Capítulo Once

La noche siguiente, la señora Roundtree llamó a la puerta de la habitación de Sarah.

– Tiene una visita, Sarah.

– Gracias. Bajo enseguida.

Cerró el frasco de tinta, se miró al espejo, se arregló un poco el pelo y bajó.

– Robert -exclamó con una sonrisa alegre-. Imaginaba que serías tú.

– Pensé que podríamos dar un paseo para hablar en privado. -Había tres hombres en la sala.

– Por supuesto. Subiré a por mi abrigo. Estoy contigo en un minuto.

Era una noche de noviembre fresca y despejada. La luna estaba suspendida en el cielo como una sonrisa ladeada y su luz daba a los objetos un contorno plateado. Las sombras de las paredes del cañón eran tan negras como la tinta de impresión. Bajaron por el sendero cogidos del brazo y siguieron por la ribera del arroyo Deadwood hasta el lugar donde se unía al arroyo Whitetail para luego subir la cuesta hacia Lead.

– ¿Has visto a Addie? -preguntó Sarah.

– Sí.

– Y por lo visto no has conseguido mucho más que yo.

– No.

– Qué lugar tan deprimente, ¿verdad?

– ¿Cómo puede vivir ahí? ¿Y hacer lo que hace?

– No lo sé. ¿Has estado en su cuarto?

– No. Con el vestíbulo tuve suficiente.

– Lo llaman recibidor.

– Recibidor… ja.

– Se me pone la piel de gallina cada vez que entro allí.

– Había una lista en la pared.

– Sí, ya la he visto.

No volvieron a abordar el tema. Siguieron caminando entre las sombras.

– ¿Lamentas haber venido? -preguntó Sarah.

– Sí y no. Verla con mis propios ojos… tal como la describiste… me ha causado mucha impresión. Pero si tú y yo aunamos esfuerzos, quizá logremos convencerla de que abandone esa vida. Además, también he venido por otra razón.

– Para hacerte rico.

– Sí.

– Siempre dijiste que llegarías a serlo.

– Supongo que aún recuerdas cuál era la situación de mi familia durante mi infancia… tantas bocas que alimentar que mi madre no podía ni pelar las habas. Las cáscaras eran un manjar en aquella situación. Hace mucho decidí que mis hijos jamás pasarían por eso, y que yo no tendría que pensar de dónde habría de salir la próxima ración de comida o de leña. Quiero ser rico para no tener que pasar por lo mismo que pasaron mis padres. ¿Te parece muy ambicioso por mi parte, Sarah?

– En absoluto. Y estoy segura de que lo lograrás.

– No soy tonto y nunca me faltaron ideas. Cuando me hablaste de la necesidad de bocartes, comprendí que era la oportunidad de mi vida. Si podía conseguir apoyo financiero para construir uno, vería mi sueño hecho realidad, y así será. Las personas que dan respaldo financiero al proyecto han depositado mucha confianza en mí, y no pienso defraudar esa confianza.

– ¿Y después qué, Robert?

– ¿A qué te refieres?

– ¿Si consiguieras que Addie abandonara Rose's, te casarías con ella?

– No lo sé. Mientras venía hacia aquí, pensaba en eso. Me imaginaba sacándola de ese burdel y convirtiéndola en la joven dulce que fue. Supongo que me creía un noble caballero. Pero después de verla, no estoy tan seguro.

– Hará falta un hombre muy especial para que ella olvide su pasado.

– Para serte sincero, Sarah, no sé si seré capaz.

«Si no lo eres, yo estaré aquí esperando. Tal vez algún día te des cuenta», pensó ella.

– Pero, ya basta de hablar de mí -dijo Robert cambiando de expresión-. ¿Qué me dices de tí? Cuéntame todo lo que ha sucedido desde tu llegada.

– Bueno, no me he hecho rica, ni tampoco lo deseo, pero soy feliz manejando la imprenta de papá. Comencé imprimiendo una sola página y en la actualidad ya estamos en cuatro. El periódico cubre gastos y, por supuesto, imprimo de todo, desde los programas de los teatros hasta anuncios de «busca y captura», que también producen buenos dividendos. He logrado que muchos comerciantes se anuncien en el Chronicle, y Patrick y Josh son una ayuda inestimable. No sé qué haría sin ellos.

– ¿Y tu vida social? Considerando las pocas mujeres que hay en el pueblo, imagino que los hombres deben de estar muy pendientes de tí.

– Bueno… sí. He tenido ofertas para tocar un órgano de trece notas y para mirar el Taj Mahal a través de un visor estereoscópico.

Se rieron y ella continuó su narración:

– Me han invitado a una cena en cuyo menú se incluía un plato de carne vacuna, que es difícil de obtener por estos parajes, y un hombre cuatro años más joven que yo me regaló una sombrilla a rayas verdes y blancas a mediados de noviembre y me hizo una propuesta de matrimonio… más o menos.

– ¿Más o menos?

– Tendrías que conocer a Arden para entenderlo. Pero eso no es todo. También fui arrestada por provocar un alboroto en la calle; encerrada en condiciones inhumanas por ser la causante de que un hombre resultara herido de bala por un disparo del marshal, y por último, fui juzgada por un comerciante local. Desde luego, no he tenido tiempo para aburrirme.

– ¿Es verdad todo eso, Sarah? -Robert la miraba boquiabierto. Habían vuelto al pueblo y se habían detenido frente a la puerta de la oficina del periódico.

– Cada palabra.

– ¿Y no vas a contármelo todo con pelos y señales? -Tenía los ojos agrandados por el estupor y la curiosidad.

– Por supuesto, pero llevará un rato. ¿No quieres pasar? Dentro se está más calentito.

En la oficina, Sarah encendió una lámpara de pared y echó leña sobre las brasas ardientes. Robert se sentó en el taburete alto de Patrick y ella en su silla giratoria. Hablaron durante dos horas.


El marshal Campbell vió luz en las ventanas de la oficina del Chronicle, de modo que cruzó la calle. La conversación de la noche anterior con Sarah había sido la más agradable de todas las mantenidas hasta aquel momento. Aquella mañana, durante el desayuno, ella se había mostrado amable y, durante la cena, hasta simpática. Entraría en la oficina y la saludaría, le haría saber que estaba haciendo sus rondas, y quizá charlarían unos minutos, lo cual era siempre interesante, pues Sarah estaba siempre al corriente de todo lo que ocurría en Deadwood. Sobre todo opinaba y, aunque a menudo discrepaban, Noah apreciaba la reflexión que ella ponía en sus ideas.

Llegó a la ventana, miró hacia el interior y retrocedió para sumergirse en la parte oscura de la calle.

Sarah estaba allí, pero también Baysinger, sentado con comodidad en un taburete alto, mientras ella, en su silla y con un pie sobre un cajón abierto del escritorio, se mecía de derecha a izquierda. Sus abrigos colgaban del perchero de madera curvada, como si estuvieran allí desde hacía rato. No había evidencia alguna de trabajo interrumpido. La tapa del escritorio de Sarah estaba enrollada y la pluma y el tintero guardados en algún lugar.

Noah permaneció en silencio, oculto entre las sombras y, por primera vez en su vida, sintió que los celos hacían mella en él.

¿Celos? ¿Y eso?

Baysinger dijo algo al tiempo que señalaba las paredes enyesadas, y ella rió. Él rió también; luego Sarah se incorporó, fue al fondo de la habitación y abrió la puertecita de la estufa. Él la siguió y echó leña en su interior. De espaldas a la ventana, Sarah se cruzó de brazos. Baysinger deslizó los dedos de ambas manos hasta la parte de atrás de la cintura de sus pantalones. Permanecieron así, de pie, juntos frente a la estufa, presumiblemente hablando.

Campbell los observó hasta que se cansó de esperar a que se movieran; finalmente lo hizo él, alejándose sin entrar en la oficina del Chronicle.


Robert y Sarah hicieron un pacto. Todos los días, sin excepción, visitarían a Addie. Harían caso omiso de sus objeciones, y olvidarían lo repugnante que era aquel lugar, para acosarla a base de invitaciones. A cenar. A pasear. A la oficina del periódico. A pasear en coche. Le llevarían pequeños regalos. Lograrían -lo juraron solemnemente- quebrar su resistencia con amor.


Entretanto, en el pueblo de Deadwood corría la noticia de la próxima construcción del primer bocarte. El nombre de Robert Baysinger se pronunciaba casi con reverencia, incluso antes de que Sarah publicara un artículo en el Deadwood Chronicle anunciando el propósito de su llegada. Robert había traído los mazos consigo -cuarenta- desde Denver. La construcción se inició de inmediato en una ladera empinada junto al arroyo Bear Butte. Se levantó una sólida estructura de madera para soportar los grandes patines de acero accionados por una máquina de vapor. Los patines subían y bajaban sobre una lámina de cobre revestida de mercurio a la que se adherían las partículas de oro más pequeñas, mientras las más grandes rodaban por la falda y se recuperaban abajo. El bocarte se contrataría por horas, percibiendo sus propietarios el diez por ciento del total del oro triturado.

Robert no tuvo dificultades para conseguir hombres que construyeran y trabajaran en su bocarte; no todos en los cañones habían «hecho fortuna». El oro había quedado fuera del alcance de muchos, otros habían perdido sus minas en las mesas de juego y algunos yacimientos se habían agotado.

El hecho de ser el artífice de un servicio necesario para la gente de la zona, además de proporcionar trabajo estable a más de una veintena de hombres, convirtió a Robert en un hombre importante y querido.

Se instaló en el Hotel Grand Central, volviendo diariamente a él, sin excepción, a las cuatro de la tarde para lavarse y afeitarse, echarse algo de agua de laurel por la cara, ponerse una camisa blanca, su traje a rayas grises y marrones, su pesado abrigo con capa y el sombrero bombín recién cepillado. Como toque final, cuando salía del hotel en dirección a Rose's todos los días, llevaba un bastón con puño de marfil y siempre se aseguraba de llegar al local bastante antes que los clientes nocturnos.

«Buenas tardes», decía cortésmente a Flossie cuando ésta le abría la puerta. «¿Podría ver a la señorita Merritt, por favor?»

Addie bajaba, a menudo semidesnuda. Robert hacía caso omiso de su carne expuesta y, clavando la mirada en sus ojos fríos, preguntaba: «¿Puedo invitarte a un pedazo de tarta, Addie?» o «¿Tienes alguna noche libre para que podamos ir al teatro, Addie?» o «¿Te gustaría acompañarme a visitar el bocarte?»

Addie respondía: «Sólo si pagas la tarifa de una cita en el exterior».

Entonces él contestaba con amabilidad: «No, así no. Tal vez otro día tengas ganas de salir». Siempre le traía algo… una pluma de gallo azul brillante que había encontrado junto al bocarte, un nido de pájaro abandonado que había cogido de algún pino, una roca excepcionalmente bonita veteada con rayas rosas, un dibujo gracioso de alguna publicación antigua, un manojo de ramas de arbustos aromáticos secos que había encontrado en las colinas, y que podía quemarse para perfumar el ambiente.

Nunca le llevaba nada de valor material, sólo cosas que él consideraba «regalos del corazón». Addie jamás los rechazaba, pero tampoco los agradecía.


Sarah también iba diariamente a Rose's, a mediodía, cuando Addie estaba en su cuarto y disponía de tiempo para sí misma. Le hablaba del proyecto de Robert… «La construcción del bocarte avanza rápidamente», o sobre temas ajenos a ella… «Todos en el pueblo hablan de la llegada del telégrafo». También le hacía regalos: un bollo fresco de la panadería de Emma, el último ejemplar de su periódico, un pájaro origami que Patrick había hecho con un hoja de papel de imprimir, la galletita rellena con pasas de la cena de la noche anterior. Nunca dejaba de sonreír pese a la seriedad obstinada de Addie y, al final de la visita, le recordaba a su hermana: «Tengo trabajo para tí cuando te decidas; ah, y una habitación en casa de la señora Roundtree que podemos compartir».

Si para llegar al corazón de Addie había que demostrarle que ella les importaba, Sarah y Robert estaban decididos a triunfar en su empeño.


El uno de diciembre de 1876, la línea del telégrafo llegó a Deadwood desde Fort Laramie, donde se conectaba con Western Union. El pueblo enloqueció de alegría. Era un día de invierno despejado y templado y todos salieron a la calle para presenciar la instalación del último poste a media tarde. Cuando la conexión estuvo hecha, el hombre del poste alzó un brazo y se elevó un vítor ensordecedor. Sarah estaba con Patrick, Josh, Byron y Emma. Los sombreros volaron por los aires. El griterío era impresionante. Byron levantó a Emma y la hizo girar. Alguien hizo lo mismo con Sarah y ella lo abrazó con fuerza y le gritó al oído: «¿No es maravilloso?» El hombre la dejó en el suelo y la besó en la boca -un minero cuyo nombre desconocía- luego rieron y gritaron de alegría y dieron hurras con el resto del pueblo.

– ¡Vamos, Patrick, hemos de ir a la oficina del telégrafo! -exclamó ella elevando su voz por encima del griterío.

Se abrieron paso entre el gentío hasta la diminuta oficina donde el primer operador de telégrafo del pueblo, James Halley, se encontraba sentado en su magnífico escritorio recién estrenado con el dedo en la tecla de bronce del telégrafo. Había demasiadas personas en el interior como para que cupieran dos más, de modo que Sarah golpeó en la ventana y un hombre llamado Quinn Fortney la abrió para que, al menos ella, pudiera oír el mensaje que el alcalde de Deadwood estaba enviando al alcalde de Cheyenne.

– ¡Shhh! ¡Shhh! -La multitud calló y los que estaban cerca escucharon el primer tap-t-t-tap de respuesta que transmitía un mensaje de felicitación. Cuando acabó la transmisión, James Halley salió a la acera de la oficina del telégrafo y lo leyó en voz alta.

– Felicitaciones, Deadwood. Punto. Ahora un cable de cobre conecta los riquísimos yacimientos de oro de las Montañas Negras con el resto del mundo. Punto. Esperamos que lleve el progreso y la prosperidad. Punto. Felicitaciones. Punto. R. L. Bresnahem. Punto. Alcalde de Cheyenne. Punto.

Se produjo otro estallido de júbilo. Los hombres se abrazaron entre ellos. Patrick abrazó a Sarah. En algún lugar, alguien tocaba un banjo. Unos hombres bailaban la giga. Patrick besó a Sarah, que estaba demasiado entusiasmada como para pensar siquiera en negarse.

– ¡Piensa, Patrick! -gritó eufórica-. ¡Recibiremos noticias de todo el país el mismo día que sucedan!

– Y publicaremos seis páginas, luego ocho y no tendré suficientes dedos para seguirte el ritmo.

Sarah se rió feliz.

– No, no por el momento. Ahora déjame. He de recoger la opinión de la gente sobre este acontecimiento.

Se movió entre la muchedumbre formulando la pregunta: «¿Qué significa para usted la llegada del telégrafo?».

Dutch Van Aark dijo que significaba la posibilidad de hacer un pedido un día y recibirlo con la diligencia tres días después.

Dan Turley respondió que podía significar la salvación de vidas, como en el caso del brote de viruela que acababan de padecer, ya que la enfermedad podría haber sido identificada con mayor rapidez y las vacunas pedidas recibidas en el plazo de un día en vez de tres.

Para Shorty Reese significaba que los mineros podrían vender su oro en polvo al precio oficial en cada momento.

Teddy Ruckner dijo que significaba que podría hacer saber a sus parientes de Ohio que estaba bien sin necesidad de escribirles.

¡Benjamín Winters contestó que significaba que iba a dar la fiesta más grande jamás vista en Deadwood en el Hotel Grand Central, y que comenzaría ya! Terminó con un puño alzado provocando un rugido de aprobación. Tomó la delantera hacia su establecimiento con un grupo de hombres siguiéndole.

– ¡Eh, todos, fiesta en el Grand Central! ¡Traed al hombre que toca el banjo!

En medio del tumulto, Sarah encontró a Noah Campbell detrás suyo.

– ¿No es maravilloso, marshal? -Su sonrisa era tan ancha como la hoja de una hoz.

– Eso espero. Habrá que ver si la multitud no se desmadra antes de que acabe la fiesta.

– Se sienten felices, eso es todo. Éste es el día más importante en la historia de Deadwood. Dígame, marshal, para el Deadwood Chronicle, ¿qué significa para usted la llegada del telégrafo?

– Significa que podré enterarme de los asaltos a las diligencias cuando las huellas estén todavía frescas. Quizá me gane un par de recompensas, ¿eh? -Sonrió con picardía, algo que ella nunca le había visto hacer antes-. Pero, ahora mismo significa que me voy a ir al Hotel Grand Central para unirme a la fiesta, se desmadre o no. ¿Y usted? ¿Sabe divertirse, o sólo trabajar?

– Por supuesto que sé divertirme. Es más, lo hago bastante bien.

– Entonces vamos.

– Me encantaría, pero primero debo encontrar a Patrick y a Josh y avisarles de que cerraré la oficina durante el resto del día.

– ¿Y después irá al hotel?

– Sí.

– ¿Sin la libreta y la pluma?

– Bueno, eso no puedo prometérselo.

– No podrá bailar con el frasco de tinta abierto.

– ¿Por qué cree que sé bailar?

– Siendo una mujer y con un banjo sonando en el pueblo, más vale que sepa.

– Ya veremos. -Dicho esto, se volvió y lo dejó en medio de la calle, mientras la multitud rugiente y alborotada se aproximaba con la música de banjo.

Patrick y Josh no aparecían por ninguna parte, de modo que Sarah colgó un cartel en la puerta de la oficina que decía, cerrado el resto del día, y cerró con llave. La calle seguía abarrotada de gente alegre y excitada, dispuesta a aguantar hasta la madrugada.

Guiada por un impulso irrefrenable, fue primero a la pensión de la señora Roundtree. Si ésa iba a ser su primera fiesta en Deadwood, no pensaba asistir con su falda castaño rojiza y la blusa de trabajo de todos los días. Aunque era casi la hora de cenar, la casa estaba vacía: incluso la señora Roundtree se encontraba en el pueblo participando del regocijo popular.

En su cuarto, Sarah se lavó, se puso agua de rosas en las axilas, se cepilló el pelo, lo recogió detrás de las orejas con un par de peinetas en forma de conchas y, con ayuda de unos rulos, se hizo seis bucles que le caían por la frente. Se colocó un ajustado corsé de algodón, dos enaguas blancas encima, se ató su polisón de crinolina por primera vez desde su llegada a Deadwood y se puso su mejor conjunto: una chaqueta verde polonesa y una falda a rayas rosas y verdes.

Frente al espejo, no sonrió tontamente ni se descorazonó, sólo examinó su aspecto con una rápida mirada y salió dispuesta a unirse a la diversión, dejando la pluma y la libreta en la habitación.


Robert llegó a Rose's algo más tarde de lo habitual. El pianista tocaba con desgana y Rose hacía un solitario sentada a una mesa, con un cigarro encendido colgando entre sus labios. Aunque a esa hora normalmente empezaban ya a llegar clientes, aquella noche no había ninguno.

Addie bajó cuando la llamaron y, para sorpresa de Robert, esta vez estaba completamente vestida, aunque el atuendo color cereza dejaba entrever gran parte de sus pechos.

Robert la esperaba al pie de las escaleras.

– ¿Addie, has…?

– Me llamo Eve.

– No para mí. ¿Has oído la noticia, Addie? El telégrafo ha llegado a Deadwood. Benjamín Winters ha organizado una fiesta en el Hotel Grand Central. ¿Vienes conmigo?

– Claro, pero ya sabes que una cita en el exterior te costará muy cara.

– Esto es una invitación social, no comercial.

– No acepto invitaciones sociales.

– Haz una excepción con un viejo amigo.

– ¿Estás loco?

– Para nada. ¿Vendrás conmigo al Grand Central?

– Tengo que trabajar.

– No, no tienes que hacerlo. No tenéis ningún cliente. Todos están en el Grand Central. Ahora sube, desmaquíllate, ponte un vestido decente y acompáñame.

Por un momento la expresión de Addie se hizo vulnerable. Su mirada se encontró con la de Robert. Él percibió que ella vacilaba e intuyó la primera fisura en su muro de indiferencia. Entonces Rose, que había estado observando la escena, dejó la baraja de cartas sobre la mesa, empujó la silla hacia atrás, se acercó a Robert con el cigarro humeante entre los dedos índice y medio de su mano derecha, y su mano izquierda en la cadera y dijo:

– No gaste saliva, señor. Eve ya le ha dicho que está trabajando. ¿Qué sería de mí si permitiera que mis chicas salieran de aquí con tacaños como usted que esperan obtener sus atenciones gratis? Esto es un negocio, Baysinger. Pague o largúese.

Robert clavó su mirada en la mujer. Comprendió que aunque las chicas no estaban encerradas físicamente en aquel lugar, Rose las retenía con más fuerza que cualquier candado de acero. Las alimentaba con una dieta diaria de autorreproches e intimidación disfrazada de tacto. «No salimos a la calle porque nadie quiere vernos allí.» Las mantenía confinadas para que no se enteraran de lo que se estaban perdiendo fuera.

Tras llegar a esa conclusión, Robert apartó los ojos de Rose como si fuera un insecto en su sopa.

– ¿Addie?

– Haz lo que te ha dicho.

– De acuerdo. Pero necesitas algo de tiempo para tí. Has de salir, Addie. No puedes pasarte toda la vida enclaustrada en este lugar. Piénsalo; volveré.

Le tendió una mano y Addie se la estrechó. Robert le pasó algo pequeño y suave.

– Tu pelo me gustaba mucho más cuando era del color del maíz. Adiós, Addie. Te veré pronto.

Cuando Robert abandonó el local, Addie se dirigió al piso de arriba. A solas en su habitación, abrió el pequeño cuadrado de papel de seda que Robert había depositado en su mano. En su interior encontró un mechón de su propio pelo que él le había cortado años atrás. Lo tocó… suave, dorado, ligeramente ondulado… y los recuerdos la sobrecogieron. Tenía… ¿cuántos?, ¿catorce años? ¿Quince? Él había llegado una noche de primavera a jugar al dominó y le había regalado un tulipán rojo que había robado del jardín de su madre. Addie le había dicho: «No tengo nada para darte a cambio». «Sí tienes», había respondido él. «¿Qué?» «Un rizo de tu pelo.»

Había cogido las tijeras y le había cortado un rizo, todo esto riendo y con cuidado de no hacer ruido; luego se habían besado y se habían olvidado por completo del dominó.

En su cuarto del segundo piso de Rose's, Addie se tocó la nuca y recordó la intensa admiración juvenil de Robert. Se miró al espejo y el vulgar y castigado cabello negro colgando tieso bajo sus orejas la devolvió a la realidad. Rose le había dicho: «Tíñetelo. Hay demasiadas rubias en el norte. Si quieres hacer dinero siendo rubia, vete al sur, donde la mayoría de las mujeres son morenas, pero si quieres ganar dinero en el norte, tíñete de negro».

Mirándose al espejo, Addie se preguntó cómo le quedaría el pelo con su color natural después de todos esos años.


El Grand Central estaba abarrotado cuando Sarah llegó. De la baranda del porche que daba a Main Street colgaban banderines, y el pasillo interior estaba adornado con ramas de pino. Los muebles del vestíbulo habían sido empujados contra las paredes y tres sacos de arena sostenían falsos postes de telégrafo conectados por cuerdas adornadas con guirnaldas de siempreviva. Un violín se había unido al banjo y el baile había comenzado, con cada mujer disponible forzada a participar. Emma estaba allí, al igual que sus hijas, la señora Roundtree, la mujer del carnicero, Clare Gladding, y Calamity Jane, vestida con piel de ante. Los hombres que no podían resistirse a la música ni encontrar a una compañera, bailaban entre ellos. Habían despejado el comedor de muebles y demás cosas que pudieran estorbar, para utilizarlo como pista de baile, y los dos músicos deambulaban entre la gente, llevando la música consigo. Una mesa larga contra una pared exhibía gran variedad de comida. Antes de que Sarah pudiera ver lo que había, Teddy Ruckner la cogió por la cintura sin preguntar y la hizo bailar un compás doble siguiendo los acordes de Turkey in the Straw.

– ¡Más despacio, Teddy! -exclamó riendo.

– Esta noche, no. ¡Esta noche será a toda velocidad!

– ¡No estoy acostumbrada!

– ¡Ya lo estarás! Estos hombres te harán bailar hasta gastar las suelas de tus zapatos.

Bailaron el compás doble, algo torpemente, pero de manera impetuosa. Girando en brazos de Teddy, Sarah vislumbró a Noah Campbell comiendo un sandwich y observándola. Las personas se cruzaban entre ellos y lo perdió de vista. El baile los hizo reír y los dejó sin aliento. Cuando terminó la canción, Sarah cayó en brazos de Graven Lee y después en los de Shorty Reese. Al acabar la tercera canción, descubrió que se había formado una cola de hombres esperando turno para bailar con ella.

– Caballeros, necesito descansar… por favor.

El grupo retrocedió con un murmullo de decepción, permitiéndole abrirse camino hasta la mesa de la comida. Al llegar allí, exclamó:

– ¡Santo Dios! No había visto tal variedad de manjares desde que dejé el este.

Rodajas de carne asada de animales salvajes con una buena provisión de panecillos, pescados enteros horneados con bayas de arándano en las cuencas de los ojos, conejo en salsa y pollo asado. Chirivías empanadas, pan blanco y pan negro, tortitas de arroz caliente, gran variedad de verduras hervidas y todos los acompañamientos imaginables, desde arenques a tomates y sandías. Había tortas de macarrones, melocotones al coñac, buñuelos de manzana y un pastel inglés con nueces.

Y en el centro de la mesa -presidida por el propio Ben Winters- había una palangana medio llena de un líquido color ámbar claro. Ben le estaba añadiendo azúcar moreno cuando Sarah se acercó a admirar las exquisiteces que llenaban la mesa.

– Señorita Merritt… sírvase. Hay comida de sobra, y esto de aquí es ponche dulce para las damas y para los caballeros.

– ¿Ponche dulce, señor Winters? -sonrió-. Si es ponche dulce, ¿dónde está la leche? -Sarah sabía perfectamente que aquel suave brebaje se preparaba con leche.

Winters hizo una mueca y removió el líquido con una cuchara de mango largo.

– Oh, bueno, llámelo entonces cordial de melocotón. O ponche de ron. Pero beba un poco. No todos los días nuestro pueblo recibe una línea de telégrafo. Siendo editora de un periódico, usted tiene más motivos que la mayoría de nosotros para celebrarlo.

– Si no le importa, señor Winters, empezaré por comer un poco. Todo tiene un aspecto excelente. -Mientras elegía raciones de comida de la mesa, vio que Winters añadía ron, coñac, nuez moscada y agua a la palangana. No obstante, aceptó una taza del ponche cuando Ben se la ofreció, y bebió un trago para refrescarse. Tenía un ligero sabor a melocotón y estaba bastante bueno.

Alzaba la taza para dar un segundo trago al ponche, cuando alguien la cogió por los codos desde atrás.

– ¡Sarah! ¡Al fin te encuentro!

Ella miró por encima de su hombro.

– ¿Arden, cómo te has enterado de la noticia?

– Gustafson ha venido a caballo al Spearfish esta mañana con la noticia de que la conexión con Western Union quedaría lista esta noche. ¡Supongo que nos hemos perdido el gran acontecimiento, pero por lo menos hemos llegado a la fiesta! ¡Bailemos, Sarah!

Le quitó el plato y la taza de ponche de las manos, los dejó sobre la mesa y la arrastró entre los bailarines con su habitual impaciencia.

– Arden, deberías acostumbrarte a pedir las cosas en lugar de, simplemente, anunciarlas -dijo sonriendo mientras él la hacía saltar con entusiasmo febril.

– ¿Estás aquí bailando, no?

– Arden Campbell, no estoy segura de que me guste tu actitud petulante.

– Te guste o no, ahora te tengo y pienso acapararte. -La estrechó contra su pecho y ejecutó dos giros galopantes que provocaron el choque del pómulo de Sarah contra su mandíbula. A un lado de la sala su hermano y su madre los contemplaban. ¡Oh, Dios, su madre estaba allí! Y aquel hombre de barba roja entre ellos era probablemente el padre, el único miembro de la familia que no conocía.

– Arden, no me aprietes tanto -Arden cedió a su deseo y la soltó un poco, sin que por ello, al acabar aquel baile, dejara de sentirse como si acabara de pasar por el bocarte de Robert.

– Ven, quiero presentarte a mi padre.

Una vez más, no tuvo alternativa. Arden tiró de ella con tanta brusquedad que los dientes le castañetearon, y la condujo hasta el trío formado por el resto de los Campbell.

– Papá, ésta es Sarah. Sarah, él es mi padre, Rirk Campbell.

Se estrecharon las manos mientras ella trataba de no mirarle las pecas y la barba roja. Nunca había visto un rostro tan grande y anaranjado ni una mano tan enorme.

– Hola, señor Campbell.

– Así que tú eres la joven de la que toda mi familia habla.

– Hola, señora Campbell -dijo Sarah. Noah permanecía de pie con los brazos cruzados sobre el pecho, inmóvil.

– Esto sí que es una fiesta, ¿eh? -comentó Carrie Campbell-. Le decía a Noah, menos mal que tienes esa cárcel, porque seguro que esta noche tendrás que meter allí dentro a unos cuantos borrachos.

Un tema delicado, la cárcel de Noah. Provocó un silencio.

– Su periódico parece muy bueno -intervino Kirk-. Imagino que el telégrafo le será muy útil.

– Sí señor, lo será.

Charlaron acerca del telégrafo, la comida y el crecimiento demográfico previsto para Deadwood en primavera. Noah se mantuvo en silencio y Arden se movió nervioso y acabó por decir repentinamente:

– Podéis hablar de eso después. Ahora tenemos que bailar. ¡Vamos, Sarah!

Nuevamente la forzó a hacer su voluntad, arrastrándola con desconsideración. Por encima del hombro de Arden, los ojos de Sarah se encontraron con los de Noah y pensó, «Por favor, rescáteme». Pero en aquel instante, alguien tocó el hombro del marshal y, según dedujo Sarah, le pidió que lo siguiera, pues Noah se perdió entre el gentío en el extremo lejano del vestíbulo. Cuando por fin terminó la canción, Sarah echó un rápido vistazo al salón y vio a Noah acercándose hacia ella, pero poco antes de que la alcanzara, apareció Robert.

– Señorita Merritt -dijo muy cortésmente-, ¿me concede el próximo baile?

– Por supuesto, Robert. Creo que no conoces a Arden Campbell. -Los dos hombres intercambiaron saludos y ella se alejó con Robert, bailando a un ritmo mucho más pausado. Arden los observó desilusionado. A Noah no se le veía por ninguna parte.

– Vaya, Robert, hacía días que no te veía.

– He estado muy ocupado con el bocarte.

– Y yo con el periódico.

– ¿Algún avance con Addie?

– Ninguno. ¿Y tú?

– Creo que esta noche he conseguido hacerla vacilar. -Después de aquel comentario esperanzador, la conversación se centró en Addie, el bocarte y, por supuesto, en el telégrafo. Bailaron tres canciones, se acercaron a la ponchera y ella tomó su segunda taza del «cordial de melocotón».

La fiesta se animó y Sarah con ella. Le daba la impresión de haber bailado, al menos, veinticinco piezas, con todos los presentes excepto con Noah Campbell. Cada vez que él se acercaba a ella, presumiblemente para invitarla a bailar, alguien se interponía entre los dos. En determinado momento, se oyó un disparo y el marshal fue requerido para arrestar al autor, de modo que estuvo fuera bastante tiempo, el necesario para meter en la cárcel al juerguista, tal como Carrie había predicho. Cuando estuvo de vuelta en el Grand Central, eran pasadas las doce y Sarah se disponía a coger su abrigo, en un perchero cercano a la puerta. Noah se detuvo tras ella.

– ¿Ya se va? -preguntó.

Ella se giró con una sonrisa temblorosa y las mejillas rosadas.

– Me parece que he bebido demasiado, marshal.

– No es usted la única. Será mejor que la acompañe a casa.

Sarah se inclinó y le susurró al oído:

– Gracias al cielo. No sabía cómo librarme de Arden.

Le costó encontrar la manga con el brazo, de modo que Noah la ayudó. Arden se aproximó, jadeando después de haber estado buscando su chaqueta por todas partes.

– Noah… yo acompañaré a Sarah a su casa.

– De eso ya me ocupo yo -le dijo por toda respuesta.

– ¡Eh, espera un momento!

– Mamá y papá estaban preguntando por tí. Creo que se vuelven para casa.

– Buenas noches, Arden -dijo Sarah. Noah la cogió del brazo y la llevó hacia fuera sin brusquedad.

– Pero Sarah…

– Buenas noches, Arden -repitió Noah, cerrando la puerta entre ellos.

– Creo que le debo una disculpa, marshal.

– ¿Y eso?

– Por beber demasiado. Este estado no es propio de una dama.

– Lo ha pasado bien, ¿no es así?

– Oh, sí. Excepto por su hermano. ¡Baila como una palomita de maíz saltando en una sartén!

Noah se rió. Ella se adelantó dos pasos, se giró y levantó un pie hacia atrás, mostrándoselo.

– ¡Mire! ¿Todavía me queda suela?

– Un poco.

– Bueno, pues es un milagro. No es fácil ser una de las veinte únicas mujeres en un pueblo como éste.

Caminaban el uno al lado del otro sin tocarse. Sarah mantenía bastante bien el equilibrio.

– Ha sido una buena compañera de baile. Los hombres estaban encantados.

– Pensé que íbamos a bailar usted y yo.

– Estaba demasiado ocupada.

– ¿No ha bailado con nadie?

– Yo también estuve ocupado.

– Apuesto a que no sabe bailar. Es eso, ¿no?

– Lo ha adivinado. Soy aún peor que Arden.

Sarah se rió y luego se apretó las palmas de las manos contra las mejillas.

– Tengo la cara ardiendo.

– Es por el ron.

– Ben Winters me dijo que era ponche dulce.

– Pero usted no le creyó, ¿no es cierto?

– No. Vi como le ponía licor. Pero decidí pasar un buen rato, como los demás.

– Es probable que mañana le duela la cabeza.

– Oh, no.

– Beber algo de café sienta bien en estos casos. Tal vez encontremos un poco en la cocina de la señora Roundtree.

Subían los largos peldaños en dirección a la casa. Desde el salón, que quedaba ya bastante atrás y abajo, aún llegaba el rumor de la celebración. Noah abrió la puerta y entraron en la sala a oscuras.

– Espere un momento -dijo. Sarah se quedó de pie en la oscuridad, desabrochándose el abrigo mientras él encontraba una cerilla y encendía una lámpara-. Vamos -le dijo con la lámpara en la mano y encaminándose hacia la cocina.

Dejó la lámpara sobre la mesa, entre algunos recipientes de madera, una olla que contenía un trozo de lacón y un salero. El fuego de la estufa se había apagado hacía rato y la habitación estaba fría. Noah cogió una cafetera y la agitó.

– Queda un poco -dijo. Entró en la despensa oscura y reapareció vertiendo el café frío en una tacita blanca.

Sarah se sentó a la mesa.

– ¿Usted no va a tomar?

– Yo no estoy borracho.

– Oh, claro -sonrió ella, aceptando la taza.

Noah dejó la cafetera sobre el fogón frío, apartó una silla de la mesa y se sentó a la derecha de Sarah, apoyando un codo sobre el borde de la mesa y poniendo su tobillo derecho sobre su rodilla izquierda. Llevaba puesta la chaqueta gruesa de piel de oveja y el sombrero que ella le había regalado.

– Su padre es el hombre más anaranjado que he visto jamás.

Noah soltó una risotada.

Sarah se llevó un dedo a los labios.

– ¡Shhh! Despertará a toda la casa.

– ¿Más anaranjado?

– ¿O se dice naranjado?

Habían comenzado a susurrar.

– Mi madre cuenta que cuando lo conoció le dijo que parecía una sartén dejada durante un día bajo la lluvia.

Sarah emitió una risita atenuada tras los dedos con que se tapaba la boca. Luego bebió un trago de café frío.

– Ajjj… esto es horrible.

– Bébalo. Le sentará bien.

Ella hizo una mueca y obedeció, después se estremeció y se limpió la boca con el dorso de la mano.

– Sobrevivirá -añadió Noah sonriendo.

La habitación quedó en silencio. Sus miradas se cruzaron. Sarah desvió la suya.

– Me gusta su pelo así… suelto.

Los ojos azules de la mujer se elevaron muy abiertos y algo sorprendidos. Cohibida, Sarah se pasó un mechón revoltoso por detrás de la oreja.

– Tengo un pelo espantoso.

– No, no es verdad.

– Addie sí que lo tiene bonito. Debería verlo cuando lo tiene rubio. Nunca he visto un pelo tan brillante y lustroso.

Noah la observó con detenimiento con un codo sobre la mesa y los dedos entrelazados sin tensión. Su silencio mostraba su desaprobación del hecho de que ella elogiara la belleza de su hermana en detrimento de la suya. Se hizo otra pausa y Sarah buscó con ansiedad algún tema de conversación.

– Tiene una familia muy agradable -dijo, ya no murmurando sino hablando en tono suave-. Le envidio.

– Gracias.

Otra vez el silencio. Ella lo rompió.

– El aire frío y el café me han sentado muy bien. Me siento mucho más despejada.

– ¿Puedo preguntarle algo, Sarah?

– ¿Sí?

– ¿Qué es usted para Baysinger?

– Una amiga.

– ¿Eso es todo?

– Sí. Ya se lo dije antes.

– Pasan mucho tiempo juntos.

– Sí. Charlamos a gusto y ambos estamos interesados en el bienestar de Addie. ¿Por qué lo pregunta?

– Porque estoy considerando hacer algo. -Se puso de pie, cogió la taza de café vacía y la dejó en la pila, junto al balde de agua. Cruzó los brazos y los tobillos y se apoyó contra la pared-. De hecho, llevo algún tiempo pensando en hacerlo, pero he creído que sería justo advertirte antes.

– ¿Hacer qué?

– Besarte.

Sarah se quedó boquiabierta y sus ojos olvidaron cómo parpadear. No se le ocurrió ninguna maldita cosa que decir.

– ¿Te parecería bien? -le preguntó Noah Campbell.

– Supongo que sí.

Caminó a través del suelo de madera, deteniéndose junto a ella. Apoyando una mano en el respaldo de la silla y la otra sobre la mesa, se inclinó hacia delante y ladeó la cabeza de modo que el ala de su Stetson no tocara la cabeza de Sarah. La besó una vez, seca y brevemente en los labios, tan seca y brevemente que ninguno de los dos se molestó en cerrar los ojos. Noah enderezó los codos y sus miradas chocaron.

– Pensé que debía preguntártelo primero -dijo-. Sabiendo lo que sentías por mí hace un tiempo…

– Sí. Está bien. Es… uh… -Sarah se aclaró la garganta. No era una mujer propensa a tartamudear-. ¿Cuánto hace que piensas en hacer… eso?

– Desde el día en que le llevaste el gato a Eve.

– Ah…

– Bueno… -Noah se incorporó del todo y se abrochó la chaqueta-. Es tarde.

– Sí. Tengo que acostarme.

– Y yo que volver al pueblo para asegurarme de que la noche termina pacíficamente.

Cogió la lámpara y esperó a que ella se pusiera de pie y lo precediera a través de la puerta de la cocina, por el comedor y hasta el pie de las escaleras.

– Buenas noches, Sarah -dijo en tono serio.

– Buenas noches, Noah.

– ¿Está encendida la lámpara del pasillo de arriba?

Ella subió al primer rellano y vio que la lámpara en la pared todavía ardía.

– Sí, lo está.

– Bueno, hasta mañana entonces.

Noah se marchó y Sarah subió a su cuarto y se sentó en el borde de la cama, algo aturdida. ¿Qué significaba que un hombre meditara tanto tiempo si besar a una mujer y que finalmente lo hiciera como poniéndose a prueba? ¿O poniéndola a prueba a ella?

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