El viaje a la ciudad fue embriagador por la intensa sensación de libertad. Al llamar a Steffens para que trajese el coche, y sentarse en el lugar reservado a los privilegiados, Harken se prometió que un día tendría su propio coche tirado por un espléndido caballo bayo. Al tomar el tren en la estación de White Bear Lake, disfrutó de estar afuera dentro de un horario en el que, por lo general, estaría en la cocina, ayudando a preparar el almuerzo. Al apearse, treinta minutos después en medio del bullicio del centro comercial de Saint Paul, y encaminarse a la ferretería de Lawless, comprendió que Gideon Barnett, por cicatero que fuese, le había dado la; oportunidad que estaba esperando, y que él, Jens Harken tenía la responsabilidad de aprovecharla al máximo.
Eligió las mejores herramientas que se podían comprar, desde el papel de lija para afilar los lápices, hasta el motor eléctrico y a vapor de cuatro caballos para mover la sierra. Después de hacer los arreglos para la entrega, pasó una hora placentera recorriendo las calles del centro, y resistió el olor de las picantes salchichas polacas que hervían en el carro de un vendedor callejero, ahorró la moneda y comió el emparedado de carne fría que había llevado de casa, espió por las ventanas, observó los tranvías y admiró un ocasional polisón de seda. No cabía duda de que la ciudad era excitante, pero cuando subió al tren hacia White Bear Lake, la ansiedad hizo que el atractivo de Saint Paul, perdiera en la comparación.
Una vez de regreso en White Bear, fue de la estación del tren al almacén de maderas y encargó todo lo que iba a necesitar hasta haber completado los planos del buque, luego hizo caminando el resto del trayecto hasta la isla Manitou, rodeando el lago donde se veían pocas velas esa tarde de mediados de semana, y disfrutando de lo que veía, a pesar de todo.
En Rose Point, se puso la ropa de trabajo, rescató elementos de limpieza y se fue más allá de los jardines, a convertir el cobertizo en un armadero de barcos.
Cuando llegó a su dominio, al abrir las puertas dobles de par en par, penetró en la frescura de la construcción larga y profunda, sintiendo otra vez la euforia de esa mañana y la decisión de hacer algo importante allí. Sacó fuera las patatas enmohecidas y los periódicos, quemó una pila de basura y puso los otros deshechos en un rincón, sacó con el rastrillo los nidos de ratones y las cáscaras de bellotas, barrió el suelo y empezó a limpiar las ventanas. De pie sobre un barril, en mitad de la tarea, oyó la voz de la señorita Lorna Barnett, que lo reprendía desde la entrada.
– Harken, ¿dónde rayos ha estado?
Estaba ahí de pie, con los brazos en jarras; sólo se distinguía la silueta que recortaba la luz de la tarde y que moría contra el telón de fondo del bosque. Tenía las mangas grandes como almohadas, y una falda acampanada con una breve cola. Jens divisó el borde rosa de la ropa y el peinado en forma de nido, pero el resto de los detalles se perdieron.
– El padre de usted me mandó a la ciudad, señorita.
– ¡Y no me dijo una palabra! Cuando me levanté, él también se había ido y nadie sabía dónde estaba usted. Construirá el barco, ¿no es así?
– Sí, señorita, lo haré.
Lorna separó los pies, y sacudió los puños hacia el cielo:
– ¡Eureka! -les gritó a los maderos del techo.
Esto arrancó una carcajada en Harken, que saltó del barril, mientras tiraba el trapo de limpiar en el balde con agua y el de secar sobre el hombro.
– Yo tuve ganas de hacer lo mismo cuando me lo dijo.
Lorna entró, arrastrando la falda por el polvo del suelo.
– ¿Lo hará aquí?
Se detuvo a unos centímetros, cortando la sombra, y revelando los preciosos detalles del rostro.
– En efecto. Me dio el visto bueno para comprar todo lo necesario en la ferretería Lawless, y en el almacén de maderas mayer. Fui a la ciudad a encargar las herramientas. Señorita Barnett -echó un vistazo al vuelo de la falda-, caminando sobre este suelo polvoriento, se ensuciará el vestido. He barrido, pero aun así no está muy limpio.
Lorna se alzó las faldas y las sacudió.
– ¡Ah, no importa! -El polvo revoloteó cuando las soltó, y esparció el perfume de azahar en el ambiente húmedo y rancio del viejo cobertizo-. En realidad, no sé por qué uso estas estúpidas faldas. El señor Gibson: afirma que ya están pasadas de moda.
– ¿Quién es el señor Gibson?
La muchacha adoptó una expresión de fingido dolor.
– Oh, por favor, Harken, no vine aquí a hablar del largo de las faldas. ¡Cuénteme más de lo que dijo papá!
Era una criatura encantadora, y Jens retrocedió para poner una buena distancia entre los dos.
– Bueno, dijo que tenía tres meses para construir el barco, y luego debía volver a la cocina.
– ¿Qué más?
Lo persiguió de cerca, con expresión ansiosa.
– Nada más.
– ¡Oh, Harken, no es posible que eso sea todo!
– A ver… -Pensó un poco, y agregó-: Dijo que tenía que avisar a la señora Schmitt de que era un arreglo temporal, porque no quería más rabietas en la cocina.
Lorna rió, y la gracia de esas notas transformó el tosco edificio impulsando a Jens Harken a realizar un estudio furtivo de la muchacha. Estaba vestida de rayas rosas y blancas, como un caramelo, con cuello y puños de encaje blanco, y un corpiño ajustado que terminaba en la línea de la cintura en un punto diminuto, y le daba la apariencia redonda de una fruta. Lo que era peor, cada vez que él se movía, ella lo seguía sin el menor recato. Por fin, Jens dejó de retroceder, defendió su terreno y quedaron a un brazo de distancia.
– Señorita, ¿puedo preguntarle algo?
– Por supuesto.
– ¿Por qué no le hace estas preguntas a su padre?
– ¡Bah! -Hizo un ademán desdeñoso-. Me contestaría como si estuviese ordenando que enterrasen comida en mal estado, y lo arruinaría todo. Sigue estando en contra de usted, ¿sabe?
– Ya lo advertí.
– Además, usted me gusta.
Le sonrió a quemarropa.
El joven rió, algo incómodo, mirando primero al suelo, luego a Lorna.
– ¿Siempre es así de franca?
– No -respondió-. Pasé mucho tiempo con Taylor Du Val. ¿Lo conoce? No, supongo que no. Bueno, de todos modos se podría decir que somos novios, pero yo nunca le dije que me gustaba.
– ¿Y le gusta?
Pensó un instante:
– En cierto modo. No obstante, Taylor no cree en nada de la manera que usted cree en su barco. La familia de él está en la industria de los molinos harineros y, pan ser sincera, es un tema bastante tedioso: la cosecha de trigo, la proyección de los precios del mercado, el suministro de bolsas de algodón. Claro que, cuando estamos juntos, hablamos de otras cosas, pero suelen ser repetitivas: mi familia, la familia de él, qué bailes habrá en el club, qué fiestas habrá en el Pabellón Ramaley.
– ¿Participa en las carreras?
– La familia. Son dueños del Kite.
– Lo vi. Tiene una quilla pesada.
En los ojos de Lorna brilló una chispa divertida y traviesa.
– ¿No lo son todos, comparados con lo que usted se propone construir?
Durante un rato, permanecieron los dos sonriéndose, compartiendo la expectativa de construir el bote y verlo navegar por primera vez, preguntándose, inquietos, qué pasaría hasta entonces. Una mosca zumbó en un rayo de sol cerca de la puerta abierta, y una brisa pasajera llevó un tierno mensaje entre los árboles y se alejó.
Lorna Barnett era el ser más hechicero que hubiese conocido. Y como parecía tan sensata y carente de pretensiones como cualquier miembro del personal de la cocina, decidió confiar en ella.
– Señorita Lorna, ¿puedo decirle algo?
– Lo que sea.
– En cuanto este barco participe en carreras, pienso no volver a poner un pie en la cocina.
– Bien, Harken. De todos modos, yo no creo que ese sea lugar para usted.
Estaban lo bastante cerca para que Lorna viese la decisión en los ojos de Jens, y este, la corroboración en los de ella, para que oliera el perfume de azahar de la colonia, y ella, el agua con vinagre que Jens usaba para limpiar las ventanas y sobre todo para darse cuenta de lo impropio que era y no darle importancia.
– ¿Qué hará? -preguntó la muchacha.
– Quiero tener mi propio astillero.
– ¿De dónde sacará el dinero?
– Estoy ahorrando. Y tengo un plan. Quiero traer a mi hermano de New Jersey, para trabajar conmigo.
– ¿Lo echa de menos?
Respondió con un chasquido de lengua y una mirada nostálgica, cargada de recuerdos.
– Es mi único familiar.
– ¿Le escribe?
– Casi todas las semanas, y él me contesta.
Lorna dibujó una sonrisa cómplice:
– Harken, ¿esta semana tendrá algo para contarle, eh?
Jens también sonrió y, por un instante, compartieron la victoria, unidos por una sensación subyacente de lo mucho que disfrutaban estando juntos. El lapso de silencio se alargó, transformándose en un estado de conciencia en el que se dedicaron otra vez a admirar el rostro del otro, por primera vez en intimidad total. Afuera, el bosque estaba tranquilo, no se oía ni el piar de un pájaro. En el otro extremo del cobertizo seguía zumbando la mosca, y la luz verdosa proyectaba sombras de hojas sobre el suelo tosco y la cara interior de la pared, formando un encaje sobre los pernos oxidados y las chapas cubiertas de polvo. Dentro, donde estaban Jens y Lorna, la luz de la ventana a medio lavar sólo les iluminaba un lado de la cara. La de ella, tersa y curva, alzada por el alto cuello de encaje que casi le tocaba los lóbulos de las orejas. La de él, polvorienta y angulosa, acariciada por el cuello abierto de la rústica camisa de cambray.
Después de un largo momento de observación silenciosa, Jens habló con suavidad:
– No creo que su padre apruebe la presencia de usted aquí.
– Mi padre fue a la ciudad. Y mi madre está durmiendo la siesta con un paño frío en la frente. Peor todavía, yo siempre fui una hija indócil, y ellos lo saben. Yo soy la primera en admitir que les di bastante trabajo para educarme.
– ¿Por qué será que no me sorprende?
En respuesta, Lorna sonrió. Cuando volvió a hacerse el silencio y no se les ocurría un modo apropiado de llenarlo, empezaron a sentir una fuerte conciencia de soledad.
Lorna se miró las manos.
– Creo que tengo que irme, y dejar que siga trabajando.
– Sí, creo que sí.
– Pero antes hay algo que tengo que decirle, con respecto a ayer.
– ¿Ayer?
Otra vez, alzó la mirada hacia él.
– Es decir, cuando fui a la cocina y comí pastel con usted. Después, cuando ya era tarde, advertí que hice sentirse a todos muy incómodos. Quería agradecerle por entenderlo, Harken.
– No es nada, señorita. Tenía derecho de estar ahí.
– No. -Le tocó el brazo con cuatro dedos sobre su piel desnuda, encima de la muñeca, con la ligereza de un colibrí. Advirtiendo el error, la retiró rápidamente y apretó los dedos con el puño-. Le dije que soy rebelde. A veces, hago cosas de las que me arrepiento. Y cuando la señora Schmitt puso esa bandeja de plata con mi porción, la mejor cubertería de plata y la servilleta de lino… habría dado cualquier cosa por estar en otro lado. Usted lo supo e hizo lo que pudo para aliviar mi incomodidad. No lo pensé, Harken. De todos modos, gracias por la rapidez de su reacción.
Aunque Jens podía seguir insistiendo en que estaba equivocada, los dos sabían que no era así.
– Me alegro, señorita -respondió-. Debo admitir que me siento un poco más cómodo conversando con usted aquí, lejos de los otros. Ellos…
Se interrumpió con brusquedad, dejándole a Lorna la sensación de que habría preferido no decir nada.
– ¿Ellos qué?
– Nada, señorita.
– Sí, hay algo más. ¿Ellos qué?
– Por favor, señorita
Ella volvió a tocarle el brazo, esta vez con insistencia.
– Harken, sea sincero conmigo. ¿Ellos qué?
Jens suspiró al comprender que no tenía modo de eludir la pregunta.
– A veces interpretan mal las intenciones de usted.
– ¿Qué dicen de mis intenciones?
– Nada específico.
Se ruborizó y apartó la vista, al tiempo que se quitaba del hombro el trapo sucio.
– No es sincero conmigo.
Cuando los ojos se encontraron otra vez, la mirada de Jens tenía la pasividad bien entrenada del personal doméstico.
– Si me disculpa, señorita Lorna, su padre me dio un límite de tiempo y tengo que volver a trabajar.
Hacía mucho tiempo que Lorna Barnett no se enfadaba tanto, tan rápido:
– ¡Oh, es igual que él! -Incrustó los puños en las caderas-. ¡A veces, los hombres me enfurecen! Puedo hacerlo hablar, ¿sabe? ¡Prácticamente, usted es mi empleado!
Jens quedó tan abrumado por ese arrogante y súbito arranque que quedó atónito, mudo. Por un instante, apareció la estupefacción en su semblante, seguida de inmediato por la desilusión y un rápido retomo a la realidad.
– Sí, lo sé.
Se dio la vuelta antes de que Lorna viese los manchones de color que subían a sus mejillas. Se puso de cuclillas para volver a tomar el trapo del balde, lo retorció y, sin añadir otra palabra, trepó al barril y reanudó la limpieza de la ventana.
Tras él, la cólera de Lorna se derrumbó con la misma velocidad que surgió. Se sintió mortificada por la desconsiderada explosión, y dio un paso hacia Jens, alzando la vista.
– Oh, Harken, no quise decir eso.
– Está bien, señorita.
Sintió que le ascendía calor por el cuello; qué ridículo debió parecerle el perder de vista su propia condición y permitir que se manifestara su atracción por ella.
La joven avanzó otro paso.
– No, no está bien. Es que… es que me salió sin pensar, eso es todo… por favor. -Se estiró como para tocarle la pierna, pero retiro la mano-. Por favor, perdóneme.
– No hay nada que perdonar. Usted tenía razón, señorita.
Ni la miró, ni dejó de limpiar el cristal de la ventana. Mientras secaba, el trapo chirrió contra el cristal, a la vez que lo ocultaba de la muchacha.
– Harken.
No hizo caso del ruego que vibraba en su voz y siguió su tarea, obstinado.
Lorna esperó, pero la intención de Jens era evidente, el dolor era evidente, y la barrera entre ellos era tan palpable como las paredes del cobertizo. Se sintió como una tonta arrebatada, pero no supo cómo aliviar la herida que ella misma había causado.
– Bien -dijo en voz queda, llena de remordimiento-. Lo dejaré en paz. Lo siento, Harken.
No tuvo necesidad de dame la vuelta para saber que se había ido. Al parecer, el cuerpo de Jens había desarrollado sensores que se erguían cada vez que Lorna entraba en su radio de acción. En el silencio que había sobrevenido después de irse, la sensación se marchito, perdió fuerza, y Jens quedó de pie sobre el barril de madera, con las palmas de las manos apoyadas con fuerza contra el borde inferior de la ventana, y el trapo colgando inmóvil de una de ellas. Giró la cabeza, miró fuera, sobre su hombro izquierdo, al polvo encendido por el sol por donde ella había barrido un surco con sus enaguas. La mirada regresó a la escena fuera de la ventana, que era un conjunto boscoso de ramas, hojas, moho y espesura. Exhaló un gran suspiro, bajó lentamente del barril y se quedó ahí, inmóvil. Herido. "En última instancia", pensó, "es tan aristocrática como sus padres, y a mí no me conviene olvidarlo. Tal vez Ruby tenía razón y Lorna Barnett era una chica rica aburrida, que jugueteaba con el criado sólo para divertirse."
Con súbita vehemencia, arrojó el trapo al balde, salpicando agua sucia en el piso, donde ennegreció las planchas polvorientas, y después dio una patada al barril, que cayó rodando.
El resto del día estuvo antojadizo y descontento. Esa tarde, salió con Ruby a pasear y la besó en la huerta de hierbas antes de entrar por la puerta de la cocina. Pero besar a Ruby era como besar a un cocker spaniel cachorro: resbaladizo y difícil de controlar. Se sorprendió de sentirse impaciente por limpiarse la boca y librarse de las ganas de la muchacha que le rodeaban el cuello.
Más tarde, en la cama, pensó en Lorna Barnett… vestida con rayas blancas y rosas y oliendo a azahares, con sus excitados ojos castaños y la boca como fresas maduras.
¡A esa mujer le convendría mantenerse lejos del cobertizo!
Eso fue lo que hizo Lorna durante tres días; al cuarto, estaba de vuelta. Eran más o menos las tres de la tarde y Jens estaba sentado sobre un barril, dibujando una larga línea curva en una hoja de papel manila sobre una mesa hecha con tablas y caballetes.
Terminó y se echó hacia atrás para observarlo, hasta que sintió unos ojos sobre él. Miró a la izquierda, y ahí estaba, inmóvil como una estatua en el vano de la puerta, con una camisa azul de mangas anchas, y las manos a la espalda.
El corazón le dio un vuelco, y enderezó lentamente la espalda:
– Bien -dijo.
Lorna no se movió, y siguió con las manos a la espalda.
– ¿Puedo entrar? -preguntó, humilde.
La contempló un momento, con el lápiz en una mano y una curva de barco en celuloide en la otra.
– Como guste -respondió, y continuó el trabajo, consultando una tabla numérica que tenía a la derecha del dibujo parcialmente terminado.
Lorna entró con pasos medidos y cautelosos y se detuvo al otro lado de la mesa, permaneciendo ante Jens en pose de penitente.
– Harken -dijo en voz muy suave.
– ¿Qué?
– ¿No piensa mirarme?
– Si usted lo dice, señorita…
Obediente, alzó la vista. De los párpados de Lorna colgaban unas lágrimas inmensas. El labio inferior temblaba, contraído en un puchero.
– Lo siento mucho, mucho -susurró- y jamás volveré a hacerlo.
"¡Oh, dulce Señor!", pensó, "¿acaso esta mujer no sabe el efecto que tiene sobre mí, ahí de pie, tan infantil con las manos a la espalda y unas lágrimas del tamaño de las uvas que hacen devastadores a esos ojos?" Esto era lo último que podía esperar. Verla, le provocó un terremoto en el corazón y un nudo en el estómago. Tragó dos veces, pues sentía el bulto de las emociones como si fuese un copo de algodón que le bajaba por la garganta. Señorita Lorna Barnett, pensó, si sabe lo que le conviene, se irá de aquí a toda velocidad.
– Yo también lo siento -respondió-. Olvidé mi lugar.
– No, no… -Sacó una de las manos y tocó el papel como si fuese un amuleto-. Yo tuve la culpa por querer obligarlo a decir cosas que usted no quería decir, por tratarlo como a un inferior.
– Pero tenía razón: yo trabajo para usted.
– No. Trabaja para mi padre. Usted es mi amigo, y me sentí desdichada durante tres días, creyendo que había arruinado nuestra amistad.
Jens se contuvo y no dijo que él también. No supo qué decir. Le costaba un esfuerzo tremendo quedarse en el barril y dejar que la mesa se interpusiera entre ambos.
En voz muy queda, como si les hablara a los planos, Lorna dijo:
– Creo que sé lo que dicen en la cocina. No es muy difícil imaginárselo. -Alzó la vista-. Que yo estaba coqueteando con usted, ¿no es cierto? Que me divertía con un criado.
Jens fijó la vista en el lápiz.
– Sólo Ruby, pero no se preocupe.
– Ruby es la pelirroja, ¿no?
Asintió.
– Me di cuenta de que a ella fue a quien más le molestó que yo estuviera allí, el otro día.
Como el joven no respondió, preguntó:
– ¿Es su novia?
Jens se aclaró la voz:
– Estuvimos saliendo los días libres.
– Lo es.
– Supongo que le gustaría serlo. Eso es todo.
– Eso significa que, al aparecer en la cocina e insistir en comer allí el pastel, yo le hice sentirse incómodo.
– Mi padre siempre decía que uno no molesta a otro, que cada uno se molesta a sí mismo. Ya se lo dije, tenía derecho a estar ahí, y lo repito.
Después de un silencio tenso en el cual Jens contemplaba el papel, y Lorna, a él, esta afirmó con voz serena:
– No estaba divirtiéndome con usted, Harken. Le aseguro que no.
Jens levantó la mirada. Lorna estaba erguida, apoyada con ocho dedos en el borde de la mesa tosca, la curva del pecho tan fluida como si él la hubiese dibujado con una de sus curvas de Copenhage, el cabello levantado y unos pocos mechones sueltos en tomo a la cara. Ese rostro era tan sincero, bello y vulnerable que ansiaba tomarlo entre sus manos y besar sus labios trémulos hasta que sonriera otra vez.
Pero sólo dijo en tono quedo:
– No, señorita.
– Me llamo Lorna. ¿Cuándo me dirá así?
– Ya lo dije.
– No "señorita Lorna", sino Lorna.
Si bien esperó, Jens se negó a repetir el nombre, pues esa última formalidad era una barrera necesaria entre ellos, que mantenía intacta por el bien de los dos.
Por fin, Lorna dijo:
– Entonces, ¿me perdona?
Aunque pensó en repetir que no había nada que perdonar, ambos sabían que eso la lastimaría.
– Olvidémoslo.
Lorna trató de sonreír, pero no pudo. Jens trató de apartar la mirada de ella, pero no lo consiguió. En silencio, enfrentaron esa atracción imprudente, prohibida, que se cernía sobre ellos. La llevaban dibujada en los rostros con la misma nitidez que las líneas sobre el papel de planos. Jens comprendió que uno de ellos tenía que ser sensato y, como siempre, fue el primero en apartar la vista.
– ¿Le gustaría ver los dibujos?
– Mucho.
Rodeó la mesa y se detuvo junto al codo de él, trayendo con ella el ya familiar perfume de azahar, la rigidez de la blusa azul almidonada en la visión periférica, y la manga abullonada casi junto a su oído.
– Todavía no están terminados, pero ya puede hacerse una idea de la forma básica del barco.
Lorna tomó un trozo suelto de papel donde estaba el esbozo que Jens había hecho en veinte minutos, para el padre.
– ¿Este es el aspecto que tiene?
– Más o menos.
Lo observó unos momentos, lo dejó y tomó otro, más preciso, en el que Jens estaba trabajando. Estaba fijo con chinchetas a la mesa.
– ¿Siempre los dibuja cabeza abajo?
– Ese es el modo en que los construyo, por eso los dibujo así.
– ¿Los construye boca abajo?
– Aquí… ¿ve? -Señaló una de las muchas líneas que cortaban verticalmente el perfil del barco-. Habrá una de estas formas más o menos cada sesenta centímetros alo largo de la nave, y se apoyarán en unos pies que sostienen el conjunto. Se llaman secciones o estaciones, y constituyen las bases del molde. Serán lo que determina la forma total del barco. Como este, ¿ve?
Si bien trazó la forma en el aire con las manos, supo que ella no podía imaginárselo.
– Es difícil comprenderlo mirando un dibujo unidimensional, pero haré unos cortes de las secciones, también, donde se verá cada estación. Entonces, le resultará más fácil verlo.
– ¿Cuánto tiempo le llevará?
– ¿Terminar los planos? Aproximadamente una semana y media más.
– ¿Y luego empezará a construirlo?
– No. En ese momento podré comenzar el lofting.
– ¿Qué es el lofting?
– Es… -Se puso a pensar-. Bueno, es ajustar la nave.
– ¿En que consiste ajustar la nave?
– Ajustar es asegurarse de que no tiene bultos ni irregularidades, que tiene una forma regular y tersa. -"Como tú", pensó-. Como una fruta -dijo-. La superficie del casco tiene que ser lisa desde cualquier punto hasta cualquier otro. Entonces se dice que está ajustada.
Lorna Barnett contempló a Jens Harken, el contorno de la cabeza y el cuello, los tirantes negros que formaban una curva tensa en la espalda, la línea del hombro y el brazo que se formaba cuando apoyaba el codo en la mesa y se concentraba en el papel de los planos.
Liso, pensó. Oh, sí liso y muy rubio.
Al percibir la tentación de pasar la mano sobre esa magnífica cabeza y esos hombros sólidos, resolvió que sería mejor salir de ese cobertizo y poner algo de distancia entre los dos. Más aún, vio que Jens no avanzaba mucho con ella interrumpiéndolo.
– Bueno, será mejor que lo deje trabajar. -Se apartó y fue al otro lado de la mesa-. ¿Puedo venir otra vez?
Le habría resultado más fácil contestar cualquier otra pregunta. Quiso decir: "No, mantente alejada", pero no podía negarle a ella el derecho y a sí mismo el placer, como tampoco podría trabajar en una cocina el resto de su vida.
– Estaré ansioso de recibirla -respondió.
Fue con frecuencia, perturbándolo no sólo cuando estaba presente sino cuando se iba. Solía inspeccionar los dibujos, hacer preguntas, encaramarse al banco de hierro y charlar, a veces observándolo en un silencio tan conmovedor que Jens lo sentía como espasmos en la carne. Apareció un viernes, cuando los planos estaban casi terminados, y después de constatar los progresos se dirigió hasta el banco de hierro. Extendió un trozo de papel para los planos sobre el asiento oxidado, se sentó, levantó las rodillas y las rodeó con los brazos.
– ¿Le gustan las bandas de música? -preguntó, de pronto.
– ¿Las bandas de música? Sí, en realidad, sí.
– Mañana viene el señor Sousa. Vi los carteles.
– No, quiero decir que mañana viene aquí, a Rose Point. Mi madre dará una recepción para él después del concierto de mañana por la noche, y será nuestro invitado.
– Usted irá al concierto.
Apoyó el mentón sobre las rodillas.
– Ahá.
– ¿Y estará el señor Du Val?
– Ahá.
– Bueno, espero que lo pase muy bien.
– ¿Usted irá?
– No, estoy ahorrando dinero.
– Ah, eso está bien. Para empezar con un astillero.
Lo dejó dibujar un rato, contemplándolo y luego, de repente, cambió otra vez de tema:
– ¿Cuándo empezará, en serio, la construcción del barco?
– Oh, más o menos dentro de un par de semanas.
– Lo ayudare.
Como estaba a una distancia prudente, Jens pudo examinarla. Ese día, estaba vestida de amarillo claro. La falda caía sobre el borde del banco como un abanico invertido. El pecho estaba apretado contra los muslos, y el cabello parecía tan suave como la hierba de la pradera.
– ¿Alguna vez se le ocurrió pensar qué pasaría si su padre apareciera por aquí y la encontrase conmigo? Espero que lo haga, para ver los planos, ¿sabe?
– Se enfadaría mucho y me regañaría, y yo diría que tengo derecho de estar aquí, pero no lo despediría a usted porque ansía el barco y usted es el único capaz de hacerlo.
– Está demasiado segura, ¿verdad?
– ¿Usted no?
– No.
Lorna se limitó a reflexionar, con la mejilla apoyada en la rodilla, observándolo sin pudor.
– ¿Su hermano es como usted? -preguntó.
– No.
– ¿Y cómo es?
– Va pausado, mientras que yo corro. El se queda en el Este, donde está seguro y tiene trabajo, yo en cambio vine aquí, donde no tenía. Pero sabe de barcos.
– ¿Le preocupan las líneas fluidas tanto como a usted?
Jens sacudió la cabeza, como diciendo: "Muchacha, no puedo ir a tu ritmo".
– ¿Se parece a usted?
– Así dicen.
– Entonces, es apuesto, ¿verdad? Jens enrojeció. -Señorita Barnett, creo que eso no es algo apropiado para…
– ¡Oh, escúchenlo! "Señorita Barnett", y en ese tono… Y ahora, apuesto a que recibirá un sermón.
Jens se levantó, rodeó la mesa, la tomó de las pantorrillas y le apoyó los pies en el suelo.
– ¡Arriba! -ordenó-. ¡Y afuera! ¡Tengo que dibujar un barco!
Lorna se levantó y caminó hacia la puerta, empujada por Jens.
– Bueno, ¿puedo ayudarlo?
– No.
– ¿Por qué no? De todos modos, estaré aquí.
– Porque yo lo digo. Y ahora, váyase, corra con el señor Du Val, que ese es su lugar, y no vuelva aquí.
Lorna se dio la vuelta, sacudió la cabeza y dijo con gran convicción:
– No quiso decir eso -y salió por la puerta.
Cuando se fue, Jens aspiró una gran bocanada de aire, la exhalo y se rascó con fuerza la coronilla con ocho dedos, hasta que le quedó el pelo erizado.
– Jesús -murmuró para sí.
Como había hecho otra vez, cuando se topó con ella en el dormitorio, Lorna Barnett asomó la cabeza por la puerta, dejando oculto el resto de su persona.
– Quizá, la próxima vez traiga un almuerzo.
– ¡Oh, eso es lo que necesitaba! -vociferó-. Que usted vaya a pedirle a la señora Schmitt que…
Estaba hablándole al aire. Al fin se había ido, dejándolo irritado, con la cabeza revuelta, y medio excitado en el cobertizo cavernoso.
La noche del sábado, una hora antes de que el señor John Philip Sousa en persona alzan la batuta en el pabellón Ramaley, junto al lago, la casa Barnett era un revuelo. Toda la familia asistida al concierto, incluyendo a las tías.
En el cuarto de ambas, Henrietta regañaba a Agnes:
– No seas tonta, no puedes ir sin guantes. Sencillamente, no se hace.
En el de Theron, Ernesta estaba peinándolo con raya al medio y poniéndole brillantina, al tiempo que el muchacho reía y se retorcía para mirar detrás de sí con los prismáticos.
En el de las niñas, Daphne provocaba a Jenny:
– Me imagino que mirarás a Taylor Du Val con ojos de carnero degollado y harás el ridículo otra vez, esta noche.
En la suite principal, Gideon se topó con Levinia que sólo estaba vestida a medias. Se tapó con la bata y lo reprendió:
– ¡Gideon, al menos podrías llamar antes de entrar!
En la habitación de Lorna, esta necesitaba ayuda para abotonarse el vestido en la espalda, y como Ernesta estaba ocupada con Theron, entró en el cuarto de las tías.
– Tía Agnes, ¿puedes abrochar los botones de mi espalda, por favor?
– Por supuesto, querida. ¡Qué vestido tan adorable! ¡Pero si eres lo más parecido que he visto a un botón de oro! ¿Irá esta noche el señor Du Val?
– Desde luego.
Al otro lado del cuarto, Henrietta señaló, con los labios tensos:
– Fíjate si tu alfiler está afilado, Lorna.
Cruzaron el lago en la lancha de vapor Manitoba, que abordaron en el hotel Williams House, y llegaron al pabellón Ramaley más de media hora antes del concierto. El pabellón en sí mismo era una estructura imponente sobre el lago, de diseño similar a un castillo que tenía en las esquinas torres coronadas de florones, y la línea del tejado quebrada por espirales, pináculos y gabletes. La escalinata abierta llevaba a un cuarteto de puertas terminadas en elaboradas cartelas que apuntaban hacia un pico del techo en forma de brazo de candelabro. El segundo piso era el salón de baile, rodeado de puertas cristaleras que se abrían a pórticos con columnas, y el letrero, rodeado de ventanas renacentistas en arco de más de seis metros de alto, era el auditorio. Este tenía dos mil asientos y estaba lujosamente decorado con terciopelo rojo y dorado.
Los Barnett entraron en el palco privado y se sentaron en sillas de ópera, excepto Gideon, que había ido detrás del escenario, a dar la bienvenida personal a Sousa.
Las tías rieron, se murmuraron cosas y señalaron las caras conocidas con los abanicos plegados. Daphne y Jenny atisbaron sobre la balaustrada y rieron cuando los jóvenes las saludaban con la cabeza. Theron miró por los prismáticos y dijo:
– ¡Uh, puedo ver un pelo en la nariz de esa mujer gorda!
– ¡Theron, baja eso! -lo reprendió su madre.
– ¡Pero puedo verlo! Y, además, es una nariz enorme. ¡Dios, tiene los agujeros grandes como huellas de cascos de caballo, mamá, tendrías que verlos!
Levinia le dio un golpe en la coronilla con el abanico.
– ¡Au!
El niño bajó los prismáticos y se frotó la cabeza.
– Cuando empiece la música, podrás usarlo. Antes, no.
Theron se tumbo en la silla y musitó:
– ¡Jesús!
– Y cuida esa lengua, jovencito.
Entró Taylor Du Val y saludó a todos los que estaban en el palco, besando las manos a las damas y mirando por los prismáticos de Theron. El niño se le acercó y, a escondidas de la madre, señaló y murmuro:
– Ahí abajo hay una señora gorda de vestido azul, y puedes verle el pelo de la nariz.
Taylor echó un vistazo, y murmuro:
– Me parece que también tiene pelo en las orejas.
Con una sonrisa especial, íntima, dirigida a los ojos castaños de Lorna, dijo:
– Te veré en el intervalo.
El concierto estuvo inspirado. La música de Sousa, originaria de América, hizo que a Lorna se le erizan el vello de los brazos y la hizo temblar por dentro. Provocó una tempestad de aplausos y sonrisas en todo el público.
Durante el intervalo, en el vestíbulo, Taylor le dijo a Lorna:
– Te eché de menos.
– ¿Sí?
– Por cierto, pienso buscar compensación más tarde, en tu casa.
– Calla, Taylor. Podrían oírte.
– ¿Quién va a oírme? Todos están conversando.
Le tomó la mano, la puso sobre su propia palma y pasó la mano sobre ella una y otra vez, como si quisiera alisar una página arrugada.
– ¿Tú me echaste de menos?
– No.
– Una dama no responde esas cosas -respondió.
Taylor rió y le besó las uñas.
A la recepción en Rose Point asistieron cincuenta personas de la elite de White Bear Lake. El comedor estaba festoneado de flores rojas, blancas y azules. Una torta con forma de tambor, con el águila americana aferrando las flechas de oro en las garras, se recortaba sobre la aurora boreal. El té estaba aromatizado con geranios rosas, y los sandwiches diminutos tenían tal colorido que podrían tomarse por joyas. El gentío era más ruidoso que de costumbre, porque la presencia del patriota gentil pero feroz, cuya fama se extendía más allá de las costas de América -desde que renuncio al puesto de director de la Banda de la Marina de Estados Unidos y comenzó a hacer giras mundiales- reavivaba los ánimos. Con la perilla de chivo, las gafas ovaladas y el uniforme blanco con tres medallas sobre el pecho, Sousa se inclinó sobre la mano de la tía Agnes, mientras Lorna observaba desde lejos.
– Mira a la tía Henrietta -le dijo a Taylor-. En cuanto Sousa se dé la vuelta, dirá algo para estropear la alegría de tía Agnes.
En efecto, la boca de Henrietta se puso tensa como el cordón de cierre del bolso cuando le dedicó una severa reprimenda a su hermana. La animación de Agnes cesó de inmediato.
– ¿Qué hace a la gente comportarse así?
– Lorna, tu tía Agnes está un poco chiflada, y Henrietta no hace más que contenerla.
– ¡No está chiflada!
– ¿Te fijaste en el modo en que siempre recuerda al joven capitán Dearsley? ¿No te parece que eso es un poco delirante?
– Pero ella lo amaba. A mí me parece que es muy dulce que lo recuerde así, y que la tía Henrietta es demasiado cruel. Le dije a mi madre que creo que odia a los hombres. Uno de ellos la engañó cuando era joven, y no puede decir nada bueno de ellos.
– ¿Y qué me dices de ti?
Como no respondió, Taylor dijo:
– Creo que te he perturbado, Lorna. Lo siento. Precisamente esta noche, no quería hacer eso.
Taylor estaba detrás de Lorna. Lorna sintió que le acariciaba el centro de la espalda. Sintió un estremecimiento que le subía por los brazos, al mismo tiempo que sorpresa, pues estaban en medio de un vestíbulo colmado, y el padre estaba a pocos metros, en el arco que daba al salón pequeño, y la madre en el otro extremo del comedor. Semejante audacia bajo las narices mismas de sus padres… Taylor le preguntó:
– ¿Crees que nos echarán de menos si salimos al jardín unos minutos?
Cosa rara, en ese momento pensó en Harken. Harken, que ocupaba sus pensamientos casi todo el tiempo que estaba alejada de Taylor.
– Creo que no debemos hacerlo.
– Tengo algo para ti.
Lorna miró sobre su hombro, y casi chocó la sien con la barbilla de él. Su barba oscura era fascinante, los ojos y los labios le sonreían… y este era el hombre con el que sus padres querían que se casara.
– ¿Qué?
En ese espacio secreto entre los dos, los dedos parecían encontrar y contar las vértebras bajo el vestido.
– Te lo diré en el jardín.
Era una muchacha joven, núbil, susceptible a cada sutileza del cortejo, a las caricias y los halagos y a las insinuaciones en sí mismas.
Se volvió y encabezó la marcha hacia la puerta.
Afuera, Lorna caminó junto al joven sobre los senderos de grava, entre las preciosas rosas de su madre, alrededor de las fuentes cantarinas, más allá de los canteros de los que se cortaban los fragantes crisantemos y las caléndulas. Cuando se detuvo en el camino iluminado por la luna, que se veía desde varias ventanas, Taylor la tomó del codo y dijo:
– Aquí no.
La llevó a la parte más alejada del jardín, en el invernadero, donde había humedad, intimidad, y olía a humus. Se detuvieron en un camino de piedra entre filas de macetas donde crecían troncos de moreras que Smythe cultivaba para el invierno.
– No tendríamos que estar aquí, Taylor.
– Dejaré la puerta abierta y así, si viene alguien a buscarnos, lo oiremos. -Le tomó ambas manos y las sostuvo sin apretar-. Esta noche estás hermosa, Lorna. ¿Puedo besarte… al fin?
– Oh, Taylor, me pones en un aprieto. ¿Cuál crees que debería ser la respuesta de una dama?
El hombre le hizo volver la palma de la mano derecha hacia arriba y besó las yemas de los dedos.
– Una dama no responde -dijo, y puso las manos de Lorna sobre sus propios hombros.
La tomó de la cintura mientras inclinaba la cabeza, ocultando la luz de las estrellas que entraba por el techo de cristal. Posó los labios sobre los de la muchacha con discreción, tibios y cerrados entre la tersura de la barba, insinuando una apertura, pero sin concretarla. El beso fue breve, y después se apartó, metió la mano dentro de la chaqueta de su traje, y en el bolsillo del chaleco, del que sacó un pequeño estuche de terciopelo.
– Ya hace tiempo que sé que nuestros padres verían con agrado que tú y yo nos casáramos. Mi padre me habló de ello hace casi un año, y desde entonces te observé crecer y te admiré. A menos que me equivoque, tus padres también estarían de acuerdo con que nos casáramos. Por eso, te he comprado esto… -Volcó el contenido del estuche en la palma de la mano, y la joya reflejó una chispa de luz al caer-. No es una sortija de compromiso, porque creo que sería un poco apresurado. Pero es lo más cercano y va con mi sincera intención de pedir tu mano cuando los dos estemos convencidos de conocernos lo suficiente. Esto es para ti, Lorna.
Le puso en la mano un diminuto arco de oro del que pendía un delicado reloj ovalado.
– Es hermoso, Taylor.
– ¿Puedo?
¿Qué podía responder Lorna? ¿Que había estado coqueteando con el ayudante de la cocina en el cobertizo, detrás del jardín? ¿Que pensaba en él mucho más a menudo que en Taylor? ¿Que intentó hacer que la besara, y él no lo hizo?
– Oh, sí… claro.
Taylor tomó el reloj de la mano de ella y se lo prendió en el corpiño, con mucho cuidado de no tocarle el pecho, cosa de por sí seductora. El leve roce de los dedos sobre el vestido y de este sobre la piel le provocó una reacción sensual en la superficie de los pechos. Una vez colocado el reloj, lo tocó con las yemas de los dedos y contempló la cara entre sombras de Taylor.
– Gracias, Taylor. Eres dulce.
El le tomó la barbilla entre el pulgar y el índice y la alzó.
– Lorna, creo que sabes que estoy enamorándome de ti.
La besó otra vez, empezando con suavidad y esperó hasta sentir que la reserva daba paso a la curiosidad para volverse más exigente. Abrió los labios y la abrazó contra sí como Lorna había imaginado, poco tiempo antes, estar con Harken. ¿Cuántas veces estuvo de pie junto a él, sintiendo un choque con cada encuentro de sus miradas, deseando que se rindiera y la besara así, que la estrechase contra su cuerpo largo y respondiese todas las vagas preguntas que ella se formulaba? Pero no lo hizo. Y ahí estaba Taylor, con la lengua en su boca, el brazo izquierdo aferrando con firmeza su cintura, y la mano derecha, por fin, cubriéndole uno de los pechos por completo. Nunca en su vida un solo contacto se había expandido de esa manera por su cuerpo, a regiones alejadas del contacto en sí, como si un hilo uniese puntos lejanos. No la extrañaba que su madre la hubiese advertido.
Los dos recuperaron la sensatez al mismo tiempo, y el beso terminó de golpe, con las barbillas bajas las cabezas juntas, mientras se les regularizaba la respiración.
Taylor no pidió disculpas.
Lorna tampoco.
Los dos minutos precedentes fueron demasiado aturdidores para pedir disculpas. Por fin, se apartaron y Taylor buscó y aferró las manos de Lorna.
Tarde, Lorna dijo:
– Tenemos que volver a entrar, Taylor.
– Sí, claro -murmuró, con voz ronca-. ¿Qué harás mañana?
– ¿Mañana?
Al día siguiente era domingo, y pensaba remar hasta donde estaba Tim, para ver si volvía a encontrarse con Harken.
– ¿Quieres ir a navegar conmigo?
Como callaba, Taylor la instó:
– Saldré a navegar y te recogeré en el muelle, a las dos en punto. ¿Qué te parece?
Lorna comprendió que Harken era un imposible. No sólo se mantenía empecinadamente cortés y sumiso sino que, si se diese por vencido y satisficiera la curiosidad de los dos, ¿a dónde llevaría eso? Hasta él comprendió que en lo mejor cuando la mandó que fuese con Taylor, que era su lugar.
Lorna respondió como las circunstancias la impulsaban a hacerlo:
– Está bien. ¿Le pido a la señora Schmitt que nos prepare un almuerzo?
Taylor sonrió:
– Tenemos una cita.