El día siguiente amaneció frío y ventoso. Al vestirse para el viaje a White Bear Lake, Lorna fue muy cuidadosa, y eligió un atuendo muy diferente del de la última vez. En aquel entonces, se había puesto ropa juvenil para despertar nostalgia. En el presente, en cambio, no se sentía juvenil ni nostálgica, en absoluto. Había sufrido, madurado, aprendido. Se enfrentaría a Jens como una mujer que lucha por la felicidad en la encrucijada más significativa de su vida. Se puso un traje de lana oscura, encima un abrigo de pesado cuero de foca negro, un manguito haciendo juego y un sencillo sombrero de lana.
El paisaje por la ventana del tren le pareció indiferente, como visto a través de una cortina de encaje. La nieve caía oblicua sobre el paisaje, cortándolo en diagonales esfumadas que titilaban y giraban mientras el tren rugía entre ellas. Bosques, campos, arroyos congelados, todo se veía gris y difuso.
En el vagón hacía frío. Lorna cruzó las piernas, se apretó el abrigo encima, y vio cómo su aliento se condensaba en el cristal. Al planear el encuentro con Jens, se preguntó: ¿Qué le diré? Pero uno no ensayaba conversaciones tan importantes como esta. Ya no era la enamorada fantasiosa que había cortejado al ayudante de cocina y lo había tentado con almuerzos campestres para cometer con él pecadillos prohibidos. Era madre, por encima de todo…, además de una madre equivocada.
En la mente de Lorna apareció la cara preciosa de Danny, el pelo del color del trigo, los ojos azules como el agua, y las facciones del padre. El amor se dilató dentro de ella, desbordó en lágrimas y la llenó de miedo al pensar en la perspectiva de no tenerlo nunca.
En la estación, alquiló un trineo y un conductor para llevarla, por la orilla norte del lago, a Dellwood. Metida bajo una manta de piel, con la nieve punzándole el rostro, casi no escuchó el constante rumor de los patines sobre la nieve, ni las campanillas de los arneses ni el resoplido del caballo. Todos sus sentidos vueltos hacia adentro enfocaban a Jens, a Danny y a sí misma.
Distinguió el edificio de Jens cuando se aproximaban entre agujas de nieve: era un cobertizo gigante de New England, pintado del mismo verde que la mayoría de los veleros, y con el letrero ASTILLEROS HARKEN en letras blancas sobre el inmenso lateral triangular. Debajo del cartel, inmensas puertas corredizas colgaban de guías metálicas. A la izquierda, una puerta más pequeña en la que se leía "Abierto".
– Aquí estamos, señorita -anunció el conductor, levantándose.
– ¿Puede esperarme, por favor?
– Sí, señora. Yo ataré a Ronnie. Tómese su tiempo.
Desde que conoció a Jens, ¿cuántas veces se había acercado a una puerta con el temor latiéndole en la garganta? La puerta de la escalera de los criados que iba a la cocina. La del cobertizo donde construyó el Lorna D. La del dormitorio mismo de Jens, al cual se escabulló en mitad de la noche, para robar horas en su cama. Las puertas abiertas de este mismo edificio, el verano anterior, cuando tuvo que decirle que les habían robado a Danny. Y ayer, la puerta de la casa de ladrillos amarillos con el peno al frente y la esperanza de encontrar dentro a su hijo.
Ahora se enfrentaba a otra, y la misma aprensión de las otras veces se había multiplicado por cien, golpeándola en sus partes esenciales, como una advertencia de que, si fracasaba, su vida quedaría ensombrecida para siempre por la pérdida del hombre al que amaba.
Inspiró una onda bocanada, levantó el pestillo de metal negro y entró.
Como siempre, el lugar en el que Jens trabajaba la acosó con los recuerdos y evocó con fuerza el pasado: abeto húmedo, planchas de cedro frescas y madera quemándose. Vio un barco a medio terminar y otro que, al parecer, estaba siendo reparado. En el otro extremo del cavernoso cobertizo, alguien silbaba con trinos. Otros charlaban y sus voces hacían eco, como en una iglesia. La empresa de Jens había crecido: seis hombres trabajaban con sus herramientas en barcos, moldes, velas y aparejos. Uno de ellos la vio y dijo:
– Jens, alguien vino a verte.
Estaba curvando una costilla con su hermano Davin, miró sobre su hombro y la vio en la entrada.
Como siempre, manifestó el primer impacto de estupefacción antes de que pudiese enmascarar su rostro con la indiferencia.
– Hazte cargo, Iver -le dijo a uno de los trabajadores, y dejó el lugar para acercarse a Lorna.
Llevaba una camisa de franela roja abierta en el cuello, las mangas enrolladas en los puños, dejando ver la abertura y las mangas de la ropa interior. Tenía el cabello más largo de lo que Lorna le había visto hasta el momento, y se le rizaba alrededor de las orejas. Su rostro era el molde en que se forjó el hijo de ambos, y al detenerse junto a Lorna, lo mantuvo despojado de toda expresión.
– ¡Hola, Jens!
– Lorna -respondió, sin sonreír, mientras se quitaba los guantes de cuero húmedos y examinaba por un breve instante el rostro de la mujer antes de dejar los guantes.
– No vendría si no fuera algo importante.
– ¿Qué?
Lo cortante de la palabra no dejó dudas respecto de su hostilidad.
– ¿Hay algún sitio donde podamos hablar en privado?
– Viniste a decirme algo… dijo.
– Está bien. Encontré a nuestro hijo.
Por un instante fugaz, pareció estupefacto, pero pronto se recobró y adoptó otra vez la expresión estólida.
– ¿Y?
– ¿Cómo y? ¿Eso es todo lo que tienes para decir?
– Bueno, ¿qué quieres que diga? Tú eres la que…
Se abrió la puerta y entró el conductor encogiéndose de hombros por el frío y cenando la puerta.
– ¡Buenas tardes! -saludó, al verlos.
– ¡Buenas tardes! -respondió Jens, con los labios apretados, inflexible.
– Ahí afuera hace un frío que corta. -El conductor miró a uno y a otro, y advirtió que se había metido en una situación tensa-. No les molesta si espero aquí, que está más caldeado, ¿verdad? Soy el conductor que trajo a la señora.
Jens hizo un ademán hacia la estufa.
– Sobre el guardafuego hay café y tazas en los ganchos. Sírvase.
El hombre se fue, desenrollándose una bufanda escocesa del cuello.
– Ven -ordenó Jens dejando que Lorna lo siguiera.
La llevó a su oficina, un cuarto de diez por diez, atestado de parafernalia náutica, alrededor de un escritorio desordenado. Cerró la puerta de un golpe y dio la vuelta alrededor de Lorna.
– Está bien, lo encontraste. ¿Qué quieres que haga al respecto?
– Para empezar, podrías preguntar cómo está.
– ¡Cómo está! ¡Ja! ¡En buena hora me das a mí lecciones sobre el bienestar del niño, después de haberlo entregado!
– ¡Yo no lo entregué! Me lo quitaron y lo escondieron con Hulduh Schmitt, en el campo, en la otra punta de Minneapolis!
– ¡Hulduh Schmitt!
Jens la miró, colérico.
– Ella lo tuvo todo este tiempo. Mis padres le pagan para que lo mantenga.
– Y qué quieres que haga, que vaya a la casa de Hulduh y lo robe para ti? ¿Que vaya a la ciudad y golpee a tu papá? ¡Lo intenté una vez y lo único que logré fue una patada en el trasero!
– ¡No espero que hagas nada! ¡Sólo pensé…!
Jens esperó un instante, y replicó con ironía:
– Pensaste que podría rogarte otra vez que te casaras conmigo, y entonces podríamos ir a buscarlo y formar un bonito trío, ocultándonos de tus amigos de la alta sociedad, ¿no es así? -Lorna se ruborizó, y el hombre prosiguió: Bueno, déjame decirte algo, Lorna Barnett. No quiero ser el marido de nadie a la fuerza. Cuando yo me case con una mujer, tiene que aceptarme de manera incondicional. Si bien no soy de la alta sociedad, tampoco soy de la baja. Cuando fui a la abadía y te pedí que te casaras conmigo, te ofrecí un futuro muy decente, nada de lo que tuvieras que avergonzarte. Esperaba que lucharas por mí, que de una vez por todas mandaras a tus padres al diablo y pelearas por tus derechos… ¡por nuestros derechos! Pero no, tú gimoteaste y te acurrucaste, y llegaste a la conclusión de que no podrías hacer frente a las cosas que te dirían si aparecías en el altar preñada de mi hijo. Bueno, que así sea. Tú no me quisiste entonces… yo no te quiero ahora.
– ¡Oh, crees que es muy fácil!, ¿no? -le lanzó, como una gata enfrentándose a un gato-. ¡Grandote, cabeza dura noruego, macho con tu orgullo herido y tu mentón desafiante! ¡Bueno, me gustaría que vivieras con unos padres como los míos! ¡Que intentaras hacerlos ceder aunque fuese unos milímetros en algo! ¡Que te enamorases del hombre equivocado y terminaras…!
– ¡El hombre equivocado! ¡Eso es seguro!
– ¡Sí, el hombre equivocado! -gritó Lorna, más fuerte-. Y terminar embarazada de su bastardo, y que te embarquen para Timbuktu, te manipulen, te mientan y te digan y te repitan qué infierno será tu vida si la gente llega a enterarse. ¡Trata de vivir en una abadía, con un grupo de mujeres neutras que susurran plegarias por tu salvación hasta que quieres gritarles que se sumerjan un poco en la lujuria, a ver cómo lo controlan después! Intenta vivir teniendo dos hermanas menores y que tu madre te recuerde en cada carta que, si se filtrase la noticia de tu embarazo las horrorizarías, y les arruinarías las posibilidades de encontrar un marido decente, pues tu vergüenza se les contagiaría. Intenta meter en la torpe cabeza de un noruego que, al menos, una parte de todo esto no es tu culpa, que eres tan humana como cualquiera y que te enamoraste, y cometiste errores, te hirieron y te esforzaste al máximo por hacer las cosas bien, pero no siempre puedes lograrlo. ¡Inténtalo, Jens Harken!
Cuando terminó, temblaba por dentro.
Jens agitó dos dedos ante su nariz:
– ¡Dos veces te pedí que te casaras conmigo… dos! Pero, ¿qué fue lo que dijiste?
Le apartó los dedos de un manotazo:
– ¡Dije lo que las circunstancias me obligaron a decir!
– ¡Me rechazaste, porque te avergonzabas de mí!
– ¡No es así! ¡Estaba asustada!
– Yo también. -Se tocó el pecho-. ¡Pero eso no me impidió luchar por ti! ¡Además, esa es una excusa muy débil para tus actos!
– ¡Oh, estás tan seguro de ti mismo que me pones enferma! Yo encontré a Danny otra vez, ¿no es así? ¡Lo encontré y le dije a la señora Schmitt que iré a buscarlo y lo haré… contigo o sin ti, y lo criaré, aunque tenga que hacerlo sola!
– Eso es mucho decir para una chica que se asusta de la sombra de sus padres. También me dijiste a mí que lo criarías, pero cuando llegó el momento, te doblegaste bajo la orden de Barnett: honrarás a tu padre y a tu madre, ¡aunque estén endemoniadamente equivocados y te arruinen la vida!
Lorna retrocedió, con la boca tensa.
– Ya veo que cometí un error al venir aquí.
– Cometiste un error cuando decidiste no subir a ese tren. Y uno mayor cuando me dijiste que no en la abadía. Ahora, tendrás que aguantar.
La joven se cubrió con el decoro como si fuese una fina estola de piel y habló con calma:
– Jens, me doy cuenta de que nunca te conocí, en realidad. Conocí una parte de ti, pero una esposa necesita saber mucho más. ¡Te pareces más a mi padre de lo que puedes imaginar, y ese es el último tipo de hombre con el que quisiera casarme!
Salió a zancadas y cerró la puerta de un golpe.
Jens se quedó mirándola con ojos que se le salían de las órbitas hasta que, al fin, se dejó caer sobre la silla giratoria. Primero, miró rabioso el cuchitril en que se encontraba, luego se agarró la cabeza con las manos y empujó la silla atrás lo más que pudo, mientras la maldecía con toda el alma. Resopló, dejó que la silla saltara hacia adelante, y lo colocara en el hueco para las rodillas del escritorio. A la derecha, había un cajón abierto. Le dio un golpe, intentando cerrarlo. Rebotó. Lo golpeó otra vez… ¡más fuerte! ¡Y más fuerte aún, hasta que se lastimó la mano!
– ¡Maldito hijo de perra! – vociferé, pateando el cajón con tanta violencia que se hundió en el marco.
Después, se levantó abruptamente de la silla frotándose la cara con las manos, mientras el torbellino en su interior fermentaba de cólera, disgusto hacia sí mismo, amor frustrado y la impactante novedad de que su hijo se llamaba Danny y que podría llegar a él con sólo dos horas de viaje.
Se contuvo durante tres semanas, pensando. ¿Para qué iba a ver al niño, silo único que querría sería llevárselo, cumplir su papel de padre, no devolverlo nunca más?
En última instancia, ganó el amor paternal.
La señora Schmitt fue a abrir la puerta, con el mismo aspecto que tenía cuando trabajaban juntos en la cocina de Rose Point.
– Bueno… -dijo-. Yo sabía que, en algún momento, aparecerías.
– Pasó mucho tiempo, ¿eh, señora Schmitt?
– Tú también puedes pasar. Todos los demás parientes ya lo hicieron. No puedo entender por qué creyeron que podría mantenerlo en secreto.
La siguió dentro, y la mujer despertó al chico que dormía la siesta. Cuando Jens vio a Danny por primera vez… ¡oh, qué sentimiento! Le pareció que dentro de él ardían y explotaban estrellas. Que donde había tenido el corazón, resplandecían soles. Tomó al niño de ojos irritados de los brazos de la mujer, lo abrazó y lo besó, lo consolé cuando se puso a llorar, todavía estremecido del sueño y aturdido por el despertar prematuro. Jens lo sostuvo en brazos, un pequeño caracol tibio que olía a orina, lo sacudió con suavidad, se paseó con él besándole la frente y logrando calmarlo en un lapso asombrosamente breve.
Se quedó toda la tarde, conoció a la anciana alemana que pasaba la mayor parte del tiempo en su hamaca, en la cocina; comió streusel, bebió café y trabó conocimiento con su hijo.
Hulduh Schmitt dijo:
– Supongo que su madre te dijo dónde estaba.
– Sí.
– A decir verdad, te esperaba antes.
– No sabía si debía venir o no. Me resulté casi imposible mantenerme alejado de él.
– Ella dice lo mismo cada vez que se marcha.
Jens no respondió, se limité a mirar las mejillas colgantes de Hulduh Schmitt, con su hijo en brazos.
– Viene todos los jueves -agregó la mujer.
– Tenía miedo de que ya se lo hubiese llevado. Dijo que lo hará.
– Quiere hacerlo, pero ¿a dónde irá con él? Una muchacha tan joven, sin un hombre que la mantenga. En mi opinión, esa es tu responsabilidad. Tendrías que casarte con esa chica, Jens Harken.
– Eh… eso no resultaría, pues es la hija del viejo y yo empecé siendo criado en la cocina de ellos. Tendríamos que haberlo pensado desde el comienzo.
La señora Schmitt asintió, pero conservó una expresión de duda.
– Bueno, es un niño hermoso, y yo lo quiero con toda el alma. No niego que el dinero que me mandan los Barnett me facilita la vida, pero en mi opinión, es un crimen que Danny no esté con su mamá y su papá.
Al jueves siguiente, la señora Schmitt dijo:
– Su hombre estuvo aquí.
Lorna giró la cabeza con brusquedad, pero de inmediato forzó una expresión desdeñosa.
– Le llevó bastante tiempo.
– Dejó un poco de dinero bajo la taza de café. Le dije que su padre me paga más que suficiente, pero de todos modos lo dejó. Me pareció que usted tendría que tenerlo.
– No, él se lo dio a usted.
– Su padre me paga una vez. No sería justo que yo cobran otra vez por el mismo trabajo. Tome… -Agité la mano-. Tome.
Lorna miró, suspicaz, los billetes doblados que le alcanzaba la señora Schmitt y sintió que se enfurecía. ¡Maldito asno noruego cabeza dura! Podía meterse el dinero en el trasero, en lo que a ella se refería. De cualquier modo, no significaba otra cosa que escrúpulos de conciencia.
Al fin, lo arrebaté de la mano de la señora Schmitt y se lo metió en el bolsillo de la cintura.
– ¿Cuándo estuvo aquí?
– El martes.
– ¿Volverá?
– Dijo que el martes que viene.
El martes siguiente, la señora Schmitt dijo:
– Le di el dinero a tu mujer.
– Era para el niño -dijo Jens.
– ¿Ah, sí? Bueno, no sabía. De todos modos, la señorita Lorna lo tomó.
Cuando Jens se marchó, había más billetes plegados bajo la taza de café.
El resto de ese invierno, la señora Schmitt se acostumbré a verlos en los días señalados: los martes y los jueves, y se compadeció de los dos, que no podían encontrar una manera de zanjar sus diferencias y convertirse en una familia.
Llegó abril, y Lorna siguió fastidiando a cualquiera que quisiese oírla para abrir un nuevo puesto pagado en la biblioteca, que esperaba ocupar, mientras guardaba el dinero de Jens.
En mayo, los dueños de las casas de campo de White Bear se prepararon para veranear allí una vez más. El día anterior a la partida de la familia Barnett hacia el veraneo, Lorna fue a visitar por última vez a Danny, viajando todos esos kilómetros de más.
A esa altura, ya estaba acostumbrada a golpear la puerta y entrar, cosa que hizo, como siempre, ese tibio día de primavera, golpeando primero y exclamando:
– ¡Hola a todos! -mientras pasaba por el vestíbulo y la habitación delantera.
Oyó el agitador de mano que funcionaba en la máquina de lavar y supo que, tal vez, Hulduh no la había escuchado.
Entró en la cocina, y ahí estaba Jens de pie, con Danny en brazos, mientras Hulduh lavaba la ropa.
Se detuvo, con el corazón bailándole locamente dentro del pecho.
– ¡Oh! -dijo, y se ruborizó-. No sabía que estabas aquí.
– Yo creí que siempre venías los jueves.
– Bueno, por lo general lo hago, pero mi familia se marcha al lago mañana, y yo iré con ellos. Como eso significaría más viaje en tren para ver a Danny después de este… bueno…
La explicación se fue diluyendo en el silencio.
El hombre también se sonrojó. Ahí de pie, con su hijo en el brazo musculoso, los dos tan rubios y tan parecidos como dos cachorros de laboratorio de una misma camada, Jens Harken se ruborizó.
El chiquillo vio a Lorna y se entusiasmó:
– ¡Mamá, mamá! -farfullé, removiéndose y estirándose para alcanzarla.
La muchacha dejó sus cosas, corrió hacia él, sonriendo y lo tomó de brazos de Jens por primera vez.
– ¡Hola, querido!
Lo besó en la mejilla y giró una vez, dedicándole toda su atención, bajo la mirada de las dos mujeres, Grossmutter desde su mecedora y Hulduh desde la máquina de lavar de madera, donde manipulaba el agitador con una larga manivela, también de madera.
Hulduh dijo:
– La echó de menos desde la última vez que estuvo. Decía mamá todos los días.
– ¿Dijiste mamá?
– Mamá -repitió el pequeño.
– Te traje algo maravilloso. ¡Mira! -Se sentó en la mesa de la cocina con Danny sobre la falda y comenzó a desenvolver el paquete. El niño se lanzó hacia e! papel blanco atado con un cordel, lo tocó un par de veces con las manecitas regordetas y parloteé palabras sin sentido-. Espera, déjame abrirlo, así verás lo que hay.
Forcejaba con el cordel y con e! niño inquieto, hasta que Jens fue en su auxilio, diciendo:
– Yo lo tendré mientras tú haces eso.
Cuando quitó a Danny de su regazo, Lorna miró hacia arriba y sus ojos se toparon con los de Jens. El impacto la atravesó como una flecha. En esa milésima de segundo, vio el rostro recién afeitado, el aroma a cedro, la camisa planchada, los ojos tan azules, la boca bella y el hecho de que estaban compartiendo a su hijo por primera vez. En otro plano del subconsciente, escuchó el traquetear de la lavadora en alguna parte de la cocina.
Jens le dijo con suavidad:
– Ábrelo -y a su hijo-: Mira, tu mamá te trajo algo para ti.
La voz que le decía mamá por primera vez, pareció entorpecerle las manos. Enrojeció. Por fin rompió el cordel y sacó un pequeño oso blanco de paño con ojos formados por botones negros, piel velluda y una nariz de cuero verdadero.
Danny lo arrebaté con ansiedad, mientras Jens lo depositaba otra vez en la falda de Lorna. El niño examinando el juguete, balbuceé:
– Ba-ba.
Miró a su madre en busca de afirmación y se lo apropié, mientras el padre y la madre seguían mirándose.
– Lo compré con tu dinero. Espero que no te moleste.
– No, no me molesta.
– Nunca le había comprado nada.
– Yo tampoco.
Lorna quería mirarle los ojos, pero le daba miedo. Sus sentimientos emergían con demasiada velocidad a la superficie y daban un suave rubor a las mejillas. Se concentraron en el niño, mientras la señora Schmitt dejó de agitar para retorcer y retorcer para escurrir, hasta que Lorna tuvo la sensatez de proponer:
– ¡Oh, señora Schmitt, déjeme que la ayude!
– Oh, no, usted juegue con el niño. Tiene pocas oportunidades.
– ¡Vamos, no sea tonta! Si está lavando los pañales de él. Es lo menos que puedo hacer.
Le dio el niño a Jens, se quitó el sombrero, se arremangó y ayudé a la señora Schmitt a sacudir la tanda de pañales en una bañera galvanizada, luego los pasó por el rodillo mientras la mujer mayor manejaba una manivela. Cuando terminaron con esa tanda de pañales que parecían víboras en el cesto ovalado para ropa, Lorna preguntó:
– ¿Puedo colgarlos?
– Me parece que no es lo más conveniente, con ese vestido tan lindo. Mire, se mojó toda.
Lorna se sacudió las faldas.
– Oh, no me importa… realmente, no me importa. Y me encantaría colgar pañales.
– Bueno, si en verdad quiere hacerlo, está bien. Los broches están en una bolsa, en el extremo de la cuerda,
Con la canasta de ropa contra la cadera izquierda, Lorna huyó de la presencia estremecedora de Jens y salió por la puerta del fondo al tibio sol de primavera de un día despejado. Allí pudo respirar más hondo y recobrar el sentido común. Este era un encuentro fortuito, no una cita. Ella, Jens y Danny eran individuos sueltos, no una familia. Era una estupidez fingir otra cosa.
El patio se extendía hacia el Oeste, donde se veía un pequeño cobertizo rojo y un reservado que lo separaba de unas pasturas que estaban más allá. Más lejos, al oeste, una sección de bosque espeso formaba una línea de verde más profundo. Summer, el perro, dormitaba junto a los cimientos de piedra del cobertizo, sobre un lecho arenoso que se había procurado, escarbando entre unos iris recién brotados. Entre la casa y el cobertizo, se había formado un sendero de tierra sobre las hierbas. A la derecha, un retazo de jardín ya estaba cultivado, y emanaba un leve olor a estiércol. Al lado, había un barril de madera lleno con patatas para semilla. Contra el barril se apoyaban un azadón y un rastrillo. A la izquierda del sendero estaba la cuerda de tender la ropa, en mitad del patio, colocado entre dos inmensos arriates de arbustos de lilas en flor.
Lorna apoyó la canasta y levantó un pañal aplastado y rígido del escurridor. Jamás en su vida había colgado ropa de una cuerda. En su ambiente, eso lo hacían los criados. Pero había visto a las doncellas colgar las toallas y las imitó: encontró dos puntas y sacudió el primer pañal, lo colgó… después otro…, y descubrió que disfrutaba mucho del viento que le agitaba el pelo, la gasa húmeda que se hinchaba como una vela, alzándose contra su rostro, llevándole olor a jabón y a lejía. La situación tenía un aire de paz: el perro dormido al sol, el perfume de las lilas en el aire, unas cotorras que volaban entre los arbustos para explorar, y Lorna… manipulando los pañales de su hijo.
Estaba colgando el tercero cuando Jens salió por la puerta trasera y avanzó por el sendero. Al verlo, Lorna se inclinó sobre el cesto de mimbre para tomar otro pañal. Cuando se enderezó, Jens estaba bajo el poste en forma de T y se apoyaba en él sin hacer fuerza.
Lorna sacudió el pañal y lo colgó.
Por fin, el hombre dijo:
– Así que has venido todas las semanas.
– Como te habrá informado la señora Schmitt.
– Yo suelo venir los martes, pero este martes tuve que ir a Duluth. -No obtuvo respuesta. Un tipo de allí nos ha encargado un barco.
Lorna siguió sin responder.
Colgó otro pañal, mientras Jens intentaba fingir que no la observaba. Por último, desistió y clavó la mirada en su perfil cuando ella alzó la cara y los brazos encima de la cabeza para colocar las pinzas de la ropa. Los pechos, más plenos ahora después del nacimiento del pequeño, se delineaban con claridad contra el fondo verde del campo. El perfil de los labios y la boca se había vuelto más hermoso aún, si era posible, en los dos años que hacía desde que se conocían. Ya el rostro era el de una mujer madura, no el de una niña. El viento le había soltado un mechón de pelo que flotaba suavemente por su barbilla. Un pañal se le pegó al hombro y lo apartó con aire distraído, mientras tomaba otro. Jens pensó en el niño que estaba en la casa, que los dos habían concebido.
– Es lo más lindo que he visto -dijo, con sinceridad, sintiendo que se ablandaba al estar los tres juntos por primera vez.
– Será igual a ti.
– Eso sería bueno, ¿no?
– Es probable que sea tan cabeza dura como tú.
– Sí, bueno, soy noruego.
Miró, ceñudo, hacia los bosques lejanos, durante un largo rato. Por último, dejó caer las manos, las sacudió entre sí, como buscando qué decir. Pasó medio minuto sin que se le ocurriese nada. Removió los pies y musitó:
– Maldito sea, Lorna.
La muchacha le lanzó una mirada:
– ¿Maldito sea, Lorna, qué? -El restallar de un pañal pareció subrayar sus palabras, y su mentón adoptó una pose beligerante-. Supongo que estás molesto porque usé tu dinero.
– ¡No, no se trata de eso!
– ¿Entonces, qué?
– No sé qué. -Tras un silencio agitado, dijo-: ¿Tu familia sabe que vienes aquí a verlo?
– No. Creen que trabajo en una biblioteca.
– ¿Ves? Todavía no admites nada ante ellos. Aún vives bajo su opinión.
– ¡Bueno, qué esperabas que hiciera!
– Nada -respondió, y comenzó a andar hacia la casa-. Nada.
Lorna apartó el cesto de un puntapié y fue tras él:
– ¡Maldito seas, Jens Harken! -Le golpeó la espalda con el puño-. ¡No me des la espalda!
Sorprendido, se dio la vuelta. Ahí estaba ella, con los brazos en jarras, una pinza para la ropa en una mano, y las lágrimas cayéndole de los bellos ojos castaños. Nunca la vio tan hermosa.
– ¡Pídemelo! -le ordenó-. ¡Maldito seas, noruego obstinado, pídemelo!
Pero Jens no lo iba a hacer hasta que comprendiera que nunca le había antepuesto a sus padres. Lorna podía amarlo mientras nadie lo supiera, pero para él ya era bastante.
– No, hasta que te enfrentes a ellos.
– ¡No puedo permitírmelo! ¡Ni el dinero que dejas es suficiente para que vivamos Danny y yo!
– Entonces, haz las paces con ellos.
– ¡Jamás!
– En ese caso, estamos en punto muerto.
– ¡Tú me amas! ¡No digas que no!
– Eso nunca estuvo en discusión. La cuestión es si tú me amas a mí.
– ¡Que si yo te amo! Jens Harken, yo fui la que te persiguió. ¿Acaso lo vas a negar en mi propia cara? Yo entré en la cocina. ¡ Yo fui al cobertizo! ¡Yo fui a tu cuarto!
– Hasta que quedaste embarazada, y trataste de ocultarlo y de ocultarme a mí de todos los que conocías. Todavía tratas de hacerlo. ¿Cómo crees que me hace sentir esa actitud?
– ¿Cómo crees que me hace sentir tener que escabullirme al campo para ver a mi propio hijo, porque no tengo marido?
– ¿Todavía no comprendes qué es lo que tienes que hacer?
– ¿Además de estar aquí haciendo el papel de tonta? ¡No… no lo sé!
Sin poder evitarlo, Jens rió. La situación era lamentable, pero ella estaba espléndida ahí de pie, sobre el sendero de tierra, con el cabello flotando y el espíritu en rebelión. ¡Dulce Jesús, cuán fácil sería dar tres pasos, tomarla por la cintura, apretarla contra sí, que era el lugar al que pertenecía, y besarla hasta que se desmayan y decirle: "Tomemos a Danny y vayámonos"!
– ¿Y después, qué? ¿Vivir en ¡a mentira, tal vez decirle a la gente que el chico era adoptado… cualquier cosa que salvan el pudor de Lorna?
– Haría pública la situación sólo con la verdad, y de ninguna otra manera.
Y se quedó allí, riendo entre dientes al verla tan hechicera, por desearla tanto, y por haberla oído admitir que lo amaba y que se sentía como una tonta por eso.
– ¿De qué te ríes?
– De ti.
– ¡Basta!
– Tú lo dijiste, no yo. Si te sientes como una tonta, será por algo.
Sin aviso previo, le arrojó una pinza de la ropa. Le pegó en la frente y cayó al césped.
– ¡Ay! -gritó, retrocediendo y mirándola, ceñudo-. ¿Y eso por qué ha sido?
Se frotó la frente.
– No me casaría contigo ni aunque mis padres me lo pidieran!
Jens dio un paso atrás y dejó caer la mano.
– Y como sabemos que eso nunca sucederá, estamos otra vez como cuando comenzó esta discusión. -Se dio la vuelta y se encaminó hacia la casa. Diez pasos después se detuvo, como cambiando de opinión-: Te sugiero que, desde ahora, te atengas a los jueves.
Le arrojó otra pinza. Le pasó sobre el hombro y aterrizó en el suelo, detrás de Jens. Tras el endeble esfuerzo de Lorna por herirlo, permanecieron unos instantes terribles, mirándose desafiantes.
– Crece, Lorna -le dijo con calma, luego se dio la vuelta y la dejó sola en el fondo soleado.
Cuando la puerta de la cocina se cerró tras él, pareció que las lágrimas empezaban a soltarse. Se las limpió con la manga y regresó a la cuerda a colgar el último pañal. Lo sacó del canasto, le dio una sacudida y estaba alzando las manos hacia la cuerda cuando brotó el torrente. Tenía la fuerza de un arroyo de primavera desbordado, las lágrimas y los sollozos le sacudían todo el cuerpo hasta que se quedó tan floja como la gasa que tenía en la mano. Lo dejó fluir, que la autocompasión y la pena se derramasen y el verde y el dorado día primaveral se las tragaran. Se dejó caer de rodillas y se dobló por delante, apretando el pañal mojado y fresco en los puños, mientras se mecía, inconsciente.
Y lloró…, lloró…, y lloró.
Y espantó a las cotorras.