta es definitivamente no. Ni siquiera hay una candidata. ¿Por qué lo pregunta?
– Sólo estaba pensando en esa interesante herencia familiar. Esa que recibirá el primero de ustedes que se case.
– Ah, eso -dijo Charles en tono hastiado-. No, gracias. Estoy muy por encima de cualquier tipo de soborno.
– ¿Y sabe si alguien más está pensando en casarse?
– Tendrá que preguntárselo a ellos, sheriff. No me interesan ese tipo de temas. Hable con mi hermano Geoffrey. Siempre le hace mucha gracia saber cosas de los demás. Aunque así de repente, yo diría que mi prima Elizabeth es la típica futura ama de casa. Ah, y no hay que olvidar a mi primo Bill. También es un posible candidato al primer premio de esta lotería matrimonial, y debo añadir que los MacPherson necesitan el dinero más que nosotros.
– ¿Bill?
– El hermano mayor de Elizabeth. Pero no está aquí.
– ¿Dónde está?
– Se ve que en la facultad de derecho. No estamos en contacto.
– ¿Y su otro primo? ¿El que vive al otro lado de la calle, Alban?
– La verdad, sheriff, es que no tengo ni idea. Pregúnteselo a Elizabeth. Pasan mucho tiempo juntos. De hecho fue a verle anoche.
– Veo que las noticias de sociedad no son lo suyo. Pasemos a otro tema. ¿Llegó a ver el cuadro que estaba pintando su hermana?
– No. Estaba obsesionada con que fuera un secreto. Ni siquiera sé qué estaba pintando, pero todos pensamos que era un paisaje del lago, puesto que siempre pintaba allí.
– El lago -reflexionó Rountree-. ¿Sabe alguna cosa en especial sobre ese lago?
– No, sheriff -respondió Charles con una sonrisa indulgente-. Sólo es un lago normal y corriente, más bien mediocre para pescar. Y tampoco hay ningún galeón español hundido en el fondo del lago.
– No -dijo Rountree con cautela-. Sólo un montón de botellas de whisky. ¿Sabe algo al respecto?
La sonrisa de Charles se desvaneció.
– La verdad es que no -repuso al cabo de un momento.
– Pues yo diría que sí. Y también sabe quién las dejó allí.
– Yo no.
– No, usted no. El problema que su madre tiene con la bebida lo explica todo, ¿no cree?
Charles les clavó la mirada.
– No sé de qué están hablando.
Wesley Rountree observó detenidamente su rostro inexpresivo y llegó a la conclusión de que sí sabía de qué estaban hablando. Sin embargo, en lugar de presionarle, dijo:
– Bueno, vamos a dejarlo por ahora. Si tiene la amabilidad de darle a mi ayudante el nombre de alguno de los que viven en… em… donde vive usted, para verificar sus declaraciones, no le molestaremos más, de momento.
– Está bien -refunfuñó Charles-. Supongo que lo comprobarían de todos modos. Vayan a molestar a Roger Granville. Así él tendrá algo que hacer. -Clay se acercó a la tumbona, libreta en mano-. Deme eso. Le anotaré el número de teléfono.
Wesley Rountree cogió el libro de Charles y dijo:
– Más física, ¿eh?
– Sí. Roger y yo estamos llevando a cabo un pequeño proyecto. Sólo estoy investigando.
– ¿En qué universidad está?
Charles se ruborizó.
– ¡La gente siempre me pregunta lo mismo! En realidad estamos trabajando por nuestra cuenta, pero tenemos pensado solicitar una beca.
– ¡Más les vale! -dijo Rountree alegremente-. La física no es nada barata.
– ¡Eso también lo dice todo el mundo! -espetó Charles-. Pero ¿sabía que Einstein elaboró toda su teoría de la relatividad sólo con papel y lápiz?
– ¿Y en qué están trabajando ustedes? -preguntó Rountree, fascinado.
– Em… bueno, es bastante técnico, sheriff.
– ¿Es sobre la dualidad de las partículas de ondas? Eso siempre me ha gustado. O… ¿no será sobre la teoría de campo unificado? ¿Tiene algo que ver con eso?
En ocasiones, incluso Wesley Rountree necesitaba alardear de sus conocimientos. Pensó que con este tipo de trato obtendría más información que adoptando su habitual modo de hablar pueblerino. Por otra parte, le fastidiaba la gente que asociaba un hablar lento y pesado con la estupidez.
Charles miró al sheriff con aire perplejo, preguntándose si el Reader's Digest habría incluido un artículo sobre física en su último número. Clay, que también se encargaba de devolver los libros del sheriff a la biblioteca del condado, no se sorprendió tanto. Wesley leía cualquier cosa. El mes anterior se había leído una biografía de Einstein y un libro sobre erizos de mar.
– Verá, sheriff, nuestro proyecto es tan avanzado comparado con la física convencional que ninguna universidad tendrá la suficiente visión de futuro para financiarnos. De hecho tiene que ver con la relatividad. El tiempo es relativo, ¿sabe? Por decirlo de alguna manera, creemos que la alta energía rotacional de un cuerpo nos permitiría cruzar el horizonte del espacio/tiempo y trasladarnos al pasado. Lo ideal sería un agujero negro (ya sabe, una estrella concentrada, cuya densidad impide incluso que despida luz), pero nosotros creemos que podemos demostrar la hipótesis a un nivel subatómico, tal vez con un acelerador lineal…
– ¡Ahora sí que está hablando de dinero! -exclamó Wesley.
– Em… sí. Queremos bombardear un electrón en rotación con…
– Supongo que la herencia de su tía abuela les vendría muy bien, ¿no?
– No habría ni para empezar, sheriff. Esos aparatos cuestan millones. Ah, antes de marcharse, ¿me pueden dejar una hoja para hacer unos cálculos? ¿No le sobrará un lápiz, por casualidad?
Clay arrancó unas cuantas páginas y sacó el cabo de un lápiz del bolsillo de los pantalones. Charles se puso a anotar cifras al instante.
– ¿Has entendido su proyecto, Wes? -preguntó Clay en cuanto se hubieron alejado un poco.
– En términos generales.
– ¿Y bien? ¿Qué es?
– Una máquina del tiempo.
Clay sacudió la cabeza.
– ¿Crees que habría sido capaz de matar a su hermana para financiarlo?
Rountree se encogió de hombros.
– Menudo calor hace hoy, ¿verdad? A ver si encontramos a alguien con una jarra de agua.
Taylor asintió mientras se secaba la frente con un pañuelo. El sol del mediodía se reflejaba en el tejado de estaño del cobertizo, arrojando pequeñas sombras sobre la hierba.
– Me sorprende que no haya un jardín aquí detrás. ¿A ti no, Wes? Es el lugar idóneo para un jardín.
– Bueno, creo que antes había uno -replicó Rountree-. Cuando tenían un poni en el cobertizo. Pero al parecer la jardinera de la familia es la dama del castillo, la señora Cobb. Cultiva unas rosas preciosas.
– Ya. Me da la impresión de que a la señora Chandler no le gusta mucho la jardinería.
– Tal vez le irían mejor las cosas si le gustara. ¿A quién interrogamos ahora?
Clay consultó su libreta.
– Bueno, todavía no has hablado con el otro hijo.
Encontraron a Geoffrey Chandler en la soleada estancia donde solían desayunar, sentado a la mesa de encimera de cristal. Estaba tomando un café mientras leía el periódico.
– No, no me molestan -les aseguró.
Cuando se hubieron acomodado ante un vaso de agua helada, Rountree explicó que estaban interrogando a todos los miembros de la familia, y que había llegado su turno.
– ¿Soy el último? -preguntó Geoffrey-. No sé por qué, pero parece que a la gente le asuste hablar conmigo. Quizás es porque nunca hablo de banalidades. ¿Creen que es por eso?
– No sabría decírselo -replicó Rountree con una leve tos. Examinó el atuendo matinal de Geoffrey: unos ceñidos pantalones blancos, una camiseta roja sin mangas y unas sandalias-. Veo que no se ha puesto de luto.
– Sólo en mi corazón -dijo poniéndose la mano sobre el pecho-. ¿Acaso la ausencia de algo de color negro se considera un indicio de culpabilidad?
El sheriff Rountree se negó a enzarzarse en este tipo de discusión y, con cara de fastidio, decidió proseguir el interrogatorio.
– Usted es Geoffrey Thomas Chandler…
– De la casa -terminó Geoffrey en tono lúgubre.
– ¿Y qué hace?
– ¿Que qué hago? -Dirigió una mirada inquisitiva primero a Rountree, y luego a Taylor-. No entiendo la pregunta.
– Para ganarse la vida -dijo Taylor con el lápiz en la mano.
– ¡Ah! No tengo oficio ni beneficio. Sin embargo, estoy preparando una obra de teatro que supondrá, espero, el renacimiento del teatro americano…
Clay escribió: «En paro.» Geoffrey dio el mismo estilo de respuesta al ser preguntado por su edad y sus estudios. Una vez anotados todos los detalles de una forma un tanto más prosaica, Rountree dijo:
– Como ya sabrá, creemos que su hermana fue asesinada.
Geoffrey inclinó la cabeza, para indicarle que sí.
– Pues bien, ¿sabe de alguien que podría verse beneficiado con su muerte?
Geoffrey exhaló un suspiro.
– ¿Se refieren a ese testamento de tía abuela Augusta? Me da la impresión de que creen que esto es una especie de carrera. Alguien dijo en una ocasión que no hay que casarse por dinero porque sale más barato pedirlo prestado a un banco. La mayoría de nosotros suscribimos esa teoría… salvo, quizás, el novio.
– ¿Insinúa que se iba a casar con ella por dinero? -preguntó Rountree con brusquedad.
– He de admitir que se me ha pasado por la cabeza -murmuró Geoffrey en tono incierto.
– Bueno… De ser así, el señor Satisky quedaría fuera de toda sospecha, ya que al haber muerto la hermana de usted antes de la boda, él deja de participar en la carrera, como dice usted.
Clay Taylor, que acababa de escribir «Cree que Satisky iba a casarse por dinero», levantó la mirada para ver la cara de Geoffrey ante aquella observación, pero él no reaccionó.
– Y luego está ese cuadro que estaba pintando -continuó el sheriff con aire pensativo-. Nos sería muy útil saber cómo era. ¿Llegó a verlo, por casualidad?
– No.
– Pensamos que tal vez Eileen pintó todas esas botellas de whisky que hay en el lago -intervino Taylor.
Geoffrey lanzó una fría mirada al ayudante.
– Como estaba a punto de decir, ella no le enseñaba el cuadro a nadie, pero un día le pregunté qué tal le estaba saliendo y me comentó que le costaba mucho hacer retratos… o caras. Algo por el estilo.
– ¡Caras! -repitió Rountree-. ¡Eso sí que es interesante!
– He pensado que podría interesarles -observó Geoffrey.
– ¿Posaba alguien para ella?
– Que yo sepa no.
Rountree reflexionó unos instantes.
– Charles pasa mucho tiempo en el jardín, ¿verdad?
Geoffrey sonrió.
– Mire, sheriff, ¿no le parece que un retrato de Charles sería un regalo de boda bastante raro?
Rountree seguía dándole vueltas al tema del retrato cuando apareció Elizabeth. Le miró nerviosa, como pidiendo permiso para interrumpir, y el sheriff la hizo pasar.
– Siento molestarles, pero es que tía Amanda me ha mandado a buscar a Geoffrey, bueno… si puede ser.
Geoffrey levantó las manos y dijo:
– ¡Todavía no me han puesto las esposas! Sheriff, ¿puedo ir a ver a mi afligida madre?
– ¡No faltaba más! -repuso Rountree con educación.
– Y durante mi ausencia… veamos… ¿con qué podrían entretenerse? ¿Con el álbum de fotos de la familia? ¡Ya sé! Prima Elizabeth, ¿por qué no te quedas con ellos y les hablas de la última vez que posaste para un retrato?
Abandonó la habitación con paso majestuoso, dejando a Elizabeth tartamudeando ante los dos agentes que, inexplicablemente, se mostraban muy interesados en el tema.
– ¿Mi retrato? -repuso Elizabeth-. Bueno… ¿cuenta la foto de graduación? ¿Qué pasa? ¿Por qué me miran así?
12 de junio
Querido Bill:
Sácame de aquí. (Y tráete una buena coartada cuando vengas.) Primero tuve que mandar participaciones de boda, y ahora tengo que notificar a todo el mundo lo del funeral. Me siento como un novicio en un convento de monjes. Si no me rescata alguien, ya me veo pringando aquí en diciembre con las tarjetas de Navidad.
La verdad es que no podría marcharme aunque vinieses a buscarme, aunque, conociéndote, dudo mucho que lo hicieras. En teoría somos todos sospechosos. ¡El sheriff ya me ha interrogado dos veces! No se portó mal, pero todos los demás empiezan a sacarme de quicio. Geoffrey ha pasado de maníaco a depresivo; Michael Satisky está aterrorizado de que nos las arreglemos para colgarle a él el asesinato; y resulta que tía Amanda es una alcohólica. No es que se baya dado a la bebida después de la tragedia, sino que lo ha sido durante años, según el doctor Shepherd. Y ahora no vayas a hacerte el sabio y a decirme que ya lo sabías porque sé perfectamente que no tenías ni idea. Por cierto, ¿podrías averiguar algo sobre el doctor Shepherd en la facultad de medicina? Parece una persona encantadora, pero nada más verlo, Eileen salió corriendo. Puede que sólo fueran los nervios, pero no es normal que reaccionase así. No paro de preguntarme si habría algo raro en su relación médico-paciente. (Sí, cierro la puerta de mi cuarto con llave.)
Gracias por llamarme esta mañana, aunque era tan pronto que has conseguido que no diera pie con bola. Estoy intentando recordar qué se me ha olvidado decirte. Espero que hayas avisado a papá y a mamá. Te escribo, entre otras cosas, para recordártelo y pedirte que les ahorres cualquier detalle desagradable. Yo estoy perfectamente. De hecho, me gustaría sentirme un poco más afectada. Pero Eileen era una criatura tan apocada que ni siquiera puedo decir que la eche de menos, lo cual me sabe muy mal. En lugar de estar triste, me pongo a pensar en lo mucho que me gustaría conocer a Milo (¡que quede entre nosotros!) y luego me enfado conmigo misma por no echarla más de menos. Ni siquiera me interesa realmente saber quién lo hizo, por si acaba siendo alguien simpático como el doctor Shepherd, lo cual no haría sino agravar la tragedia. Aun así, estoy segura de que te mueres de ganas de saber quién es el asesino, de modo que en cuanto el sheriff resuelva el caso, te lo notificaré enseguida. Dios sabe cuándo me dejarán marchar.
Si se te ocurre algo para animarme (como contarme que Milo ha dicho que me encuentra fascinante) escríbeme inmediatamente o, mejor aún, llámame… a cobro revertido.
La prisionera de los Chandler,
Elizabeth