CAPÍTULO 14

Alban y Carlsen Shepherd habían salido por la puerta trasera y tomado el sendero que conducía al lago.

– Me alegro de haberme escapado de ahí -confesó Shepherd.

Alban asintió con la cabeza mientras observaba la camiseta descolorida y los holgados pantalones caqui del doctor.

– Sí, he pensado que estaríamos mejor aquí fuera.

– Estaba convencido de que habría alguna escena. Era inevitable. Profesionalmente, debo mostrarme a la altura de las circunstancias, pero a un nivel más personal, prefiero no presenciar ese tipo de situaciones.

Era la última hora de la urde. En las partes más sombrías del camino, los árboles se tornaban cada vez más borrosos, convirtiéndose en formas grises tras los arbustos que bordeaban el sendero. Y con la puesta del sol, los árboles del jardín arrojaban largas sombras sobre la hierba. La casa se veía negra contra el cielo resplandeciente, pero conforme se adentraban en el bosque que circundaba el lago, iba anocheciendo por momentos.

Shepherd pensaba en lo poco que le gustaban ese tipo de paisajes. A pesar de que el camino estaba seco, notaba el olor a tierra húmeda a su alrededor, posiblemente debido al riachuelo subterráneo que alimentaba el lago. Pequeños cornejos y otros espesos arbustos que no lograba identificar le impedían ver con claridad más allá del camino. La maleza que cubría el terreno en el que crecían los altos pinos y otros árboles de hoja caduca hacía que se sintiese acorralado. Al ver las telas de araña que se extendían entre las ramas de los árboles, imaginó lo desagradable que sería tropezar y sentir que se le enganchaba una en la cara. También era incapaz de apartar la vista del suelo, ya que temía que una rama se le enroscara de pronto y se abalanzase sobre él.

– ¿Falta mucho para el lago? -preguntó cuando ya no pudo soportar más aquella tensión.

– No. Menos de un kilómetro. Llegaremos antes de que anochezca. Esto sí que es pleno campo, ¿eh?

A Shepherd no le hizo ninguna gracia el comentario.

Siguieron caminando en silencio unos minutos. Alban parecía estar absorto en sus pensamientos y, si bien a Shepherd le habría encantado mantener cualquier tipo de conversación con tal de distraerse un poco, era incapaz de pensar en un tema que no estuviese relacionado con la muerte de Eileen Chandler.

– ¿Crees que deberíamos habernos quedado a ver qué quería el sheriff? -aventuró.

Alban se encogió de hombros.

– A lo mejor ya saben la fecha de la encuesta judicial -dijo Shepherd-. Me gustaría saber cuándo podré marcharme, aunque imagino que antes querrán dragar el lago.

Alban se volvió y le preguntó, clavándole la mirada:

– ¿Dragar el lago?

– Claro, por si arrojaron el arma al agua. Y puede que también encuentren el cuadro. El sheriff quiere agotar todas las posibilidades. -Ahora que Shepherd había comenzado a hablar del caso, parecía incapaz de detenerse. Iba exteriorizando sus pensamientos con un torrente de palabras, sin esperar una respuesta-. He estado pensando en las implicaciones psicológicas de este caso para intentar captar algún modelo de comportamiento. Las acciones responden a unas pautas determinadas que, si se examinan detenidamente, nos revelan ciertos rasgos de la personalidad del individuo. Sin embargo, en este caso es difícil llegar a alguna conclusión y, naturalmente, todo podría tener un montón de significados distintos. Depende del subconsciente de cada uno. Tomemos la serpiente, por ejemplo. ¿Se trata de una coincidencia, de un símbolo fálico o de otra cosa?

Alban, que se había adelantado unos pasos, caminaba con las manos en los bolsillos.

– Lo siento -dijo en tono ausente-. ¿Qué ha dicho?

Resultaba evidente que no había oído una sola palabra, aunque a Shepherd no pareció importarle. Tal vez el sonido de su propia voz le bastase, pues se sintió mucho mejor tras haber exteriorizado sus pensamientos a pesar de que nadie le hubiese escuchado.

De repente un pequeño zarcillo de madreselva le rozó la mejilla a Alban, quien retrocedió asustado y apartó de un manotazo las florecillas blancas antes de darse cuenta de lo que eran. Con un gruñido de fastidio, arrancó la rama y la arrojó al suelo.

Shepherd se lo quedó mirando con aire pensativo.

– Te ha afectado mucho todo esto, ¿verdad? -dijo por fin.

Alban asintió con la cabeza.

– Ha sido un poco infantil lo que acabo de hacer -murmuró-. Supongo que es que estoy muy nervioso.

– Es comprensible -dijo Shepherd en tono alentador-. Yo de momento ya he visto unas diez serpientes, pero al final no eran más que ramas.

– No he podido dormir -dijo Alban en voz baja-. ¿Le he hablado ya de mis dolores de cabeza?

– No. ¿Son muy fuertes?

– Sí, pero sólo últimamente. Antes nunca tenía. -Alban se adelantó a tocar un roble que había cerca del sendero y añadió-: ¿No le parece un árbol maravilloso?

– Háblame de tus dolores de cabeza, Alban.

– Es como si oyese un ruido dentro de mi cabeza. Tengo la sensación de que debería concentrarme en algo, pero el ruido no me deja. ¿Cree que es grave?

– Bueno, es difícil de decir. Puede ser una reacción al estrés, aunque tal vez deberías ir al médico.

– ¡Ni hablar! Me encuentro perfectamente, y estoy seguro de que Lutz lo sabe.

– ¿Lutz? -exclamó Shepherd sorprendido-. ¿Es tu médico?

Alban señaló hacia delante. El cielo se veía más pálido entre las ramas de los árboles, de un gris luminoso que indicaba un claro en el bosque.

– Ya casi hemos llegado. En cuanto hayamos pasado esa curva, veremos el lago Starnberg.

– ¿Starnberg? ¿El lago tiene un nombre? ¿Cuánto hace que se llama así?

Alban lo miró fijamente y respondió:

– Pero si siempre se ha llamado así, doctor Gudden.


Elizabeth no sabía por qué estaba tan asustada. Estaba a punto de echar a correr a pesar de que el camino estaba prácticamente oscuro. Como no oía ninguna voz, pensó que quizás Alban y el doctor Shepherd ya habrían llegado al lago.

Nada parecía tener sentido: el telegrama pidiéndole que se informase sobre el rey Luis, el hecho de que Alban se fuera a pasear al lago con el psiquiatra de Eileen, y esa coincidencia tan curiosa. Tenía que ser una coincidencia, porque de lo contrario… Ya faltaba poco para el lago. Elizabeth aminoró el paso y trató de hacer el menor ruido posible. Debería haber esperado al sheriff, pero habría desperdiciado un tiempo precioso dándole explicaciones. O tal vez debería haberle dejado una nota en el libro, aunque no habría sabido qué poner.

Como quien intenta pronunciar un idioma extranjero, repasó mentalmente el artículo de la enciclopedia: «Luis II… rey loco de Baviera… trató de ser un monarca absoluto al estilo de Luis XIV, sólo que varios siglos más tarde… A causa de sus excesos financieros y de su comportamiento excéntrico, fue depuesto en junio de 1886 y recluido como paciente con trastornos mentales en el castillo de Berg. Unos días más tarde, lo encontraron ahogado junto con su psiquiatra en un lago de los jardines del castillo. Se cree que el rey Luis mató al doctor mientras intentaba escapar, y que a continuación murió de un ataque al corazón cuando trataba de huir a nado…»

Y ahora Alban y el doctor Shepherd estaban paseando por el lago. Pero ¿qué importancia podía tener? Alban no estaba prisionero, y además ¿qué tenía eso que ver con Eileen? Nada. Eileen estaba muerta. Era un hecho que había quedado eclipsado por otro tipo de preocupaciones: los infructuosos intentos del sheriff por encontrar un sospechoso; los pinitos de Bill como detective; Amanda tomándose lo sucedido como una serie de eventos sociales; y la mezcla de alivio y de temor que estaba experimentando Michael. El hecho de que Eileen hubiera muerto parecía no importar a nadie, sólo interesaba el enigma que quedaba por resolver, todos deseaban saber quién era el asesino. Elizabeth no veía por qué tenía tanta importancia. Si bien era cierto que la persona que había arrojado a Eileen dentro del bote había provocado su muerte, ella llevaba tanto tiempo alejada de la vida que su fin parecía poco más que una mera formalidad. ¿Sería ésa la razón por la que Eileen había roto el espejo? ¿Porque la gente ya sólo la veía como un reflejo de sus propias necesidades? Ahora su familia echaba de menos a una espectadora, un maniquí de modista, una propiedad, pero la personalidad de Eileen se había desvanecido mucho antes. Elizabeth optó por no hacer de detective, pues no le importaba demasiado dar con la respuesta acertada en ese juego criminal. No obstante, se apresuró en llegar al lago porque presentía que aún había cierto peligro. Prevenir un asesinato era más importante que resolverlo.

Cuando llegó al último recodo del camino, alcanzó a oír unas voces. Instintivamente, salió del sendero y se adentró en la maleza hasta ocultarse tras un matorral de madreselva desde donde veía perfectamente a los dos interlocutores. A su derecha se hallaban el embarcadero y el lugar donde Eileen solía colocar el caballete. A unos cinco metros a su izquierda, estaban Alban y el doctor Shepherd, de pie en un pequeño desnivel del claro donde desembocaba el sendero. Tras ellos, los árboles y los arbustos aparecían como formas opacas en la creciente oscuridad.

Elizabeth logró distinguir la expresión de Alban en la luz grisácea del anochecer. Tenía los ojos entornados y la cabeza echada hacia atrás en una postura que denotaba arrogancia o indignación. Parecía haberle cambiado la voz, y Elizabeth se esforzó en captar fragmentos de la conversación.

– Trabaja para Lutz, ¿verdad? -dijo en tono severo-. ¡Y les dirá que no soy apto para ser rey!

Carlsen Shepherd, de espaldas a Elizabeth, se encogió de hombros extendiendo los brazos de forma exagerada.

– ¡Usted es parte de la conspiración! ¡Admítalo!

Shepherd suspiró, hastiado.

– Mira, Alban, ¿te estás quedando conmigo? Porque si es así, no le veo la gracia.

– ¿Y le pareció gracioso que me trajeran a Berg, doctor Gudden? ¿Se rió cuando me arrebataron mi reino? ¿Y qué ha sido de mis cartas a Bismarck? ¿Ha hecho que las quemen?

Shepherd dio un paso atrás.

– Em… Bismarck. Espera un momento. ¿Las cartas a Bismarck? ¿Algo relacionado con tu reino? ¿Por qué no volvemos a casa y lo hablamos, Alb… digo, Luis?

La falsa cordialidad de la respuesta de Shepherd no hizo sino enfurecer a Alban todavía más. Pateó el suelo y se puso a gritar mientras Shepherd seguía alejándose de él. Elizabeth se preguntó si debía regresar a casa corriendo a buscar al sheriff, pero pensó que tardaría más de diez minutos en ir y volver, sin contar el tiempo que le llevaría explicárselo todo. Además, al haberle dejado la enciclopedia, tal vez a Rountree le picaría la curiosidad y vendría a su encuentro. De modo que decidió quedarse para ayudar a Carlsen Shepherd, confiando en que Rountree apareciera de un momento a otro. Miró a su alrededor buscando algún palo o alguna piedra.

– No pienso volver ahí -decía Alban-. Así que puede decirles que estoy loco. Me voy a escapar y pediré ayuda a Bismarck o a Maximiliano. ¡Voy a recuperar mi reino!

Shepherd lo miró y, tras unos instantes de duda, comenzó a caminar hacia él con los brazos abiertos.

– No voy a hacerte daño -dijo suavemente-. Creo que tienes razón en lo de la conspiración, aunque necesito hacerte algunas preguntas.

– ¿Preguntas? ¿Qué tipo de preguntas?

– ¿Te enfadaste alguna vez con alguna de las chicas?

Alban se quedó perplejo.

– ¿Te refieres a Sophie?

– ¿Quién?

– La hija pequeña de Maximiliano. Estuvimos prometidos, pero ella no me comprendía. Aun así, no le guardo rencor.

– ¿No la golpeaste en la cabeza ni nada parecido? -aventuró Shepherd.

Alban se irguió con aire orgulloso.

– ¡Yo soy un rey, no un campesino borracho! Si le quito la vida a alguien, es porque es mi derecho divino. -Hizo una reverencia-. Lamento que ahora sea necesario dar este paso, Herr Doctor. Voy a atravesar el lago a nado para recuperar mi libertad, y no voy a permitir que me detenga.

Al ver que Alban se abalanzaba sobre Shepherd y le agarraba del cuello impidiéndole contestar, Elizabeth comenzó a retorcer el tallo de una rama de madreselva. Aunque fuese demasiado pequeña para ser utilizada como arma, quizá lograría distraer a Alban con ella, o incluso someterlo con la ayuda de Shepherd. Mientras tiraba de la rama, vio que algo se movía entre los matorrales en el lado izquierdo del lago.

– ¡Luis!

Elizabeth forzó la vista, pero el bosque estaba totalmente oscuro. Tan sólo alcanzaba a ver a Alban intentando estrangular a Shepherd, ambos de rodillas en el suelo.

– ¡Luis! -repitió la voz, más alto esta vez.

Alban se inmovilizó y volvió la cabeza en aquella dirección, soltando a Shepherd momentáneamente. Elizabeth vio una silueta oscura de pie tras unos arbustos. Era una voz masculina que no le resultaba familiar.

– Bueno, Luis, veo que habéis vuelto a Schloss Berg. ¿No vais a venir a Villa Pellet?

– ¿Pellet? -murmuró Alban. Se puso de pie, con la espalda bien erguida, y dejó caer al doctor junto al borde del agua. Shepherd quedó allí tendido, inmóvil.

– ¡Sí… a Pellet! ¿Ya lo habéis olvidado?

– Pellet -repitió Alban avanzando hacia el desconocido.

– ¿No habrá olvidado Wotan a su Siegfried?

Alban se tapó las orejas con las manos como para acallar la voz (o los ruidos que la ahogaban).

– ¿Wagner? -preguntó con voz ronca-. ¿Sois vos?

– Claro, su Majestad, soy yo -respondió la sombra con una risita-. Y me prometisteis escuchar mis planes para la nueva obra esta noche. ¿Recordáis?

Alban se cubrió la cara con las manos y exclamó:

– ¡No! ¡Esperad! Hay algo… -Volvió a mirar el cuerpo de Shepherd-. Esperad…

– Su Majestad me dio su palabra -insistió la voz.

Mientras el desconocido seguía hablándole a Alban en tono halagador, Elizabeth decidió salir de su escondite, aunque no entendía nada de lo que estaba sucediendo ni sabía muy bien qué hacer.

– Venid conmigo -alentaba la voz a Alban-. Vamos, venid, acercaos más. Hace bastante frío junto al lago.

Alban echó a andar hacia el bosque. El desconocido, que se hallaba a unos seis metros de distancia, le indicaba con la mano que siguiera aproximándose. Elizabeth resolvió aprovechar la ocasión para salir corriendo a ayudar a Shepherd pero, cuando se disponía a hacerlo, oyó unos gritos procedentes del camino.

– ¡Cobb! ¡Elizabeth MacPherson! ¿Qué está pasando aquí? ¡Que alguien me lo explique!

El hechizo se rompió. Alban se volvió bruscamente en dirección a la voz, miró primero el cuerpo de Shepherd tendido en el suelo y luego a Elizabeth, que ya había salido de su escondite para auxiliar al doctor. Aunque las miradas de Elizabeth y de Alban se cruzaron, la joven no estaba segura de que la hubiese reconocido. Por un instante, Alban permaneció completamente inmóvil junto al lago, y después desapareció.

– ¡Sheriff! -chilló Elizabeth-. ¡Estoy aquí! ¡Dese prisa! -Corrió hacia Shepherd y se arrodilló a su lado para tratar de ponerlo boca arriba. Entonces vio cómo el agua se agitaba a pocos metros de la orilla y alcanzó a ver los brazos de Alban, que se dirigía nadando hacia la maraña de algas que había en medio del lago.

– ¡Sheriff! -gimoteó.

De pronto oyó un ruido entre los arbustos y recordó la extraña voz que había hablado a Alban, aunque su poseedor seguía siendo tan sólo una sombra que se acercaba cada vez más.

– Mira, quienquiera que seas… tú no eres Richard Wagner… El sheriff llegará de un momento a otro y como sigas acercándote, te volará los sesos.

De repente surgieron dos siluetas más de entre los matorrales.

– Voy a por ese hijo de puta -dijo uno de ellos.

– A ver qué puedes hacer por él, Milo.

Elizabeth vio una figura alta y delgada que se zambullía en el agua. Se dejó caer al lado de Shepherd y murmuró:

– Mierda. Es Bill.

El tipo que había aparecido con Bill llevaba un uniforme del departamento del sheriff, pero no era ni Rountree ni su ayudante. De hecho abultaba como ellos dos juntos. Corrió hacia Shepherd e intentó reanimarlo haciéndole el boca a boca, mientras el falso Wagner se llevaba a Elizabeth del brazo.

– ¿Estás bien? -le preguntó.

Elizabeth lo miró fijamente. Era un chico de la edad de Bill, con los pómulos altos y unos avispados ojos castaños.

– ¿Eres Milo) -dijo ella por fin.

– Sí, claro -respondió él mirando el lago-. Si estás bien, será mejor que vaya a ayudar a Bill.

Elizabeth oyó cómo se zambullía en el agua en el momento en que el sheriff y Taylor irrumpían en el claro. Tras examinar la escena, Rountree se acercó a ella y le preguntó:

– ¿Estás bien?

– Sí.

– Entonces ¿podrías decirme qué está pasando aquí?

Elizabeth clavó la mirada en el lago. Sólo alcanzaba a ver a dos personas nadando, no a tres.

– Fue Alban -dijo a media voz.

– Bueno, eso ya lo sabía -repuso Rountree en tono pausado-. Sólo quiero saber a qué vienen todas estas hazañas. ¿Y qué está haciendo aquí Hill-Bear? ¿Me lo puede explicar alguien?

Elizabeth sacudió la cabeza. Se sentía mareada.

– Bueno, cálmate -le dijo Rountree cogiéndola del brazo-. Clay, llévatela a casa y llama a una ambulancia. Ya me quedo yo a ayudar a estos chicos.

Elizabeth vio que el doctor Shepherd movía un poco las piernas, y el hombre uniformado se inclinó para decirle algo. Entonces decidió regresar a casa con Clay.

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