Los días que siguieron al encuentro con Jens, Lorna se sintió realmente desdichada. Al ver a Danny, por fin, con su padre, se quedó con una imagen viviente de los tres que había dibujado con la imaginación hasta que se volvió más real que la realidad misma. En ese cuadro, ella, Jens y Danny vivían en el desván, en la parte alta del astillero; los pañales que colgaban de la soga eran los de Danny, y al mediodía ella preparaba el almuerzo de Jens; por la tarde, los tres salían a navegar; por la noche, Lorna y Jens dormían juntos en una gran cama de madera.
Comprendiendo que, quizás, eso nunca se concretase, lloraba con frecuencia.
La vez siguiente que fue a casa de la señora Schmitt, Jens no estaba, y el encuentro con Danny le pareció hueco y triste. Su vida se había vuelto vacía y sin alicientes, y no parecía ir hacia ninguna parte, más que a donde ya había llegado.
Hasta que un día estaba en una tienda de White Bear Lake, y se encontró con Mitch Armfield.
– ¿Lorna?
Al oír su nombre, se dio la vuelta y lo vio en el pasillo, tras ella.
– Mitch -lo saludó, sonriendo-. Mi Dios, Mitch, ¿eres tú?
Habla crecido mucho el último año. Estaba alto y fornido, y ya tenía un bronceado veraniego: un apuesto joven ocupaba el lugar del joven ruboroso.
Rió y abrió las manos:
– Soy yo.
– ¿Dónde está el muchacho flaco que solía insistir en enseñarme a navegar?
– Sigo navegando… ¿Y qué me dices de ti?
– También sigo navegando, pero casi siempre sola en la embarcación pequeña.
– Ya lo hemos advertido. Al parecer, ya no sales.
– Lo hago. Es que…
Dejó que la frase se perdiera, apartando la vista y tocando, distraída, unas servilletas para el té.
Mitch, amable, esperó, pero como Lorna siguió en silencio, dijo:
– Todos preguntan dónde está Lorna cuando vamos a navegar bajo la luna, y al pabellón, a escuchar conciertos. En especial, Phoebe.
Lorna levantó la vista y preguntó, melancólica:
– ¿Cómo está Phoebe?
– Está bien… pero te echa mucho de menos.
– Yo también la echo de menos. Solíamos hacer muchas cosas juntas.
El rostro de Mitchell adquirió una expresión pensativa antes de que preguntase:
– ¿Puedo ser sincero contigo, Lorna?
– Claro que sí.
– Le rompiste el corazón a Phoebe. Después de irte a la escuela, nunca le escribiste ni viniste a visitarla cuando volviste. Pensó que había hecho algo que te había ofendido, pero no sabía qué. ¿Estaba en lo cierto?
– No… oh, no-replicó Lorna, con todo el corazón, tocando la manga del muchacho-. Era mi mejor amiga.
– Entonces, ¿qué pasó?
Lorna no pudo hacer otra cosa que mirarlo fijamente y sacar la mano de su brazo. El tiempo pareció alargarse, y Mitchell insistió:
– Sé que te extrañó mucho cuando se comprometió y empezó a planear la boda. Dijo que vosotras acostumbrabais a ser confidentes en cosas por el estilo. Sé que le encantaría que volvieras a serlo.
– Lo será -murmuró Lorna.
Su rostro reflejó sinceridad. Los ojos tenían una tristeza tan honda que provocó en Mitchell una reacción de simpatía. Cualquiera que fuese el motivo de Lorna para descuidar esa amistad con Phoebe, le dolía a ella tanto como a su hermana.
Mitchell le tendió la mano.
– Bueno, me alegra haberte encontrado. ¿Puedo contárselo a Phoebe?
– Por supuesto. Y envíale mi cariño, por favor.
El muchacho oprimió cariñosamente la mano de Lorna.
– Lo haré.
La conversación quedó en la mente de Lorna el resto del día. Esa noche, le impidió dormir y se levantó de la cama en la madrugada para sentarse junto a la ventana y dejar vagar la mirada sobre el agua oscura, analizando por qué se había apartado de Phoebe. En realidad, no tenía sentido negarse a sí misma el consuelo de una amistad verdadera en la época de su vida en que más la necesitaba. ¿Sería la vergüenza lo que la mantenía alejada? "Sí, supongo que sí", pensó. Según su madre, la gente se sentiría escandalizada y horrorizada y a Lorna la apartarían por tener un hijo fuera del lecho conyugal. Pero, ¿acaso Phoebe se horrorizaría? ¿Cortaría la amistad con Lorna? La respuesta era no. En lo más profundo de su corazón, no creía que su amiga de toda la vida actuase así. Era extraño que hubiese sido la propia Lorna la que se alejó, y no podía explicarlo.
Al día siguiente, Lorna se levantó fatigada, con los ojos hinchados por falta de sueño. Pero por dentro se sentía agitada e impaciente. Casi a las cuatro de la mañana había llegado a una decisión y se levantó de prisa, como si ya hubiese perdido demasiado tiempo.
Ansiosa de volver a ver a Phoebe, rechazó el desayuno, eligió la ropa, se puso unas compresas frías en los ojos, se recogió el pelo al estilo de la "chica Gibson", se puso una falda de color verde hoja, una blusa blanca y, a las diez y media de esa mañana se presentó a la puerta del cottage de los Armfield. Cuando la doncella llamó a Phoebe y esta bajó las escaleras y encontró a Lorna esperándola, su paso se hizo vacilante. Palideció como si fuese a llorar, y corrió los últimos tres escalones para arrojarse en los brazos de Lorna.
– Oh, Lorna… ¿de verdad, eres tú?
– Sí, Phoebe querida, sí, sí… Estoy de vuelta.
Se abrazaron y se refugiaron por un instante en la nostalgia. Los ojos se les nublaron, se sintieron felices y con las heridas cicatrizadas.
Por fin, Phoebe se apartó:
– Mitch me dijo que había hablado contigo, pero no me atrevía a esperarte.
– Ya lo creo que habló, y me hizo comprender. Nos debemos una buena conversación, y creo que es hora de que la tengamos.
Subieron del brazo al dormitorio de Phoebe, que estaba igual. La vista desde la ventana de la torre era tan espléndida como siempre, y el dosel calado encima de la cama el mismo que Lorna había balanceado y contemplado durante muchos intercambios de confidencias infantiles.
– Es tan bueno estar aquí otra vez! -exclamó, yendo hasta la ventana y mirando afuera un minuto, para luego volverse hacia la habitación, hacia su amiga-. No puedo recordar, siquiera, la última vez.
– Hace dos veranos.
– Ah, sí, hace dos veranos, cuando conocí a Jens. Desde entonces me pasaron muchas cosas.
– ¿Me lo contarás?
– Sí… todo.
– Ven… siéntate.
Phoebe acomodó las almohadas contra la cabecera y se buscó un lugar a los pies de la cama. Las dos se descalzaron y se sentaron con las piernas cruzadas, una frente a otra.
Lorna sonrió y dijo:
– Tú, primero. Tengo la impresión de que tu historia es mucho más dichosa que la mía.
– Está bien. Es apuesto, amable, extravagante, trabajador, y la primera vez que lo vi sentí como si se me hubiesen anudado las tripas alrededor de la tráquea y me ahogaran cada vez que intentaba tragar.
Lorna rió:
– Tu señor Slatterleigh. Dennis.
– Estás realmente enamorada, entonces.
– Tanto, que siento que creo que me muero cada vez que me da las buenas noches y se va.
– ¡Oh, me alegro tanto por ti…! ¿Cuándo es la boda?
– No lo bastante pronto. La última semana de junio. Quería que tú fueses una de mis doncellas de compañía, pero tenía miedo de pedírtelo. Luego, llegó el momento de hacer planes y encargar los vestidos, y tú estabas tan alejada y reservada…
– Ya lo sé. Y lo lamento mucho, Phoebe. Mitch dijo que tú creías haber hecho algo ofensivo, pero no hubo nada de eso. El problema era yo… sólo yo… y mi situación, eso era todo.
– ¿Qué situación?
En el rostro de Lorna apareció una expresión distante. Miró a lo lejos.
– Siempre me pregunté si no lo imaginarías…, a fin de cuentas, me conoces muy bien. -Su mirada regresó a Phoebe. Lo sabemos casi todo acerca de los sentimientos personales de la otra.
– Por supuesto, fue Jens Harken, el constructor de barcos.
– Sí… por supuesto. Nos enamoramos ese verano que él estaba construyendo el Lorna D.
– Y tuve a su hijo.
Phoebe no ahogó una exclamación ni se crispó. Soltó el aliento como si hubiese estado conteniéndolo, preparándose para la revelación. Luego, se inclinó. hacia adelante y le tendió las manos.
Lorna las aceptó.
– Eso significa que no te fuiste al colegio.
– No, estaba en una abadía, cerca de Milwaukee, con unas monjas. -La historia fue saliendo completa, sin omitir detalle. Al llegar a la parte del doloroso encuentro con Jens en casa de la señora Schmitt la semana anterior, Lorna temblaba y luchaba para contener las lágrimas-. Y así… -concluyó-…me dejó en el patio y se fue.
Phoebe preguntó:
– Cuando dijiste que no te casarías con él aunque te lo pidiesen tus padres, ¿hablabas en serio?
– No -respondió Lorna con voz queda-. Como estaba perturbada, le dije lo primero que se me cruzó por la cabeza. ¡Si lo único que sueño es casarme con él!
Soñó con ello otra vez, por un instante, mientras Phoebe presenciaba el cambio de expresión en los ojos de su amiga.
– Recuerdo algo que me dijiste una vez, hace mucho, aquel verano en que lo conociste. ¿Recuerdas el día que estábamos sentadas en el jardín y me confesaste que lo amabas? Estabas muy segura de eso, y tu rostro, sereno cuando me lo dijiste. Entonces, dijiste algo que nunca olvidé. Dijiste que estar con él hacía la vida más significativa, y que cuando se iba, llegaba el otoño a tu corazón.
– ¿Eso dije?
– Sí, y lo dijiste con una expresión tan bella y martirizada en los ojos, que yo me convencí de que algún día encontrarías el modo de estar con él, a pesar de cualquier cosa que hicieran o dijesen tus padres. Parecía que tenías que estar casada con él. Nunca dejé de pensarlo.
– Oh, Phoebe, tengo tantas ganas de que sea así…
– Entonces, haz algo al respecto.
– ¿Qué cosa? El está allá, y yo aquí, y mis padres no cambiaron su manera de pensar ni un poco…
– Desde luego que no. Y si esperas que lo hagan, se te irá la vida. Jens tenía razón cuando dijo que si lo querías lo suficiente tendrías que desafiarlos. Si yo estuviese en tu lugar, lo haría.
– ¿Desafiar a tus padres?
– ¿Por el hombre que amo? ¡No te quepa duda!
– Pero, Phoebe, Jens dijo que…
– Sí, Jens dijo, luego dijiste ni, él dijo, tú dijiste, y los dos estabais tan perturbados, rabiosos y enfurecidos que no dijisteis nada sensato. Persiste el hecho de que os amáis. Tienes un hijo al que quieres llamar tuyo. Tus padres te predicaron la vergüenza y el miedo, y tú te dejaste convencer, mordiste el anzuelo con todo. En lugar de decirles a ellos que se fueran al infierno, se lo dijiste a Jens.
– ¡No lo hice, Phoebe! ¿Cómo puedes decir algo así?
– Bueno, es lo mismo. Preferiste a tus padres antes que a él, ¿no es así?
– ¡No!
– Oh, Lorna, deja de engañarte y presta atención a lo que te dice Jens. Mientras sigas ocultando la verdad, ocultando al niño y tu amor por él, estás diciéndole que no es lo bastante bueno pan las exigencias de tu familia. ¡Si lo quieres, demuéstraselo! Vea buscar a Danny a la casa de la señora Schmitt y… y plántate delante de tu madre y de tu padre y di: "Mirad, o aceptáis a mi hijo y al marido que yo elegí, o me alejo de vosotros para siempre".
– Se lo dije una vez.
– Sí, pero, ¿lo hiciste, o fue sólo una fanfarronada? Todavía vives con ellos, ¿no es cierto? No les diste ningún ultimátum, ¿verdad? ¡Bueno, si yo fuese tú, lo habría hecho! Habría… habría… -Phoebe se entusiasmaba cada vez más, gesticulaba con ambas manos y se paseaba junto a la cama-. Me habría llevado a Danny a algún lugar público donde…
– ¿En público?
– Sí, en público… como… como la regata, por ejemplo, y alzaría… -.La regata?
– …al niño en brazos y señalaría el barco de su padre…
– No seas tonta.
– …y diría: "¿Ves la vela de tu padre? ¿Ves el barco que construyó? Es el armador más famoso de Norteamérica. ¡y yo estoy aquí para que el mundo sepa que hice mi elección!"
En el cuarto de Phoebe se hizo silencio. La idea era tan extravagante que las dos quedaron sin aliento. Se miraron, extasiadas por las vívidas imágenes de Lorna haciendo algo tan audaz.
Lorna murmuró:
– ¿De verdad, lo harías, Phoebe?
– No lo sé. -Se tiró sobre la cama-. Estaba delirando, imaginando…, tratando de hallar una solución para ti.
– Pero, ¿lo harías?
Phoebe lanzó una mirada a Lorna. Esta la retribuyó. Ninguna de las dos parpadeé.
Phoebe preguntó, casi furtivamente:
– Jesús, Lorna, ¿tú lo harías?
Aunque parecía temerario pensarlo, lo pensaron hasta que las mejillas se les enrojecieron de excitación.
– Sería grandioso, ¿no crees, Lorna? Tú, con Danny en brazos…
– Mientras mi padre navega en el Lorna D.
– Y tu madre mira desde el jardín del Club de Yates…
– Y Jens pilota… ¿qué barco pilota este año?
El entusiasmo de Lorna era evidente:
– El Manitou.
– El Manitou. -Tras un instante de silencio, Lorna preguntó-: ¿Se espera que gane?
– Nadie lo sabe. Según los rumores, participarán diez embarcaciones de fondo plano, incluyendo la de tu padre. Pero también se dice que Jens le hizo modificaciones al barco de Tim, aunque no dice cuáles son, y nadie más lo sabe. Todos están de acuerdo en que Harken es un experto.
– Ganará -aseguró Lorna, confiada-. Sé que ganará. Lo lleva en la sangre.
– ¿Y qué me dices de ti?
Lorna se tiró de espaldas como había hecho antes tantas veces, con los ojos dilatados, fijos en el dosel.
– Jens quería que los desafiara. Eso lo resolvería todo, ¿no te parece?
Phoebe se puso de rodillas, gateó hasta Lorna y la miró a la cara:
– No estarás pensándolo en serio, ¿no?
– No sé.
– ¡Por todos los cielos, sí!
– Tendrás que admitir que el valor de la sorpresa casi vale la pena la desgracia. Y he sido demasiado sumisa. Y quiero casarme con Jens Harken.
Phoebe se tendió junto a Lorna y durante un minuto completo permanecieron en silencio, mirando hacia arriba, sopesando esa idea absurda.
Al fin, Lorna reflexionó:
– Necesito una amiga que esté a mi lado. ¿Me apoyarías si lo hiciera? Phoebe buscó la mano de Lorna y la apretó con fuerza.
– Por supuesto que sí. -Pensó un momento, juntó coraje, y afirmó-: Te diré algo que no le dije a nadie. -Giró la cabeza, sostuvo la mirada de Lorna, y admitió-: La única diferencia entre tú y yo es que a ti te atraparon y a mí no.
Quizá fue la confesión de Phoebe de que ella también se había acostado con su amante, tal vez porque pensó que se le había negado tanto la felicidad que creyó llegado el momento de reclamarla. Cualquiera que fue se la razón, horas después de la conversación con Phoebe, decidió que acometería esa acción insólita y audaz.
Faltaba sólo una semana y media para la regata. Lorna casi no pensaba en otra cosa, de noche y de día, desde la vez que Phoebe le metió la idea en la cabeza. Se imaginaba a sí misma con Jens y Danny, madre, padre e hijo, una familia, al fin.
Se imaginaba a sus propios padres presenciando el encuentro, y perdía el coraje.
Se imaginaba viviendo el resto de su vida en un limbo como el presente, y otra vez cobraba ánimos.
En la siguiente visita a la señora Schmitt, llevó un paquete en el que había un pequeño traje marinero azul oscuro y blanco. Cuando lo puso sobre la mesa, le costó encontrar las palabras:
– Cuando venga la semana próxima, quisiera que vista a Danny con esto. Vendré el sábado, más temprano que de costumbre, y me lo llevaré.
– De modo que, llegó el momento.
Lorna cubrió con la suya la mano gastada de la mujer, que estaba sobre la mesa.
– Lamento alejarlo de usted. Sé que usted también lo ama.
– Entonces, ya no lo traerá de vuelta.
– No. No, si… si todo resulta como espero.
– Usted y Harken.
– Sí, eso espero. Es un hombre obstinado, pero… ya veremos.
La señora Schmitt se quitó las gafas y las limpió con la falda del delantal.
– Bueno, así es como debe ser, aunque yo eche de menos al pequeño. No es natural que ustedes tres estén separados.
– Tratará de mandarle dinero cuando pueda.
– No se preocupe por mí. Tengo algo…
– …Algo ahorrado… -la secundó Lorna-. Sí, ya sé. De cualquier modo, haré lo que pueda.
Fue el primero de los escollos que tendría que sortear en el camino hacia la felicidad, pero lo haría y, con esa meta a la vista, contó los días.
El sábado de la regata, aún no había amanecido cuando Jens se levantó, antes de que saliera el sol. Con un jarro de café en la mano, dejó atrás los ruidos de los que dormían en el desván y salió afuera, a exponerse al viento previo al amanecer, acompañado por los sonidos de sus propios pasos golpeando sobre el muelle.
El Manitou se removía inquieto sobre el agua, haciendo un ruido intermitente al golpear contra los pilotes, y agitando el café de Jens en el jarro.
Bebió un sorbo para que bajara el nivel y subió a bordo de una cubierta que estaba brillante del rocío matinal, balanceándose con las rodillas flojas, moviéndose con el suave rodar de las olas que golpeaban el casco. Recorrió el barco tocando las cosas… madera, soga, lona, metal… sorbiendo el café. Un sorbo, un toque… un sorbo…, un toque, café y aparejos… ya el viento estaba a diez nudos y prometía un buen día para navegar. Sólo se veía una línea de cielo claro en el horizonte, hacia el Este, prometiendo una mañana nubosa. Entre las costillas del casco, se había juntado agua que se mecía con el ritmo del balanceo del barco. Se puso de cuclillas para absorberla con una esponja, y después secó el rocío de la cubierta.
En momentos como ese se sentía más cerca su padre, y deseaba que el viejo estuviese allí para ver lo que había logrado, pan ofrecerle su sentido común en esa voz honda y sedante.
Jens le envió un pensamiento: Hoy es el día, pa. Deséanos suerte.
Al amanecer, el sol asomó por la angosta brecha entre las nubes, haciendo brillar un falso amanecer que doró las puntas de las copas de los árboles y de los mástiles, y el pelo de Davin, que salió descalzo, y caminó por el muelle, también llevando una taza de café, con la camisa arrugada del día anterior colgando sobre los pantalones.
– Te levantaste temprano -lo saludó Davin.
– No podía dormir.
– Sí, comprendo a qué te refieres. Yo tampoco me dormí hasta bien pasada la medianoche. Me quedé ahí, pensando.
Tras un lapso de silencio, Jens preguntó:
– ¿Piensas en papá?
– Sí.
– Me gustaría que estuviese aquí
– Sí, a mí también.
– Pero nos enseñó bien, ¿verdad?
– Seguro.
– Nos enseñó a creer en nosotros mismos. Ya sea que hoy ganemos o perdamos, eso fue lo que aprendimos.
– Sin embargo, tienes muchos deseos de ganar, ¿no es así?
– Bueno, ¿y tú no?
– Claro, pero en mi caso es diferente. Yo no tengo a Gideon Barnett tratando de desquitarse conmigo por haber embarazado a su hija.
– En esta carrera, hay muchas cosas en juego, eso es seguro.
– ¿Crees que el barco de él tiene alguna posibilidad de ganar?
– Desde luego que sí. Yo lo diseñé, así que será muy veloz, como el North Star, pero las modificaciones que hice en el Manitou nos darán la ventaja.
Había reemplazado el vástago grande del timón por dos más pequeños, lo que le daba una reacción más rápida en el viraje.
– ¿Y del club Minnetonka, qué me dices… te preocupa alguna de sus embarcaciones?
– No, principalmente la Lorna D.
Davin le dio una palmada en el hombro.
– Bueno, haraganear por aquí no hará que el tiempo pase más rápido. Ven arriba, y pidámosle a Cara que nos dé un desayuno caliente.
Como la hora de la carrera estaba fijada para el mediodía, la mañana parecía arrastrarse. Jens comió poco, pero tardó en vestirse, gozando como siempre del suéter oficial del club y prometiéndose que algún día sería miembro honorario. Tim llegó caminando desde su cabaña, también vestido de blanco y sonriente:
– Entonces, después de hoy, ¿podré llevarme mi barco a casa y tenerlo ahí?
Jens recibió muchas burlas de los hombres que lo rodeaban por insistir en tener el barco los últimos días "para hacerle las modificaciones necesarias". Todos sabían que no había más que hacer, pues habían sido hechas semanas antes.
Davin había dicho:
– Si esta embarcación fuese una mujer, estaría bien caliente por tanto manoseo.
Ben:
– Si la pule un poco más, tendremos que dar otra capa de barniz a la cubierta.
Tim:
– Tal vez tendría que ofrecer el vendérsela. Podría quedarme con una buena ganancia.
Llegó el resto de la tripulación. Cara y los niños abordaron el Manitou para ir hasta el jardín del club de yacht, desde donde verían la carrera. El trayecto resultó veloz y mojado, pues el viento había aumentado a quince nudos y arrojaba rocío sobre la proa.
Cuando llegaron, estaban desarrollándose las carreras de clase B. Ya se había reunido una muchedumbre en el jardín y andaba por el muelle, inspeccionando los barcos amarrados ahí. Cuando los espectadores identificaron el W-30 en la vela que se aproximaba, estalló una salva de aplausos:
– Escuchad. Conocen tu número, Jens -bromeó Cara, con un destello de orgullo en los ojos.
Jens le dirigió una sonrisa preocupada que se desvaneció rápidamente cuando vio las otras chalanas amarradas al muelle. De inmediato, divisó a la Lorna D y a Gideon Barnett entre la tripulación, secando la cubierta y revisando los aparejos. Al oír los aplausos. Gideon se irguió y miró sobre el agua para ver quién se acercaba. Jens supo el preciso instante en que leía el número en la vela, porque giró con brusquedad y se concentro en dar órdenes a la tripulación.
El Manitou atracó. Cam y los chicos descendieron. Jens miró el reloj: en quince minutos sería la reunión de timoneles, ya había un coro de niñas cantando en la playa, y muchos periodistas y espectadores. Buscó la bandera del club que flameaba en el centro de la cúpula como midiendo el viento, el escudo de nubes grises hacia el sur y el oeste y la superficie del agua, que estaba picada y agitada. La tripulación llevó el spinnaker al jardín para plegarlo y empaquetarlo. Jens se quedó revisando los aparejos, cosa que ya había hecho infinidad de veces esa mañana. Sin embargo, lo tranquilizaba estar en el barco y mantener las manos ocupadas.
Las espigas de los costados, estaban.
Las drizas no estaban retorcidas.
Las líneas, bien enrolladas.
Echó una mirada hacia el prado. Damas con las enaguas al viento se sujetaban los sombreros de colores vivos. Los niños correteaban, jugando al escondite entre las faldas de las madres y comían golosinas. Las niñas del coro terminaron una canción y un barbero comenzó una. Vio un grupo de espectadores de Rose Point: Levinia Barnett y las dos viejas tías, las hermanas y el hermano de Lorna (mirando por los prismáticos), todos mezclándose con el grupo de la alta sociedad que, sin duda, había ido a alentar al Lorna D. La ausencia de la propia Lorna era notable.
Jens dejó de lado la decepción y encontró en qué mantenerse ocupado. Se inclinó sobre la popa para arrancar algas de los timones. Respondió preguntas de tres muchachos jóvenes que estaban en el muelle, con los ojos llenos de admiración.
– Señor, ¿usted mismo lo construyó?
– ¿Cuánto tiempo le llevó?
– Mi papá dice que un día podré tener mi barco.
Llegó la hora de la reunión de timoneles, y la tripulación llevó el spinnaker a bordo. Los saludó con un mero cabeceo…, en ese momento estaban todos tensos y ensimismados.
Al acercarse al grupo de Barnett en el trayecto hacia la sede del club, Jens sintió las miradas de esa gente que lo seguían, pero mantuvo la vista al frente comprendiendo que no necesitaba distraerse en esta hora final.
Casi había llegado a la casa del club, cuando atrapó su atención algo familiar en el borde de su visión periférica. Un color, un contorno, un porte… algo lo hizo darse la vuelta.
Y ahí estaba Lorna.
Con… con…
¡Dios querido, tenía a Danny en brazos! ¡Era verdad, Danny y Lorna estaban en la regata, donde todos los conocidos de ella estarían observando!
Se quedó mirándola fijo un momento. Luego dio un paso hacia ellos sintiendo que la sorpresa, la euforia, la exaltación explotaban dentro de él. ¡Su hijo y su mujer, a menos de veinte pasos, observándolo! Lorna iba vestida de color melocotón, y Danny, con un traje marinero azul y blanco, tirándose inquieto del gorro marinero que tenía atado bajo la barbilla.
Lorna señaló con el índice y Jens le leyó los labios:
Ahí está papá.
Danny dejó de fastidiar con el gorro, divisó al padre y se puso radiante:
– ¡Papá! -chilló, retorciéndose como para bajarse y correr hacia Jens.
En el pecho de Jens, aleteó y cantó un ruiseñor. Nunca en la vida había deseado tanto acercarse a alguien, pero ese no era el momento. Los segundos huían, marcando el comienzo de la reunión de capitanes, y si llegaba tarde arriesgaba la posibilidad de ganar al perder las instrucciones para la carrera.
Alguien fue tras él por el camino entarimado. Los pasos se detuvieron y la cara de Lorna se puso seria. Jens miró alrededor para encontrar a Gideon Barnett mirando a su hija y a su nieto. Cuando la cara de Gideon se puso gris como una vela vieja, un murmullo recorrió la muchedumbre. Jens percibió cómo llegaba la noticia a Levinia por un movimiento que provocó una brecha entre los espectadores. En ese momento, mientras todos los grupos reconocían la presencia de Lorna y comenzaban a contar los meses hacia atrás, dio la impresión de que todo el mundo contenía el aliento.
Luego, una sola mujer joven se adelantó con una sonrisa.
– ¡Hola, Lorna! ¿Dónde has estado? Estuve buscándote. -Phoebe Armfield se abrió paso entre la multitud, haciendo gala de una franca amistad-. ¡Hola, Danny!
Nadie sería capaz de darse cuenta de que veía al pequeño por primera vez cuando se acercó y besó al niño y a la madre en las mejillas.
A desgana, los ojos de Lorna se apartaron de Jens, y éste prosiguió hacia el club, con Gideon diez pasos detrás.
Dentro, en el porche del piso alto, le costó concentrarse en el juez de la carrera, un hombre adusto, oficioso, de pantalones blancos, blazer azul y corbata, que tenía una pizarra negra en las manos.
– ¡Timoneles, bienvenidos! El curso de la carrera de hoy será un triángulo que terminará hacia el viento, después de dos vueltas y un tercio. Tendremos un tiro de atención a los diez minutos, uno de advertencia a los cinco, y luego, el de salida. Cualquiera que salga antes de tiempo tendrá que volver a cruzar la línea.
Mientras el juez daba las instrucciones, Jens sentía la mirada de Gideon Barnett que lo atravesaba por la espalda. Había diez timoneles presentes, cinco de cada club de navegación, y todos participaban con chalanas. Sería una carrera bastante diferente de la del año anterior.
La reunión terminó:
– Caballeros, buena navegación. ¡A sus barcos!
Entre los timoneles, intercambiaron el refrán de rigor:
– Buena navegación…, buena navegación…
Jens se dio la vuelta y vio que Barnett ya se alejaba a zancadas hacia su barco, antes que él.
Afuera, sus ojos de inmediato buscaron a Lorna intentando hallar una clave: ¿qué hacer, ir hacia ella, o directamente al barco, qué preferiría ella? Alrededor de Lorna se habían juntado algunos amigos de su edad: reconoció las caras que no eran del club, además de una de las tías solteronas, que tomaba al niño en brazos. Mientras Jens se detenía, inseguro, sabiendo que lo esperaba la tripulación a bordo y sintiendo que el corazón le saltaba en el pecho, Lorna dejaba a los demás y se acercaba a él.
Se quedó mudo, en una espera que era casi dolorosa, aguardando como un imbécil mientras ella venía directamente hacia él, y se detenía tan cerca que su falda al volarse le dio en los tobillos. Tomó la mano curtida del hombre en la suya, mucho más suave, y dijo con sencillez:
– Buena navegación, Jens.
Le oprimió la mano y sintió que el pecho le iba a explorar.
– Lo haré…, por ti y por Danny -logró decir.
Un instante después, se encaminaba a zancadas hacia el Manitou.
¡Elevándose! ¡Deslizándose! ¡Ascendiendo a un plano donde sólo existían los dioses!
A bordo, percibió que toda la tripulación conocía la aventura humana contrapuesta a la náutica que estaba por comenzar. Hablaban con voz queda, sonreían con suavidad, sin hacer preguntas, a imitación de Davin, que sólo dijo:
– ¿Qué dice, timonel, podremos zarpar con esta bañera?
Cuando Jens tomó su puesto al timón y dio la orden de zarpar, la tripulación del Manitou supo que estaba bajo las órdenes de un timonel que acababa de ganar algo mucho más importante que una carrera de clase A.
– ¡Icen la principal! ¡Icen el foque!
Al dar la orden, la voz de Jens tenía un nuevo matiz de vivacidad.
Mitch izó la vela principal, Davin, el foque, y la W-30 se deslizó entre los competidores, en las aguas agitadas de la North Bay. La llevaron hacia la línea de salida, en un trecho ancho, navegando sin prisa contra el viento. Diez embarcaciones, esbeltas y veloces, deambulaban de un lado a otro, y los marinos observaban a los competidores y probaban el viento buscando la punta más ventajosa de la línea de salida. Cada timonel dirigió la vista a lo lejos, observando los cambios del viento por el flamear de la bandera en el techo de la casa del club, buscando rastros del viento en el agua, cualquier cosa que les diese un indicio cuando sonara el disparo de salida.
Los oficiales de la carrera conducían un bote a cada extremo de la línea, constituyendo una flota de demarcación. Entre las gordas nubes grises comenzaron a aparecer trozos de azul, mostrando cirrocúmulos más altos aún.
– Me parece que se está formando un cielo aborregado -comentó Jens-. Eso podría significar un frente alto, así que, presten atención a los cambios de los vientos.
Al oír el tiro de los diez minutos, Jens ordenó:
– Edward, coordina tu reloj con el disparo de los cinco minutos.
Edward lo sacó y lo preparó.
Después, sólo intercambiaron las palabras imprescindibles, mientras la tripulación del Manitou seguía ciñéndose al viento, y pasaba de un lado a otro de la línea. Ya tenían las camisas empapadas, los músculos tensos, las miradas no se apartaban de los otros barcos, el Lorna D y el North Star, entre ellos.
Sonó el tiro de cinco minutos. Edward controló su reloj.
– Observen al M-32 -dijo Davin, junto al foque-. Está pasando de sotavento.
Jens dirigió al Manitou rodeando a un participante del Minnetonka, y siguió ciñendo. Poco después, situó su lugar en la línea y le murmuró a Davin:
– Iremos por la punta de barlovento. ¡Adriza! Vayamos rápido a nuestro lugar, mientras la línea se acomoda.
Entonces, cinco de los otros… seis, siete, maniobraron cada vez más cerca, tanto que los botalones se balanceaban sobre las cubiertas de los competidores.
Faltando un minuto para la partida, ocho botes situaron las proas en la línea de salida, separados por pocos centímetros. Pero Jens todavía se mantuvo atrás, con las velas orzadas y el Manitou plano sobre el agua. A la izquierda, vio una embarcación que se adelantaba y oyó la voz de Gideon Barnett gritar:
– ¡Derecho de paso! ¡Derecho de paso! Levántelo y déjeme lugar! Reconociendo la baladronada, Jens se mantuvo firme.
A quince segundos de la partida, parecía reinare! caos. De súbito, el viento se hizo más fresco. Los hombres gritaron. Las olas salpicaron. Un timonel de Minnetonka, vociferó:
– ¡Saldremos antes de tiempo! ¡Aflojen las velas!
Edward contaba:
– …Diez… nueve…
En medio de los gemidos del viento entre los cordajes, las embarcaciones alzaron las proas y orientaron las velas. Los cuerpos se inclinaban sobre las barandillas de barlovento, mientras las naves tomaban velocidad para la partida.
De pronto, se abrió un claro en la línea.
– ¡Adriza, Davin! ¡Ahí, debajo, hay un hueco!
– …Ocho… siete…
– ¡Adriza! -gritó Jens.
Davin adrizó el foque. Mitch, la principal. Las velas se hincharon y Jens timoneó mientras la embarcación cobraba velocidad.
– …Seis… cinco…
El Manitou se escoró.
– ¡Icen! ¡Icen!
– …Cuatro…, tres…
La tripulación se echó hacia la parte levantada inclinando los cuerpos hasta tal punto sobre el agua, que sus espaldas casi tocaban la cubierta del barco.
– …Tres… dos…
Sonó la pistola y el Manitou saltó hacia adelante, cruzando la línea de salida.
– ¡Manténgala equilibrada! -gritó Jens, y ya estaban en camino, todo un largo delante del grupo.
Un barco del Minnetonka, el M-9, llegó a un largo tras la sombra del Manito,,, seguido de cerca por el W-lO, que se desvió buscando espacio. Navegaban con la estrategia de los ajedrecistas, cruzándose por todo el lago, haciendo avances y zambullidas como peones en una partida.
Al acercarse a la marca del viento, Edward gritó:
– ¡El W-10 atrapó una racha de viento al pasar el Península Point, y viene a toda vela!
Desde el Lorna D, alguien gritó:
– ¡A estribor! -preguntando por el rumbo correcto.
El Lorna D pasó junto a ellos y doblo la boya en primer lugar, con e! Manito,, a centímetros de su estela.
– ¡Allá vamos, miren sus cabezas! -gritó Jens. El botalón se balanceó cuando pasaron la marca-. ¡Icen el spinnaker!
Ben colocó el mástil, Tim lo izó y, un momento más tarde, la embarcación volaba. Con un crujido, el spinnaker se hinchó y la embarcación saltó adelante, persiguiendo al torna D.
Adelante estaba la marca para girar, una boya anaranjada que se balanceaba sobre las olas. Jens dirigió hacia allá, viendo que el barco de Barnett estaba muy cerca delante de él, y sin que la imagen de Lorna y Danny abandonara su mente.
Mitch gritó:
– Hay una gran hinchazón a popa!
Jens se dio la vuelta y vio el agua negra y agitada. Viró hacia allí y sintió que el barco se levantaba. Al quedar por el través con el torna D, Jens vociferó:
– ¡Necesito espacio de boya!
Con tres metros de olas entre los dos, vio el semblante decidido de Barnett, y luego el Lorna D quedó atrás.
Así, adelantándose y dejándose atrás por dos largos más, una embarcación pasó a la otra, exigiendo sus derechos y obteniéndolos.
El Manitou lideraba la carrera al doblar la marca de sotavento, y el Lorna D encabezó al girar la de estribor, mientras que el North Star iba en tercer lugar.
Al pasar Península Point, rachas de viento desviaban el curso, pues la tierra distorsionaba el rumbo del viento. Continuamente, Mitch ajustaba la principal, y Davin el foque.
Al acercarse a la marca de sotavento por última vez, los rostros estaban serios, y las voluntades, firmes. Jens y la tripulación estaban a un largo detrás. Por ella, pensó Jens, mirando sobre la barandilla, la espalda de Barnett. ¡Por torna y por mi hijo, ganará esta carrera, y ante usted, la sociedad y Dios entrará en ese club de náutica y los proclamará míos!
– Está viniendo en un curso amplio. ¡Dejémoslo entrar!
Cuando el torna D dio una amplia vuelta alrededor de la boya, Jens gritó:
– ¡Adricen! y se metió en la apertura para doblar primero la marca.
– ¡Izad la principal! ¡Izad, por lo que más queráis!
Con el viento firme y fuerte en la proa, se dirigieron hacia adelante por última vez. Nariz a nariz, volaban sobre el agua. Era un juego de centímetros. Los dos timoneles sabían que la carrera la ganaría la velocidad del barco, no las tácticas ni las rachas de viento.
– ¡Izad, por lo que más queráis! ¡Colgaos de las uñas de los pies! -los azuzó Jens.
Los tripulantes se colgaron tan lejos encima de la barandilla que las olas les salpicaban las gargantas. Sintieron el agua del lago en los labios, el triunfo al alcance de la mano, al ver que ganaban por un largo. Cuando llegaron lo bastante cerca para ver el cañón sobre la cubierta del juez, Jens gritó:
– ¡Vamos hacia la línea! ¡Manteneos!
Jens ya oía a la multitud que vitoreaba desde la orilla. Sentía la fuerza de la embarcación vibrando en el timón. Podía ver la boya del club más allá de la línea de cuerpos duros y trémulos que se doblaban sobre la borda, aferrados a las cuerdas. El agua les salpicaba las caras al mirar sobre los hombros al Lorna D, dos cuerpos de barco detrás. Fueron directamente hacia la flotilla de embarcaciones de espectadores que salpicaban el agua, vieron al juez de pie en su bote, sujetando la cuerda que dispararía el cañón.
De cara al viento, cruzaron la línea de llegada y oyeron el disparo.
– ¡En primer lugar, el W-30! -gritó el juez, ahogada su voz por el rugir de la muchedumbre.
Pero siguió mencionando en voz alta los números de las embarcaciones a medida que llegaban, aunque la tripulación del Manitou no los oyó. La euforia los dominaba. La victoria borraba cualquier otra cosa.
Aflojaron las velas…, y sus músculos tensos…, y comenzaron a festejar, abriendo los brazos para recibir al capitán.
– ¡Lo hicimos! ¡Lo hicimos!
– ¡Buen trabajo, Jens!
Un abrazo especial de Davin:
– Lo hiciste, hermano.
– ¡Lo hicimos!
Y Mitch Armuield:
– Buen trabajo, timonel. Gracias por aceptarme a bordo.
– Eres un marino del diablo, Mitch. No podría haberlo hecho sin ti.
Sonaba demasiado exagerado para creerlo, ahora que todo había terminado. Habían hecho realidad lo que parecía imposible, y que comenzó con una nota en la crema helada de Gideon Barnett, dos años atrás. Terminó para los tripulantes, que sólo ahora advertían lo tensos, doloridos, mojados y temblorosos que estaban pero, para Jens, había mucho más.
Bajo las velas sueltas, condujo el barco hacia un vestido color melocotón que lo aguardaba en la costa. La divisó sin problemas en medio de un tramo de césped, de pie a pleno sol. Todavía llevaba a Danny en un brazo y agitaba la mano libre encima de la cabeza. Phoebe, su amiga, estaba junto a ella.
Ah, esa sonrisa, ese recibimiento…, eran lo único que importaba. Ni los trofeos que lo esperaban en la mesa cubierta con un mantel, bajo un olmo, ni la multitud que se apretaba junto ala orilla y llenaba el muelle con las felicitaciones a flor de labios, ni los fotógrafos, ni la banda de música, ni los ricos miembros del club que esperaban para encargarle barcos.
Sólo Lorna Barnett y el mensaje que transmitía al llevar ahí ese día al hijo de ambos.
No les quitó la vista de encima hasta que la llegada al muelle lo obligó a prestar atención a otra cosa. Había que dar órdenes, amarrar el barco, secar las velas. Mientras atracaban, los espectadores los abordaban y se subían por todo el Manitou, haciendo preguntas, estrechando las manos de los tripulantes, elogiando. Jens respondió, aceptó, agradeció, siempre con Lorna en su punto de mira, sintiendo que cada momento creaba un nuevo lazo emocional entre los dos. La tripulación amarró el barco al muelle. Jens recogió las cuerdas, recibió montones de palmadas en la espalda, vio al Lorna D que era amarrado, y cómo el timonel y la tripulación repetían actos parecidos. Llegó el North Star, y los otros continuaron aparejando. Dos periodistas reclamaron su atención.
– Señor Harken, señor Harken…
– Discúlpenme, caballeros -dijo, pasando junto a ellos- antes tengo que ver a alguien.
Estaba de pie en la parte alta de la colina, y sus ojos eran las estrellas que guiaban el curso de Jens. Atrapó la mirada y la sostuvo, abriéndose paso entre la gente mientras las felicitaciones llovían sobre él, aunque ya no las oía. Sintió el latido de su propio corazón, como una vela que se hinchaba una y otra vez, llevándolo hacia la victoria, hacia la oscura intensidad de la mirada inquebrantable de Lorna, que lo veía acercarse.
Cuando llegó a ella, la multitud retrocedió a un segundo plano. Entre cientos de personas, bajo el sol de junio, sólo se reconocieron el uno al otro.
Las manos grandes de Jens apretaron los brazos de la muchacha sobre los codos y se miraron, radiantes.
– Oh, Jens, lo lograste.
– Lo logré…
La besó de lleno en la boca: una marca rápida, dura de posesión, con Danny entre ellos.
– ¿Papá?
El niño le palmoteaba la mejilla.
– ¿Y este quién es? ¡Pero si es Danny! Ven aquí y dame un beso.
Danny estaba demasiado excitado:
– ¿"I en baco"? Señaló el muelle.
– Quiere ir en un barco -tradujo Lorna.
– ¡Ya lo creo que irás en barco! Te haremos uno de tu tamaño y te enseñaremos a navegarlo en cuanto aprendas a nadar.
Danny dejó de contemplar el barco para mirar a su padre. Jens besó a Danny en la hermosa boca sonrosada y apoyó la mano grande y áspera en la cabeza rubia del chico.
– ¡Señor, qué día! -murmuró, y lo besó otra vez en la cabeza, cerrando los ojos.
Con esfuerzo, trató de recuperarse de tantas emociones, y volvió su atención a Lorna, que dijo:
– Te acuerdas de Phoebe, ¿verdad?
Mientras la muchacha lo felicitaba, alguien dijo:
– Dos mujeres hermosas y, ¿dónde está la mía?
Era Davin que llegaba en el mismo momento que Cara y los niños.
– Aquí, detrás de ti, grandote vikingo rubio. ¡Oh, estoy tan orgullosa de ti! -Cara lo besó-. ¡Y de ti también!
Le dio un beso a Jens y la ronda de festejo, como era justo, se pobló pues el pequeño Roland pasó del brazo de su madre al de su padre, Jefrrey tiró de la falda de su madre y Jens siguió con Danny en brazos.
Por fin, Jens pudo decir:
– Ya conociste a mi hermano Davin… y esta es Cara… Cara, ven aquí, querida. -Jens le pasó un brazo por los hombros, mientras la mujer sonreía con timidez-. Esta es Lorna…
No hacía falta decir que el futuro de ambas estaba inexorablemente ligado. Las dos mujeres intercambiaron sonrisas y saludos con amistosa curiosidad. Después, lo mismo hicieron Davin y Lorna, y mano del hombre pareció tragarse la de la muchacha, más pequeña. La sostuvo con firmeza, y mirándola a los ojos le sonrió y dijo:
– Bueno, este sí que es un buen día. No sé bien qué me hace más feliz.
Jeffrey tiraba de la pierna de Jens:
– ¡Álzame! ¡Álzame!
– ¡Ah, es Jeffrey! -Jens se las ingenio para levantarlo. Con un niño en cada brazo, dijo-: Mira, este es tu primo Danny. No me sorprendería que vosotros dos participarais en una carrera de veleros, algún día, como tu papá y yo. Y vosotros también ganaréis, como nosotros.
De súbito, la ronda de parloteo y caras nuevas resultó demasiado para Danny, que crispo la cara y se puso a llorar, tendiéndole los brazos a su madre. Los mayores rieron, y la tensión se alivió en cierta medida.
Una voz femenina temblorosa dijo:
– Exijo que me presenten al timonel ganador. Ya he esperado demasiado.
Todos se volvieron y vieron a la tía Agnes esperando, que miraba a Jens con animación.
Cuando la anciana estrechaba la mano de Jens, presentaron un marcado contraste: ella, que no le llegaba más que al codo, delicada, con el cabello gris y un poco encorvada; él, tan alto, bronceado, fornido, cargado de niños. Mirando su rostro curtido por el viento, Agnes dijo con esa voz trémula:
– No me equivocaba: es usted asombrosamente parecido a mi capitán Dearsley. Joven, estoy segura de que este es el día más feliz de su vida, y quiero que sepa que es el más feliz de la mía.
Tímidas, se acercaron las hermanas de Lorna y se quedaron algo apartadas. Theron se acercó, tan fascinado por Danny que fue directamente hacia él, con la vista clavada en el pequeño.
– Jesús, Lorna, ¿es cierto que soy su tío?
– Sí, Theron.
– ¿Cómo se llama?
– Danny.
– Hola, Danny. ¿Quieres venir con el tío Theron? Te mostraré mis prismáticos.
El chico tendió los brazos y fue con Theron como si lo hubiese conocido desde siempre. Theron sonrió, orgulloso, a todo el grupo, mientras Jenny y Daphne se aproximaban poco a poco.
Con un nudo en la garganta, Lorna dijo:
– Es hora de que conozcáis a Jens.
Durante décadas, se repetiría la historia del día en que Jens Harken fue presentado a la familia de Lorna Barnett, y ella a la de él, al aire libre en los jardines del club de yacht, después de que Jens cruzara victorioso la línea de llegada y ganara la Copa Desafío Trienal entre White Bear y Minnetonka. De cómo Lorna se presentó con el hijo vestido de marinero, y cómo Jens y Lorna se besaron a plena luz del día, ante varios cientos de espectadores. Y cómo Gideon y Levinia Barnett los observaban de lejos, después de que Gid perdió la carrera en un barco que se llamaba como su hija. Y cómo Jens Harken, en otro tiempo, había sido ayudante en la cocina de los Barnett. Y que el día de la regata empezó nublado y terminó soleado, como si el cielo mismo bendijera la nueva vida de la pareja. Y que Gideon Barnett, tras haberse rehusado a entregar a Harken la copa el año anterior, por fin cedió e hizo los honores.
Todas las embarcaciones habían llegado. Al fin, la banda dejó de tocar. La sombra moteaba la única copa que quedaba sobre la mesa cubierta de blanco, bajo un gran olmo.
El comodoro Gideon Barnett la puso en las manos de Jens Harken.
– Felicitaciones, Harken -dijo Barnett, ofreciéndole la mano.
Jens la tomó:
– Gracias, señor.
Fue un apretón firme que duró un poco más de lo necesario, convirtiendo en duda la amargura. Si el semblante de Barnett era sombrío, el de Jens no tenía trazas de vanagloria. Este era el abuelo de su hijo. Tanto las facciones como los talentos de Gideon, y quizás hasta su temperamento, pasarían a través de la sangre, tal vez durante generaciones. Sin duda, debía de haber una manera de disolver ese amargo odio.
El apretón de manos terminó.
– Señor, me gustaría que la copa quedara en el club. Ese es su lugar.
Por un momento, Barnett pareció abrumado, pero no tardó en recobrarse y contestar:
– El club la acepta. Es un buen gesto, timonel.
– Pero la tendré el día de hoy, si no hay inconveniente.
– Por supuesto.
Jens se dio la vuelta y alzó la copa bien alto sobre la cabeza. El estallido de aplausos pareció desgarrar la tela que cubría la mesa. Vio a Lorna y a Danny esperándolos… y a Levinia a lo lejos, con aire de sentirse muy poco segura de sí misma, y percibió que el rencor de Gideon Barnett comenzaba a exhibir las primeras fisuras. Entre los dos había pasado una corriente subterránea cuando se estrecharon las manos e intercambiaron las primeras palabras civilizadas en casi dos años. Lo habían hecho delante de muchas personas y, por cierto, podrían hacerlo algún día en privado. No obstante, llevaría tiempo, perdón y que las dos partes se tragaran parte de su orgullo.
Jens bajó de la tarima, apartó de la mente a Gideon y a Levinia Barnett y se encaminó hacia la hija de ambos. Sin embargo, todavía no era el momento. Todos querían tocar el trofeo, después, la tripulación tenía que beber champaña en la copa, y que Tim les tomara fotografías con la copa alzada sobre sus cabezas. Después, Jens se sometió a una entrevista con un círculo de fotógrafos, pero mientras tanto lanzaba miradas a Lorna. El niño se había dormido sobre su hombro. Todavía de pie, con el chico dormido encima, la mejilla contra el pelo rubio, Lorna mantenía la vista clavada con fervor sobre Jens.
Por fin, dio por concluida la entrevista.
– Caballeros, ha sido un día muy largo. -Estrechó las manos y desechó preguntas ulteriores-. Ahora, tengo que celebrarlo en privado. Si me disculpan…
Saludó a los tripulantes, estrechó las manos a todos, terminando con Davin.
En voz queda, Jens le dijo:
– Tal vez no vuelva a casa esta noche.
– Escucha, Jens, Cara y yo… bueno, nos sentimos mal por ocupar tu casa porque tú tienes tu propia familia que…
– No digas una palabra más. Después habrá tiempo para eso. Todavía no dijo si se casaría conmigo. Pero si me sueltas la mano, tengo intenciones de pedírselo.
Davin apretó el antebrazo musculoso de Jens y dijo:
– ¡Adelante!
Por último, Jens se volvió hacia Lorna.
Lo esperaba, balanceando suavemente a Danny, dormido sobre su hombro. Bajo la boca abierta del pequeño se había formado una mancha húmeda sobre el vestido color melocotón, tomando al satén de un tono más intenso. El viento, que hacía rato había amainado, le había soltado el cabello castaño del peinado alto. El sol le había bronceado las mejillas y la frente. En dos años, se había convertido en el motivo más importante que Jens tenía para vivir.
– Salgamos de aquí -dijo, acercándose-. ¿Quieres que lo lleve en brazos?
– Oh, sí, por favor…, pesa mucho.
Jens le dio la copa y tomó al niño dormido, que abrió los párpados un momento y los cerró otra vez sobre el hombro de Jens.
– Dejé una bolsa con pañales debajo de un árbol.
Fueron a buscarla y caminaron, al fin los tres, hacia el camino de grava, con el brazo de Jens sobre los hombros de Lorna.
– ¿A dónde vamos? -preguntó la mujer.
– A cualquier lugar donde estemos solos.
– Pero, ¿a dónde?
Detuvo un coche, y la ayudó a subir.
– Al hotel Leip -ordenó. Después se volvió hacia Lorna y la consultó-: ¿De acuerdo?
Los ojos contestaron antes que los labios:
– Sí.
Dejó la copa en el suelo, entre las rodillas de los dos. El padre acomodó al pequeño en el hueco del brazo izquierdo, tomó la mano de la mujer con la suya libre y la observó: la suya, ancha, áspera y enrojecida por el viento. Los dedos de ella eran finos como sombras, mientras que los suyos eran gruesos y toscos como una cuerda. Se llevó la mano de Lorna a los labios y le besó el dorso, liberado al fin, ahora que podía dar rienda suelta a sus emociones.
– ¡Mi Dios! -susurró, dejando caer la cabeza hacia atrás, sobre el asiento, y cerrando los ojos-. No puedo creer que estés aquí.
Se quedó así un rato, con la mano de Lorna apretada en la suya, frotando la piel suave con el pulgar, oyendo el golpeteo de los cascos del caballo y el roce de las ruedas sobre la grava. Sentía el aire fresco sobre su piel quemada. El pañal empapado del niño le traspasaba los pantalones. Se le ocurrió que si le pedían que describiese el paraíso, siempre describiría ese momento. Abrió los ojos. Lorna tenía el rostro dado la vuelta y se apretaba un pañuelo contra la boca.
Levantó la cabeza y la consoló:
– Eh, eh… -haciéndole girar la cabeza-. ¿Estás, llorando?
Al oírlo, Lorna liberé un sollozo suave y se acurrucó contra él con la mejilla sobre la manga.
– No puedo evitarlo.
– Ya pasó el tiempo de llorar.
– Sí, lo sé. Lo que pasa es que…
No tenía motivos. Soplé, y se secó los ojos arrasados.
– Entiendo. Yo me siento igual. Hemos pasado por un infierno tan duro, que es difícil aceptar el paraíso.
– Sí, algo así.
Viajaron un rato en silencio, pasando bajo el arco de las hayas, que proyectaban vetas verdes y doradas a medida que avanzaba el anochecer. Sentían el olor del lago a rocas mojadas, a algas, a aire saturado de humedad mezclado con olor a caballo, la tibieza del sol en las mejillas izquierdas y el aire fresco en las derechas. Un guijarro saltó y golpeó el coche. Un pájaro sabanero gorjeó a lo lejos. Ladró un perro. El metal del trofeo se había entibiado contra las rodillas de los dos.
En un momento dado, Jens dijo:
– Sin embargo, tu padre me estrechó la mano -como si hubiesen estado hablando al respecto.
– Sí, lo vi.
– Y me felicitó. ¿Sabes una cosa? -Miró hacia abajo, mientras Lorna alzaba la vista-. Aunque lleve un tiempo, creo que superaremos esos obstáculos. Estoy seguro. Algo era diferente. Algo era…
Lo dejó pendiente.
– Algo lo hizo cuestionarse su propia tozudez.
– Eso me pareció.
– Ese algo fue Danny -dijo Lorna.
Contemplaron a su hijo dormido.
– Sí, es probable.
Más tarde, Jens pregunté:
– ¿Hoy tu padre no te dijo nada?
– No.
– ¿Tu madre tampoco?
– No.
Le oprimió la mano y la puso sobre su corazón.
– Pero estoy seguro de que les dolió no hacerlo. Y las chicas, Theron, tu tía Agnes, ¿no quedaron encantados con Danny?
– Sin duda.
No se le ocurrieron más frases de consuelo.
En el hotel Leip, le dijo al empleado:
– Necesitamos dos habitaciones.
– ¿Dos?
El joven de protuberante manzana de Adán y barbilla huidiza pasó la vista del niño dormido en brazos de Jens a Lorna, después otra vez a Jens.
– Sí, dos, por favor.
– Muy bien, señor. Con gusto lo atenderé, en especial porque los invitados a la regata ya se fueron de la ciudad.
Jens firmó el registro primero, y después le pasó la pluma a Lorna.
Firmaron Lorna y Daniel Barnett.
El empleado sacó dos llaves de sendos clavos colgados de la pared, y salió de detrás del escritorio.
– ¿Maletas, señor?
Lorna le entregó la bolsa con pañales con las manijas retorcidas. El muchacho observó el contenido, claramente visible por la abertura pero, sin hacer más preguntas, los condujo a las habitaciones.
Lorna llevó a Danny a la primera. Jens fue a la segunda. En un minuto, regresó a la de Lorna, entrando sin llamar, y cerró con mucho cuidado para no hacer ruido con el pestillo. Lorna había acostado a Danny en la cama y comenzaba a aflojarle la ropa.
– Espera un minuto -murmuré Jens-. Todavía no lo despiertes.
La mujer se irguió y lo miró. Jens dejó las llaves sobre el tocador, atravesé lentamente la habitación y se paré frente a ella. Le tomó la cabeza entre las manos con delicadeza, acarició los pómulos con los pulgares mientras los ojos de ambos se encontraban. Los labios de Lorna estaban entreabiertos, la respiración, rápida y agitada.
– Jens… -susurró, en el instante en que la cabeza de él comenzaba a descender y los brazos la atraían hacia él.
Al fin, al fin el beso que tanto habían anhelado. Desde que la vio en el jardín del club, desde que lo vio navegar en el Manitou hasta el muelle del club, este instante destellaba como una promesa en el horizonte. Se unieron todo a lo largo: bocas, pechos, caderas que buscaban y encontraban a su par. Con las manos y los cuerpos, y murmullos guturales, se apropiaron de lo que se les negó tanto tiempo. Los corazones hambrientos los apretaron más entre sí. Las manos de ella se abrieron sobre la espalda de él, le acariciaron las costillas, se hundieron en el pelo de Jens. Este sostuvo la cabeza de ella en el hueco de las manos, el moño desecho llenándole las manos y derramándose como si la pasión provocara ese desborde. Más, más… no tenían manera de saciarse con ese primer contacto. Apropiarse no fue suficiente: el beso se convirtió en una lucha por lograr lo imposible, embeberse uno en el otro, transformarse en parte del corazón, de la sangre y los músculos del otro. Se enlazaron, se curvaron, hasta que, como dos olas que chocaran, perdieron el sentido de la diferencia entre los dos y se convirtieron en uno.
Jens apartó la boca, le sostuvo la cabeza con las manos y habló en la boca abierta de Lorna.
– ¿Te casarás conmigo?
– Sí.
– ¿Cuándo?
– Ahora mismo, mañana… en cuanto la ley nos lo permita.
– Ah, Lorna, Lorna… -Cerró los ojos con fuerza, y la estrechó contra sí-. Cuánto te amo.
– Yo también te amo, Jens, y siento haberte herido. Me sentí desgraciada sin ti. -Se apartó, le tomó el rostro entre las manos y fue posando los labios en la boca, las mejillas el ojo, la boca, hablando entre la lluvia de besos. Tan desdichada…, tan equivocada…, tan enamorada que mi vida sin ti carecía de sentido… Y ese día que te vi en la casa de la señora Schmitt, que vi a Danny contigo… Oh, mi querido, queridísimo, pensé que prefería morir antes de que te fueras.
– Shhh… después… hablaremos después. Ven aquí.
La alzó y se hundió en una silla tapizada, con Lorna sobre el regazo. Antes de que los pesos se apoyaran, las bocas estaban unidas, y las manos del hombre hacían barridos sobre los pechos, las caderas, el vientre. Subían por la garganta, el pelo, donde comenzó a buscar las hebillas que aún quedaban. Como tenía la mano izquierda sujetándola, lo hizo con torpeza, y la muchacha lo ayudó dejando caer cuatro hebillas al suelo, sacudiendo la cabeza hasta que sintió el cabello suelto, después le enlazó el cuello con los brazos y lo besó como si fuese un melocotón que acaban de pelar. En medio del beso, Jens intentó abrir los botones de la espalda de vestido, pero resultó difícil.
Se impacientó:
– Siéntate. No llego.
Lo hizo, a horcajadas de él, en un revuelo de faldas color melocotón, con los codos de ella sobre los hombros de él, y las yemas de los dedos en el pelo. Cuando terminó con los botones, Lorna se ocupó de su boca, de esa boca noruega plena, hermosa, suave que había besado sus labios, su pecho, su vientre en aquellos días de pasión secreta del verano y volvería a besarlos muchas veces en los aniversarios de los dos.
Los botones de la espalda estaban abiertos. Jens aparté la boca para decir:
– Las muñecas.
Qué tortura exquisita mirarse a los ojos, contener el fuego mientras Lorna, muy erecta, le presentaba una muñeca, luego la otra para que los dedos cuarteados la desabotonaran. Levantó los brazos y Jens le sacó el vestido pasando sobre los pechos y convirtiéndole la cabellera en una galaxia de estrellas.
– Tu suéter -susurró Lorna, cuando el vestido cayó.
Fue el turno de Jens de someterse a los deseos de su amante.
Cuando el suéter se unió al vestido, le desabotonó la enagua y la desnudé hasta la cintura, deslizó las manos bajo las axilas y la atrajo adelante para besarle los pechos suaves, en forma de pera, pechos florecidos que muchas veces le ofreció para besar. Los bañó con la lengua y los contuvo en las manos anchas y ásperas, mientras Lorna echaba la barbilla atrás, cerraba los ojos y comenzaba a mecer el cuerpo con el ritmo primitivo que se generaba entre los dos.
Dejó de besarla, sin soltarle los pechos.
– ¿Qué pasó con estos cuando se llevaron al niño? Siempre me lo pregunté.
Lorna alzó la cabeza y abrió los ojos:
– Me los vendaron y después de unos días dejaron de manar leche.
– Entonces, ¿quién amamantó a Danny?
– Mi madre llevó una nodriza.
Jens asimiló la respuesta en silencio, frotando los pezones con los pulgares, triste al recordar esa época atormentada.
– Debió dolerte.
– Ya no importa.
Como para borrarlo de su mente, Jens emitió un gemido gutural y le rodeé el torso en un abrazo de oso, hundiendo la cara en la piel desnuda de la mujer.
– Esta noche no pienses en eso -murmuró Lorna, rodeándole la cabeza con los brazos y pasando los dedos entre el pelo-. Esta noche no, Jens.
– Tienes razón. Esta noche no. Esta noche es sólo para nosotros. -Se echó atrás sujetándola con suavidad, masajeándole los laterales de los pechos con las palmas. – Sácate las enaguas antes de que se despierte nuestro hijo.
Lorna siguió sus órdenes; Jens se levantó, la dejó en el suelo y la ropa cayó como velas sueltas para quedar atrapada en la cadera. La bajó y cayó sobre los tobillos con un siseo.
– Estás más bella que nunca.
Había cambios: las caderas eran más anchas, el estómago más abultado, que no existía antes del nacimiento de Danny. La tocó ahí.
– No es justo. Yo también estoy ansiosa -susurré.
Sonriendo, Jens se quitó lo que le quedaba de ropa, y la hizo tenderse sobre ella aplastando el vestido, sus propios pantalones, la ropa interior, sin preocuparse por no tener un colchón de plumas. Tenerse uno al otro les bastaba.
Se tocaron, apretaron, acariciaron, murmuraron palabras amorosas, hicieron promesas más elocuentes y duraderas que cualquiera de las que hubieran podido formular en una ceremonia conyugal.
– Nunca más dejaré que te vayas.
– Nunca me iré.
– Y cuando nazca nuestro próximo hijo, estaré a tu lado.
– Y el próximo, y el próximo.
– Oh, Lorna Barnett, cuánto te amo.
– Jens Harken, mi querido, queridísimo. Yo también te amo. Te amaré hasta el día en que me muera, y hasta entonces viviré para demostrártelo.
Cuando penetró en ella, Jens tembló y cerró los ojos. Lorna hizo una inspiración temblorosa y exhaló, casi suspirando. Se sintieron exaltados cuando el hombre impuso un ritmo, sus rostros se iluminaron con sonrisas, sonrisas apacibles, entrelazaron los dedos y Jens apretó el dorso de las manos de ella contra el suelo.
– Supongamos que esta noche quedas embarazada. -Entonces, Danny tendrá un hermano.
– O una hermana.
– Eso también sería bueno.
– Especialmente, si se parece a ti.
– Jens… -Se le cerraban los párpados-. Oh, Jens…
Abrió los labios y el hombre supo que había terminado el tiempo de las palabras. Era el momento de compartir el éxtasis, de almacenarlo para épocas más arduas, cuando los niños enfermaran, o estuviesen enfadados, cuando tuvieran que trabajar muchas horas, o los seres queridos tuvieran problemas… habría épocas difíciles, lo sabían. Pero se aceptaban en la salud y en la enfermedad, en las épocas buenas y en las malas, hasta que la muerte los separase, sabiendo que el lazo de amor sería lo bastante fuerte para ayudarlos a pasar todo eso. Más allá de los tiempos difíciles, siempre aguardándolos, estaría esta maravillosa recompensa.
Jens se estremeció, gimió, lanzó exclamaciones entrecortadas y se derramó dentro de ella.
Lorna se arqueó, sollozó, gritó de plenitud, y él ahogó el sonido con la boca.
En el dulce reflujo del placer que siguió, cuando el hombre apoyó el peso sobre ella y sintió los brazos que lo rodeaban sin oprimirlo, imaginé la vida en común extendiéndose hacia el futuro de horas luminosas, ensombrecidas por esas ocasiones en que derramarían lágrimas. Aceptó ambas cosas, sabiendo que de eso se trataba el amor verdadero. Rodó de costado y la sujetó junto a él con el talón. Le quitó el pelo de la cara y le acarició la mejilla con amor.
– Nos irá bien -murmuró.
Lorna, con un brazo flexionado bajo la cabeza, sonrió:
– Sé que así será.
– Y nos esforzaremos con tu madre y tu padre.
– Pero si con ellos no resulta…
La calló posándole un dedo sobre los labios.
Resultará.
Le quitó el dedo.
– Pero en caso contrario, igual seremos felices.
– Te pedí que los desafiaras por mí, y lo hiciste, pero ya no estoy seguro de si hice bien en pedírtelo. Mis padres murieron. Los tuyos son los únicos que nos quedan: equivocados o no, son los únicos, y quiero que sepas que hoy o mañana, cuando hagamos nuestros votos, yo agregaré uno silencioso de hacer mi mejor esfuerzo para conquistarlos. No por mí, sino por ti… y por nuestros hijos.
– ¡Oh, Jens…! -Lo abrazó y lo atrajo hacia ella-. Eres un hombre tan bueno. ¿Cómo es posible que no lo vean?
Se mecieron juntos sobre la cama improvisada hasta que un sonido llegó desde más arriba: el primer sollozo asustado de un niño que se despierta solo, en un lugar desconocido.
– ¡Oh, oh! -murmuró Jens.
Pronto, el sollozo se convirtió en un llanto franco.
– ¡Eh, Danny, querido, mami está aquí! -Tras esto, sobrevino un forcejeo poco elegante de los amantes tratando de separarse con el mínimo de barullo y el máximo de prisa, antes de que el niño se cayera de la cama -¡Mira! -Lorna logró ponerse de rodillas y asomó la cabeza-. ¡Aquí está mami… y papi también!
Jens se asomó junto a ella, aún enredado en la ropa y forcejeando con cosas que hicieron reír a Lorna.
Danny dejó de llorar y los contempló, con los ojos todavía hinchados de sueño y una lágrima atrapada en las pestañas.
– Hola, mi pequeño querido. ¿Creíste que estabas solo? Oh, no, mami y papi nunca te dejarían solo.
Todavía de rodillas, se estiró sobre la cama para besarlo y consolarlo Danny trató de entender, y siguió mirándolos, primero a ella, luego al padre.
Jens se apoyó sobre los codos y besó a Danny en los pies, sobre tos calcetines.
– Hola, pequeño hombre -dijo-. Lo lamento, pero estaba atareado haciéndote un hermano.
Lorna le dio una palmada en el brazo:
– ¡Jens Harken!
El hombre levantó las cejas con fingida inocencia.
– Bueno, eso era lo que estaba haciendo, ¿no?
Lorna rió y le dijo a Danny:
– No tienes que prestar atención a todo lo que diga tu padre. Tiene una escandalosa veta que no es nada buena para tus tiernos oídos.
Jens pasó un brazo por la cintura desnuda de Lorna y deslizó el vientre por el borde del colchón hasta que las caderas de ambos chocaron.
– ¿Ah, sí? ¿Quién empezó esto, tú o yo? Tú eres la que fue a cortejarme. Tú fuiste la que no me dejó en paz. Tú apareciste hoy en la regata, trayendo a este chico y lo acostaste a dormir en la cama, donde era casi seguro que despertara y viese lo que estaba pasando en el suelo.
Lorna rió, complacida:
– Y estás muy contento de que lo haya hecho.
Jens le devolvió la risa:
– Ya lo creo.
Por un momento, se regodearon en la felicidad; después, cada uno pasó un brazo por el trasero húmedo de su hijo y lo atrajeron para abrazarlo.