Capítulo Seis

Noah Campbell había leído el editorial de Sarah. Lo había leído, y había deseado ir a la oficina del periódico y pasarla por la prensa unas cuantas veces. Aquella maldita mujer era un verdadero dolor de cabeza… y para el caso, de ojo, de labio y de oído. Uno estaba negro y azul, el otro hinchado y el último perforado, todo gracias a Sarah Merritt. Y para colmo, no se contentaba con que le agredieran en plena calle, ahora lo atacaba por escrito. ¡Alrededor de ciento cincuenta hombres entraban cada noche en uno de esos prostíbulos y lo escogía a él, Noah Campbell, el marshal de Deadwood, para mostrarlo como ejemplo del mancillador de virtudes!

Por dos centavos, podía utilizar aquel periodicucho para encender la estufa de su oficina, pero si lo hacía, se tendría que enfrentar a su madre. Si Carrie Campbell se enteraba de que el pueblo tenía su propio periódico y Noah no le había llevado un ejemplar al Spearfish, habría problemas. Y él tenía que salir hacia el valle uno de aquellos días, tal vez el día siguiente.

Entretanto, tenía que designar a alguien para que lo sustituyera durante su ausencia. Era un viaje de unos treinta kilómetros, pero había decidido quedarse a pasar la noche y hacer una corta visita a su familia.

A la mañana siguiente de ser el protagonista principal de la asquerosa columna de Sarah Merritt, Noah estaba charlando con el joven Freeman Block con la intención de nombrarlo su sustituto, cuando Andy Tatum entró en su oficina con un sombrero puesto y otro en la mano.

– Noah… Freeman -saludó Andy-. Qué buen tiempo hace, ¿eh?

– Sí -dijo Noah-. Tan bueno que pienso irme mañana a Spearfish y dejar a Freeman a cargo de esto.

Freeman sonrió y señaló el Stetson marrón.

– ¿Y eso?

Andy emitió una risita ahogada y, sin que eso fuera en absoluto necesario, limpió con los nudillos la copa del sombrero.

– Es para Noah. De la nueva dama del pueblo. -Le entregó el sombrero.

Noah se quedó paralizado. Adoptó una expresión incrédula.

– Es para tí -repitió Andy. -Cógelo.

Noah se inclinó hacia delante en la silla y cogió el sombrero con reticencia.

– ¿Te he entendido bien? ¿Lo manda la Merritt?

– Así es. Me pidió que te dijera que ella siempre paga sus deudas.

Noah miró el sombrero como si le pudiera morder.

– Es un sombrero de primera -añadió Andy mientras se subía los pantalones.

– Se nota.

– Vale veinte dólares.

Freeman silbó. Andy se estaba divirtiendo.

– Ni se inmutó cuando le dije el precio. Bueno ¿no vas a probártelo?

Noah se lo puso con mucho cuidado, utilizando ambas manos.

– Es de tu medida -comentó Freeman.

– Y te queda muy bien -declaró Andy.

– Muy elegante -dijo Freeman-. Ojalá yo tuviera una mujer que me regalara sombreros.

– Eh, esperad un momento. No hay nada entre ese palo de escoba y yo.

– ¿Alguna vez una mujer te ha regalado un sombrero a ti, Andy?

– No. Lo máximo que una mujer me ha regalado es una infección ya sabes dónde. Por supuesto, Noah ya no tendrá que preocuparse por eso, ya que ahora se mantendrá alejado del páramo.

Andy y Freeman rieron con malicia. Noah los miró contrariado.

– Ahora, escuchadme: no empecéis a difundir rumores sobre Sarah Merritt y yo. Demonios, si no podemos estar en la misma habitación sin un par de látigos.

– ¡Difundir rumores! Había media docena de hombres en mi tienda cuando ella entró, escogió ese sombrero y dijo bien claro que te lo enviara. ¿Quién está difundiendo rumores? Te digo que le gustas, Noah. Apostaría algo a que es así. ¿Cuántos hombres supones que hay en estos cañones? ¿Diez mil? ¿Veinte mil? Y unas dos docenas de mujeres, lo que le permite a esa editora elegir entre unos cuantos. ¿Y a quién le compra un sombrero? A Noah Campbell.

– Debe de ser por su estrella de latón brillante -intervino Freeman, sonriendo.

Noah se quitó el sombrero y lo arrojó sobre el escritorio.

– ¡Maldición, Freeman, no te pases de listo!

Andy le guiñó un ojo a Freeman.

– Yo creo que es por el bigote peludo. A algunas mujeres les gustan esas cosas. Nunca he entendido como a un hombre le puede gustar llevar colgado un estropajo bajo su nariz, pero hay gente para todo. -Freeman observó el labio superior del marshal con fingida seriedad.

– Así que piensas que es el bigote, ¿eh? Yo he oído algo acerca de lo que pasó en Rose's la primera noche que esa mujer llegó al pueblo y…

Noah se puso en pie de un salto y señaló la puerta.

– ¡Maldita sea, Freeman! ¿Quieres ser mi sustituto o no? ¡Porque puedo encontrar a muchos otros dispuestos a serlo!

– Claro que sí, Noah. Claro que sí. -Freeman arrugó el entrecejo, todavía sonriendo para sus adentros.

– ¡Entonces cierra el pico!

– Claro, jefe.

– Y Andy, me importa un comino lo que tus clientes oyeran en la tienda. Esa mujer y yo nos llevamos tan bien como el agua y el aceite.

– Como usted diga, marshal. Haré todo lo posible por acallar los rumores.

Cuando se quedó solo, Noah comenzó a pasearse ruidosamente por la oficina; dio una patada a una silla y contempló con ira el sombrero, aún sobre la mesa. Si fuera cualquier otra mujer, con cualquier otro oficio, con cualquier otro temperamento, podría interesarle. Dios sabía que aquél era un lugar muy solitario. ¡Pero aquella flaca alta y cuatroojos, con su lengua maliciosa y sus mordaces editoriales! Prefería seguir yendo a Rose's, gracias. Pero se pondría el sombrero. ¿Por qué no? Se lo había ganado.

Lo cogió, moldeó el ala a su gusto y se lo puso. En un rincón, tirada en el suelo, había una alforja. Sacó un espejito y se miró. Le quedaba bien. Le quedaba muy bien, si de algo valía su opinión. Sus ojos descendieron del sombrero al ojo negro, luego a la nariz puramente escocesa y al tupido bigote que se alisó con la mano libre.

¿Qué demonios tenía de malo llevar bigote?


Al día siguiente, Noah alquiló un coche con asientos tapizados y mucho espacio para las piernas… el más cómodo de los que tenía Flecek en su cochera de carruajes de alquiler. En él, Noah y True Blevins partieron hacia el valle Spearfish.

Durante el camino charlaron acerca del maravilloso clima otoñal, del tratado de paz que por fin habían firmado los indios, del alto valor comercial del forraje animal en los cañones y del placer de mascar tabaco. True cogió un rollo fresco y le ofreció un poco a Noah.

– No, gracias.

Viajaban cómodamente, disfrutando del día agradable, el cielo azul, la paz. La ruta que seguían los llevaba a lo largo del arroyo Deadwood hacia el nordeste, fuera del cañón; luego giraban al noroeste, bordeando la ladera de las Montañas Negras a través de colinas cubiertas de pinos y abetos, donde rápidos arroyos fluían sobre piedras marrones, brillantes y resbaladizas. Junto a ellas florecían sauces con hojas de color damasco. Grosellas y serbales silvestres brillaban maduros bajo el sol otoñal y urracas de pico negro volaban entre ellos, produciendo repentinos destellos blancos.

Tras un prolongado silencio, Noah dijo pensativo:

– Eh, True.

– ¿Qué?

– ¿Qué opinas de los bigotes?

– ¿Bigotes?

– Sí.

– Diablos, yo llevo, ¿no? ¿Qué supones que opino de ellos?

– No, quiero decir, ¿crees que a las mujeres les gustan?

– ¿A las mujeres? ¿A qué viene esa pregunta?

– Bah, maldita sea, olvídalo.

True escupió y luego se pasó el brazo por la barbilla.

– ¿Algo te preocupa? ¿Es esa editora quizá?

– Ajá.

– Te dije que tuvieras cuidado con ella.

– Sería la última mujer en la que me fijaría. Demonios, ¿leíste el editorial de su periódico? Dice abiertamente que el marshal de Deadwood es el primer hombre con quien se encontró a la puerta de Rose's en su primera noche en el pueblo.

– ¿Y eso te preocupa? No hay un sólo hombre en todo el cañón que no frecuente el páramo.

– Ya.

– Yo pensaba ir en cuanto descargara la caravana, pero después de pasar por la consulta de Turley se me fueron las ganas.

Siguieron el viaje en silencio, hasta que de pronto True preguntó:

– Y ¿qué me dices de su hermana, la tal Eve?… ¿te has acostado con ella?

– ¿Y quién no?

– Demonios, esas dos sí que no se parecen en nada, ¿verdad? Esa Eve, es suave donde una mujer ha de serlo. Y su cara no está tan mal.

Noah le dirigió una sonrisa. True acababa de dar en el clavo.

– He estado pensando… -Se interrumpió y se quedó callado tanto tiempo que True tuvo que preguntar:

– ¿Qué?

– Bah, nada. Mujeres. Ya sabes… las de la otra clase. ¿Alguna vez lo has hecho con alguna por la que sintieras algo?

True estiró las piernas y pasó su brazo por detrás del respaldo de Noah. Contempló las colinas al frente y sus ojos azules se tornaron ausentes.

– Sí, claro que sí. Cuando tenía dieciocho años. Había una chica que quería casarse conmigo a toda costa… se llamaba Francie. Por aquel entonces yo transportaba carga para el Ejército entre Kansas y Utah, mientras se intentaba someter a esos mormones testarudos. Ella era mormona. Te juro que llegué a considerar la posibilidad de convertirme a esa religión.

– ¿Y qué pasó?

– Su familia la había prometido a uno de los suyos. Cuando se casaron, él ya tenía otras dos esposas. Te lo juro, Noah, nunca me recuperé totalmente de aquello. Diablos, ella me amaba. Decía que me amaba. Y yo también la quería, pero luego va y hace una cosa así, casarse con un hombre tan viejo como Matusalén que ya tenía su harén repleto de esposas. Te aseguro que a partir de entonces, nunca más he creído en la honestidad de una mujer.

– ¿Cuántos años tienes, True?

– Cuarenta.

– ¿Y no has vuelto a conocer a otra que te importara?

– No, y tampoco la he buscado.

– ¿Y qué me dices de los hijos? Alguna vez habrás querido tener hijos.

– Un hombre como yo… yendo de un lado a otro, transportando carga y maldiciendo bueyes… no puede pensar en tener hijos. ¿Qué diablos haría con una familia?

Noah percibió un tono melancólico en las palabras de True, pero prefirió no hacer ningún comentario al respecto.


Poco antes de las diez, entraron en el valle Spearfish. Un anfiteatro natural se extendía frente a ellos como una amatista en un anillo de jade. No era de extrañar que los indios lucharan para impedir que el hombre blanco se estableciera allí. No sólo era hermoso, sino fértil, con arroyos rápidos de agua pura surgidos del deshielo y de manantiales de aguas subterráneas. Esos arroyos bajaban desde cañones rocosos en torrentes estrepitosos salpicados de espuma; manantiales con vida propia y exponentes de salud, riqueza y alegría.

Al padre de Noah, Kirk Campbell, le había bastado echar un vistazo para comprender que el valle Spearfish estaba destinado a convertirse en la cuna de la agricultura de la zona oeste de Dakota. La riqueza fácil y efímera de las minas no estaba hecha para él; prefería el beneficio más seguro, aunque más sufrido, de la tierra bien labrada.

Al llegar a las Montañas Negras a principios de mayo, Kirk había visitado al primer hombre blanco establecido en el valle, James Butcher, quien ya se había visto forzado por los ataques indios a abandonar su cabaña original para construir una segunda casi cinco kilómetros al este de la primera, donde el arroyo False Bottom abandonaba las montañas.

A mediados de mayo, un grupo numeroso de colonos llegó de Bozeman, Montana. Eran montañeses curtidos, habituados a las penurias y las guerras con los indios, y eran capaces de enfrentarse a cualquier tribu que osara atacarlos. Kirk Campbell se asentó con ellos en el valle Spearfish. De inmediato hicieron lo necesario para proteger el ganado y el agua. Construyeron una empalizada común donde guardaban las provisiones y municiones, además del ganado al atardecer.

En verano, las incursiones de los indios habían continuado de manera esporádica, pero los colonos -conscientes de la escasez de tierras llanas y aptas para el cultivo en la región, y de la demanda insaciable de forraje animal por la constante afluencia de buscadores de oro- apostaron guardias y se aventuraron a sembrar campos más lejos de la empalizada.

En aquella época, principios de octubre, los campos, divididos en cuadrados de diferentes colores, desde el oro del trigo al verde del maíz, estaban listos para la cosecha. A lo lejos el ganado pastaba -las grandes manadas de Montana-, y se les habían unido algunos caballos traídos desde el pueblo para pastar, previo pago de un precio convenido. Jinetes a caballo controlaban incesantemente a los animales, con un ojo siempre en las colinas, atentos a los indios. En los campos, desiguales y coloridos, trabajaban los segadores con sus guadañas, seguidos por los hacinadores.

Diseminadas por el valle, estaban las granjas, con el humo de los hogares elevándose y surgiendo de las chimeneas de las cabañas, manchando el vasto firmamento. De las modestas construcciones anexas surgían caminos de carretas que conducían, como los hilos de una telaraña a la empalizada común que, a lo lejos, parecía hecha de palillos mondadientes.

Noah guió el coche entre los segadores, a lo largo del deteriorado camino que el ganado tomaba todos los días y que surgía al pie de las colinas y llevaba al llano dorado de un henal, donde los hombres levantaban los brazos a modo de saludo y las mujeres, con los cabellos recogidos con pañuelos, se detenían y se llevaban una mano a la frente para protegerse de la luz del sol en los ojos.

– ¡Hola, Zach! -gritó Noah-. ¡Hola, señora Cottrell!

True saludaba con su brazo sano.

– Parece que la señora Cottrell está embarazada -comentó Noah-. No hay duda.

Siguieron avanzando hasta llegar al campo situado al sur de la granja de los Campbell, donde la familia estaba segando heno… Kirk, su esposa Carrie y el hermano menor de Noah, Arden. Trabajaban de espaldas al coche que se aproximaba, Kirk y Arden avanzando codo con codo, manejando diestramente las guadañas, mientras Carrie los seguía con un rastrillo de madera.

Dejaron el trabajo al percibir la presencia del coche.

– ¿Alguien necesita que le echen una mano? -exclamó Noah.

– ¡Noah… y True! ¡Hola!

Todos se acercaron, sonriendo, dejando sus herramientas y desprendiéndose de los guantes.

– Pero bueno, qué sorpresa. -La madre de Noah llegó la primera al coche-. Por el amor de Dios, ¿qué ha ocurrido?

Noah se tocó el ojo.

– Tuve un problemilla con una mujer.

Arden le azotó cariñosamente en el brazo con sus guantes de cuero.

– ¿Con quién, con Calamity Jane?

Kirk estrechó la mano de su hijo, contemplando su rostro.

– Me gustaría conocer al que te amorató ese ojo. -Luego vio el brazo de True en cabestrillo-. ¿Tú también?

True rió y se rascó la ceja con la punta de un dedo calloso.

– No exactamente.

Kirk Campbell era un hombre imponente; sus manos eran tan grandes como trampas de oso y poseía una fuerza difícil de igualar. Una tupida barba anaranjada le cubría la cara, sus cejas eran espesas y multitud de pecas poblaban su rostro. Sus ojos, en medio de este colorido cuadro, brillaban como los jazmines de su tierra natal.

Carrie, por el contrario, tenía el pelo oscuro y los ojos grises, pero su piel asimilaba el sol mucho mejor que la de su esposo y se había bronceado durante el verano. Era una mujer de carnes prietas y aspecto saludable y les llegaba a sus hijos a la altura de los hombros.

– Una mujer, ¿eh? -repitió Carrie.

– Es un larga historia, mamá. Traigo a True para que se recupere y os la cuente. Serán sólo una o dos semanas. ¿Crees que podrás alimentarlo y conseguir que se esté tranquilo?

– Eso déjamelo a mí.

Noah subió a su madre al coche y la envió a la casa con True, mientras él ocupaba su lugar con el rastrillo. Experimentaba cierto grado de satisfacción trabajando detrás de su padre y su hermano, recorriendo el campo al ritmo del sonido de las guadañas y entre el olor fresco del heno recién cortado, que él se encargaba de apilar y alinear, con los dientes del rastrillo vibrando bajo sus manos. Durante un día o dos, disfrutaba de ese trabajo. Pero siempre acababa por aburrirle y echaba de menos el movimiento y la gente del pueblo.

– ¿Has decidido volver a la granja? -preguntó su padre.

– Sólo por hoy.

Para Kirk Campbell era decepcionante que su hijo mayor decidiera aceptar trabajo en el pueblo, en lugar de instalarse en el valle con el resto de la familia.

– Supongo que ya sabes que los indios han firmado el tratado, papá.

– Sí. Nos enteramos.

– Pero todavía tienen centinelas apostados.

– Sí, pero no ha habido incursiones desde mediados del verano. Ya casi no los vemos en las colinas. Creo que ahora es mucho menos peligroso vivir aquí que en el pueblo. Tu aspecto prueba lo que digo. Me encantaría saber cómo te amorataron ese ojo.

De modo que Noah contó la historia.

Su padre y su hermano intercambiaron miradas extrañadas.

– ¿Cuántos años tiene? -preguntó Kirk.

– ¿Cómo es? -inquirió Arden.

Al anochecer, alrededor de la mesa de la cocina, su madre preguntó:

– ¿Está casada?

– No -contestó True mientras se metía otro pedazo de pan en la boca.

– ¿Has traído uno de sus periódicos?

– Sí -dijo Noah-, pero si os lo dejo leer, no quiero oír comentarios después.

Cuando Carrie acabó de leerlo, dijo:

– Es una mujer inteligente y honesta. Te conviene.

Noah casi se ahoga con el estofado de cordero.

– ¡Por Dios, mamá!

– Ya sabes que no tolero maldiciones en la mesa. Te estás haciendo viejo y lo sabes. ¿Cuánto tiempo crees que durará una mujer soltera antes de que otro te la arrebate?

– ¡Que se queden con ella!

– Tu padre pensaba lo mismo de mí la primera vez que me vió. Yo me reí de su pelo rojo y su cara pecosa y le dije que parecía una sartén después de estar todo un día bajo la lluvia. Seis años más tarde estábamos casados.

– Ya te lo he dicho, mamá, esa mujer es como un caso grave de urticaria. Está convirtiendo mi vida en un calvario.

– La próxima vez que vengas, tráela contigo. Si tú no la quieres, tal vez tu hermano esté interesado en ella.

– ¡No la traeré aquí! ¡Ni siquiera me gusta!

– De acuerdo, entonces iré a verla la próxima vez que vayamos al pueblo.

– ¡No te atreverás!

– ¿Por qué no? Quiero cuidar de algunos nietos antes de morir.

Noah puso los ojos en blanco.

– ¡Jesús! -masculló.

– ¿No te he dicho que no quiero que juréis en la mesa?

– Mamá tiene razón -intervino Arden-. Si tú no la quieres, a mí podría interesarme.

– Pero, ¿Se puede saber qué te pasa? Hablas como si ella fuera la última costilla de cerdo en la bandeja y todo lo que tuvieras que hacer para conseguirla es alargar el brazo y pincharla con el tenedor.

– Bueno, me vendría bien una esposa. Quiero una granja propia -respondió Arden-. Y ahora que ya se ha firmado el Tratado Indio, una mujer debería estar entusiasmada con la idea de vivir aquí.

– Entonces, será mejor que te vayas al pueblo y te pongas en la cola, porque la mitad de los hombres de Deadwood no le quita los ojos de encima. Aunque, si yo fuera tú, no me haría demasiadas ilusiones. Por la forma en que trabaja con esa imprenta, dudo que sea una mujer de las que aspira a convertirse en la esposa de un granjero. Además, es mayor que tú.

– ¿No habías dicho que no sabías su edad?

– No la sé, pero la intuyo.

– Dijiste veinticinco.

– Más o menos, sí.

– Bueno, yo tengo veintiuno.

– ¡Eso es lo que he dicho! Es mayor que tú.

– ¿Y qué?

¡Era la conversación más odiosa y absurda que Noah había sostenido jamás! ¿Qué le importaba que su madre fuera al pueblo y conociera a Sarah Merritt, o que Arden hiciera lo mismo y la pinchara con su tenedor? ¡Que hicieran lo que les diera la gana! Él, por su parte, se mantendría tan alejado de esa mujer como le fuera posible.


Y lo consiguió hasta tres días después, el primer lunes de octubre, día en que, tal y como lo prescribía la nueva política de organización, estaba previsto que se celebrase la primera sesión del Concejo Municipal. La reunión estaba proyectada para las siete de la tarde en el teatro de Jack Langrishe. Como a las nueve, el teatro había de quedar libre para la compañía teatral, los miembros del Concejo estaban presentes en el local a las seis y cincuenta y cinco, con la esperanza de tratar todos los asuntos en las dos horas previstas.

Noah estaba de pie en el pasillo central, entre las hileras de sillas, con los brazos cruzados, aguardando a que se diera por comenzada la sesión, escuchando una conversación entre George Farnum y otros. El tema, como siempre, era el Tratado Indio y la reciente noticia de que los jefes Toro Sentado y Caballo Loco se negaban a acatarlo.

– Cola Pintada prometió a los comisionados que se haría responsable de que Caballo Loco no violara el tratado, pero dice que Toro Sentado tiene un corazón perverso y que nadie puede responder por él.

– El Tratado ya está firmado. Las Montañas Negras ahora pertenecen a los Estados Unidos.

– Eso no detendrá a Toro Sentado. Le hemos arrebatado sus últimas tierras sagradas.

– Entonces es nuestro deber convencer a los poseedores de grandes capitales del este de que inviertan en estas montañas. Así serán ellos los que presionen al gobierno federal y exijan protección militar. Aunque a mí aún me preocupa más que…

Noah contempló el pasillo y perdió el hilo de la conversación.

Sarah Merritt avanzaba hacia el grupo con su libreta apretada contra las costillas.

Cuando los ojos de ambos se encontraron, ella aminoró el paso. Posó su mirada fugazmente en el Stetson nuevo y prosiguió su camino hacia el grupo de hombres.

– Con permiso, caballeros -dijo, pasando a unos pocos centímetros del pecho del marshal en dirección al pequeño estrado del auditorio.

Tomó asiento en la segunda fila, junto a un minero cuyo nombre Noah no pudo recordar. El hombre alzó la cabeza y se puso en pie de un salto cuando ella lo saludó con un movimiento de cabeza, luego se volvió a sentar y se quedó boquiabierto observando el perfil de la mujer. Noah clavó su mirada en la nuca de Sarah mientras ella abría la libreta, sacaba pluma y tintero, se ponía las gafas y se sentaba derecha como una cigüeña, esperando. Llevaba el mismo conjunto marrón anticuado de siempre y el pelo recogido en un moño que sobresalía no más que una nariz en la parte posterior de su cabeza. Un peinado serio y remilgado para una mujer seria y remilgada. Noah echó un vistazo al teatro y advirtió con irritación que la mayoría de los hombres la miraban embobados, como si fuera un ratón en un cuarto lleno de gatos.

Se abrió la sesión; el marshal ocupó su lugar en la mesa situada al fondo del teatro, junto al alcalde, los concejales y el secretario del Ayuntamiento, Graven Lee, que también era el tesorero en funciones. George Farnum declaró abierta la sesión y comenzaron. Graven anunció los resultados de la elección, incluyendo la conformación del Concejo presente y las ordenanzas del pueblo. Luego pasó al informe de la tesorería y después Noah se puso en pie para dar parte de las nuevas licencias otorgadas, incluyendo la de Sarah Merritt para la creación del primer periódico del pueblo. Evitó mirarla mientras leía sus garabatos, pero sí le echó una ojeada mientras volvía a tomar asiento. Sarah se sentaba con corrección, las gafas algo caídas sobre la nariz, y tomaba apuntes.

Después de su breve perorata, Noah se recostó hacia atrás en la silla, tratando de ignorarla.

Se discutió la posibilidad de convertir las calles valiosas en propiedad municipal. La votación desestimó esta propuesta.

Se votó a favor de una reglamentación de las chimeneas: todas las futuras chimeneas construidas dentro de los límites de Deadwood, South Deadwood y Elizabethtown deberían tener paredes de ladrillo o piedra con un espesor mínimo de diez centímetros y estar completamente empotradas con cal de mortero y cubiertas en su interior con una capa uniforme del mismo material.

También entró en vigor la normativa sobre fuegos: ninguna viruta, heno ni cualquier otro material combustible podría ser quemado en la calle, callejón o vía pública a menos de seis metros de distancia de un edificio, salvo autorización por escrito del Concejo Municipal.

Se suscitó una discusión sobre la fijación del valor de las licencias. Los abogados y carniceros, convencidos del coste excesivo de las correspondientes a sus profesiones, exigieron su abaratamiento, así como el encarecimiento del de los demás negocios puramente lucrativos. Las tasas, finalmente, no se modificaron.

Farnum preguntó si había algún otro asunto que tratar.

Sarah Merritt se puso de pie y se quitó las gafas.

– Señor alcalde, si me permite…

– Señorita Merritt -dijo Farnum, dando a entender que podía hablar.

Los ojos azules de Sarah refulgían llenos de convicción cuando comenzó a hablar.

– Durante la semana que llevo aquí, he percibido varias situaciones que reclaman su inmediata modificación. La primera y, a mi juicio, la más importante, es la falta de una escuela. Me he encargado personalmente de realizar un censo de las familias del cañón y, según mis estimaciones, hay veintidós niños en edad escolar en el área. Es indudable que la educación de estos chicos debe constituir una preocupación básica para todos nosotros. La mayoría de ellos asistían a institutos o escuelas en los lugares de donde vienen. Algunos aprenden con sus madres, pero no todas las madres saben leer y escribir, lo cual traspasa la responsabilidad de su educación formal a los contribuyentes generales del pueblo, a todos. Si a esos veintidós se añaden los seis que aún no han alcanzado la edad escolar, y el bebé de los Robinson, el primero nacido aquí el Día de la Independencia, y cuyo nacimiento, según tengo entendido, llenó de gozo al pueblo entero… salta a la vista que la necesidad de una escuela es apremiante. Además hay que pensar en el futuro. La firma del Tratado Indio ya ha facilitado la llegada segura de la primera diligencia a Deadwood. Si a esto le sumamos la inminente instalación del telégrafo, parece claro que en breve vendrán más familias a establecerse en este cañón. Propongo que se haga el esfuerzo necesario para que la próxima primavera, cuando esa afluencia sea un hecho, Deadwood posea una escuela y se haya contratado a una maestra que se haga cargo.

»En segundo lugar, está la cuestión de los excrementos de animales en la calle. No sólo es desagradable a la vista y al olfato, sino que conlleva un peligro para la salud. Todos sabemos de dónde proviene el cólera, ¿no? Nuestras normas sanitarias necesitan algunas mejoras. Propongo la contratación de un barrendero.

»Tercero, aunque menos importante, deberíamos considerar la colocación de farolas en la calle y fusionar los trabajos de farolero y barrendero.

»En cuarto lugar está el tema de las aceras practicables. Es obvio que nunca se pensó en su uniformidad. Algunos comercios las tienen y otros no. Desde el punto de vista estético, Main Street es repugnante, por no hablar de su absoluta falta de funcionalidad. Para recorrerla, uno se ve forzado a avanzar como una liebre junto a los comercios y a caminar pesadamente entre los excrementos por el centro mismo de la calzada. En un pueblo con tal preponderancia masculina no resulta extraño. No obstante, caballeros, si desean contribuir a que un mayor número de mujeres -de las que usan faldas hasta los talones- se instalen en Deadwood, sugiero que tengan en consideración este tema. Con ese fín, propongo la aprobación de una ordenanza que no sólo haga obligatoria la construcción de aceras de madera practicables, sino que uniformice su altura.

»Me parece igualmente urgente contar con una cárcel apropiada. El lugar que se utiliza actualmente para tal fín no es, ni mucho menos, el adecuado. Hay herreros en el pueblo. Pónganlos a construir rejas y destinen los fondos necesarios para la edificación de una cárcel decente. Hasta un criminal merece luz y aire.

»Por último, y creo que todos estaremos de acuerdo en este punto, necesitamos una iglesia. Comprendo el pesimismo general en cuanto a la posibilidad de conseguir otro pastor después del desgraciado asesinato del predicador Smith en agosto, pero es necesario intentarlo y, en caso de conseguirlo, tener a punto el terreno y los medios para la construcción de una iglesia. Podríamos considerar la construcción de un edificio que, de forma temporal, cumpliera la doble función de escuela e iglesia.

»Eso es todo lo que tenía que decir… por ahora. Gracias por su atención.

La señorita Sarah Merritt tomó asiento con calma, se puso las gafas y volvió a escribir en su libreta, presumiblemente sobre los temas que acababa de plantear. Los miembros del Concejo Municipal intercambiaron miradas, estupefactos por aquella retórica lúcida proveniente de la única mujer presente en la sala. En el patio de butacas, los hombres estiraban sus cuellos para examinarla mejor. El minero que había junto a Sarah se hinchó de satisfacción por el mero hecho de estar sentado a su lado. Noah también la miró, tan perplejo como el resto de los hombres que se sentaban a la mesa.

George Farnum rompió el hechizo sonriendo entre dientes y frotándose la nuca.

– Bueno, señorita Merritt, nos ha dado bastante de qué hablar.

Ella alzó la mirada.

– Sí, así es, señor alcalde.

– Y sólo contamos con una determinada cantidad de dinero.

– Pero vivimos en la zona aislada más rica de Norteamérica. Según tengo entendido, cuando se conoció la noticia de la firma del Tratado Indio, los mineros de este pueblo lo celebraron esparciendo oro en polvo por muchas calles.

– Es cierto, pero debe tener en cuenta que la mayoría son hombres solteros y sin familia. No hay duda de que se opondrían a cargar con los gastos de construcción de una escuela. El terreno en sí costará mucho.

– Pida a alguno de los grandes propietarios más acaudalados que lo done, y luego organice una recaudación de fondos para la escuela. Mejor aún, yo me ocuparé de la recaudación. Será fácil puesto que dispongo del periódico y ya he realizado el censo escolar, de modo que sé qué familias estarían más dispuestas a emplear su tiempo y esfuerzo en beneficio de sus hijos.

– Es muy generoso por su parte. Y la tierra. ¿Tiene alguna idea respecto a la manera de conseguir el terreno?

– Llevo una semana escasa viviendo en Deadwood. No, no lo sé. Pero sé que la educación es fundamental. No debe ni puede ser postergada su normalización.

Se decidió que los temas se someterían a votación pública durante la próxima asamblea y que el Concejo anunciaría los resultados en el Chronicle. También se aprobó que las actas de sesiones de cada asamblea fueran publicadas en el primer ejemplar del Chronicle que saliera a la venta con posterioridad a su celebración.

Cuando se levantó la sesión, Sarah se vio rodeada de hombres. Revoloteaban en torno a ella como moscas alrededor de carne cruda. Mineros y comerciantes; limpios, sucios, viejos, jóvenes, privilegiados y no privilegiados: ninguno, al parecer, indiferente al hecho de que llevaba falda. En el grupo estaban Teddy Ruckner, Dutch van Aark, el doctor Turley, Ben Winters, el dueño del hotel donde Sarah se alojaba, Andy Tatum y Elias Pinkney, que se abrió paso entre el gentío y cogió la mano de ella con aire de pertenencia.

Noah observó la situación con expresión ceñuda, se levantó de su silla dejándola a un lado y echó a andar por el pasillo abarrotado. Al pasar junto al grupo que rodeaba a Sarah, ella alzó la vista. Sus miradas se encontraron. Él inclinó la cabeza ligeramente, y ella respondió a su saludo del mismo modo, secamente.

Aquella noche, en la cama, y con gran consternación por su parte, Noah se sorprendió pensando en ella; la forma en que la había visto por última vez, en medio de todos aquellos hombres rondándola como cachorrillos atontados. Los hombres podían llegar a ser muy estúpidos cuando escaseaban las mujeres. Por Dios, tenía tantas curvas como un muchacho de doce años, y ni siquiera era guapa. Su rostro era demasiado afilado y su nariz casi aguileña. Las gafas le proporcionaban un aire pedante y resultaba muy desconcertante mirar a la cara a una mujer de la misma altura.

Sin embargo, tenía unos bonitos ojos. Cuando se quitaba las gafas y miraba con esos brillantes ojos azules, uno se sentía atravesado hasta las mismas plantas de los pies.

Y mamá tenía razón en una cosa. Sarah Merritt era inteligente. Y valiente. ¿Cuántas mujeres asistirían a una sesión del Concejo Municipal, y cuántas se pondrían de pie frente a una sala llena de concejales para acosarles con críticas sobre su pueblo y luego les ofrecería alternativas para mejorarlo? Por supuesto que el editor de cualquier periódico en un pueblo poseía el poder y los medios para convertirse en un líder, pero una mujer… Su osadía lo asustaba.


El día siguiente amaneció frío y cubierto de nubes. Noah se despertó, vio el día a través de la ventana y se tapó con las sábanas hasta el mentón. Oyó el ruido metálico de la estufa de hierro abajo; la señora Roundtree estaba encendiendo el fuego. Se oían ronquidos provenientes del cuarto contiguo al suyo y Noah se quedó un rato más en su cama caliente.

¿Por qué demonios pensaba en Sarah Merritt otra vez?

La apartó de sus pensamientos. Se sentó, se desperezó, se puso los pantalones y las botas y salió al pasillo a por agua. De nuevo en la habitación, se lavó y se afeitó con agua helada… tan helada que se encogió de frío. Se humedeció el pelo, se hizo la raya al lado y lo peinó inútilmente hacia atrás. Parecía tener voluntad propia. Una vez seco se rizaría en el borde del sombrero.

El olor a carne friéndose y a café recién hecho llegó desde el piso de abajo y la casa se hizo más acogedora. Se oyeron pasos en el pasillo y en las escaleras. Noah se puso una camisa de franela roja, un chaleco de cuero negro y su estrella de marshal; dejó el cinturón con el arma colgando del respaldo de una silla y bajó a desayunar.

De pronto, se detuvo en seco.

Sarah Merritt estaba sentada a la mesa, dando un mordisco a una galleta.

Sus miradas se encontraron y ella bajó la mano lentamente. El resto de los inquilinos se quedaron inmóviles. Sarah miró fijamente a Noah durante unos segundos, tragó la galleta y se limpió los labios con una servilleta.

– Bueno… -El marshal llegó hasta la mesa y se sentó-. Esto sí que es una sorpresa. Buenos días a todos.

– Buenos días -respondieron los comensales a coro, todos excepto Sarah Merritt. El marshal ocupó su lugar habitual, justo frente a ella y estiró una mano para alcanzar la fuente ovalada de carne. Entonces, Sarah murmuró bajito:

– Buenos días.

La señora Roundtree salió de la cocina. Era una mujer rolliza, de cara rosada y con un lunar del tamaño de una semilla de sandía en la mejilla derecha. Dejó una bandeja de patatas fritas sobre la mesa.

– Creo que ustedes dos ya se conocen.

– Sí -replicó Noah-. Nos conocemos.

Sarah preguntó:

– ¿Vive aquí?

– Desde que Loretta abrió la pensión.

Loretta sirvió café a Noah.

– La señorita Merritt se mudó ayer.

– ¿Qué pasó con McCooley? -inquirió Noah, levantando la cabeza mientras el café caía en su taza. El día anterior por la mañana, un hojalatero llamado McCooley había desayunado en la silla que ahora ocupaba Sarah.

– Añoraba a su familia, así que se volvió para Arkansas. pensé que sería agradable tener un poco de compañía femenina por aquí, de manera que le dije a la señorita Merritt que podía alquilar la habitación.

Noah se enfrascó en la tarea de extender mermelada en una galleta y cortar la carne.

– Estábamos comentando la obra que se representa en el Langrishe -dijo Tom Taft, a la izquierda de Noah-. La señorita Merritt dice que está muy bien.

– ¿La ha visto? -preguntó Noah, esforzándose por mostrarse educado.

Sarah siguió su ejemplo y respondió con cortesía:

– Sí. He pensado escribir una reseña de la obra en el próximo ejemplar del periódico, de manera que el mundo exterior se entere de que en Deadwood hay actividad cultural. Después de todo, la compañía teatral de Jack Langrishe es una de las más reconocidas y afamadas de Norteamérica. Creo sinceramente que la puesta en escena de la obra es excepcional. ¿La ha visto, señor Campbell?

– Sí.

Sarah estaba tan sonrojada como él debía de estarlo.

– ¿Qué le pareció?

– Me gustó.

– Bueno, al fin algo en lo que coincidimos.

Sus miradas se volvieron a encontrar mientras él masticaba y tragaba un bocado de comida.

– Tal vez en más de una cosa -musitó Noah.

– ¿Hemos coincidido en algo más?

– En los temas que planteó anoche en la sesión del concejo municipal. Estoy totalmente de acuerdo con usted. Gracias por mencionar la necesidad de una cárcel.

– No tiene nada que agradecerme. Es la verdad.

– Fue muy convincente.

– ¿Cómo no serlo? Conozco el tema bastante a fondo. -Enarcó la ceja izquierda.

– No me sorprendería que se aprobaran todas las propuestas que hizo.

– La historia demuestra que allá donde los hombres llegan primero, ponen las bases de todas las cosas. Detrás llegan las mujeres y las perfeccionan.

Una vez más, la elocuencia de Sarah lo impresionó.

– ¿De veras piensa organizar una recaudación de fondos para la escuela?

– Por supuesto. Empezaré por redactar un editorial sobre la necesidad de un edificio escolar y de un terreno para edificarlo. Si no surge nada, sé a quién pedirle que done el terreno.

– No será fácil -comentó él con un mueca y levantando su taza de café.

– Pero si el Concejo no aprueba la adjudicación de fondos para pagar a una maestra no servirá de nada.

– Supongo que el salario de una maestra es de… ¿cuánto? ¿Cinco dólares diarios más casa y comida?

– Siete, si queremos una buena.

– Creo que podríamos arreglarlo. Las multas y las licencias proporcionan buenos ingresos a la ciudad.

– Sí. Lo he comprobado personalmente.

Para sorpresa de Noah, un ligero destello de picardía brilló en los ojos de Sarah Merritt. Sin las gafas, resplandecían como zafiros a los que se ha sacado brillo. Siguieron comentando el resto de reformas propuestas por Sarah el día anterior: el barrendero, los faroles, las aceras obligatorias normalizadas.

Cuando terminaron de desayunar, Noah se dio cuenta de que habían dominado la conversación excluyendo de ella al resto de los comensales, y que había disfrutado con ella más de lo que le gustaba admitir.

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