Capítulo Veintitrés

El domingo por la noche, Sarah vio a Addie correteando de arriba abajo por la casa, preparándose para su primera reunión de sociedad desde que se había casado con Robert. Se recogió el pelo en un cuidado moño, se pintó los labios y se puso un vestido sin cintura y una capa azul con capucha. Pese a su aspecto respetable, se detuvo frente a Sarah con expresión indecisa.

– Me pregunto si Adrienne Davis conoce mi pasado.

– Creo que sí, pero según parece está dispuesta a pasarlo por alto. Es una líder social nata y esta noche se va a producir tu ingreso en la sociedad respetable.

– ¿De veras lo crees, Sarah?

Sarah la besó en la mejilla.

– Ahora eres la esposa de Robert Baysinger. -Le levantó la barbilla con su dedo índice-. Manten la cabeza bien alta y no permitas que el pasado te preocupe.

Cuando salieron de la casa, Addie iba orgullosa del brazo de Robert, entusiasmada y expectante. Sarah los miró alejarse, sintiéndose melancólica y un poco celosa de su felicidad.

De pronto la casa le pareció triste. Se paseó inquieta, regó unas plantas, subió a su cuarto, se quitó los zapatos y se puso unas zapatillas de fieltro marrón. Se quitó las peinetas del pelo y lo dejó suelto, cayendo sobre su espalda, demasiado deprimida para cepillarlo. Se desabrochó los botones de los puños y del cuello, se envolvió en su chal naranja favorito, extrajo el broche de compromiso y lo puso delante suyo, encima del escritorio, se puso las gafas y extrajo de un cajón su diario íntimo. Al cabo de un rato sintió frío. Escribió poco: se distraía continuamente y se descubría mirando hacia los compartimientos de su escritorio.

A eso de las ocho, se trasladó con el material de escritura al piso de abajo. Había un árbol de Navidad en la sala, pero la habitación estaba oscura cuando la cruzó en dirección a la cocina, donde dejó las cosas sobre la mesa. El broche lo puso al alcance de la mano, junto al diario de tapas veteadas y páginas blancas sin cuadrículas. Puso dos maderos de tamaño mediano en el fuego, se sirvió un poco de café y se sentó para continuar escribiendo.

Los ruidos de la cocina, acogedores en épocas más felices, ahora le resultaban desagradables testigos de su soledad: el siseo de la tetera sobre el hornillo; el suave chisporroteo de algunas brasas; el crujido de la silla ante el más mínimo movimiento de Sarah; el sonido de la pluma al contacto con el papel; el débil silbido de la lámpara mientras Sarah estudiaba el broche, esperando que las palabras se formaran en su mente; el ruido seco cuando Mandamás saltó de una silla y se desperezó estirando las patas.

Sarah se reclinó.

– Eh, Mandamás, ven aquí -la llamó, bajando la mano con los dedos doblados.

Mandamás terminó de estirarse, se sentó sobre su cola ondulada y la miró de soslayo a un metro y medio de distancia. Sarah contempló a la gata, deseando que saltara a su falda, un consuelo cálido y vivo, pero Mandamás tenía otras cosas que hacer. Comenzó a limpiarse el cuerpo con la lengua.

«Me gustaría ser un gato. Mis únicas preocupaciones serían comer, dormir y limpiarme. No habría penas, desdichas, ni compromisos rotos. Cuando sintiera necesidad de compañía saldría en busca de otro de mi especie, me acurrucaría con él, maullaría y saltaría a la luz de la luna junto a él, en la hierba alta o en la nieve dura, y, llegado el momento, me aparearía y al día siguiente, quizás ni siquiera me acordaría de todo eso.»

Mandamás se alejó, se instaló de un salto en la mecedora y se acurrucó quedando sus patas delanteras escondidas.

Sarah sumergió la punta de su pluma en el tintero y escribió:

Me pregunto qué se sentirá al estar embarazada, echarse la capa sobre el vientre hinchado y salir del brazo de Noah a cenar a casa de Chambers y Adrienne Davis; formar parte, por fin, de un mundo compartido.

Volvió a cargar la pluma y la sostuvo sobre la página, mirando su extremo fijamente, hasta que la tinta empezó a secarse, creando un diseño jaspeado, azulado y cobrizo, sobre el metal curvo.

En la sala, unas agujas del árbol de Navidad cayeron al suelo de madera desnudo. Mandamás torció las orejas, sus pupilas se dilataron y volvió la cabeza hacia la puerta.

Sarah la miró con aire distraído, hasta que la gata volvió a acurrucarse y entornó los ojos. La mujer desvió entonces la mirada al broche, extendió una mano y lo tocó con la punta de los dedos, con tanta delicadeza como si tratara de localizar finas estrías.

Pasados unos segundos, suspiró, mojó la pluma de nuevo y escribió:

Me sorprendo fantaseando sobre Noah con mucha frecuencia, imaginando qué hubiera ocurrido si yo hubiera sido como Addie y pudiera…

Llamaban a la puerta principal.

Sarah y Mandamás giraron la cabeza en dirección a los golpes. Sarah permaneció inmóvil hasta que la llamada se repitió, luego empujó la silla hacia atrás y se quitó las gafas, se echó el chal sobre los hombros y cruzó la sala en dirección a la puerta. Con una mano se arregló un poco el pelo desordenado en la nuca. Abrió la puerta.

Noah estaba de pie en el escalón de entrada.

Durante un instante, ninguno de los dos habló. Ni se movió. Los ojos de él la observaban bajo el Stetson marrón, las manos a los lados del cuerpo, sus facciones difuminadas a la débil luz de la lámpara de la cocina. Las líneas que unían su nariz y su boca eran surcos profundos que se perdían en el tupido bigote. Los ojos sombríos, simples puntos de luz.

En el umbral, a un nivel superior al de él, ella mantenía cerrado sobre su pecho el viejo chal con una mano y, con la otra, el picaporte de la puerta; la luz a sus espaldas iluminaba el contorno de su cabello desgreñado.

– Hola, Sarah -dijo él por fín con una voz que sonó muy cansada.

– Hola, Noah.

El silencio reinó mientras esperaban que un milagro los relajara.

– Creo que tendríamos que hablar. ¿Puedo entrar?

– Addie y Robert no están. Han ido a cenar a casa de los Davis.

– Sí, lo sé, Robert me lo dijo. Por eso he venido.

Ella ocultó su sorpresa.

– ¿De qué serviría hablar?

– No lo sé… -Bajó la mirada al suelo y sacudió la cabeza con desánimo-. No lo sé… -repitió en voz más baja-. Lo único que sé es que debemos hacerlo porque no podemos continuar así.

Sarah retrocedió dejando libre la entrada.

– Pasa.

Noah se movió como un granjero a través de un campo azotado por el granizo y entró. Sarah dejó que él cerrara la puerta, deteniéndose a cierta distancia para esperarle con los brazos cruzados, ciñendo tanto el chal a su cuerpo que el tejido se deformaba.

– Encenderé una lámpara -dijo ella dirigiéndose hacia una mesa redonda.

– No, no lo hagas. En la cocina se está más caliente.

Avanzó hacia allí como atraído por una fuerza sobre la que no tenía ningún control. Se detuvo en el marco de la puerta, contemplando la habitación donde habían compartido las cenas, risas, juegos y amistad que habían ocupado el vacío que ahora sentía en su vida. Sarah había estado escribiendo: sus cosas estaban desparramadas sobre la mesa. La estancia emanaba una melancolía que lo conmovió profundamente: la gata acurrucada en una mecedora junto a la cocina, la evidencia de la particular ocupación de Sarah un sábado por la noche, cuando el resto de la gente disfrutaba de actividades más alegres, el broche de compromiso que él le había regalado entre los materiales de escritura, como un talismán sin poder. Se acercó al borde de la mesa y contempló la taza de café vacía, el broche, las gafas, el libro abierto con una caligrafía muy suelta, tan distinta a sus garabatos esforzados que nunca parecían seguir la línea horizontal de la hoja. Tocó el cuaderno, leyó la última frase escrita y sintió una enorme presión en el pecho.

– No está bien leer los diarios de otras personas -comentó ella desde la puerta.

Noah la miró por encima de su hombro, estudiando sus brazos firmemente cruzados y el rostro serio.

– No tienes secretos para mí, Sarah. Todo lo que tú sientes, yo también lo siento. Diría que somos un par de personas muy infelices.

– Siéntate. -Ella entró en la cocina y cerró el diario, depositó el portaplumas encima y dejó el broche donde estaba. Noah colgó su chaqueta en el respaldo de una silla, se quitó el sombrero, levantó a la gata de la mecedora y se sentó allí mientras Sarah lo hacía en una de las sillas de la mesa.

Mandamás se quedó en la falda de Noah, donde él la había puesto, convirtiéndose en el centro de atención de las miradas de ambos mientras él le acariciaba el cuello y la cabeza. Al cabo de unos segundos alzó la vista y preguntó en tono cansado:

– ¿Qué vamos a hacer, Sarah?

Ella apoyó los codos sobre la mesa, se cogió la mano izquierda con la derecha y descansó la barbilla en ellas.

– No lo sé.

Pasó un rato antes de que Noah se decidiera a hablar:

– Te he echado mucho de menos.

Una sonrisa asomó a los labios de Sarah, desvaneciéndose en seguida. Ésa fue su respuesta.

– Adelante, dilo -la instó él.

– Creo que será mejor que no lo haga.

– Dilo de todos modos.

– Yo también te he echado de menos.

Se miraron un momento, quedando patente en sus miradas la soledad de aquellos meses. Mandamás comenzó a ronronear. Noah dejó de acariciarla.

– He hecho cosas difíciles en mi vida, pero venir aquí esta noche las supera a todas.

– ¿Entonces, por qué lo has hecho?

– Porque estoy viviendo un infierno y el infierno no es precisamente mi lugar favorito para vivir. ¿Y tú qué?

– Sí. Lo mismo.

– Ahora ya hay mujeres bonitas y decentes en Deadwood, pero preferiría comer barro antes que salir con una de ellas. Maldita seas por eso, Sarah Merritt.

Otra sonrisa fugaz se dibujó en los labios de ella, tan triste como la anterior.

Noah respiró hondo, un ligero escalofrío le recorrió el cuerpo y echó la cabeza hacia atrás, contra el respaldo de la silla. Cerró los ojos, hizo oscilar la mecedora y suspiró.

– Estoy tan cansado.

Al observarlo, un deseo casi irrefrenable se apoderó de Sarah: dejar la silla, cruzar la corta distancia que los separaba, cogerle las mejillas con las dos manos, besar sus ojos cerrados y descansar su mandíbula contra la frente de él.

No obstante, se limitó a ponerse en pie y llenar su taza de café sin ofrecerle a Noah.

– Supongo que ya sabes que Addie está embarazada.

– Sí.

– Qué irónico, ¿no?… -De pie, mirando el hornillo y con un dedo en el asa de la taza, agregó-: Que yo quiera estar en su lugar.

Noah abrió los ojos y examinó la larga espalda, con el horroroso chal anaranjado cubriendo la blusa marrón y el cabello enmarañado cayendo sobre las dos prendas.

– ¿En serio lo deseas?

– Sí, mucho. Los envidio.

– Me sorprende.

– A mí también. Siempre creí que mi trabajo de editora bastaría para hacerme feliz.

– ¿Y no es así?

Sarah no contestó.

Noah suspiró.

Transcurrió un buen rato antes de que él le preguntara:

– ¿Quieres que hablemos de tu padre, Sarah?

– Mi padre ya no se menciona en esta casa.

– Tu padre ha sido mencionado en cada una de las palabras que hemos pronunciado desde aquella noche en que Addie desveló su secreto.

– Lo quería más que a ninguna otra persona en este mundo y él traicionó ese amor del modo más imperdonable.

– Y ahora yo estoy pagando por lo que él le hizo a tu hermana. ¿Hasta cuándo?

– ¿Por qué no vas en busca de alguna de esas otras mujeres? Sería mucho más fácil para tí.

– Porque es a tí a quien quiero. Ya te lo he dicho. Me he mantenido durante seis meses alejado de tí, tratando de olvidarte, pero no ha funcionado. Todavía te amo.

Ella le daba la espalda y Noah trataba de interpretar sus casi imperceptibles movimientos, la ligera caída del mentón, la forma en que sostenía la taza sin beber. Sarah la dejó en la pila, luego volvió a la silla y retomó la pose anterior con la mejilla sobre las manos unidas.

– Casarme contigo sería una estupidez absoluta.

– Pero lo deseas, ¿no es verdad?

– Sí.

– ¿Qué pasaría si me acercara, te besara y te acariciara no precisamente como un hermano?

Ella rió pesadamente y movió dos veces la cabeza de izquierda a derecha.

– ¿Ves? A eso me refería al decirte que para venir he tenido que hacer acopio de valor. Si me volvieras a rechazar sería la última vez. No podría volver nunca.

– Estos últimos meses he tenido un pensamiento de lo más descabellado -admitió Sarah, mirándolo nuevamente por encima de sus manos enlazadas-. Es absurdo, incluso pecaminoso, pero lo cierto es que lo he tenido: durante los momentos de mayor debilidad, cuando te añoraba tanto que me preguntaba si moriría por ello, pensaba, ¿por qué no casarme con Noah y establecer un acuerdo silencioso, por el cual él pueda ir a Rose's como lo hacía cuando lo conocí? Bueno, ya lo he dicho. Ahora sabes qué clase de mujer soy.

Las comisuras de la boca de Noah se arquearon hacia arriba con tristeza.

– Sola, asustada… igual que yo.

Se miraron. El silbido de la lámpara se hacía audible y el hornillo de hierro irradiaba calor. La sinceridad de la conversación los desconcertaba y aliviaba.

– Ahora te contaré mi secreto; es algo que he deseado hacer muchas veces… venir aquí y arrastrarte hasta arriba, desnudarte y besarte por todos sitios para demostrarte que cuando se ama como nosotros nos amamos, eso es algo natural. ¿Quieres intentarlo?

Sarah se rió fuerte pero brevemente.

– Por supuesto que no.

– No, por supuesto que no. Si aceptaras dejarías de ser Sarah Merritt, yo no te amaría y no estaríamos aquí sentados sufriendo de este modo. Entonces, ¿qué vamos a hacer?

La boca de Sarah se frunció amenazando llanto. Movió la cabeza como única respuesta:

– No lo sé. Tengo tanto miedo.

Noah puso los pies en el suelo y la mecedora dejó de moverse. Se inclinó hacia delante, ahuyentando a la gata, apoyó los codos sobre las rodillas y clavó su mirada en Sarah. Cuando habló, su voz sonó tensa y mecánica.

– ¿De verdad me añoraste tanto que pensabas que podías morir por ello?

– Sí -susurró, sintiendo que su barbilla acumulaba calor allá donde entraba en contacto con sus manos.

– Entonces, ven -dijo él, señalando un punto en el suelo a mitad de camino entre ellos-. Ahí.

A Sarah le pareció que estaba pegada a la silla. Todo lo que debía hacer era ponerse en pie y abrazarlo. La otra alternativa era verlo desaparecer para siempre por esa puerta, el regreso al infierno en que vivía desde que se habían separado.

Durante aquellos últimos seis meses, Sarah se había movido en un vacío incoloro e insípido, pero aquella noche, la sola presencia de Noah la había devuelto a la vida. Él entraba en una habitación y su apatía se desvanecía como la escarcha sobre el vidrio de una ventana iluminada; Sarah volvía a sentir.

Conservar la distancia era una agonía. Ver su propio tormento reflejado en el rostro de Noah la llenaba de angustia. ¿Era eso la pasión? Ahora la deseaba, no por la pasión en sí, sino porque sin ella estaba perdida.

– Ven -Volvió a decir Noah.

Sarah contuvo las lágrimas, empujó la silla hacia atrás, el temor y el deseo se cernían sobre ella como una mano enorme que le impedía levantarse. Se apoyó sobre la superficie de la mesa y se puso en pie.

Noah se incorporó y esperó.

– Quisiera ser Addie -susurró ella al tiempo que comenzaba a avanzar hacia él.

– No, no es verdad -contestó Noah, moviéndose también-, porque entonces tú y yo no existiríamos.

Se encontraron en la esquina de la mesa, deteniéndose el uno frente al otro antes de unirse en un débil abrazo. Se mantuvieron así, aclimatándose al torbellino de emociones que afluían a sus corazones, antes de que él se apartara, la mirara y la besara con suavidad. El peso abrumador de la soledad se desvaneció, el beso se convirtió en una fusión y el abrazo en un reclamo de lo que cada uno había entregado. Sarah le rodeó el cuello con los brazos y él la apretó contra su cuerpo. Se quedaron quietos, corazón con corazón, los ojos cerrados, los temores esfumándose con la dicha del reencuentro. Se besaron apasionadamente, probándose mutuamente y a sí mismos, permitiendo que el contacto los calentara, hasta que sus bocas se abrieron y sus lenguas se encontraron. Sarah dejó escapar un gemido breve y él respondió haciendo el abrazo más apasionado. De pronto, su resistencia se esfumó y el beso se hizo apremiante; sus cuerpos ardían después de tantos meses de abnegación. Noah también emitió un sonido ronco, ni un sollozo ni un gemido, más bien el angustioso final de la agonía; sus manos se aferraron al tejido de lana del chal; las de ella, al cuero liso del chaleco.

Al cabo de un rato separaron sus bocas, unidos en un abrazo aún, y permitieron que sus sentimientos fluyeran.

– Oh, Noah, te amo -dijo ella-. Te he echado tanto de menos. Era tan desdichada sin tí.

– Yo también te amo. Dímelo otra vez.

– Te amo, Noah.

Él la abrazaba con tanta fuerza, que los pies de Sarah dejaron de tocar el suelo.

– Nunca imaginé que te lo oiría decir de nuevo.

– Estuve siempre tan cerca de decírtelo… lo siento, Noah, pero te quiero, te quiero y nunca creí que estar enamorada fuera tan terrible.

– Ni tan maravilloso.

– Ni tan aterrador.

– Ni tan solitario. Cientos de veces cada día tenía que reprimir el impulso de pasar por delante de tu oficina.

– Yo me pasaba el día mirando por la ventana esperando verte.

– Y después nos encontrábamos en la acera y actuábamos como si ni siquiera nos conociéramos.

– Nadie me soportaba.

– A mí tampoco. Estaba de mal humor con todo el mundo.

– Yo contestaba de mala manera y me volví irritable e inquisitiva. Provoqué la partida de Patrick con mi mal genio y ahora lo echo mucho de menos. Y el pobre Josh… me he portado muy mal también con él. Nada parecía andar bien sin tí, nada.

Se besaron otra vez, sin vergüenza y con ardor, buscando los movimientos que reflejaran lo que sentían. Cuando separaron sus labios, Noah tenía sus dos manos en el pelo de ella y le tiraba la cabeza ligeramente hacia atrás.

– No quiero volver a pasar por esto nunca más -dijo él con fiereza.

– Yo tampoco.

Se miraron a la cara. Ocupaban un pequeño espacio del suelo de la cocina, las zapatillas de fieltro de Sarah entre las botas camperas de color marrón de él. Noah le soltó el pelo y empezó a acariciárselo hacia atrás desde las sienes.

– ¿Cómo te sientes? -le preguntó.

– Como si hubiera estado viviendo bajo el agua durante mucho tiempo, y acabara de subir a la superficie y respirado aire.

– ¿Qué más sientes?

Con la cabeza echada hacia atrás y la garganta arqueada, las palabras brotaron difíciles:

– Te deseo.

Las manos de él dejaron de moverse.

– Voy a hacer algo. No te asustes. -La cogió en brazos, como si fueran una pareja de recién casados al atravesar el umbral de su casa y le ordenó-: Apaga la lámpara.

Sarah se estiró en los brazos de Noah y ajustó el tornillo de bronce. Acto seguido rodeó el cuello del hombre con sus brazos. Noah fue hasta la mecedora, donde se sentó, quedando ella en su regazo y con las piernas colgando desde el brazo de la silla.

– Di mi nombre -susurró.

– Noah.

– Otra vez.

– Noah.

– Sí, Noah… y todavía quiero casarme contigo.

Comenzó a mecerse despacio y siguió acariciándole el pelo hacia atrás desde la sien izquierda, en tanto la otra mano ascendía por la espalda y se cerraba, apenas perceptible, en el cuello, jugando con él debajo del pelo. La besó en la boca… suavemente… suavemente… y continuó meciéndola, relajándola, tocando con sus labios otras partes de su anatomía… la mejilla, la ceja, el mentón. Le hundió la nariz en la garganta; sintió la cabeza de ella echándose hacia atrás y la calidez de su pelo abandonar su mano izquierda. Le tocó el pecho tal como le había tocado el pelo, un descubrimiento en la oscuridad, un suave roce sin presión. La oyó contener el aliento y siguió mimándola con delicadas caricias de su pulgar, mientras su antebrazo descansaba en el estómago de ella.

– Te amo, Sarah -le dijo al oído.

Percibió un estremecimiento surgiendo de lo más hondo de su ser. Acarició su pecho, ahora endurecido por la excitación. Sarah musitó algo, un sonido apagado y no articulado, escurriéndose desde su garganta, mientras cubría las manos de Noah con las suyas y las apretaba contra su cuerpo. Enderezó la cabeza con dificultad y se llevó a la boca la mano abierta de él para besarla tres veces, devolviéndola de nuevo a la calidez de su pecho. Cerró los ojos y permaneció sentada, inmóvil, dejando que la mano de él jugara con su carne. Cuando Noah la besó de nuevo, los labios de Sarah estaban abiertos, su respiración entrecortada escapaba en maravillosos y suaves jadeos.

El beso acabó. Sarah susurró sorprendida:

– Oh, Noah…

Él apartó la mano de su pecho y corrigió un poco la postura de su cuerpo, de modo que la frente de ella quedara apoyada contra su cuello. La mecedora volvió a producir el sonido rítmico y débil en su roce con el suelo.

– Oh, Noah -repitió, su aliento cálido contra el cuello de él.

Él sonrió en la oscuridad y siguió meciéndola.

– ¿Entonces te casarás conmigo, mujer testaruda?

– Sí, me casaré contigo, hombre incorregible.

– Te aseguro que no iré a Rose's.

– No creo que tengas necesidad.

Noah detuvo el balanceo de la mecedora y la besó… con mucha menos desesperación que unos momentos antes, pero inclinándose hacia delante y abrazándola fuertemente, hasta que su chaleco de cuero crujió. La besó de muchas maneras delicadas y antes de deshacer el beso, retuvo un rato sus labios sobre los de ella.

– ¿Es posible que haya visto tu broche de compromiso sobre la mesa?

– Sí, allí está.

– ¿Necesitas que encienda la luz para encontrarlo?

– No, claro que no, puedo dar con él en la oscuridad. Lo he hecho muchas veces. -Abandonó el regazo de Noah, manteniendo, eso sí, una de sus manos entre las de él mientras se estiraba hacia la mesa. Se volvió a sentar en sus rodillas y se prendió el broche en la blusa, a la altura del corazón-. Listo -dijo al tiempo que volvía a apoyar su cabeza en el pecho de Noah-. Ahora todo está en su sitio.

– Veamos -susurró él. Encontró el broche palpando con sus manos y, si al hacerlo volvió a tocarle los pechos, ella no puso más reparos que la primera vez.

Minutos después, Sarah murmuró:

– ¿Noah?

– ¿Mmm?

Se mecían nuevamente, deseando que Addie y Robert no volvieran nunca de la cena.

– Ha sido maravilloso.

Noah sonrió y continuó dando impulso a la mecedora.


Se casaron el día de Nochebuena a las cinco de la tarde. Birtle Matheson ofició una ceremonia breve y tranquila con la única presencia de dos testigos: Addie y Robert. Sarah llevaba un sencillo vestido de satén color marfil, hecho por Addie, y en la mano, una diminuta Biblia de marfil adornada con cintas a juego. Llevaba el pelo recogido en un moño estilo francés, entre la coronilla y la nuca, adornado por un aljófar a su alrededor, obra también de Addie y, por primera vez en su vida, se había pintado los labios.

Noah llevaba puesto el traje negro que había comprado algunos meses antes para aquel acontecimiento, con chaleco cruzado, camisa blanca con cuello doblado en las puntas y una corbata negra larga con nudo corredizo.

Después de la ceremonia, los cuatro cenaron en casa de Robert y Addie, acompañando la comida con champán y un pastel que Emma, a quien no le había molestado la noticia de que la ceremonia sería privada, había preparado para la ocasión.

Su amiga le había dicho al enterarse:

– Como tú digas, Sarah, y que Dios bendiga este día.

Camino de su nuevo hogar después de cenar, Sarah pensaba: «y que Dios bendiga también esta noche… oh, por favor».

La casa donde viviría como esposa de Noah Campbell estaba tal y como la recordaba, sencilla y a medio arreglar, esperando sus elecciones en los enseres que habían de comprar. Al entrar en la cocina, exclamó:

– ¡Vaya, qué calorcito hace aquí dentro!

– Le dije a Josh que mantuviera la estufa encendida.

– Oh, qué considerado, Noah… gracias.

Encendió una lámpara y se acercó a Sarah por detrás para ayudarla a quitarse el abrigo. Lo colgó junto al suyo y volvió con ella.

– Tengo otra sorpresa para ti. Ven. -La cogió de la mano y, con la lámpara en la otra la condujo, escaleras arriba, hasta el dormitorio. Cuando llegaron a la puerta se hizo a un lado para dejarla pasar primero. En un rincón, un bonito abeto se elevaba en un cubo lleno de arena, adornado con figuras de cartón y velas de cera rojas sujetas con pinzas de hojalata.

– Oh, Noah -dijo encantada-. ¿Cuándo lo has hecho?

Ella había ido a la casa poco antes de la ceremonia para dejar parte de sus pertenencias, y en aquel rincón, desde luego, no había un abeto.

– Esta tarde, cuando te fuiste. Debo confesar que contraté a Josh para que fuera a buscarlo.

– Tiene un olor delicioso. ¿Podemos encender las velas?

– Desde luego. Pero será mejor que antes suba un poco de agua, por si acaso.-Dejó la lámpara sobre la cómoda, cogió la jarra de la palangana y añadió-: Enseguida vuelvo.

A solas, Sarah se llevó las manos a las mejillas y miró la cama, tratando de conservar la calma.

Noah volvió a los pocos minutos con la jarra llena y algunas cerillas. Encendió una en la suela de su bota y prendió las mechas de diez velas diminutas. Las sombras de las agujas del pino se proyectaban en el techo y en las paredes. Observaron las llamas en silencio, hasta que él giró la cabeza hacia ella y le susurró al oído:

– Feliz Navidad, señora Campbell.

Sarah lo miró a los ojos y respondió:

– Feliz Navidad, señor Campbell. -El pulgar de él acarició el de ella… una, dos veces… después concentraron la atención otra vez en el árbol. La cera roja se derretía y caía sobre las ramas inmediatamente inferiores, así hasta llegar al suelo.

– Me temo que tendremos que apagarlas.

– Fue bonito mientras duró.

Sarah apagó las velas soplando y se quedó entre el aroma del humo que salía de las mechas quemadas.

– Nos has proporcionado un bonito recuerdo, Noah. Gracias.

Él se apartó un poco de Sarah y ella sintió el movimiento a sus espaldas. Se volvió para descubrir que Noah se había quitado la chaqueta y se estaba desaflojando el nudo de la corbata.

– Necesitarás ayuda con los botones -dijo él.

– Oh… sí. -Apartó el rostro ruborizado y le dio la espalda.

Él se aproximó a ella para hacerle los honores.

– Gracias -susurró cuando el último botón estuvo desabrochado.

Noah carraspeó y dijo:

– Tengo que salir a por leña para la estufa. -Al escuchar los pasos alejándose hacia la puerta, Sarah miró por encima de su hombro en aquélla dirección. Noah se detuvo en el marco y añadió-: El agua de la jarra está tibia. -Y desapareció sin ni siquiera llevarse la lámpara.

Se sintió tan aliviada que expulsó aire hinchando con fuerza los mofletes. Él le había dicho que, en alguna ocasión, se había imaginado desvistiéndola y besándola por todas partes; Sarah había supuesto que así empezaría ese interludio, y a pesar del episodio en la mecedora, en que su ropa había permanecido intacta, hasta el último momento había temido echarse atrás y estropear su noche de bodas. En cambio, Noah se mostraba romántico y considerado como ella jamás hubiera imaginado.

Le concedió más tiempo del necesario. Cuando regresó, Sarah tenía el camisón abotonado y cerrado en la garganta, se había lavado la cara y se estaba cepillando el pelo frente al espejo de la cómoda.

Se giró hacia la puerta cuando él se detuvo allí y trató de ocultar la sonrisa que se dibujaba en sus labios: Noah llevaba un pijama a rayas rojas y blancas.

– Muy bien, puedes reírte -dijo levantando los brazos y bajando la vista-. Es la primera vez que uso pijama. Pensé que te gustaría, pero me siento un maldito afeminado.

Con la parte posterior del cepillo tapando su boca, Sarah soltó una gran carcajada y flexionó el cuerpo hacia delante. Ni en la más extravagante de sus fantasías sobre la noche de bodas se había imaginado riendo. Cuando se enderezó, vio que Noah también reía, estudiando sus pies desnudos y sus tobillos más bien flacos.

– Ay Dios -masculló apuntando con un pulgar la cama-. ¿Te importaría meterte dentro, así me meto yo también y dejas de reírte?

Sarah cedió al deseo de Noah, todavía sonriendo, eligiendo el punto más cercano a la pared. Él se acostó a su lado, dejando la lámpara encendida y tirando de las sábanas hasta la cintura de ambos.

Boca arriba, Sarah pensaba: «es maravilloso. Sabe que estoy nerviosa y hace todo lo posible por ponérmelo fácil».

Noah se puso de lado, apoyó la cabeza en una mano y encontró enseguida la de Sarah; entrelazaron los dedos y le besó los nudillos.

– Sé que estás asustada, pero no hay motivo.

– Pero… no sé qué hacer.

– No necesitas saberlo. Yo sé.

Y sabía, vaya si sabía. Utilizó todo tipo de técnicas, una tras otra, empezando con un beso tierno, dulce y húmedo, al tiempo que encontraba su pie desnudo bajo las sábanas y lo acariciaba con uno de los suyos. Ladeó la cabeza y la planta de su pie se restregó por el tobillo de Sarah, después le enganchó la pierna por detrás y la mantuvo cautiva. Separaron sus labios y Noah acarició la mandíbula y el cuello de Sarah con su nariz.

– ¿Cómo puedes oler a rosas en pleno invierno? -preguntó.

– Me puse un poco de agua de rosas cuando bajaste a por leña.

– ¿Lo hiciste? -Se echó hacia atrás y sonrió, a centímetros de la cara de ella, mientras le acariciaba la mejilla con el puño cerrado.

– ¿También te has puesto agua de rosas aquí?

Sarah se sonrojó más.

– ¿Es normal que los hombres se burlen de las mujeres cuando están en la cama?

– No lo sé. Este sí lo hace. ¿Te molesta?

– No lo esperaba, es… yo… no suelo ruborizarme.

– Te sienta muy bien. Creo que intentaré que ocurra a menudo.

– Oh, Noah… -Bajó la cabeza con timidez.

Él le levantó la barbilla y la besó tan fugazmente que su sombra no llegó a cubrir por completo sus labios. Luego otra vez, en una comisura de la boca… y en la otra… después en el mentón… y en el cuello.

– Mmm… recuerdo este aroma. Olías así hace exactamente un año.

– Y tú olías así cada mañana, después de afeitarte, sentado a la mesa del desayuno en la pensión de la señora Roundtree. -Noah la miró sorprendido y sonriente.

– No sabía que lo notaras.

– Notaba muchas cosas tuyas. Memoricé todas tus camisas, tus platos favoritos y algunos gestos que solías hacer. Pero, por encima de todo, me gustaba tu pelo… tienes un pelo precioso, Noah.

Noah estaba absolutamente inmóvil, apoyado en un codo, sus ojos grises clavados en aquellos hermosos ojos azules.

– Tócalo -susurró.

Sarah levantó ambas manos y las hundió en las tupidas y brillantes greñas de Noah, despeinándolas, desordenándolas, viviendo una fantasía al tiempo que él deslizaba su cabeza hacia los botones del entrepecho de Sarah. Mientras las manos femeninas seguían moviéndose entre su pelo su aliento la calentaba; sus labios se entreabrieron y dibujaron las curvas de sus senos dentro del camisón.

Sarah cerró los ojos y sus dedos se relajaron en el voluminoso pelo castaño hasta paralizarse cuando Noah encontró y cubrió con su lengua la parte más prominente de su pecho. «Ohh», suspiró sorprendida por la sensación y por su propia reacción. Agarró la cabeza de él y la atrajo hacia sí con fuerza, primero hacia un pecho, luego al otro, que él mordisqueó… ¡lo mordisqueó!… haciéndola estremecerse de la cabeza a los pies.

De pronto, Noah se apartó con brusquedad, como un nadador emergiendo de aguas profundas; llevó entonces sus labios a los de ella, acoplando sus cuerpos mientras todo se hacía apremiante. Entre sábanas, pijamas y camisones, acercaron sus cuerpos tanto como pudieron.

Y entonces, Noah se apartó con violencia, ordenándole:

– Siéntate. -Él hizo lo mismo, la ayudó a incorporarse y tiró del bonito camisón blanco hasta que se atascó en las caderas-. Un poco más.

Y tirando con habilidad y esfuerzo, la prenda salió, voló sobre la cabeza de Sarah y aterrizó en el suelo, donde al instante llegó también el pijama de Noah, que, abrazado a la mujer se dejó caer sobre la cama.

Sus cabezas aterrizaron a la altura de las almohadas, sus ojos muy abiertos, carne desnuda contra carne desnuda, el pecho izquierdo de Sarah en la mano abierta de Noah.

– Si te duele dímelo -le advirtió él con voz ronca.

Ella asintió dos veces con movimientos rápidos de cabeza, los ojos muy abiertos y sin aliento.

Bajó del pecho a la cadera, donde pasó su mano por debajo para sostener el cuerpo de Sarah y mostrarle el movimiento, fluido, rítmico y enteramente tentador. Se besaron con pasión y desesperación, llevados por la sensación de implacabilidad que trae consigo la primera vez. Noah le cogió una rodilla y la llevó hasta la altura de la cintura; deslizó la mano por el muslo de la mujer jadeante hasta su parte más íntima. La acarició.

«Oh», gritó ella, y «Oh» de nuevo en tanto su rostro se contorsionaba contra la almohada. En cierto momento, él cogió la mano de Sarah y le susurró: «Aquí… así». Y todo lo que ella había creído sórdido y sucio se tornó sublime.

Hombre astuto y maravilloso, la hizo desear con ardor el momento de la unión. Y después, gritar con la garganta tensa hacia atrás. Y finalmente, la hizo aferrarse con sus pies a su cuerpo estremecido.


Cuando todo terminó, se quedaron abrazados, exhaustos, respirando el olor de sus cuerpos húmedos de sudor.

Ella rió radiante de júbilo una vez, con los ojos cerrados y su cara en el pecho de él. Noah corrigió un poco la posición de la cabeza de Sarah, de modo que pudiera acariciarle las comisuras de los labios.

– Bueno, ahora ya sabes -dijo sonriendo.

– Tanta preocupación por nada.

– ¡Nada! -exclamó, levantando la cabeza de la almohada hasta que ella se rió y él se dejó caer de nuevo.

Descansaron un rato, satisfechos.

– ¿Noah?

– ¿Mmm?

– Dijiste que me besarías por todas partes. Me debes unas cuantas partes.

Una risa ahogada subió desde el pecho de Noah y brotó en su garganta.

– Ahhhh, Sarah Campbell, veo que he dado comienzo a algo.

Lo había hecho. Es más, tuvo que acabarlo más de una vez aquella noche.

A medianoche, todavía estaban despiertos, demasiado hechizados para perder el tiempo durmiendo. Sarah descansaba con la cabeza sobre un brazo de Noah; de pronto, se puso derecha y exclamó:

– ¡Noah, escucha! ¡Abre la ventana!

– ¿Qué?

– ¡Abre la ventana… rápido! Creo que oigo los repiques.

Él obedeció; apagó la lámpara, descorrió luego las cortinas, y levantó el bastidor de la ventana. Cuando sintió el aire frío penetrando en la habitación, volvió deprisa a la cama, tiró de sábanas y mantas hasta el cuello y atrajo el cuerpo de Sarah hacia el suyo.

– Oh, Noah, escucha… Adeste Fideles, como el año pasado.

Noah empezó a cantarle la canción al oído.

Ella se le unió, en voz tan baja que algunas palabras surgían apenas como murmullos.

Cuando terminó, se quedaron inmóviles; la felicidad se dibujaba en sus caras.

– Es curioso -dijo él-, nunca había considerado Adeste Fideles una canción de amor.

– Tendríamos que cantarla cada Navidad, para celebrar nuestro aniversario.

– Con o sin acompañamiento -añadió él.

Pensaron en ello durante un rato, en las Navidades que habrían de venir, en todos los años de felicidad que se acumularían, uno tras otro, mientras les contaban a sus hijos la historia de su difícil comienzo, su boda el día de Nochebuena y la melodía de los triángulos filtrándose por la ventana.

Más tarde, cuando ya habían escuchado un buen repertorio de villancicos, el cuarto estaba helado y la ventana cerrada y trataban de darse calor mutuamente, Noah pegó su cuerpo al de Sarah como una página de un libro a otra y dijo:

– Seremos felices, Sarah.

– Mmm… eso creo -respondió ella soñolienta.

Noah cerró los ojos y susurró contra la espalda de la mujer:

– Te amo.

– Yo también te amo -musitó Sarah.

Y libres, se durmieron.

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