La navegación a la luz de la luna se retraso por la lluvia, y eso obligó a Lorna a postergar la conversación con su padre hasta el sábado por la noche, cuando ella y Tim Iversen asistieron al baile a bordo del vapor Dispatch.
Se puso un vestido de lujoso organdí de seda de intenso color rosado. La chaquetilla estaba bordeada con encaje blanco, y llevaba graciosos adornos que emergían en dos cintas anchas en los hombros y se encontraban en el centro de la cintura, tanto en el frente como en la espalda. La falda, ajustada por delante, se abría en pliegues que caían por detrás hasta los talones en una pequeña cola, y la seguían cuando cruzó el dormitorio hasta el tocador.
Ernesta, la niñera, era de una ignorancia abismal en lo que se refería a peinados, sobre todo para hacer los nuevos rodetes estilo "muchacha Gibson", pero Lorna los había practicado hasta dominarlos, y despidió a Ernesta para que se ocupara de la cena de Theron mientras ella se preparaba para el baile.
Jenny y Daphne arrastraron sendos taburetes y se sentaron a ambos lados de Lorna, mientras le daba los toques finales al peinado. Las más jóvenes observaron, fascinadas, cómo Lorna formaba con tenacillas de rizar una niebla de finos tirabuzones alrededor del rostro y de la nuca. Los estiró y frunció el entrecejo al ver que se rizaban de nuevo. Entonces, se humedeció un dedo, tocó jabón y con eso se pegó dos rizos sobre la piel.
– ¡Por Dios, Lorna, eres tan afortunada…! -dijo Jenny.
– Cuando tengas dieciocho, a ti también te dejarán ir a los bailes.
– ¡Pero aún faltan dos años completos! -se quejó Jenny.
Daphne cruzó las muñecas sobre el corazón, y fingió que se desmayaba.
– ¿Y por quién suspirará cuando Taylor Du Val ya esté casado contigo?
– ¡Tú te callas, Daphne Barnett!
– Basta, chicas, y ayúdenme a sujetarme esto en el pelo.
Lorna sostenía un racimo de guisantes de olor de seda adornados con perlas en forma de lágrimas, ensartadas en alambre. Jenny conquisto el honor, y lo sujeto en el cabello de su hermana, mientras esta se colocaba pendientes de perlas y se rociaba el cuello con colonia de azahar.
El resultado final extasió a Daphne, que canturreaba:
– ¡Por Dios, Lorna, no me extraña que Taylor Du Val esté fascinado contigo!
Lorna se levantó, dio una palmada en las mejillas regordetas de Daphne, y acercó su rostro al de ella:
– Oh, Daph, eres muy dulce.
Las hermanas más pequeñas elogiaron a la mayor que hacía susurrar la cola bordeada de tafetas sobre el suelo, hasta el espejo de pie. Hizo una pose, aplastó la falda sobre el vientre y se volvió para ver todo lo que podía de la cola.
– Creo que ya estoy.
Jenny puso los ojos en blanco y cruzó hasta ella, imitando a su hermana: alzó una falda invisible, e inclinó los hombros con gracia:
– ¡La-ri-ra…! creo que ya estoy. -Se puso seria y añadió-: Serás la chica más linda en ese barco, Lorna, no finjas que no lo sabes.
– De todos modos, ¿a quién le importa ser linda? Preferiría ser aventurera, deportista e interesante. Preferiría ser la organizadora del primer club de yates para mujeres del estado de Minnesota, o cazar tigres en la estepa de África. Si pudiera hacer que nadie dijese: "Ahí va Lorna Barnett, ¿no es hermosa?", me gustaría que dijesen: "Ahí va Lorna Barnett, que pilota barcos tan bien como los hombres y caza con los mejores. ¿Sabes que tiene una docena de trofeos sobre la repisa de la chimenea, y la cabeza de un tigre encima?" Esa clase de mujer me gustaría ser.
– En ese caso, buena suerte, pues si papá se enterase de que te habías ido a África a cazar, colgaría tu cabeza encima de la chimenea. Entretanto, creo que tendrás que conformarte con Taylor Du Val como compañero de baile.
Lorna sintió pena por Jenny y también le dio palmadas en las mejillas.
– Jenny, tú también eres dulce, y le diré a Taylor que si tuvieses dieciocho años, le dejarías firmar tu carnet de baile varias veces esta noche, ¿qué te parece?
– ¡Lorna Barnett, no te atrevas a decirle semejante cosa a Taylor! ¡Si pronunciaras una sola palabra ante él creo que moriría de vergüenza!
Riendo, Lorna tomó el abanico de marfil, agitó tres dedos en señal de despedida, y salió del cuarto.
En el pasillo se encontró con la tía Agnes que salía de su propio cuarto.
– ¡Oh, pero si es la pequeña Lorna! Espera un minuto y déjame echarte un vistazo. -Tomó a Lorna de las manos y las sostuvo a los lados-. ¡Señor, estás radiante! Ya tan crecida, y vas a bailar…
La sobrina le dedicó un giro.
– En un barco.
– Con ese joven señor Du Val, supongo.
La tía guiñó los ojos.
– Sí. Me espera en el muelle.
– Es un joven apuesto. Cuando te vea, querrá llenar todo tu carnet de baile.
– ¿Lo dejo? -bromeó la muchacha.
La expresión de tía Agnes se volvió traviesa:
– Eso depende de qué otro te lo pida. Cuando el capitán Dearsley me cortejaba, yo procuraba que siempre me sacan algún otro a bailar, y así lo dejaba con la duda, pero ninguno bailaba como él. -Con expresión embelesada, cerró los ojos e inclinó la cabeza. Se tocó con una mano el corazón y alzó la otra en el aire-. Ah, bailábamos el vals hasta que el salón giraba, y la orla dorada de las charreteras se balanceaba, y nos sonreíamos… parecía que los violines sólo tocaban para nosotros.
Lorna ocupó el lugar del capitán Dearsley, y bailó con la tía Agnes por las escaleras hacia el vestíbulo, tarareando Cuentos de los bosques de Viena. Giraron juntas, sonriendo, mientras el vestido de la joven crepitaba y las dos canturreaban:
– Ta-rara-rará- ta-ra-ta rá…
– Oh, tía Agnes, apuesto a que eras la más bella de la fiesta.
– Una vez, tuve un vestido de un color muy parecido al tuyo, y el capitán Dearsley me dijo que era igual a un pimpollo de rosa. La noche que lo estrené, él estaba todo de blanco, y me atrevo a decir que todas las mujeres del salón hubieran querido estar en mis zapatos.
Siguieron bailando el vals.
– Cuéntame cómo eran tus zapatos.
– No eran zapatos, eran sandalias. Sandalias blancas de satén, de tacón alto.
– ¿Y el cabello?
– En aquel entonces era caoba intenso, recogido en los lados, y el capitán Dearsley a veces decía que atrapaba el color del atardecer y lo proyectaba de nuevo al cielo.
Alguien ordenó:
– ¡Agnes, deja ya a esa chica! ¡Los padres están esperándola en la puerta cochera!
El vals se interrumpió. Lorna se volvió y vio a la tía Henrietta de pie en la cima de las escaleras.
– La tía Agnes y yo estábamos recordando.
– Sí, lo oí. Otra vez, el capitán Dearsley. Caramba, Agnes, a Lorna no le interesan en lo más mínimo tus fantasías sobre ese hombre.
– ¡Oh, sí, me interesan! -Agnes crispé las manos como para retorcerlas, y Lorna les dio un último apretón-. Me gustaría que vinieras al baile esta noche, y también el capitán Dearsley. Taylor se anotaría en tu carnet de baile: ¡imagínate… podríamos intercambiar compañeros!
La tía Agnes le dio un beso en la mejilla.
– Eres un amor, Lorna, pero esta es tu época. Ve, con él y que tengas una velada grandiosa.
– Sí. ¿Y tú qué harás?
– Tengo que secar algunas flores, y creo que le daré cuerda al tocadiscos y escucharé un poco de música.
– Bueno, que tengas una velada agradable. Le diré a Taylor que un pimpollo de rosa le mandó saludos. -Hizo una profunda reverencia formal-. Y muchas gracias por el vals. -Al pasar junto a Henrietta, con su perpetua expresión negativa, dijo-: Cuando la tía Agnes ponga música, ¿por qué no la sacas a bailar?
La tía Henrietta resoplé por la nariz y Lorna terminó de bajar la escalera.
Fue al baile con los padres en un landó abierto. El viaje no llevó más que unos minutos, pues la isla de Manitou tenía apenas un kilómetro y medio de largo y poco más de doscientos metros cuadrados de superficie. Se comunicaba con tierra firme por un corto puente arqueado de madera, y tres manzanas después comenzaba una ringlera de impresionantes hoteles, a orillas del lago, constituyendo la ciudad de White Bear Lake en sí misma.
Al cruzar el puente de Manitou, los cascos de los caballos generaban un eco melodioso, que se atenuó cuando el coche giró hacia el sur, por la Avenida Lake. El atardecer, con dieciocho grados, dorado, era glorioso. Más allá de los árboles que rodeaban la orilla del lago, se extendían cintas de sombras hacia el este, sobre el azul del agua. Encima, las gaviotas blancas surcaban el cielo, y los veleros se deslizaban por la bahía West.
Lorna los observaba mientras Gideon, que iba con un formal atuendo negro y con las manos cruzadas sobre el puño del bastón, señaló:
– Tu madre dice que habló contigo acerca de Taylor.
– Sí.
– Entonces, ya sabes lo que sentimos por él. Tengo entendido que será tu acompañante en el baile de esta noche.
– Sí.
– Excelente.
– Pero eso no significa que no bailaré con otros, papá.
Gideon la miró, ceñudo, y se le estremeció el bigote cuando replicó:
– No quiero que hagas nada que sugiera a Taylor la idea de que no quieres casarte con él.
– ¿Casarme? Papá, aún no me lo ha pedido.
– Como sea, es un joven ambicioso, y podría agregar que también es apuesto.
– No quiero decir que no sea ambicioso ni apuesto. Lo que digo es que tú y mi madre ponéis palabras que no dijo en su boca.
– Ese hombre estuvo rondándote todo el verano. No te preocupes, te lo pedirá.
Como esa no era la noche adecuada para irritar al padre, Lorna opto por cambiar de tema a medida que se acercaban al destino.
Poco tiempo atrás, el Saint Paul Globe informó que la ciudad de White Bear Lake albergaba más ricos que cualquier otra de Estados Unidos de Norteamérica. Cuando el landó de los Barnett llegó, la escena que vieron podría haber ilustrado el artículo. Los miembros del club habían contratado al vapor Dispatch para el baile. Esperaba junto al muelle del hotel Chateaugay, y ahí ya se había reunido una multitud bajo el techo del mirador del muelle.
Al otro lado de la calle, el hotel mismo reinaba sobre la avenida Lake, mirando hacia el lago. Coronado de torres y gabletes, pintado de blanco, con persianas verdes, tenía una amplia tenaza que daba a un prado sombreado con hamacas y bancos de hierro. Esa noche, el paisaje estaba enjoyado de colores con los vestidos de las damas, escoltadas por los caballeros con sus atuendos de pingüinos junto a ellas. En la calle, cocheros de librea formaban pares y colocaban sobre los adoquines bloques de madera para que se apearan los elegantes invitados. El mido de los cascos se mezclaba con los sordos eructos de los motores del Dispatch, mientras los lacayos de librea se apresuraban a recoger en recipientes de lata cualquier materia ofensiva que hubiesen dejado caer los caballos, para no ofender las narices de las damas ni mancharles las colas de los vestidos. Desde la cubierta superior del Dispatch llegaba música de violines y oboes de la pequeña orquesta que tocaba La banda siguió tocando, que era la señal para abordar.
Taylor divisé a Lorna en cuanto se apeó. Dejó a los padres y salió de la sombra del prado del hotel, luciendo una ancha sonrisa.
– Lorna -dijo-, ¡estás encantadora! -Le tomó la mano enguantada, y la besó, haciendo una reverencia. Como un verdadero caballero, la soltó y saludó a sus padres-. Señor Barnett, señora Barnett, los dos están espléndidos. Mi madre y mi padre están en el prado.
Una vez que los Barnett mayores se alejaron, Taylor volvió a tomar la mano de Lorna.
– Señorita Barnett. -En sus ojos apareció una luz de admiración-. Tienes un aspecto tan delicioso como una copa helada, toda de rosa y blanco, y con ese perfume exquisito, debería agregar.
– Azahar. Y tú también estás y hueles maravillosamente.
– Sándalo -aclaró, y los dos rieron mientras él le ofrecía el codo.
Era un compañero atento, e indiscutiblemente atractivo. Mientras abordaban el Dispatch, Lorna advirtió más de una mirada sobre ellos. La barba y el bigote castaños de Taylor estaban recortados a la perfección, y casi no ocultaban la línea firme del mentón y la boca atrayente. La nariz tenía una leve curvatura que desaparecía a la luz del sol, pero cuando la luz le daba desde cierto ángulo adoptaba un peculiar atractivo. Los ojos eran almendrados, y el cabello castaño con raya al medio, estaba peinado hacia atrás sobre las orejas bien formadas, aunque grandes. Esa noche, estaba muy apuesto con el atuendo negro y un blanco cuello que se apretaba con firmeza a su garganta.
Lorna le dijo:
– Mi tía Agnes te manda cariñosos saludos. Le habría gustado estar aquí esta noche.
– Es un amor.
– Bailé el vals con ella antes de salir.
El joven rió y dijo:
– Si se me permite decirlo, señorita Lorna Barnett, usted también es un amor.
Tomados del brazo, subieron al barco.
Phoebe ya estaba a bordo con Jack Lawless, y se acercó a saludar a Lorna con un beso en la mejilla. Cuando Taylor le tomó la mano y la besó, se sonrojó pero afirmó:
– Les aseguro que ustedes dos hacen volver la cabeza. -Dirigió una breve sonrisa a Lorna, una mucho más prolongada a Taylor-. Pero aun así, Taylor, espero que no olvides que nosotras, las simples Marías, esperamos bailar contigo esta noche.
Taylor replicó:
– Lo único que necesito es un lápiz con punta.
Tomó el que colgaba de la tarjeta de baile de Phoebe mientras Jack, a su vez, se anotaba en el de Lorna, y propuso que todos fuesen a la cubierta superior, donde la banda atacaba: Bella soñadora.
Arriba, el sol de las siete de la tarde era cegador. Una campana emitió dos llamadas y. un momento después, con una sacudida y un empujón, el barco se puso en movimiento. El traqueteo del motor se aceleró. El olor humoso de la gasolina se elevó un instante, hasta que el navío se alejó del muelle y el aire se renovó. La brisa agitó los rizos de Lorna y le sacudió las faldas. Protegiéndose los ojos, buscó a Tim y al fin lo divisó cuando la lancha viró al Este y la libró del resplandor cegador.
– ¡Tim! -llamó, al tiempo que agitaba la mano y se acercaba.
– Buenas noches, señorita Lorna -la saludó, quitándose la pipa de la boca y evaluándola con el ojo sano, mientras el otro parecía mirar por encima de la borda.
– Oh, Tim, me alegro mucho de que esté aquí.
– Le dije que vendría, ¿no es así?
– Ya sé, pero uno cambia de planes. Hablaremos con mi padre esta noche, ¿eh?
– Caramba, qué impaciente, ¿no?
– Por favor, Tim, no me tome el pelo. ¿Lo hará esta noche?
– Por supuesto. Jens está tan impaciente como usted por saber qué dirá Gideon.
– Pero escuche, Tim, no le hable hasta que baje el sol y refresque, porque papá odia el calor. Para entonces, ya habrá tomado un par de julepes de menta, y eso le habrá quitado las ganas de discutir que podían quedarle. ¿Estamos de acuerdo?
Tim hizo una profunda reverenda y le sonrió con aire especulativo.
– Lorna, ¿le molesta si le pregunto qué interés tiene usted en esto? Porque, como ya dije, creo que está exageradamente impaciente por cambiar la opinión que su padre tiene del joven Harken.
Los ojos de la muchacha pretendían proclamar su inocencia. Abrió la boca, la cerró, volvió a abrirla. Con valentía, intentó permanecer compuesta y no sonrojarse. Por fin, replicó:
– ¿Y si tiene razón y ese barco es más rápido que cualquier otro que ande sobre el agua?
– ¿Está segura de que ese es el único motivo que tiene para ocuparse de esto?
– Claro. ¿Qué otro motivo podría tener?
– Detecté una leve atracción entre ustedes dos el domingo. ¿Estoy equivocado?
Las mejillas de Lorna ardieron.
– Oh, Tim, por el amor de Dios, no sea tonto. Es un criado.
– Así es. Y me siento obligado a recordárselo, porque, a fin de cuentas, yo soy amigo tanto de su padre como de Jens Harken.
– Lo sé. Pero, por favor, Tim, no diga nada del picnic.
– Prometí que no lo haría.
– Ya conoce a mi padre -dijo, estrujándole la manga para subrayar el ruego-. Sabe cómo es con nosotras, sus hijas. Para él, no somos más que materia matrimonial blanda, de cabeza hueca, a la que da órdenes y de las que sólo espera obediencia sin discusiones. Aunque fuese una vez, Tim, una vez, me gustaría que mi padre me mirase como si supiera que tengo cerebro, que tengo deseos y aspiraciones que van más allá de conseguir un esposo, atender una casa y criar hijos, como hizo mi madre. Querría navegar, pero papá no me deja. Querría ir al colegio, pero papá dice que no es necesario. Me gustaría viajar a Europa. Dice que puedo ir en mi luna de miel. ¿No entiende, Tim? No existe modo en que una mujer pueda aventajar a papá. Bueno, quizá yo pueda cambiar eso si escucha a Harken y financia la construcción del barco. Y si ganara, ¿acaso papá no me vería, por fin, bajo una nueva luz?
Tim cubrió la mano de la muchacha con la de él. Cuando le dio un apretón, Lorna sintió la cazoleta de la pipa tibia sobre los nudillos.
– Cuando esté lista para hablar con Gideon, déme un silbido.
Sonrió y sacó la mano de la manga de Tim, pensando que era un hombre excelente.
Bailó con Taylor, con Jack, con Percy Tufts, y con el padre de Phoebe; otra vez con Taylor y con el hermano de Phoebe, Michell, que le preguntó cómo iba la navegación, y le ofreció llevarla a practicar en cualquier momento que lo deseara. Aunque Mitchell era dos años menor, detectó un interés hacia ella que iba más allá de la instrucción náutica, cosa que la sorprendió, porque siempre lo consideró como el hermano pequeño y fastidioso de Phoebe, de un modo similar al que pensaba en Theron. Sin embargo, Mitchell había crecido, sus hombros se habían ensanchado, y se -esforzaba por dejarse crecer la barba que, de momento, tenía el aspecto de un ratón sarnoso. Cuando la soltó y la entregó a Taylor, le dio un pequeño apretón a la mano de Lorna.
El sol se puso tras un manto de nubes violetas con bordes brillantes rosados y de oro. El aire refrescó. El Dispatch navegaba, perezoso, siguiendo el contorno de los tres pétalos del lago con forma de trébol, mientras las brasas de los cigarros ardían como lava contra el fondo de la noche.
Lorna bailó otra vez con Taylor mientras su padre observaba con expresión de astuta satisfacción. Para darle gusto, Lorna sonrió a su acompañante, pero mientras tanto no dejaba de preguntarse si un navío de fondo plano podría mantenerse erguido, y cuánto tiempo llevaría construirlo, si Jens Harken sabía de qué hablaba, qué estaría haciendo en ese instante en Rose Point Cottage, si tendría un romance con alguna doncella joven de la cocina, y a dónde la llevaría.
Tras el hombro de Taylor, vio que Tim Iversen se acercaba a Gideon y entablaba conversación. Cuando el baile terminó, pidió:
– Taylor, ¿me dejas con papá, por favor? Y vuelve a buscarme después de unas dos piezas, ¿quieres?
– Desde luego.
Mientras caminaban hacia Gideon, cubiertos por la oscuridad, los dedos del joven recorrieron la curva de su cadera, y la mano, el hueco de la espalda, demasiado cerca de su nalga derecha. La sangre se agolpó en las mejillas de Lorna, y sintió extraños impulsos que le recorrían la columna. Se asustó cuando le dijo al oído:
– No te molesta que le pida permiso para llevarte a casa, ¿verdad?
– Claro que no -respondió Lorna, segura de que debía de relacionarse con el toqueteo del que le habló su madre, y la sorprendió que hubiese comenzado bajo las mismas narices de su padre.
Imaginó que tales cosas sólo sucederían en las circunstancias más secretas y clandestinas.
– Señor Barnett -dijo Taylor, entregándosela a su padre-. ¿Tiene alguna objeción en que lleve a Lorna a casa esta noche?
Gideon se quitó el cigarro de la boca y se aclaró la voz:
– Ninguna objeción en absoluto, muchacho.
– Después vuelvo -dijo Taylor con voz suave, y desapareció.
Tim le dijo a Lorna:
– Su padre y yo estábamos hablando de la regata del año que viene.
Dios lo bendiga, Tim -pensó Lorna
Gideon dijo:
– Al parecer, Tim se enteró de esa idea absurda de nuestro ayudante de cocina, acerca de construir un barco más veloz. Según dice, estuvieron navegando juntos.
– Sí, lo sé. Conversé de eso con Tim, el domingo.
– Eso oí decir. Así que, cruzaste el lago remando.
– Era un día tan magnífico que no pude resistir la tentación. Y como tenía suficiente comida para dos, compartí el picnic con Tim y nos pusimos a conversar sobre las ideas de Harken.
Tim aprovechó la apertura.
– El muchacho dice que la chalana se deslizaría, Gideon. Y a mí me parece que tiene mucho sentido, pues si no tiene que cortar esa masa de agua, será mucho más veloz que la balandra. En tu lugar, yo prestaría atención a Harken.
– ¡Pero si todos se rieron de su propuesta!
Lorna intervino:
– Pero supongamos que, después de que todos se rieran, tú fueses el único que lo escucha, y el plan de Harken funcionara. A fin de cuentas, eres el presidente de este Club Náutico. Si ese barco hace lo que él afirma que hace, podrías inmortalizarte.
Gideon aspiró el cigarro y reflexionó. Le encantaba que le recordaran que era el presidente, salvo cuando lo recordaban -como en la semana anterior- en los periódicos, como presidente del club perdedor. Sin duda, esos artículos, ilustrados con las fotografías de Tim, habían llegado hasta la Costa Este, pues todo el país observaba con atención lo que sucedía tierra adentro, y seguía la formación de la Asociación de Navegación de Inland Lake, que todavía estaba en pañales.
– Papá, escucha -razonó Lorna-. Mira a tu alrededor. Solo en este barco hay más riqueza de la que podrías gastar en toda tu vida. ¿De qué sirve todo ese dinero si no lo disfrutas? Ni sentirías la falta de unos cuantos cientos de dólares, que es lo que costaría financiar la construcción de este barco. Y si zozobra, ¿qué hay? Harken dijo, es decir, le dijo a Tim que no se hundiría. Tendría el casco de cedro en lugar del habitual, revestido de metal, y los mástiles serían huecos, capaces de flotar. Dice que si se fuera de banda, bastaría con una tripulación de cinco hombres para enderezarlo, ¡aun sin sacos de arena!
Quedaron un rato en silencio, y luego Tim agregó:
– Dice que un navío de once metros y medio pesaría dos toneladas y media en vez de las tres habituales. Gideon, ¿te imaginas de lo que sería capaz un barco tan liviano con un poco de viento?
– Papá, lo único que sugerimos es que hables con él.
– El puede explicártelo mucho mejor que yo, Gid.
– Y si no te convences de que su idea es buena, no pongas el dinero. Pero es tu mejor oportunidad de ganar el año que viene, lo sabes.
Gideon se aclaró la voz, escupió sobre la borda y lanzó la ceniza al agua.
– Lo pensaré -les dijo, y sacudió los dedos en el aire como si se limpian las migas del regazo-. Y ahora, vete y deja de fastidiarme, Lorna. Esto es un baile. Ve y baila con el joven Taylor.
La joven rió y le hizo una reverencia juguetona.
– Sí, papá. Hasta luego, Tim.
Cuando se fue, Gideon le dijo a Tim:
– Esa chica está detrás de algo, y que me condenen si sé de qué se trata.
El Dispatch amarró a las once y cuarto. Lámparas de gas iluminaban el mirador mientras los miembros del club desembarcaban y se dispersaban en grupos pequeños. Algunos de la vieja guardia decidieron tomar los aperitivos y los postres en el hotel Chateaugay, entre ellos, los padres de Lorna y de Taylor. Lorna le dio las buenas noches a Phoebe, y Taylor la tomó del brazo.
– El coche está por ahí -dijo.
– ¿Tienes que volver a recoger a tus padres?
– No. Vinimos en vehículos separados.
Caminaron por la calle entre charcos de luz de gas. Tras ellos, acabó el estrépito del motor a gasolina. En el patio del hotel, las hamacas colgaban como capullos de gusano de seda vacíos, cuyos habitantes hubiesen volado. El olor de la orilla del lago se mezclaba con el de los caballos que pasaban en fila, soñolientos, aún atados a los vehículos. Pasaron varios coches, el golpeteo de los cascos se fue desvaneciendo en la oscuridad, mientras Taylor ayudaba a Lorna a subir al coche, acercándose al caballo por el lateral para ajustarle la cincha; luego subió él al carruaje.
– Hace un poco de frío -dijo Taylor, dándose la vuelta para agarrar algo detrás de ellos-. Creo que correré la capota.
Instantes después, cuando la capota se extendió sobre las cabezas de ambos, desapareció la luz de la media luna y se renovó el olor a cuero.
Taylor tomó las riendas y las sacudió, pero el caballo inició un andar letárgico.
– Esta noche, la vieja Tulip tiene pereza. No le gusta que le interrumpan la siesta. -Miró a Lorna-. ¿Te molesta?
– En absoluto. Es una noche deliciosa.
Al paso cansino impuesto por Tulip, regresaron a la isla Manitou, a veces yendo por una sombra densa, a veces pasando por charcos de luz de luna que tomaban de color lavanda el corpiño del vestido de Lorna. Ya en la isla, pasaron bajo una avenida de olmos añosos, que ocultaban hasta el más mínimo rayo de luz que pudiese llegar desde arriba. El camino cortaba la isla en dos, dividiendo las propiedades en las de la orilla norte y la orilla sur, en cada una había una gran casa de campo con los prados que las rodeaban, por la parte de atrás, a través de lotes densamente arbolados. Pasaron junto a la casa de los Armfield, pero salieron del camino muy cerca de Rose Point y se metieron en un sendero tan estrecho que los rayos de las ruedas rozaban la maleza.
– Taylor, ¿a dónde estamos yendo?
– Un poco más allá, a un sitio desde donde podamos ver el agua. Vamos, Tulip.
El pequeño carruaje se detuvo en un pequeño claro bañado por la luna, desde el cual se divisaba una porción del lago entre los sauces, y la trasera de un cobertizo a la izquierda de ellos. En algún lado, cerca, relinchó un caballo.
– ¡Pero si estamos en la parte de atrás del establo de los Armfield!, ¿no?
Taylor puso el freno y ató las riendas alrededor del asa.
– Así es. Si nos esforzáramos en atisbar entre los árboles, hasta podríamos ver la luz del dormitorio de Phoebe.
Taylor se relajó y estiró un brazo sobre el respaldo de cuero del asiento, al tiempo que Lorna se inclinaba hacia adelante, buscando la luz de Phoebe.
– No la veo.
Taylor sonrió y le acarició el hombro desnudo con el dorso de un dedo.
– Taylor, aquí hay mosquitos.
– Sí, creo que sí, pero en cambio no hay hermanos pequeños.
Con gentileza, la hizo meterse otra vez dentro del carruaje, le sujetó la mano izquierda y comenzó a quitarle el guante. Hizo lo mismo con la derecha, la sostuvo en la suya y buscó el rostro de la muchacha.
– Taylor -susurró Lorna, con el corazón agitado-. En realidad, tendría que ira casa…
– Cuando digas -murmuro, ocultando con su cabeza la luz de la luna y rodeándola con los brazos mientras su boca se abatía sobre ella para el primer beso.
La barba era suave, los labios tibios, y el pecho que se acercó al de ella era firme. Lorna también lo abrazó, y sintió que la alzaba y la apretaba hasta que se amoldaron uno a otro de manen exquisita, y Taylor abrió la boca. El calor y la humedad de esa lengua disipó cualquier pensamiento sobre los mosquitos y Phoebe de la mente de Lorna. Al mover la cabeza y girar con un diestro movimiento, Taylor generó una magia entre las bocas unidas. La mano derecha descansó sobre la cadera, masajeando en sentido contrario de la lengua invasora. En algún sitio, se oyó una rana y, debajo de la capota, llegaron los mosquitos zumbando, zumbando, se posaron y fueron apartados a manotazos mientras el beso se prolongaba.
Al terminar, a desgana, ya sin aliento, permanecieron con las frentes y las narices tocándose.
– ¿Me perdonas por haberte traído al bosque? -preguntó él, rozándole los labios.
– ¡Oh, Taylor, nunca me habías besado así!
– Quería hacerlo. Lo supe en el instante en que bajaste hoy del coche de tu padre. ¿Cuánto tiempo crees que tardarán nuestros padres en tomar el postre?
– No lo sé -murmuró.
La boca se abatió otra vez, y la de Lorna le salió al encuentro. Con el segundo beso, las manos de Taylor ascendieron por el tórax y la espalda, como si quisiera darle calor después de un enfriamiento. Lorna pensó: "Esto no debe tener ninguna relación con los toqueteos a los que aludía mi madre, pues es una sensación sublime, y no tengo la menor gana de huir a meterme en casa".
Taylor puso fin al beso con una especie de gruñido suave de frustración y, al mismo tiempo, rodeando la cintura de Lorna con los brazos, cambió posiciones de modo que ahora, la que tapaba la luz de la luna era ella. Se inclinó hacia un lado, se estiró sobre el asiento del coche y atrajo a la muchacha hacia su propio pecho.
– Lorna Barnett -dijo con la boca apoyada en el cuello de ella -eres la criatura más bella que Dios depositó sobre esta tierra, y tienes un perfume tan exquisito que me dan ganas de comerte.
Le lamió el cuello, cosa que la tomó por sorpresa y le provocó unas risitas.
– Taylor, termina con eso. -Intentó apartarlo, pero la lengua le dejó una marca húmeda sobre la piel y avivó el perfume de azahar como una fresca brisa del sur en la noche norteña. Dejó de resistirse cerró los ojos, y dijo jadeando-: Eso debe saber horrible.
Ladeó la cabeza para complacerlo y sintió un brusco estremecimiento de advertencia que le llegaba desde el vientre. Taylor le dio un leve mordisco, como los potros mordisquean a las yeguas en la primavera, y tomando el lóbulo de la oreja de Lorna con los labios, lo succionó antes de ocuparse otra vez de los labios.
– Sencillamente espantoso… -murmuró, pasándole el sabor del perfume de su lengua a la de ella.
Donde él guiaba, ella lo seguía, abriendo la boca para disfrutar de tan excitantes sensaciones. ¡Besarse con la boca abierta…! Qué convención maravillosa y hechicera… Con la mano muy abierta sobre el costado de Lorna, Taylor recorrió con el pulgar la seda del corpiño, y con la yema rozó el costado del pecho, provocándole deliciosos temblores en todo el cuerpo.
Lorna liberó la boca y dijo, trémula:
– Taylor, tengo que irme a casa… por favor…
– Sí -murmuro, buscándole la boca con la propia, y sin dejar de acariciar con el pulgar por debajo del pecho de la muchacha-…Yo también…
– Taylor, por favor…
El joven daba señales de resistirse cuando un mosquito le picó la frente. Cuando lo apartó de una palmada, Lorna se incorporó y puso distancia entre los dos, aunque la falda quedó atrapada bajo la pernera del pantalón.
– No me gustaría que mis padres tuviesen que arrastrarme a casa, Taylor.
– No, claro que no. -Se enderezó y se pasó las manos por el cabello-. Tienes razón.
Lorna recuperó la falda, se acomodó el corpiño, se tocó el pelo y dijo:
– ¿Estoy despeinada?
Le hizo girar la cara con la mano. La observó, con una sonrisa agradable, recorriendo la raíz del cabello y la mirada se posó en la boca.
– Nadie sospecharía nada -respondió. Cuando Lorna iba a apartarse, Taylor la retuvo y, pasándole el pulgar por la barbilla, dijo-: Eres tan tímida… Eso me resulta muy atractivo. Le besó la punta de la nariz-. Señorita Barnett -bromeé- este verano me tendrás rondando alrededor de ti con mucha frecuencia.
La joven lo contemplé con la sensación de maravilla de una muchacha que ingresa por primera vez al reino seductor de lo carnal, y se siente subyugada por ese reino y por el hombre que la introdujo en él.
– Señor Du Val -replicó, sin pudor-, así lo espero.