El segundo número del Chronicle tenía ya una extensión de dos páginas. La primera incluía los titulares: «editora del chronicle encarcelada y multada; se espera en breve la llegada a deadwood de una biblioteca de derecho penal completa; se necesita capital para construir bocartes; buenas previsiones para los arroyos beaver, bear y sand; escasez de animales salvajes. bisontes, alces y ciervos retroceden hacia el oeste; nueva fabrica de cerveza en elizabethtown; se estrena dutch lovers en el teatro bella union; divertida y amena representación de flies in the weed a cargo de la compañía teatral langrishe».
El anuncio publicitario de Elias Pinkney figuraba en la segunda página, junto al informe de Sarah sobre la sesión del Concejo Municipal y un editorial acerca de la necesidad de una escuela. En él sugería que si una pequeña parte del oro que entraba en los burdeles del páramo fuera a parar a un fondo para la construcción de la iglesia/escuela, el edificio podría estar construido en poco tiempo. Además, solicitaba que todos los niños se registraran oficialmente en la oficina del Chronicle, de modo que fuera posible la elaboración de un censo oficial.
La actividad se intensificó en la oficina del Chronicle. Los comerciantes acudían para anunciarse en sus páginas. Las madres para apuntar a sus hijos. Los mineros a informar de sus yacimientos. Todos compraban ejemplares.
Octubre empezó mal. Una mañana de principios de mes excepcionalmente fría y nevada, Sarah salía del edificio cuando un jinete montado a caballo se aproximó a ella. Tiró de las riendas y permaneció sentado temblando, manteniendo un precario equilibrio sobre el animal y agarrándose a su cuello.
– Un médico… señorita… necesito un médico.
– Tenemos siete. Rathburn y Alien están en tiendas de campaña calle arriba, a su izquierda. Bangs y Dawson atienden en edificios de madera a su derecha, más adelante. Henry Kice lo hace en una tienda doblando la esquina a la derecha. -No se molestó en mencionar a los otros dos, que se hallaban más lejos-. ¿Puede llegar hasta allí, señor? -El hombre parecía a punto de caer de la montura.
– Gracias -masculló y, tambaleándose, espoleó al caballo.
Sarah lo observó girar a la derecha hacia el local del doctor Henry Kice.
Ese mismo día, algo más tarde, fue a ver a Kice, preguntándose si el desconocido habría sufrido una herida de bala y, de ser así, en qué circunstancias. ¿Tal vez durante el asalto a una diligencia?
– No, es sólo un jugador de Cheyenne llamado Cramed -le explicó Henry Kice-. Padece una congestión pulmonar fuerte complicada porque al parecer ha tocado zumaque venenoso. Es evidente que el cambio súbito de clima lo sorprendió a caballo entre Cheyenne y Deadwood, y cogió mucho frío. Lo he mandado a la cama. Creo que se ha registrado en el Hotel Custer.
Tres días después, el resfriado y los sarpullidos provocados por el zumaque de Cramed habían empeorado. Una semana más tarde, se declararon otros cinco casos de «erupción por zumaque venenoso», tres de ellos en residentes del Custer.
El titular del Chronicle hacía la siguiente pregunta retórica: «¿es contagiosa la erupción por zumaque venenoso?».
Poco después Cramed murió.
Sarah decidió que era hora de hacer algo. Una mañana después de que Josh le dijera que su hermana Lettie había caído enferma durante la noche, fue a la oficina del marshal. Campbell estaba al fondo del local, hablando con un hombre fornido y barbudo que ella reconoció como Frank Gilpin, un herrero local. (Al parecer el pueblo iba a tener por fin su cárcel.)
Campbell miró por encima de su hombro cuando Sarah cerró la puerta. Él y Gilpin se volvieron. Gilpin sonrió y se quitó su gorra deformada. Campbell se adelantó.
– ¿Buscando noticias?-preguntó.
– ¿Podría hablar con usted, marshal?
– Por supuesto. ¿Conoce a Frank Gilpin?
Gilpin se acercó a ellos. Olía mucho a sudor y saludó a Sarah de forma jovial pero algo desordenada.
– La señorita escribe el periódico. Hola, es un placer conocerla. Leímos lo de la cárcel, lo que usted escribió, y Noah me llamó. Estamos viendo cuántas rejas necesita y si los mezquinos mineros tienen suficiente oro para pagarlas.
Sarah sonrió y asintió con la cabeza, sin saber a ciencia cierta con qué se estaba mostrando de acuerdo.
– Me voy y los dejo que hablen. Noah, me dices sí o no y tendrás las rejas en tres o cuatro días. -Gilpin añadió algo en un idioma extranjero, presumiblemente una despedida y se marchó.
– ¿Así que pronto tendrá su cárcel? -comentó Sarah.
– Espero que para después de la sesión de noviembre del Concejo Municipal. Estoy calculando cuánto costará. ¿Es eso lo que la trae por aquí?
– No. Otro asunto completamente distinto. Dígame, marshal, ¿qué sabe de la viruela?
– ¿Viruela? -Frunció el ceño-. ¿Por qué?
– Porque voy a escribir un editorial y no quiero ser la causante de que cunda el pánico. Un enfrentamiento con usted fue suficiente.
– ¿La erupción por zumaque venenoso? -inquirió él.
– Exacto. Lettie Dawkins acaba de caer enferma, además de otros cinco hombres, y Henry Kice nos quiere hacer creer que se trata de una erupción por zumaque venenoso. Rathburn dice que uno de los otros casos es venéreo.
– ¿Sífilis?
Sarah asintió.
– ¿Es posible que Kice se haya equivocado en el diagnóstico y no quiera admitirlo?
– ¿Y Rathburn también?
Se quedaron meditando un rato en silencio.
– ¿Qué posibilidades hay de que los dos estén equivocados?-preguntó Campbell.
– No lo sé. Sólo sé que la erupción por zumaque no es contagiosa y que es imposible que una joven como Lettie tenga sífilis. ¿Y entonces, qué es?
– ¿Cree acaso que se pueda tratar del comienzo de una epidemia?
– He averiguado algo. Todos los casos empiezan igual: tres días de fiebre seguidos de sarpullidos por todo el cuerpo. Y ya ha habido un muerto.
– Viruela… -Campbell suspiró y se pasó una mano por el pelo ondulado.
– Podría no serlo, pero supongamos que sí. Todos los habitantes del cañón estarían expuestos a contraerla.
– ¿Qué sugiere?
– Que se llame a cada uno de los médicos matriculados que se encuentren en las excavaciones, para que todos juntos emitan un diagnóstico. Si el resultado es que se trata de la viruela, tendremos que pedir vacunas de inmediato a través del Pony Express y construir un hospital para los infectados. También será necesario disponer de refugios de cuarentena para los que han estado expuestos pero aún no padecen los síntomas de la enfermadad.
– ¿De dónde sacaremos el dinero?
– Habrá que obtener fondos de toda la población; el periódico publicará los nombres de aquellos que, estando en condiciones de contribuir, se nieguen a hacerlo. Desde luego, para eso necesitaré su autorización.
– ¿Qué período de incubación tiene la viruela?
– De diez a dieciséis días.
– ¿Cuándo llegó Cramed al pueblo?
– Hace trece días.
– ¿Ha hablado con alguien más sobre esto?
– No.
– George Farnum debe saberlo. -Campbell fue hasta los colgadores y cogió su abrigo-. Le avisaré e iré a por los médicos de inmediato. No imprima nada hasta que uno de nosotros se reúna con usted.
Eran las cinco de la tarde pasadas cuando Campbell entró en la oficina del Chronicle con expresión preocupada. Patrick estaba escogiendo grabados de madera, buscando un diseño de margen, y Josh estaba barriendo alrededor del cajón de leña en el fondo. Sarah se volvió al escuchar el ruido de la puerta y abandonó su silla al instante. Se unió a Campbell a cierta distancia de los otros para poder hablar en privado.
– Se trata de una viruela maligna -murmuró el marshal.
Una punzada recorrió el cuerpo de Sarah. Se quitó las gafas, se llevó una mano a los ojos y susurró:
– Que Dios se apiade de nosotros.
– He enviado un jinete al grupo del telégrafo. La línea es operativa a mitad de camino entre Hill City y Deadwood. Así que el mensaje será enviado esta misma noche. Si hay vacunas en Cheyenne tendremos suerte. Si no… -se encogió de hombros- necesitaremos carteles de cuarentena. ¿Puede imprimirlos?
– Desde luego. Haré que Patrick los componga ahora mismo. Y anuncios para que los mineros vengan a vacunarse en cuanto lleguen las vacunas. ¿Y el dispensario?
– George ha convocado una sesión de emergencia del Concejo para esta noche. Requirió su presencia.
– Por supuesto.
– A las ocho en el bar Número Diez. Tanto el Langrishe como el Bella Union tienen programadas funciones para media tarde.
– Allí estaré.
– Gracias.-Dio algunos pasos y se detuvo-. Ah, y que Josh se quede aquí esta noche.
– Ya había pensado en eso.
Se miraron unos instantes, sus ojos serios y llenos de preocupación. Por un instante, Sarah sintió una profunda avenencia con Campbell, ligados como estaban por el grave descubrimiento. Pensó que él diría algo tranquilizador. Muy al contrario, dijo:
– La veré después. -Y se encaminó hacia la puerta.
Patrick y Josh habían dejado de trabajar, intuyendo que algo no iba del todo bien.
– ¿Pasa algo malo? -preguntó Josh.
– Esta noche necesitaré que os quedéis hasta más tarde.
– ¿Qué sucede? -preguntó Patrick.
– Me temo que son malas noticias. Los médicos han determinado que hay viruela en el cañón.
– Viruela… -repitió Josh. Miró en dirección a su casa y luego a Sarah-. ¿Te refieres a Lettie?
– Eso me temo, Josh.
El muchacho se lanzó hacia el perchero, pero Sarah lo detuvo cogiéndolo del hombro.
– No, Josh. Esta noche te quedarás aquí.
– Tengo que ir a casa. Si Lettie está enferma…
– No. Lo más seguro para ti y para todos es que por ahora te mantengas lejos de tu casa. Hablaré con la señora Roundtree para ver si puedes dormir en el sofá del recibidor hasta que lleguen las vacunas. El marshal ya las ha pedido. Además, te necesitaré esta noche aquí. -Se volvió hacia Bradigan-. A usted también, Patrick. Tendremos que imprimir carteles de cuarentena e instrucciones a seguir. Se quedará, ¿no?
Patrick simplemente asintió con la cabeza.
– Pero mi madre… -dijo Josh con preocupación.
– Yo me encargo de avisarla. Ahora, a trabajar.
Cuando Sarah abandonó la oficina, la imprenta ya estaba funcionando. Fue a casa de Emma y le habló desde el exterior, bajo la ventana de la cocina. El rostro de Emma estaba lleno de ansiedad por su hija enferma. Sarah no pudo evitar imaginar a Lettie llena de cicatrices para el resto de su vida; eso si había suerte. Las dos mujeres se quedaron mirándose en silencio una vez que se hubieron dicho lo más importante, cada una deseando ir hacia la otra y unirse a ella en un abrazo consolador. No obstante, las separaba la altura de un edificio.
– Se pondrá bien, Emma. Estoy segura. -Con la cabeza inclinada hacia atrás para poder ver a la madre afligida, Sarah dirigió una mirada compasiva a su amiga.
– Reza por ella, Sarah -le pidió Emma en tono abatido.
– Lo haré. Y cuidaré bien de Josh.
Con un nudo en la garganta, Sarah se alejó.
A las ocho, se inició la sesión de emergencia del concejo en el bar Número Diez. Había corrido el rumor y el lugar estaba abarrotado de gente. Todos los miembros del Concejo Municipal se hallaban presentes, además de los siete médicos de Deadwood y otros dos de los pueblos vecinos de Lead y Elizabethtown, bajo jurisdicción del Concejo Municipal de Deadwood. Había también algunos hombres de negocios y todo tipo de gente.
Durante la sesión se formó la Junta de Salud del Pueblo de Deadwood, con jurisdicción sobre todas las decisiones relacionadas con el control y tratamiento de la epidemia de viruela. Tanto Sarah como Noah aceptaron formar parte de la junta, integrada además por médicos de los tres pueblos, el alcalde y dos de los principales hombres de negocios. Cuando abandonaron el bar, todos tenían claro cuál era su puesto en la batalla que en breve se habría de librar.
Se edificaría un lazareto en el cañón Spruce, adonde serían conducidos todos los infectados. (Se tardó tres de las cuatro horas que se prolongó la sesión en tomar esta decisión, ya que nadie quería cerca de su casa el lazareto.) La madera para el edificio provendría de los aserraderos, que recibirían la notificación oficial del marshal. Todos los mineros, comerciantes y hombres de negocios en condiciones de contribuir económicamente a la construcción del hospital serían instados a hacerlo; las aportaciones serían entregadas al tesorero del pueblo y los nombres de los que evitaran esta responsabilidad ciudadana serían publicados en el Deadwood Chronicle. Se buscarían voluntarios para erigir el edificio y también para levantar de inmediato refugios hechos de ramas secas y cuero para mantener en observación a las personas que habían estado expuestas a la enfermedad. También se solicitarían voluntarios para cuidar de los enfermos. La Panadería Dawkins y el Hotel Custer entraban en cuarentena hasta nueva disposición de la junta. Los burdeles de Deadwood quedaban clausurados (el marshal era el encargado de que así fuera) hasta que todos los residentes recibieran la vacuna y se levantara la cuarentena general. Saldría a la calle una edición especial del Chronicle para hacer públicas esas decisiones.
Cuando la sesión se dio por terminada, era más de medianoche. Noah y Sarah, cansados, se dirigieron juntos a la pensión de la señora Roundtree. El pueblo estaba sumido en un extraño silencio que reinaba incluso en bares y salas de juego. Los teatros habían cerrado y sus faroles exteriores estaban apagados. Los palenques se encontraban casi vacíos. Un manto turbio de nubes cubría el cielo, ocultando el brillo de las estrellas y la luz de la luna. Main Street estaba cubierta por una capa de escarcha. El viento soplaba por la hondonada y traía consigo los chillidos de dos lechuzas; a la derecha, se adivinaba la presencia del arroyo con su débil y monótono rumor.
Subieron con paso lento y pesado por el zigzagueante sendero que llevaba hasta la misma puerta de la pensión. Noah la abrió y se hizo a un lado para dejar pasar a Sarah. En la sala, permanecía encendida una pequeña lámpara de aceite. Josh estaba dormido en el sofá, de lado, con una pierna levantada. La manta marrón se había caído al suelo. Ambos lo contemplaron en silencio, recordando que la familia del muchacho era una de las más amenazadas.
– Pobre Josh -murmuró Sarah.
– Sí. Quien sabe cómo acabará esto.
– No diga eso, Noah. -Sarah se agachó, recogió la manta y se la echó a Josh por encima-. Quiero mucho a su familia, en especial a Emma.
Cuando se irguió, se lo encontró observándola con aire extrañado. Lo había llamado Noah sin darse cuenta. La expresión se desvaneció y él contestó:
– No se preocupe. Todo saldrá bien.
– Son tan buena gente.
– Sí, lo son.
De nuevo se hizo el silencio, mientras su aversión mutua cedía poco a poco.
– Pase usted primero. Yo apagaré la luz.
Sarah se encontraba en mitad de las escaleras cuando la luz se apagó a sus espaldas. Se tambaleó en la oscuridad y buscó la pared con las manos para guiarse. Oía los pasos de Noah tras ella, subiendo de puntillas por los rechinantes peldaños de madera.
– ¿Señor Campbell? -susurró.
– ¿Sí?
– ¿Acostumbra a rezar?
Tras un breve silencio Noah respondió:
– A veces.
Silencio nuevamente antes de que ella musitara:
– Esta noche sería una buena ocasión.
Aquellas palabras quedaron flotando entre ellos. En algún lugar, la casa crujió y Sarah continuó su camino con él detrás. El dormitorio de ella era el más próximo, a mano izquierda. Cogió el pomo de la puerta, le dio media vuelta y se giró hacia el marshal.
– Buenas noches-murmuró.
La oscuridad era total. Sarah percibía a Noah Campbell lo bastante cerca como para tocarlo si extendiera la mano. Su chaleco desprendía un fuerte olor a cuero que se mezclaba con el del humo de la mecha recién apagada.
– Buenas noches -dijo él en voz baja-. Hasta mañana.
Lo último que oyó Sarah fue el sonido de la mano de Noah deslizándose por la pared hasta la puerta de su habitación, que abrió y luego cerró silenciosamente.
El prostíbulo parecía diferente a plena luz del día. Noah nunca había estado allí por la mañana. Cuando Flossie lo hizo pasar, la luz que se colaba por la puerta abierta iluminó varios puntos de la sala desierta. La puerta se cerró y la sala volvió a quedar sumida en la oscuridad. Siguió a Flossie por la habitación. Podía percibir el olor a whisky y a humo de cigarros de la noche anterior. Dejando atrás el desnudo que sonreía y el cuarto de baño con su penetrante olor a sulfuro, llegaron a una habitación donde Rose Hossiter roncaba echada en un sillón manchado.
Flossie pasó junto a un escritorio desordenado y tiró de una cortinilla verde. La luz del día inundó el cuarto.
– ¿Qué demonios…? -Rose se llevó una mano a los ojos para cubrirse de la luz y rodó como una morsa, tratando de ver a sus espaldas-. ¡Qué diablos estás haciendo, Flossie! -Cogió un vaso de whisky del suelo y se lo arrojó a la india. El vaso se estrelló contra el escritorio-. ¡Lárgate!
– El marshal está aquí. -Dicho esto, abandonó la habitación.
Los ojos enturbiados de Rose por fin enfocaron al hombre en la puerta.
– Marshal… -Trató de incorporarse. Su codo se enganchó en el género brillante de la bata rosa, dejando al descubierto un pecho carnoso. Rose se tapó con un gesto rápido. El lápiz de ojos de la noche anterior manchaba su cara y el pelo rojizo y seco se le amontonaba detrás de una oreja. Rose trató de distribuirlo con dos palmadas patéticas, pero el pelo volvió a la posición inicial y una pinza cayó y rebotó sobre su hombro. Su boca formaba una línea vacilante mientras sonreía-. Es un poco temprano, ¿no?
– Siento haberte despertado, Rose.
Ella bostezó y su fétido aliento se extendió por toda la habitación.
– ¿Qué hora es?
– Las diez y media.
Rose gruñó y se sentó, dejando caer al suelo sus pies grandes y descalzos.
– Medianoche -Apoyó los codos en una mesa ovalada que había frente a ella. La bata se le abrió hasta la cintura mientras cogía un cigarrillo y lo encendía con una cerilla de madera. Soltó el humo por la nariz y la boca mientras se reclinaba-. Bueno… hacía tiempo que no te veía por aquí.
Noah no respondió.
– ¿Algún problema, marshal?
– Me temo que sí. Tendré que cerrar tu negocio un tiempo.
– ¡Cerrarme el nego…! -Una tos repentina le impidió acabar la frase. Tenía una manera repugnante de sacar la lengua cuando tosía. Finalmente, se controló-. ¿A qué te refieres con eso de cerrar mi negocio?
– El tuyo y todos los demás de por aquí. Tenemos cinco casos de viruela en el pueblo.
Rose se puso en pie, cerrándose la bata.
– ¿Y por qué habría de importarme a mí la viruela?
– Con el tipo de negocio que regentas, será mejor que te importe.
– Sabes perfectamente que obligamos a todos nuestros clientes a darse un baño en ácido fénico. Probablemente eso les impida contraer la maldita enfermedad.
– Sabes tan bien como yo que eso no detendrá la viruela.
– Vamos, Campbell, ten corazón.
– No puedo -respondió-. El Concejo del pueblo ha dictado unas medidas de urgencia y yo soy el encargado de que sé cumplan. Tengo que poner tu negocio en cuarentena, Rose.
– ¿Por cuánto tiempo?
– Un par de semanas, seguramente.
– ¡Un par de semanas! ¿Y de qué se supone que viviremos durante ese par de semanas?
– Vamos, Rose. He visto con mis propios ojos la cantidad de oro que entra por esa puerta cada noche. Podrías cerrar un par de meses sin problemas.
Ella lo observó unos instantes, dejó el cigarro en un cenicero y cruzó furtivamente la habitación hasta donde estaba él.
– Te diré qué vamos a hacer. -Lo cogió por las solapas-. Haremos un trato. Cierra los demás locales y cuelga el cartel de cuarentena en la puerta principal del mío, pero deja la de atrás abierta. Te daré el diez por ciento de las ganancias mientras dure este asunto.
Noah se zafó de ella.
– No puedo hacer eso, Rose. Se trata de impedir una epidemia.
Ella avanzó de nuevo, con una mano en la cadera.
– Te daré cualquier otra cosa que quieras, y gratis… lo que sea y durante el tiempo que quieras. ¿Qué te parece?
– Rose… -Noah levantó las manos.
– ¿A quién prefieres? ¿A Eve? Eve siempre te ha gustado.
– No quiero a Eve. No…
– Entonces, una de las francesas. ¿Qué tal Ember? ¿Nunca te ha enseñado lo que sabe hacer con la boca?
– No quiero nada de eso.
– Yo misma podría volver a trabajar, ¿por qué no? Hace bastante que no me acuesto con un hombre, pero no he olvidado lo que les gusta. Te podría hacer muy feliz, marshal. -Alargó la mano hacia su bragueta.
Noah le sujetó la muñeca con fuerza. Tenía el estómago revuelto.
– Nada de tratos, Rose. Dile a tus chicas que a partir de este momento el negocio está cerrado.
– Eres un hombre apuesto, Noah… -Estiró la mano libre para acariciarle el rostro, pero él echó la cabeza hacia atrás. Sus miradas se encontraron y la mano de Rose se paralizó a mitad de camino. Noah le soltó la otra y ella se tensó el corsé de un tirón. Su expresión se volvió despectiva-. De acuerdo… fuera de aquí, hijo de puta.
Le dio la espalda, cogió el cigarrillo y se lo llevó a la boca con nerviosismo.
Una vez fuera, Noah respiró profundamente el aire puro y fresco. Mientras clavaba el cartel de cuarentena en la puerta, no podía dejar de pensar en la habitación que acababa de dejar, en Rose despertando como una planta marchita por el invierno; recordaba con cierta repulsión la ruindad de la mujer, su hedor, el patético intento de seducirlo y la mirada ladina y llena de odio que le había lanzado al final.
Se estremeció, como si ella lo hubiera tocado.
Esa noche a la hora de cenar, ya estaba sentado a la mesa cuando Sarah Merritt entró en el comedor y ocupó la silla frente a él. Saludó a todos los demás y, finalmente, a Noah… rápida, calladamente, casi sin mirarlo. Se acababa de lavar la cara y tenía el pelo húmedo junto a las sienes. Algunas mechas de pelo rizado le caían desde la frente hasta los pómulos. Llevaba una blusa gris de cuello alto blanco, hombreras y puños blancos ajustados.
Con sólo mirarla, la sensación de suciedad que Noah había experimentado desde la mañana pareció disiparse.
Las vacunas llegaron en el Pony Express desde Sidney, Nebraska, a tiempo para detener una epidemia que podía haber sido devastadora. No obstante, Sarah y Noah tuvieron dos de las semanas más difíciles de sus vidas. Ella, además del periódico, también se hizo cargo de la clínica de vacunas y de las enfermeras voluntarias. Él fue nombrado coordinador de los carpinteros voluntarios, y, en calidad de marshal de Deadwood, trató de mantener los burdeles bajo cuarentena. Murieron dos personas más… un minero conocido como Bean Belly Kelly y un hombre de Kentucky llamado Yarnell, cuya ocupación era desconocida. Fueron enterrados en el Cementerio Mt. Moriah, a pocos pasos de las tumbas del predicador Smith y de Bill Hickok.
Sarah se sintió obligada a asistir a los funerales. Ante la falta de un pastor en el pueblo, correspondía a los asistentes despedir a los hombres y formar una comitiva fúnebre decente. La tarde del entierro de Yarnell, sin embargo, Sarah estaba trabajando en el lazareto y no pudo asistir a la ceremonia. Más tarde, fue a presentar sus respetos al muerto con una rosa de papel. Todo estaba en calma mientras subía por la escarpada cuesta que llevaba al cementerio, situado en la falda de la montaña al sudeste del pueblo. El suelo estaba cubierto de nieve y el aroma de los pinos era penetrante. Sus troncos -rojizos y escamosos- se erguían solemnes en la tarde tranquila y nublada, como agujas de un compás. Un tordo se espantó y emprendió el vuelo, dejando una rama meciéndose. Un puercoespín avanzaba contoneándose delante de ella. Una ardilla, alerta, dejó de mascar y esperó a que Sarah pasara para continuar.
Llegó a la cima y se detuvo.
Allí estaban las lápidas, y sentado junto a una de ellas, con la cabeza gacha y una botella de whisky sobre una rodilla, había un hombre. Vestía pantalón y chaqueta de piel de ante. Su pelo rubio caía en desordenadas mechas del mismo color opaco que los flecos de su chaqueta. Ocultaba el rostro, inmerso en un sopor embotado, una pierna estirada y la otra formando un triángulo cuya base era la horizontal del suelo. La nieve bajo su cuerpo se había derretido, lo cual indicaba que llevaba rato allí.
Sarah se acercó en silencio. Pasó a su lado. Leyó el nombre en la lápida… William Butler Hickok… y siguió hasta un montículo de tierra fresca, donde depositó la rosa de papel. Tras una reverencia respetuosa, volvió por el mismo camino, procurando no perturbar el duelo del borracho. Pero una ramita crujió a su paso y el hombre alzó la cabeza.
El borracho era una mujer.
La botella se balanceó en su rodilla mientras fijaba su mirada en Sarah.
– Supongo que me debo de haber quedado dormida -masculló.
– Lamento haberla molestado.
– No importa. Sólo estaba… -La mujer se interrumpió y bajó la mirada hasta la falda de Sarah. Después, levantó la cabeza de nuevo, y preguntó-: ¿Sabe quién soy?
– La señorita Cannary, ¿no?
– Ajá. ¿Sabe cómo me llaman?
– Calamity.
– Ajá. -Se quedó sentada balanceándose; luego, recordando las reglas de cortesía dijo:
– ¿Quiere un trago?
– No, gracias.
– Pues yo sí echaré uno. -Bebió un buen trago de la botella y luego se secó la boca con el dorso de la mano-. ¿Ha venido al funeral?
– No.
– ¿Lo conocía? -Apuntó con la botella en dirección a la la tumba de Yarnell.
– No.
– Yo tampoco. Yo venía a ver a Bill. -Se inclinó hacia delante y entornó los ojos-. ¿Conocía a Bill?
– No, no lo conocía.
La mujer señaló con la botella la lápida a sus espaldas.
– Este es Bill. -Se volvió, arrastrando las piernas en el barro para apoyar una mano en la lápida de Hickok-. Saluda a la dama, Bill. Una dama de verdad, no una prostituta como yo.
Sarah no se movió. Se sentía una intrusa.
Jane apoyó la cara contra la piedra, cerró los ojos y suspiró profundamente.
– Me dejó. Me prometió casarse conmigo pero no cumplió su promesa. Diablos, yo podía montar y disparar tan bien como él, y desollar mulas y emborracharme como cualquier hombre… pero eso no era suficiente para él… -Las lágrimas caían por sus mejillas y se encogió junto a la lápida-. ¿Por qué me dejaste, Bill…? ¿Por qué no te atreviste conmigo…? Tú siempre te atreviste… -El lastimero llanto conmovió a Sarah. Se aproximó a la mujer, se arrodilló, y la cogió por los brazos.
– Señorita Cannary, por favor… será mejor que se tranquilice. Permítame ayudarla.
Jane levantó la cabeza con dificultad, se sorbió los mocos y se secó la nariz con la mano.
– Estoy bien. No soy más que una borracha. Déjeme en paz.
– Está empapada. Por favor, déjeme ayudarla.
Jane la miró con los ojos llenos de lágrimas.
– ¿Por qué quiere ayudarme?
«Porque me parte el corazón verte así, sentada, llorando frente a la tumba de tu amante.»
– Es hora de ir al pueblo. Necesita ropa seca.
Sarah la ayudó a incorporarse y la sostuvo hasta que la mujer recobró el equilibrio. Cuando estuvo derecha, le quitó la botella de las manos.
– Vamos, dejemos esto.
– Sí, déjesela a Bill… le gustaba el whisky solo.
Sarah dejó la botella detrás de la lápida de Hickok y volvió junto a Jane para ayudarla. Jane miró hacia atrás y levantando un brazo dijo:
– Nos veremos, Bill. Guárdame un sitio.
La bajada era empinada. De vez en cuando, Jane tropezaba y Sarah tenía que sujetarla. Ya en Main Street, se detuvieron frente a la oficina del periódico.
– Tengo que entrar -le dijo Sarah-. ¿Tiene adónde ir?
– Sí… -Jane hizo un ademán hacia delante mientras se tambaleaba.
– Espere aquí -le pidió Sarah-. ¿Lo hará?
Jane asintió como si su barbilla estuviera rellena de plomo.
Sarah entró en la oficina del Chronicle y salió al instante con una bolsa de oro en polvo.
– Dése un baño caliente -le sugirió, entregándosela-. Y coma algo.
Jane asintió y siguió con paso inseguro. Sarah se metió rápidamente en su oficina. No quería saber si se gastaría el oro en un buen baño y una comida caliente o en un bar.
Al día siguiente, Sarah se enteró de que Calamity Jane se había presentado en el lazareto, limpia y sobria, y había trabajado hasta entrada la noche ayudando a los enfermos. Desde entonces, y hasta que se levantó la cuarentena, la historia se repitió… Calamity Jane, que vestía ropa de piel de ante, montaba como un indio, maldecía por los codos y bebía como un hombre, demostró ser una mujer buena y generosa, capaz de atender con ternura a enfermos y necesitados.
Aunque Sarah coincidía a menudo con ella, Jane jamás hablaba. Se limitaba a asentir con la cabeza, y a mirarla con cariño, pero su silencio parecía decir, usted es una dama, mantendré las distancias.
Entre los titulares del Chronicle que anunciaban la erradicación total de la viruela en Deadwood, se podía leer uno que rezaba: «martha jane cannary ayuda desinteresadamente a los enfermos.»