Territorio de Dakota, septiembre de 1876
La diligencia de Cheyenne llegó con seis horas de retraso y dejó a Sarah Merritt en Deadwood a las diez de la noche, y no a media tarde como estaba previsto. El coche de caballos se alejó con estruendo y la mujer quedó en la oscura calle embarrada delante de una tosca cantina. Delante de varias toscas cantinas. ¡Toda la calle estaba llena! El ruido era ensordecedor… una mezcla de gritos, risas, música de banjo y disputas. ¡Y aquel olor… Dios mío! ¿Es que nadie recogía el estiércol de los animales en aquel pueblo? Caballos y mulas se alineaban en el amarradero; uno de ellos roncaba.
Sarah retrocedió unos pasos y miró con el ceño fruncido el letrero que había sobre su cabeza. Bar Eureka. Observó el lugar… un edificio de madera sin pintar, erigido toscamente y flanqueado por una estructura similar a la izquierda y una construcción de troncos a la derecha. La puerta de la taberna estaba cerrada, pero la sombría luz que arrojaba el farol de queroseno a través de la ventana se derramaba sobre algunos de los escalones de madera que conducían directamente de la cantina al barro, ya que no había acera de tablas.
Sarah contempló los baúles y la sombrerera a sus pies, preguntándose qué hacer.
Antes de que pudiera decidir, sonaron tres disparos, una mula rebuznó, la puerta del Eureka se abrió y un grupo de alborotadores salió precipitadamente del interior y bajó en desorden los peldaños. Sarah agarró la sombrerera y se ocultó todo lo rápido que pudo a la sombra de la pared de la cantina.
– ¡Mata a ese ladrón de minas, Soaky! -bramó alguien-. Desfigúralo para que ni su madre lo reconozca.
Un puño impactó contra un mentón.
Un hombre se tambaleó y perdió el equilibrio al topar con los baúles de Sarah. Se puso en pie y se abalanzó sobre suoponente sin advertir con qué había tropezado. La multitud turbulenta se movía de un lado a otro, arremolinándose, gritando y blandiendo los puños y las jarras de cerveza. Alguien tropezó pesadamente con una mula, que rebuznó y se apartó de un brinco.
– ¡Mata a ese hijo de perra!
– ¡Sí, mátalo!
Dos espectadores se subieron a los baúles de cuero de Sarah para poder ver mejor.
– ¡No! ¡Bájense de ahí! -gritó ella. Cuando se movió, uno de los borrachos la vio.
– ¡Por el amor de Dios, una mujer! ¡Me oís, muchachos, una mujer!
La pelea se interrumpió como si hubiera sonado una alarma de incendio.
– Una mujer…
– Una mujer… -La palabra pasaba de un hombre a otro mientras formaban un corro a su alrededor, como la niebla.
Sarah permanecía con la espalda pegada a la pared de la taberna, los pelos de la nuca erizados y aferrada a las cintas de la sombrerera mientras los hombres observaban embobados su falda, el sombrero y la cara como si nunca hubieran visto a una mujer.
– Buenas noches, caballeros -dijo Sarah a modo de saludo, haciendo alarde de valor.
Silencio. Los hombres seguían escrutándola boquiabiertos.
– ¿Alguien podría indicarme dónde está la casa de la señora Hossiter?
– ¿Hossiter? -repitió una voz ronca-. ¿Alguien conoce a una mujer llamada Hossiter? -Sobre el grupo se elevó un murmullo y todos sacudieron la cabeza-. Lo siento, señorita. ¿Cómo se llama su esposo?
– Me temo que no lo sé, pero el nombre de mi hermana es Adelaide Merritt y trabaja para ellos.
– Nadie llamado Merritt vive por aquí. Ni tampoco Hossiter. No hay más de veinticinco mujeres en este cañón y las conocemos a todas, ¿verdad, muchachos?
Los hombres asintieron con la cabeza.
– ¿Qué hace su hermana?
– Trabajo doméstico y, sin lugar a dudas, dijo que su patrona se llamaba señora Hossiter.
– ¿Ha dicho patrona? -La voz del hombre mostraba un vivo interés. Extendió los brazos y empujó al grupo hacia atrás-. Vamos, muchachos, no acorraléis a la dama, dejad que salga a la luz para que la podamos ver mejor. Mi nombre es Shorty Reese, señorita, y haré todo lo que pueda para ayudarle a encontrar a su hermana. -Se quitó el sombrero, la cogió del brazo y la llevó hasta el pie de los escalones, donde la luz de la taberna iluminaba la escena. Allí, Sarah vio que era un cuarentón de rostro arrugado, sin un diente y vestido con ropa sucia.
– Si me permiten, en esos baúles tengo una fotografía de mi hermana. Tal vez alguno de ustedes la reconozca.
Los hombres retrocedieron y dejaron que desabrochara la hebilla de uno de los baúles, del que extrajo un daguerrotipo de color sepia de Adelaide y ella hecho cinco años antes. Se lo entregó a Shorty Reese.
– Tiene veintiún años, pelo rubio y ojos verdes.
Shorty volvió el daguerrotipo hacia la luz, ladeó la cabeza y lo observó detenidamente.
– Pero si es Eve -declaró-, una de las chicas de Rose, pero no es rubia. Su pelo es tan negro como el final de la galería Número Catorce.
– ¿Eve?
– Así es. ¿No es verdad, muchachos? -Pasó la fotografía para que los demás la vieran.
– Claro que es Eve.
– Ajá, es ella.
– Es Eve. -El retrato volvió a las manos de Sarah-. Puede encontrarla en Rose's, en el extremo norte de la calle Main, a la izquierda. ¿Le importaría decirme, señorita, si también piensa trabajar para Rose?
– No señor. Pienso editar un periódico.
– ¡Un periódico!
– Eso es. Empezaré en cuanto llegue mi imprenta, si es que aún no ha llegado.
– Pero usted es una mujer.
– Sí, señor Reese, lo soy. -Sarah guardó de nuevo la fotografía en el baúl y ajustó las correas-. Muchas gracias por su ayuda. Ahora, si me indicara la dirección de un hotel, le estaría muy agradecida.
– ¡Ayudadla con los baúles, muchachos! -gritó Reese-. ¡La acompañaremos al Grand Central!
– No, por favor… yo…
– Será un placer, señorita. No tenemos muchas ocasiones de ver a una dama por aquí. Como le he dicho, no hay más que un par de docenas de mujeres en Deadwood, si llegan.
Aunque no le entusiasmaba la idea de hacer su entrada en Deadwood en compañía de la clientela del bar Eureka, Sarah no veía cómo podría llevar sola los dos baúles al hotel. Además, tenía presente que, como editora de un periódico, era prudente evitar enemistarse con cualquier lugareño durante su primera noche en el pueblo. Aquél era un pueblo de buscadores de oro. El oro implica dinero y el dinero intereses poco nobles. Cualquiera de aquellos hombres podía ser el dueño del terreno que ella podía estar interesada en comprar o del edificio que podía querer alquilar o, incluso, miembro del Concejo Municipal.
– Gracias, señor Reese. Le agradezco su ayuda. -Se encontró rodeada por el ruidoso grupo que, cargando sus baúles, la escoltó hasta el final de la manzana.
– Tiene suerte -comentaba Reese mientras subía los escalones de un edificio alto, de fachada simulada y dotado de la primera acera de madera que Sarah veía en todo el pueblo-. El Grand Central se inauguró la semana pasada. -La condujeron al interior, a través de un vestíbulo espartano. Formaron un corro a su alrededor junto al mostrador y le presentaron al recepcionista nocturno-. Te traemos una cliente, Sam. Es la señorita Merritt; acaba de llegar en la diligencia de Cheyenne.
– Se… señorita Me… Merritt. -Enrojeció y extendió su mano, flaccida y húmeda como un repollo cocido. Era un hombrecillo sin barbilla, usaba gafas redondas y sus modales eran afeminados. Vestía un traje marrón a cuadros y llevaba el pelo peinado con la raya en medio-. Es un placer co… conocerla.
– Él es Sam Peoples -dijo Shorty. Peoples estaba demasiado turbado por la presencia femenina para presentarse él mismo.
– Hola, señor Peoples. -El rubor de aquel hombrecillo era tan intenso que, por un momento, olvidó retirar la mano. Cohibida, Sarah apartó la suya; no estaba acostumbrada a causar tal impresión.
– Va a editar un periódico.
– Un periódico… bueno, bueno. Entonces será mejor que la atendamos bien, ¿no es así? -Peoples esbozó una sonrisa forzada y nerviosa. Cargó la pluma sumergiéndola en un tintero negro y se la entregó a Sarah, al tiempo que giraba el libro de registro del hotel. Al firmar, Sarah sintió a todo el grupo de hombres observándola.
Cuando hubo terminado, sonrió a Peoples y le devolvió la pluma.
– Bienvenida al Grand Central -dijo él-. El precio es de un dólar y medio por noche.
– ¿Por adelantado?
– Sí. En polvo de oro, si es tan amable. -Le dio un leve empujón a la balanza de oro que tenía en el mostrador, junto a su codo, y la dejó oscilando.
Sarah se irguió y miró al empleado a la cara.
– Señor Peoples, he pasado cinco días y seis noches en la diligencia de Cheyenne. Habida cuenta de la cantidad de asaltos que se cometen en las rutas de las diligencias, ¿cree que soy tan estúpida como para traer dinero en forma de oro?
El rostro de Peoples enrojeció aún más y se volvió hacia los hombres como buscando ayuda.
– Lo… lo lamento, señorita Merritt. So… sólo soy el empleado nocturno, no el dueño del hotel. El re… reglamento de la empresa sólo permite aceptar huéspedes que paguen por adelantado y en polvo de oro, que es la forma de pago legal aquí.
– Muy bien. -Dejó la sombrerera sobre el mostrador y comenzó a desatar las cintas-. Todo lo que tengo son bonos de la Wells Fargo. Si puede cambiarme uno por oro en polvo, con gusto pagaré por adelantado. -Extrajo un bono de cien dólares de un bolsito de organdí negro y se lo tendió.
Una vez más, Peoples se giró enrojecido hacia los hombres.
– No tengo aquí ese ti… tipo de oro. Pero podrá cam… cambiarlo en el banco mañana por la mañana.
– ¿Y mientras? -Sarah lo miró con determinación.
– ¿Vas a dejar que una dama duerma en la calle, Peoples? -inquirió uno de los espectadores.
– El señor Winters me… me dio órdenes estrictas. -Cuanto más se alteraba, más tartamudeaba-. Pu… puede dor… dormir en el ves… vestíbulo, es… es todo lo… lo que puedo ha… hacer.
– ¡En el vestíbulo! -Una bolsa de cuero aterrizó sobre el mostrador junto a la balanza-. Cógelo de ahí.
– O de ahí -gritó otra voz al tiempo que una segunda bolsa se unía a la primera. Más y más bolsas les siguieron, hasta que hubo casi una docena sobre el alto mostrador.
Sarah se volvió hacia los hombres con una mano sobre el pecho.
– Muchas gracias a todos -declaró con sinceridad-, pero no puedo aceptar su oro.
– ¿Por qué no? Hay mucho más en el lugar de donde viene éste, ¿verdad, muchachos?
– ¡Claro que sí!
– ¡El Dorado! -Exclamaron levantando los brazos. Algunos levantaron también las jarras de cerveza y luego bebieron a grandes tragos.
Sam Peoples escogió una bolsa y pesó el oro con cuidado… a veinte dólares la onza, provocar aquel embarazoso contratiempo por un simple dólar y medio no parecía justificado. Cuando las bolsas fueron reclamadas por sus propietarios, se descubrió que el oro utilizado provenía de la bolsa de un hombre alto y delgado, de cabello ralo y oscuro que sonreía con mirada vidriosa. Tenía una nuez prominente, ojos rojos y llorosos y se tambaleaba sobre sus talones como sacudido por un golpe de viento.
– Gracias, ¿señor…?
El hombre se mecía y sonreía bajo los efectos del alcohol.
– Bradigan -intervino Reese-. Su nombre es Patrick Bradigan.
– Gracias, señor Bradigan.
Bradigan se inclinó hacia Sarah con la expresión de un chiquillo receloso; en su estado apenas distinguía lo que veía.
– Le devolveré el dinero mañana en cuanto vaya al banco.
El hombre respondió con un saludo despreocupado y alguien le metió la bolsa de oro en el bolsillo.
– ¿Dónde puedo encontrarle?
– Es lo menos que puedo hacer por una bella dama -balbuceó Bradigan.
– Bradigan ha bebido bastante esta noche -explicó uno de sus compañeros-. Ni se dará cuenta si le devuelve o no el dinero.
De no haber sido por las protestas de Peoples, los hombres habrían cargado con los baúles hasta la habitación.
– ¡Des… despertarán a todos mis clientes! Caballeros, por fa… favor, vuelvan al bar.
– ¡Tus clientes todavía están en las cantinas!
– Entonces vayan a reunirse con ellos.
Despachó a los hombres, que se marcharon arrastrando los pies, quitándose los sombreros y deseando buenas noches a coro a «la hermosa y pequeña dama», que Sarah no era. Medía metro sesenta y cinco sin zapatos, tenía el pelo castaño, la nariz demasiado larga y los labios demasiado delgados para que se la pudiera considerar atractiva. Sus ojos azules llamaban la atención, eran vivos y con largas pestañas; de todos modos, nadie en plena posesión de sus facultades la calificaría de hermosa.
Era una mujer de rostro alargado que en toda su vida no había generado tanta atención masculina como durante el último cuarto de hora.
– Le daré una habitación en el tercer piso. Es el más calentito -precisó en tono conciliador Peoples, transportando uno de los baúles.
La condujo por un edificio cuya característica más destacable era el tamaño. Era grande, aunque tosco en toda la extensión de la palabra, sin una sola pared revestida de yeso o empapelada, ni siquiera en el vestíbulo, donde las ventanas carecían de cortinas y los únicos toques de color los daban una escupidera de porcelana y el calendario con la imagen de una cascada que había detrás del mostrador. El suelo estaba hecho de tablones de pino que todavía despedían olor a madera recién aserrada. Las paredes eran un entramado de tablillas de mala calidad y en las junturas los nudos formaban agujeros que se asemejaban a cuencas de ojos vacías.
Las escaleras, que empezaban justo detrás del mostrador, conducían a la boca de un pasillo estrecho y oscuro. A mitad de camino, una única lámpara de queroseno colgaba de un gancho en la pared; en el piso inferior al que llegaron Sarah y Peoples había una tinaja con una tapa destinada a recoger las aguas residuales. Peoples guió a Sarah hasta su habitación, abrió la puerta y se quedó a un lado, cediéndole el paso.
– El a… agua está en una palangana en el pasillo, sólo por la mañana, y puede verter el agua sucia en la tinaja del piso inferior a éste. Las cerillas están en la pared, a su izquierda. Enseguida le traeré el otro baúl.
Una vez Peoples hubo salido de la habitación, Sarah encontró la caja de latón de las cerillas, encendió la lámpara que había junto a la cama y examinó el cuarto bajo la luz anaranjada y humeante. «Dios Santo, ¿dónde me he metido?» Las paredes eran tan austeras como las del vestíbulo, tablas sin pintar con agujeros a través de los cuales se formaban corrientes de aire. Las vigas del techo quedaban al descubierto. La ventana no tenía cortinas ni el suelo alfombras; la cama era de muelles oxidados y en la mesita de noche había sólo una lámpara… a nadie se le había ocurrido poner ni un tapete. A falta de una colcha, la cama estaba cubierta por una manta verde de lana; gracias a Dios la almohada tenía una funda de muselina. Apartó la manta y descubrió sábanas de muselina y un auténtico colchón relleno de paja y algodón. Suspiró con alivio. También había una cómoda con una jarra y un tazón encima. Abrió la puerta inferior del mueble y encontró una palangana de porcelana con cubierta.
Acababa de cerrar la puerta cuando Sam Peoples entró con el segundo baúl.
– No he probado bocado desde el mediodía -dijo Sarah-. ¿Podría comer algo?
– El co… comedor está cerrado, lo siento. Abrirá por la mañana.
– Vaya -se lamentó desilusionada.
Peoples retrocedió hacia la puerta.
– Como sabe, no hay muchas mu… mujeres en Deadwood. Será mejor que cie… cierre la puerta con la tranca. -Señaló un voluminoso tablón de madera apoyado en un rincón-. Buenas noches. Es un pla… placer tenerla aquí.
– Gracias, señor Peoples. Buenas noches.
Cuando el hombrecillo hubo cerrado la puerta, Sarah estudió los toscos soportes de madera que había a ambos lados de la puerta. La tranca era muy pesada. La levantó con esfuerzo y la colocó en su sitio; hecho esto, se volvió hacia la habitación suspirando. Se dejó caer en el borde de la cama, se hundió en ella para comprobar su flexibilidad y se echó hacia atrás con un brazo doblado sobre la cabeza. Cerró los ojos. De las cinco noches de viaje, sólo dos había dormido en una cama. Otras dos las había pasado envuelta en su abrigo, en el suelo de las cabañas de troncos que son las estaciones de las diligencias, y la otra a bordo de la misma diligencia, doblada como el metro plegable de un carpintero sobre el duro asiento forrado de piel de caballo. Su última comida decente la había ingerido el mediodía del día anterior en Hill City y había consistido en pan, café y carne de venado. La ración de ese día había consistido en tocino y café frío para desayunar, y galletas secas con agua del arroyo de Box Eider para comer. Se había dado un baño por última vez hacía nueve días, en St. Louis y olía… era consciente… a caballo viejo.
«Arriba, Sarah, el día aún no ha terminado.»
Reprimiendo un quejido, se puso de pie. La jarra y el tazón estaban vacíos. Salió al pasillo, pero en la lata tampoco había agua: «sólo por la mañana», recordó las palabras de Peoples y volvió al cuarto para sacudir el polvo de su ropa de lana, peinarse y limpiarse la cara con un paño seco. Volvió a ponerse el sombrero, se pasó la horquilla por el moño, cogió el bolso de organdí con los bonos de la Wells Fargo, el reloj de su padre y su pluma y abandonó la habitación.
Al atravesar el vestíbulo, sobresaltó a Peoples.
– No debería salir sola a la calle a estas horas, señorita -le dijo el recepcionista en tono de advertencia.
– He viajado sola desde St. Louis, señor Peoples. Soy perfectamente capaz de cuidar de mí misma. Además, mi hermana se encuentra en algún lugar de este pueblo y no la veo desde hace cinco años. Pienso hacerlo esta noche aunque tenga que sacarla de la cama.
Fuera, el estrépito de las cantinas todavía resonaba a lo largo de la calle. Las aceras entabladas aparecían de forma intermitente, dependiendo del propietario de cada parcela en que se había erigido un edificio. Mientras caminaba por Main Street, Sarah tomaba nota de que debía escribir un editorial acerca de la necesidad de uniformar la altura y el ancho de las aceras entabladas y declararlas obligatorias para todas las construcciones. Y farolas… a aquel pueblo le hacían falta farolas y un sereno que se ocupara de ellas. Desde luego, no le faltaría trabajo.
Pese al estruendo, el pueblo resultaba fantasmagórico en toda su extensión, excepto allí donde las luces de las ventanas de las cantinas se derramaban sobre las hileras de caballos dormidos. Alzó la vista. Unas pocas estrellas brillaban en el cielo formando un estrecho corredor. Las laderas del cañón pendían como los velos de una viuda, aislando a Deadwood del resto del mundo. En la oscuridad, vislumbró las sombras negras de algunos pinos en lo alto de las laderas escarpadas, separadas del pueblo por zonas más pálidas, dónde las colinas estaban desnudas de vegetación. Algunos pinos dispersos llegaban hasta el mismo borde de la calle. El viento silbaba entre ellos y por la hondonada. Era un viento frío de septiembre que levantababa su falda y avivaba el olor a excrementos frescos de animales. Sarah se tapó la nariz y apresuró el paso concibiendo otro editorial.
Pasó por una hojalatería, una tienda de comestibles, una barbería, un estanco, una ferretería, incontables tabernas y, cosa sorprendente, un enorme teatro, el Langrishe, donde había faroles encendidos y el programa anunciaba Flies in the Weed de John Brougham. Sonriendo, Sarah se detuvo y volvió a leer el anuncio. Una pizca de cultura, después de todo. Para su asombro, en la manzana siguiente, al otro lado de la calle, ¡había otro teatro, el Bella Union! Se sintió animada por primera vez desde su llegada a Deadwood. Pero ¿dónde estaba la iglesia? ¿Y la escuela? En un pueblo de aquella extensión debía de haber algunos niños. Se encargaría de averiguar cuántos.
En el extremo más alejado de Main Street, donde ésta hacía una curva a la derecha, las estructuras de madera desaparecían de forma gradual y el cañón se hacía angosto, fusionando tres calles en una. Más allá de aquel punto, centelleaban fogatas en la lejanía, motas de luz color avellana entre los cuadrados más pálidos de tiendas de campaña, iluminadas por faroles y diseminadas a lo largo del arroyo como cuentas de un rosario roto. Allí donde se unían las tres calles, el tránsito de peatones se restablecía. Hombres… sólo hombres. Miraban a Sarah y se detenían en el acto a su paso. Hombres… hombres ruidosos se agolpaban en la última manzana de edificios, cuyas puertas se abrían y cerraban constantemente dejando escapar risotadas y música de piano. Los seis edificios eran similares… estrechos, con pocos adornos y pesados cortinajes cubriendo las ventanas. Las puertas carecían de ventanas. Debía de haber un error, pensó deteniéndose frente a Rose's y leyendo los nombres de los establecimientos adyacentes… La Puerta Verde, Goldie's, El Filón de Oro, El Nido de los Tórtolos y Angeline's. Parecían ser todos bares.
Decidió que lo más seguro era llamar a la puerta de Rose's. Lo hizo y, con la bolsa de organdí entre las dos manos y pegada al pecho, esperó. Dado el ruido del interior, no era de extrañar que nadie contestara. En algún lugar a sus espaldas se hacía audible el sonido de un arroyo. Un hombre salió del edificio contiguo y desapareció en la oscuridad en dirección a las tiendas de campaña. Ajeno a la presencia de Sarah se detuvo, dejó escapar una ventosidad ruidosa, inclinó la nalga izquierda antes de que el sonido se extinguiera y continuó su camino.
Sarah volvió a golpear la puerta, esta vez más fuerte.
– Nadie llama a la puerta en Rose's -dijo una voz profunda a sus espaldas-. Entre directamente.
Sarah se sobresaltó y se giró con una mano en el corazón.
– ¡Dios santo, me ha asustado!
– No ha sido mi intención. -Un hombre alto estaba de pie tras ella. La oscuridad le impedía verle la cara.
– Dígame… ¿es éste el único Rose's en Deadwood?
– El único. Es nueva en el pueblo -dijo en tono irónico.
– Sí. Estoy buscando a mi hermana Adelaide. Trabaja de criada en casa de Rose Hossiter, pero según parece ha cambiado su nombre por el de Eve.
– Conozco a Eve.
– ¿Sí?
– A decir verdad, la conozco muy bien. Así que usted es su hermana.
– Sí… Sarah Merritt. Acabo de llegar de St. Louis. -Extendió su mano enguantada. Él se la estrechó fuerte y prolongadamente, mientras ella trataba de adivinar los rasgos del rostro de aquel hombre que quedaban ocultos bajo su sombrero.
– Noah Campbell.
– Señor Campbell -respondió Sarah con cortesía. Habría retirado la mano, pero él seguía sujetándosela.
– Bueno, señorita Merritt, es un placer inesperado. Permítame acompañarla al interior y presentarle a Rose. Ella podrá decirle dónde puede encontrar a su hermana. -Como ejecutando un paso de danza, abrió la puerta con brío y la hizo entrar, soltándole la mano mientras la puerta se cerraba pesadamente tras ellos-. Bienvenida a Rose's, señorita Merritt -añadió extendiendo su mano abierta hacia la sala.
Sarah quedó paralizada, como inmersa en una pesadilla, tratando de asimilar lo que veía: la luz mortecina de las lámparas, los muebles de colores llamativos, un loro que se movía de un lado a otro en una percha, graznando «¡Un dólar el minuto! ¡Un dólar el minuto!»; pesadas cortinas con borlas, el olor a whisky rancio y a huevos duros, el irritante humo de los cigarros, un grupo de hombres medio borrachos y una mujer desaliñada vestida de verde esmeralda con labios carmesí y una pluma en su pelo rojo. La hendidura entre sus pechos hacía que el conjunto recordara el trasero desnudo de un bebé. Era una mujer obesa, fumaba un cigarro que sostenía entre los dientes; estaba de pie y pasaba su brazo alrededor del cuello de un hombre grande y barbudo que le acariciaba las nalgas. Sarah miró a Noah Campbell.
– Tiene que haber una equivocación. Esto no es una casa particular.
– No, señorita, más bien no.
Ella le vio el rostro por primera vez. Tenía un tupido bigote castaño rojizo, nariz redonda con una ligera hendidura en la punta y ojos grises sonrientes que la escrutaban.
– Venga. Le presentaré a Rose.
Le apoyó una mano en la espalda y ella se resistió.
– ¡No! Ya le he dicho que mi hermana trabaja al servicio de la señora Rose Hossiter. ¡Y, por favor, quite su mano de mi espalda!
Él obedeció, luego retrocedió y la observó con indulgencia sin dejar de sonreír.
– Los nervios de última hora, ¿eh?
– Este lugar es espantoso. Parece un burdel.
Noah Campbell se volvió hacia la mujer de verde y luego hacia Sarah de nuevo.
– Te diré algo. -Su mirada se paseó de forma indolente por su figura-. Soy un tipo bastante convencional… Rose puede responder de mí. No me gusta andarme con rodeos, nada raro, y no más de dos o tres tragos antes de hacerlo. Pago bien, en oro puro, no estoy enfermo ni tengo piojos. Y, me he bañado. Puedes decirle a Rose que has conseguido tu primer cliente. ¿Qué te parece?
– ¿Cómo dice? -Sarah se ruborizó. Sentía la piel del pecho tensa como la que cubre una salchicha y tuvo que recurrir a todo su aplomo para no abofetearlo.
– Entiendo -manifestó él en tono confidencial, cogiéndola del brazo para llevarla hasta Rose-. Es lógico que la primera noche en un local nuevo te ponga nerviosa… pero no es necesario inventar historias acerca de que Adelaide es tu hermana.
– ¡Adelaide es mi hermana! -Se zafó del brazo de un tirón y lo miró con furia-. ¡Y ya le he dicho que no me toque!
Él levantó los brazos con las palmas de las manos abiertas, como si Sarah hubiera desenfundado un revólver.
– De acuerdo, de acuerdo, lo siento. -Su voz denotaba irritación-. Ah, las mujeres, siempre tan quisquillosas. No he conocido en toda mi vida una mujer que no lo fuera.
– ¡Yo no soy de esas mujeres! -replicó, mortificada.
Varios hombres se habían puesto en pie y se acercaron.
– ¡Eh, Noah! ¿qué tienes ahí?
– Guau, es alta… y de piernas largas… me gustan las que tienen las piernas largas.
– Ya era hora de que llegara carne fresca.
– ¿Cómo te llamas, monada?
Uno de ellos, que lucía una barba parecida a la de un macho cabrío, extendió una mano para tocarla y Sarah retrocedió, chocando contra Campbell, que la cogió por los brazos para sostenerla. Ella se apartó de inmediato y se estremeció, reprimiendo el deseo de agacharse y cubrirse con los brazos. Los hombres se aproximaron un poco más. La mayoría eran vulgares y de mirada ávida, labios húmedos y mejillas encarnadas; sus greñas necesitaban un buen corte de pelo, sus uñas una limpieza y sus cuellos ser frotados con agua y jabón. Casi todos eran viejos y descarados, pero había algunos jóvenes, y tan ruborizados como ella.
Al percibir la repentina conmoción, Rose volvió la vista y enarcó una ceja.
– Eh, Noah, ¿dónde la has encontrado? -preguntó uno de los hombres.
– En la calle -respondió Noah-, pero olvídalo, Lewis, esta noche ya está comprometida.
Rose se acercó con una mano en su enorme cadera y los pechos tomándole la delantera como un par de balas de cañón rosadas. Su expresión era arrogante y llevaba el cigarro entre dos dedos. Se abrió paso entre el grupo como un arado lo hace en la tierra, se detuvo frente a Sarah y la observó con frialdad… de arriba abajo… con sus ojos altivos de color ceniza. Dió una larga calada al cigarro, tragó el humo y habló, soltando un denso humo que se elevaba hasta el techo al abandonar su boca.
– ¿Qué tienes ahí, Noah?
– ¿Es usted Rose Hossiter? -dijo Sarah visiblemente alterada.
De cerca, la piel de Rose tenía la textura del requesón y su boca estaba ridiculamente agrandada por el pintalabios. La sombra negra de sus párpados había llegado al lagrimal y formaba gotas negras. Uno de sus dientes estaba partido y su aliento apestaba a tabaco, aunque el olor se confundía con el del perfume a lilas del valle.
– Sí. ¿Quién lo pregunta?
– Sarah Merritt. Soy la hermana de Adelaide.
La mirada penetrante de Rose examinó el sencillo sombrero de fieltro marrón de Sarah y su conjunto de lana de cuello alto, deteniéndose en sus pechos y caderas poco prominentes.
– No necesito chicas nuevas. Prueba en el local de al lado.
– No estoy buscando trabajo. Estoy buscando a Adelaide Merritt.
– No hay nadie aquí con ese nombre. -Rose le dio la espalda. Sarah alzó la voz.
– Me han dicho que se hace llamar Eve.
El comentario hizo que Rose se detuviera en seco.
– ¿Ah sí? -La mujer se giró-. ¿Y quién te lo ha dicho?
– Él. -Respondió al tiempo que se giraba hacia Campbell.
Rose Hossiter dio un golpecito con la uña del pulgar a la boquilla húmeda del cigarro y reflexionó un momento antes de preguntar:
– ¿Para qué la buscas?
– He venido a decirle que nuestro padre ha muerto.
Rose dio una calada y giró sobre sus talones.
– Eve está trabajando. Vuelve mañana por la tarde.
Sarah se adelantó y gritó:
– ¡Quiero verla ahora!
Rose le proporcionó una visión de su ancho trasero y su vulgar tocado de plumas.
– Llévatela, Noah. Ya sabes que aquí no permitimos la entrada a las de su clase.
Campbell cogió a Sarah por el brazo.
– Será mejor que se marche, señorita.
Sarah le golpeó la mano con la bolsa de organdí.
– No vuelva a tocarme, ¿me oye? -exclamó con ojos llorosos de indignación-. Este es un local público, tan público como un restaurante o una caballeriza de carruajes de alquiler. Tengo tanto derecho a estar aquí como cualquiera de estos hombres. -Con un dedo, trazó un semicírculo imaginario que abarcaba a la mitad del grupo.
– Rose quiere que se vaya.
– Me iré cuando sepa con seguridad si mi hermana trabaja aquí y qué hace. ¿Espera que crea que una criada de servicio trabaja a estas horas de la noche? No soy tan ingenua, señor Campbell.
– Chica de servicio, no criada de servicio -aclaró él.
– ¿Hay alguna diferencia?
– En Deadwood sí. Vaya si la hay. Su hermana es una prostituta, señorita Merritt, pero por estos parajes se las llama chicas de servicio. Y a las de la clase de Rose -señaló con la cabeza a la mujer-, las llamamos patronas. Este extremo del pueblo se conoce con el nombre de «el páramo». Y ahora, ¿todavía quiere ver a su hermana?
– Sí -declaró Sarah con obstinación, al tiempo que se alejaba de Campbell para instalarse entre dos hombres malolientes sentados en un horrible sillón color remolacha con brazos de caoba tallada. Uno de ellos olía a sudor seco, el otro a sulfuro. Se sentó muy tiesa, cruzando las manos sobre el bolso de organdí. No era una mujer miedosa ni fácil de amedrentar, pero al pensar que en aquel momento su hermana estaba en una habitación del piso superior, probablemente con un hombre, se le hizo un nudo en la garganta. Los hombres que había a su lado comenzaron a apretarse contra sus muslos y su corazón empezó a latir con violencia.
El tipo de la izquierda sacó un paquete de tabaco para mascar y arrancó un trozo con los dientes. El de la derecha la miraba fijamente, mientras ella mantenía la vista puesta en el loro.
– ¡Un dólar el minuto! ¡Un dólar el minuto! -chillaba.
De pronto, Noah Campbell se interpuso en su campo de visión. Ella alzó la barbilla y apretó los labios. El hombre ni siquiera había tenido la cortesía de quitarse el sombrero y despojarse del revólver; llevaba el primero calado sobre los ojos y el segundo pegado a su cadera.
– Si no es una chica de servicio -le advirtió-, no sabe donde se ha metido. Como he sido yo quien la ha hecho entrar, Rose me ha pedido que la acompañe fuera. La decisión es suya, pero si no se va tendrá que vérselas con Flossie. -Señaló a una figura que avanzaba hacia ellos-. Y no creo que le guste.
Flossie, que se había plantado frente a ella en silencio, era una india marimacho de más de un metro ochenta de altura, con un rostro que parecía cortado de un tronco de secoya de diez hachazos, al que luego hubieran prendido fuego y apagado con botas de suelas con tachuelas. Sus ojos eran diminutos, negros e inexpresivos, su piel gruesa y granulada como la de una fresa, el pelo largo recogido en la nuca, y los brazos tatuados con un cañón de la Guerra de Secesión.
– Tú -dijo-. Levanta el trasero.
El miedo hizo que Sarah sintiera una punzada en el pecho. Tragó saliva y clavó la mirada en los ojos resueltos y pequeños de Flossie, temiendo apartarla.
– Mi padre ha muerto. No he visto a mi hermana en cinco años. Quiero hablar con ella, eso es todo.
– Hablarás mañana. Ahora saca tu huesudo trasero de ahí. -Flossie se inclinó hacia delante, cogió a Sarah por la parte superior de los brazos y la levantó del sillón rojo, extendiendo los brazos paralelos al suelo hasta dejarla como un vestido que cuelga de un tendedero.
– Por favor, bájeme -pidió con voz trémula. Sus hombros casi tocaban los lóbulos de las orejas-. Me iré por las buenas.
Flossie la soltó como a un desecho. Las rodillas de Sarah flaquearon, se tambaleó hacia delante y se agarró al posabrazos de una silla para recuperar el equilibrio.
– ¡Flossie! -gritó una voz nueva-. ¡Déjala en paz!
Sarah se irguió y tiró de las faldillas de su chaqueta. A mitad de las escaleras sin alfombrar que acababan en el centro de la sala, una mujer estaba de pie con una mano sobre la tosca baranda. Su pelo era negro azabache, cortado recto a la altura de la barbilla y las cejas, y acampanándose en las puntas resquebrajadas. Su piel era blanca como almidón de maíz; sus ojos, un círculo de sombra negra; y los labios, una raya escarlata. Vestía camisa y calzones blancos y encima llevaba un quimono negro transparente y estampado con dos amapolas grandes y rojas situadas estratégicamente. Con una expresión tan fría como la de Rose y tan previsible como la de Flossie, avanzó hacia Sarah y se detuvo frente a ella.
– ¿Qué demonios estás haciendo aquí? -inquirió con voz fría.
– Yo soy quien debería hacer esa pregunta.
– Trabajo aquí y no me gusta que me molesten cuando podría estar atendiendo clientes.
– ¡Atendiendo! Adelaide, ¿cómo puedes…?
– ¡Mi nombre es Eve! -replicó-. Adelaide ha muerto. En lo que a mí respecta, jamás existió.
– Oh, Addie, ¿qué has hecho de tu vida? -Sarah extendió una mano hacia el quebradizo cabello negro de su hermana.
Adelaide retrocedió.
– Largo de aquí -le ordenó apretando los dientes-. No te pedí que vinieras. No quiero verte.
– Pero me escribiste. Me dijiste dónde estabas.
– Tal vez lo hice, pero nunca imaginé que vendrías. Ahora, vete.
– Papá ha muerto, Addie.
– ¡Te he dicho que te vayas!
– ¿Me has oído, Addie? Papá ha muerto.
– Me importa un comino. ¡Ahora, lárgate! -le dio la espalda.
– Pero he venido desde St. Louis.
Sarah se encontró alargando sus manos hacia la espalda de Addie, mientras su hermana se acercaba a un grupo de hombres que bebía whisky en una mesa redonda.
– Snooker, es tu turno querido. Siento el retraso. -Pasó su mano por los hombros de un cincuentón vestido con una camisa roja a cuadros y tirantes. El hombre giró la cabeza para observar a Sarah. Addie le cogió la mejilla y le obligó a mirarla-. ¿Por qué la miras como un estúpido? ¿No ves que no vale nada? -Abrió sus labios de color rojo intenso y los unió a los de Snooker, mucho más viejos. Sarah se volvió.
Noah Campbell se apresuró a cogerla del brazo para llevársela fuera.
– ¡No me toque! -gritó, apartándose con brusquedad una vez más de aquel hombre que, aparentemente, era otro de los clientes de Adelaide.
Haciendo acopio de toda su dignidad y con el corazón roto, se encaminó hacia la puerta.