Capitulo Veinte

Robert llevó champán que, por aquel entonces, dada la cantidad de bares existentes en el pueblo, así como su riqueza, abundaba. La carne de alce preparada por Addie salió bastante buena; estaba acompañada de patatas al horno y de un pan de maíz sorprendentemente ligero. El ambiente durante la cena fue festivo, incluso antes de que anunciaran el acontecimiento. Los cuatro habían pasado muchos buenos ratos juntos antes de la separación temporal de Addie y Robert, de modo que el hecho de volver a reunirse constituía en sí un motivo de celebración.

Cuando las mujeres quitaron los platos de la mesa, Robert volvió a llenar los vasos de champán, levantó el suyo cogiéndole la mano a Addie, sentada a su lado, y dijo:

– Addie y yo tenemos algo que deciros, aunque tal vez no os sorprenda demasiado. Queríamos que fuerais los primeros en saberlo… -Sus ojos se posaron brillantes de satisfacción en Addie y no se movieron.

– Vamos a casarnos -concluyó ella.

Sarah y Noah hablaron a la vez.

– ¡Oh, Addie… Robert… es maravilloso!

– ¡Ya era hora!

– ¡Me hacéis muy feliz!. -Sarah se puso de pie y dio la vuelta a la mesa para abrazarlos.

Noah hizo lo mismo.

– A mí también. Ayer fui un poco duro contigo, Robert. Supuse que, o perdía a un buen amigo, o conseguía que entraras en razón. Y, ¿cuándo será el gran día?

– ¿Cuándo será el gran día? -Le preguntó Robert a Addie-. No hemos tenido tiempo de hablar de eso. Lo hemos decidido hace sólo tres horas.

– Pronto -dijo Addie sonriendo-. Al menos eso espero.

– Yo también.

– Os casaréis en la iglesia, supongo -preguntó Sarah.

– Sí.

– ¿Matheson oficiará la ceremonia? -inquirió Noah.

– Es el pastor, ¿no? -contestó Robert.

– Bueno, propongo un brindis. -Noah levantó su vaso-. Por Addie y Robert. Si alguna vez dos seres nacieron el uno para el otro, ésos sois vosotros. Que el día de la boda sea soleado y la felicidad os acompañe siempre.

Tenían mucho de qué hablar… dos bodas, dos hogares, dos futuros que estarían inexorablemente unidos. Discutieron sobre fechas y celebraciones y tomaron una decisión con respecto a la casa en la que estaban cenando: lo más práctico sería que Robert y Addie se casaran una semana después que Noah y Sarah, ya que ese sería tiempo suficiente para que Sarah acabara con el traslado de sus cosas y así se pudieran instalar con toda comodidad.

Se rieron de la terquedad de Robert y del tiempo que había tardado en proponerle a Addie que se casara con él. Especularon sobre la reacción de Birtle Matheson cuando le pidieran que celebrara la ceremonia y llegaron, incluso, a hablar de Rose's -todos estaban de acuerdo en que era sano hacerlo- y la posibilidad de invitar a algunas de las chicas a la boda. ¿No brillaría la emoción en los ojos de aquellas muchachas? Y la perfidia en los de la señora Roundtree.

Hacía rato que habían acabado de cenar y los platos descansaban en la pila esperando ser lavados. Los cuatro continuaban sentados a la mesa, sosteniendo una conversación relajada y amena. Robert se inclinó hacia delante con la mandíbula apoyada en una mano, cómodo y distendido entre sus amigos. Hizo girar el vaso varias veces en su mano, observando la distorsión del mantel a través de él.

– Lo que dijiste antes es cierto, Noah. Addie y yo estamos hechos el uno para el otro. Hemos tenido que superar muchos obstáculos y situaciones difíciles para estar juntos: su huida de St. Louís, su trabajo en Rose's, lo que le hizo su padre… ¿qué mayores problemas pueden tener que afrontar dos personas? Pero lo hemos conseguido, al menos a mi entender; después de todo eso, el matrimonio será una prueba fácil de superar para nosotros.

Cuando Sarah habló, su voz denotaba ansiedad.

– ¿Lo que le hizo su padre?

Robert apartó su atención del vaso y levantó la cabeza. Addie le estaba haciendo gestos disimulados pidiéndole silen-ció, con una expresión espantada en el rostro. Robert se puso derecho en su silla con lentitud.

– ¿Qué le hizo su padre? -volvió a preguntar Sarah.

Robert miró a una hermana y luego a la otra.

– ¿No lo sabe?

El rostro de Addie estaba pálido.

– Olvidemos eso, Robert.

– ¿Saber qué? -Sarah paseó la mirada con rapidez de Addie a Robert.

– Nada -respondió Addie, recogiendo la taza y el plato sucios y poniéndose en pie de un salto.

– Siéntate, Addie -le ordenó Sarah en voz baja y aparentemente tranquila.

– Voy a lavar los platos.

– Siéntate, Addie.

Noah estaba inmóvil, preguntándose qué demonios significaba todo aquello.

Addie volvió a sentarse, dejó la taza y el plato donde estaban y los miró fijamente con la cabeza gacha.

– ¿Podrías explicarte?

– Es algo entre Robert y yo -dijo Addie-. No debiste mencionarlo…

– Pero lo ha hecho -la interrumpió Sarah-. Y ahora quiero saber de qué se trata. ¿Qué te hizo papá?

Los ojos de Addie brillaban. Descargó un puñetazo sobre la mesa que hizo saltar la taza y el plato.

– ¡Maldita sea, Robert! ¡No tenías derecho!

– Lo siento, Addie. Pensé que se lo habrías dicho hace tiempo. Diablos, si ella no lo sabe, ¿por boca de quién se enteró Noah?

– Me temo que no sé de qué estáis hablando -intervino Noah.

– Claro que sí. Aludiste a ello la noche que me dijiste que te ibas a casar con Sarah, ¿no te acuerdas?

– No, Robert, lo siento pero no lo recuerdo.

– ¿Se lo dijiste a Noah? -gritó Addie, horrorizada.

– No, no se lo dije. ¡Creí que lo sabía, que Sarah se lo había contado! Un día estuvimos hablando de vosotras, eso es todo.

– ¡Basta! -exclamó Sarah-. ¡Quiero saber qué te hizo papá para que se haya formado todo este jaleo!

Addie apretó las manos contra las rodillas y bajó la mirada de nuevo.

– Será mejor que no lo sepas -musitó.

– ¿Robert? -inquirió Sarah.

– No puedo decírtelo -respondió en un susurro-. Es Addie quién debe hacerlo.

– Muy bien. ¿Addie?

Addie seguía con la mirada fija en el mantel y con lágrimas en los ojos. Noah estaba sentado y con los brazos cruzados; era un observador inocente.

– ¡Que me lo diga alguien! -gritó Sarah, golpeando con un puño en la mesa.

Se hizo un silencio total.

Robert lo rompió con voz queda.

– Es culpa mía, Sarah. Lo siento mucho. Por favor, no insistas.

– No puedo, como tú tampoco podrías si fuera de tu padre de quien se estuviera hablando en ese tono dudoso. Y ahora dime, ¿qué hizo?

Robert estiró un brazo y apretó el hombro de Addie con su mano.

– Díselo, Addie. Díselo y acaba de una vez con esto.

Noah se disponía a ponerse de pie.

– Si me disculpáis, creo que esto es un asunto familiar.

Addie lo cogió de un brazo.

– No, quédate. Si vamos a ser parientes, será mejor que tú también oigas lo que voy a decir.

Noah observó los rostros alrededor de la mesa… el de Sarah, contraído mientras miraba a Addie; el de Robert, compungido y preocupado por su prometida; el de Addie, triste mientras le pedía que no se marchara. Se dejó caer de nuevo en la silla.

Addie apoyó los antebrazos en la mesa y rodeó con sus manos una taza vacía. Una lágrima dibujaba una línea plateada en su mejilla, pero ya no lloraba. Parecía exteriormente tranquila, resignada examinando la taza.

– Cuando mamá nos dejó, papá me forzó a ocupar su lugar… en la cama.

Robert le apoyó una mano en la muñeca y se la acarició con el pulgar.

Sarah, boquiabierta, contemplaba a su hermana.

– ¡No te creo! -pudo decir por fín en un susurro.

Addie la miró a los ojos por primera vez.

– Lo siento, Sarah. Es la verdad.

– ¡Pero… pero sólo tenías tres años!

– Así es -dijo Addie con tristeza-. Sólo tenía tres años. Y luego cuatro, y luego cinco y diez y once y doce. Y cuando cumplí dieciséis no pude soportarlo más, así que huí.-Pero nuestro padre era un hombre bueno, un hombre íntegro… y temeroso de Dios. No pudo hacer algo tan… horrible.

– Era un hombre bueno, íntegro y temeroso de Dios a tu lado, pero tenía dos caras, Sarah. Tú veías la que él quería que vieras.

Sarah movió la cabeza, los ojos extraordinariamente abiertos por la conmoción.

– No. Me habría dado cuenta, habría… tú se lo habrías…

– ¿Contado a alguien? Primero me hizo prometerle que no lo haría, y después me sentía demasiado avergonzada para hacerlo.

– Pero cómo pudo… -La boca de de Sarah seguía abierta. Su mirada parecía suplicar ayuda en silencio.

– Fingía consolarme porque yo añoraba mucho a mamá. Decía que era nuestro pequeño secreto y que no debía confesárselo a nadie. Te hizo creer que me trasladaba a otra habitación porque mojaba la cama, pero en realidad lo hizo para poder meterse en mi cama impunemente. ¿Por qué crees que siempre se negó a que la señora Smith viviera con nosotros? Ella lo habría…

– ¡No! -gritó Sarah, poniéndose en pie con brusquedad-. ¡No seguiré escuchándote! ¡Estás mintiendo! -Las lágrimas rodaban por su rostro. Sus ojos estaban muy abiertos; su tez, pálida-. ¡Papá nunca habría hecho una cosa así! Nos quería y cuidaba de nosotras. ¡Lo… lo estás difamando y él no está aquí para defenderse! -Atravesó la habitación llorando, llegó al pie de las escaleras y las empezó a subir corriendo, sin ni siquiera levantarse la falda.

– ¡Sarah! -Noah corrió tras ella, subiendo de dos en dos los escalones y sin reparar en el hecho de que la seguía al dormitorio. El llanto lo llevó a una habitación a mano izquierda. Sarah se había echado en la cama en la oscuridad.

– Sarah -murmuró, sentándose junto a ella.

– ¡Vete! -Encogida, lanzó un golpe a ciegas hacia atrás con el brazo-. ¡No me toques!

– Sarah, lo siento. -La cogió de un hombro para intentar darle la vuelta y así poder abrazarla.

– ¡Te he dicho que no me toques! ¡No vuelvas a tocarme en tu vida! -vociferó.

Noah retiró su mano mientras ella lloraba con tanta intensidad que hacía temblar la cama entera. Se quedó un rato indeciso, sufriendo por ella, deseando estrecharla y ayudarla en aquel momento de desolación.

– Sarah, por favor… déjame ayudarte.

– No quiero tu a… ayuda. No quiero na… nada. ¡Déjame en paz!

Noah se incorporó y examinó la oscura figura debatiéndose entre gemidos y sollozos. Fue hasta la ventana y espió la noche, sintiéndose acongojado, impotente y conmocionado. Su padre, santo Dios, su padre. El hombre a quien ella más había admirado, el hombre a quien citaba, imitaba y adulaba. Había sido más que un padre para ella, había sido su mentor y maestro en la vida también. Sarah no sólo había aprendido el oficio de él, sino que había adoptado además su estricto código de moralidad en el oficio… eso creía.

«Santo Cielo, qué abatida debe sentirse.»

Pensó en Addie, abajo. La pobrecita, hermosa y poco inteligente Addie, que había cargado con ese pasado y protegido a su hermana de él durante todos aquellos años. Había escapado de un padre que abusaba de ella para sumirse en una vida de degradación, y él, Noah, había sido partícipe de esa degradación. ¿Qué debía decirle a Addie cuando bajara?

¿Y a Robert, que, sin quererlo, había destapado aquel nido de gusanos? Robert era un hombre incapaz de hacer daño a nadie adrede.

Noah quería quedarse allí, en la oscuridad, hasta que la armonía se restableciera y el dolor que habitaba en aquel momento la casa se mitigara, pero, ¿qué clase de amigo escondía la cabeza en los momentos difíciles?

El llanto de Sarah era ahora desgarrador. Noah experimentaba una sensación extraña, temblorosa y resonante en su estómago.

Lo intentó de nuevo.

– Sarah -dijo, volviendo a la cama, sentándose junto a ella y acariciándole la espalda estremecida-. Sarah, lo que él fue para tí no cambiará nunca.

Ella se giró con violencia y gritó:

– ¡Era mi padre, no lo entiendes! ¡Era mi padre y era un mentiroso y un asqueroso hipócrita! ¡Un animal!

Noah no supo qué decir, así que permaneció sentado y trató de abrazarla.

– ¡Lárgate de aquí! -chilló ella-. ¡Dé… déjame… en… paaaaaaz!

La vehemencia de Sarah lo desconcertó y asustó. Se puso derecho, aún sentado, y se quedó vacilando junto a la cama mientras ella se sentaba en el borde con el cuerpo echado hacia delante, como colgando y agitado por profundos sollozos.

– De acuerdo, Sarah. Me voy. Pero volveré mañana para ver cómo estás. ¿Te parece bien?

La única respuesta fue el llanto persistente.

– Te quiero -musitó Noah.

Abandonó la habitación y ella se quedó tal como estaba, encorvada y llorando.

Abajo, Addie estaba acurrucada en los brazos de Robert, cerca de la pila, los platos olvidados junto a ellos. Un trapo de cocina colgaba del hombro de él mientras mantenían una conversación en voz baja. Cuando Noah entró en la cocina, se volvieron para observarlo cruzar la habitación, pero no se movieron, como temiendo separarse.

Noah se detuvo frente a ellos y un silencio confuso los sobrecogió.

– Está muy mal -comentó.

– Déjala llorar un rato, luego subiré a verla -dijo Addie.

– No quiere que la toque.

– Necesita estar un rato a solas.

Noah asintió con la cabeza.

– Lo siento mucho, Addie -dijo por con expresión abatida.

– Bueno, todos lo sentimos, pero no podemos hacer nada al respecto, excepto tratar de superarlo y ser felices.

– No sabía… quiero decir, cuando iba a verte a Rose's… -sus ojos se desviaron a Robert y volvieron a Addie-. Esto es embarazoso, pero tengo que decírtelo. Si lo hubiera sabido jamás hubiera ido. Pensaba que a vosotras… bueno… pensaba… que os…

A Addie le dio lástima y le tocó un brazo.

– Sí, es lo que todos piensan. Que nos encanta hacerlo. Pero escucha, Noah, lo que mi padre me hizo no es culpa tuya. No quiero que tú te sientas culpable. Por esta noche me parece que ya ha habido suficientes culpas y culpables en esta casa.

Noah volvió a mirar a Robert.

– Robert… -dijo y se interrumpió, como buscando las palabras.

– Soy un bocazas, ¿no? -se anticipó Robert.

– Diablos, tú no lo sabías.

– Ya, pero eso no ayuda a Sarah, ¿verdad?

Se quedaron un rato callados, hasta que Noah les puso una mano en el cuello a cada uno, de modo que formaron un círculo.

– Seréis muy felices, lo sé. Y Sarah y yo también. Saldremos adelante y seremos dos matrimonios que jugarán a las cartas los domingos por la noche.

Estrecharon el círculo y sus cabezas entraron en contacto en un abrazo torpe. Noah lo deshizo.

– Bueno, tengo que irme. Decidle a Sarah que pasaré a verla mañana. ¿Subirás a verla pronto, Addie?

– Sí, te lo prometo.

Noah la miró y le sonrió con gratitud.

– Robert -dijo al otro hombre a modo de despedida.

Se dieron la mano y se cogieron por el cuello, estableciendo una comunión silenciosa, reacios a separarse. Por fín lo hicieron, carraspeando. Los sentimientos y la emoción habían aflorado de tal modo aquella noche, que se sentían violentos.

– Hasta mañana.


Arriba, en el dormitorio, Sarah estaba tendida de lado, las manos muertas, una de ellas sosteniendo un pañuelo húmedo. Sentía los labios hinchados. Le dolían los ojos. Estaba rígida, excepto por algún sollozo residual que la estremecía de tanto en tanto.

Todo encajaba ahora.

Papá, abandonado por una esposa que huyó con otro hombre, nunca se volvió a casar ni se fijó en otra mujer. Addie, después de la huida de mamá, inconsolablemente triste, mojando la cama, trasladándose a una habitación individual y volviéndose más y más melancólica con el paso de los años, en lugar de recuperarse de la ausencia materna. La aprobación inicial de papá cuando Robert irrumpió en sus vidas, su antipatía posterior cuando Robert entró en la etapa de la pubertad y empezó a interesarse por Addie. La desaparición de Addie seguida del inmediato deterioro físico de papá. Addie practicando la profesión más antigua del mundo, como una extensión de su papel en el hogar paterno; su negativa inflexible a hablar de su padre y a aceptar el dinero de la herencia. Hasta el hecho de que estuviera exenta de trabajar en la oficina del periódico como lo hacía ella, quedaba explicado.

Que afortunada había sido.

Sarah, la inteligente.

Addie, la bella.

Gruñó y movió un brazo hasta su rostro, abrumada por el sentimiento de culpa: se había pasado años quejándose ciegamente de la falta de colaboración de Addie. Mandamás salió de la oscuridad y saltó a la cama, colocándose tras ella y emitiendo un ronroneo como preguntando qué sucedía. Sarah estiró un brazo y la levantó sobre su cadera, apoyando su cuerpo sedoso y cálido contra su estómago. Era curioso cómo, cuando la necesitaba, la gata venía a ella, aunque, eso sí, la lealtad absoluta y prioritaria era para con Addie.

Por un momento borró de su mente la revelación de aquella noche, y se concentró en el ronroneo del animal, la calidez de su cuerpo y el olor dulce de su piel, que le proporcionaban, seguramente, la misma sensación reconfortante que Addie debía de haber experimentado en su compañía cuando trabajaba en Rose's.

Rose's.

Papá.

La espantosa verdad volvió a su mente, provocándole un escalofrío que la hizo apretarse con más fuerza alrededor de la gata hasta tocarle la cabeza con la boca.

¿Así se habría sentido Addie, noche tras noche, sola y desdichada después de las sucias visitas nocturnas de su padre?

No. Mucho peor… muchísimo peor. Culpable y asustada, llena de odio, desesperación e impotencia; y, ¿a quién podía recurrir? ¿Quién habría creído a una niña tan pequeña, habida cuenta de la intachable reputación de Isaac Merritt, un hombre respetado en todo St. Louis?

La débil luz proveniente de la planta inferior se apagó y se oyeron pasos subiendo las escaleras en la oscuridad, entrando en el cuarto de Sarah, acercándose a la cama. Sarah permaneció inmóvil y en silencio, mirando hacia la pared. Addie se acostó junto a ella, adaptando las curvas de su cuerpo a las de Sarah, pasándole un brazo por la cintura y encontrando a Mandamás y luego la mano de su hermana. La cubrió con la suya y la apretó con fuerza; la hermana menor era ahora quien socorría a la mayor, protegiéndola de lo que ella nunca había sido protegida.

Las lágrimas de Sarah afloraron de nuevo, haciendo que le ardieran sus ojos inflamados. Sentía el rostro de Addie apretado contra la parte superior de su espalda. Se quedaron quietas mucho rato, como mellizas en un útero, hasta que Sarah no pudo contener por más tiempo la angustia.

– Todos estos años-empezó con voz ronca-, he pensado que habías huido por algo que yo había hecho.

– No. Tú no. Tú eras mi baluarte, ¿no lo sabías? Todavía lo eres.

– Vaya baluarte. Me siento como si me hubieran dado un puñetazo en el sitio donde está Mandamás. No puedo moverme ni… ni pensar con claridad.

– Tal vez sea mejor que te hayas enterado.

– No hace que me sienta bien.

– Ahora no, claro, pero quizás a la larga sí.

– Ahora que lo sé, me parece increíble no haberlo sospechado, pero… lo que pasa es que nunca… nunca imaginé… -Trató de deshacer el nudo que se le había formado en la garganta tragando saliva-. Nunca imaginé que un pa… padre… -No pudo terminar.

– Shh… no llores más. -Addie le acarició el pelo-. No vale la pena. Eso pasó hace mucho tiempo y ahora estoy bien. Todos lo estamos. Como ha dicho Noah, pronto seremos dos matrimonios jugando cartas los domingos por la noche.

Sarah se llevó los nudillos a los labios y los mordió con rabia. Todavía lloraba.

– Robert me pidió que te dijera que lo siente -añadió Addie.

Sarah hizo un esfuerzo por contener las lágrimas. Se sonó la nariz, respiró profundamente, se giró y puso a Mandamás entre Addie y ella.

– El bueno de Robert… cómo debe de quererte.

– A tí también. Se ha sentido muy mal por haberte herido.

– ¿Cuándo se lo dijiste?

– En Nochebuena.

– En Nochebuena… -La noche que habían empezado las cosas entre Noah y ella.

– Fue una noche terrible. Robert fue a Rose's para contratar mis servicios, pero al final no pudo hacerlo por dinero. Yo terminé llorando y contándole lo de papá y entonces fue cuando me convenció de que dejara Rose's. Me dijo que tenía que decírtelo, que debías saberlo. Pero yo no le veía el sentido; siempre estuviste tan unida a papá, era casi un dios para tí. Estaba segura de que pasaría esto cuando te enteraras. Pero ahora que ya lo sabes, Sarah, tienes que olvidarlo. Lo único que importa es que seamos felices.

– No es lo único que importa. Importa que mi padre era un hipócrita que predicaba una cosa y hacía otra muy diferente, que era un criminal asqueroso y brutal que abusó de su propia hija y le arruinó la vida. Me siento tan culpable por no haberme dado cuenta, Addie, por no haberte ayudado, por… por criticarte porque no tenías que ir a la oficina como yo. -Rodó de lado, encarándose a su hermana-. ¿No lo entiendes, Addie? Todo lo que a tí te quitó, a mí me lo dio en abundancia. ¿Cómo puedo vivir sabiendo esto?

– Recordando lo que has hecho por mí. Viniste aquí a buscarme, me trajiste a Robert. De no haber sido por ti y por él, podía haber muerto en ese burdel pensando que no era digna de nada mejor, porque todos estos años me he considerado una persona vil, sucia, la última basura del mundo. Creía que sólo servía para eso. Pero ahora ya no lo creo. Robert y tú me habéis devuelto el respeto por mí misma, la dignidad.

Permanecieron acostadas sin hablar, cómodas en la oscuridad, cada una con una mano sobre el pelo caliente de la gata, unidas por su reconfortante presencia.

– Addie, ¿papá…? -Había tantas preguntas que Sarah deseaba hacerle; y tenía tanto miedo de hacerlas.

– Puedes preguntarme lo que quieras, Sarah. Cualquier cosa. Ya no estoy avergonzada porque ahora sé que era inocente. ¿Pero de qué te servirá conocer toda la verdad? Sólo te diré esto: lo más grave no empezó hasta que cumplí los trece años. Hasta entonces, se limitaba a acariciarme y besarme. Ahora, piensa bien antes de preguntarme algo más.

La habitación se sumió en un prolongado y pesado silencio, la oscuridad era invadida por visiones no deseadas. Por fui, Sarah rompió el silencio y dijo:

– De acuerdo, no haré preguntas, pero quiero confesarte algo. ¿Puedo?

– ¿Qué podrías tener tú que confesar?

– Siempre sentí celos de tu belleza.

Los dedos de ambas se rozaron sobre la piel de Mandamás.

– Y yo siempre sentí celos de tu inteligencia. Solía pensar que si lograba ser más inteligente, papá me dejaría ir a la oficina del periódico como a ti y entonces ya no me necesitaría para lo otro.

– Oh, Addie… -Sarah pasó un brazo por detrás de la cabeza de su hermana y la atrajo hacia sí para descansar su frente contra la de ella.

– El mundo no es un lugar perfecto, ¿verdad? -preguntó Addie, como para sí. Después de la entereza que había exhibido durante el llanto de Sarah, ahora las lágrimas parecían a punto de asomar a sus ojos.

Sarah se convirtió en la fuerte. Acarició el pelo corto y sedoso de Addie, y le puso una mano en la nuca en actitud protectora.

– No, no lo es, hermanita. Ni por asomo.

Se quedaron dormidas como estaban, completamente vestidas y exhaustas por el aluvión de emociones. Addie despertó en mitad de la noche, se quitó los zapatos y le quitó a Sarah los suyos.

– ¿Addie?… Mmm… -murmuró Sarah.

– Métete bajo las sábanas y duerme.


Aquella noche Sarah durmió más de lo habitual y, por la mañana, llegó tarde a la oficina del periódico, con la cara hinchada por el sueño y el llanto. Patrick la observó de soslayo y bebió un trago de su petaca. Josh la miró de frente y comentó:

– ¡Tienes muy mal aspecto, Sarah! ¿Estás enferma?

Tenía la cabeza como un bombo. Le dolían los ojos y tenía la nariz hinchada. Concentrarse en el trabajo le resultó imposible. Se quedó casi hasta las once, hora en que se dio por vencida y decidió volver a su casa para acostarse.

Horas después, Addie entró en su cuarto y le sacudió un hombro con suavidad.

– Despierta, Sarah.

Sarah abrió los ojos hinchados y trató de recordar por qué estaba en la cama a media tarde.

– Ohhh… -gimió y rodó boca arriba tapándose los ojos con un brazo.

– Noah está aquí. -Sarah se esforzó por recuperar la lucidez-. Llevas cuatro horas dormida. Es la tercera vez que viene y pensé que debía despertarte. ¿Quieres verlo?

Sarah se sentó en la cama.

– No, realmente no. -Se pasó una mano por el pelo despeinado y lanzó una mirada a su alrededor para orientarse. El sol entraba por la ventana. Mandamás se sentaba a sus pies. Sobre el escritorio, estaba su diario íntimo cerrado junto al portaplumas de cristal-. ¿Qué hora es?

– Las tres y cuarto.

Se deslizó al borde de la cama y bajó los pies al suelo.

– ¿Cómo estás hoy? -Le preguntó a Addie.

– La verdad es que muy bien. ¿Qué le digo a Noah?

– Que bajaré dentro de cinco minutos.

– De acuerdo. -Addie se volvió hacia la puerta. Señaló el recipiente y la palangana-. Te he traído agua caliente.

Sarah se puso de pie con los mismos problemas para mantener el equilibrio que un potrillo recién nacido. Se lavó la cara, se peinó e hizo una mueca a su imagen en el espejo. Tenía tan mal aspecto como por la mañana. Tenía los ojos inyectados de sangre y rodeados por dos bolsas púrpuras. La piel flaccida y los labios hinchados. Addie, en cambio, parecía revitalizada. Quizá Robert tenía razón: al revelar su secreto, Addie por fin se había liberado de él. En tal caso, Sarah sentía como si la carga hubiera sido transferida a sus espaldas.

Se cambió el vestido arrugado y bajó a ver a Noah. Estaba sentado en el sillón de la sala, con su equipo de trabajo… el arma, la cartuchera, el chaleco de cuero marrón y la estrella. Sostenía el sombrero en las manos, el que ella le había regalado, y se puso de pie en cuanto Sarah entró en la habitación.

– Hola -la saludó con una pausa dubitativa-. ¿Cómo estás?

– Hinchada, débil y un poco aturdida.

– Estaba preocupado. Fui a tu oficina y no estabas.

– Pasé una mala noche.

– Me lo imagino. ¿Hablaste con Addie? -Addie se había retirado a la cocina para dejarlos a solas.

– Sí.

Noah dejó el sombrero en el sofá y fue hacia ella. La cogió de los brazos, por encima del codo. Ella los cruzó y clavó su mirada en un silloncito a la izquierda. Ninguno de los dos habló.

Sarah retrocedió y él se vio forzado a soltarla.

– Hoy no soy una compañía muy agradable. -Las malditas lágrimas amenazaron con salir de nuevo y se giró para ocultarlas-. Lo siento. Sé que esto puede parecerte extraño. A mí me lo parece. Necesitaré un poco más de tiempo para ordenar mis sentimientos.

– Claro -murmuró él-. No te preocupes por mí. Tengo mucho trabajo para mantenerme ocupado. Cuando hayas descansado bien y quieras verme, avísame.

– Gracias, Noah, lo haré.

Se había mostrado fría, no le había mirado a los ojos y no le había permitido que la tocara. La visita era correcta, incluso considerada, y sin embargo, Sarah no sentía la más mínima gratitud por esa tentativa de consuelo.

Noah se alejó sintiéndose rechazado; cogió su sombrero y abandonó la casa con el andar cuidadoso de alguien que se retira de un velatorio.

Cuando se hubo ido, Sarah se dejó caer en una silla tapizada de respaldo recto, cerró los ojos, se cruzó de brazos y pensó que así debía de sentirse una persona en coma, fría y aislada de la vida a su alrededor, siendo capaz de oír, pero sintiéndose al margen de todo lo que escucha.

En la cocina, Addie cogió la plancha caliente y la apoyó sobre el género húmedo de una futura cortina. Se produjo un siseo. Al otro lado de la puerta trasera, Mandamás maulló para que le abrieran. Addie fue hasta la puerta, la abrió y dijo:

– Bueno ¿vas a pasar o no?

Cerró la puerta y puso la plancha de nuevo sobre la estufa. Fuera, una carreta pasó por la calle. Unos pájaros piaron.

«La manera en que has tratado a Noah es imperdonable.»

«Estoy sufriendo.»

«Quizás él también.»

El sufrimiento de Noah, si existía, afectó poco a Sarah más allá de aquel fugaz pensamiento. El mero hecho de abrir los ojos, levantarse de la silla y hacer su vida normal requería de ella un esfuerzo enorme. ¿Cómo podía Addie estar planchando cortinas cuando todo su mundo se había venido abajo?

Caminó hasta el marco de la puerta de la cocina. Addie levantó la mirada.

– ¿Se ha ido Noah?

Sarah asintió.

– Está muy preocupado por ti.

– ¿Hay café?

La pregunta de Sarah hizo parpadear a Addie.

– Sí, creo que sí.

Sarah se sirvió un poco y se lo llevó arriba sin comentar nada más acerca de la noche anterior ni de Noah.

– No tengo hambre, así que no hagas mucha cena.

Fue todo lo que dijo mientras salía de la cocina.

Volvió al trabajo al día siguiente, sumergiéndose en sus tareas diarias y tratando de mantener apartadas de su mente las imágenes indeseables. Pero éstas persistieron, horrendas viñetas de su padre sobre el cuerpo de Addie. Sarah se sorprendía rechazándolas violentamente con la mano apretada alrededor de una pluma y los músculos del estómago contraídos. Aunque ignoraba los mecanismos de la copulación, una vez había visto un par de perros apareándose. Una mujer había salido corriendo de su casa con una escoba y había golpeado al macho con ella mientras gritaba: «¡Sal de encima de ella! Sal de encima de ella, grandullón!», sin que sirviera de nada. Los dos animales habían permanecido unidos durante un largo rato en el patio delantero de la casa de la mujer, de modo que todos los niños del vecindario presenciaron el espectáculo.

Sarah se veía a sí misma con la escoba en la mano, azotando a su padre, a quien imaginaba en la pose del perro macho.

La visión duraba uno o dos segundos, pero tras ella se sentía sucia y nerviosa.

Las imágenes se sucedían también de noche, antes de que llegara el sueño, en su habitación, contigua a la de Addie y alimentaban una ira hacia su padre que adquiría proporciones descomunales. Comenzó a tener pesadillas, despertando de ellas con palpitaciones. Las visiones se desvanecían antes de poder verlas.

Pasaron cuatro días durante los cuales no vio a Noah. Cinco, y seguía sin verlo. Al sexto apareció al otro lado de la ventana, de pie en el exterior de la oficina del periódico, levantando una mano a modo de saludo silencioso. Ella levantó la suya correspondiéndole, pero siguió con su trabajo sin salir para invitarlo a entrar. Una semana después de aquella fatídica cena de compromiso, Noah pasó al anochecer por la casa aprovechando una de sus rondas.

Addie le abrió la puerta. Ella y Robert habían estado sentados en el sillón haciendo planes para su boda. Addie estaba también cosiendo su traje de novia.

– ¡Noah! -exclamó con alegría-. ¡Pasa!

– ¡Noah! -Robert saltó del sofá y fue a su encuentro para estrecharle la mano-. ¿Dónde te habías metido? Precisamente hablábamos de tí.

– Procuraba mantenerme lejos de Sarah. ¿Cómo está?

– Distante.

– ¿También con vosotros?

– Me temo que con todos.

Noah suspiró con aire preocupado.

– ¿Está en casa?

– La llamaré -dijo Addie.

Sarah estaba escribiendo en su escritorio cuando Addie le dijo desde la puerta:

– Noah está abajo. Le gustaría verte.

Sarah la miró por encima del hombro. Llevaba puesto un camisón blanco de manga larga y, encima, su viejo chal anaranjado. El pelo le caía en una trenza poco prieta a lo largo de la espalda. Transcurrieron unos segundos mientras meditaba.

– Dile que ahora bajo -contestó por fín.

Cinco minutos después, apareció con un vestido color borgoña, zapatos abotonados y el pelo recogido en la nuca en un elaborado moño. Al entrar en la sala, la conversación que sostenían Addie, Robert y Noah quedó interrumpida. Se detuvo al pie de las escaleras y les devolvió la mirada a los dos hombres y a la mujer, sentados en el sillón y en una silla cercana.

Noah se puso de pie con el sombrero en la mano.

– Hola, Sarah. Hacía días que no te veía.

– Hola, Noah.

Ninguno de los dos sonrió.

– ¿Puedo hablar contigo un minuto?

– Desde luego.

– Fuera -sugirió.

Ella pasó delante; Noah se caló el sombrero, la siguió y cerró la puerta tras ellos. Era una noche oscura; no había luna, la única luz que llegaba a ellos era la que se filtraba a través de las ventanas, diseminándose por los alrededores rocosos de la casa. Un ligero olor a fuegos extinguiéndose, proviniente de las chimeneas cercanas, flotaba en el aire. Abajo, las luces de los bares y salas de juego a lo largo de Main Street iluminaban la calle.

Noah no sabía cómo empezar.

– Pensé que sabría algo de tí… antes -dijo por fin.

Ella no intentó disculparse; siguió callada.

– Addie me ha dicho que te has mostrado distante hasta con ella.

– Addie pasa mucho tiempo con Robert.

– ¿Por eso no le hablas? ¿Porque pasa mucho tiempo con Robert?

– He estado haciendo un… análisis, por así decirlo.

– ¿De mí?

– No, no de tí. De la vida.

– ¿Y a qué conclusiones has llegado?

– Es inconstante.

– Sarah… -Le tocó el hombro pero ella se apartó con brusquedad. Dolido, Noah retiró la mano y esperó. Al ver que Sarah se negaba a girarse, dio la vuelta alrededor suyo para encararla-. ¿Por qué me rechazas?

– No te rechazo.

– Sí lo haces.

– Me estoy curando de unas heridas muy profundas.

– Déjame ayudarte. -Volvió a tenderle una mano, pero Sarah la apartó de nuevo y alzó los brazos.

– ¡No!

– ¿No? -repitió Noah irritado y herido por los continuos rechazos-. ¿Se supone que soy el hombre que amas y cuando intento tocarte dices no?

– No puedo soportarlo por ahora. ¿Entiendes?

Noah reflexionó unos segundos.

– Yo no soy él, Sarah, y no me puedes culpar por lo que hizo.

– ¡No lo entiendes! Lo que hizo fue monstruoso. No puedo limitarme a pestañear y olvidarlo. Lo he querido y admirado durante toda mi vida más que a nada, y de pronto, en un momento todo ha caído haciéndose añicos. Si necesito tiempo para superarlo, tendrás que comprenderlo.

– ¿Tiempo? ¿Cuánto tiempo? Y mientras lo superas ¿piensas seguir alejándome de tu lado?

– Por favor, Noah -susurró.

– ¿Por favor qué? -replicó él. Sarah agachó la cabeza-. ¿Por favor no me toques? ¿Por favor no me beses? ¿Por favor no te cases conmigo?

– Yo no he dicho eso.

Con la boca tensa y la garganta obstruida, Noah contempló el rostro compungido de Sarah, tan confundido y dolido que no supo que más decirle.

– Matheson quiere hablar con nosotros acerca de la boda.

Sarah levantó la cabeza y fijó la mirada en un punto imaginario de la oscuridad lejana.

– Habla tú con él.

Noah dejó escapar un sonido semejante a una risa, sólo que más corto y doliente. Atravesó la noche como un cuchillo arrojado hacia un árbol. Se volvió en dirección al pueblo, intuyendo lo peor.

– ¿Quieres aplazarla, Sarah?

Pasaron unos minutos antes de que ella respondiera.

– No lo sé.

– Bueno, será mejor que te decidas, porque sólo faltan dos semanas.

Ella se acercó y le apoyó una mano en el hombro.

– Pobre Noah -dijo-. Sé que no puedes entenderlo.

– Claro que no -respondió él con voz ronca, hecho lo cual se marchó, dejándola allí, sola en la noche.

Noah le explicó la conversación a Robert, que hizo lo mismo con Addie, que la noche siguiente fue a hablar con Sarah.

– ¿Qué estás haciendo, Sarah? ¡Amas a Noah y lo sabes!

– Todavía no he tomado ninguna decisión.

– Pero Noah le ha dicho a Robert que no quieres hablar con Birtle Matheson sobre la boda.

– Eso no significa que no quiera casarme con él.

– ¿Entonces te casarás?

– ¡Deja de molestarme!

– ¡Molestarte! -Addie se dejó caer en el borde de la cama de Sarah y cerró el libro que su hermana había estado leyendo, obligándola a mirarla a la cara-. ¿Sabes lo que vas a hacer si sigues con esa actitud? Permitirás que nuestro padre arruine tu vida aún después de muerto. Nadie tan malvado debería ejercer un poder semejante sobre otro ser humano, y mucho menos desde la tumba.

Sin decir una palabra más, abandonó la habitación.


Transcurrieron dos días. Al tercero, Noah hizo llegar a Sarah una nota a través de Freeman Block.

Querida Sarah:

¿Puedo invitarte a cenar esta noche? Pasaré por tu casa a las siete.

Besos, Noah

– Dígale que sí -le dijo a Freeman.


Sarah había meditado acerca de las palabras de Addie. No debía permitir que su padre arruinara su vida después de haberlo hecho con parte de la de Adelaide.

Se puso un vestido ligero de linón blanco, con dos enaguas con encaje debajo y el broche de compromiso prendido a la altura del cuello. Hacía una noche de mayo magnífica y quería complacer a Noah, sentirse perdidamente enamorada de nuevo, sentirse alegre con sólo verle y deleitarse con los besos y caricias inocentes como unos días antes de la noche fatídica.

Él llevaba puesto el traje nuevo que había comprado para la boda, impecable, negro, con una corbata gris plateado, ancha como una chalina y sujeta con un alfiler de nácar. En la cabeza no llevaba el Stetson, sino un elegante sombrero negro de copa acampanada.

Cuando ella lo vio en la puerta, su corazón se sobresaltó. Al hablar, las palabras de Noah sonaron contenidas, como si temiera pronunciarlas.

– Hola, Sarah.

– Hola, Noah.

– Estás muy guapa.

– Tú también.

Esbozaron sonrisas tensas.

– ¿Vamos?

– Sí.

Bajaron por la colina con las miradas puestas en el camino, evitando que sus codos entraran en contacto y manteniendo una conversación más bien fría y protocolaria. Cenaron en el Hotel Custer los mejores manjares que aquel pueblo podía ofrecer: almejas picantes, faisán en salsa de vino blanco, buñuelos de chirivía y la más rara de las exquisiteces: auténtica leche de vaca fría y fresca. Aunque degustaron complacidos cada una de las gotas de la leche, ninguno de los dos comió más de la mitad de la comida en sus platos.

Después de cenar, fueron a ver el espectáculo del Langrishe. Era una farsa titulada Hanky-Panky, que levantó muchas risas entre el público. Noah y Sarah, aunque físicamente presentes, tenían su pensamiento puesto muy lejos del escenario.

Acabada la representación, Noah acompañó a Sarah a su casa. Hacía una noche de primavera muy agradable; La luna en cuarto creciente hacía visibles las montañas y una hilera de estrellas brillaba sobre el horizonte. Llegaron junto a la casa. Las ventanas estaban oscuras y la puerta cerrada. Se detuvieron frente a ella y Noah miró a Sarah a los ojos.

– Esta noche me he dado cuenta de que no hemos seguido mucho esta dinámica.

– ¿Qué dinámica?

– La del cortejo, el cortejo como debe ser… invitarte a salir, pasarte a buscar, preocuparnos por gustar al otro y esas cosas. Me ha parecido que así es como debía ser.

– Sí, tienes razón.

– ¿Te has sentido bien conmigo?

– Sí.

– ¿Y si te beso? ¿Seguirás sintiéndote a gusto?

Sarah sabía que llegaría ese momento, se había preparado durante toda la noche. Qué intimidador era tenerse que preparar. ¿Qué había sido de la mujer que se había estirado y disfrutado físicamente con aquel hombre en un colchón sin sábanas? ¿Por qué, a medida que Noah se acercaba, su corazón latía con mayor rapidez y un temor irracional se cebaba en ella? Él era amable, comprensivo, paciente, y ella lo amaba. Qué confuso era todo: lo amaba sinceramente… siempre y cuando se mantuviera alejado de ella.

En la penumbra, junto a los escalones de entrada, Noah le apoyó las manos sobre los hombros, como previniéndola. Sarah sabía muy bien que todos los preámbulos de aquella noche, la invitación por escrito, la ropa elegante, la cena, la obra de teatro, habían sido concebidos con un solo fin.

– Ni tú eres Addie ni yo soy tu padre. No lo olvides.

La besó con mucha suavidad. Sarah sintió que se ahogaba, pero esperó a que la sensación desapareciera. Sin embargo, ésta se incrementó adquiriendo una magnitud mayor en tanto el beso se hacía más intenso. Puso las manos sobre el pecho de Noah, abriendo los labios cuando la lengua de él los tocaba y apartando la cabeza en un intento por recuperar la inocencia y la confianza que habían construido entre ellos.

No funcionó.

Un sollozo comenzó a aflorar desde su interior, arrastrando el pánico consigo. Cuando empezó a llorar abiertamente, apartó a Noah con las dos manos y él se tambaleó tratando de mantener el equilibrio.

– ¡No puedo! -Respiraba como si alguien la persiguiera, tragando aire y llorando-. No puedo -repitió y escondió su cara entre las manos, aterrada y avergonzada porque lo estaba humillando e hiriendo, y lo sabía. ¿Qué debía hacer? ¿Cómo sobreponerse a ese temor sin fundamento? ¿Cómo podía amarlo y sentir aversión por él a la vez? Entendía perfectamente que Noah no era su padre, que no la heriría ni intentaría abusar de ella y, sin embargo, no podía controlarse-. ¡Maldito seas, Isaac Merritt! -gritó-. ¡Ojalá ardas eternamente en el infierno!

El grito hizo eco en el muro formado por el monte Morriah sobre ellos, y dio paso a una quietud pavorosa.

Noah estaba de pie detrás de Sarah, impotente. Ella había aniquilado toda esperanza para ellos. ¿Quién tenía la culpa?

– Tengo tanto miedo -dijo. No lloraba pero le temblaba la voz.

– Ya no hay nada que debas temer.

Sarah se giró hacia Noah, escondiendo todavía su cara entre las manos.

– Me dejarás, ¿no?

– No, tú me has dejado a mí. En el momento preciso en que te enteraste de lo de Addie y tu padre, me dejaste.

– No fue mi intención… no podía… yo… oh, Noah, no quiero perderte.

– Sí, lo quieres. Has estado combatiendo tus sentimientos hacia mí desde la primera vez que te besé. Bueno, ahora lo sé, y posiblemente eso me alivie. No es divertido ser siempre el que reclama afecto. Cuando funciona de verdad, se supone que fluye en ambas direcciones. De modo que será mejor que pongamos fin a este sufrimiento, ¿de acuerdo, Sarah? No creo… -Se interrumpió, suspiró, levantó las manos y las dejó caer-. ¿Qué más da? Nunca saldremos adelante.

Ella se quedó muda mientras su futuro se desvanecía.

– ¿Quieres avisar a Matheson de que suspendemos la boda, o prefieres que lo haga yo?

– Noah, quizá si yo… -No tenía más palabras, ni idea alguna de cómo ayudarse a sí misma y a él.

– Yo se lo diré -decidió Noah. Tras otro breve silencio continuó-: Bueno, supongo que no nos queda nada que decir. Me gustaría desearte buena suerte, pero no me salen las palabras.

– Noah… -Extendió una mano hacia el hombre.

Él dio media vuelta y se alejó colina abajo. Sarah observó la débil luz de la luna resaltando el contorno del sombrero de copa, las anchas espaldas alejándose de ella a cada paso, a cada segundo. Al final del sendero, Noah se detuvo unos quince segundos. Como perdiendo una batalla consigo mismo, se giró en dirección a ella y dijo:

– Buena suerte, Sarah, -después de lo cual, siguió su camino.

Загрузка...