16

Dos días después de la regata, Lorna recibió una carta en la que latía Agnes le informaba de la brillante victoria de Jens:

"Pasó a todos como un huracán, dejándolos con la boca abierta, sin poder creerlo, pues las embarcaciones parecían estar tratando de abrirse paso a través del cieno, mientras la de Jens se lanzaba hacia adelante como sobre un mar de mercurio. Dio la vuelta en la primera boya cuando los demás sólo estaban a mitad de camino, y los pasó a todos en la segunda vuelta. Cuando cruzó la meta, el clamor era tan estrepitoso que podía oírse desde la orilla opuesta. Cuando el barco que llegó segundo cruzó la línea de llegada, tu Jens ya había amarrado al Manitou y estaba en la sede del club, cenando con el señor Iversen, recibiendo felicitaciones, y contestando entrevistas de periodistas de sitios tan lejanos como Rhode Island."

Lo hizo, pensó Lorna, sentada en su cuarto del convento, con la carta en la mano. Con una sonrisa melancólica, contempló a través de las lágrimas las colinas verdes a lo lejos y se imaginó el agua azul y las velas blancas. ¡Cuánto deseaba estar allí, ver la embarcación de Jens derrotar a todas las demás, ser testigo de cómo esa corredora baja y esbelta distinguía a Jens para siempre en el dominio de la navegación a vela!

Volvió la vista a la carta.

"Como presidente del club, tu padre tenía que entregar la copa a los ganadores, pero, al parecer, después de la comida lo atacó la gastritis y el alcalde se encargó de esa tarea."

De modo que el orgullo de su padre se había resentido. En cierto modo, era mucho menos importante que la victoria de Jens.

Tendría que haber estado allí para presenciarlo. Lorna había intervenido en impulsarlo a comenzar, y le había acompañado gran parte del tiempo mientras diseñaba el Lorna D. Todos esos días observándole trabajar, escuchándole contar sus sueños, dándole ánimos, enamorándose… Tendría que haber estado.

Pero estaba escondida dentro de esa fortaleza de piedra, grávida del hijo de Jens.

Afuera, el verano maduraba sobre las colinas y los bosques. En un campo con pendiente hacia el Este, una plantación de centeno azulada y susurrante, ondulaba como el Caribe impulsado por el viento cálido. Contemplándolo, llena de añoranzas, Lorna pasaba las manos sobre el vientre distendido con toda delicadeza, acariciándolo como si el que lo habitaba pudiese sentir ese contacto con el exterior. La carga se había vuelto inmensa y empujaba hacia abajo con tal fuerza que las rodillas se le separaban. Era fascinante comprender que ese era su hijo… suyo y de Jens… que se impulsaba hacia la vida. En el último mes, el niño se hizo mucho más real para Lorna, pues los codos y los talones se marcaban contra las paredes de su matriz y, de vez en cuando, había una sacudida en el vientre que le provocaba una sonrisa amorosa. En ocasiones, por las noches, rodaba en su mundo líquido y la despertaba, como si quisiera hacerla interrogarse así misma y revisar la respuesta que le había dado a Jens. Lorna posaba las manos sobre ese contorno cambiante y trataba de imaginarse dando a ese niño después de haberlo tenido en brazos y de haberlo acariciado.

Y sabía, sin lugar a dudas, que no podría hacerse eso a sí misma ni al padre del niño.

La tía Agnes decía "tu Jens". No era de ella pero quería que lo fuese, lo deseaba aún como lo quiso en aquellos días en que nació la intimidad. Cargaba su amor por él como una gran piedra que le aplastaba el pecho y que transformaba el respirar, moverse, vivir, en una faena pesada y permanente.

Desde el momento en que se alejó enfadado, afirmando que la odiaría, esa piedra se había vuelto más pesada. ¿Entregar a su hijo? ¿Y abandonarlo a él? ¿Cómo sería capaz? Jens tenía razón: dar a este hijo concebido con amor sería horrendo e imperdonable. Hizo falta la amenaza de perder al hombre que amaba para que comprendiese que no podía cometer un acto tan despiadado. Conservaría al pequeño y se casaría con Jens Harken, aunque significara perder a su familia para siempre. Fue una tonta al no irse con él cuando se lo pidió.


El momento del parto empezó tres noches después. La despertó un calambre y se quedó acostada esperando que pasara, con la vista fija en la noche para engañar al tiempo, y descubrió que la luna ya había comenzado a descender. Cuando pasó el primer dolor, se levantó y se puso de pie ante la ventana con una mano en el borde, esperando otra confirmación. Se retrasó como una hora, pero cuando llegó, no le quedaron dudas de que era una contracción de advertencia. Se dobló hacia adelante, se apoyó con las manos en el saliente de la ventana y la aguantó, recordando el rostro de Jens para que la ayudara a soportarla.

Después, se puso una bata, fue al cuarto de la hermana Marlene, llamó con suavidad y esperó. Una extraña, una bella joven de cabello oscuro y ondulado que contorneaba las mejillas y la frente, le abrió la puerta con el rostro al que la luz de la linterna daba un resplandor luminoso coralino.

– ¿Hermana Marlene?

La joven monja le sonrió, dudosa.

– ¿Sí, Lorna?

Lorna siguió contemplándola, aturdida.

– Nunca me habías visto sin el hábito… ¿es eso?

– ¡Tiene cabello!

La monja sonrió otra vez con esa sonrisa serena como la de la estatua de la virgen María en la capilla.

– ¿Llegó el momento, Lorna?

– Creo que sí.

La hermana Marlene se movió con calma: entró otra vez en la habitación, dejó la linterna y se puso una bata.

– ¿Hace mucho que estás despierta?

– Más o menos una hora.

– ¿Falta poco?

– No, pienso que acaba de empezar.

– Entonces, tenemos mucho tiempo. Despertaré a la madre superiora y se lo diré. Cuando venga el padre Guttmann para la Misa de las cinco y media, se lo diremos y él se comunicará con el médico. Tu madre pidió que le telegrafiáramos, también.

– Hermana, tengo que pedirle algo.

– ¿Qué?

– ¿Mi madre le habló a alguien de entregar al niño?

– Sí, a la madre superiora.

– Pero no lo daré. He decidido conservarlo.

La hermana Marlene se adelantó, llevando la linterna. A su luz, dio a Lorna una palmadita consoladora en la mejilla, como si le impartiese una bendición.

– Dios tiene Sus caminos, y a veces no son fáciles, como no lo será en tu caso. Pero yo no puedo creer que un chico esté mejor sin su madre. Creo que te bendecirá por la decisión que has tomado.

Se enviaron los mensajes con el buen padre, cuando este salió del convento, poco después del amanecer. El día transcurrió con agónica lentitud, y Lorna pasó nueve horas acostada en el cuarto, con dolores pasajeros que aparecían y desaparecían con ritmo irregular. Sólo a las tres de la tarde comenzó el verdadero trabajo. Llegó el doctor Enner, la examinó y declaró que todavía faltaba un poco de tiempo.

– ¿Un… poco de tiempo? -preguntó Lorna, agitada después de una contracción.

– Los primeros hijos suelen ser muy obstinados.

Pasaron otras dos horas y los dolores empeoraron. Cada uno parecía más prolongado y frecuente que el anterior y Lorna, acostada en el catre, estaba convencida de que era el momento del nacimiento, y se preguntaba dónde estaría Jens, si de algún modo sentía que eso estaba sucediendo en ese instante, si sobreviviría. La hermana Marlene permaneció junto a Lorna siempre serena, siempre atenta.

– Descansa -le decía entre dolores, y cuando venía alguno, le enjugaba la frente o le ofrecía las manos para que se agarrara. Una de las veces, cuando el dolor se hizo más intenso, la monja musitó-: Piensa en tu lugar preferido -y Lorna pensó en el lago con los veleros y las salpicaduras frías en sus manos que colgaban por la brazola, Jens en el timón con el sol sobre el cabello rubio y el cuello, y su encaje de Queen Anne floreciendo a lo largo de la costa, y los sauces que arqueaban sus ramas sobre el agua. Otro dolor la derribó, y cuando abrió los ojos Levinia estaba ahí, inclinándose sobre ella.

– ¿Madre?

– Sí, Lorna, estoy aquí.

Esbozó una sonrisa fatigada.

– ¿Cómo llegaste tan rápido?

– En Norteamérica, no hay nada tan confiable como el tren. El doctor dice que ya no falta mucho.

– Madre, tengo mucho calor.

– Sí, querida, ya lo sé. Las monjas te cuidarán bien y yo esperaré afuera.

Cuando Levinia salió, Lorna dirigió esa débil sonrisa a la hermana Marlene.

– A decir verdad, no creí que viniera.

La asaltó una intensa contracción y gimió con voz queda, levantando las rodillas y torciéndose a un lado. El médico ató tiras de cuero a los pies de la cama, le sujetó las piernas y le avisó que pronto sería tiempo de empujar. Vio que las monjas se habían enrollado las amplias mangas hasta el codo, se habían sujetado con alfileres los velos hacia atrás, unidos entre los omóplatos. Las orejas formaban bultos blancos contra el fondo prístino de las tocas, y la parturienta se preguntó, como en sueños, cómo podían oír con esas telas almidonadas cubriéndoles apretadamente las orejas. En el siguiente cuarto de hora, hubo manos para asirse, paños fríos y sorbos de líquido, su propio gemido y un gran temblor en todo el cuerpo, músculos que se esforzaban hasta el estremecimiento, y la cabeza de Lorna que se levantaba del colchón y gritaba:

– ¡Jens, Jens, Jeeeeens!

La sensación de algo que resbalaba hacia adelante seguido de cierto alivio, y una suave voz femenina que decía:

– Aquí está. Es un varón.

Luego una pausa, y un peso tibio y húmedo sobre el vientre de Lorna, y las esquinas del techo que se fugaban hacia los lados en forma de S. a medida que las lágrimas desbordaban y saltaban como arroyos tibios en sus oídos. Sus propias manos extendiéndose hacia abajo y alguien que le sostenía la cabeza mientras ella acariciaba a la menuda criatura rojiza que tenía los finos brazos y piernas doblados como reglas de carpintero.

– Oh, miren… mírenlo… qué milagro.

– Por cierto, es un milagro -confirmó la hermana Marlene con voz suave junto a la oreja de Lorna, y luego le apoyó la cabeza en la almohada-. Ahora, descansa un minuto. Te lo mereces.

Más tarde, cuando cortaron el cordón y se llevaron los restos, Lorna oyó llorar a su hijo por vez primera y la hermana Marlene le depositó al pequeño, envuelto en franela blanca, en los brazos.

– ¡Oh, hermana…! -Las lágrimas de Lorna brotaron de nuevo al contemplar las facciones del niño, distorsionadas por los rigores del nacimiento, que no tenían comparación con nadie-. Mírelo. Oh, cosa preciosa, no tengo ni un nombre para ti. -Besó la frente ensangrentada y lo sintió retorcerse dentro del envoltorio-. ¿Qué nombre te pondré? -Levantó la vista hacia la monja y murmuró, con el mentón tembloroso-: Oh, hermana… su padre tendría que estar aquí.

La hermana Marlene se limitó a sonreír y quitó el pelo de Lorna de la frente.

– Yo quería casarme con él, y mis padres no me dejaron, ¿sabe?

A Lorna le pareció ver un brillo sospechoso en el rabillo del ojo de la hermana, pero persistió esa eterna tranquilidad sobre cualquier otro sentimiento que pudiese albergar.

– Bien, lo haré -aseguró Lorna-. En principio, si hubiese seguido el impulso de mi corazón, ahora Jens estaría conmigo. Con nosotros. -Volvió la atención al pequeño, le tocó la barbilla con la punta del dedo, y el niño la siguió con la boca-. ¿Mi madre pidió verlo?

– No creo, pero está esperando para verte a ti. -La monja agarró al pequeño-. Lamento quitártelo, pero tengo que darle un baño, y a ti también.

Lorna estaba bañada, vestida con ropa blanca, limpia y entre sábanas limpias cuando Levinia entró en el cuarto. Se habían llevado al pequeño a algún sitio para bañarlo, y la habitación estaba de nuevo silenciosa y austera como una celda. Levinia cerró la puerta con cuidado, pero no fue necesario que se molestara, pues Lorna estaba despierta, esperándola.

– ¿Lo viste, madre?

Levinia se volvió, sobresaltada por la lucidez de Lorna.

– Lorna, querida, ¿cómo te sientes?

– ¿Lo viste?

– No, no lo vi.

– ¿Cómo es posible que no quieras verlo? Es tu nieto.

– No. Jamás. Por lo menos en el sentido que tú insinúas.

– Sí, en todo sentido. Es de tu carne y tu sangre, de mi carne y mi sangre, y no puedo darlo.

– Lorna, ya hablamos de eso.

– No, vosotros hablasteis de eso. Me dijiste cómo sería, pero jamás me preguntaste cómo quería que fuese. Madre, Jens estuvo aquí. Vino a yerme.

– ¡No quiero hablar de ese hombre!

– Me casaré con él, madre.

– ¡Después de todo lo que hicimos por ti tu padre y yo, y después de que vino a nuestra casa y me amenazó, cómo te atreves a sugerir, siquiera, algo semejante!

– Me casaré con él -repitió, obstinada.

Levinia se puso encarnada, contuvo las ganas de gritar y dijo con aparente calma:

– Eso lo veremos -y dejó a Lorna sola.


Antes de entrar en la oficina de la madre superiora, Levinia se retrasó un momento para arreglarse. Inspiró y exhaló dos profundas bocanadas, apretó las manos contra el rostro acalorado y se acomodó el velo del inmenso sombrero de seda gris. Cuando llamó a la puerta y entró, aunque el corazón todavía le latía, furioso, lo ocultó bien.

– Madre superiora -dijo con frialdad, entrando en el cuarto.

– Ah, señora Barnett, me alegra volver a verla. Por favor, siéntese.

La madre superiora estaba cerca de los ochenta años, tenía una cara grande y una gigante nariz alemana. Los marcos de alambre de las gafas parecían haberle crecido en las sienes, como alambre de púas en un árbol. Se vio que tenía las manos carnosas y con manchas hepáticas cuando dejó la pluma en el soporte apoyando los nudillos sobre el tintero como para levantarse.

– Por favor, no se levante -dijo Levinia, acercando una de las sillas de asiento de cuero que había frente al escritorio de la anciana monja.

Una vez sentada, apoyó sobre las rodillas un talonario forrado de seda, sacó de él un cheque en el que figuraba la suma de diez mil dólares, consignados a la abadía de Santa Cecilia. Dejó el cheque sobre el tintero, delante de la monja.

– Reverenda madre, tanto mi esposo como yo estamos muy agradecidos por el cuidado que han dado a nuestra hija en los meses que han pasado. Por favor, acepte esto como testimonio de nuestra gratitud. No se imagina cuánto nos alivió saber que Lorna estaba en un sitio como este, donde podía estar en paz y recuperarse de esta.,, de esta desafortunada interrupción de su vida.

La madre superiora miró el cheque y lo sacó del tintero con dedos de uñas cortas.

– ¡Benditos sean! -dijo, sosteniendo el cheque con las dos manos, leyéndolo y releyéndolo-. Es muy generoso.

– Bendita sea usted también, hermana. Le agradará saber que hemos encontrado una buena familia, temerosa de Dios, que aceptará al niño y lo criará.

Los ojos de la madre superiora lanzaron a Levinia una mirada sorprendida:

– No sabía. Nosotros también tenemos familias.

– Sí, estoy segura de ello. Pero, como dije, ya están hechos los arreglos, de modo que me llevaré hoy mismo al pequeño.

– ¿Hoy? Pero es muy pronto.

– Cuanto antes, mejor, ¿no cree? Antes de que la madre se encariñe con él. Traje una nodriza que está esperando en un hotel de Milwaukee y, en consecuencia, no debe preocuparse por el bienestar del pequeño en ningún sentido.

– Señora Barnett, perdóneme, pero la hermana Marlene me dio a entender que su hija todavía no ha decidido si quiere dar el niño o no.

Levinia asaeteó a la monja con esos ojos adustos.

– Una niña de su edad, en su estado, no está en condiciones de adoptar una decisión sensata sobre algo tan importante como esto, ¿no está de acuerdo, hermana? -Fijó la vista en el generoso cheque-. Tengo entendido que usarán el dinero para construir un ala nueva en un orfanato cercano. Debo decir que me alivia pensar que este niño no tendrá necesidad de vivir en un lugar como ese.

La anciana monja dejó el cheque, apoyó los nudillos y se puso de pie.

– Me ocuparé de que el pequeño esté apropiadamente vestido para viajar, y se lo traeré aquí.

Salió de la oficina con su andar de anciana reumática, acompañada del chirrido del zapato derecho.


– ¡No, madre superiora, no debe hacerlo!

El rostro de la hermana Marlene ardió en un tono rojo tan intenso como sangre derramada en contraste con la toca blanca.

– ¡Hermana Marlene, seguirá las órdenes!

– Pero Lorna me dijo que quiere conservar al niño y casarse con el padre… el joven que la visitó aquí; lo recuerda, ¿no es así?

– La decisión está tomada. El niño se va con la abuela.

– No con mi ayuda.

– ¿Acaso está desafiándome?

– Lo siento, madre superiora, pero sería el mayor de los pecados.

– ¡Basta, hermana!

La monja más joven cerró con fuerza los labios y fijó los ojos en el pecho plano de la madre superiora.

– Traiga al niño.

Bajando la mirada, la hermana Marlene replicó con voz queda:

– Lo siento, hermana, no puedo.

– Muy bien. Vaya a su cuarto. Después hablaré con usted.


En la celda monástica con el estrecho camastro, la colcha blanca, las paredes blancas y la ventana sin cortinas, la hermana Mary Marlene, nacida Mary Marlene Anderson de Eau Claire, Wisconsin, que a los diecisiete años dio a luz a un niño bastardo que le quitaron de la misma manera, y cuyos padres la enviaron a este convento para arrepentirse y pasar el resto de su vida, se quitó el rosario de la cintura, lo sostuvo en la mano derecha y alzó los ojos hacia el sencillo crucifijo castaño de madera que había en el muro:

– Señor, perdónalos -murmuró, con lágrimas en los ojos-, pues no saben lo que hacen.

Se arrodilló, se tendió de cara sobre el suelo frío de piedra, con los miembros extendidos en forma de cruz. Así tendida, oró en silencio pidiendo perdón, y se transportó al valle sublime que estaba más allá de este otro terrenal, tan colmado de dolor, sufrimiento y pena.

Todavía estaba tendida cuando el grito de Lorna rebotó en el edificio. En los pasillos de piedra yerma el eco resonó diez veces para aquellos que habían presenciado el nacimiento de su hijo. Lastimó los oídos de dieciocho vírgenes ataviadas de negro que nunca conocieron la alegría ni las miserias de la procreación, y los de la mujer yacente que sí los recordaba.

– iNoooooooooooooo!

La dejaron gritar, correr de cuarto en cuarto abriendo puertas con brusquedad, cerrándolas de golpe, aullando:

– ¿Dónde está? ¿Dónde está? -infinidad de veces.

Aterrorizadas, estas monjas obedientes que habían elegido una vida contemplativa, de plegaria y reclusión, y que acababan de ver cómo la Madre Superiora se derrumbaba cuando Lorna saltó de la cama, gritando, se acurrucaron contra las paredes.

– ¡Deténganla! -murmuró la Madre Superiora, cuando la depositaron con cuidado en una silla.

Pero nadie detuvo a Lorna hasta que llegó al cuarto de la hermana Marlene. Abrió la puerta de golpe, vio a la monja tendida en el suelo como una suplicante, y gritó:

– ¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde está, salvajes perversas? -Dio una patada a la hermana en la cadera izquierda y cayó de rodillas, aporreándola con los puños-. ¡Que Dios las maldiga a todas, piadosas hipócritas! ¡Dónde!

La hermana Marlene rodó, retrocedió y recibió tres golpes más en la cara antes de someter a Lorna con un abrazo apretado.

– ¡Basta! -Lorna forcejeó para seguir lastimándola, debatiéndose inútilmente-. ¡Basta, Lorna, estás haciéndote daño!

– ¡Dejó que mi madre se lo llevara! ¡Ojalá se vayan todas al infierno!

– ¡Basta, dije! ¡Estás sangrando!

La joven se derrumbó, de pronto, en los brazos de la monja sollozando, dejando caer su peso inerte. Se arrodillaron juntas, en un lío de negro y blanco y la mancha rojo brillante que manaba a través de la túnica de Lorna.

La muchacha gimió:

– ¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué?

– Tienes que volver a la cama. Estás sangrando mucho.

– No me importa. No quiero vivir.

– Sí, quieres. Vivirás. Ven conmigo.

La hermana forcejeó para ponerla de pie, pero fue imposible. El cuerpo de Lorna estaba inerte. Había adquirido un tono ceroso. La mirada se le nubló y se fijó en el rostro de la hermana Marlene.

– Díganselo a Jens… -murmuró, débil-. Díganselo…

Se le cerraron los párpados y la cabeza cayó sobre el brazo de la monja.

– ¡Hermana Devona, hermana Mary Margaret! ¡Alguien! ¡Vengan a ayudarme!

Pasó un minuto hasta que dos monjas llegaran hasta la entrada y miraran adentro con timidez.

– Está inconsciente. Ayúdenme a llevarla a la cama.

– Derribó de un golpe a la Madre Superiora -musitó la hermana Devona, aún impresionada.

– ¡Les dije que está inconsciente! ¡Ayúdenme!

Vacilantes, las dos entraron en el cuarto y obedecieron.


Lorna sintió que emergía de un pozo negro a la niebla plateada de las últimas horas de la tarde. El día era brillante y luminoso, el cielo blanco, no azul, como después de una lluvia de verano. En algún rincón del cuarto zumbaba una mosca, después se posaba y callaba. Sentía el aire denso y pesado sobre la cara, las mantas, los brazos. Algo voluminoso le abultaba en los genitales; le dolía y le daba una sensación pegajosa.

De pronto, recordó.

He tenido a mi hijo y me lo han quitado.

Lágrimas calientes le llenaron los ojos. Los cerró y se dio la vuelta de cara a la pared.

Alguien apoyó una mano en la cama. Abrió los ojos y giró para ver. La hermana Marlene, otra vez serena, se inclinó sobre Lorna con una mano en el colchón. Dos moretones abultaban su cara como frutillas. El velo negro estaba perfectamente planchado y plegado simétricamente sobre los hombros. De la monja emanaba olor a limpio, a ropa lavada, a aire fresco y a pureza.

– Lorna querida… -dijo-. Despertaste.

Hizo la señal de la cruz sobre la figura delicada.

– ¿Cuánto tiempo estuve dormida?

– Desde ayer por la tarde.

Lorna movió las piernas y la hermana Marlene sacó la mano de la cama.

– Duele.

– Sí, ya sé que duele. Te desganaste cuando nació el niño y después, corriendo. Temíamos que te desangraras hasta morir.

Lorna levantó las mantas a la altura de las caderas y surgió un olor a hierbas y a sangre.

– ¿Qué tengo ahí?

– Un emplasto de consuelda para que ayude a curarte. Hará que el desgarro cicatrice más rápido.

Lorna bajó las mantas y miró a la hermana con expresión de disculpa:

– La pateé y la golpeé. Perdóneme.

La hermana Marlene sonrió con aire benigno:

– Estás perdonada.

Lorna cerró los ojos. Le habían quitado a su hijo. Jens no estaba. El cuerpo le dolía. La vida no tenía sentido.

La monja empezó a zumbar de nuevo. Ningún otro sonido interrumpía la abrumadora quietud del convento. La hermana Marlene se quedó sentada con la paciencia que sólo una monja era capaz de reunir… esperó… esperó… pretendía darle a la muchacha todo el tiempo que necesitara para aceptar lo sucedido.

Cuando, por fin, Lorna abrió los ojos, tragó varias veces y fue capaz de contener las ganas de llorar, la hermana Marlene le dijo en tono plácido de aceptación:

– Yo también di a luz a un niño cuando tenía diecisiete años. Mis padres eran católicos devotos. Me lo quitaron, me mandaron aquí y ya no volví a salir. Por eso, te comprendo.

Lorna se puso un brazo sobre los ojos y rompió a sollozar con ruido. Sintió la mano de la monja que tomaba la de ella.

Y la oprimía.

La oprimía.

Seguía apretándola.

Se aferró a ella, llorando bajo el brazo, el pecho pesado, el estómago contraído, hasta que el lamento pareció enroscarse sobre sí mismo y hacer estallar el viscoso día estival.

– ¿Qué voy a hacer? -gimió, acurrucándose como una bola, tapándose el rostro delgado con una mano, y sintiendo que la carne le tiraba donde se había desgarrado-. ¡Oh, hermana…! ¿Qué voy a haceeeer?

– Seguirás viviendo…, y hallarás motivos para perseverar -respondió la monja, acariciando el pelo enredado de la muchacha.

Recordó con inmensa tristeza al apuesto joven que había ido a buscarla, y a su propio hombre joven de tantos años atrás.


Once días después del nacimiento de su hijo, ataviada con uno de. los tres vestidos nuevos que le dejó Levinia, Lorna abandonó la abadía de Santa Cecilia. La Madre Superiora le entregó un sobre donde había un

pasaje de tren, efectivo suficiente para el coche de regreso a Milwaukee y la cena en el tren. También había una nota de Levinia:

Lorna, decía, Steffens estará esperándote en la estación para llevarte a la casa de la avenida Summit o a Rose Point, según lo prefieras. Toda la familia estará en Rose Point, como de costumbre en esta ¿poca del año. Con cariño, Madre.

Lorna hizo el viaje de regreso en un estado de malestar, sin prestar atención a nada, sin asimilar nada de lo que veía, olía o tocaba en el trayecto. En el aspecto físico, estaba lo bastante repuesta para que el viaje no fuese demasiado incómodo.1 De vez en cuando, si el tren se mecía, sentía un tirón abajo que le provocaba más recuerdo que dolor en sí mismo. A veces, por la ventanilla, veía en el campo a las yeguas con sus potrillos que le recordaban la vista desde su cuarto en Santa Cecilia. Entre Madison y Tomah, subió una mujer con un pequeño niño rubio de unos tres años, que espió a Lorna desde su litera y le sonrió con timidez, destrozándole el corazón. El dinero para la comida quedó intacto. A la hora de la cena, se quedó sentada sin sentir hambre ni sed; en realidad, se había acostumbrado a vivir sin líquidos en los horribles días en que sus pechos estaban llenos de leche y se los había vendado para que dejaran de producirla. Ahora pendían, un poco más grandes que antes, un poco menos flexibles, como apéndices inútiles, que sólo le servían para colocar debajo las muñecas. Así se imaginaba su cuerpo cuando pensaba en él: como una vasija inútil, vacía.

En Saint Paul, el guarda tuvo que sacarla del ensueño y recordarle que tenía que bajar del tren.

Steffens estaba esperándola con el sombrero en la mano, saludándola con una sonrisa formal:

– Gracias, Steffens -respondió, rígida, y se quedó esperando como si no tuviese idea de dónde estaba.

– ¿Qué tal era la escuela? ¿Y el viaje a Chicago?

Le llevó unos momentos recordar la mentira que los padres habían difundido respecto de su paradero desde el final de la época de clases.

– Bien… estuvo bien.

Después de ayudarla a subir y cargar el baúl, le preguntó:

– ¿A dónde, señorita Barnett?

Pensó un rato y murmuró, como hablando al aire:

– No sé.

Steffens se dio la vuelta y la observó con curiosidad:

– La familia está en el lago, señorita. ¿Quiere que la lleve allí?

– Sí, pienso que si… ¡No!… Oh… -Se tocó los labios y sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas-. No sé.

Alrededor, el bullicio de la estación creaba un fondo de voces, ruedas que giraban, siseos de vapor y tañer de campanas. En medio de ese estrépito, Steffens esperaba órdenes. Como vio que seguía en silencio, aturdida, le ofreció:

– Creo que la llevaré al lago, entonces. Ahí están sus hermanos, y sus tías, también.

Por fin, Lorna salió del sopor:

– Mis tías… sí. Lléveme al lago.


Llegó al terminar la tarde, cuando se estaba desarrollando un juego de croquet. Daphne estaba en el campo con un grupo de amigas. Levinia estaba sentada bajo la mesa protegida por una sombrilla, con la señora Whiting, bebiendo limonada y mirando. Las tías estaban en una mecedora a la sombra de un olmo. Henrietta se daba aire con un abanico de palma, y Agnes hacía una labor de bordado y calado, interrumpiendo cada poco tiempo para abanicarse con el bastidor. En el muelle, Theron y un amigo atrapaban peces pequeños con una red de mano.

Nada había cambiado.

Todo había cambiado.

Henrietta fue la primera que advirtió la presencia de Lorna y arqueó la espalda y la saludó con el abanico sobre la cabeza.

– ¡Lorna! ¡Hola!… -ya todos-: Miren, volvió Lorna.

Se acercaron todos, los que jugaban croquet dejaron los mazos Theron, balanceando un balde con peces contra la rodilla, Levinia dando ruidosos besos en la mejilla de Lorna, la tía Henrietta riendo y parloteando la señora Whiting sonriendo, la tía Agnes estrechando a su sobrina durante más tiempo que nadie, con tácito afecto, mientras Lorna, sobre su hombro buscaba la costa de Dellwood, donde debía estar el astillero de Jens, y lo único que diviso a esa distancia fue una línea ondulante de árboles.

Daphne exclamó:

– ¡Oh, Lorna, fuiste a Chicago! ¿Tu vestido nuevo es de allí?

Lorna se miró el vestido que tan poco le importaba:

– Sí… sí.

No tuvo ganas de añadir que tenía dos más.

– ¡Oh, Lorna, eres tan afortunada!

Theron dijo:

– Jesús, pensamos que nunca volverías.

Había crecido más de siete centímetros y medio en su ausencia.

Los más jóvenes le dirigieron sonrisas y saludos, y Levinia dijo: -Hay limonada fría.

Lorna preguntó:

– ¿Dónde está Jenny?

Y Daphne respondió:

– Navegando con Taylor.

Las cosas habían cambiado.

Para Lorna, sin duda que sí. Declinó la invitación de participar en la partida de croquet y de atrapar peces con Theron y su amigo, de sentarse en la hamaca y de beber limonada. Adujo estar cansada del viaje, y dijo que iría a su cuarto a descansar.

Allí, las ventanas estaban abiertas, las cortinas flameaban y su tía Agnes, dulce y considerada tía Agnes, había hecho un ramo con cada una de las variedades de flores del jardín, y se lo había dejado con una nota escrita en papel ribeteado de azul: "Bienvenida a casa, querida. Te hemos echado de menos".

Lorna dejó la nota, se quitó el sombrero y lo dejó sobre el asiento junto a la ventana. Se sentó al lado y contempló el agua, preguntándose dónde estaría él, si percibiría que ella estaba de regreso, cuándo lo vería, cómo le diría lo del hijo. Abajo, las voces de las chicas ascendían en arpegios de carcajadas desde el campo de croquet, y la muchacha pensó: "Sí, reíros mientras podáis, mientras seáis jóvenes y despreocupadas, y el mundo parezca no ofrecer nada más que lo bueno, pues muy pronto concluirán vuestras fantasías infantiles".

Gideon volvió en el tren de las seis de la tarde, pero se mantuvo apartado de Lorna.

Jenny regresó de navegar y fue directamente al cuarto de su hermana a abrazarla y a contarle que, realmente, estaba enamorada de Taylor, y a preguntarle si no le importaba que la cortejase.

La madre golpeó la puerta y les recordó:

– La cena es a las ocho, querida.

Con gran dificultad, Lorna adoptó la apariencia esperada, se encontró con su padre por primera vez, cosa que le valió otro rígido beso en la mejilla, evitó las preguntas de sus hermanos sobre la escuela inventada y el falso viaje de compras, y la vista de águila de la tía Henrietta, que parecía decir: "¡Lorna ha cambiado!", escuchó el parloteo de Levinia que hablaba de cuánto había bajado la calidad de la comida desde que la señora Schmitt se había ido, se contuvo de preguntarle a la tía Agnes si había visto a Jens, y comprendió que ya no pertenecía a ese lugar, pero aceptó que no tenía otro a dónde ir.

Por la noche, cuando la familia se dispersó, Lorna entró silenciosamente en el salón pequeño, se quedó de pie entre las puertas dobles sin hablar durante un rato, y acorraló a sus padres. Su padre tenía el rostro oculto tras un periódico. La madre estaba sentada en una silla junto a la puerta cristalera, contemplando el lago. Lorna se hizo notar, anunciando:

– Si no quieren que los chicos escuchen esto, será mejor que cierren las puertas.

Levinia y Gideon se sobresaltaron como si les hubiesen pasado unas flechas cerca de las orejas. Intercambiaron miradas mientras Lorna cerraba las puertas, después Gideon se levantó, cerró las puertas cristaleras, y se quedó junto a la silla de Levinia. Lorna comprendió que debían estar esperándola, pues en una noche de verano tan hermosa como esa, por lo general, si se quedaban en la casa, se sentaban en los sillones de mimbre, en la tenaza.

– Creí mi deber decirles cómo me siento por haberme robado a mi hijo.

Levinia replicó:

– No hemos robado a tu hijo. Hemos hecho arreglos para la adopción.

– ¿Quién lo adoptará?

– La Iglesia no informa sobre eso.

– Me robaron a mi hijo sin siquiera consultarme.

– Lorna, sé sensata. ¿Qué habrías hecho con él? ¿Cómo crees que podíamos permitirte traerlo aquí… acaso no ves cómo te adoran tus hermanas? ¿Cuánto te admiran y desean ser como tú?

Lorna no hizo caso del repetido discurso. Les dijo a sus padres sin ningún apasionamiento:

– Quiero que los dos sepáis que he perdido todo afecto por ustedes, por lo que me han hecho. Por ahora, seguiré viviendo aquí porque no tengo a dónde ir. Pero me casaré con el primer hombre que me lo pida, con el propósito de alejarme de vosotros. Espero que estéis muy contentos con el resultado de ese acto tan malévolo.

Serena, inspirándose en la hermana Marlene, salió del salón.


A eso de las once de la noche, cuando la tía Agnes se escabulló dentro del cuarto de Lorna, el espíritu que dominaba era muy diferente. Las dos se estrecharon y procuraron calmar los convulsionados y doloridos corazones.

– Era un varón -logró decir Lorna en un murmullo entrecortad Me lo arrebataron contra mis deseos. Nunca lo vi limpio, siquiera… con la carita en… ensangrentada. No sé ni qué color de cabello tiene.

– Oh, mi preciosa chiquilla herida.

Mientras Lorna lloraba sobre su hombro, Agnes preguntó:

– ¿Lo sabe Jens?

– No. Tengo que decírselo. -Lorna se apartó y se secó los ojos un pañuelo de algodón-. ¿Lo viste, tía Agnes?

– No. Pero hablé con Tim, y sé que el negocio está floreciente. Des… de la regata, todos quieren una embarcación de Astilleros Harken. Sabes dónde está, ¿no es así?

Lorna miró por la ventana.

– Sí, pasé muchas semanas imaginándolo allá.


Fue al día siguiente, vestida con la falda de rayas azules y blancas que tenía la primera vez que compartió un picnic con Jens. Con expresión solemne, se puso el alfiler en el sombrero de paja y, al contemplarse en el espejo, vio una mujer agria donde el año anterior había una muchacha despreocupada. Tomó la embarcación pequeña sin pedir permiso, convencida de que Gideon no tendría agallas para prohibirle el "poco femenino deporte de la navegación", después de lo que había pasado. Las pocas lecciones que logró sonsacarle a Mitch Armfield no la dejaron bien preparada para manejar un bote de un tripulante. Si zozobraba y se hundía, no le importaba: esa posibilidad no le daba el menor miedo, al pensar en la reacción que esperaba de Jens. A decir verdad, era preferible ahogarse a que él la rechazara.

No tuvo dificultades para encontrar el lugar. Se veía desde la North Bay, con su madera nueva todavía rubia y clara contra el telón verde de la costa. Mientras se acercaba pensó que era grande, admiró el techo alto y las proporciones grandiosas. Se había propuesto permanecer tan serena como la hermana Marlene, pero al avistar el velero de Tim, el Manitou, amarrado a un muelle asombrosamente largo, el armadero en sí mismo, con las ventanas del desván abiertas arriba, y las amplias puertas que daban al Oeste dejando entrar la luz de finales de la mañana, y los senderos que se extendían desde ahí hasta el agua, Lorna sintió un impulso y echó a correr. La acompañó un agudo anhelo de vivir ahí, con él, en ese lugar que los dos habían soñado. Oh, ver al hijo de ambos sujetarse a la pierna del padre para mantener el equilibrio y aprender a caminar por esos senderos hasta el agua, y a diseñar, construir y navegar veleros como Jens le habría enseñado a hacerlo.

Lorna amarró al muelle y caminó por él, echando un vistazo al Manitou al pasar, sintiendo una oleada de nostalgia porque se parecía mucho al Lorna D. Al acercarse a la playa, alzó la vista y, para su horror, comprendió que había pañales secándose en la cuerda.

¡Dios querido, había encontrado al niño!

Se detuvo como si hubiese echado raíces, con la vista fija en ellos hasta que el sentido común le dictó una posibilidad más creíble, aunque estremecedora: se había casado con alguna viuda.

Con esfuerzo, movió los pies… caminando por el muelle hasta la playa recientemente despejada, caminando por la arena hasta los largueros de madera, entre los largueros cada vez más cerca el sonido del papel de lija frotando, y el golpe leve de un martillo.

Se detuvo en la entrada. La construcción era tan alta, ancha y venerable como el interior de una iglesia, con la luz moteada que caía por las ventanas y las puertas abiertas, y la madera nueva de la construcción en sí misma, aún tan clara como grano maduro. Olía igual: a cedro aromático, a cola y a serrín.

Tres hombres trabajaban en una nueva embarcación: Jens, Ben Jonsori y un extraño de cuerpo robusto.

El desconocido fue el primero en verla y dejó de lijar.

– Bueno, ¡hola! -dijo, irguiéndose.

– ¡Hola! -respondió Lorna.

Jens y Ben dejaron de trabajar y se enderezaron, también.

– ¿En qué puedo servirla? -preguntó el extraño.

Apartó la vista de él, vio a Jens y Jonson dijo:

– Hola, señorita Barnett.

Jens no dijo nada. La contempló unos segundos)è reanudó el trabajo. Desde arriba, llegó el aroma de la comida y el sonido de voces infantiles que acrecentaron los temores de Lorna.

– Usted es Lorna -dijo el desconocido, acercándose con la mano extendida-. Yo soy Davin, el hermano de Jens.

– Oh, Davin -dijo, aliviada-. Bueno, Dios mío, no sabía que había venido. Me alegro de conocerlo.

– Supongo que habrá venido a ver a Jens.

El aludido siguió lijando, sin hacerle caso.

– Sí… sí, así es.

Davin paseó la mirada ida y vuelta de uno a otro.

– Bueno… escuche… por el olor, creo que Cara tiene la comida lista arriba y en lo que a mí respecta, me vendría bien una pausa. ¿Qué opinas, Ben?:

Ben dejó el martillo y se limpió las manos en los muslos.

– Sí, claro, me parece bien.

Davin le dijo a Lorna:

– Oímos hablar mucho de usted. Estoy seguro de que a Cara le gustaría conocerla antes de que se vaya. Quizá tenga tiempo para subir a tomar: una taza de café con ella.

La muchacha le dirigió su mejor sonrisa estilo hermana Marlene; aunque por dentro se sentía cristalizada y estremecida.

– Es muy amable -dijo, con sinceridad, pues le agradó a primera vista ese individuo que, en circunstancias más felices habría sido su cuñado.

– Bueno, vamos, Ben -dijo, y los dos subieron una escalera de tablas que quedaba a la izquierda de Lorna.

Cuando se fueron, Lorna esperó junto a la puerta a que Jens hiciera algún gesto de reconocimiento, pero él siguió lijando, y dándole la espalda. Contemplar esa espalda tan familiar, tan amplia, que se sacudía mientras trabajaba, le hizo un nudo en la garganta. Se acercó, temerosa, y se detuvo a cinco pasos.

– ¡Hola, Jens! -dijo, en tono plañidero.

Nada.

Las sisas de la camisa de cambray azul estaban húmedas, y los tirantes negros, cubiertos de serrín.

– ¿Nunca me saludarás?

Nada.

Ahí parada, como una escolar recitando unos versos, los pies inmóviles, las manos unidas a la espalda, sintió que la desesperación y la mortificación le dolían y tenía una terrible necesidad de que se diera la vuelta y le hablase con gentileza.

– Es un gran edificio… todo lo que siempre quisiste. Y tu hermano y Ben trabajan para ti. ¡Mi Dios, debes ser feliz!

– Sí, en verdad soy feliz -respondió con amargura.

Lorna tragó para deshacer el nudo que tenía en la garganta y probó de nuevo:

– Me enteré de que ganaste la regata de manera brillante.

Jens se enderezó y se volvió, con los hombros hacia atrás y el pecho ensanchado, golpeó la lija contra el muslo para librarla de polvo.

– Estoy ocupado, Lorna. ¿Qué quieres?

– Oh, Jens… -murmuró, con la voz rota- por favor, no hagas eso… -Se le estrujó el pecho y las lágrimas corrieron por los bordes de los párpados-. Porque creo que no podré… oh, Dios… fueron tan terribles estas últimas semanas. -Cerró los ojos y las lágrimas cayeron. Los abrió y susurró-: Tuve un varón, Jens. -La lija dejó de frotar-. Sólo lo vi una vez, antes de que me lo quitaran. Mis padres se lo llevaron sin preguntarme, y lo dieron.

Desde arriba llegaron voces infantiles y mido de sillas que eran arrastradas.

Jens dijo:

– No te creo. Tú lo entregaste.

– No, Jens, no… No lo hice. -El rostro de Lorna se contrajo-. Mi madre fue a verme y, cuando se fue, las monjas me dijeron que se había llevado al niño pero nadie me dijo a dónde.

– ¡Te gustaría que creyese eso! -Estaba tan furioso que le apareció una línea blanca alrededor de los labios. Giró el torso hacia ella y, por un instante, Lorna pensó que le iba a pegar-. Bueno, pues no te creo. Cuando fui a verte, ya habías tomado la decisión. Estaba tan claro como el agua que te convencieron, y te diste cuenta de que tu vida sería mucho más simple si no tuvieras que explicar la existencia de un bastardo que habrías tenido que llevara tu casa, de modo que te precipitaste a darlo, ¿no? ¡Bastó con que… que te descartaras de él, lo dieras a cualquiera, y el problema estaba solucionado! ¡Bueno, escucha bien esto! -Le aferró el antebrazo izquierdo y se lo dobló con fuerza contra el pecho-: El día en que te conocí, fue el más desdichado de mi vida. Desde entonces, no tuve más que desgracias. Pequeña perra rica que olfatea por la cocina, por el cobertizo y por mi dormitorio, buscando a algún condenado estúpido para curar la comezón. Bueno, no cabe duda de que te la curé, ¿verdad? Pero tienes suficiente dinero hasta para arreglar eso, ¿no es cierto? -Tenía el rostro pegado a ella, con expresión de disgusto. Aaah… -Le dio un súbito empujón-. Sal de aquí. No tengo nada que decirte.

Se golpeó con la cadera contra una pila de madera. Le corrió por la pierna un ramalazo de dolor y se quedó mirando la espalda de Jens a través de las lágrimas. El hombre se alejó y reanudó el lijado con movimientos feroces y vehementes.

Lorna se frotó el brazo dolorido, repitió para sí misma muchas negativas, aunque sabía que no estaba dispuesto a escuchar ninguna. Lo único que hacía era lijar…, y lijar…, y lijar, intentando borrar la ira, el dolor, a ella. Cada impulso parecía arrancar una capa fina del corazón de Lorna, hasta que sintió que le iba a estallar. Cuando ya no pudo soportar tanta enemistad, se rehizo, se apartó de la pila de madera y susurró:

– Estás equivocado -y huyó.

Cuando se fue, Jens dejó de lijar y enderezó la espalda, vértebra por vértebra. Oyó los pasos que corrían por el muelle, vio la pequeña vela que la llevaba hacia el Oeste, alejándola de él. Tras varios minutos, dejó caer los hombros y se apoyó contra el molde del barco, doblando el cuerpo sobre sí mismo mientras se deslizaba al suelo. Allí, agarrándose la cabeza con el papel de lija atrapado en el cabello, Jens Harken lloró.

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