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Asesinan al líder del
Partido Nacional Socialista alemán
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POR ISAAC WOOD
DEL NEW YORK TIMES SERVICE
Bonn- Jurgen Krauss, el feroz presidente del renacido Partido Nazi de este país, principal contendiente en la carrera por la cancillería, fue asesinado a tiros esta mañana. Nadie se ha adjudicado la autoría del hecho. Eso sólo deja a dos hombres en carrera, los dos considerados de centro. A pesar de que todos expresaron sus condolencias por la muerte violenta del señor Krauss, los diplomáticos también manifestaron cierto alivio…
Yo había estado en Roma vanas veces, y nunca me había gustado. Italia es sin duda alguna uno de mis países favoritos, tal vez elfavorito, pero Roma siempre me pareció sucia, congestionada y desalentadora Hermosa, sí -el Campidoglio de Michelangelo, San Pedro, la Villa Borghese, la Via Veneto, todos son impresionantes cada uno a su manera, antiguos, lujosos, opulentos, maravillosos-, pero también amenazadora, terrible a su modo. Y vaya uno donde vaya por la ciudad, siempre termina frente al monumento a Víctor Emanuel II, esa estructura espantosa en forma de máquina de escribir, de mármol blanco de Brescia, rodeada de tránsito maligno en la plaza Venecia Mussolini hablaba desde esos balcones y yo prefiero evitarlos si puedo
El día que llegué la lluvia caía con fuerza y hacía un frío desagradable Los taxis detenidos frente al aeropuerto internacional en Fiumicino parecían demasiado solitarios para aventurarse directamente hacia ellos
Así que busqué un bar y pedí un caffé lungo, lo saboreé por un rato, sintiendo cómo la cafeína luchaba contra el cansancio del vuelo Había entrado en el país con un pasaporte falso, provisto por esos magos de la documentación que conforman la sección de Servicios Técnicos de la cía (en cooperación con el Servicio de Inmigración y Naturalización de los Estados Unidos, debo decir)
Según ese pasaporte, yo era Bernard Masón, hombre de negocios estadounidense que venía por un extraño arreglo con la subsidiaria italiana de la corporación en la que trabajaba El pasaporte que me habían dado estaba muy usado y el efecto era admirable Si no hubiera sabido de dónde venía, habría pensado que lo habían usado en muchos viajes internacionales y que su dueño había sido un hombre desprolijo Pero estaba preparado así y en realidad, era nuevo
Pedí un segundo caffé lungo y un cornetto y caminé hacia el baño Era un lugar simple, negro y blanco, y muy limpio. Contra una pared, debajo de un espejo, había una fila de piletas; del otro lado, cuatro retretes con las puertas pintadas de negro brillante, altas, del piso al cielo raso. El de la izquierda estaba ocupado, y aunque el del centro estaba libre, me quedé un rato en la pileta, me lavé las manos, la cara y me peiné hasta que se abrió la puerta del retrete izquierdo. Salió un árabe diminuto, que se ajustó el cinturón contra la panza. Se fue sin lavarse las manos y yo entré en el compartimiento que había dejado y lo cerré con llave.
Bajé el asiento, me trepé sobre él y estiré la mano hasta el compartimiento de plástico cerca del techo. Se abrió con facilidad y tal como me habían prometido, ahí estaba: un bulto gordo, un sobre de manila que contenía una caja de cincuenta cartuchos automáticos para pistola Colt.45 y una hermosa pistola.45 color mate, Sig-Sauer 220, totalmente nueva y brillante del aceitado de fábrica, todo envuelto en trapos de algodón. Yo creo que la Sig es la mejor pistola que existe. Tiene miras nocturnas, cañón de cuatro pulgadas, seis ranuras, y pesa unos setecientos cuarenta gramos. Esperaba no tener que usarla.
Mi humor era un desastre. Había jurado no volver nunca a ese juego horrible, y ahí estaba. Una vez más, tendría que buscar el lado violento, oscuro de mi personalidad, que creía haber enterrado de una vez para siempre.
Envolví la pistola de nuevo, la deslicé dentro de mi bolso y dejé el sobre en el compartimiento.
Pero apenas me fui caminando hacia los taxis, sentí que algo andaba mal. Una presencia, una persona, un movimiento. Los aeropuertos son lugares caóticos, inquietos, hervideros de personas, y por lo tanto, perfectos para vigilar. Me estaban observando. Lo sentí. No puedo decir que lo oí ni que leí a alguien, demasiada gente, demasiados pensamientos, una Babel de lenguas extranjeras y mi italiano no es muy bueno. Pero lo sentí. Mis instintos, tan bien afinados en un tiempo, tan desusados luego, volvían lentamente a tomar el control.
Había alguien siguiéndome.
Un hombre compacto, robusto, de unos treinta o cuarenta años, en una chaqueta deportiva verde grisácea. Cerca de la farmacia, la cara escondida tras una copia del Corriere della sera.
Apresuré el paso hasta que salí del edificio. Me siguió con muy poca sutileza. Eso me preocupó. No parecía importarle que me diera cuenta, lo cual quería decir que había otros. O, probablemente, que querían que me diera cuenta.
Me metí en el primer auto disponible, un Mercedes blanco, y dije:
– Grand Hotel, per favore.El que me vigilaba había tomado el taxi que seguía, lo vi inmediatamente. Probablemente ya había otro vehículo involucrado, tal vez dos, tal vez hasta tres. Después de cuarenta minutos de deslizarse a paso de hombre en medio de la hora pico de la mañana, el taxi se detuvo en la estrecha Via Vittorio Emanuele Orlando frente al Grand Hotel. Inmediatamente bajaron del vestíbulo cuatro hombres de librea para sacar mi equipaje, ponerlo en un carrito, ayudarme a bajar y escoltarme ' al vestíbulo elegante, sobrio y silencioso.
Le di una propina más que generosa a cada uno y mi nombre falso al de la recepción.
El empleado sonrió, y dijo:
– Buon giorno, Signore. -Inspeccionó las hojas de reservaciones. Una expresión de duda apareció en su rostro. -Signore… ¿señor Mason? -agregó, levantando la vista, los ojos llenos de disculpas.
– ¿Hay algún problema?
– Al parecer, señor… No tenemos registro…
– Tal vez bajo el nombre de mi compañía -le sugerí-. TransAtlantic.
Después de un momento sacudió la cabeza otra vez.
– ¿Sabe desde dónde la hicieron?
Golpeé con la palma abierta sobre la superficie de mármol.
– ¡Me importa un carajo quién la hizo y desde dónde! -dije-. Este maldito hotel ya…
– Si necesita una habitación, señor, estoy seguro…
Señalé al jefe de los de librea.
– No, aquí no. Estoy seguro de que el Excelsior no comete este tipo de errores. -El hombre que había llamado se detuvo a mi lado y entonces le dije: -Lleve mi equipaje a la entrada de servicio. A la del frente no. Y quiero un taxi al Excelsior, en la Via Véneto. Inmediatamente.
El hombre se inclinó un poco e hizo un gesto a sus compañeros que dieron vuelta con mi equipaje y empezaron a llevarlo por el vestíbulo.
– Señor, si hay algún error, estoy seguro de que podemos arreglarlo -dijo el recepcionista-. Tenemos una habitación disponible. En realidad, tenemos varias suites…
– No quiero causarles ningún problema -dije con furia mientras seguía el carrito hacia el final del vestíbulo.
En unos minutos, vi que se detenía un taxi frente a la entrada de servicio del hotel. El chico cargó la valija y el bolso en el baúl del Opel y le di una buena propina.
– ¿Al Excelsior, verdad, señor? -dijo el conductor.
– No, no -dije-. Al Hassler. Piazza Trinitá dei Monti.El Hassler está frente a la Plaza España, uno de los lugares más bonitos de Roma. Yo ya había estado allí antes y la Agencia había reservado una habitación a mi pedido. El episodio del Grand Hotel, claro está, era una estratagema y al parecer había dado resultado. Ya no me seguían. No sabía cuánto podría quedarme allí sin que me vieran, pero por el momento, las cosas estaban bien.
Agotado, me duché y me dejé caer en la cama de dos plazas y media, me metí entre las sábanas de lino, lujosas y suaves, momentáneamente en paz, y me dejé caer en un sueño muy necesario, muy profundo, sacudido de a ratos por visiones de Molly que me llenaban de aprensión.
Unas horas después, me despertó el sonido distante de una bocina cerca de la Plaza España. Media tarde y la suite estaba llena de luz. Rodé sobre la cama, levanté el teléfono, pedí un cappuccino y algo de comer. Me estaba haciendo ruido el estómago.
Miré el reloj y calculé que el día de negocios estaría empezando en Boston. Llamé a un Banco en Washington donde tengo una vieja cuenta desde hace ya años. John Matera había enviado mis "ganancias" del Beacon Trust a esa cuenta (aunque la verdad es que "ganancias" es lo único que no eran). No tenía sentido, pensé, hacerle fácil a la cía meter las manos en mi dinero. Yo conocía los trucos de la Agencia y estaba decidido a no confiar en ellos, en lo posible.
El café llegó quince minutos después, en una taza profunda, grande, con borde dorado y junto con deliciosos sandwiches: rodajas gruesas de pan blanco con tajadas delgadas de jamón, arugula, un poco de pecorino fresco, y pedazos de tomate de un color rojo incitante, brillantes por el aceite fragante de oliva.
Me sentía más solo que nunca. Molly, eso lo sabía, estaba bien… en realidad, estaba prisionera pero también la estaban protegiendo. Y sin embargo, me preocupaba por ella, por lo que le dirían acerca de mí, por el miedo que seguramente estaría sintiendo, por la forma en que lo soportaría. Estaba convencido de que no haría ninguna locura. Convertiría en un infierno las vidas de sus captores, de eso sí estaba seguro.
Sonreí y justo en ese momento sonó el teléfono.
– ¿Señor Ellison? -La voz tenía acento estadounidense.
– Sí.
– Bienvenido a Roma. Es un lindo momento para venir.
– Gracias -dije-. Es mucho más cómodo aquí que en losEstados Unidos en esta época del año.
– Y hay mucho más para ver -dijo mi contacto, completando el código de reconocimiento.
Colgué.
Quince minutos después, bajo la luz suave de la tarde romana, salí del Hassler. La gran escalinata de Plaza España estaba llena de gente sentada, fumando, tomando fotografías, gritándose, riendo de las bromas de sus compañeros. Miré la escena llena de vida, me sentí terriblemente fuera de lugar entre tanta vida, y, con el estómago hecho un nudo de tensión, tomé un taxi.
Fui hasta la Piazza della Repubblica, no muy lejos de la estación de trenes de Roma y alquilé un auto en la agencia Maggiore con mi nombre falso, Bernard Mason, y con la licencia de conductor, más una tarjeta Visa dorada del Citibank. (En realidad, la tarjeta era real, pero las cuentas que pagaba el ficticio señor Mason se hacían efectivas a través de Fairfax, Virginia, es decir, la cía misma.) Me dieron un brillante Lancia negro, grande como un transatlántico: el tipo de auto que Bernard Mason, nuevo rico de los Estados Unidos, apreciaría más.
El consultorio del cardiólogo estaba cerca, sobre el Corso del Rinascimento, una calle ruidosa y llena de tránsito que nace en Piazza Navona. Estacioné en un estacionamiento subterráneo a una cuadra y media y localicé el edificio cuya entrada tenía una placa de bronce con la inscripción dott. ALDO PASQUALUCCI.
Había llegado temprano para la cita, unos cuarenta y cinco minutos más o menos, y decidí caminar hasta la plaza. Por muchas razones, sabía que era mejor respetar la hora señalada. Tenía que ver al cardiólogo a las ocho de la noche, un horario extraño, pero lo había hecho a propósito. El inconveniente, supongo, estaba diseñado para agrandar mi leyenda: ésa era la única hora del día en que el millonario estadounidense, Bernard Mason, podría encontrar un minuto para una entrevista con el médico. Con ese inconveniente, el doctor Pasqualucci seguramente estaría más decidido a cooperar y a ayudarnos. Pasqualucci era uno de los cardiólogos más renombrados de Europa, y el antiguo jefe de la kgb lo había consultado seguramente por esa razón. Así que era lógico que el señor Mason, que residía varios meses por año en Roma, buscara sus servicios. Lo único que sabía Pasqualucci era que ese estadounidense le había sido derivado por otro médico, un interno al que conocía sólo casualmente. Se le pedía cierto grado de discreción ya que el imperio de negocios del señor Mason podría sufrir incalculables pérdidas si alguien se enteraba de que había recibido tratamiento por un problema cardíaco. Pasqua-lucci no sabía que el médico que me había derivado también era empleado de la cia.
A esa hora de la tarde, los edificios barrocos color ocre de la Piazza Navona estaban iluminados con luces poderosas, una visión impresionante, dramática. La plaza estaba repleta de gente que se sentaba en los cafés, excitada, eléctrica, chillona. Había parejas que caminaban absortas en el amor, o mirando a otros. La plaza está construida sobre las ruinas de un antiguo Circo, el del emperador Domiciano. (Siempre me acuerdo de que fue Domiciano el que dijo: "Los emperadores son necesariamente los hombres más desdichados ya que sólo su muerte por asesinato convencerá al público de que las conspiraciones contra sus vidas son reales".)
Las luces de la tarde brillaban sobre el agua de las dos fuentes de Bernini a las que la gente parece acercarse siempre: la de los Cuatro Ríos en el centro de la plaza y la del Moro en el extremo sur. Era una plaza extraña, la Piazza Navona. Hace siglos se usó para carreras de carros y más tarde los papas ordenaron que la inundaran para poder presenciar dramatizaciones de batallas navales.
Caminé a través de la multitud, sintiéndome algo aislado de los demás: el espíritu feliz y efervescente de todos contrastaba mucho con mi ansiedad. Había pasado unas cuantas noches como esa, solo en ciudades extranjeras, y siempre me había parecido que el parloteo de las voces en idiomas extraños me producía somnolencia. Esa noche, claro, transformado (¿o sería mejor decir "afligido"?) por mi nueva habilidad, me sentía cada vez más confuso, mientras los pensamientos se fundían con las voces y los gritos en una sola corriente imposible de comprender.
Oí, en voz bien alta:
– Non ho mai avuto una settimana peggiore.
Después en la voz-pensamiento: Avessimo potuto salvarlo.
Y en voz alta:
– Luí é uscito con la sua ragazza.
En la voz interior, más suave: Poverino!
Y después otra voz confusa, de las del pensamiento, esta vez con evidente tono estadounidense: ¡Dejarme así sola, carajo!
Me volví. Era obviamente una estadounidense de menos de veinticinco años, en una remera con el escudo de Stanford y una chaqueta de lona prelavada, caminando sola a unos pocos pasos. La cara redonda, simple, estaba fija en una mueca de disgusto. Me vio mirándola y me miró con furia. Yo desvié la vista y entonces oí otra frase en un inglés estadounidense, y mi corazón empezó a latir con fuerza.
Benjamín Ellison.¿Pero de dónde venía? Tenía que estar cerca, tenía que estar dentro de un círculo de dos metros a mi alrededor. Una de las personas que me rodeaban, una docena más o menos, pero, ¿cuál? Me costó mucho trabajo no darme vuelta en redondo y tratar de detectar a alguien que pareciera algo fuera de lugar, un tipo de la Agencia. Me volví como casualmente y oí…
no tiene que darse cuenta
… y empecé a acelerar el paso hacia la iglesia de St. Agnes, incapaz de distinguir a la persona en la multitud. Me apresuré hacia la izquierda, golpeé una mesa blanca en un café y también a una mujer mayor que perdió el equilibrio, mientras yo me hundía en la oscuridad de una callecita estrecha, inundada de olor a orina. Desde lejos oí gritos, la voz de una mujer, la de un hombre, los sonidos de la conmoción. Corrí por la calle y me escondí en un portal que parecía una especie de entrada de servicio. Me aplasté contra dos puertas altas de madera, mientras sentía la costra de la pintura desprendida contra el cuello y la cabeza. Incliné las rodillas y me dejé caer sobre el suelo de baldosas del vestíbulo. Veía hacia afuera por un vidrio de la puerta exterior, roto en el medio. Pensé que la oscuridad y las sombras me ocultarían.
Sí, un perseguidor.
Una figura grande, muy musculosa, se apresuró por el callejón, las manos extendidas como para mantener el equilibrio. Yo lo había visto en la plaza, a mi derecha, pero me había parecido italiano; se había fundido con los demás y la fusión había sido demasiado buena para el ojo de un extranjero. Cuando pasó frente a mí, moviéndose lentamente, vi los ojos grandes. Miraban directamente hacia el vestíbulo diminuto.
¿Me veía?
Oí: correr…
Sus ojos miraban fijo hacia adelante, no hacia abajo.
Sentí el acero frío de la pistola en el bolsillo del pantalón y la saqué. Solté el seguro y puse un dedo en el gatillo.
El siguió adelante, por el callejón, mirando en las puertas a ambos lados. Yo me deslicé hacia adelante, miré cómo llegaba al final del callejón, se detenía un momento y doblaba a la derecha.
Me senté y dejé escapar un largo suspiro. Cerré los ojos un minuto. Luego me incliné hacia adelante y volví a mirar. No estaba. Lo había perdido por el momento.
Varios minutos después salí por el callejón hacia donde se había ido él, alejándome de la plaza, y atravesé una conejera confusa de calles poco iluminadas hacia el Corso.A las ocho en punto, el doctor Aldo Pasqualucci abrió la puerta de su consultorio, con una pequeña inclinación de cabeza y me dio la mano. Era sorprendentemente bajo, redondo pero no gordo, y usaba un traje de tweed marrón con un suéter color pelo de camello. Tenía una cara amable. Los ojos parecían preocupados. Tenía el cabello negro, manchado de gris, y aparentemente recién peinado. Sostenía una pipa en la mano. izquierda. El aire a su alrededor estaba fragante a vainilla por el humo.
– Adelante, por favor, señor Mason -dijo. El acento no era italiano sino inglés, como de la clase alta, un inglés claro. Hizo un gesto con la pipa hacia la camilla.
– Gracias por recibirme en una hora tan inconveniente – dije.
Él bajó la cabeza, sin aceptar ni rechazar la frase y dijo sonriendo:
– Encantado de conocerlo. He oído hablar mucho de usted.
– Y yo de usted. Pero primero tengo que preguntarle…
Me detuve, concentrado… pero no oí nada.
– ¿Sí? Si quiere sentarse y quitarse la camisa…
Mientras me sentaba en la camilla y me sacaba la chaqueta y la camisa, dije:
– Tengo que asegurarme de que cuento con toda su discreción.
Tomó un tensiómetro de la mesa, lo envolvió alrededor de mi brazo, apretó el Velero para unirlo, y dijo:
– Todos mis pacientes cuentan con la mayor discreción. Siempre.
Entonces dije en voz bien alta, deliberadamente provocativa:
– ¿Pero cómo me lo garantiza?
Un instante antes de que contestara, mientras seguía apretando el tensiómetro, oí: …pomposo… arrogante.
Estaba tan cerca de mí que me parecía que olía el aliento lleno de tabaco contra la mejilla. Sentía una tensión en él, y entonces supe que estaba leyendo sus pensamientos.
En italiano.
Era bilingüe, me habían dicho: nacido en Italia pero criado en Northumbria, Gran Bretaña, y educado en Harrow y Oxford.
¿Y qué significaba eso? ¿Qué significa ser bilingüe? ¿Hablaría en inglés mientras pensaba en italiano? ¿Era así cómo funcionaba eso?
Entonces, dijo con mucha menos calidez:
– Señor Mason, como usted seguramente sabe, yo trato a individuos muy importantes y muy exclusivos. No pienso revelar sus nombres. Si se siente incómodo al respecto, por favor, es usted libre de marcharse ahora mismo.
Había dejado el tensiómetro tan ajustado que me dolía el brazo. Era algo medio deliberado, me parecía. Pero ahora, como para enfatizar su declaración, soltó la válvula, que se aflojó con un siseo audible.
– No, si nos entendemos -dije.
– De acuerdo. Bueno, para ir a lo nuestro: el doctor Corsini dijo que usted tiene desmayos cada tanto, que de vez en cuando le parece que se le acelera el corazón sin motivo.
– Correcto.
– Quiero hacerle un examen completo. Y tal vez un Holter, una prueba de esfuerzo, veremos. Pero primero quiero que me diga en sus propias palabras qué fue lo que lo trajo aquí.
Me di vuelta para mirarlo y le dije:
– Doctor Pasqualucci, mis fuentes me dicen que usted trata a cierto Vladimir Orlov, alguien de la Unión Soviética, y eso me concierne.
Esta vez me espetó las palabras.
– Como ya le dije… siéntase libre de ir a ver a otro cardiólogo. Hasta puedo recomendarle uno.
– Pero, doctor, lo único que digo es que me preocupa que el archivo del señor Orlov, o sus fichas, o algo parecido estén aquí en su consultorio. Supongo… Si hay un robo por… digamos, interés de parte de alguna agencia de inteligencia, ¿mis archivos y mis fichas también son vulnerables? Quiero saber qué precauciones personales toma usted.
El doctor Pasqualucci me miró como un halcón furioso, la cara toda roja, y yo empecé a recibir sus pensamientos con claridad sorprendente.
Una hora más tarde, ya estaba maniobrando el Lancia a través del tránsito ruidoso, enloquecido, ensordecedor, hacia las afueras de Roma, por la calle del Trullo, y después por la calle S. Guiliano, una sección desolada y moderna de la ciudad. Unos pocos metros más allá localicé el bar y me detuve.
Era uno de esos bares para todo uso, un bar con todo lo demás incluido, un edificio pintado de blanco con una puerta a rayas amarillas, muebles de jardín de plástico blanco apilados al frente, y un cartel de la marca de café Lavazza con la inscripción: ROSTICCERIA-PIZZERIA-PANINOTECA-SPAGHETTERIA.
Faltaban veinte minutos para las diez y el lugar estaba lleno de obreros y adolescentes en camperas de cuero, que tomaban algo en el bar. Un tocadiscos aullaba una vieja canción estadounidense que reconocí: Quiero bailar con alguien. Descubríque era Whitney Houston.
Mi contacto de la cia, Charles Van Aver -el hombre que me había llamado al hotel antes- no estaba allí. Era demasiado temprano y seguramente estaba en el auto, en el estacionamiento. Me senté en un banquito de plástico en la barra y pedí un Averna. Miré la multitud. Uno de los adolescentes jugaba a las cartas en un juego que parecía involucrar la necesidad de tirar las cartas contra la mesa. Una gran familia se había reunido alrededor de una mesa demasiado chica, a hacer un brindis. Nada de Van Aver y -excepto yo- todos parecían pertenecer a ese medio.
En el consultorio del cardiólogo había confirmado definitivamente lo dicho por el doctor Mehta: que una persona bilingüe piensa en los dos lenguajes, una especie de mezcla extraña. Los pensamientos del doctor Pasqualucci eran una mezcla retorcida, una fusión de italiano e inglés.
Mi italiano no era fluido pero bastaba para permitirme entender lo que pensaba.
Escondida en el suelo de su depósito, una pequeña habitación que evidentemente contenía elementos de limpieza, escobas y cepillos, papel de fotocopias, discos de computadora, cintas de máquinas de escribir y cosas semejantes, había una caja de seguridad reforzada con cemento. Tenía muestras de sustancias secretas, archivos de un desagradable caso de mala práctica en el que había estado involucrado hacía diez años y varios ficheros de pacientes. Esos pacientes eran políticos italianos de primer nivel, y de partidos rivales, el jefe ejecutivo de uno de los grandes imperios automotrices de Europa, y Vladimir Orlov.
Mientras el doctor Pasqualucci me ponía el estetoscopio en el pecho y escuchaba, yo agonizaba dilucidando cómo podía hacerle pensar el número de combinación de la caja, y cómo podría llegar a ella, cuando de pronto, oí algo, un zumbido no del todo claro, una onda corta de radio que venía hacia mí y a veces se desvanecía, y las palabras:
Volte-Basse
y Castelbianco
Y otra vez: Volte-Basse… Castelbianco y Orlov…
Y supe que eso era lo único que necesitaba.
Pero Van Aver no había aparecido. Yo tenía su fotografía en mi memoria: un hombre grande, de cara roja, un sureño bebedor de sesenta y ocho años. Usaba el cabello blanco tan largo que se le curvaba sobre el cuello, por lo menos en las últimas fotos de la Agencia. Tenía la nariz grande y marcada por venas, propio de los alcohólicos. Un alcohólico, decía Hal Sinclair, es una persona que bebe más o menos lo mismo que tú y que no te cae bien.
A las diez y cuarto, pagué la cuenta y me deslicé hacia afuera por la puerta del frente del bar restaurante. El estacionamiento estaba oscuro pero vi la variedad típica de Fiat Pandas, Fiat Ritmos, Ford Fiestas, Peugeots y un Porsche negro. Después de los ruidos del bar, me gustaba la quietud del estacionamiento oscuro. Respiré una vez el aire frío que parecía más limpio y más tonificante en esa parte de Roma.
En la última fila de autos había un Mercedes brillante color oliva, licencia de Roma 17017. Y ahí estaba, dormido en el asiento del conductor, tirado hacia adelante, como un viejo. Yo hubiera esperado que tuviera el motor encendido, que estuviera impaciente por llevarme a Toscana en el viaje de tres horas de autopista, pero no, el auto estaba a oscuras. Y la luz del interior tampoco estaba encendida. Van Aver, supuse, dormía en las vastas cantidades de alcohol que según su ficha personal era su costumbre consumir. Un alcohólico, sí, pero un hombre que conocía a todos, que se movía bien en muchos medios. Por esas cualidades, se le toleraban sus pecadillos.
El parabrisas estaba empañado. Cuando me acerqué pensé en si sería prudente insistirle en manejar yo mismo o si lo ofendería en su ego. Me deslicé dentro del auto y traté de oír sus pensamientos, algo que se había convertido en un acto casi automático. Quería oír esos fragmentos interesantes de la gente que duerme.
Pero no había nada. Un silencio completo. Me pareció extraño, ilógico…
… y un segundo después, me sacudió una ola vertiginosa y desesperada de adrenalina.
Vi cómo se curvaba el largo cabello blanco de Van Aver contra su cuello, contra el suéter de cuello alto color azul marino, la boca abierta en lo que parecía un ronquido y debajo, el cuello abierto de un extremo al otro, grotesco. Una mancha terrible de color rojo oscuro se le deslizaba por las solapas de la chaqueta; el cuello pálido, arrugado, seguía soltando el lago rojo de sangre que mis ojos al principio se negaban a aceptar. Vi que estaba muerto y salté para salir del auto cuanto antes.
Corrí hacia la calle del Trullo, con el corazón en la boca, y encontré allí el auto alquilado. Estuve manoseando la llave un rato hasta que finalmente conseguí abrirlo y hundirme en el asiento delantero. Respiré despacio, una y otra vez, hasta que conseguí tranquilizarme.
El problema era que de pronto me habían arrojado otra vez a la época de la pesadilla, estaba otra vez en París. Descubrí que recordaba cosas todo el tiempo, casi como en un caleidoscopio. Me volvía a la mente la calle Jacob, los dos cuerpos, uno de ellos el de mi amada Laura… una y otra y otra vez.
Sea cual sea la mística del trabajo clandestino de inteligencia, generalmente no incluye asesinatos ni acciones violentas. Esos momentos son las excepciones, nunca la regla, y aunque en el escenario de la Guerra Fría, todos estábamos entrenados para enfrentarnos con eventuales derramamientos de sangre, la sangre en sí casi nunca entraba en nuestras vidas.
La mayor parte de los que trabajan en la clandestinidad ven muy poca violencia durante sus carreras; mucho estrés y mucha ansiedad, sí, pero muy poca violencia directa. Y cuando la encuentran, si la encuentran, reaccionan como cualquier otra persona: todo eso les da asco, los llena de repulsión, se dejan dominar por el instinto del tipo de pelea-o-huida. La mayoría de los agentes que tiene la mala suerte de encontrarse con mucha sangre al comienzo de la carrera se quema pronto y se retira en pocos años.
Pero a mí me pasaba algo distinto. La exposición a la sangre y a la violencia tocaba un resorte muy adentro en mi interior. Apagaba algo: el horror esencial de todo ser humano frente a la violencia. En lugar de horrorizarme, me convertía en una persona furiosa, decidida, lógica, tranquila. Era como si me dieran un sedante por vía intravenosa.
Mientras trataba de encontrarle sentido a lo que acababa de suceder, repasé mentalmente una lista metódica, lenta, deposibilidades. ¿Quién más sabía que iba a encontrarme con Van Aver? ¿A quién le habría contado él mismo? Es decir, ¿a quién le habría contado que tuviera interés en mandarlo matar? ¿Y por qué razón?
Me hubiera gustado creer que lo habían matado las mismas personas que me habían seguido desde mi llegada a Roma. Lo cual inmediatamente hacía surgir la pregunta de por qué no me habían eliminado a mí. Obviamente, quienquiera que le hubiera cortado el cuello a Van Aver, me había precedido en el tiempo así que no tenía sentido creer que había sido alguien que me había seguido a mi cita (y además, yo había tomado elaboradas precauciones al dejar el consultorio de Pasqualucci).
Eso indicaba que había alguien, una persona o un grupo, dentro de la cia, que había hecho matar a Van Aver. Alguien que sabía que iba a encontrarse conmigo, alguien que había interceptado la comunicación entre Toby Thompson en Washington y Van Aver en Roma.
Y sin embargo, cuanto más pensaba en el asunto, más tenía que aceptar la posibilidad de que los culpables no tenían por qué ser de la cia necesariamente, que tal vez habían sido ex Stasi.
Así que esa línea de deducción no me servía para nada.
¿Y el motivo? No lo habían hecho pensando que era yo: Van Aver y yo no nos parecíamos para nada, nadie hubiera podido cometer ese error. Y seguramente había habido otras oportunidades, si el objetivo hubiera sido matarme.
No era que Van Aver poseyera información que alguien no quería que yo conociera. Su misión, me había informado Toby, era escoltarme a Toscana en cuanto supiera la dirección de Orlov y…
Y llevarme a ver a Orlov. Yo no conocía el protocolo; no sabía qué podía ayudarme a entrar en la casa del jefe retirado de la kgb. Ciertamente no era cuestión de tocar el timbre de la puerta.
¿No sería eso? ¿No sería ése el motivo para matar a Van Aver? ¿Impedirme llegar a Orlov? ¿Descorazonarme, frustrarme, hacérmelo lo más difícil posible? ¿Para que no averiguara ningún otro dato sobre los Sabios?
De pronto pegué un salto en el asiento.
No, no estaba razonando correctamente. Yo había llegado tarde a la cita con el hombre de la CIA. Deliberadamente, por táctica, pero había llegado tarde…
Como la mayoría de los agentes de campo, seguramente Van Aver había sido impecable en cuanto al horario. Quien quiera que lo hubiera sorprendido allí, con el cuchillo en la mano…Había esperado que estuviera con alguien.
Yo.
No sabía si ellos sabían que yo iba a encontrarme con Van Aver… pero sí sabían que Van Aver iba a ver a alguien…
Si hubiera llegado a tiempo, ¿estaría ahora recostado en el asiento del acompañante con la carótida partida en dos?
Me incliné sobre el asiento y respiré, despacio.
¿Posible? Sí, claro.
Todo era posible.
Para cuando salí de Roma con mis cosas en el baúl del Lancia, era más de medianoche. La autopista A-1 estaba bastante vacía, a excepción de los grandes camiones de transporte de mercaderías.
Había comprado un buen mapa de Toscana, uno del Touring Club Italiano que parecía abarcador y exacto. Fue muy fácil para mí guardarlo en mi memoria. Después localicé una ciudad pequeña llamada Volte-Basse, no muy lejos de Siena, a unas tres horas de viaje hacia el norte.
Me llevó un tiempo acostumbrarme a los conductores italianos, que no son realmente imprudentes -comparados con los de Boston, todos los conductores del mundo son virtuosos-, sino elegantemente agresivos. Me concentré un tiempo en la autopista iluminada con lámparas color ámbar y eso me tranquilizó poco a poco. Pronto pude pensar con más tranquilidad.
Entonces, además de mirar la ruta, empecé a pensar. Manejé por el carril izquierdo a unos 120 kilómetros por hora. Dos veces me salí de la ruta bruscamente y esperé con las luces y el motor apagados para asegurarme de que nadie me seguía. Es un acto elemental pero funciona. Nadie parecía seguirme aunque no podía estar totalmente seguro.
Un auto se me acercó desde atrás e hizo luces con los faros. Se me puso tenso el estómago. Ya estaba casi encima y entonces, apreté el acelerador a fondo y di un giro muy brusco a la derecha.
No, no, lo único que trataba de hacer es pasarme
Era evidente que yo tenía los nervios destrozados. "Así es como pasan en Italia", me dije. "Estás perdiendo la calma. Contrólate."
Y después, en voz alta:
– No te descontroles, Ben. Tú puedes. No te pongas nervioso.
Lo cierto es que con ese nuevo… talento… me había convertido en un monstruo. No tenía idea de cuánto duraría, pero ya había cambiado mi vida para siempre y me había llevado alas puertas de la muerte varias veces. Y sobre todo, el talento y todo lo que traía con él me habían transformado de nuevo en esa cosa que yo no quería ser, en ese autómata desalmado creado por el trabajo en la cia.
El tipo de fes que tenía era algo terrible. Ahora lo sabía. No era algo fantástico ni maravilloso, sino horrendo. Uno no debería poder penetrar en las paredes protectoras que rodean a los demás.
Así que estaba en medio de algo que se había llevado a mi esposa para convertirme otra vez en el hombre de hielo, algo que amenazaba con matarme.
¿Quiénes eran los malos? ¿Una facción de la cia?
Sin duda, lo sabría pronto. En la ciudad de Volte-Basse, en Toscana.
Era una aldea diminuta, apenas un puntito en el mapa. Un grupito de edificios de piedra color arena se agolpaban a los dos lados de una ruta estrecha, la número 71, que llevaba directamente a Siena. Había un bar, un negocio de carnicería y verdulería, y no mucho más.
A las tres y media de la mañana, la ciudad estaba totalmente callada, envuelta en silencio y oscuridad. El mapa que había memorizado, a pesar de lo completo que era, no indicaba nada llamado "Castelbianco", y a esa hora de la mañana, no había nadie a quien preguntar.
Yo estaba exhausto y necesitaba descansar, pero la ruta era un lugar demasiado expuesto. Mis instintos me decían que estacionara en un sitio más protegido. Me alejé hacia Siena por la 71 a través de la moderna ciudad de Rosia y entré en los bosques de las colinas. Después de un patio rodeado de piedras vi un camino que entraba en una propiedad privada, un inmenso bosque toscano con un castillo en el medio. El camino era pequeño y estaba oscuro; la superficie, traicionera y sembrada de grandes piedras y grava. El Lancia se sacudió y tembló sendero arriba. Pronto localicé un bosquecillo más espeso y metí el auto allí para que nadie pudiera verlo, por lo menos mientras fuera de noche.
Apagué el motor, saqué del baúl una de las mantas que había robado del Hassler con mucha culpa y la tiré sobre mi cuerpo. Recliné el asiento lo más que pude y escuché cómo se enfriaba el motor. Me sentí muy solo, hasta que finalmente me quedé dormido.
Me desperté con la salida del Sol, confuso y dolorido. Al principio no supe dónde estaba. No en casa, no en mi cama cómoda, apretado contra Molly. Lo recordé con una sensación de naufragio y desgracia. Ah, sí, estaba en el asiento delantero de un auto alquilado en un bosque de algún lugar de Toscana.
Volví a enderezar el asiento, encendí el motor y retrocedí por el bosquecillo y el camino hasta la ciudad de Rosia. El aire estaba frío y el sol, que acababa de salir en el horizonte, echaba rayos dorados sobre los edificios color terracota. Todo estaba en calma, totalmente en silencio hasta que un camión entró tronando por la ruta, a través del centro de la ciudad. Luego gruñó con fuerza, gimiendo, cuando el conductor cambió la marcha para tomar el camino de la colina que yo había usado el día anterior y que subía hacia la cantera de piedras.
Al parecer, Rosia era una ciudad de dos calles principales y de filas de edificios de techos rojos, construidos evidentemente a mediados de siglo. La mayoría contenía negocitos, una panadería, un bazar, algunos negocios de frutas y verduras, un quiosco de diarios. A esa hora de la mañana estaban todos cerrados menos un Jolly Caffé Bar-Alimentari, que además de bar era panadería, en la calle más tranquila. Desde allí provenían voces masculinas. Me acerqué. Había obreros tomando café, discutiendo, leyendo las páginas deportivas de los diarios. Levantaron la vista cuando entré, se callaron y me miraron de arriba abajo. Recogí algunos pensamientos en italiano, pero nada importante.
Vestido como estaba, en un par de pantalones bastante arrugados y un suéter de lana, probablemente yo los confundía. Si era uno de los extranjeros (sobre todo ingleses) que alquilaban las villas toscanas a precios exorbitantes, ¿por qué nunca me habían visto antes? Y si no lo era, ¿qué hacía ese extranjero loco despierto a semejante hora de la mañana?
Pedí un espresso y me senté a una de las mesitas redondas de plástico. La conversación volvió a aparecer lentamente y cuando llegó mi café, una tacita llena de espresso oscuro y humeante coronado con una capa tostada de crema, tomé un buen trago y sentí que la cafeína empezaba a trabajar
Fortificado por fin, me puse de pie y me acerqué al que parecía el mayor de los obreros, un hombre de panza grande, cara redonda y cabeza medio calva, con la cara cubierta por una barba gris Usaba un delantal sucio sobre un uniforme de trabajo azul marino.
– Buon giorno -dije
– Buon giorno -contestó, mirándome con ojos llenos de sospechas. Hablaba con el acento suave, amable de Toscana, en el que la C dura se transforma en una J, y una ch fuerte en una sh.
Me las arreglé para decir en mi italiano rudimentario
– Sto cercando Castelbianco in Volte-Basse -Busco Castelbianco
Él se encogió de hombros, se volvió a los demás
– Che pensi, che questo sta cercando di venderé l'assicurazione al Tedesco, o cosa? -¿Les parece que este tipo está tratando de venderle seguros al alemán, o qué?
El alemán ¿entonces creían que Orlov era alemán? ¿Era ésa su cobertura un emigrado alemán?
Risas. El mas joven, un hombre de unos veinte años, de piel oscura que parecía árabe, dijo.
– Digli che vogliamo una parte della sua percentuale - Dile que queremos parte de la comisión Más risas.
Otro dijo:
– Pensi che questo sta cercando di entrare nella professione del muratore? -¿Les parece que este tipo quiere entrar en el negocio de las construcciones de piedra?
Yo me reí con ellos, acompañándolos.
– Voi lavorate in una cava? -¿Ustedes trabajan en las canteras?
– No, è il sindaco di Rosia -dijo el más joven, golpeando en el hombro al mayor, con cariño- Io sonO il vice-sindaco -No, él es el intendente de Rosia Y yo el vice
– Allora, Sua Eccellenza -dije al calvo. Luego pregunté si estaban haciéndole trabajos de piedra al "alemán" -Che state lavorando le pietre per il…Tedesco… a Castelbianco?
Él me hizo un gesto con la mano como para sacarme de encima y todos volvieron a reírse El joven dijo:
– Se fosse vero, pensi che staremmo qua perdendo il nostro tempo? Il Tedesco sta pagando i muratori tredici mille lire all'ora! -Si fuera así, ¿le parece que estaríamos perdiendo el tiempo aquí? El alemán paga trece mil liras la hora a los constructores.
– Si quiere carne, tiene que ver a ése -dijo otro acerca del hombre viejo, que se puso de pie y se limpió las manos en el delantal, manchado con sangre animal aunque yo no me había dado cuenta antes. Cuando terminó de limpiarse, se marchó y el hombre que había hablado se fue con él.
Cuando el carnicero y su ayudante se fueron, le dije al joven:
– ¿Pero dónde está Castelbianco?
– Volte-Basse -dijo él- Unos kilómetros por la ruta a Siena
– ¿Es un pueblo?
– ¿Un pueblo? -preguntó él con una risa de incredulidad- Es grande podría ser un pueblo, pero no Es una tenuta… una propiedad. Nosotros jugábamos ahí cuando éramos chicos, antes de que la vendieran.
– ¿Venderla?
– A un rico alemán que se mudó. Dicen que es alemán. No sé, tal vez sea suizo o algo así. Muy privado, siempre está muy escondido.
Me describió el lugar donde estaba Castelbianco y yo le di las gracias y me retiré.
Una hora después encontré la propiedad donde se escondía Vladimir Orlov.
Si es que era cierta la información que había "conseguido" en el consultorio del médico En ese momento, no lo sabía Pero la charla sobre un "alemán" muy escondido, que había oído en el bar parecía confirmarlo ¿Acaso la gente del pueblo creía que Orlov era un grande de Alemania del Este que había venido a esconderse después de la caída del Muro? Las mejores coberturas son las que mas se acercan a la realidad.
Bien arriba, en una colina con vista hacia Siena, Castelbianco era una antigua villa en estilo románico, un lugar magnífico Era grande y estaba algo arruinada. Era evidente que había restauraciones en curso en una de las alas. La villa estaba rodeada por jardines que seguramente alguna vez habían sido hermosos, pero ahora estaban descuidados y demasiado crecidos. La encontré al final de un camino de curvas sobre Volte-Basse.
No había duda de que había sido la casa ancestral de una familia toscana y seguramente, siglos antes que eso, un bastión fortificado de una de las tantas ciudades estados de los etruscos. La selva que rodeaba los jardines estaba llena de olivos, campos de girasoles gigantescos, vides y cipreses. Me di cuenta rápidamente de la razón por la que Orlov había elegido esa villa en particular. Su localización, tan arriba en una colina, la convertía en un lugar fácil de asegurar. Una gran cerca de piedra rodeaba la propiedad, y por encima había una instalación de cable electrificado. No era impenetrable -virtualmente nada es impenetrable para alguien con habilidades en la tarea de entrar en lugares vigilados-, pero era una linda manera de mantener bien lejos a los indeseables. Desde un mirador de piedra recientemente construido, en la única entrada, un guardia armado controlaba a los visitantes. Los únicos visitantes de ese momento parecían ser obreros de Rosia y el resto del área, albañiles, carpinteros que llegaban en viejos camiones polvorientos, y a quienes se revisaba cuidadosamente antes de dejarlos entrar para el trabajo del día.
Probablemente Orlov había traído a su guardia con él desde Moscú. Y si uno conseguía engañar a los primeros guardias, seguramente habría más adentro: atravesar los portones por la fuerza no parecía una buena idea.
Después de unos minutos de vigilancia, a pie y desde el auto, empecé a elaborar un plan.
Muy cerca, apenas a unos minutos de viaje en auto, estaba la pujante ciudad de Sovicille, capital del área, una comune al oeste de Siena, que era capital aunque no lo parecía. Estacioné en el centro, en la Piazza G. Marconi, frente a una iglesia, cerca de un camión de agua San Pellegrino. La plaza estaba desierta, apenas perturbada por el silbido lujurioso de un pájaro en una jaula, frente a un Café Jolly y la charla de unas pocas mujeres maduras. Allí distinguí el símbolo de un teléfono público y mientras caminaba hacia él, la paz desapareció con las campanas de la iglesia.
Entré en el café y pedí un sandwich y un café. Por alguna razón, ningún lugar del mundo tiene un café como el italiano. Italia no cultiva café, pero sabe prepararlo. En cualquier tugurio de camioneros o cantina barata de Italia se toma un cappuccino mejor hecho que el del restaurante italiano más fino del Upper East de Manhattan.
Tomé mi café y mientras tomaba pensé con cuidado, cosa que había hecho muy a menudo desde mi salida de Washington. Y sin embargo, a pesar de tanta reflexión, todavía no tenía ni idea de dónde estaba parado.
Poseía el más extraordinario de los talentos pero, ¿qué había logrado hacer con él? Había rastreado a un ex jefe de la inteligencia soviética, un trabajo de espionaje prolijo que sin duda la cia hubiera terminado con facilidad sin mi ayuda. Apenas habrían necesitado algo más de tiempo y un poco de ingenuidad.
¿Y ahora qué?Ahora, si todo salía como estaba planeado, me encontraría con el jefe de espías de la kgb. Tal vez averiguaría por qué razón se había encontrado con mi suegro. Tal vez no.
Esto era lo que sabía o creía que sabía: los miedos de Edmund Moore estaban justificados. Toby los había confirmado. Algo estaba en marcha, algo que involucraba a la cia, algo sustancial y terrible. Algo de consecuencias mundiales, según creía yo. Y fuera lo que fuera, se estaba acelerando. Primero Sheila McAdams, después el padre de Molly. Después el senador Mark Sutton. Y ahora Van Aver, en Roma.
¿ Y cuál era el esquema general, el punto de unión!
Toby me había mandado a averiguar lo que pudiera sobre Vladimir Orlov. Casi me habían matado tratando de hacerlo.
¿Por qué?
¿Por averiguar algo que sabía Harrison Sinclair? ¿Algo que había significado su muerte?
La estafa, la avaricia y el deseo de dinero no eran explicaciones adecuadas. Mi instinto me decía que había algo más, algo mucho más grande, algo de importancia enorme y urgente para los conspiradores, fueran quienes fueran.
Si tenía suerte, lo sabría de boca de Orlov.
Si tenía suerte. Un secreto que gente de inmenso poder quería mantener así como estaba: bien secreto.
También era posible que yo no averiguara nada. Soltarían a Molly, yo estaba casi seguro de eso, pero yo volvería a casa con las manos vacías. ¿Y después qué?
Nunca estaría a salvo, y Molly tampoco. No mientras poseyera esa condición terrible, ese talento, no mientras Rossi y sus secuaces supieran dónde encontrarme.
Deprimido, dejé el café y busqué en la Via Roma un negocito llamado Boero, cuya vidriera mostraba municiones y armas para la caza en una región obsesionada con ese deporte. Las cajas y estuches de esa vidriera nada elegante tenían nombres como Rottweil, Browning, Caccia Extra. Lo que no encontré allí apareció después, cuando me decidí a llegarme hasta Siena, que tenía un negocio mucho más importante en la Via Rinaldi, una armería llamada Maffei que anunciaba liquidaciones de accesorios y ropa de caza (para los toscanos ricos que querían estar a la moda en un día de deporte o que querían tener el aspecto de cazadores profesionales aunque no lo fueran). Después, arreglé una transferencia de dinero, mucho dinero, desde mi vieja cuenta en Washington a una oficina de American Express en Londres, y de ahí a Siena, donde me la entregaron en dólares estadounidenses.
Finalmente, hubo tiempo suficiente -y yo había reflexionado bastante- como para hacer un llamado telefónico. En laVia dei Termini en Siena localicé una oficina de la sip (la compañía telefónica italiana) y disqué un número internacional desde una de las cabinas.
Después de los acostumbrados ruidos de interferencia, atendieron el teléfono después del tercer llamado, tal como se suponía que lo harían.
Una voz femenina dijo:
– Treinta y dos mil.
– Interno nueve ochenta y siete, por favor -dije.
Otro ruidito. El timbre de la conexión cambió casi imperceptiblemente, como si estuvieran llevando la llamada a través de un cable de fibra óptica aislado, especial. Probablemente así era: de un puesto de comunicaciones en Bethesda a una estación en el Canadá (Toronto, creo) y luego de vuelta a Langley.
Una voz familiar en la línea. Toby Thompson.
– La hormiga Cataglyphis -dijo- sale al sol del mediodía.
Era un intercambio en código que él mismo había inventado, una referencia a la hormiga plateada del Sahara que puede tolerar temperaturas superiores que cualquier otro animal en la tierra, hasta sesenta grados centígrados.
Yo le contesté:
– Y acelera más rápido que cualquier otro animal.
– ¡Ben! -dijo-. ¿Qué mierda estás…? ¿Dónde mierda…?
¿Podía confiar en Toby? Tal vez sí, tal vez no, pero era mejor correr el menor riesgo posible. Después de todo, ¿y si Alex Truslow tenía razón y la Agencia estaba infiltrada? Yo sabía que las precauciones en la conexión telefónica, los múltiples enganches y demás me darían más de ochenta segundos antes de que pudieran localizar mi llamada. Tenía que hablar rápido.
– ¿Qué está pasando, Ben?
– Tal vez tú quieras contarme algo de eso a mí, Toby. Charles Van Aver está muerto. Supongo que lo sabes…
– ¡Van Aver…!
Por lo que podía adivinar a través de las telecomunicaciones modernas, Toby sonaba realmente asustado, impresionado. Miré mi reloj y dije:
– Pregunta. Averigua.
– ¿Pero dónde estás? No te comunicaste. Dijimos…
– Lo único que quiero que sepas es que no pienso comunicarme de acuerdo con el plan. No es seguro. Pero voy a mantener el contacto. Te llamo esta noche entre las diez y las once de aquí, y cuando llame, quiero hablar con Molly inmediatamente. Tú puedes hacerlo, tienes magos de la comunicación ahí contigo. Si no me comunican en veinte segundos, cuelgo…-Escucha, Ben…
– Algo más, voy a suponer que tu… tu aparato tiene defectos, que pierde información. Sugiero que arregles las goteras o vas a perder el contacto conmigo. Y sé que eso no te conviene.
Colgué. Setenta y dos segundos. No habían podido rastrearla.
Caminé en medio de la multitud a lo largo de Via dei Termini, preocupado, pensativo, y encontré un quiosco con gran selección de diarios extranjeros: el Financial Times, The Independen!, Le Monde, el International Herald Tribune, Frankfurter Allgemeine Zeitung, Neue Zürcher Zeitung. Tomé una copia del Tribune y miré la primera página mientras seguía caminando. El título principal, por supuesto, era sobre las elecciones en Alemania.
Y a la izquierda de la página, abajo, un título pequeño:
COMITÉ DEL SENADO DE LOS ESTADOS UNIDOS INVESTIGARA CORRUPCIÓN EN LA cia.
Totalmente absorto, choqué con una hermosa pareja italiana, los dos de verde oliva. El hombre, que usaba anteojos de sol tipo aviador marca Ray Ban, me gritó algo en italiano que no entendí del todo.
– Scusi -dije con tanto tono de amenaza como pude lograr.
Después noté el otro título, arriba, a la izquierda:
alexanDER TRUSLOW, JEFE DE LA cia.
Fuentes de la Casa Blanca afirman que Alexander Truslow, antiguo funcionario de la cia, suplente del director en 1973, será nombrado nuevo director de la Agencia. El señor Truslow, que encabeza una compañía consultora con base en Boston, juró llevar a cabo una limpieza general en la cia, sacudida por acusaciones de corrupción.
Las cosas empezaban a tener sentido. Con razón Toby había hablado de "urgencia". Truslow representaba una amenaza para alguien muy poderoso. Y ahora que lo habían nombrado reemplazante de Harrison Sinclair, estaba en el puesto exacto para hacer algo en cuanto al "cáncer", como él mismo lo llamaba, que estaba empezando a dominar el cuerpo de la Agencia.
Hal Sinclair había muerto, lo mismo que Ed Moore y Sheila McAdams, y Mark Sutton y tal vez… tal vez otros.
El nombre del próximo blanco era evidente.
Alex Truslow.
Toby tenía razón. No había tiempo que perder.
Unos minutos después de las tres de la tarde, llegué a la cantera de piedras cerca de la cual había pasado la noche anterior.
Una hora y quince minutos después estaba sentado en el asiento del acompañante de un camión Fiat muy maltratado, detenido a la entrada del portón de Castelbianco. Usaba ropa de trabajo, pantalones de lona azul oscuro y una camisa de trabajo azul, gastada y cubierta de polvo. El que manejaba el camión era el joven obrero de piel oscura que había conocido en el bar de Rosia esa misma mañana.
Se llamaba Ruggiero y era hijo de un italiano y de una emigrada de Marruecos. Yo había detectado que era un hombre dispuesto a cooperar, muy susceptible a una buena propina, y lo había buscado en la cantera para pedirle información.
O, más bien, para comprársela. Le expliqué que era un hombre de negocios del Canadá, un especulador en bienes inmuebles, y que le pagaría muy bien por lo que me dijera. Le pasé cinco billetes de diez mil liras (unos cuarenta dólares) y le dije que necesitaba entrar en la casa del "alemán" para hablar de negocios con él, específicamente para hacerle una oferta generosa (y algo ilegal) por la propiedad de Castelbianco. Tenía un comprador potencial y el "alemán" sacaría buen dinero si estaba de acuerdo.
– Ey, momento, momento -dijo Ruggiero-, no pienso perder mi trabajo.
– No tiene usted que preocuparse -le contesté-. No, si lo hacemos bien. Tengo un plan.
Ruggiero me dio toda la información que necesitaba sobre la renovación que se llevaba a cabo en Castelbianco. Me dijo que un miembro de la servidumbre trataba directamente con el personal de la cantera y pedía mármol y tejas de granito. Aparentemente, el "alemán" estaba haciendo una renovación importante. El ala derrumbada estaba surgiendo de sus cenizas con grandes cuadrados de mármol verde oscuro florentino en el piso y granito en la galería. Había tomado a expertos albañiles, viejos artesanos del oficio, contratados en Siena. Ruggiero me costó caro. Más de quinientos dólares, unas setecientas mil liras por unas pocas horas de su tiempo. Llamó a su contacto en Castelbianco y le informó que no se había entregado el último pedido de mármol florentino en su totalidad. Un empleado ahora despedido, había cometido un grave error. Lo que faltaba se despacharía inmediatamente.
Era muy poco probable que la gente de Castelbianco objetara el hecho de que la cantera complementara el pedido anterior y nadie lo hizo. En el peor de los casos -si la gente de Orlov tenía sospechas y contaba el mármol y veía que no había habido errores-Ruggiero diría que ésas habían sido las órdenes. Había sido un error de la cantera y a él no le pasaría nada.
Unos minutos después estábamos en el portón. El guardia salió de su casilla de piedra, con una larga hoja de papel sobre una madera y se acercó al camión, parpadeando bajo el sol.
– Si?
La entonación y el acento eran tan claros que si hubiéramos estado varios miles de kilómetros más al norte, hubiera podido imaginarlo diciendo "Da?" con la misma brusquedad. Con el cabello rubio bien cortado, la cara roja, saludable, era sin duda alguna, de antepasados campesinos rusos, el tipo de rufián tranquilo, poderoso, que emplean con tanta frecuencia en Lubyanka.
– Ciao -dijo Ruggiero.
El guardia asintió, hizo una marca en la hoja de visitantes, miró la carga de mármol y después me vio.
Y volvió a asentir.
Le hice el más leve gesto de reconocimiento y saludo, y me hundí en mis pensamientos como un obrero que haría cualquier cosa para que el tiempo pase más rápido y llegue por fin el final del turno.
Ruggiero encendió el motor de nuevo y guió el camión entre los macizos pilares de piedra. El camino de tierra pasaba frente a varias casas de piedra con techos a dos aguas que, según supuse, pertenecían a los sirvientes. Pollos y patos caminaban entre los patios diminutos frente a las casas, discutiendo y chillándose unos a otros. Una pareja de obreros extendía polvo blanco sobre un fragmento de pasto. Fertilizante.
– Su gente vive aquí.
Yo gruñí, sin preguntarle quién era "su gente". No sé si él lo sabía.
Un pequeño rebaño de ovejas pastaba sobre la ladera de la colina a la izquierda. Tenían caras flacas y rosadas, diferentes de cualquier cara de oveja que yo hubiera visto en los Estados Unidos, y balaron a coro, asustadas, cuando pasamos a su lado.Arriba, al fondo, acechaba la casa.
– ¿Cómo es por dentro? -pregunté.
– Nunca entré. Me dijeron que es linda, pero que está un poco abandonada. Necesita reparaciones. El alemán la compró barata, dicen.
– Suerte para él.
Giramos en una curva sobre una quebrada estrecha, pasamos otro edificio bajo de piedra. Este no tenía ventanas.
– Casa de las ratas -dijo Ruggiero.
– ¿Eh?
– Broma. O medio broma. Ahí dejaban la comida para el ganado. Está llena de ratas, así que nunca me acerqué, ni ahora ni de chico. La usan para guardar cosas.
Temblé de sólo pensar en las ratas.
– ¿Cómo sabe tanto?
– ¿De Castelbianco? Mis amigos y yo jugábamos aquí cuando éramos chicos. -Puso punto muerto y estacionó el camión cerca de una galería donde varios hombres grandes, bronceados, maduros, cortaban y colocaban pedazos de granito de distintos colores en un dibujo ornamental en círculos concéntricos. -En esos días, cuando Castelbianco era de los Peruzzi-Moncini, dejaban que los chicos de Rosia jugáramos aquí. No les importaba. A veces, ayudábamos con alguna cosa. -Buscó debajo del asiento, sacó dos pares de guantes y me dio uno. Mientras bajaba la palanca que colocaría la carga de mármol en el suelo, dijo: -Si hace que alguien se la compre al alemán, trate de encontrar a alguien que saque el alambre tejido. Este lugar era de toda la comune.
Saltó fuera de la cabina, y lo seguí hasta la parte de atrás donde empezó a levantar el mármol y a colocarlo en una pila cerca de la galería.
– Che diavolo stai facendo, Ruggiero? -gritó uno de los albañiles, volviéndose hacia nosotros y haciendo un gesto con la mano alzada.
– Calmati -dijo Ruggiero y siguió trabajando-. Sto facendo il mio lavoro. E per l’interno, credo. Che ne so io? -Hago mi trabajo, decía. Me le uní para bajar el mármol. Las planchas de material, rugosas de un lado, suaves del otro, no eran pesadas pero sí frágiles y teníamos que apoyarlas en el suelo con mucho cuidado.
– Nadie me comentó nada de una entrega de mármol -dijo el mismo hombre, probablemente un capataz, en italiano. Hablaba con muchos gestos. -El mármol vino la semana pasada. ¿Metieron la pata o qué?
– Yo hago lo que me dicen -dijo Ruggiero e hizo un gesto hacia la casa-. Parece que la última entrega fue escasa y Aldo ofreció mandar más. Y además, no es asunto tuyo, carajo.
El albañil levantó una cuchara, alisó una franja de cemento y dijo, resignado:
– A la mierda contigo.
Trabajamos en silencio, un rato, levantando, llevando, poniendo, encontrando el ritmo. Después le dije, despacio:
– Los tipos esos te conocen, ¿verdad?
– Ese sí. Mi hermano trabajaba para él hace un par de años. Un tarado. ¿Ya terminamos con esto?
– Casi -dije.
– ¿Casi?
Mientras trabajábamos, miré la casa y los alrededores. Arriba, Castelbianco no era un palazzo: era grande y, a su manera, magnífico, pero al mismo tiempo desprolijo y abandonado. Sin duda necesitaba reparaciones. Tal vez un millón de dólares en trabajos de renovación le devolverían una grandeza que no había visto desde hacía siglos, pero Orlov no estaba gastando ni una fracción de eso. Me pregunté de dónde habría sacado el dinero, pero había sido jefe de una gran central de inteligencia: ¿por qué no iba a tener formas de llevarse al bolsillo algo del presupuesto ilimitado que había controlado alguna vez? ¿Y cuánto les estaba pagando a los guardias de seguridad, que tal vez eran más de seis? No mucho, sospechaba yo, pero claro, también les estaba dando asilo, protección contra el arresto y la prisión que los hubieran esperado en Rusia por haber servido fielmente a la tan desacreditada kgb. ¡Qué rápido habían cambiado las cosas! Los funcionarios de la seguridad del Estado, tan temidos, tan poderosos, espada y escudo del Partido, cazados como perros rabiosos en su propio país.
Me molestaba que hubiera sido tan fácil entrar en Castelbianco. ¿Qué tipo de seguridad era ésa para un hombre que temía por su vida, un hombre arrastrado a un trato con el jefe de la cia a cambio de protección, algo así como un comerciante de Chicago que tiene que pagar protección a los hombres de Al Capone?
La seguridad era modesta: no parecía haber cámaras de circuito cerrado ni computadoras. Aunque pensándolo bien, eso tenía sentido en cierto modo. El verdadero sistema de seguridad de Orlov era su disfraz de hombre anónimo, aparentemente tan exitoso que hasta sus hombres ignoraban quién era. Demasiada seguridad hubiera sido… bueno… algo así como una "bandera roja". Un sistema demasiado sofisticado hubiera atraído demasiado la atención. Un alemán excéntrico y rico podía tener unos cuantos guardias, pero una sofisticación demasiado grande en cuanto a la seguridad hubiera sido arriesgada. Así que ahora yo estaba adentro, y según la información que había recibido, Orlov también El problema era ¿cómo iba a entrar en la casa? Y sobre todo, una vez adentro, ¿cómo iba a salir?
Por enésima vez, supongo, volví a ensayar mi plan mentalmente y luego hice señas a mi cómplice italiano para que dejara el mármol y me siguiera.
– Aiutatemi! -¡Ayúdenme! -Per il amor di Dio, ce qualcuno chi auitare? -Golpeando con fuerza la puerta de madera que se abría directamente hacia la cocina, Ruggiero aullaba pidiendo que, por el amor de Dios, lo ayudaran. Tenía el antebrazo izquierdo hecho un desastre, una gran herida que sangraba mucho.
Arrodillado en los arbustos cercanos, detrás de un grupo de barriles de metal que contenían restos de comida, yo vigilaba la escena. Un ruido adentro fue la señal de que alguien había escuchado sus golpes desesperados. Lentamente, la puerta se abrió con un crujido. Detrás había una mujer redonda, anciana, con un delantal de tela verde sobre un vestido floreado sin mucha forma. Los ojos castaños, pequeños círculos en la gran masa de arrugas bajo una melena revuelta y salvaje de cabello gris, se abrieron bruscamente al ver la herida de Ruggiero.
– Shto eto takoye? -dijo en una voz aguda, asustada- Bozhe moi! Pridi, malodoi chelovek! Bystro! -¿Qué pasa aquí? Mi Dios, entre, entre, joven, estaba diciendo en ruso
Ruggiero le contestó en italiano
– il marmo il marmo é affilato… -El mármol está muy filoso.
Seguramente era el ama de llaves rusa, tal vez una sirvienta que había trabajado para Orlov en sus días de poder Y como yo había anticipado, se comportó con toda la preocupación maternal de una rusa de su generación. Nunca hubiera creído que la herida de Ruggiero no era fruto de un accidente con los pedazos de mármol, sino algo preparado por mí con elementos de maquillaje de teatro de un negocio en Siena.
Tampoco sospechaba la pobre que apenas se diera vuelta para llevar al joven italiano a la cocina, alguien saltaría desde los arbustos para reducirla. Le puse un trapo con cloroformo sobre la boca y la nariz, ahogué su grito y la sostuve cuando su cuerpo se derrumbó, inerte.
Ruggiero cerró la puerta de la cocina Me miró, alarmado, como pensando qué clase de "inversor canadiense" era yo. Pero su ayuda estaba comprada y pagada y no iba a traicionarme.
Desde sus días de juego infantil en Castelbianco, había sabido dónde estaba la entrada a la cocina Me hizo una descripción de la parte del interior que conocía. Se había ganado su dinero. Cuando saqué el hilo de nailon de debajo de la ropa de trabajo, me ayudó a atar al ama de llaves, con cuidado para que la soga no la lastimara, y a ponerle una mordaza en la boca para cuando se despertara. Después, en silencio, la llevamos desde la cocina que olía a cebollas, hasta la gran despensa.
Me dio la mano, le pagué lo que faltaba en dólares estadounidenses, y con una sonnsita nerviosa me dijo "Ciao" y se fue.
Una escalera estrecha de piedra llevaba hacia arriba desde la cocina al resto de la casa Desembocaba en un corredor al que daban una sene de dormitorios desocupados Me deslicé por él sin hacer ruido, tanteando el camino En algún lugar de la casa oía un leve zumbido pero parecía lejano, como si me llegara desde miles de kilómetros de distancia No había ninguno de los ruidos normales de una casa o de un castillo viejo como ese
Llegué a una intersección de dos corredores, un vestíbulo desnudo que sólo contenía dos sillitas de madera muy maltratadas El zumbido estaba más cerca ahora, y venia de algún lugar más abajo Lo seguí por las escaleras, doblé a la izquierda y caminé unos metros, luego doblé a la izquierda otra vez.
Metí la mano en el bolsillo delantero de mi mono, toqué la empuñadura de la pistola Sig-Sauer. Acaricié con los dedos el frío tranquilizador del acero del cañón.
Estaba de pie frente a dos altas puertas de roble El zumbido venía a intervalos regulares, desde adentro.
Tomé la pistola y, agachándome lo más posible, abrí una de las puertas, sin saber quién o qué estaría adentro.
El lugar era un enorme comedor vacío con paredes y pisos desnudos y una inmensa mesa de roble preparada para el almuerzo de una sola persona. Esa persona ya había almorzado, eso era evidente.
El único comensal, sentado en un extremo de la mesa, tocaba el timbre para llamar a un ama de llaves que no podía contestarle Era un hombrecito calvo, viejo, aparentemente inofensivo, con anteojos gruesos, de marco negro Lo había visto en fotos miles de veces pero no tenía idea de que fuera tan chiquito.
Vladimir Orlov usaba un traje y una corbata, cosa rara ¿a quién podía estar esperando allí, escondido en Toscana? El traje no tenia la elegancia inglesa, como los que les gustaba usar a los rusos en posiciones de poder. Al contrario era antiguo, estaba mal hecho, era de manufactura soviética o de Europa del Este, probablemente muy viejo.
Vladimir Orlov, el último jefe de la kgb, cuya cara, dura ysin sonrisa, había visto muchísimas veces en los archivos de la Agencia, en diarios y en revistas. Mikhail Gorbachov lo había puesto en la Agencia para reemplazar al traidor anterior que había tratado de sacarlo del gobierno durante las últimas convulsiones del poder ruso. Sabíamos muy poco sobre él, excepto que lo consideraban "confiable" y "pro Gorbachov" y otros rasgos tan vagos y tan poco fáciles de probar como esos.
Ahora estaba sentado frente a mí, chiquito y retorcido. Todo el poder parecía habérsele escurrido del cuerpo.
Levantó la vista, hizo un gesto de desprecio y dijo en un ruso con acento de Siberia:
– ¿Quién es usted?
Tardé unos segundos en contestar, pero cuando lo hice, fue con una facilidad de palabra en ruso que me sorprendió:
– Soy el yerno de Harrison Sinclair -dije-. Estoy casado con su hija, Martha.
El viejo parecía haber visto un fantasma. Se le frunció el ceño y luego levantó bruscamente la vista; los ojos se afinaron, después se abrieron del todo. Parecía pálido, de pronto.
– Bozhe moi -susurró-. Bozhe moi. -Ay, mi Dios.
Yo lo miré, el corazón en la boca, sin entender lo que significaban esas palabras, sin saber quién pensaba él que era yo.
Se levantó lentamente, y me señaló, como acusándome.
– ¿Cómo diablos entró aquí?
No le contesté.
– Qué estupidez, qué estupidez ha hecho al venir aquí. -Las palabras eran un susurro apenas audible. -Harrison Sinclair me traicionó. Y ahora van a matarnos a los dos.
Caminé despacio hacia el interior cavernoso del comedor. Mis pasos hacían eco contra las paredes desnudas, los altos techos en forma de bóveda.
Detrás de su calma glacial, de sus gestos imperiales, los ojos de Vladimir Orlov iban de un lado a otro, angustiados.
Pasaron varios minutos de silencio.
Mis pensamientos corrían al galope.
Harrison Sinclair me traicionó. Y ahora nos van a matar a los dos.
¿Traicionarlo? ¿Qué significaba eso?
Orlov volvió a hablar, la voz clara y resonante, reverberando en el silencio.
– ¿Cómo se atreve a venir a verme?
El viejo puso una mano sobre la parte inferior de la mesa y tocó un botón. Desde algún lugar en el vestíbulo llegó el sonido del timbre. Luego, pasos en el interior de la casa. El ama de llaves, probablemente despierta ya pero atada y amordazada, no contestaba los llamados. Pero tal vez uno de los guardias había oído el ruido y venía a ver si todo estaba bien.
Saqué la pistola del bolsillo y apunté al jefe de la kgb. Me pregunté si Orlov se habría visto en esa situación alguna vez. En los círculos de inteligencia en los que había trabajado, por lo menos según los informes y las suposiciones que yo había leído, no había revólveres ni dardos envenenados. En esos círculos, las armas eran los informes y los memorandos.
– Quiero que sepa -dije, con la pistola bajo la mesa- que no tengo intenciones de hacerle daño. Tenemos que charlar un poco, usted y yo. Después voy a irme de esta casa. Cuando aparezca el guardia, quiero que le asegure que todo está bien. Si no lo hace, creo que voy a verme obligado a matarlo.
Antes de que pudiera seguir hablando, se abrió de par en par la puerta de la habitación y un guardia que no había visto antes me apuntó con una automática mientras me ordenaba:
– ¡No se mueva!
Sonreí como si no me importara, miré al viejo una sola vez,y después de un momento de duda, él le dijo al guardia: -Vete. Todo está bien, Volodya. Yo estoy bien. Fue un error.
El guardia bajó la pistola, me miró de arriba abajo -el verme vestido como trabajador le pareció sospechoso-, y dijo:
– Perdone. -Retrocedió y cerró la puerta despacio detrás de él.
Me acerqué a la mesa y me senté cerca de Orlov. Había sudor en su frente; la cara, de cerca, parecía cenicienta. Glacial e imperiosa, sí, pero muy asustada aunque el hombre trataba de no demostrarlo.
Estaba sentado a unos pocos metros, demasiado cerca para su gusto y volvió la cabeza cuando habló. Una expresión de asco le cruzó la cara.
– ¿Para qué vino? -gruñó.
– Por un acuerdo que usted tenía con mi suegro -dije. Hubo una larga pausa durante la cual me concentré, tratando de oír la voz del pensamiento, pero no conseguí nada.
– Sin duda lo siguieron. Está poniéndonos en peligro a los dos.
Apreté los labios, sin contestarle, concentrándome más, y de pronto oí un ruido, una frase sin sentido, algo que no entendí. Una onda de pensamiento pero nada que pudiera servirme en absoluto.
– Usted no es ruso, ¿verdad?
– ¿Para qué vino? -dijo Orlov, retorciéndose en la silla. Su codo tomó un plato y lo empujó contra otro con un ruido agudo. Su voz empezaba a elevarse, a ganar en fuerza y gritó: -¡Estúpido!
Oí otra frase mientras él hablaba, algo que no entendí, algo en una lengua desconocida. ¿Qué era eso? Ruso, no, no podía ser ruso, no me era familiar. Hice un gesto, cerré los ojos, escuché, oí un alarido de vocales, palabras que no podía decodificar.
– ¿De qué se trata todo esto? -preguntó-. ¿Para qué vino? ¿Qué está haciendo? -Movió la silla de roble tallado para levantarse. La silla chilló contra el suelo de terracota.
– Usted nació en Kiev. ¿Verdad?
– ¡Fuera!
– No es ruso. Es ucraniano.
Él se levantó y empezó a retroceder por la habitación.
Yo me puse de pie otra vez y volví a empuñar la Sig aunque no quería amenazarlo de nuevo.
– Quédese ahí, por favor.
Él se quedó quieto.-Su ruso tiene un leve acento ucraniano. Las "ges", diría yo.
– ¿Para qué vino?
– Su lengua nativa es el ucraniano. Usted piensa en ucraniano, ¿verdad?
– Si lo sabe -dijo él como ladrando-, no necesitaba venir y ponerme en peligro para decirme eso. Harrison Sinclair lo sabía. -Dio un paso hacia mí, como para amenazarme, un intento torpe de recuperar su ventaja sicológica. Su viejo traje estalinista le colgaba como un traje de espantapájaros. -Si tiene algo que decirme o algo que darme, será mejor que sea algo increíble. Si no, no vale la pena. -Otro paso. Luego agregó: -Voy a suponer que es así y le daré cinco minutos para explicarse. Después, será mejor que se vaya.
– Siéntese, por favor -dije, haciendo un gesto con la pistola hacia la silla-. No va a llevarme mucho, se lo aseguro. Mi nombre es Benjamin Ellison. Como ya le dije, estoy casado con Martha Sinclair, la hija de Harrison Sinclair. Martha heredó todas las propiedades y fondos de su padre. Sus contactos, y estoy seguro de que los tiene y muchos, pueden confirmarle mi identidad.
Pareció relajarse, y luego, de pronto, se lanzó contra mí, como si perdiera el equilibrio, las manos extendidas hacia adelante. Con un sonido inhumano, casi gutural, un alarido retorcido y ahogado, se me tiró encima, tomándome de las rodillas, tratando de hacerme perder el equilibrio. Yo me di vuelta en el aire, lo tomé del hombro y lo aplasté contra el piso.
Él se dejó caer bajo la mesa de roble, jadeando, la cara roja.
– No -gruñó. Se le salieron los anteojos. Los miré rebotar en el piso, a medio metro de su mano.
Yo mantenía la pistola sobre él mientras me agachaba a buscarlos. Con el brazo libre, traté de ayudarlo a levantarse. Me costó un poco.
– Por favor, no vuelva a intentar algo así.
Orlov se dejó caer en la silla más cercana como una marioneta, exhausto pero alerta. Siempre me ha fascinado el hecho de que los líderes mundiales, cuando ya no tienen poder, se sienten tan palpablemente disminuidos, incluso a nivel físico. Me acordé de mi encuentro con Gorbachov en la Escuela Kennedy de Boston, me acordé de cómo le había dado la mano después de una conferencia unos años después de que lo echaran sin ceremonias del Kremlim, después de la ascensión al poder de Boris Yeltsin. Me pareció chiquito entonces, muy mortal, muy común. Sentí lástima por él.
Una frase en ruso.
La oí, oí sus pensamientos: una frase reconocible en ruso enmedio de la corriente de ucraniano, como un pedacito de uranio en el grafito.
Sí, había nacido en Kiev. A los cinco años, la familia se mudó a Moscú. Como el médico de Roma, él también era bilingüe, aunque pensaba sobre todo en ucraniano, con algo de ruso en el medio.
La frase que había pensado se traducía como los sabios,
– Usted sabe muy poco -dije, fingiendo gran seguridad- de los Sabios.
Orlov rió. Tenía los dientes mal cuidados, desparejos y manchados.
– Yo sé todo, señor… Ellison.
Miré su cara con cuidado, concentrándome, para ver qué podía recoger. Otra vez, la mayor parte estaba en ucraniano. Aquí y allí encontraba palabras parecidas a las rusas, inglesas o alemanas. Oí algo como Tsyurikh, algo que tenía que significar "Zúrich". Oí Sinclair y algo que parecía banco, aunque no estaba seguro.
– Tenemos que hablar -dije-. De Harrison Sinclair. Del trato que hizo con usted.
Otra vez me incliné hacia él, como pensando. Una corriente de palabras extrañas salía de su cabeza, baja e indistinta, confusa, pero una palabra me gritó algo. De nuevo, Zúrich, o algo parecido.
– ¡El trato! -dijo en tono de burla. Rió: una risa seca, fuerte. -¡Me robó miles de millones de dólares a mí y a mi país… miles de millones! ¿Se atreve a llamarlo trato?
Así que era verdad. Alex Truslow tenía razón.
Pero… ¿miles de millones de dólares?
¿Entonces todo tenía que ver con el dinero? ¿Esa era la respuesta? El dinero siempre ha motivado los grandes actos del mal. ¿Era el dinero la razón por la que Sinclair y los otros habían muerto, por la que estaban destrozando la Agencia, como decía Edmund Moore?
Miles de millones de dólares.
El ex jefe de la kgb me miraba con arrogancia, casi con superioridad, y trataba de arreglarse los anteojos.
– Y ahora -dijo con un suspiro, pasando al inglés-, es sólo cuestión de tiempo antes de que me encuentren los míos. De eso no tengo duda alguna. No estoy totalmente sorprendido de que usted me haya rastreado. No hay lugar en la Tierra, por lo menos no un lugar tolerable, en el que no puedan encontrar a quien quieran, cualquiera de ellos. Pero lo que no sé es por qué, por qué decidió poner en peligro mi vida y venir aquí. Es algo muy, pero muy estúpido. -Tenía un inglés excelente, aparentemente fluido y de acento británico.
Yo respiré hondo y dije:
– Tuve muchísimo cuidado al venir. Tiene muy poco de qué preocuparse. -La expresión del ruso no cambió. Respiraba despacio por la nariz. Los ojos, quietos, no tenían ninguna expresión, no lo traicionaban. -Estoy aquí para arreglar las cosas. Para rectificar el mal que haya hecho mi suegro. Estoy dispuesto a ofrecerle mucho dinero si me ayuda a localizar ese dinero.
Él levantó los labios en una mueca de desprecio.
– A riesgo de que me crea grosero, señor Ellison, me interesaría muchísimo que me diera su definición de "mucho".
Yo asentí y me levanté. Volví a poner la pistola en el bolsillo y retrocedí hasta quedar fuera de su alcance físico. Me agaché y me levanté el mono para que viera los fajos de dólares que había pegado a mis tobillos con bandas. Solté los seguros de Velcro que había comprado en un negocio de deportes de Siena, y el dinero salió en dos partes.
Las puse a ambas sobre la mesa.
Era mucho dinero, probablemente más del que había visto Orlov en toda su vida, y ciertamente más de lo que yo podía imaginarme. Tuvo un efecto persuasivo.
El miró los paquetes uno por uno, los hojeó, y aparentemente se convenció de que eran verdaderos. Levantó la vista y dijo:
– Serán… ¿cuánto? ¿Tal vez unos tres cuartos de millón?
– Tal vez un millón entero -dije.
– Ah -dijo él, los ojos muy abiertos. Y después rió, una risa despectiva, aguda. Empujó los montones hacia mí con un gesto teatral. -Señor Ellison, estoy en una situación financiera muy difícil. Pero a pesar de lo mucho que me ofrece… no creo que sea gran cosa comparado con lo que me hubiera tocado en el trato con Sinclair.
– Sí -dije-, con su ayuda, yo puedo localizar el dinero. Pero tenemos que hablar.
Él sonrió.
– Aceptaré su dinero como prueba de buena fe. No soy tan orgulloso. Y sí, hablemos. Hasta que lleguemos a un acuerdo.
– En ese caso, lo primero que quiero saber es: ¿quién mató a Harrison Sinclair?
– Yo esperaba que usted pudiera decirme algo sobre eso, señor Ellison.
– Los que cumplieron la orden fueron agentes de la Stasi -dije.
– Es probable, sí. Pero fueran Stasi o Securitate, no tenían nada que ver conmigo. Ciertamente no me interesaba eliminar a Harrison Sinclair.
Levanté una ceja, como haciéndole una pregunta.
– Cuando mataron a Sinclair -dijo Orlov-, yo y mi país perdimos más de diez mil millones de dólares, robados.
Sentí que enrojecía, que me ardía la piel. Al parecer, el ex jefe de la kgb decía la verdad. Me latía el corazón con fuerza.
No había nada modesto en la villa toscana de Orlov, pero tampoco vivía en medio del lujo como algunos de los nazis en Brasil y Argentina, después de la Segunda Guerra Mundial. Una gran suma de dinero no sólo podía darle a ese hombre una vida de lujos sino, sobre todo, protección por el resto de su vida.
¿Pero diez mil millones?
Orlov siguió hablando.
– ¿Cómo era ese libro de memorias escrito por ese director de la CIA de tiempos de Nixon, William Colby? Hombres de honor, ¿no se llamaba así?
Asentí, preocupado. No me gustaba mucho Orlov, aunquelas razones no tenían tanto que ver con la ideología o la rivalidad aguda que la gente creía ver entre los hombres de la kgb y la CIA. Hal Sinclair me había dicho una vez que cuando era jefe de estación en varias capitales del mundo, algunos de sus mejores compañeros y hasta amigos eran hombres de la estación de la kgb. Somos… ¿o debería decir fuimos?… más semejantes que distintos.
No, a mí me repelía la forma relamida en que se comportaba. Hacía unos momentos me había estado atacando como una mujer y ahora se sentaba como un pachá y pensaba en ucraniano, por Dios.
– Bueno -dijo-, Bill Colby era, es, un hombre de honor. Tal vez demasiado para su profesión; y hasta que me traicionó, yo creía que Harrison Sinclair también lo era.
– No entiendo.
– ¿Cuánto le dijo de esto?
– Muy poco -admití.
– Justo antes de la caída de la Unión Soviética -agregó él-, hice un contacto secreto con Harrison Sinclair, usando canales que no se habían usado en muchos años. Hay… bueno… formas… Y le pedí ayuda.
– ¿Para qué?
– Para sacar la mayor parte de las reservas de oro de mi país -dijo.
Yo estaba atónito… pero lo que decía tenía cierto sentido. Concordaba con lo que yo sabía, con lo que había leído en la prensa y lo que me habían dicho mis amigos.
La CIA siempre había calculado que la Unión Soviética tenía unas decenas de miles de millones de dólares en oro, guardadas en las bóvedas centrales en Moscú y sus alrededores. Pero luego, de pronto, inmediatamente después del golpe de estado de la línea dura del comunismo, el que fracasó en agosto de 1991, el gobierno soviético anunció que apenas tenía tres mil millones.
Esa novedad desató olas de inquietud en la comunidad financiera. ¿Dónde diablos podía estar el resto del oro? Hubo todo tipo de informes. Uno, que según los rumores, era confiable, afirmaba que el Partido Comunista Soviético había ordenado que se escondieran fuera del país 150 toneladas de plata, 8 toneladas de platino, y por lo menos 60 toneladas de oro. Se dijo que los funcionarios del Partido Comunista podían haber escondido hasta cincuenta mil millones de dólares en Bancos occidentales, en Suiza, en Monaco, en Luxemburgo, en Panamá, en Licchtenstein y en un grupo de Bancos de islas financieras, incluyendo las Caimán.
El Partido Comunista Soviético, se dijo, había lavado dinero con furia en los últimos años de su existencia. Se crearon empresas falsas con capitales soviéticos para sacar dinero del país.
En realidad, el gobierno de Yeltsin llegó a pagarle a una firma de investigadores estadounidenses, Kroll y asociados -una de las mayores competidoras de Alex Truslow- para que rastreara el dinero, pero la verdad es que nunca consiguieron nada. Hasta se dijo que hubo un enorme traslado de dinero a Bancos de Suiza ordenado por el jefe del Partido, que terminó suicidándose -o fue asesinado- un día o dos después del fracaso del golpe.
¿Serían los antiguos camaradas de Orlov, que trataban de impedir que yo rastreara el oro, los que habían matado a Charles Van Aver, hombre de la CIA, en Roma?
Yo escuchaba, aturdido.
– Rusia -dijo él-, Rusia se derrumbaba.
– Quiere decir que la Unión Soviética se derrumbaba…
– Las dos. Hablo de las dos. Para mí y para todos los que tuvieran cerebro era más que evidente que la Unión Soviética estaba a punto de pasar a las cenizas de las historia, para usar la cansada frase de Marx. Pero Rusia, mi amada Rusia, también estaba en esa situación. Gorbachov me había pedido que manejara la kgb después de que Kryuchkov intentó el golpe. Pero el poder se le estaba escapando de las manos. Los duros estaban saqueando las riquezas del país. Sabían que Yeltsin iba a tomar el poder y estaban esperando la oportunidad de destruirlo.
Yo había leído mucho acerca de misteriosas desapariciones de bienes rusos: metales preciosos, dinero fuerte, hasta arte. Lo que él me decía no era nuevo para mí.
– Por eso -siguió diciendo él- se me ocurrió un plan para sacar del país la mayor cantidad posible de oro ruso. Los duros tratarían de volver pero si yo podía mantener sus manos sucias lejos de las riquezas del país, no tendrían nada. Yo quería salvar a Rusia del desastre.
– Hal Sinclair también -dije, tanto para él como para mí mismo.
– Sí, yo sabía que él estaría de acuerdo. Pero lo que yo le propuse lo asustó. Era una operación extraoficial, una operación en la que la CIA ayudaría a la kgb a robar el oro de Rusia. Sacarlo del país. Y un día, cuando todo estuviera en calma, lo recuperaríamos.
– ¿Pero por qué quería la ayuda de la CIA?
– El oro es muy difícil de mover. Extraordinariamente difícil de mover. Y dada la vigilancia a que me sometían, yo no podría haberlo sacado en persona. Mi gente y yo estábamos bajo constante escrutinio. Y ciertamente no podía venderlo porque lo rastrearían hasta mí en un segundo.
– Y para eso se encontraron en Zúrich.
– Sí. Fue algo muy complicado. Nos encontramos con un banquero que conocíamos y en quien confiábamos. Él estableció un sistema de cuentas para recibir el oro. Sinclair aceptó mis condiciones, aceptó que se me permitiera "desaparecer". Sacó todos los datos relevantes de los bancos de datos de la CIA.
– Pero, ¿cómo se las arregló la CIA o Sinclair para sacar el dinero?
– Ah -dijo él, con cansancio-, hay formas, ya sabe… Los mismos canales que se usaban para sacar a los desertores de Rusia en los viejos días.
Esos canales (yo lo sabía) incluían el sistema de correos militares, protegido por la Convención de Viena. Ese método en particular se usó para sacar a varios desertores de detrás de la Cortina de Hierro. Yo me acuerdo de haber oído hablar de uno de ellos, Oleg Gordievsky, legendario en los chismes de la Agencia, que había salido del país en un camión de muebles. No era verdad, pero por lo menos era plausible.
Él siguió hablando.
– Se puede tratar a un avión militar como a una valija diplomática y si es así, ese avión puede salir del país sin revisación aduanera. Y hay camiones sellados, por supuesto. Unos pocos métodos eran de la CIA; nosotros no teníamos acceso a ellos porque nos vigilaban demasiado. Había informantes en todas partes, incluso entre mis secretarias y secretarios personales.
Algo no encajaba.
– Pero, ¿cómo supo Sinclair que podía confiar en usted? ¿Cómo podía saber que usted no era uno de los malos?
– Por lo que yo le ofrecí -dijo Orlov.
– Expliqúese.
– Bueno, él quería limpiar la CIA, creía que estaba podrida de arriba abajo. Y yo le di las pruebas.
Orlov miró la puerta como si esperara que apareciera uno de sus guardias. Suspiró.
– A principios de la década del 80, empezamos a desarrollar la tecnología necesaria para interceptar las comunicaciones más sofisticadas entre los cuarteles de la CIA y otras agencias del gobierno. -Suspiró otra vez, después sonrió con suficiencia. Era como si hubiera contado esa historia antes. -El equipo de satélite y microondas del techo de la Embajada Soviética en Washington empezó a recibir gran cantidad de señales. Confirmaron información que ya habíamos recibido de infiltrados en Langley.
– ¿Qué información?
Otra sonrisa de suficiencia. Empecé a preguntarme si ésa no sería simplemente su forma de sonreír, un torcimiento de la boca, los ojos inalterados, preocupados, serios.
– ¿Cuál era la función principal de la CIA desde su fundación hasta… digamos… hasta 1991?
Yo sonreí, un cínico sonriéndole a otro.
– Derrotar al comunismo en el mundo, hacerles la vida imposible a ustedes.
– Correcto. ¿Hubo alguna vez en que la Unión Soviética fuera realmente un peligro para ustedes?
– ¿Por dónde empiezo? ¿Lituania, Letonia, Estonia? ¿Hungría? ¿Berlín? ¿Praga?
– Pero para los Estados Unidos, específicamente.
– Ustedes tenían la bomba, no lo olvidemos.
– Y estábamos tan asustados de usarla, como ustedes. Solamente ustedes la usaron, nosotros nunca. ¿Había alguien en Langley que realmente creyera que Moscú tenía los medios o la voluntad necesarios para conquistar el mundo? ¿Y qué se suponía que hiciéramos con él cuando lo tuviéramos…? ¿Hacerlo caer como hicieron una vez nuestros grandes y estimados líderes soviéticos con el Gran Imperio Ruso?
– Hubo engaños de los dos lados -dije, coincidiendo con él.-Ah… pero ese… ese engaño mantuvo a la CIA trabajando durante años, y horas extra, ¿verdad?
– ¿Adonde quiere llegar?
– A esto -dijo Orlov-, es simple: su gran misión actualmente es derrotar el espionaje entre corporaciones, ¿no es cierto?
– Así me dicen. Es otro mundo ahora.
– Sí. Espionaje corporativo internacional. Los japoneses y los franceses y los alemanes, todos quieren robar valiosos secretos de negocios de las pobres y asediadas corporaciones estadounidenses. Y sólo la CIA puede hacer que el capitalismo de los Estados Unidos esté a salvo. Bueno, a mediados de la década del 80, la kgb era el único servicio de inteligencia del mundo con equipos capaces de monitorear las comunicaciones constantes que venían de los cuarteles de la CIA. Y lo que averiguamos confirmaba las sospechas más oscuras de algunos de los comunistas más acérrimos. A partir de comunicaciones interceptadas entre Langley y los puestos en capitales extranjeras, Langley y la Reserva Federal, etcétera, supimos que hacía años que la CIA había estado poniendo sus formidables habilidades de espionaje en contra de las estructuras económicas de países que parecían aliados, como los japoneses y los franceses y los alemanes. Contra las corporaciones privadas de dichos países. Todo para proteger la seguridad estadounidense.
Hizo una pausa, se volvió para mirarme y yo dije:
– ¿Y? Eso es parte del negocio.
– Y -siguió diciendo Orlov, mientras se acomodaba en su silla y levantaba las dos palmas al mismo tiempo, como si ya se hubiera explicado-, pensamos que habíamos descubierto los contornos de una operación normal de lavado de dinero: usted ya sabe, el dinero fluye desde las cuentas de Langley en la Reserva Federal de Nueva York hacia varias estaciones de la CIA en el mundo. Espera allí a que se lo necesite para pagar operaciones cubiertas a favor de la democracia, ¿sí? De Nueva York a Bruselas, de Nueva York a Zúrich, a Panamá, a San Salvador. Pero no. No era sí. Para nada.
Me miró y volvió a sonreír como siempre, los labios torcidos.
– Cuanto más investigaban nuestros genios financieros… -Notó mi escepticismo y agregó: -Sí, teníamos unos cuantos genios entre tantos tontos. Cuanto más investigaban, tanto más confirmaban la sospecha de que no era una operación de lavado de dinero estándar. El dinero no estaba en canales, no lo estaban canalizando. Lo estaban haciendo. Lo estaban acumulando. Lo sacaban del espionaje de las corporaciones. Y loprobamos con una comunicación tras otra.
"¿La CIA como institución? No. Nuestro hombre dentro de Langley confirmó que eran sólo algunas personas. Privadas. Estas operaciones estaban controladas por una pequeña célula de individuos de la CIA.
– Los "Sabios".
– Un nombre irónico, supongo. Un grupito de funcionarios públicos que se estaba haciendo enormemente rico. Usando la inteligencia obtenían de las operaciones de espionaje los medios para enriquecerse. Y bastante bien.
El hecho es que es bastante común que los hombres de operaciones de la CIA saquen algo de sus presupuestos, sus fondos, siempre mal documentados y fluidos (por razones de secreto: ningún director de la CIA que haya ordenado una operación cubierta en un país del tercer mundo quiere dejar ningún tipo de rastro que pueda investigar luego un comité del senado). Muchos hombres que conocí tenían la costumbre de sustraer -mamar, le decían algunos- diez por ciento de los fondos a los que tenían acceso, para ponerlos en una cuenta numerada en Suiza. Yo nunca lo hice, pero los que lo hacían, lo hacían para darse una seguridad social en el futuro, una protección en caso de que algo saliera mal. Los tipos de contabilidad de Langley suelen borrar estas cuentas como rutina. Saben perfectamente bien adonde fueron.
Se lo dije a Orlov, que sacudió la cabeza lentamente.
– Estamos hablando de vastas sumas de dinero. No de mamar.
– ¿Quiénes eran… son ellos?
– No conseguimos nombres. Estaban demasiado protegidos.
– ¿Y cómo dice usted que amasaron sus fortunas?
– No hace falta comprender profundamente el negocio de la microeconomía, señor Ellison. Los Sabios conocían las conversaciones más privadas y las sesiones de estrategia en los directorios y oficinas de las corporaciones y en los automóviles de Bonn y Frankfurt y París y Londres y Tokio. Y con esa información… Bueno, era fácil hacer inversiones estratégicas en los mercados de valores de todo el mundo, sobre todo Nueva York, Tokio y Londres. Después de todo, si uno sabe en qué anda la Siemens o la Philips o la Mitsubishi, uno sabe qué acción comprar o vender, ¿verdad?
– ¿Entonces no era estafa? -pregunté.
– No. No era estafa. Pero sí manipulación de acciones, violaciones de cientos de leyes estadounidenses y extranjeras. Y los Sabios lo hicieron bien, realmente bien. Las cuentas de Luxemburgo, las de la Gran Caimán, las de Zúrich, florecíany crecían todo el tiempo. Hicieron una fortuna. Cientos de millones de dólares, si no más.
Levantó la vista otra vez hacia las puertas dobles y siguió, con una mirada de triunfo en la cara pequeña.
– Piense en lo que podríamos haber hecho con las pruebas: las transcripciones, las comunicaciones interceptadas… Se me nubla la razón cuando pienso… No podríamos haber pedido nada mejor para usar en propaganda política. ¡Los Estados Unidos les roban a sus aliados! No había nada mejor. Cuando lo dijéramos, la otan se destruiría por completo.
– Dios.
– Ah, pero entonces llegó 1987.
– ¿Es decir?
Orlov sacudió la cabeza.
– ¿Usted no lo sabe?
– ¿Qué pasó en 1987?
– ¿Se olvida de lo que le pasó a la economía estadounidense en ese año?
– ¿La economía? -pregunté, confundido-. Hubo una caída de la Bolsa en octubre de 1987, pero fuera de…
– Exactamente. Tal vez "caída" sea una palabra un poco fuerte, pero no hay duda de que la Bolsa se derrumbó el 19 de octubre de 1987.
– ¿Pero qué tiene que ver eso con…?
– Una "caída" del mercado de valores, para usar sus palabras, no es necesariamente un desastre para el que está preparado. Al contrario, un grupo de inversores con información certera puede hacer grandes ganancias en una de esas caídas, vendiendo a corto plazo, apelando a arbitrajes, a futuros y todo lo demás, ¿entiende?
– ¿Qué me quiere decir?
– Lo que digo, señor Ellison, es que una vez que supimos lo que estaban haciendo esos Sabios, cuáles eran sus conductos, pudimos seguir sus actividades muy de cerca… sin que ellos lo supieran.
– Y ellos hicieron mucho dinero en la caída de 1987, ¿no es cierto?
– Usaron programas computarizados para mercados y mil cuatrocientas cuentas diferentes, calibraron con precisión lo que pasaba en el Nikkei de Tokio y movieron los hilos en el momento exacto con la velocidad exacta. No sólo hicieron vastas sumas de dinero con la caída, señor Ellison: ellos la provocaron.
Me quedé mudo, mirándolo.
– Así que ya ve -siguió diciendo él-, teníamos pruebas muy perjudiciales de lo que le había hecho al mundo ese grupito de hombres dentro de la CIA.
– ¿Y las usaron?
– Sí, señor Ellison. Hubo un momento en que nosotros las usamos.
– ¿Cuándo?
– Cuando digo "nosotros", me refiero a mi organización. ¿Se acuerda de los hechos de 1991, del golpe de estado contra Gorbachov, instigado y organizado por la kgb? Como usted bien sabe, la CIA tenía información sobre el golpe antes de que sucediera. Sabían que estaban planeándolo. ¿Por qué cree que no hicieron nada para detenerlo?
– Hay teorías -dije.
– Hay teorías, sí, y hay hechos. Los hechos son que la kgb poseía archivos detallados, explosivos, sobre ese grupo de "Sabios". Esos archivos, una vez develados al mundo, habrían destruido la credibilidad de los Estados Unidos, como ya le dije.
– Y así la CIA quedó inerme -dije-. Chantajeada por la amenaza de hacerlos públicos.
– Precisamente. ¿Y quién abandonaría con facilidad semejante arma? No un enemigo de los Estados Unidos. No un hombre leal a la kgb. ¿Qué mejor prueba podía ofrecerle yo a Sinclair?
– Sí. Brillante. ¿Quién conoce la existencia de esos archivos?
– Hay bastante gente -respondió-. Mi predecesor en la kgb, Kryuchkov, que está vivo pero tiene mucho miedo por su vida y no habla. Su primer asistente, que fue ejecutado… no, perdóneme, creo que The New York Times publicó una historia que decía que se había "suicidado" justo después del golpe, ¿no es cierto? Y, claro está, yo también.
– Y le dio esos archivos increíbles a Sinclair…
– No -dijo él.
– ¿Por qué no?
Se encogió de hombros. Sonrió otra vez.
– Porque habían desaparecido.
– ¿Qué?
– La corrupción era impresionante en esos días, en Moscú -explicó Orlov-. Todavía peor que ahora. Los viejos, los miles de personas que trabajaban en las antiguas burocracias, los ministerios y secretarías, todo el gobierno sabía que tenía los días contados. Los jefes de las fábricas vendían bienes en el mercado negro. Los empleados vendían archivos en las oficinas de Lubyanka. La gente de Boris Yeltsin se había llevado archivos de la kgb y algunos de esos archivos estaban cambiando de manos con rapidez… Y entonces me dijeron que el archivo sobre los Sabios había desaparecido…
– Los archivos de ese tipo no desaparecen…
– Claro que no. Me dijeron que una empleada de nivel bastante bajo del jefe principal del Directorio de la kgb se había llevado el archivo a su casa y lo había vendido.
– ¿A quién?
– A un consorcio de hombres de negocios alemanes. Me dijeron que se los vendió por algo así como dos millones de marcos alemanes.
– Un millón de dólares más o menos. Pero hubiera podido obtener mucho más, supongo.
– ¡Claro que sí! Ese archivo valía mucho dinero, muchísimo. Contenía las herramientas necesarias para chantajear a los más altos funcionarios de la CIA… Imagínese. Valía mucho más de lo que pidió esa tonta mujer. La avaricia puede hacernos irracionales…
Reprimí el deseo de reírme.
– Un consorcio alemán -musité-. ¿Para qué querría chantajear a la CIA un consorcio alemán?
– En ese entonces, no lo sabía.
– Pero ahora sí.
– Tengo mis teorías…
– ¿Por ejemplo?
– Me está pidiendo hechos -contestó él-. Nos encontramos en Zúrich, Sinclair y yo, en condiciones de absoluto secreto, naturalmente. Para entonces, yo ya no estaba en Rusia. Sabía que nunca volvería.
"Sinclair estaba furioso. Se enfureció cuando le dije que ya no tenía la prueba incriminatoria y amenazó con cancelar el trato, volar a Washington y terminar con todo eso. Discutimos muchas horas. Traté de convencerlo de que lo que yo le decía era cierto.
– ¿Y?
– En ese momento, me pareció que lo había convencido. Ahora no lo sé.
– ¿Por?
– Porque pensé que habíamos hecho un trato y tal como salieron las cosas, no era cierto. Me vine aquí desde Zúrich. Debo decir, ya que estamos, que Sinclair había encontrado la casa para mí. Esperé. Diez mil millones de dólares estaban en Occidente. Oro que pertenecía a Rusia. Era un juego de enorme importancia, y yo tenía que confiar en la honestidad de Sinclair. Más que eso, en su interés en el asunto. Quería que Rusia no se convirtiera en un país de extrema derecha, en una dictadura nacionalista y chauvinista. También él quería salvar al mundo de eso, pero yo creo que fueron los archivos. El hecho de que yo no tuviera los archivos de los Sabios para entregárselos. Seguramente pensó que yo no estaba jugando limpio. No creo que haya otra razón por la que pudiera haberme traicionado…
– ¿Traicionarlo?
– Diez mil millones de dólares terminaron en una bóveda de Zúrich, bajo Bahnhofstrasse con dos códigos de acceso para asegurar la liberación. Pero yo no tuve acceso a ese código. Y» entonces, Harrison Sinclair murió, lo mataron. Y ahora no hay esperanza de recuperar el oro. Así que espero que entienda que ciertamente yo no tenía interés alguno en matarlo. ¿No le parece?
– Cierto -dije-. No sería lógico. Pero tal vez ahora yo pueda ayudarlo.
– Si tiene los códigos de acceso de Sinclair.
– No -dije-, no hay códigos. Él no me dejó ninguno.
– Entonces me temo que no hay nada que pueda hacer.
– No estoy de acuerdo. Hay algo. Necesito el nombre del banquero que ustedes vieron en Zúrich.
Y en ese momento se abrieron de par en par las puertas dobles al final del comedor.
Salté sobre mis pies, sin querer tomar la pistola otra vez en caso de que fuera un guardia. Todo tenía que parecer normal: no debía parecer que yo amenazaba al dueño de casa.
Eché una mirada a la tela azul oscura y lo supe inmediatamente. Tres policías uniformados italianos me apuntaban con sus armas.
– Tieniti le maní al fianco! -Las manos a los costados del cuerpo.
Avanzaron por la habitación como un comando SWat. Mi pistola no me serviría de nada: eran más que yo. Orlov retrocedió hasta ponerse contra una pared como para evitar la línea de fuego.
– Sei in arresto -dijo otro-. Non muoverti. -Estás arrestado. No te muevas.
Me quedé de pie, confuso. ¿Cómo podía haber pasado? ¿Quién los había llamado? No entendía.
Y entonces vi el pequeño botón negro en la pata de la mesa del comedor, en el lugar en que ésta se apoyaba contra el piso color terracota. Era el tipo de botón que se aprieta con el pie, la forma en que los cajeros de los Bancos llaman a la policía. La alarma no hacía ruido cerca sino muy lejos, en este caso, suponía yo, en los cuarteles de la policía en Siena, y por eso habían tardado tanto en llegar. La policía seguramente recibía pagos del misterioso "alemán" que necesitaba tanta seguridad.
El salto de Orlov contra mí, su único movimiento torpe. Sabía que yo lo empujaría al suelo y eso era lo que quería: desde el suelo había rodado para apretar el botón con la mano, la rodilla o el pie.
Pero algo andaba mal.
Miré al hombre de la kgb y vi que estaba aterrorizado. ¿De qué?
Estaba mirándome.
– ¡Siga el oro! -gruñó. ¿Qué significaba eso exactamente?
– ¡El nombre! -grité-. ¡Déme el nombre!
– No puedo decirlo -volvió a gruñir, las manos en el aire, señalando a los policías-. No…
Sí. Claro que no podía decir el nombre en voz alta. No con esos hombres cerca.
– El nombre -repetí-. Piense en el nombre.
Orlov me miró, confundido y desesperado. Luego se volvió hacia los policías…
– ¿Dónde está mi gente? -dijo-. ¿Qué hicieron con mi gente?
De pronto, pareció saltar hacia adelante. Hubo un sonido seco, un sonido que yo reconocí inmediatamente y me volví y vi que uno de los guardias le apuntaba con una ametralladora, y el fuego cortaba un surco grotesco en el pecho del viejo. Los brazos y las piernas de Orlov bailaron un segundo mientras él gritaba una vez más, un grito horrendo y largo. La sangre voló en todas direcciones, manchando los pisos de piedra, las paredes, la mesa brillante y lustrosa. Orlov, el cuello medio separado del cuerpo, se convirtió en un montón de sangre de pesadilla.
Dejé escapar un involuntario grito de horror. Saqué la pistola, a pesar de que ellos eran más, pero no tuvo sentido.
De pronto, hubo silencio. El fuego se había detenido. Levanté las manos y me rendí.
Los carabineros me llevaron, esposado, a través de la puerta abovedada de Castelbianco y luego hacia una camioneta azul de la policía, toda abollada.
Parecían carabineros, tenían las ropas de los carabineros, pero no lo eran Eran asesinos pero ¿al mando de quién? Aturdido de horror, yo casi ni podía pensar Orlov había llamado a su gente, sus protectores, y se había sorprendido cuando llegaron los otros Pero, ¿quiénes eran esos otros?
¿ Y por qué no me habían matado a mí también?
Uno de ellos dijo algo en italiano, con rapidez. Los otros dos, que me rodeaban de cerca, asintieron y me guiaron hasta la parte posterior de la camioneta.
No era momento para hacer nada, así que fui con ellos con la pasividad de una oveja Uno de los policías se sentó frente a mí en la camioneta, mientras otro tomaba el volante y el tercero vigilaba desde el asiento delantero.
Nadie decía ni una palabra.
Miré con cuidado a mi guardia, un joven robusto y amargado Estaba sentado más o menos a un metro de distancia.
Me concentré
No "oí" nada, sólo el ruido del motor mientras la camioneta trataba de subir por el camino de tierra que llevaba a los portales de entrada. O eso fue lo que creí, ya que no había ventanas en la parte posterior de la camioneta La única iluminación venia de una luz superior. Mis muñecas hacían ruido frente a mi, sobre el pantalón.
Traté de vaciar mi mente y concentrarme de nuevo. En la última semana el ejercicio se había convertido en algo reflexivo. Sabia que tenia que liberar la mente de todo pensamiento que pudiera distraerla, convertirla en una pizarra en blanco, en un receptor Y entonces oía los finales y principios de los pensamientos en esa tonalidad alterada que indicaba que no estaba oyendo nada hablado, ninguna voz verdadera.
Convertí mi mente en papel en blanco y con el tiempo "oí" mi nombre y luego algo más que sonaba familiar en esa forma flotante, leve, que me decía que estaba oyendo un pensamiento.
En inglés.
El hombre estaba pensando en inglés.
No era policía y no era italiano.
– ¿Quién es usted? -pregunté.
Mi escolta levantó la vista, traicionó apenas un instante su sorpresa Después se encogió de hombros, con hostilidad, como si no me entendiera.
– Su italiano es excelente -comenté.
El motor de la camioneta se detuvo, luego arrancó de nuevo. Luego, nada. Nos habíamos detenido en alguna parte. No podía ser muy lejos de la propiedad: hacía apenas unos minutos que nos movíamos y me pregunté adonde me habían llevado.
Las puertas se abrieron y los dos policías subieron atrás con nosotros. Uno me cubrió con el revólver mientras el otro me hacía señas de que me acostara en el suelo Cuando lo hice, me pusieron cinta adhesiva en los tobillos para sujetarme.
Yo traté de hacérselo difícil pateé y me retorcí todo lo que pude pero finalmente lograron atarme los pies. Entonces descubrieron mi otra pistola, metida en su funda, en el tobillo izquierdo.
– Una más, chicos -dijo el que la había encontrado, con aire de triunfo.
En inglés.
– Será mejor que no tenga otras -dijo el que parecía el jefe. Tenía una voz ronca, una voz que venía del pecho, como la de un fumador empedernido.
– Eso es todo -contestó el primero, después de palparme las piernas y los brazos
– De acuerdo -dijo el primero- Somos colegas suyos, señor Ellison.
– Pruébelo -le dije, sin hacer nada Lo único que veía era la luz del techo de la camioneta sobre mi cabeza.
Nadie me contestó.
– Si quiere, puede creernos, si no, no -dijo el jefe- Eso no cambia nada. Lo único que queremos es hacerle unas preguntas. Si es sincero con nosotros, no va a pasarle nada
Mientras hablaba, sentí que algo líquido y frío se esparcía sobre mis brazos, luego sobre la cara y el cuello un líquido viscoso que estaban aplicando con un cepillo.
– ¿Sabe qué es esto? -preguntó el falso policía que estaba a cargo.
Yo sentía la dulzura en el borde de la boca.
– Tengo una idea.
– Bien.
Los tres me sacaron de la camioneta hacia el brillo del día. No tenía sentido luchar. No podía llegar a ninguna parte atado como estaba. Miré alrededor y vi árboles, arbustos, un brillo de alambre de púa. Todavía estábamos en Castelbianco, no lejos de la entrada, frente a uno de los edificios de piedra que yo había notado desde el camión, al entrar.
Me pusieron en el suelo justo en la puerta del edificio. Olía a tierra húmeda, y también a basura podrida. Supe dónde estaba.
Entonces, el que estaba a cargo, dijo:
– Lo único que tiene que decirnos es dónde está el oro.
Boca arriba en el suelo, el cuello húmedo de tierra, dije:
– Orlov no cooperó. Apenas si tuve tiempo de charlar con él.
– Eso no es cierto, señor Ellison -dijo el que estaba en el medio-. No nos está diciendo la verdad.
Sacó un objeto pequeño, brillante, lo puso cerca de mis ojos para que lo viera. Un escalpelo afilado como una hoja de afeitar. Cerré los ojos instintivamente. Dios, no. Que no lo haga.
Hubo un golpe sobre mi mejilla. Sentí el horror del metal frío, luego un dolor agudo, como de agujas.
– No tenemos por qué cortarlo más -siguió diciendo el jefe-. Por favor, necesitamos la información. ¿Dónde está el oro?
Sentí algo caliente y pegajoso que me corría sobre la cara, a la derecha.
– No tengo ni la menor idea -dije.
El falso policía me apoyó el escalpelo en la otra mejilla, frío, casi agradable.
– Esto no me gusta más que a usted, señor Ellison, se lo aseguro. Pero no tengo alternativa. Otra vez, Frank.
Yo jadeé.
– No.
– ¿Dónde está?
– Ya le dije, no tengo…
Otro corte. Frío, luego calor y ardor, y la sangre sobre la cara, mezclándose con ese líquido pegajoso que me habían puesto. Sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas.
– Usted sabe por qué hacemos esto, señor Ellison -dijo el jefe.
Traté de darme vuelta sobre la panza, pero dos de ellos me sostenían con firmeza en el lugar.
– Mierda -grité casi-. Orlov no sabía. ¿Es tan difícil de entender? El no sabía… así que yo no sé…
– No nos obligue -dijo el jefe-. Usted sabe que somos totalmente capaces de hacerlo.
– Si me dejan ir, puedo ayudarlos a encontrar el oro -susurré.
Él hizo un gesto con la pistola y los otros me levantaron, uno por los pies, otro por la cabeza. Me retorcí con fuerza pero no tenía movilidad y ellos sabían lo que hacían.
Me arrojaron a la oscuridad húmeda y asquerosa del depósito, una oscuridad inundada del olor fuerte, pútrido, de la basura abandonada. Oí unos crujidos. Había otro olor también, algo ácido, como queroseno o nafta.
– Sacaron la basura ayer -dijo el jefe-. Tienen hambre, creo yo.
Más crujidos y roces.
El ruido del plástico cuando lo pisan; más roces, esta vez más frenéticos. Sí, nafta o queroseno.
Me bajaron, con los pies atados. La única luz en esa cámara horrenda, diminuta, venía de la puerta, contra la cual veía las tres siluetas grandes de los falsos policías.
– ¿Qué mierda quieren? -dije con un graznido.
– Díganos dónde está y lo sacamos. Es simple. -Era la voz ronca del jefe.
– Dios. -No pude reprimir el grito. Nunca dejes que se den cuenta de que tienes miedo, pero ahora el espanto era incontenible. Un roce, varios. Tenía que haber docenas ahí dentro.
– Su ficha personal -siguió diciendo él -hace notar que es usted fóbico a las ratas. Por favor, ayúdenos, y todo esto será apenas un mal recuerdo en menos de un segundo.
– Ya le dije que él no sabía…
– Cierra, Frank -dijo casi con un ladrido.
La puerta se cerró. Oí el ruido del pasador. Durante un instante todo quedó negro y luego, cuando mis ojos se fueron acostumbrando, todo tomó un brillo ámbar, un brillo amenazador. Había ruidos leves en todas partes. Varias formas oscuras, grandes, se movían a mi alrededor. Se me erizó toda la piel.
– Cuando esté listo para hablar -oí que decían desde afuera-, lo estaremos esperando, amigo.
– ¡No! -exclamé en un aullido-. Ya les dije todo lo que sé.
Algo pasó corriendo sobre mis pies.
– ¡Dios santo!
Desde afuera, oí la voz ronca que me hablaba.
– ¿Sabía que las ratas son algo así como ciegas? Operan casi absolutamente por su sentido del olfato. Su cara, con la sangre y el líquido dulce que le pusimos, va a ser irresistible para ellas. Van a tratar de comérselo. Se le van a subir encima, se lo aseguro.
– No sé nada… No sé nada -aullé.
– Entonces, lo lamento por usted -dijo la voz ronca.
Sentí que algo grande y tibio y seco y correoso me corría por la cara, sobre los labios. Varias, eran varias, sí, y yo no podía abrir los ojos, sentí que me lastimaban las mejillas, punzones insoportables, agudos, terribles, un sonido como de papeles, una cola que restallaba contra mi oído, patitas sobre el cuello.
Sólo la idea de que mis captores estaban afuera, esperando a que yo me descontrolara por completo, a que me derrumbara o enloqueciera, me impidió aullar en un ataque de miedo indescriptible, insoportable, inmenso.
Todavía no sé cómo hice, pero conseguí mantener la mente en foco, estar ahí.
Me las arreglé para retorcerme y ponerme de pie, arrojando ratas a mi alrededor, sacándomelas de la cara y el cuello con las manos unidas. En unos minutos logré sacarme las bandas de nailon pero eso no iba a ayudarme mucho y los hombres que me esperaban afuera lo sabían: la única salida era la puerta y estaba bien guardada.
Busqué la pistola hasta que me di cuenta de que se habían llevado las dos. Tenía algunas municiones en los zapatos, entre el pie y la media, pero no servían para nada sin un arma para dispararlas.
Cuando los ojos se me acostumbraron a la penumbra, entendí de dónde venía el olor a combustible. Había varios tanques de nafta contra la pared, junto a máquinas de granja. Tal vez la "casa de las ratas", como la había llamado mi amigo italiano, fuera para guardar basura, pero evidentemente la usaban también para materiales de mantenimiento: bolsas de cemento, bolsas de plástico con fertilizante, difusores para fertilizantes, herramientas de tipo mortero, algunos repuestos de tractores.
Las ratas se me reunían alrededor y yo movía las piernas permanentemente para que no se me subieran al cuerpo. Mientras tanto, trataba de investigar las herramientas. Un rastrillo no sobreviviría a un asalto contra una puerta de acero reforzado, ni él ni ninguna de las demás herramientas. La nafta parecía el mejor método, pero ¿qué podría hacer con ella? ¿A quién asaltaría? ¿Qué incendiaría? ¿Y con qué iba a encenderla? No tenía fósforos. ¿Y si la esparcía y me las arreglaba para encenderla… qué sucedería? Moriría quemado. Eso no beneficiaría a nadie excepto a mis captores. Una estupidez total. Tenía que haber otra forma.
Sentí el roce de una cola de rata contra el cuello. Me estremecí de arriba abajo.
Desde afuera, la voz ronca repetía:-Lo único que queremos es la información, señor Ellison
Lo más fácil era inventar información, fingir que me había quebrado y soltarla
Pero eso no serviría Seguramente lo esperaban estaban bien informados Tenía que salir de otra forma
Era imposible Yo no era ningún Houdini, pero tenía que salir Las ratas, esas criaturas gordas, marrones, con colas largas, peladas, se deslizaban entre mis pies, haciendo ruiditos agudos Había docenas. Algunas se habían trepado a las paredes Dos, acostadas sobre una bolsa de fertilizante de veinticinco kilos, saltaron hacia mí, buscando el olor de la sangre que se me congelaba en la mejilla. Horrorizado, agité los brazos para alejarlas Una me mordió el cuello Golpeé a mi alrededor y maté a una o dos con los pies.
Sabía que no sobreviviría mucho allí.
Lo que me llamó la atención fue la bolsa de fertilizante En la penumbra, apenas logré distinguir la etiqueta.
CONCIME CHIMICO FÉRTILIZZANTE
Una etiqueta amarilla, con forma de diamante, proclamaba que se trataba de un oxidante Lo que se usa para el pasto, generalmente Treinta y tres por ciento de contenido de nitrógeno, decía la etiqueta Me acerqué mas, los ojos entrecerrados Derivado de partes iguales de nitrato de amonio y nitrato de sodio
Fertilizante.
¿Era posible?
Por lo menos, era una idea. La probabilidad de que funcionara no me parecía especialmente alta, pero valía la pena intentarlo No veía otra forma de salir.
Me agaché y saqué el cargador de la Colt 45 de mi media izquierda Se habían llevado la pistola, pero no eso.
Estaba lleno tenía siete balas No mucho, pero bastaría. Saqué las siete.
Una voz desde afuera de la casa dijo.
– Que tenga un lindo día ahí dentro, Ellison Y una noche fabulosa.
Contuve mi horror y caminé por el piso lleno de ratas hasta llegar a una de las paredes. Uno por uno metí los cartuchos en una grieta en la pared Ahora tenía toda una fila con las puntas grises hacia fuera.
Lo más cercano a una pinza que conseguí fue un viejo alicate para cables Serviría, aunque estaba muy oxidado. Con cuidado, cerré la punta del alicate sobre cada una de las puntas de las balas, tiré y retorcí, hasta que la bala salió de la cobertura de papel La parte que había extraído era el proyectil, lo más importante de cada bala, lo que entraba en el blanco. Pero yo no lo necesitaba. Necesitaba lo que estaba detras la carga de proyección y el detonador.
Un trio de ratas se me acerco a los pies, una se trepo sobre la rodilla, tocándome la tela de la camisa, tratando de subir hacia la cara en un camino de horrores. Jadeé de espanto, me transpiré de arriba abajo, golpeé las ratas con las manos, las arrojé sobre el suelo de piedra.
Luego, apenas recuperado, saqué cada una de las balas incompletas de la pared y dejé caer la pequeña cantidad de carga de proyección sobre un pedazo de papel que saqué de una bolsa de cemento. Las seis me dieron una pilita de sustancia gris oscuro formada por esferitas irregulares de nitrocelulosa y nitroglicerina
Lo que quedaba era lo más peligroso sacar los detonadores. Son los pequeños discos de níquel colocados en la base de cada una de las balas, que contienen una cantidad de material altamente explosivo. También son muy sensibles a la percusión, a los golpes. Yo estaba sacudiéndome y luchando en la oscuridad, rodeado de ratas, y mi concentración no era muy buena. Sin embargo, sabía que tenia que hacerlo con mucho cuidado.
Revisé la casa de piedra buscando algo que me sirviera para horadar una superficie pequeña pero no encontré nada. Una búsqueda cuidadosa en cada uno de los rincones oscuros de la pequeña estructura podría haberme dado resultado, pero yo no podía decidirme a meter las manos desnudas en un nicho húmedo, negro y desconocido. No me siento orgulloso de mi terror frente a las ratas, pero todos tenemos nuestras fobias y la mía, creo que usted estará de acuerdo, no es totalmente irracional. Como no encontraba nada, tendría que arreglármelas con la lapicera que tenía en el bolsillo Sí, eso me serviría Le saqué el cartucho de tinta.
Con mucho, mucho cuidado, inserte la punta en el agujero en la base de la bala y saqué la primera tapa de percusión. La segunda salió con mayor facilidad y en unos minutos había sacado los discos de las seis balas. Dejé la séptima intacta.
Sentí que algo seco y escamoso me tocaba la base de la nuca y temblé. Se me hizo un nudo en el estómago, un nudo instantáneo.
Con la mayor habilidad que pude reunir, deslicé los detonadores, uno por uno, en la única bala que había dejado intacta. En el espacio que quedaba, volqué la pila de carga de proyección y luego volví a cerrar todo con el dedo índice.
Ahora tenía en mis manos una bomba pequeña
Localicé un tramo de caño de dos por cuatro, una botella de gaseosa vieja, una tela, una piedra grande y un clavo casi derecho. Eso me llevó varios minutos, una eternidad para mí, con las ratas tocándome el cuerpo o moviéndose bajo mis pies como una especie de horripilante alfombra en movimiento. Tenía el estómago hecho un nudo, una tensión insoportable y dolorosa en los músculos. Temblaba continuamente.
Con la roca, golpeé el clavo hasta que la punta salió por el otro lado. Ahora el fertilizante. De las varias bolsas de veinticinco kilos, dos tenían un contenido de nitrógeno que iba de dieciocho a veintinueve por ciento. Una sola contenía un treinta y tres. Seleccioné ésa. Abrí la bolsa y saqué un poco del material. Lo puse sobre otro pedazo de papel de las bolsas de cemento. Una pequeña claque de ratas se acercó a la pila, con los bigotes temblorosos de curiosidad y hambre. Las espanté con la botella. Tenían cuerpos mucho más sólidos y musculosos de lo que yo hubiera imaginado. Si hubiera tenido que hablar, no habría podido. Estaba paralizado de miedo, por lo menos en parte, pero de alguna forma mi sistema nervioso trabajaba a su ritmo, solo, en automático, y me mantenía en pie, duro, como si yo hubiera sido un robot.
Pasé la botella sobre las bolitas de fertilizante hasta que conseguí un polvo muy fino. Repetí el proceso varias veces para lograr un buen montoncito de fertilizante en polvo. En condiciones ideales, ese paso no habría sido necesario, pero las mías no eran condiciones ideales por cierto. En primer lugar, el agente de sensibilización debería haber sido nitrometano, el líquido azul que usan a veces los locos de los autos para aumentar los octanos en la nafta. Pero no había nada parecido a eso en el depósito, solamente nafta, y yo sabía que tendría que usarla aunque también sabía que sería mucho, menos efectiva. Así que lo menos que podía hacer era convertir en polvo el fertilizante para disminuir el diámetro de losgranos, aumentando así la superficie y haciéndolo más reactivo.
Destapé la lata de nafta y la volqué despacio sobre el fertilizante. Hubo grandes movimientos entre las ratas. Sentían elpeligro y se escurrían hacia las paredes, hacían piruetas, retroi» cedían hacia los recesos de la cámara.
Temblando todavía, metí el fertilizante húmedo en el caño oxidado y lo tapé con una piedra del tamaño exacto. El caño tenía más o menos un centímetro y medio de diámetro, lo cual me parecía correcto. Coloqué la bala que había preparado en el nitrato.
Revisé mi trabajo y tuve la sensación brusca, desesperada y segura, de que la bomba no explotaría. Los ingredientes básicos eran los correctos, pero el resultado final era algo muy impredecible, especialmente dada la rapidez y la falta de concentración con que la había preparado.
Con toda la fuerza que pude reunir, metí el caño en una grieta de la pared.
El lugar era extremadamente estrecho.
Sí. Tal vez funcionaría.
Si no funcionaba… Si deflagraba en lugar de detonar, fracasaría por completo, y el espacio se llenaría de humos tóxicos que me desmayarían. Probablemente, moriría. También existía la posibilidad de que una explosión en una dirección distinta de la que yo esperaba me lastimara, cegara o algo peor.
Coloqué el pedacito de madera sobre la bomba, que sobresalía de la pared, con el clavo tocando la base de la bala. Retuve el aliento mientras el corazón me latía con fuerza. Me cubrí los ojos con un pedazo de tela, levanté la roca que había usado como martillo.
La sostuve en la mano derecha directamente sobre el clavo.
Y luego, la arrojé con toda la fuerza posible contra la cabeza de hierro.
La explosión fue inmensa, increíblemente ruidosa, un trueno, y de pronto, todo a mi alrededor se convirtió en un brillo anaranjado que se veía incluso a través de la venda, una tormenta de piedras y fuego, una catarata de escombros y esquirlas. Mi mundo se transformó en una bola de fuego y eso fue lo último que supe.
*
Blanco, el blanco más suave, más pálido, más hermoso del lino: me sentí consciente del color blanco, no de la ausencia de color sino de un blanco cremoso, completo, rico, que me suavizaba con su quietud y su brillo.
Y me sentí consciente de suaves murmullos un poco más allá.
Sentí que flotaba en una nube, boca abajo, luego de costado, pero no sabía dónde estaba mi cuerpo ni me interesaba.
Más murmullos.
Yo acababa de abrir los ojos, que parecían haber estado sellados durante una eternidad.
Traté de enfocar las formas que murmuraban a mi alrededor.
– Ya está con nosotros -oí que alguien decía.
– Tiene los ojos abiertos.
Lenta, lentamente, lo que me rodeaba se puso en foco.
Estaba en una habitación toda blanca, cubierto con sábanas blancas de muselina barata, con vendas blancas en los brazos, la única parte de mi cuerpo que lograba distinguir.
A medida que ponía los ojos en foco, me daba cuenta de que la habitación era simple, con paredes encaladas. ¿Sería una granja o algo así? ¿Dónde estaba? Una sonda intravenosa me penetraba el brazo izquierdo pero ese lugar no parecía un hospital.
Oí una voz masculina que decía:
– ¿Señor Ellison?
Traté de gruñir pero no parecía posible.
– ¿Señor Ellison?
Traté de hacer ruido otra vez y otra vez, nada, pero tal vez me equivocaba. Seguramente hice algo con la boca porque la voz dijo:
– Ah, sí, muy bien.
Ahora veía al que me hablaba: un hombre pequeño, de cara estrecha con una barba bien cuidada y ojos tibios y castaños. Tenía puesto un suéter gris tejido a mano, rústico, pantalones de lana gris, un par de zapatos de cuero muy usados. Era gordoen la panza, maduro ya. Me tendió una mano suave, regordeta, y se la di.
– Me llamo Boldoni -dijo-. Massimo Boldoni.
Con gran esfuerzo, logré decirle:
– ¿Dónde…?
– Soy médico, señor Ellison, aunque sé que no lo parezco. -Hablaba un inglés con melifluo acento italiano. -No tengo puesto el delantal porque, en general, no trabajo los domingos. Para contestar a su pregunta, tengo que decirle que está usted en mi casa. Tenemos varias habitaciones vacías, por desgracia.
Seguramente vio la confusión en mi cara porque siguió explicando:
– Esto es una podere, una granja vieja. Mi esposa la maneja como casa de huéspedes, la Podere Capra.
– No… -empecé a decir-. No entiendo, ¿cómo llegué…?
– Creo que está usted muy bien, considerando lo que le pasó…
Miré mis brazos vendados, volví a mirar al médico.
– Tuvo mucha suerte -dijo él-. Tal vez haya perdido un poco de capacidad auditiva. Sufrió quemaduras en los brazos solamente y se va a recuperar rápido. Tiene suerte. Las quemaduras no son serias y hay muy poca piel destruida. Se le incendió la ropa pero lo encontraron antes de que el fuego pudiera hacerle mucho…
– Las ratas -dije.
– No hay rabia ni enfermedades ni nada de eso -dijo para tranquilizarme-. Ya lo revisé, cuidadosamente. Nuestras ratas toscanas son ejemplares muy saludables. Las mordidas superficiales ya están tratadas y se van a curar rápido. Tal vet le arda un poco, pero eso es todo. Le puse morfina para aliviar el dolor, por eso siente que está volando, ¿no es cierto? :
Asentí. En realidad, era agradable. No había sensación de dolor. Yo quería saber quién era él y cómo me habían traído allí, pero me era muy difícil articular las palabras y estaba dominado por una especie de inercia.
– Gradualmente, voy a reducirla. Pero ahora hay unos amigos que quieren verlo.
Se volvió y golpeó la puerta redondeada, de madera, unas cuantas veces, con suavidad. La puerta se abrió y él se retiró, después de despedirse.
Sentí que me ardía la garganta.
En una silla de ruedas, disminuido, cansado, entró Toby Thompson. De pie a su lado, estaba Molly.
– Dios, Ben -dijo ella y corrió a mi lado.
Nunca la había visto tan hermosa. Tenía puesta una falda de tweed marrón, una blusa de seda blanca, el collar de perlas que yo le había comprado en Shreve, y el camafeo de buena suerte que le había dado su padre.
Nos besamos un rato largo.
Ella me miró de arriba abajo, los ojos llenos de lágrimas.
– Estaba… estábamos… preocupados por ti. Dios, Ben.
Me tomó las dos manos.
– ¿Cómo llegaste aquí? -conseguí decir.
Oí el ruidito de la silla de Toby que se acercaba.
– Lamento decir que llegamos un poco tarde -dijo Molly, apretándome las manos. El dolor me sacudió, hice una mueca y ella me soltó las manos. -Disculpa -dijo.
– ¿Cómo te sientes? -preguntó Toby. El traje azul y un par de brillantes zapatos ortopédicos, como siempre. Tenía bien peinado el cabello blanco.
– Veremos cuando me saquen la morfina -dije-. ¿Dónde estoy?
– Greve, en Chianti.
– El médico…
– Massimo es confiable -dijo Toby-. Totalmente. Lo tenemos en la zona, por si acaso. De vez en cuando usamos Podere Capra como refugio.
Molly me puso una mano en la mejilla, como si no pudiera creer que yo estaba allí realmente. Ahora que la veía de cerca, me daba cuenta de que estaba exhausta, notaba los grandes círculos negros bajo los ojos enrojecidos. Había tratado de cubrirlos con maquillaje. Se había puesto algo de Fracas, mi perfume favorito. Como siempre, me parecía una mujer irresistible.
– Te extrañé -dijo.
– Yo también, nena.
– Nunca me dijiste nena -dijo ella maravillada.
– Nunca es tarde para aprender una nueva palabra de amor -murmuré.
– No dejas de impresionarme -dijo Toby con gravedad-. No sé cómo lo hiciste.
– ¿Hacer qué?
– Hacer ese agujero en el costado de la casa de piedra. Si no lo hubieras hecho, estarías muerto, supongo. Esos tipos pensaban dejarte ahí hasta que te comieran vivo o te murieras de miedo. Y ciertamente, los nuestros no habrían sabido dónde buscarte a no ser por la explosión.
– No entiendo -dije-. ¿Cómo supieron dónde estaba?
– Un paso por vez -dijo Toby-. Rastreamos la llamada de Siena en ocho segundos.
– ¿Ocho? Pero yo creía…
– La tecnología de comunicaciones ha mejorado mucho desde que dejaste la Agencia, Ben. Tú sabes que digo la verdad, eres testigo. Voy a acercarme un poco, si quieres.
Por ahora, su seguridad era suficiente. Y por otra parte, yo estaba muy confuso como para enfocar la mente.
– Apenas supimos dónde estabas, fuimos corriendo.
– Gracias a Dios -dijo Molly. Seguía sosteniéndome las manos, como si yo estuviera por irme.
– Hice que soltaran a Molly y ella y yo volamos a Milán con unos chicos de seguridad. Justo a tiempo, diría yo.
– Golpeó los brazos de la silla de ruedas. -No es fácil en una de éstas. Italia no tiene rampas para discapacitados. De todos modos, teníamos un buen sistema de alarma en la zona. ¿Te dije que si pones una gotita de agua en la entrada de un hormiguero…
– Ah, por favor -dije con un gruñido-, no tengo ganas de hormigas, Toby. Ni fuerzas.
Pero él siguió adelante.
– … las obreras corren por el hormiguero dando la alarma, advirtiendo de posibles inundaciones, hasta señalando salidas de emergencia? En menos de medio minuto, la colonia empieza a evacuar el hormiguero.
– Fascinante -dije, sin mucha convicción.
– Perdóname, Ben. Me entusiasmo. De todos modos, tu esposa estuvo supervisando al doctor Boldoni muy de cerca, para asegurarse de que tengas el mejor de los tratamientos.
– Quiero la verdad, Mol. ¿Estoy grave?
Ella sonrió, triste pero alentadora. Las lágrimas le brillaban en los ojos.
– Vas a estar bien, Ben. En serio. No quiero que te preocupes.
– Dilo de una vez. La verdad.
– Tienes quemaduras de primer y segundo grado en los brazos -explicó ella-. Va a ser doloroso pero no serio. No más del quince por ciento del cuerpo.
– Si no es serio, ¿por qué me pusieron todo esto?
– Había notado que una venda especial, fija en el dedo índice, brillaba roja como el dedo del extraterrestre E.T. Lo levanté. -¿Qué es esto?
– Es un oxímetro de pulso. El brillo rojo es un rayo láser. Mide la saturación de oxígeno que se mantiene al noventa y siete por ciento. El ritmo de tu corazón está un poco alto, unos cien latidos, lo cual es esperable. Tuviste una contusión moderada durante la explosión. El doctor Boldoni sospechaba que habías inhalado humos de la explosión, y eso podría haber sido problemático. Se te puede hinchar la tráquea y si se hincha, te puedes morir. Hay que vigilar de cerca. Tosías algo… y él tenía miedo de que fueran pedazos de tu tráquea, quemados, quiero decir. Pero yo los examiné… y era basura, hollín, por suerte. No tienes quemaduras por inhalación, pero sí hay inhalación de humos.
– ¿Y el tratamiento, doctora?
– Te tenemos con fluidos intravenosos. D-5 media de solución salina normal. Con veinte de K a doscientos por hora.
– No me hables en chino, por favor.
– Lo lamento, quiero decir potasio. Quiero estar segura de que estés hidratado, darte muchos fluidos. Vas a tener que cambiarte las vendas todos los días. Esa cosa blanca que ves bajo las vendas es ungüento Silvidene.
– Tienes suerte de tener a tu médica personal contigo -comentó Toby.
– Y, mucho descanso en la cama -agregó Molly para terminar-. Así que te traje lectura. -Me dio una pila de revistas. Encima de todo estaba la revista Time con una foto de Alexander Truslow en la tapa. Lucía bien, vigoroso, aunque el fotógrafo había tratado de enfatizar las ojeras, la CIA en crisis, decía la tapa, y abajo: ¿una nueva era?
– Parece que a Alex no le vendría mal una buena noche de descanso -dije en tono de broma.
– La otra foto es mejor -dijo Toby. Tenía razón. En la tapa de The New York Times Magazine, Alex Truslow, el cabello plateado brillante, sonreía de oreja a oreja, con orgullo. ¿Es este el hombre que salvará a la CIA?, preguntaba el título.
Sonriendo, lleno de orgullo yo también, apoyé las revistas a mi lado.
– ¿Cuándo lo confirma el Senado?
– Ya está confirmado -dijo Toby-. Al día siguiente del nombramiento, el Presidente convenció al comité de inteligencia del Senado de que necesitamos un director de tiempo completo lo más pronto posible. Un proceso largo de confirmación hubiera causado problemas. Más problemas. Lo confirmaron todos menos dos, según creo.
– Eso es maravilloso -dije-. Y apuesto a que sé quiénes fueron los que se opusieron. -Di los nombres de los dos senadores más derechistas del comité, los dos sureños.
– Exactamente -dijo Toby-. Pero esos payasos no significan nada si los comparas con los verdaderos enemigos.
– Dentro de la Agencia -dije.
Él asintió.
– Y dime, ¿quiénes eran los rufianes que se disfrazaron de policías italianos?
– Todavía no lo sabemos. Estadounidenses. Mercenarios privados, creo yo.-¿De la Agencia?
– ¿Quieres decir si eran personal de la CIA? No… no hay fichas de ellos en ninguna parte… Los… los mataron. Hubo… un tiroteo fuerte. Perdimos dos hombres, buenos hombres… Estamos pasando las fotos y las huellas digitales por las computadoras para ver qué sale, si es que sale algo.
Miró el reloj.
– Y creo que…
Oí sonar un teléfono en una mesa cercana.
– Es para ti -dijo Toby.
Era Alex Truslow. La comunicación era buena. La voz sonaba tan clara como si la hubieran modificado electrónicamente, lo cual indicaba que probablemente la línea fuera estéril.
– Gracias a Dios que está bien -dijo.
– A Dios y a ustedes -contesté-. Parece usted un poco destruido en la tapa de Times, Alex.
– Margaret dice que parezco recién embalsamado. Tal vez eligieron una foto especialmente mala porque se preguntan si va a haber una nueva era y la conclusión es: No, ese tipo no puede con semejante tarea. Ya sabe usted… soy un fósil o algo así. La gente siempre quiere sangre nueva.
– En este caso, se equivocan. Felicitaciones por la confirmación del Senado.
– El Presidente torció unos cuantos brazos ahí. Pero sobre todo, Ben, quiero que vuelva.
– ¿Por qué?
– Después de lo que le pasó…
– Todavía no tengo la mercadería -confesé-. Usted me habló de una fortuna… ¿La línea es segura?
– Claro que sí.
– De acuerdo. Usted me habló de una fortuna desaparecida, pero yo no tenía idea de la magnitud. Ni del origen.
– ¿Quiere informarme por favor?
– ¿Ahora? -Miré a Toby, como haciéndole una pregunta.
El miró a Molly.
– ¿Te molestaría mucho dejarnos por unos minutos?
Los ojos de Molly estaban rojos e hinchados y las lágrimas le habían manchado las mejillas. Lo miró con furia.
– Sí, me molestaría muchísimo…
En el teléfono, Alex dijo:
– ¿Ben?
Toby se disculpó diciendo:
– Es que tenemos que hablar de cosas técnicas, aburridas…
– Lo lamento -dijo ella-. No pienso irme. Somos socios, Ben y yo. Y no quiero que me excluyan. Hubo un largo silencio. Después, Toby dijo:
– De acuerdo. Pero espero contar con tu discreción…
– Cuenta con ella.
En el teléfono, y al mismo tiempo a Toby y a Molly, relaté lo más importante de la entrevista con Orlov. Mientras yo hablaba, las caras de Toby y Molly registraban el asombro.
– Por Dios santo -dijo Truslow, conteniendo el aliento-. Ahora tiene sentido. Y es maravilloso saberlo… Hal Sinclair no estaba metido en nada delictivo. Estaba tratando de salvar a Rusia. Claro. Ahora quiero que vuelva, Ben.
– ¿Por qué?
– Por Dios, Ben, esos hombres que lo torturaron así… tienen que estar al servicio de la facción.
– Los Sabios.
– Tiene que ser así. Si no, no tiene sentido. Seguramente Hal confió en alguien. Alguien que iba a ayudarlo a hacer los arreglos con el oro, y eran arreglos complejos, estoy seguro. Y alguien en quien confió era un doble. ¿De qué otra forma pudieron saber lo del oro?
– ¿Lo mismo en Boston?
– Posiblemente. No, diría que probablemente.
– Pero eso no explica lo de Roma -dije.
– Van Aver -dijo él-. Sí. ¿Y me pregunta por qué quiero que vuelva?
– ¿Quién estaba detrás de eso?
– Yo no tengo idea. No hay pruebas que lo relacionen con los Sabios, aunque no puedo descartarlo. Ciertamente, el que lo hizo conocía los detalles de su reunión con él. Tal vez a través de una interferencia en los cables entre Roma y Washington. O tal vez era local… ¿quién sabe?
– ¿Local?
– Monitoreo del teléfono de Van Aver, o del teléfono de cualquiera de la estación de Roma. Ya sabe, tiene sentido pensar que hablamos de uno de los antiguos compañeros de Orlov. Tal vez nunca lo sepamos. Es raro.
– ¿En qué sentido?
– Hubo un tiempo en que yo habría saltado en una pata si me ofrecían el puesto de director de la CIA. Habría dado cualquier cosa. Pero ahora… ahora que lo tengo., me parece una trampa mortal. Los cuchillos largos están llegando a mí. Me rodean. Demasiadas personas poderosas se sienten amenazadas por lo que hago. Me parece que el puesto es una trampa, una trampa mortal.-¿Pudiste leer los pensamientos de Orlov? -preguntó Toby apenas colgué.
Asentí.
– Pero hubo un problemita -dije-. Orlov nació en Ucrania.
– Habla ruso… -objetó Toby.
– El ruso es su segundo idioma. Cuando me di cuenta de que pensaba en ucraniano, me convencí de que estaba vencido. Pero después lo entendí: ese tipo de la Agencia, el que me hizo las pruebas, el doctor Mehta, pensaba que yo recibía no pensamientos en sí sino ondas de radio de frecuencia extremadamente baja emitidas por el centro de producción del habla en el cerebro. Podía escuchar palabras como las que el cerebro prepara para que luego pasen al habla… aunque después no lleguen ahí. Así que hice que cambiáramos de idioma constantemente: ruso a inglés, inglés a ruso. Yo sabía que Orlov hablaba los dos idiomas. Y eso me permitió entender lo que estaba pensando porque ahora su mente ponía en inglés los pensamientos en ucraniano.
– Sí -dijo Toby-. Sí, claro.
– Y le pregunté varias cosas, sabiendo que no importaba lo que me dijera en voz alta. Por lo menos, pensaría la respuesta verdadera.
– Muy bueno.
– A veces, trataba tanto de no contestar que pensaba en inglés lo que no quería decirme.
La morfina estaba dominándome y se me hacía cada vez más difícil concentrarme. Lo único que quería era dormir varios días seguidos.
Toby se movió en la silla de ruedas, después se acercó un poco con una palanca. La silla hizo un ruidito mecánico.
– Ben, hace unas semanas un coronel de la vieja Securitate, la policía secreta rumana bajo Nicolás Ceausescu, hizo contacto con un jugador de la retaguardia que conocemos bien. -En la jerga, eso significaba que el contacto había sido con un falsificador de documentos que preparaba papeles de identidad para agentes independientes. -Él nos buscó a nosotros.
Esperé que siguiera y después de un minuto o dos, dijo:
– Trajimos al rumano. Bajo interrogatorio intenso, dijo que sabía de un complot para asesinar a ciertos altos funcionarios de la inteligencia estadounidense.
– ¿De quién era el complot?
– No lo sabemos.
– ¿Y los blancos?
– Tampoco.
– ¿Y crees que tiene que ver con el oro?-Es posible. Ahora dime, ¿te dijo Orlov dónde estaban esos diez mil millones?
– No.
– ¿Crees que sabía y no quería decirlo?
– No.
– ¿Te dio un código de acceso, o algo así?
Estaba visiblemente desilusionado.
– ¿No es posible que Sinclair fuera realmente un ladrón en gran escala? Ya sabes, decirle a Orlov que iba a ayudarlo a sacar los diez mil millones en oro del país y después…
– ¿Y después qué? -interrumpió Molly, furiosa. Lo miraba con una intensidad feroz e inolvidable. Dos puntos rojos aparecieron en sus mejillas y yo supe que había oído más de lo que podía tolerar. Susurró casi como una víbora: -Mi padre era un hombre maravilloso y un buen hombre. Era tan honesto y derecho como el que más. Por Dios, lo peor que se podía decir de él era que era demasiado correcto.
– Molly… -empezó a decir Toby.
– Yo estaba con él en un taxi en Washington cuando encontró un billete de veinte dólares en el asiento y se lo dio al conductor. Dijo que el que lo hubiera perdido se daría cuenta y llamaría a la compañía. Yo le dije: "Papi, el taxista se lo va a quedar…".
– Molly -interrumpió Toby, tocándole la mano. Tenía los ojos tristes. -Tenemos que pensar en todas las posibilidades… aunque nos parezcan imposibles…
Molly se quedó callada. Le temblaban los labios. Yo descubrí que estaba tratando de leerle los pensamientos, pero ella se había sentado un poco lejos y yo no podía concentrarme con las drogas. Para ser honesto, no estaba seguro de que mi extraño don siguiera conmigo. Tal vez la experiencia en la casa de ratas incendiada lo había destruido junto con parte de mi piel. Creo que no me habría importado mucho si hubiera sabido que ya no estaba ahí.
No sé lo que pensaba Molly pero fuera lo que fuese era algo que la perturbaba. De todos modos, podía imaginarme el remolino de sus sentimientos y lo único que deseaba era saltar de la cama y abrazarla y reconfortarla. Odiaba verla así. En lugar de hacerlo, me quedé donde estaba con los brazos vendados y la cabeza más y más confusa a medida que pasaban los minutos.
– No lo creo, Toby -dije, pensativo-. Molly tiene razón: no encaja con lo que sabemos de la forma de ser de Hal.
– Pero entonces estamos exactamente donde empezamos.
– No -contesté-. Orlov me dio una clave.
– ¿Ah sí?-Siga el oro, me dijo. Siga el oro. Y estaba pensando el nombre de una ciudad.
– ¿Zúrich? ¿Ginebra?
– No. Bruselas. Hay formas, Toby. Como Bélgica no tiene fama de un mercado de oro importante, no puede ser demasiado difícil investigar dónde pueden estar escondidos allí los miles de millones de oro.
– Voy a encargarme de los vuelos -dijo Toby.
– ¡No! -exclamó Molly-. Él no va a ninguna parte. Necesita una semana de descanso. Por lo menos.
Sacudí la cabeza, cansado.
– No, Mol. Si no lo rastreamos, el próximo es Alex Truslow. Y después, nosotros. Arreglar un "accidente" es lo más fácil del mundo.
– Si te dejo salir de la cama, estoy violando mi juramento hipocrático…
– A la mierda con el juramento -dije-. Nuestras vidas están en peligro. Y hay una fortuna inmensa en juego. Si no la encontramos… no vas a vivir mucho para cumplir ese juramento, te lo aseguro…
Oí que Toby decía casi entre dientes:
– Estoy contigo. -Luego con un gemido eléctrico, empezó a alejarse en la silla de ruedas.
La habitación estaba tranquila. En la ciudad, me había acostumbrado tanto a los ruidos que ya no los oía. Pero allí, en esa remota región del norte de Italia, no había ruidos. Desde la ventana, veía a la luz pálida de la tarde, un campo de girasoles altos y muertos, palitos marrones moviéndose entre los surcos rectos y píos.
Toby había dejado a Molly conmigo para que habláramos. Ella estaba sentada en mi cama, acariciándome los pies bajo la sábana.
– Lo lamento -dije.
– ¿Qué es lo que lamentas? -me preguntó.
– No lo sé. Pero quería decirlo.
– Acepto la disculpa.
– Espero que no sea cierto lo de tu padre.
– Pero en tu corazón…
– En mi corazón no creo que haya hecho nada malo. Pero tenemos que descubrir lo que pasó.
Molly miró a su alrededor, luego, por la ventana hacia las colinas toscanas, espectaculares como siempre.
– Me gustaría vivir aquí, ¿sabes?
– A mí también.-¿En serio? Podríamos, ¿no te parece?
– ¿Algo así como abrir una oficina toscana de Putnam amp; Stearns? Vamos.
– Pero dado tu talento para hacer dinero… -Sonrió con preocupación. -Podríamos mudarnos aquí. Dejas la ley, vivimos felices para siempre… -Un largo silencio, después agregó: -Quiero ir contigo. A Bruselas.
– Es peligroso, Molly.
– Creo que puedo ayudarte. Y tú lo sabes. Además, no puedes viajar sin un médico. No así.
– ¿Por qué no sigues diciendo que no debería viajar?
– Porque sé que lo de papá no es cierto. Y quiero que lo pruebes.
– Pero, ¿aceptarías la posibilidad, hasta la probabilidad, de que si encuentro algo, puede ir en contra de la reputación de tu padre?
– Papá está muerto, Ben. Lo peor ya pasó. Nada de lo que hagas va a cambiar eso.
– De acuerdo -dije-. De acuerdo. -Se me estaban empezando a cerrar los ojos y no tenía fuerzas para seguir luchando contra el deseo de dormir. -Ahora quiero dormir.
– Voy a reservar en un hotel de Bruselas -la oí decir desde una distancia de millones y millones de kilómetros. "Muy bien, que haga eso, sí", pensé.
– Alex Truslow me advirtió que había serpientes en el, jardín -susurré-. Y… empiezo a preguntarme… si Toby no es una de ellas…
– Ben, descubrí algo. Algo que tal vez ayude… -dijo algo más pero no lo entendí y después me pareció que la voz se desvanecía en el aire.
Un poco más tarde, tal vez minutos, tal vez segundos, me pareció oírla alejarse, y oí el balido de las ovejas desde algún lugar, afuera. Pronto, estaba profundamente dormido.
Toby Thompson nos despidió en la entrada de la terminal de Swissair en el aeropuerto internacional de Milán. Molly lo besó en la mejilla, yo le estreché la mano, y después pasamos por el detector de metales. Unos minutos más tarde vino la llamada para el vuelo a Bruselas de Swissair. En el mismo momento, y yo lo sabía, Toby tomaba un vuelo a Washington.
La droga que me había mantenido en el aire durante dos días estaba empezando a extinguirse en mi organismo (aunque todavía sentía tanto algodón en la cabeza que ni siquiera había tratado de "leer" a Toby). Yo sabía que era mejor abandonar los calmantes si quería estar alerta, pero ahora sentía que los brazos me ardían en una llamarada intensa, sobre todo debajo de las axilas. Me latían con fuerza, y cada latido me clavaba cuchillos hasta el hombro. Y por encima de todo, ahora que la droga ya no me protegía, tenía un dolor de cabeza intenso, intolerable, incesante.
Sin embargo, logré levantar los dos bolsos (ninguno de nosotros dos había despachado el equipaje) y llegar al asiento sin demasiado dolor. Toby había comprado pasajes de primera clase y nos había dado pasaportes nuevos. Ahora éramos Cari y Margaret Osborne, dueños de un negocio de regalos pequeño pero próspero en Kalamazoo, Michigan.
Yo tenía un asiento junto a la ventanilla, tal como había pedido, y miré cuidadosamente cómo corría de aquí para allá el personal de mantenimiento de Swissair, completando los controles de último momento. Tenía el cuerpo duro de tensión. La entrada principal del avión ya estaba cerrada y sellada. El área de primera me daba un excelente punto de mira desde el cual vigilarlo todo. Exactamente en el momento en que el último miembro del personal de tierra abandonó la cabina y descendió por la escalerilla hacia la pista, empecé a gritar.
Levanté los brazos vendados en el aire y aullé:
– ¡Quiero salir de aquí! ¡Dios, Dios mío! ¡Déjenme salir de aquí!
– ¿Qué te pasa? -chilló Molly.Virtualmente todos los pasajeros de primera se habían dado vuelta para mirarnos. Tenían la vista clavada en nosotros, con horror. Una azafata llegó corriendo por el pasillo.
– Dios -grité-. Tengo que bajar… Tengo que bajar ahora mismo, ahora mismo.
– Señor, lo lamento -dijo la azafata. Era alta y rubia con una cara simple, decidida, una cara a la que no se le hacían bromas. -No se permite que desciendan pasajeros cuando el avión está por despegar. Si hay algo más que podamos hacer por usted…
– Pero, ¿qué te pasa? -insistió Molly.
– ¡Tengo que salir! -volví a aullar-. Tengo que salir de aquí. El dolor es intolerable…
– ¡Señor! -protestó la mujer suiza.
– ¡Saca el equipaje! -le ordené a Molly. Con los brazos en el aire, gimiendo y quejándome, empecé a empujar por el pasillo. Molly tomó los bolsos del compartimiento que ya estaba cerrado y se las arregló para colgarse los dos bolsos con correa de cada uno de sus hombros frágiles y, al mismo tiempo, tomar los otros dos con las manos. Me siguió por el pasillo, hacia el frente del avión.
Pero la azafata nos bloqueaba el camino.
– ¡Señor! ¡Señora! Lo lamento muchísimo, pero las reglas…
Una mujer anciana gritó desde el fondo:
– ¡Déjenlo bajar!
– Dios -grité.
– Señor, el avión está por despegar…
– ¡Fuera! ¡Fuera! -Era Molly, feroz en su furia. -Yo soy su médica. Y si no nos deja bajar inmediatamente, le juro que va a tener una demanda legal entre manos, señorita, un juicio. Y me refiero a usted personalmente, a usted y toda la aerolínea detrás, se lo aseguro. ¿Entiende lo que le digo?
Los ojos de la suiza se abrieron de par en par mientras retrocedía por el pasillo y se introducía en una fila de asientos para dejarnos pasar. Con Molly detrás, que peleaba con el equipaje como podía, corrí por la escalerilla que, gracias a Dios, estaba todavía unida al avión.
Corrimos por la pista y volvimos a entrar en la terminal. Allí, tomé todo el equipaje de manos de Molly -era doloroso, pero pude hacerlo-, y la hice correr hacia el mostrador de Swissair.
– ¿Qué mierda pasa?
– Cállate. No me preguntes nada por un rato, por favor. Por favor.
Los hombres del mostrador no habían visto nada, por suerte. Saqué un fajo de billetes (cortesía de Toby) y compré dos boletos a Zúrich en primera. El vuelo salía en diez minutos. Apenas el tiempo justo para llegar.
Aunque el vuelo fue agradable y sin incidentes -Swissair siempre me gustó más que cualquier otra aerolínea-, yo estuve todo el tiempo en agonía física.
Acuné un Bloody Mary entre las manos y traté de poner la mente en blanco. Molly estaba profundamente dormida. Antes de subir al avión, incluso antes del cambio de avión, se había quejado de no sentirse bien. Estaba descompuesta, dijo, floja. Pensaba que no era nada. Algo que se había pescado en el vuelo a Italia con eso que llamaba el "pomo de dentífrico" y los "platos de plástico" de los vuelos 747. Era evidente que volar no le gustaba mucho.
Yo había decidido que era una tontería confiar en Toby en ese momento. Tal vez estaba sospechando de más. Pero ya no podíamos correr ningún riesgo, y si Toby era la serpiente en el jardín…
Por eso, le había dicho que iba a Bruselas. No, Orlov no había pensado "Bruselas", pero el único que sabía eso era yo. En una hora o dos, estaba seguro, el personal de la CIA en Bruselas se daría cuenta de que el señor y la señora Osborne no habían llegado en el vuelo desde Milán y las alarmas sonarían en todo el mundo. Así que era sólo una distracción temporaria. Pero eso era mejor que nada.
Siga el oro. había gritado Orlov unos segundos antes de morir asesinado. Siga el oro.
Ahora sabía lo que eso significaba. O al menos me parecía que lo sabía. Él y Sinclair habían hecho el negocio en Zúrich. El no había dicho el nombre del Banco pero había pensado algo, un nombre probablemente: Koerfer. Sí, tenía que ser un nombre. ¿El nombre de un Banco? ¿O de una persona? Tendría que localizar el Banco de Zúrich en que se habían encontrado los dos jefes de espías.
Siga el oro significaba seguir la huella del papel, que era el único modo de saber la naturaleza de la bestia que había matado a Sinclair. Y sobre todo, probablemente el único modo de hacer que Molly y yo siguiéramos con vida.
Traté de relajarme. Una de las primeras preguntas que él me había hecho, cuando terminé el informe, era si mi habilidad, como sutilmente la había llamado, había sobrevivido al incendio. Y la verdad era que no sabía la respuesta. Al principio, no había tenido la fuerza ni la voluntad necesarias para concentrarme.Ahora, sin embargo, reuní todos mis recursos y mientras Molly dormía, traté… Y traté. Me ardía la cabeza… sí, era peor que cualquier dolor de cabeza que hubiera tenido antes. ¿Tendría que ver con las heridas y las quemaduras?
O, lo cual era peor todavía, ¿tendría algo que ver con el poder que yo había adquirido en el laboratorio del Proyecto Oráculo? ¿Algo estaría empezando a fallar? ¿Quién había sido -Rossi o Toby- el que había mencionado, así, al pasar, que la única persona en la que había funcionado el protocolo, el holandés, se había vuelto loco? El clamor de su cabeza lo había llevado al suicidio. Empecé a entenderlo.
Y sin embargo, al mismo tiempo me preocupaba el hecho de que la maldita habilidad telepática que me había metido en todo eso ya no estuviera en mí.
Así que fruncí el ceño, entrecerré los ojos, traté de convertir mi mente en receptor y… me pareció muy difícil. Estaba rodedado de sonidos, y eso hacía que fuera muy complicado separar las ondas elf del resto. Estaba el sonido del motor del avión, ahogado y repetitivo, como una canción de cuna; la charla más clara de los pasajeros cercanos, una risa fuerte, como un ladrido, de alguien en la sección de fumadores; un chico que lloraba unos asientos más atrás; el ruidito de los carritos de servicio con vasos, hielo y botellitas en miniatura.
Durmiendo a mi lado estaba Molly, pero yo no quería violar mi pacto con ella. El pasajero más cercano -al fin y al cabo, estábamos en primera- estaba bastante lejos.
Incliné la cabeza hacia Molly, un gesto furtivo, y la oí murmurar algo en voz alta. Cambió de posición bruscamente como si hubiera detectado mi proximidad y abrió los ojos.
– ¿Qué estás haciendo?
– Te cuido -dije.
– ¿Ah, sí?
– ¿Cómo te sientes?
– Muy mal. Descompuesta.
– Lo lamento.
– Gracias. No es nada. Ya se me va a pasar. -Se sentó, se masajeó la nuca. -¿Tienes idea de lo que vas a hacer en Zúrich, Ben?
– Una idea bastante aproximada, sí -respondí-. El resto» de oído.
Ella asintió, me tocó la mano derecha.
– ¿Y el dolor?
– Un poco mejor.
– Bien. Quiero decir, buen intento de hacerte el macho. Pero sé lo mucho que duele. Esta noche, si quieres, te doy algo para que duermas. Las noches son peores porque a veces,cuando duermes, ruedas sobre los brazos.
– No creo que haga falta.
– Pero dímelo si después cambias de idea.
– Sí.
– ¿Ben? -La miré. Tenía los ojos bordeados de rojo.
– Ben, tuve un sueño con papá. Pero eso lo sabes, supongo.
– Ya te dije, Molly, no pienso volver a…
– No importa. El sueño que tuve… Ya sabes, todos esos lugares en los que viví mientras crecía, Afganistán, las Filipinas, Egipto… Desde que me acuerdo, sentí su ausencia. Supongo que eso es muy común entre los de la CIA: papá se va y no sabes adonde ni por qué ni lo que está haciendo, y tus amigos siempre te preguntan por qué tu padre no está, por qué nunca está… ¿entiendes? Siempre me pareció que papá no estaba nunca y me llevó mucho tiempo entender por qué, pero me acuerdo de haber pensado que si yo me portaba mejor con mamá, él pasaría más tiempo conmigo. Cuando crecí, me dijo que trabajaba para la CIA, y yo lo tomé bien; creo que ya lo sabía: un par de mis amigos me lo habían sugerido. Pero no por eso fue más fácil…
Volvió a tirar el asiento hacia atrás hasta que estuvo casi horizontal, después cerró los ojos, como si estuviera con el analista.
– Cuando dejó de trabajar como hombre de campo, cuando se lo identificó públicamente como hombre de la CIA, las cosas tampoco mejoraron. Trabajaba todo el tiempo, siempre esclavo de su carrera. Así que, ¿qué hice? Me convertí en esclava de la mía, me metí en medicina, y eso porque yo sabía que en cierto sentido es peor todavía.
Noté que había empezado a llorar, y lo atribuí a que estaba cansada o al trauma que habían representado nuestra separación y nuestro reencuentro.
Ella siguió hablando. Suspiró una vez.
– Supongo que siempre pensé que él y yo nos conoceríamos mejor cuando él se jubilara y cuando yo tuviera una familia. Y ahora… -Se le quebró la voz, ahogada y aguda. Una nenita otra vez. -Ahora, nunca…
No pudo seguir. Yo le acaricié el cabello como para decirle que igual la entendía…
La última vez que vi al padre de Molly fue en un viaje de negocios a Washington. Él era director de la CIA desde hacía ya varios meses. Yo estaba en Washington por asuntos legales. No había ninguna razón por la que tuviera que llamarlo desdeel hotel Jefferson. Lo llamé porque probablemente quería compartir de alguna forma el entusiasmo de su nueva importancia, la idea de tener un suegro en un puesto tan destacado. ¿Egoísta? Naturalmente. Quería tocar en algo la gloria de Hal. Sin duda también quería volver a los cuarteles de la CIA con algo parecido al triunfo, aunque fuera el triunfo de otro.
En el teléfono, Hal me dijo que le encantaría que nos reuniéramos a tomar algo o a almorzar (se había convertido en un fanático de la salud, había dejado el alcohol, tomaba solamente cerveza sin alcohol o su cóctel preferido: jugo de cerezas, agua mineral y lima).
Mandó un auto y un chofer a buscarme, lo cual me puso nervioso: ¿y si The Washington Post notaba ese abuso de poder de parte de Hal? Harrison Sinclair, ese hombre recto y probo, había enviado una limusina del gobierno, pagada con los impuestos de los contribuyentes, a recoger a su yerno. Que podría haberse tomado un taxi. ¿Vería mi foto en la primera plana dentro de una gran limusina negra?
A diferencia de lo que había pasado en mi última vez dentro de la CIA, cuando me había alejado con la cabeza baja y una caja de cartón con todas mis cosas entre las manos, solo a través del vestíbulo oscuro hacia el estacionamiento, esta vez la entrada fue triunfal. Sheila McAdams -la atractiva secretaria privada de Hal, de treinta años- me recibió en el vestíbulo y me llevó en el ascensor hasta la oficina de Hal.
Él irradiaba buena salud. Parecía realmente encantado de verme. En parte era porque le fascinaba mostrar su nueva oficina, supongo. Almorzamos en su comedor privado ensalada griega y sandwiches de berenjena; tomamos jugo, agua mineral y lima.
Hablamos un rato, al azar, de los negocios que me habían llevado a Washington. Hablamos de la forma en que había cambiado la Agencia desde la caída de la Unión Soviética, de sus planes para el puesto. Charlamos sobre mucha gente que conocíamos. Un poco de charla política. En general, un almuerzo muy agradable e intrascendente.
Pero nunca voy a olvidarme de algo que dijo cuando yo ya me iba. Mientras me acompañaba hacia el ascensor, me puso el brazo sobre los hombros y dijo:
– Sé que nunca hablamos de lo que pasó en París.
Yo lo miré, intrigado.
– Lo que te pasó, quiero decir…
– Sí… -dije.
– Algún día tenemos que hablar. Hay algo que quiero decirte.
Instantáneamente me dieron ganas de vomitar.-Hablemos ahora -dije. Y me sentí bien, aliviado, cuando él contestó: -No puedo.
– Tus tiempos son muy breves, supongo… -No es sólo eso. No puedo. Pero vamos a hablar. Ahora no. Pronto.
Nunca hablamos.
Cuando Molly y yo llegamos al aeropuerto Kloten, tomamos un taxi al centro de Zúrich, un Mercedes. Pasamos el mamut recientemente renovado de Hauptbahnhof, giramos alrededor de la estatua de Alfred Escher, el político del siglo XIX al que, según se dice, se debe la transformación de Zúrich en un moderno centro de Bancos y banqueros.
Yo había reservado habitaciones en el Savoy Baur en Ville, el hotel más viejo de la ciudad, favorito entre los hombres de negocios y abogados estadounidenses. Está renovado desde 1975 y justo en Paradeplatz, cerca de todo y, sobre todo, cerca de Bahnhofstrasse, donde casi todos los edificios son Bancos.
Me registré y subimos a la habitación, que era agradable -mucho bronce y madera y muebles laqueados-, nada demasiado moderno ni demasiado antiguo. Hablamos un rato hasta que los dos nos sentimos demasiado cansados para seguir haciéndolo. Molly volvió a ofrecerme un sedante y yo volví a negarme. Miré cómo Molly empezaba a dejarse llevar por el sueño, traté de unirme a ella. Necesitaba mucho dormir pero el sueño no venía. El dolor de las manos y los brazos subía por mi cuerpo con un calor agobiante y yo tenía la mente mareada por los hechos, las revelaciones de los últimos días que giraban en ella como un remolino.
En una de las bóvedas bajo la Bahnhofstrasse, apenas a unos metros de nuestro hotel, estaba la respuesta a lo que había pasado con más de diez mil millones de dólares en oro robados de la antigua Unión Soviética, la respuesta al enigma de la muerte de Sinclair. Seguramente en unas horas estaría mucho más cerca de resolverlo. Deseaba que ya fuera de mañana.
En el otro extremo de la mesa, cerca de la base de la lámpara, estaba el International Herald Tribune que nos habían dejado en la habitación. Lo levanté y revisé la primera plana sin prestarle demasiada atención.
Uno de los artículos, a una sola columna, en el costado derecho de la página, estaba encabezado por una fotografía de alguien bastante familiar. Aunque no me sorprendió verla, el contenido del artículo era amenazador.
ÚLTIMO JEFE DE LA KGB
ASESINADO EN EL NORTE
DE ITALIA
Por Craig Rimer
Servicio del Washington Post
Roma. Vladimir A Orlov, último jefe de la agencia de inteligencia soviética, kgb, fue encontrado muerto por la policía local en su residencia a 25 kilómetros de Siena Tenia 72 años. Fuentes diplomáticas revelaron aquí que el señor Orlov estaba escondido en la región toscana de Italia desde hace varios meses, después de su huida de Rusia.
Las autoridades italianas confirmaron que el señor Orlov murió en un ataque armado. Sus asaltantes no han sido identificados pero se cree que son enemigos políticos o miembros de la Mafia siciliana. Según informes no confirmados, antes de su muerte el señor Orlov podría haber estado involucrado en operaciones financieras ilegales. El gobierno ruso se negó a comentar la muerte de Orlov, pero en un comunicado de Washington esta mañana, el nuevo jefe de la CIA, Alexander Truslow dijo "Vladimir Orlov presidió la desmantelacion de la agencia mas grande de la opresión soviética por lo cual todos debemos estarle agradecidos. Todos lloramos su muerte ".
Me senté en la cama, el corazón apresurado a pesar del dolor en la cabeza, los brazos y las manos El artículo que venía después tenía que ver con el nuevo líder alemán "Vogel", decía el título, "acepta los lazos con los Estados Unidos"
Y luego "El canciller electo Wilhelm Vogel, de Alemania, cuya elección para el puesto se concretó días después de que cayera la Bolsa alemana hundiendo a la nación en el pánico total, ha invitado al nuevo jefe de la CIA, Alexander Truslow, a Alemania para pedirle consejo sobre cómo asegurar la amistad entre su país y los Estados Unidos El nuevo jefe de inteligencia aceptó la invitación como su primera visita oficial en el cargo y se cree que viajará a Bonn para un encuentro con el canciller electo y también con su colega alemán, el director de la Bundesnachrichtendienst, o Servicio de Inteligencia de Alemania Federal, Hans Koenig…”
Y yo sabía que Truslow estaba en peligro Lo que me preocupaba era la yuxtaposición.
Vladimir Orlov había advertido que los rusos duros podían tomar su país ¿Qué había dicho mi amigo corresponsal inglés, Miles Preston, sobre la relación entre Rusia y Alemania, sobre el hecho de que para que hubiera una Alemania fuerte, hacía falta una Rusia débil? Orlov, que había tratado de salvar a Rusia, junto con Sinclair, estaba muerto.Sobre la estela de una Rusia debilitada, sola, había subido al poder un nuevo líder alemán.
Los teóricos de la conspiración, entre quienes no me cuento (como ya dije), aman hablar y analizar el problema de los neonazis, como si lo único que Alemania quisiera fuera volver al Tercer Reich Es una tontería, una estupidez total: los alemanes que conozco, los que finalmente llegué a apreciar durante mi breve paso por Leipzig, no eran así. No eran nazis ni camisas negras, no llevaban esvásticas ni nada parecido Eran personas buenas, decentes, patrióticas, semejantes en esencia al ruso promedio, al estadounidense promedio, al sueco promedio, al camboyano promedio.
Pero, ¿acaso el punto de la discusión era la gente, el pueblo? No, seguramente no.
Recordaba lo que me había dicho Miles Preston
Alemania, hombre, Alemania La ola del futuro. Estamos a punto de ver el nacimiento de una nueva dictadura alemana. Y no va a ser accidental, Ben Hace mucho tiempo que la planifican.
La planifican…
Y Toby me había advertido sobre un complot para asesinar a alguien.
Y así fue como de pronto, se encendió una luz, un brillo profundo en la oscuridad, un momento de revelación.
Lo que lo provocó fue la imagen del asesinado Vladimir Orlov. Había hablado de la caída del mercado de valores estadounidense en 1987.
Una "caída" del mercado de valores, para usar sus palabras, no es necesariamente un desastre para el que esta preparado. Al contrario, un grupo de inversores con información certera puede hacer grandes ganancias en una de esas caí das.
¿Acaso los Sabios hicieron dinero en ese colapso?, le había preguntado yo
Sin duda, me había dicho él Usaron programas computarizados para mercados y mil cuatrocientas cuentas diferentes, calibraron con precisión lo que pasaba en el Nikkei de Tokio y movieron los hilos del comercio en el momento exacto con la velocidad exacta. Ah, no sólo hicieron vastas sumas de dinero con la caída, señor Ellison la provocaron.
Si los Sabios habían provocado la caída de la Bolsa en 1987, significativa y sin embargo relativamente benigna…
¿No habrían hecho lo mismo en Alemania?
Había un cáncer de corrupción en la CIA, había dicho Alex. Una corrupción que incluía reunir y usar datos muy secretos de inteligencia económica y de todo el mundo para manipular mercados y por lo tanto, naciones.
¿Sería cierto?
Y si era cierto, ¿podría haber un motivo más oscuro aún para que el canciller electo Vogel invitara a Alexander Truslow a visitar Alemania?
¿Y si había protestas en Bonn contra el jefe de espías de los Estados Unidos? Después de todo, las manifestaciones neonazis estaban a la orden del día, siempre en las noticias. ¿Quién se sorprendería si Alex Truslow moría a manos de un "extremista" alemán? Era un plan perfecto, lógico.
Y, sin duda, Alex sabía demasiado de los Sabios, demasiado de la caída de la Bolsa en Alemania…
Eran las nueve de la mañana en Washington cuando conseguí hablar con Miles Preston.
– ¿La caída de la Bolsa alemana? -repitió con un gruñido, como si yo estuviera completamente loco-. Ben, la Bolsa cayó porque los alemanes formaron un mercado unificado, único, la Deutsche Börse. No hubiera pasado hace cuatro años. Ahora dime, ¿desde cuándo ese súbito interés por la economía alemana?
– No puedo decírtelo, Miles…
– Pero, ¿en qué andas? Estás en Europa, ¿no? ¿Dónde?
– Digamos Europa y dejémoslo ahí.
– ¿Y en qué estás metido?
– Lo lamento.
– Ben Ellison… somos amigos. Sé franco conmigo.
– Si pudiera,… Pero no.
– Mira, de acuerdo, de acuerdo. Si no me vas a decir nada, por lo menos déjame ayudarte. Voy a preguntar un poco, investigación de campo, a amigos. Dime dónde llamarte.
– No puedo.
– Llámame tú entonces…
– Sí, Miles -dije y corté.
Empezaba a entender algo.
Durante un rato muy largo me quedé sentado en el borde de la cama, mirando por la ventana la elegante vista de la Para-deplatz, los edificios brillantes bajo el sol, y me sentí paralizado de pronto por un terror enorme, oscuro, opaco.
No dormí. No podía.
En lugar de eso, llamé a uno de los muchos abogados que conocía en Zúrich. Tuve la suerte de encontrarlo en la ciudad y en su oficina. John Knapp era un abogado especializado en leyes de corporaciones, la única práctica que me parecía más aburrida que la relacionada con las patentes. Había estado viviendo en Zúrich y trabajando para una firma de abogados estadounidense con sucursal suiza, desde hacía cinco años. Sabía más que cualquier otra persona que yo conociera sobre el sistema bancario de los suizos. Había estudiado en la Universidad de Zúrich y supervisado más de una transacción secreta no del todo limpia para algunos de sus clientes. Knapp y yo nos conocíamos desde la universidad, donde habíamos estado en la misma sección y el mismo año, y de vez en cuando jugábamos al squash juntos. Yo sospechaba que en el fondo yo le desagradaba tanto como él a mí, pero nuestros tratos nos unían como profesionales y los dos fingíamos compañerismo, camaradería ruidosa, como tantos hombres que se conocen.
Le dejé una nota a Molly, que seguía durmiendo, para avisarle que volvería en una hora o dos y tomé un taxi en la puerta del hotel. Le pedí al chofer que me llevara a Kronenhalle en la Ramistrasse.
John Knapp era un hombre bajito, delgado, con un caso terminal de la enfermedad de los petisos. Como un chihuahua que amenaza a un San Bernardo, se hinchaba todo el tiempo con sus gestos imperiosos, lo cual lo convertía en alguien levemente ridículo, como un personaje de dibujo animado. Tenía ojitos marrones y cabello castaño muy corto, salpicado de gris y cortado en bandas. Ese corte le daba el aspecto de un monje disoluto. Después de tantos años en Zúrich, había empezado a tomar el color local y en cuanto a la ropa, parecía un banquero suizo. Usaba un traje azul, inglés, y una camisa rayada que seguramente eran de Charvet, en París. No había duda de que de allí provenían los gemelos. Había llegado quince minutos tarde a la cita: sin duda un movimiento para demostrar su poder. Era un tipo que leía libros sobre cómo demostrar el poder que uno tiene y conseguir éxito y dominio en un almuerzo o acorralar a alguien en una oficina.
El bar de Kronenhalle estaba tan repleto que apenas si conseguí deslizarme hacia el interior y llegar hasta un asiento. Pero no había duda de que los parroquianos eran los adecuados, los glitterati suizos. Knapp, que apreciaba la buena vida, coleccionaba lugares como ese. Generalmente, esquiaba en St. Moritz y Gstaad.
– Dios, ¿qué les pasó a tus manos? -preguntó cuando me apretó la derecha con algo de firmeza y vio la mueca que me provocaba ese gesto descuidado.
– Mala manicura -dije.
Su expresión de horror se transformó inmediatamente en una de risa exagerada.
– ¿Estás seguro de que no te cortaste con el papel de tus excitantes patentes?
Sonreí, casi tentado de empezar a nombrar mis últimos éxitos (los abogados de corporaciones son particularmente vulnerables a eso, es evidente), pero no le dije nada. Es importante tener en mente que un aburrido es alguien que habla cuando uno quiere que escuche. Y en mi caso, en un momento apenas, Knapp se había olvidado de mis manos vendadas.
Cuando terminamos con los preliminares, me preguntó:
– ¿Y qué mierda te trae a la ciudad Z?
Yo estaba tomando whisky. El había pedido, con todo orgullo, un kirschwasser, en Schweitzerdeutsch, el dialecto suizo del alemán.
– Esta vez, voy a tener que ser poco comunicativo, lo lamento -dije-. Negocios.
– Aja -dijo, levantando las cejas. Sin duda sabría por alguno de nuestros conocidos que alguna vez yo había trabajado en la Agencia. Probablemente pensaba que ésa era la clave de mi éxito legal (y, claro, no estaba muy lejos de la verdad). De todos modos, supuse que con Knapp era mejor ser misterioso que inventar tonterías.
Fingí ceder un poquito.
– Es un cliente con activos. Tiene que localizarlos aquí.
– ¿Localizar activos? ¿No está un poco fuera de tu línea de trabajo?
– No del todo. Está relacionado con un trato que se está por hacer en mi firma. Si no te importa, no puedo decir mucho más.
Él se lamió los labios y sonrió, como si supiera más que yo de qué estábamos hablando.-A ver -dijo.
Era tan alto el nivel de ruido que la idea de tratar de leerle la mente me pareció totalmente ridicula. Lo intenté varias veces, inclinándome hacia él lo más que podía, pero fue totalmente inútil. Y por otra parte, lo que yo quería averiguar no era nada que él no hubiera dicho en voz alta. Y seguramente los pensamientos de Knapp eran banales, absurdos y terriblemente aburridos.
– ¿Cuánto sabes sobre el tema del oro?
– ¿Cuánto quieres saber?
– Estoy tratando de rastrear un depósito de oro en uno de los Bancos de aquí.
– ¿Cuál?
– Ni idea.
Él suspiró, despectivo.
– Hay cuatrocientos Bancos registrados en la ciudad, viejo. Unas cinco mil oficinas. Y millones de onzas de oro nuevo llegan cada año desde Sud África y demás. Buena suerte con tus investigaciones.
– ¿Cuáles son los Bancos más grandes?
– ¿Los más grandes? Los Tres Grandes: el Anstalt, el Verein, y el Gesellschaft.
– ¿Mmrn?
– Lo lamento. El Anstalt es el que llamamos Credit Suisse, o Schweizerische Kreditanstalt. El Verein es el Swiss Bank Corporation. El Gesellschaft es el Union Bank of Switzerland. ¿Así que estás buscando oro depositado en uno de los tres grandes, pero no sabes en cuál buscas?
– Correcto.
– ¿Cuánto oro?
– Toneladas.
– ¿Toneladas? -Otro suspiro despectivo. -Lo dudo seriamente. ¿De qué estamos hablando, de un país?
Sacudí la cabeza.
– De una empresa muy próspera.
El silbó bajito. Una rubia en un traje verde claro pegado como un fideo sobre el cuerpo lo miró fijamente. Era evidente que pensaba que el silbido era por ella, luego desvió la vista. Seguramente no tenía interés en un monje disoluto en traje azul.
– ¿Y cuál es el problema? -me preguntó él, terminando el kirschwasser y haciéndole una seña al camarero para que trajera otro-. ¿Alguien se olvidó de dónde puso el número de cuenta?
– Espera un segundo -dije. Estaba empezando a sonar como él y no me gustaba. -Si se trajera una cantidad significativa de oro a Zúrich y se colocara en una cuenta numerada, ¿adonde iría a parar el oro, físicamente hablando?
– Bóvedas. Es un problema creciente para los Bancos de la ciudad. Tienen todo ese dinero y ese oro, y se están quedando sin espacio y las leyes municipales no les permiten construir edificios más altos, así que tienen que usar lo que está debajo, como si fueran duendes.
– Debajo de la Bahnhofstrasse.
– Exactamente.
– ¿Y no sería más conveniente vender el oro, convertirlo en activo líquido? ¿Marcos alemanes, francos suizos, lo que sea?
– No me parece. El gobierno suizo está aterrorizado por la inflación. No pueden tener cualquier cantidad de dinero de extranjeros: hay límites. En otro tiempo había un límite de cien mil francos para las cuentas extranjeras.
– El oro no da intereses, ¿verdad?
– Claro que no -dijo Knapp-. Pero, vamos, nadie trae aquí el dinero para ganar intereses, por Dios santo. Las tasas de interés son del uno por ciento o algo así. O cero. A veces hay que pagar por el privilegio de tener tu dinero aquí. No estoy bromeando. Muchos de los Bancos cobran como un uno y medio por cierto por cada extracción.
– De acuerdo. Ahora, si uno está frente a un lingote, se puede saber de dónde viene por el aspecto, ¿verdad?
– Generalmente. El oro… el tipo de oro que usan los Bancos centrales como reserva monetaria está formado por lingotes, generalmente de cuatrocientas onzas troy por barra. Generalmente es oro de tres novenos, es decir, oro puro al 99.9 por ciento. Y generalmente está marcado, estampado con números, los números de identificación y de serie. -Llegó el camarero con el kirschwasser y Knapp se lo tomó sin darse cuenta de cómo había ido a parar a sus manos. -Por cada diez barras de oro que se hacen, se prueba una, es decir, se hacen agujeros en seis lugares distintos de la barra y se toman unos miligramos de restos y se los analiza. Pero sí, en la mayoría de los casos, se puede saber de dónde viene con sólo ver la barra.
Rió, se tomó el trago, pensativo.
– Deberías probar esto. Te gustaría. Como decía, el mercado del oro es raro, complicado y tenso. Me acuerdo de cuando ese mercado se volvió loco no hace mucho. Los soviéticos estaban tratando de vender un cargamento de barras aquí y alguien notó que algunas de las barras tenían águilas zaristas. Los duendes se quedaron de una pieza.
– ¿Por qué?
– Vamos, viejo. Estábamos en la Navidad de 1990. ¡Barras de oro con águilas Romanoff! El gobierno de Gorby estabayéndose a los caños y vendía hasta lo último… ¡Estaban llegando al fondo del barril! ¿Por qué otra razón hubieran tocado las reservas zaristas? ¿Para que el precio del oro subiera cincuenta dólares por onza?
Me quedé congelado en la mitad de un trago, la sangre toda en la cabeza.
– ¿Y entonces qué?
– ¿Entonces qué? Entonces, nada. Parece que era una broma pesada. Una desinformación financiera bastante sofisticada por parte de los soviéticos. Habían mezclado unas pocas barras zaristas en la pila deliberadamente. Miraron cómo el mercado se convertía en un aquelarre, y vendieron el oro al mejor precio. Inteligente, ¿eh? Los soviéticos esos no eran tan tontos, ¿sabes?
Yo me quedé pensando un rato sin decir nada. ¿Y si no había sido desinformación? ¿Y si…? Pero no tenía sentido de todos modos. Puse el vaso en la mesa y seguí preguntando, como si nada de eso me importara demasiado:
– ¿Se puede lavar oro?
Él se quedó pensando un momento.
– Sí… sí, claro. Lo fundes… lo vuelves a refinar, lo ensayas, le quitas las marcas. Si estás tratando de hacerlo en secreto, es una mierda moverlo y hacerle todo eso, muy difícil pero posible. Y barato. El oro es completamente maleable. Pero no lo entiendo, Ben. Estás buscando un cargamento grande de oro que pertenece a uno de tus clientes, ¿y no sabes dónde está?
– Es un poco más complicado que eso. No puedo ser más específico. Dime: cuando uno habla del secreto bancario en Suiza, ¿qué quiere decir? ¿Hasta qué punto es difícil penetrar el secreto?
– Ey, ey -dijo Knapp-, a mí me parece que esto se está poniendo interesante…
Yo lo miré con furia y entonces, me contestó:
– No es fácil, Ben. Algunas de las frases más sagradas de esta ciudad son: "principio de privacidad" y "libertad de intercambio en dinero". Traducción: el derecho inalienable de esconder el dinero. Esa es la razón de ser de la gente de aquí. El dinero es su religión. Quiero decir, cuando Huldrych Zwingli lanzó la Reforma de Zúrich y tiró todas las estatuas católicas al río Limmat, se aseguró de salvar el oro que había en ellas y dárselo a la municipalidad. Así dio nacimiento a los Bancos de Suiza.
"Pero los suizos… bueno, uno tiene que quererlos. Están locos con lo del secreto, a menos que los beneficie romper la confidencialidad. Los mafiosos, los príncipes de la droga, los dictadores corruptos del tercer mundo con valijas llenas del fruto de sus estafas… los suizos protegen los secretos de esa gente como un cura en confesión. Pero no te olvides que cuando los nazis vinieron durante la guerra y empezaron a presionarlos, de pronto cedieron totalmente. Les dieron los nombres de los judíos alemanes que tenían cuentas en Suiza. Les gusta alimentar el mito de que se levantaron contra los nazis, en serio y con fuerza, cuando vinieron a llevarse el dinero judío, pero no es así. No, no. De acuerdo, algunos de los Bancos sí, pero no todos. Muchos no. El Basler Handelsbank lavó dinero nazi y eso está documentado. -Había puesto los ojos en la multitud como si buscara a alguien. -Mira, Ben, estás buscando una aguja en un pajar.
Asentí, busqué un dibujo en la condensación que se había formado en mi vaso.
– Bueno -dije-. Tengo un nombre.
– ¿Un nombre?
– El nombre de un banquero. Creo. -Un nombre que había pensado Orlov con relación al dinero y a Zúrich, pero no le dije eso a Knapp. -Koerfer.
– Bueno -dijo él con voz triunfante-, ¿y por qué no me lo dijiste antes? El doctor Ernst Koerfer es el director gerente del Banco de Zúrich. O por lo menos, eso es lo que era hasta hace un mes o dos.
– ¿Se jubiló?
– Murió. Ataque al corazón o algo así. Aunque yo no juraría frente a nadie que realmente tenía un corazón. Un hijo de puta de arriba abajo. Pero tenía un barco duro de manejar.
– Ah -dije-. ¿Conoces a alguien que esté ahora en el Banco de Zúrich?
Me miró como si yo hubiera perdido la cabeza.
– Vamos, viejo. Conozco a todo el mundo en la banca suiza. Es mi trabajo, hombre. El nuevo gerente es un tipo que se llama Eisler. El doctor Alfred Eisler. Si quieres, te puedo presentar, un llamado y listo. ¿Te parece?
– Sí -contesté-. Me encantaría
– No hay problema.
– Gracias, viejo -le dije.
Conseguir un arma en Suiza me pareció más difícil de lo que había anticipado. Mis contactos eran muy limitados, casi inexistentes. Tenía miedo de llamar a Toby o a cualquier otro que tuviera que ver con la CIA. No confiaba en nadie. Si hubiera sido absolutamente necesario, habría buscado una conexión con Truslow pero quería evitar esa ruta: ¿cómo podía estar seguro de que los canales de comunicación no estaban pinchados? Era mucho mejor no llamarlo.
Finalmente, después de sobornar a un gerente de un negocio de caza y pesca, conseguí el nombre de alguien que tal vez pudiera "ayudarme": el cuñado del gerente, que tenía nada menos que un negocio de libros antiguos.
Lo encontré a unas cuadras de distancia. Letras doradas en la vidriera, en el viejo estilo Fraktur alemán:
ZBUCHHÄNDLER
ANTIQUITÄTEN UND MANUSKRIPTE
Una campanilla en la puerta sonó cuando entré. Era un lugar pequeño y oscuro y olía a musgo y humedad y a ese aroma a vainilla que tienen siempre las cubiertas de los viejos libros.
Altos estantes de metal, recargados con pilas y pilas desordenadas de libros y revistas amarillentas, en todos los espacios disponibles. Un sendero estrecho entre los estantes llevaba hacia un escritorio de roble muy caótico, con montañas de papeles y libros, en el cual estaba sentado el propietario. Habló en voz alta, llamándome:
– Guten Tag!
Asentí para devolverle el saludo y miré a mi alrededor como buscando un volumen. Después, le pregunté en alemán:
– ¿Hasta qué hora está abierto?
– Las siete -dijo.
– Volveré cuando tenga más tiempo.
– Pero si tiene unos minutos ahora -dijo él-, hay algunas adquisiciones nuevas en la otra habitación.
Se levantó, cerró con llave la puerta del frente y puso un cartel de "Cerrado" en la vidriera. Después, me llevó hacia una habitación llena de libros de tapa dura, recubiertos en cuero. En varias cajas de zapatos había una selección lamentable de armas. Las mejores eran una Ruger Mark II (una semiautomática decente pero sólo.22), un Smith amp; Wesson, y una Glock 19. Elegí la Glock. Es una pistola con más problemas de los necesarios, o eso me dicen mis amigos de la Agencia, pero a mí me gusta. El precio era exorbitante pero al fin y al cabo, estábamos en Suiza.
Durante la cena en el Agnes Amberg de Hottingerstrasse, ninguno de los dos sacó el tema que pesaba en nuestras mentes. Era como si necesitáramos una tregua en la tensión, ser turistas comunes por un rato. Con las manos vendadas, me parecía difícil, hasta doloroso, cortar la comida.
Siga el oro…
Ahora tenía un nombre y un Banco. Estaba varios pasos más cerca.
Una vez que tuviera una dirección, un camino, podría acercarme un poco a la solución del enigma por el cual habían matado a Sinclair: es decir, ¿cuál era la conspiración que había que cubrir? Y sabría si mi epifanía nocturna era cierta.
Comimos en un silencio amenazante. Después, de pronto, antes de que yo pudiera decir nada, Molly interrumpió mis pensamientos.
– ¿Sabías que en este lugar las mujeres no pudieron votar hasta 1969?
– ¿Y?
– Y yo que creía que la profesión médica estadounidense no se tomaba en serio a las mujeres… No creo que vuelva a decirlo nunca después del médico que vi hoy.
– ¿Fuiste a ver a un médico? -pregunté aunque ya lo sabía-. ¿Por lo del estómago?
– Sí.
– ¿Y?
– Y -dijo ella, plegando la servilleta sobre la mesa-, estoy embarazada. Pero eso ya lo sabías.
– Sí -admití-. Ya lo sabía.
Casi no podíamos esperar a volver al hotel, Molly y yo. Hay algo en la alegría, en el terror del descubrimiento de que uno está creando un ser humano, que puede ser muy excitante, y esa noche los dos estábamos en celo. Aunque Laura estaba embarazada cuando murió, yo no lo había sabido hasta su muerte. Así que todo eso era nuevo para mí. Y en cuanto a Molly… bueno, durante años había sonado tan antiprocreación que yo esperaba que se sintiera mal y hablara de sacarse de encima el chico, o algo así.
Pero no. Estaba encantada, alegre. ¿Tendría que ver con la reciente pérdida de su padre? Probablemente, pero ¿quién sabe cómo funciona el inconsciente en realidad?
Ella ya me estaba arrancando la ropa antes de que cerráramos la puerta de la habitación del hotel. Me pasó las manos por el pecho, bajo el cinturón, en las nalgas y después al frente mientras me besaba como enloquecida. Yo le respondí con la misma pasión, jugueteando con la blusa de seda, con los botones (algunos cayeron sobre la alfombra) y tratando de acariciarle los senos, los pezones, que ya estaban duros. Después, recordando mi mano vendada y quemada, usé la lengua y la lamí en círculos concéntricos cada vez más cerrados hacia los pezones. Ella temblaba. Con los hombros y el cuerpo -me dolían los brazos y los abría como las pinzas de una langosta-, la empujé contra la enorme cama y caí sobre ella. Pero ella no iba a dejarse dominar tan fácilmente. Luchamos, peleamos con una agresividad que nunca habíamos tenido en el amor y que yo disfrutaba muchísimo, lo cual era todo un descubrimiento. Antes de que la penetrara, ya estaba gimiendo y gruñendo de placer anticipado.
Y después, nos quedamos juntos disfrutando de la dulzura y el sudor y la suciedad y el brillo tibio, acariciándonos, hablando en calma.
– ¿Cuándo pasó? -le pregunté. Me acordaba de cuando habíamos hecho el amor, después de que yo adquiriera la telepatía. Me acordaba de que los dos estábamos tan excitados que ella no se había puesto el diafragma. Pero me parecía demasiado reciente.
– Hace un mes -dijo ella-. No creí que pasara nada.
– ¿Te olvidaste?
– En parte.
Sonreí por el subterfugio, pero no sentía rencor.
– Ya ves -dije-, la gente de nuestra edad trata y trata de concebir y compra equipos para detectar la ovulación y libros y todo eso. Y tú te olvidas de ponerte el diafragma y pasa por accidente.
Ella asintió y sonrió, una sonrisa enigmática.
– No totalmente por accidente.
– Sí, eso suponía…
Ella se encogió de hombros.
– ¿Deberíamos haber hablado antes?
– Probablemente -dije-. Pero no hay problema.
Otra pausa y después, ella dijo:
– ¿Cómo anda la quemadura?
– Muy bien -respondí-. Las endorfinas naturales son excelentes calmantes.
Ella dudó, como si estuviera reuniendo coraje para decir algo importante. No pude evitar oír una frase -esa cosa horrible que era antes- y después, habló:
– Cambiaste, ¿verdad?
– ¿Qué quiere decir eso?
– Ya sabes. Eres otra vez el que juraste que nunca volverías a ser.
– Pero está bien, Mol. No tuve alternativa.
La respuesta fue lenta y triste.
– No. Supongo que no. Pero estás diferente… Lo siento. Lo siento adentro… No necesito telepatía para darme cuenta… bueno, es como si todos los años en Boston hubieran desaparecido por completo. Estás otra vez en el medio de las cosas, en tu ambiente. Y no me gusta. Me asusta.
– A mí también me asusta.
– Hablaste anoche.
– ¿Dormido?
– No, por teléfono. ¿Con quién?
– Con un periodista que conozco, Miles Preston. Lo conocí en Alemania cuando estaba con la CIA.
– Le preguntaste algo sobre la caída de la Bolsa alemana.
– Y yo que creí que estabas completamente dormida…-¿Crees que eso tiene algo que ver con la muerte de papá?
– No lo sé. Tal vez.
– Yo descubrí algo.
– Sí -dije-. Me acuerdo que dijiste algo cuando yo me estaba durmiendo en Greve.
– Creo que ahora entiendo por qué papá me dejó esa carta de autorización.
– ¿De qué hablas?
– ¿Te acuerdas del documento que me dejó en el testamento? Estaba el título de la casa y las acciones y los bonos y ese extraño "instrumento" financiero, como lo llamaron los abogados, que me autorizaba a tener todos los derechos sobre los papeles, en el extranjero y en el país…
– Sí, ¿y?
– Bueno, eso hubiera sido ridículo en el caso de las cuentas nacionales, que de todos modos me pertenecen por ley. Pero en las cuentas del extranjero… donde las leyes bancadas varían tanto… una carta como esa puede ser útil.
– Especialmente si la cuenta está en Suiza.
– Exactamente. -Se levantó y caminó hasta el armario, abrió una valija y sacó un sobre. -El instrumento financiero a sus órdenes -anunció. Hizo unos malabarismos con las manos y sacó el libro que su padre me había dejado por alguna razón misteriosa: la primera edición de las memorias de Alien Dulles, El Oficio de la Inteligencia.
– ¿Para qué mierda trajiste eso? -pregunté.
Ella no contestó. En lugar de eso, volvió a la cama y puso las dos cosas entre las sábanas arrugadas.
Después, abrió el libro. La tapa gris, estaba inmaculada y el lomo del libro crujió cuando se abrió por el medio. Seguramente lo habían abierto apenas unas dos o tres veces antes. Tal vez sólo una, cuando el legendario señor Dulles sacó su pluma Waterman y escribió en la página del título en letras negras: "Para Hal, con la mayor de las admiraciones, Allen".
– Fue lo único que te dejó papi -dijo ella-. Y durante un tiempo me pregunté por qué.
– Yo también.
– Él te quería. Y aunque siempre fue frugal, no era un avaro. Me preguntaba por qué te había dejado ese libro solamente. Yo conocía bien su mente… era un jugador, le gustaban los juegos. Así que cuando empaqué, reuní los documentos que me dejó papá y decidí traer esto y mirarlo para ver si tenía marcas… Ese es el tipo de cosa que me hacía cuando yo era chica: marcar los libros para que prestara atención a las partes que le parecían importantes. Y así lo encontré.
– ¿Ehh?
Miré la página que ella me indicaba. En la página 73, que trataba de códigos y criptografía, estaba subrayada la frase "Código Rosa". Junto a ella, en lápiz, Hal había agregado: "L2576HJ".
– Es su siete -explicó Molly-, y sin duda, el dos es suyo. Y la J.
Yo entendí inmediatamente. "Código Rosa" significaba en realidad Código Ónix. Dulles no había querido dar el nombre verdadero en el libro. El Código Ónix era un libro de códigos legendario de la Primera Guerra Mundial que la Agencia había heredado del Servicio Diplomático de los Estados Unidos. Todavía estaba en carrera, aunque rara vez se utilizaba realmente porque hacía siglos que alguien lo había decodificado. L2576HJ era una frase en código.
Hal Sinclair le había dejado a Molly los medios legales para acceder a la cuenta.
Me había dejado a mí, el número de cuenta. Siempre que lograra descifrarlo.
– Uno más -dijo Molly-. En la página anterior.
En la parte superior de la página 72 había una serie de números, 79648, que Dulles citaba como ejemplo de cómo funcionan los códigos. Estaba subrayada en lápiz, sin mucha fuerza, y junto a ella, Sinclair había escrito "R2".
R2 se refería a un libro de códigos mucho más reciente, que yo nunca había usado. Supuse que 79648 era otro código que se traduciría en otra serie de números (o tal vez letras) cuando se le aplicara el código R2.
Necesitaba información de la CIA, y sin embargo, no podía arriesgarme a dar a conocer mi paradero. Así que llamé a un amigo de la Agencia, alguien que conocía desde lo de París y que se había retirado hacía unos años y enseñaba Ciencias Políticas en Erie, Pensilvania. Yo le había salvado el pellejo no una sino dos veces: una vez en una misión que se había complicado y otra vez, burocráticamente, limpiando el nombre en la investigación subsiguiente.
Me debía mucho y aceptó sin dudar ni un instante llamar a un amigo suyo de la Agencia y pedirle, como favor a un viejo conocido, que buscara en los archivos de criptografía que quedaban un piso más abajo. Como cualquier libro de código de más de setenta y cinco años de antigüedad no se considera asunto de seguridad nacional, la fuente de mi amigo le leyó una serie de códigos. Después, él llamó a mi teléfono pago fuera del hotel y me los leyó a mí.
Finalmente, tuve el número de cuenta ante mis ojos.
El segundo código, en cambio, fue un hueso mucho más difícil de roer. El amigo no encontró el libro entre los archivos cripto (Cripto, como los llamaban) porque todavía estaba activo.
– Haré lo que pueda -dijo mi amigo Eric.
– Te llamo más tarde -le contesté.
Nos quedamos sentados en silencio, mirando las memorias de Dulles, que había empezado la sección "Códigos" con ese famoso dicho de Henry Stimson, el secretario de Estado de-1929: "Un caballero no lee la correspondencia de otro".
Lo cual, por supuesto, era un error que Dulles se preocupaba por señalar una y otra vez. En el oficio de la inteligencia, todos leen la correspondencia del vecino además de todo lo que encuentran con ella. Para defender a Stimson, tal vez podría decirse que los espías no son caballeros.
Yo me preguntaba qué mierda hubiera dicho Henry Stimson sobre caballeros que leían las mentes de otros caballeros.
Llamé a Eric media hora después. Contestó apenas sonó el teléfono. La voz estaba cambiada, llena de tensión.
– No lo conseguí -dijo.
– ¿Qué quieres decir? -¿Alguien lo había interceptado?
– Está desactivado.
– ¿Ehh?
– Desactivado. Las copias se retiraron de circulación. Todas.
– ¿Desde cuándo?
– Desde ayer. ¿De qué se trata todo esto, Ben?
– Lo lamento -dije, con el pecho agitado. Los Sabios. -Tengo que irme corriendo. Gracias. -Y colgué.
A la mañana siguiente, caminamos por Bahnhofstrasse, a unas cuadras de la Paradeplatz, hasta que encontramos el número que buscábamos. La mayoría de los Bancos tenía las oficinas centrales en los niveles superiores de los edificios, arriba de los negocios de moda.
A pesar de su nombre grandilocuente, el Banco de Zúrich era pequeño, muy discreto y pertenecía a una familia. La entrada estaba escondida en una callecita lateral que terminaba en Bahnhofstrasse, junto a un Konditorei. Una placa de bronce, pequeña, decía solamente: B.Z. et Cié. Si tienes que preguntar, entonces no queremos que lo sepas.
Entramos en el vestíbulo y justo en ese momento, tuve la sensación de que veía un movimiento detrás de nosotros. Me volví con cuidado y vi que era probablemente alguien sin importancia, alguien de Zúrich que pasaba por la puerta. Alto, delgado, en un traje color gris paloma, seguramente un empleado, o un banquero rumbo al trabajo. Me relajé, le pasé el brazo por la cintura a Molly y entramos en el vestíbulo.
Pero algo se quedó en mi mente y volví a mirar. El supuesto empleado ya no estaba.
Era la cara. Pálida, extremadamente pálida, con círculos amarillos y grandes bajo los ojos, labios pálidos y flacos y un cabello fino, muy claro, peinado hacia atrás.
Me parecía extrañamente familiar. De eso, no había duda alguna.
Por un instante, me acordé de la tarde del tiroteo en la caHe Malborough en Boston, me acordé del hombre que había pasado por allí, alto, fantasmal…
Era él. Mi reacción había sido terriblemente lenta, pero ahora estaba seguro. El hombre de Boston estaba aquí, en Zúrich.
– ¿Qué pasa? -preguntó Molly.
Me volví y seguí caminando hacia el Banco.
– Nada. Vamos. Tenemos trabajo que hacer.
– ¿Qué pasa, Ben? -preguntó Molly, asustada-. ¿Había alguien ahí afuera?
Pero antes de que pudiera decir nada, una voz masculina nos preguntó quiénes éramos, por el intercomunicador.
Le di mi nombre real.
La recepcionista me contestó con apenas una huella de deferencia:
– Entre, por favor, señor Ellison. Herr Director Eisler lo espera.
Tenía que aceptar que los buenos oficios de Knapp servían de mucho. Evidentemente era un hombre de poder en la ciudad.
– Por favor, asegúrense de no tener objetos de metal encima -dijo la voz sin cuerpo-. Llaves, cortaplumas, monedas, pongan lo que sea en ese cajón. -Mientras la voz hablaba, salió un cajoncito de la pared. Los dos depositamos allí todo lo que teníamos, todo lo de metal, por lo menos. Una operación impresionante y cuidadosa, me pareció.
Hubo un zumbido leve y el par de puertas que teníamos enfrente se abrió de par en par electrónicamente. Yo levanté la vista hacia un par de cámaras de vigilancia japonesas, montadas cerca del cielo raso, y Molly y yo pasamos a una pequeña cámara a esperar que se abriera el segundo de los juegos de puertas.
– No estás armado, ¿no? -susurró Molly.
Meneé la cabeza. Las segundas puertas se abrieron también y nos recibió una mujer rubia, joven, simple, un poco robusta, con anteojos de borde de acero que seguramente le hubieran quedado bien a cualquiera menos a ella. Se presentó como la secretaria privada de Eisler y nos llevó por un corredor alfombrado en gris. Yo me detuve un segundo en el baño y luego me uní al grupo de nuevo.
La oficina del doctor Eisler era pequeña y simple, con paredes revestidas en nogal. Las paredes estaban adornadas con unas cuantas acuarelas color pastel en marcos de roble, y casi nada más. Ninguno de los toques de decoración que yo hubiera esperado: nada de alfombras orientales, relojes de péndulo, muebles de caoba. El escritorio del director también era simple: una mesa de vidrio y cromo.
Enfrente, dos sillones individuales aparentemente muy cómodos, de cuero blanco y diseño sueco moderno, y uno grande del mismo material.
Eisler era bastante alto, más o menos como yo, pero algo porcino en su traje de lanilla negra. Tendría entre cuarenta y cincuenta años, una cara redonda, papada, ojos muy hundidos y orejas grandes. Alrededor de la boca se veían con claridad las líneas profundas de la edad, que también subían hacia la frente y entre las cejas. Y estaba totalmente calvo, con la cabeza brillante. Era una figura impresionante aunque algo siniestra.
– Señora Sinclair -dijo, tomándole la mano a Molly. Él sí sabía cuál era el centro de su atención: no el esposo, sino la mujer, legítima heredera de la cuenta numerada del padre según lo disponía la ley bancaria suiza. Se inclinó profundamente. -Y señor Ellison… -Tenía una voz baja, grave; el acento era una mezcla de alemán suizo e inglés de Oxford.
Nos sentamos en las sillas de cuero mientras él se acomodaba frente a nosotros, en el sillón grande. Nos presentamos, y él hizo que la secretaria nos trajera una bandeja con café. Mientras hablaba, las líneas que le marcaban la frente se hicieron más profundas y gesticuló con las manos bien cuidadas en movimientos tan delicados que parecían casi femeninos.
Sonrió con algo de tensión como para indicar que la reunión en sí ya había comenzado. ¿Qué era lo que queríamos de él?, decía su expresión.
Yo saqué el documento de autorización firmado por el padre del Molly.
Él lo miró.
– Supongo que quieren acceso a la cuenta numerada.
– Correcto -dijo Molly, como una mujer de negocios.
– Hay algunas formalidades -dijo él, como pidiendo disculpas antes que nada-. Tenemos que asegurarnos de su identidad, verificar la firma y todo lo demás. Supongo que tienen referencias bancarias de los Estados Unidos…
Molly asintió y sacó un grupo de papeles con la información que él necesitaba. Él los tomó, apretó un botón para llamar a la secretaria y le entregó todo a ella.
Luego hablamos unos cinco minutos del tiempo y la Kunthaus y otras visitas obligadas en Zúrich. Finalmente, sonó el teléfono. Él lo levantó, dijo "Ja!", escuchó unos segundos y volvió a poner el receptor en su lugar. Otra sonrisa tensa.
– El milagro del fax -dijo-. Esto llevaba mucho más tiempo hace unos años… ¿Si fuera usted tan amable…?
Le dio una lapicera a Molly y una pizarra con una sola hoja membretada del Banco de Zúrich y le pidió que escribiera el número de la cuenta, en palabras -la firma numérica-, sobre la línea de puntos grises en el centro.
Cuando ella terminó de escribir el número que su padre había codificado con tanto cuidado, él llamó otra vez a la secretaria, le entregó el papel y charlamos otro rato mientras estudiaban la escritura con máquinas especiales. Él explicó al pasar que se la comparaba con la firma de la tarjeta que habíamos firmado alguna vez en nuestro Banco de Boston.
El teléfono volvió a sonar, él lo levantó, dijo "Danke" y colgó. Un momento después, volvió la secretaria con una carpeta gris marcada con el número 322069.
Evidentemente, habíamos pasado la primera prueba. El número de cuenta era el correcto.
– Ahora -dijo Eisler-, ¿qué puedo hacer por ustedes?
Con toda intención, yo había elegido el asiento más cercano a él. Me incliné hacia adelante, puse la mente en blanco, enfoqué mi cerebro en el problema.
Aproveché el momento de silencio. Enfoqué otra vez.
Llegó. Alemán, claro está, una frase tras otra.
– ¿Señores? -dijo él, mirándome con la cabeza baja y el ceño fruncido.
No era suficiente. Yo sabía algo de alemán, había tenido entrenamiento intensivo en la Granja, pero él estaba pensando demasiado rápido para mis habilidades.
No podía.
– Nos gustaría saber cuánto hay en la cuenta -dije.
Me incliné hacia él otra vez, enfoqué, traté de aislar cualquier cosa que pudiera entender en el flujo continuo de alemán, algo a qué aferrarme.
– No se me permite discutir particularidades -dijo Eisler en tono flemático-. Y además, no lo sé.
Y entonces oí una palabra. Stahlkammer.
Sin duda, era la primera palabra que me saltaba a la mente. Stahlkammer.
Bóveda.
– Hay una bóveda que tiene que ver con esta cuenta, ¿verdad? -pregunté.
– Sí, señor -admitió él-. Una grande, debo decir.
– Quiero acceso. Inmediatamente.
– Como desee -dijo él-. Sin duda. Ahora mismo. -Se levantó del sillón. La cabeza calva reflejaba el brillo de las luces en el cielo raso. -Supongo que tienen el código de la combinación para acceder a ella. Molly me miró. Estaba fuera de su elemento.
– Supongo que es el mismo de la cuenta -dije.
Eisler rió una vez y después se sentó de nuevo.
– Realmente no lo sé. Aunque por razones de seguridad, aconsejamos a nuestros clientes que no usen ese número. Y de todos modos, no es la misma cantidad de dígitos.
– Tal vez lo tenemos -dije-. Estoy casi seguro… En alguna parte. Mi suegro nos dejó muchos papeles. Usted podría ayudarnos. Decirnos, por ejemplo, el número de dígitos.
El miró el archivo.
– Imposible -dijo.
Pero yo oí, varias veces, un número que él estaba pensando y no decía, que articulaba en algún lugar de su centro de habla. "Vier"…
Cuatro dígitos, ¿era eso?
– ¿Es de cuatro dígitos? -le pregunté.
El rió de nuevo, se encogió de hombros. Este juego es divertido, decía su cuerpo, pero creo que ya no queda mucho más que decir.
– Hay una cuenta numerada que nosotros administramos y atendemos -explicó con el tono que se usa para explicarle algo a un grupo de niños pequeños-. Ustedes pueden sacar o transferir esos fondos, como quieran. Pero también hay una bóveda, una caja de seguridad, digamos. Nosotros la mantenemos pero no tenemos acceso a ella. Nunca, excepto en las circunstancias más extraordinarias. Como estipuló el fallecido señor Sinclair, para abrir la bóveda se requiere un código de acceso.
– Entonces, usted nos lo puede dar -dijo Molly, reuniendo todo su valor.
– Lo lamento, pero no es posible.
– Se lo exijo como heredera legal de la cuenta.
– Si pudiera, se lo daría, señora -dijo Eisler-. Pero bajo los términos de los arreglos que se hicieron, no puedo.
– Pero…
– Lo lamento -dijo el banquero, la voz terminante-. Eso es imposible.
– Pero yo soy la heredera legal de todas las propiedades de mi padre -dijo Molly, indignada.
– Lo lamento muchísimo -dijo Eisler, imperturbable-. Espero que no haya venido desde Boston, ¿Boston no es cierto?, para esto solamente. Hubiera podido arreglarlo con una llamada telefónica. Menos gasto en dinero y en tiempo.
Me quedé sentado en silencio, escuchando, mientras abría el maletín de cuero con aire distraído.
Y entonces oí de nuevo: Vier… y después una serie denúmeros, "Acht"… "Sieben "… Lo miré estudiar el archivo que tenía en las manos y después volvió en una secuencia clara, evidente: "Vier… Acht… Sieben… Neun… Neun".
– Mire, señora Sinclair, el asunto es así -seguía diciendo el banquero-, se trata de un sistema de doble clave, diseñado…
– Sí -interrumpí. Hojeé las notas del maletín y fingí examinar una con más cuidado. -Aquí está, creo. Lo tenemos.
Eisler hizo una pausa, asintió y me observó con sospechas.
– Excelente -dijo como si yo ya hubiera dicho los números-. Por los términos establecidos en la cuenta por sus dueños, ahora que llegaron a la bóveda, el estado de la cuenta pasa de pasivo a activo…
– ¿Dueños? -pregunté-. ¿Hay más de uno?
– Ah, sí, señor, es una cuenta a doble firma. Como beneficiaría legal, usted, señora, es una de las dueñas…
– ¿Y el otro?
– No puedo revelar eso -dijo Eisler, desdeñoso y al mismo tiempo amable, como un hombre que pide disculpas-. Se requiere otra firma. Para ser totalmente sincero con ustedes, no conozco la identidad del otro dueño. Cuando se presente con el código de acceso, aparecerá la secuencia de números en la computadora. La firma del dueño entra como código en la base de datos y cuando el código es correcto, se la imprime gráficamente. Es el sistema de seguridad de nuestro Banco para asegurarse de que el personal de la institución no pueda estar involucrado en caso de una demanda contra nosotros.
– ¿Y eso qué quiere decir? -preguntó Molly, severa.
– Que ustedes tienen permiso legal para inspeccionar la bóveda y ver el contenido. Pero sin la autorización del segundo dueño, no pueden ni transferir ni retirar ese contenido.
El doctor Alfred Eisler nos escoltó varios pisos hacia abajo por un ascensor estrecho. Descendíamos por debajo del nivel de Bahnhofstrasse, nos explicó, hacia las catacumbas.
Emergimos en un corredor alfombrado de gris, una jaula con barras de acero a los costados. Al final del corredor había un guardia de seguridad enorme en uniforme verde oliva. Asintió mirando al director y después abrió la puerta de acero. Ninguno de los dos dijo nada mientras cruzábamos la puerta, pasábamos por otro corredor con barras de acero, llegábamos a una pequeña área cerrada, marcada como Sieben. Las barras de acero rodeaban tres de las paredes de la jaula. La otra era de metal entero, recubierta con algún tipo de cromo o acero cepillado. En el centro había una enorme rueda de acero con seis saliencias, evidentemente el mecanismo por el cual se podía abrir la pared.
Eisler sacó una llave del anillo que llevaba en el cinturón y abrió la jaula.
– Por favor, señor -dijo, indicando una mesa de metal pequeña y gris frente a la cual había dos sillas. En el centro había un teléfono sin botones y un teclado electrónico. -La cuenta y el acuerdo con que se abrió -indicó- exigen que ningún funcionario del Banco esté presente en esta área mientras se marca la combinación. Marque usted ahí los dígitos del código de acceso, lentamente, controlando la lectura para estar seguro de que no comete ningún error. Si se equivoca, tiene posibilidad de intentarlo de nuevo. Pero si falla la segunda vez, el mecanismo electrónico se hará cargo y no se permitirá el acceso en veinticuatro horas.
– Ya veo -dije-. ¿Y cuando hayamos marcado el código, qué?
– En ese punto -explicó Eisler, señalando la rueda de metal-, la bóveda se abrirá electrónicamente y podrán hacer girar la rueda. Es mucho más fácil de lo que parece, se lo aseguro. Y así se abrirá la puerta.
– ¿Y cuando hayamos terminado?
– Cuando terminen de examinar el contenido, o si hay algún problema, por favor, llámenme levantando el teléfono.
– Gracias -dijo Molly al doctor Eisler. Él se retiró.
Esperamos un momento hasta oír cómo se cerraba la segunda puerta de acero.
– Ben -dijo Molly-, ¿qué mierda vamos a…?
– Paciencia. -Con calma, con cuidado (mis dedos quemados habían perdido casi toda la habilidad) marqué 48799, mirando cómo aparecía cada número en los dígitos del panel blanco del teclado. Cuando terminé con el último 9, hubo un ruidito electrónico, un suspiro, como si se hubiera quebrado un sello.
– Bingo -dije.
– Casi no puedo respirar -dijo Molly, la voz ahogada.
Juntos caminamos hasta la puerta de hierro y la abrimos. Se movió con facilidad en nuestras manos, en dirección de las agujas del reloj y toda una sección de la pared giró sobre sus goznes.
Una luz fluorescente débil iluminaba el interior de la bóveda, que me pareció notablemente chico. Me desilusionó. La cámara interior de ladrillos tendría tal vez un metro y medio por un metro y medio. Y estaba totalmente vacía.
Pero cuando volví a mirar, me di cuenta de que mis ojos me habían jugado una mala pasada. Lo que parecían paredes de ladrillos, apenas emparejados, eran otra cosa completamente distinta ahora que veíamos mejor en esa luz escasa.
No eran ladrillos. Eran lingotes de oro, amarillos y opacos, con un tinte rojizo.
La bóveda, como una caverna de leyenda, estaba llena del piso al techo, casi por completo, de oro puro.
Dios mío -susurró Molly.
Yo miraba todo con la boca abierta. Cautelosos, casi asustados, avanzamos hacia la bóveda, hacia las paredes de oro sólido. No brillaban ni refulgían como uno hubiera esperado. La coloración era algo así como de mostaza opaca, pero más de cerca vi que algunas de las barras eran de un amarillo manteca más brillante (nuevas y seguramente casi cien por ciento puras) y algunas de un amarillo rojizo, lo cual indicaba impurezas de cobre: seguramente las habían hecho a partir de monedas de oro y joyas. Cada barra tenía enormes números de serie en un extremo.
Si no hubiera sido por los tonos amarillos profundos y la pátina suave, hubieran podido ser ladrillos, ladrillos apilados como los que se ven en cualquier edificio en construcción.
Muchas estaban lastimadas y dentadas. Seguramente eran las que circulaban por Rusia desde hacía más de un siglo. Yo sabía que las tropas victoriosas de Stalin habían robado algunas a Hitler en Berlín, pero la mayoría provenía de las minas de la Unión Soviética. Algunas tenían los bordes ásperos: marcas. Y las más nuevas tenían forma trapezoidal, pero en general, eran rectangulares.
– Dios, Ben -dijo Molly, volviéndose hacia mí. Tenía la cara roja, los ojos muy abiertos. -¿Tenías idea?
Yo asentí.
Ella fue a levantar una de las barras, pero no pudo. Era demasiado pesada. Apenas si logró subirla un poco con las dos manos. Después de unos segundos, la volvió a apoyar sobre las demás. Hizo un ruido sordo. Entonces hundió el pulgar en el borde.
– Es algo real, ¿no es cierto? -preguntó.
Asentí, mudo. Estaba nervioso y excitado y asustado, y la sangre que me corría por el cuerpo tenía toneladas de adrenalina.
Hay una famosa frase de Lenin: "Cuando seamos victoriosos en todo el mundo, creo que usaremos el oro para construir lavatorios en las calles de las ciudades más grandes".
Error, en varios sentidos.
Más exacta me parecía la del poeta romano Plauto, doscientos años antes de Cristo: "Odio el oro; ha persuadido a muchos hombres de hacer el mal en muchos aspectos".
Correcto.
Yo estaba perturbado por la visión de Molly que se hundía lentamente en el piso de cemento, la espalda contra el oro. La vitalidad parecía haberse escapado de su cuerpo. No se había desmayado, pero parecía mareada.
– ¿Quién es el otro dueño? -preguntó, la voz tranquila.
– No sé -contesté.
– ¿No lo adivinas?
– Ni siquiera eso. Nada. Todavía no.
Ella se pasó las manos y los brazos sobre las rodillas, y las apretó contra su pecho.
– ¿Cuánto?
– ¿Qué?
– Oro. ¿Cuánto oro hay aquí? -Se le habían cerrado los ojos.
Miré la cámara. La pila era de unos dos metros de alto, cada barra tenía veintidós centímetros de largo, siete centímetros y medio de alto y dos centímetros y medio de espesor. Por lo menos.
Me llevó un tiempo, pero conté 526 pilas, cada una de dos metros. Es decir, unos 946,8 metros lineales. Unas 37.879 barras de oro.
¿Estaba calculándolo bien?
Me acordaba de haber leído un artículo sobre el Banco de Reservas Federales de Nueva York. La bóveda del oro del Federal, que tiene la mitad de la longitud de un campo de fútbol, contiene unos 126 mil millones de dólares de oro si se calcula el precio de mercado a 400 dólares la onza. No sabía a cuánto se vendía el oro cuando Orlov y Sinclair atacaron las reservas de la Unión Soviética, pero 400 la onza parecía un buen número base para el cálculo.
No. No servía.
De acuerdo. El mayor compartimiento de la bóveda del Federal contenía una pared de oro de tres metros de ancho por tres de alto por seis de profundidad. Lo cual significaba unas 107.000 barras. Unos diecisiete mil millones de dólares.
Me ardía la cabeza por los cálculos febriles. El volumen en esta habitación era un tercio de lo que había en aquélla.
Volví a mi cálculo inicial de 37.879 barras de oro. El oro se vendía no a 400 dólares la onza sino a algo así como 330. De acuerdo. Así que a 330 la onza, una barra de oro de cuatrocientas onzas valía 132.000 dólares.
Lo cual nos llevaba a…Cinco mil millones de dólares.
– Cinco -dije.
– ¿Cinco mil millones?
– Correcto.
– Eso es algo que ni siquiera puedo concebir -dijo Molly-. Estoy sentada… apoyada sobre esto… y no puedo ni concebir cinco mil millones de dólares… y son todos míos…
– No.
– ¿La mitad?
– No. Pertenecen a Rusia.
Ella me miró, los ojos fríos y después dijo:
– No me causa ninguna gracia.
– Cierto. Y él dijo diez -la interrumpí.
– ¿Qué?
– Tal vez hay cinco mil millones aquí. Orlov me dijo diez mil.
– Estaba equivocado. O te mentía.
– O la mitad desapareció.
– ¿Desaparecer? ¿Qué quieres decir, Ben?
– Pensé que habíamos encontrado el oro -dije en voz alta-. Y en realidad no es más que una parte.
– ¿Qué es esto? -dijo ella, sorprendida, de pronto.
– ¿Qué?
Como un sandwich entre dos pilas verticales de oro, a nivel del piso, había un pequeño sobre de papel.
– ¿Qué mierda…? -dijo ella, tirando para sacarlo.
Salió con facilidad.
Con los ojos muy abiertos, Molly dio vuelta el sobre en blanco, vio que no tenía nada escrito y lo abrió.
Era una tarjeta de bordes azules, una tarjeta de Tiffany al parecer, con el nombre de Harrison Sinclair en letras de imprenta arriba de todo.
Había algo escrito en el centro de la tarjeta, en la letra de su padre.
– Es… -empezó a decir Molly pero yo la interrumpí.
– No lo digas en voz alta. Muéstramelo.
Dos líneas.
La primera: Caja 322. Banque de Raspail.
La segunda: Boulevard Raspail, 128, París 7e.
Eso era todo. El nombre y la dirección de un Banco de París.
Un número de caja, seguramente una caja de seguridad, ¿Y qué significaba eso? Cajas chinas, cajas dentro de cajas: ésa era la esencia del asunto.
– ¿Qué…?
– Ven -le dije, impaciente, metiéndome la tarjeta en el bolsillo-. Necesitamos otra charla con Eisler.
Según las Vidas de Plutarco: "Los muertos no muerden". Según creo fue Dryden el que escribió hace doscientos años: "Los muertos no hablan".
Error, dos veces error. Hal Sinclair seguía hablando mucho después de su funeral, y lo que decía seguía siendo misterioso.
El brillante jefe de espías Harrison Sinclair había sorprendido a cientos de personas en sus seis décadas de vida sobre la Tierra: amigos y socios, superiores y subordinados, enemigos en el mundo y en Langley. Y ahora, después de su muerte, las sorpresas, las vueltas y los recovecos no habían terminado. ¿Quién hubiera esperado tanto de las huellas de un muerto?
Para cuando Molly y yo terminamos de charlar en voz baja, la secretaria privada de Eisler nos esperaba en el corredor, fuera de la bóveda. La habíamos llamado y pedimos ver al director inmediatamente.
– ¿Hay algún problema? -preguntó ella, la cara toda preocupación.
– Sí -dijo Molly pero no explicó más.
– Estaremos encantados de ayudar en todo lo que podamos -dijo ella, escoltándonos hacia el ascensor para subir a la oficina de Eisler. Era toda eficiencia, pero su reserva suiza se había derrumbado en parte: tarareaba algo como si de pronto fuéramos viejos amigos.
Molly conversó con ella, mientras yo permanecía en silencio, tocando la Glock con los dedos, allá abajo, en el bolsillo.
Entrar en el Banco y pasar por los detectores de metales había sido toda una hazaña y debo agradecer al entrenamiento de la CIA por haberlo logrado. Un conocido mío de mis días en la Agencia, Charles Stone (cuya saga extraordinaria seguramente le es conocida a usted) me describió una vez la forma en que había metido una pistola Glock por la puerta de embarque del Aeropuerto Charles de Gaulle de París. La Glock es casi toda de plástico y Stone (creo que la idea es ingeniosa) desarmó el arma en sus componentes, puso las partes chicas de metal en una bolsita con implementos de afeitarse y las más grandes dentro de la manija metálica del equipaje (ambas pasaron por el aparato de rayos X). Dejó las partes de plástico sobre su persona.
Desgraciadamente, esa técnica no me hubiera servido allí porque no tenía el lujo de que me revisaran con dos aparatos: uno de rayos X y un detector de metales. Todo tenía que estar en mi cuerpo y sin duda, la pistola hubiera disparado la alarma.
Así que inventé mi propio método, aprovechando una desventaja de todos los detectores de metales, que no son tan sensibles en los extremos del campo como en el centro. Y la Glock tiene poco acero. Lo que hice fue atar la pistola a una cuerda de nailon larga que me colgaba del cinturón y entraba por un agujero al bolsillo derecho. La pistola colgaba de mi pierna derecha dentro de la manga del pantalón, cerca del zapato. La mantuve quieta poniendo una mano en el bolsillo sobre la cuerda mientras pasaba por el detector. Esencialmente, pateé la pistola para que pasara por el detector en el perímetro del campo magnético tan atenuado que casi no detecta nada. Naturalmente, mientras pasaba, estaba duro de miedo, pensando que tal vez el truco no funcionaría, y que algo me saldría mal. Pero pasé sin incidentes. Después fui al baño y volví a poner la pistola en el bolsillo del pantalón, un lugar mucho más cómodo.
El doctor Eisler parecía todavía más perturbado que su asistente. Nos ofreció café. Dijimos que no, gracias, con toda amabilidad. El hombre tenía la frente arrugada de preocupación cuando se sentó en el sofá enfrente de los dos.
– Bueno -dijo en su voz refinada y grave-, ¿cuál es el problema?
– El contenido de la bóveda -contesté-. No está completo.
Él me miró fijo un largo rato y después se encogió de hombros, furioso.
– No sabemos nada del contenido de las bóvedas de los. clientes. Lo único que hacemos es mantener todas las precauciones de seguridad que nos parezcan necesarias y que son nuestra obligación…
– El Banco es responsable.
El rió una vez, secamente.
– Lamento decirle que no. Y de todos modos, su esposa no, es más que una de los dueños.
– Parece que falta una gran cantidad de oro -seguí diciendo-. Demasiado para que desaparezca fácilmente. Me gustaría saber adonde fue a parar.
Eisler dejó escapar aire por la nariz y asintió con amabilidad. Parecía aliviado, de pronto.-Señor Ellison, señora Sinclair, seguramente los dos entienden que no se me permite discutir transacciones de ningún…
– Como las transacciones se hicieron en mi cuenta -dijo Molly-, estoy segura de que tengo derecho a saber adonde se lo llevaron.
Eisler asintió otra vez, después de un momento de duda.
– Señora, señor… en el caso de cuentas numeradas, nuestra responsabilidad es permitir el acceso a cualquiera que cumple con los requerimientos estipulados por la persona o personas que han establecido la cuenta en este Banco. Más allá de eso, y para proteger a todos los involucrados, mantenemos el mayor de los secretos.
– Estamos hablando de mi cuenta -dijo Molly, con severidad-. Y yo quiero saber adonde está ese oro.
– Señora Sinclair, la confidencialidad es una tradición del sistema bancario nacional al que el Banco que presido pertenece. Lo lamento muchísimo. Si hay algo que podamos hacer…
Saqué en un sólo movimiento la Glock y la apunté a la frente alta, fruncida.
– La pistola está cargada -pronuncié con tranquilidad-. Estoy totalmente preparado para usarla… -Solté el seguro cuando vi que él empezaba a deslizar el pie hacia la derecha con tanta lentitud que uno veía inmediatamente dónde estaba el botón de la alarma. -No sea tonto, deje esa alarma silenciosa.
Me le acerqué para que el cañón de la pistola estuviera a pocos centímetros de su frente.
No tenía que concentrarme mucho: los pensamientos fluían fácilmente, con claridad. Y recogí bastante: ondas de ideas, sobre todo en alemán, pero con algo de inglés de tanto en tanto. Preparaba expresiones de sorpresa, de furia, objeciones…
– Como ve, estamos desesperados -dije. Mi expresión era evidente: yo estaba realmente desesperado y él se dio cuenta de que era capaz de dispararle en cualquier momento.
– Si es usted tan tonto como para matarme -dijo Eisler con sorprendente tranquilidad-, ni conseguirá lo que quiere ni podrá salir jamás de esta habitación. Mi secretaria oirá el disparo y hay sensores de movimiento en esta habitación y…
Estaba mintiendo. Yo lo sabía por sus pensamientos. Estaba asustado, lo cual era comprensible. Nunca le había pasado algo así antes. Siguió diciendo:
– Incluso si les diera la información que buscan, cosa que no pienso hacer, no podrían salir del Banco.
En eso, parecía estar diciendo la verdad, pero no hacía falta una percepción extrasensorial para entender esa lógica.-Sin embargo, -siguió diciendo después de un momento-, estoy dispuesto a hacer un esfuerzo para dar por terminado este episodio bochornoso. Si deja esa pistola y se va, no pienso denunciarlo. Entiendo que estén desesperados. Pero amenazándome no ganan nada.
– No estamos amenazándolo. Queremos información sobre la cuenta que le pertenece a mi esposa según la ley suiza y la estadounidense.
Unas gotas de sudor empezaron a correrle por la frente, desde la coronilla pelada hacia las líneas que empezaban allí y bajaban a las mejillas. Me di cuenta de que estaba empezando a ceder.
Oí una catarata de pensamientos, algunos furiosos, otros desesperados. Estaba en medio de la agonía de la indecisión.
– ¿Alguien sacó oro de esa bóveda? -pregunté, muy despacio.
Nein, oí claramente. Nein.
Cerró los ojos, como preparándose para el disparo que terminaría con su vida. El sudor le corría a raudales por el cuerpo.
– No podría decirlo -dijo.
Nadie había sacado el oro. Pero…
De pronto, tuve una idea.
– Pero había más oro, ¿verdad? Oro que no llegó a la bóveda.
Sostuve la pistola con fuerza y me le acerqué hasta que la punta del cañón tocó la sien húmeda. Apreté el arma contra la piel. La piel se comprimió, formando marcas alrededor del cañón.
– Por favor -dijo y yo casi no lo oía.
Sus pensamientos venían a toda velocidad, incoherentes, aterrorizados. Yo no podía leerlos.
– Una respuesta -dije-, y nos vamos.
Él tragó saliva, cerró los ojos y después los volvió a abrir.,
– Un cargamento -susurró-. Diez mil millones de dólares de oro. Lo recibimos aquí en el Banco de Zúrich.
– ¿Y adonde fue a parar?
– Parte fue a la bóveda. Es el oro que vieron.
– ¿Y el resto?
Él volvió a tragar saliva.
– Se liquidó. Ayudamos a venderlo a través de corredores de oro sobre bases de secreto absoluto. Se fundió y se volvió a colocar en barras.
– ¿Y el valor?
– Tal vez cinco… tal vez seis…
– Mil millones…-Sí.
– ¿Lo convirtieron en activo líquido? ¿En dinero al contado?
– Se transfirió.
– ¿Adonde?
Él volvió a cerrar los ojos. Los músculos que los rodeaban se tensaron como si el banquero estuviera rezando.
– Eso no puedo decirlo.
– ¿Adonde?
– No debo decirlo…
– ¿Lo enviaron a París?
– No… por favor, no puedo…
– ¿Adonde mandaron el dinero?
Deutschland… Deutschland… München…
– ¿A Munich?
– Tendrá que matarme -dijo él, los ojos cerrados-. No pienso decírselo. Prefiero morir.
Su seguridad me sorprendió. ¿Qué lo poseía? ¿Qué tontería era ésa? ¿Estaba tratando de ver si yo era capaz de cumplir con mi amenaza? Seguramente ya suponía que sí. Y además, ¿qué hombre en su sano juicio se hubiera atrevido a jugarse con un arma apoyada en la sien? ¡Pero él prefería morir a violar la confidencialidad de los Bancos suizos!
Hubo un sonido líquido y vi que había perdido control del esfínter. Una mancha oscura se extendió en un área irregular a través de su entrepierna. Su miedo era genuino. Seguía con los ojos cerrados y estaba paralizado de terror.
Pero yo no lo dejé ir. No podía.
Apreté otra vez el cañón contra su sien y dije lentamente:
– Lo único que quiero es un nombre. Díganos adonde enviaron el dinero. A quién. Dénos un nombre.
Ahora Eisler tenía el cuerpo sacudido por el miedo. Temblaba. Los ojos no estaban cerrados del todo sino apretados con fuerza, dominados por una tensión muscular rígida. El sudor le corría por la frente, sobre la mandíbula, por el cuello. El sudor le perlaba el traje gris y le manchaba la corbata.
– Lo único que queremos -repetí- es un nombre.
Molly me miraba, los ojos llenos de lágrimas, temblando de tanto en tanto. La escena era demasiado fuerte para ella. Aguanta, Mol, por favor, aguanta, quería decirle yo.
– Usted sabe cuál es el nombre que nos hace falta.
Y en un minuto, lo tuve.
El no dijo nada. Le temblaron los labios como si estuviera por ponerse a llorar pero no, no habló.
Pensó.
No dijo ni una palabra.Yo estaba por bajar el arma, cuando se me ocurrió otra pregunta:
– ¿Cuándo fue la última vez que se transfirieron fondos desde este banco a esa persona?
Esta mañana, pensó Eisler.
Apretó los ojos con más fuerza. La transpiración le bajaba en gotas por la nariz, hacia los labios.
Esta mañana.
Y entonces, dije, bajando la pistola:
– Bueno, veo que es usted un hombre con voluntad de hierro.
Lentamente, abrió los ojos y me miró. Había miedo en ellos, claro está, pero también algo más. Un brillo de triunfo, al parecer; un rayo de desafío.
Finalmente, habló. Le temblaba la voz.
– Si se van de mi oficina inmediatamente…
– Usted no habló -dije-. Admiro eso.
– Si se van…
– No pienso matarlo -dije-. Usted es un hombre de honor y está haciendo su trabajo. Si podemos arreglar algo de modo de saber que esto no pasó nunca… si acepta no informar al respecto, y nos deja salir del Banco sin molestarnos, nos vamos.
Yo sabía que apenas saliéramos del Banco él llamaría a la policía (yo hubiera hecho lo mismo en su lugar), pero eso nos daría unos minutos muy necesarios.
– Sí -dijo él. La voz se le quebró de nuevo. Se aclaró la garganta. -Vayanse. Y si tienen sentido común, cosa que dudo, se irán de Zúrich inmediatamente.
Caminamos con rapidez para salir del Banco y después corrimos por Bahnhofstrasse. Eisler parecía haber cumplido con su palabra de dejarnos salir del Banco (por su propia seguridad y la de sus empleados, claro), pero para este momento, calculaba yo, seguramente ya habría llamado a seguridad bancaria y a la policía municipal. Tenía nuestros nombres reales, pero no los otros, lo cual era una suerte. Sin embargo, el arresto era cuestión de horas, si no menos. Y una vez que las fuerzas de los Sabios supieran que estábamos ahí, si es que no lo sabían ya, no quería ni pensar lo que podía pasarnos…
– ¿Lo conseguiste? -preguntó Molly mientras corría.
– Sí. Pero ahora no podemos hablar. -Yo estaba alerta, con los ojos puestos en todos los que pasaban, buscando la única cara que hubiera reconocido, la del asesino rubio que había visto en Boston por primera vez.
No aquí.
Y un momento después, tuve la sensación de que teníamos compañía.
Hay una docena de técnicas diferentes para seguir a un hombre y los que son realmente buenos, son muy difíciles de detectar. El problema para el rubio era que yo ya lo había "hecho", como se decía en la jerga: lo había reconocido. Excepto de la forma más lejana e insegura, no podía esperar seguirnos sin que yo lo notara. Y yo no lo veía.
Pero, como supe muy pronto, había otros, gente que yo no conocía. En la multitud que nos rodeaba en Bahnhofstrasse, sería difícil encontrarlos.
– Ben -empezó a decir Molly pero yo la miré con furia y ella se calló inmediatamente.
– Ahora no -dije entre dientes.
Cuando llegamos a Barengasse doblé a la derecha y Molly me siguió. Las vidrieras plateadas de los negocios nos daban una buena superficie donde vernos a nosotros y también a quienes nos estuvieran siguiendo pero nadie era demasiado obvio al respecto. Eran profesionales. Seguramente desde que lo había visto esa mañana, el rubio había decidido no participar. Otros lo reemplazaban.
Tendría que descubrirlos.
Molly dejó escapar un suspiro largo, tembloroso.
– Esto es una locura, Ben, es demasiado peligroso…
– La voz era suave. -Mira, me pareció horrendo verte poner el arma en la cabeza de ese tipo. Me pareció horrendo lo que le hiciste. Esas cosas son viles.
Caminamos por Barengasse. Yo estaba alerta a los peatones a ambos lados, pero no había podido separar a ninguno de la multitud habitual.
– ¿Armas? -dije-. Me salvaron la vida más de una vez.
Ella suspiró de nuevo.
– Papá siempre decía eso, sí. Me enseñó a dispararlas.
– ¿Un rifle o qué?
– No, armas de puño. Una.38, una.45. Y era buena tiradora, creo. Un as. Una vez le di en el ojo a una de esas siluetas de policías a unos treinta metros. Entonces bajé el arma que me había dado papá y nunca volví a levantarlo. Y le dije que no tuviera uno en mi casa, nunca.
– Pero si alguna vez tienes que usar uno para protegerme a mí o a ti misma…
– Claro que lo haría. Pero no me obligues.
– No, te lo prometo.
– Gracias. ¿Y eso fue necesario, lo de Eisler?
– Sí, lo lamento pero sí. Tengo un nombre ahora. Un nombre y una cuenta que nos dirán adonde desapareció el resto del dinero.
– ¿Y el Banque de Raspail en París?
Meneé la cabeza.
– No entiendo esa nota. Y no sé para quién era.
– ¿Pero por qué la habrá dejado ahí mi padre?
– No lo sé.
– Pero si hay una caja de seguridad, tiene que haber una llave, ¿sí?
– Generalmente, sí.
– ¿Y dónde está?
Meneé la cabeza de nuevo.
– No la tenemos. Pero tiene que haber una forma de llegar a la caja. Primero, Munich. Si hay alguna forma de interceptar a Truslow antes de que le pase algo, yo la voy a encontrar.
¿Habríamos eludido a quien quiera que fuese?
Dudoso.
– ¿Y Toby? -preguntó Molly-. ¿No tendrías que notificarle?
– No puedo arriesgarme a hacer contacto con él. Ni con nadie de la CIA…
– Pero nos vendría bien un poco de ayuda.
– No confío en su ayuda.
– ¿Y buscar a Truslow?
– Sí -dije-. Seguramente va para Alemania. Pero si puedo detenerlo…
– ¿Qué?
En la mitad de la frase giré en redondo hacia un teléfono público en la calle. Era muy pero muy arriesgado hacerle un llamado a Truslow a la oficina de la CIA, claro está. Pero había otras formas, sí. Incluso improvisando, con rapidez. Había formas.
De pie en una calle lateral, con Molly a mi lado, miré a mi alrededor. Nadie… todavía.
Con la ayuda de un operador internacional, llamé a un centro de comunicaciones privado en Bruselas, cuyo número recité con toda facilidad, por supuesto. Cuando me conectaron, disqué una secuencia de números que cambiaron la llamada a un sistema bastante complicado de retorno, una especie de lazo. Cuando volviera a llamar, si alguien rastreaba el llamado, parecería una llamada originada en Bruselas.
La secretaria privada de Truslow recibió la llamada. Le di un nombre que Truslow reconocería inmediatamente como mío y le pedí que me pasara con el director.
– Lo lamento, señor -dijo la secretaria-. En este momento, el director está en un avión militar rumbo a Europa.
– Pero se lo puede alcanzar por conexión de satélite -insistí.
– Señor, no se me permite…
– ¡Esto es una emergencia! -le grité. Truslow tenía que hablar conmigo, yo tenía que advertirle que no entrara en Alemania.
– Lo lamento, señor… -contestó ella.
Y yo colgué: era demasiado tarde.
Y después oí mi nombre.
Me volví y miré a Molly pero ella no había dicho nada.
Por lo menos, creí haber oído mi nombre.
Una sensación extraña. Sí, era mi nombre, sí. Miré a mi alrededor en la calle.
Ahí estaba, otra vez, pensamiento, no palabras.
Pero no había ningún hombre cerca que pudiera…
Sí. No era un hombre: era una mujer. Mis perseguidores creían en la igualdad de oportunidades. Correcto, políticamente hablando.
Era la mujer sola, de pie en un quiosco de diarios, a unos metros, mirando absorta una copia de Le Canard Enchainé, un diario satírico francés.
Parecía de unos treinta, treinta y cinco años, con el cabello rojo y corto, y un traje color oliva que la hacía seria y directa. Poderosa, por lo que yo veía. Sin duda era buena en lo suyo que, según creía yo, no se limitaba a rastrear a una persona.
Pero si estaba siguiéndome, eso era todo lo que yo lograba deducir. ¿Una mujer siguiéndome, empleada de quién? ¿De los que Truslow me había mencionado, de los Sabios? ¿O de gente asociada con Vladimir Orlov, que conocía la existencia del oro y sabía que yo estaba buscándolo?
Ellos, los que la habían empleado para el trabajo, sabían que yo había entrado en el Banco de Zúrich. Sabían que había salido sin nada en las manos…
Sin nada en las manos pero con más información. El nombre de un alemán en Munich que había recibido unos cinco mil millones de dólares.
Ahora era mi turno.
– Mol -dije lo más bajo que pude-. Tienes que salir de aquí.
– ¿Qué…?
– En voz más baja. Haz como si no pasara nada…
– Sonreí como si me hiciera gracia algo. -Tenemos compañía. Quiero que te vayas.
– ¿Pero dónde? -preguntó ella, asustada.
– Ve y busca las valijas del depósito cerca de la estación de trenes -susurré y pensé por un segundo-. Después ve al Baur-au-Lac, en Talstrasse. Todos los changadores de Zúrich lo conocen. Hay un restaurante ahí, se llama Grillroom. Ahí te veo. -Le di el maletín de cuero. -Llévate esto.
– Pero, ¿y si…?
– ¡Fuera!
Frenética, me contestó, en voz baja:
– No estás en condiciones de manejar nada peligroso, Ben. Tus manos… los reflejos…
– ¡Vete!
Ella me miró, furiosa, después, sin decir nada, se volvió y se alejó por la calle a zancadas. Era una buena actuación. Cualquier observador hubiera dicho que acabábamos de pelearnos, por lo natural que había sido la reacción de Molly.
La pelirroja levantó la cabeza del diario, y sus ojos siguieron a Molly, luego se volvieron hacia mí y luego otra vez al diario. Claramente había decidido quedarse conmigo, su primera obligación.
Bien.
De pronto, giré en redondo y me lancé por la calle. Por el rabillo del ojo, vi que la mujer había dejado el diario y sin fingir ya, sin cobertura, corría tras de mí.
Justo adelante, había una calle que parecía un pasaje de servicio, y yo giré hacia allí. Desde Barengasse, oí gritos y los pasos de la mujer. Me aplasté contra una pared de ladrillos, vi a la pelirroja del traje color oliva hundirse en el pasaje, la vi sacar una pistola y solté el seguro de mi Glock y le disparé varios tiros.
Hubo un gruñido, una exhalación. La mujer hizo una mueca, giró hacia adelante, luego volvió a recuperar el equilibrio. Le había disparado en algún lugar del muslo, arriba, y ahora, me incliné hacia adelante. Volví a dispararle, no, en realidad no directamente a ella, sino a su alrededor, sobre la cabeza y los hombros y momentáneamente perdió el equilibrio, se contorsionó, retorciéndose a derecha e izquierda. Luego, recuperando el centro de gravedad, me apuntó con el arma, pero tardó un segundo de más…
…y la mano se le abrió cuando una bala se le hundió en la muñeca y el arma cayó al suelo y entonces, le caí encima, la golpeé contra la calle, le metí el codo en la garganta, la aplasté con mi mano izquierda.
Durante un momento, se quedó quieta.
Estaba herida en la muñeca y el muslo, y la sangre manchaba el traje color oliva en varios lados.
Pero ella era muy fuerte y robusta, y se levantó con una onda súbita de fuerza y casi me sacó de mi sitio hasta que volví a ponerle el codo derecho contra el cartílago de la garganta.
Era más joven de lo que yo había creído, tal vez veinte, veinticinco años, y era una mujer de fuerza extraordinaria.
Con un movimiento fuerte, seguro, le arranqué la pistola -una Walther muy chica- y me la metí en el traje.
Desarmada, y obviamente muy dolorida, la asesina gimió, un sonido animal, gutural, y yo volví la pistola hacia ella, apuntándole entre los ojos.
– Esta pistola tiene dieciséis balas -dije con voz tranquila-. Disparé cinco. Eso significa que me quedan once.
Se le abrieron los ojos pero no por miedo. Era una mirada desafiante.
– No voy a pensarlo mucho antes de matarte -le dije-. Y supongo que me crees, pero por si acaso, te diré que no me importa demasiado que lo creas o no. Te mataré porque es necesario para protegerme a mí mismo y a otros. Por el momento, sin embargo, preferiría no hacerlo.
Los ojos se entrecerraron, como aceptando.
Ahora oía sirenas, cada vez más cercanas, casi encima. ¿Creía ella que la llegada de la policía suiza le daría la oportunidad de escapar?Pero yo no la solté, sabiendo que esa mujer era una profesional y que seguramente tenía un coraje homicida por el cual, por otra parte, le pagaban bien.
Haría casi cualquier cosa, yo estaba seguro, pero de hecho preferiría no morir si no era necesario. Eso es instintivo en los seres humanos, y hasta esa asesina tenía instintos humanos.
La arrastré lo más a un costado que pude para que no nos vieran.
– Ahora -dije-. Quiero que te levantes. Despacio. Y quiero que te des vuelta y camines. Yo te diré adonde ir. Si tratas de hacerme algo, si cometes cualquier error o te desvías de mis instrucciones, no voy a dudar ni un segundo.
Me levanté, le saqué el codo de la garganta medio amoratada, y con la Glock apuntada al centro de su cabeza, miré cómo se levantaba, muy dolorida.
Entonces, habló por primera vez.
– No -dijo con un acento de origen europeo.
– Date vuelta -contesté.
Ella lo hizo, despacio, y yo la revisé con la mano libre. No encontré otro revólver, nada, ni un cuchillo.
– Ahora, adelante -dije, metiéndole la pistola en la nuca y empujándola.
Cuando llegamos a una entrada solitaria y negra al final del pasaje, la empujé adentro, con la Glock en la misma posición, y le dije:
– Ahora, mírame.
Ella lo hizo. Despacio. La cara estaba tensa en un empecinamiento lleno de dolor. De cerca, era una cara cuadrada, casi masculina, pero no fea. Era evidente que se preocupaba por su apariencia, ya fuera por vanidad o por la cobertura. Se había pintado con una sombra de ojos de color azul oscuro y luego celeste, mezclada con un brillito apenas detectable. Los labios redondos, abiertos, estaban pintados de rojo.
– ¿Quién eres? -le pregunté.
Ella no dijo nada. Tenía un tic debajo de su ojo izquierdo, pero aparte de eso, la cara estaba congelada, inmóvil.
– No puedes resistirte. No te conviene -le dije.
La mejilla le temblaba, pero los ojos me miraban con aburrimiento.
– ¿Quién te paga? -le pregunté.
Nada.
– Ah, una profesional -me burlé-. Son tan escasas en estos días. Deben de haberte pagado muy bien…
Ella tembló otra vez. Silencio.
– ¿Quién es el rubio? -insistí-. El pálido.
Más silencio.Ella me miró, como a punto de hablar, y luego volvió a mirar a lo lejos. Era buena para esconder el miedo.
Durante un momento, pensé en insistir con las amenazas, pero después me acordé de que tenía otras formas de averiguar lo que quería. Otros talentos y recursos. Me había olvidado de lo que me había llevado allí.
Con la pistola metida entre sus ojos, me le acerqué.
Enseguida recibí ese flujo de sonido indistinto que había empezado a reconocer, esa mezcla de sílabas y ruidos, pero yo sabía que eran los pensamientos "audibles" de alguien que no tenía miedo. Y en un lenguaje que yo no conocía.
La mejilla derecha de la mujer empezó a retorcerse de tensión, pero no de miedo, emoción que cada uno experimenta a su modo. Esa mujer acababa de sufrir un ataque con una pistola y la habían empujado a un zaguán oscuro con el arma en el cuello y, sin embargo, no tenía miedo.
Hay varias drogas que administran los clandestinos a los agentes para que estén tranquilos, lógicos, una farmacopea de betabloqueantes y ansiolíticos y demás que convierten a los agentes de campo en seres humanos tranquilos que no por eso pierden sus reflejos. Tal vez esa mujer estaba bajo la influencia de algo así. Y tal vez, era naturalmente tranquila, uno de esos especímenes humanos, sociópatas o como quiera que se los llame, que no experimentan el miedo de la forma en que lo hace el resto de nosotros, y que por lo tanto, son especialmente buenos para esa extraña línea de trabajo. Ella había capitulado pero no por miedo, sino por cálculo racional, por lógica. Planeaba sorprenderme apenas yo bajara las defensas.
Pero nadie deja de tener algo de miedo.
Sin miedo, no somos humanos. Todos experimentamos algún grado de miedo. El miedo nos mantiene vivos.
– El nombre del albino -susurré.
Retorcí el dedo sobre el gatillo, despacio, y me dije que si hacía falta, tendría que matar a esa mujer.
Max.
Lo oí, claramente, en ese timbre cristalino, una sílaba muy clara. Max. Un nombre que se entendía en cualquier idioma.
– Max -dije en voz alta-. ¿Max qué?
Sus ojos buscaron los míos, indiferentes, sin miedo ni sorpresa.
– Me dijeron que usted podía hacer esto -dijo ella, hablando por fin. Tenía un acento europeo. No francés… tal vez escandinavo, finlandés… o noruego… Se encogió de hombros. -Sé muy poco. Por eso me dieron este trabajo.
De pronto reconocí el acento: holandés o flamenco.
– Sabes muy poco -dije-. Pero no es posible que no sepas nada. O no servirías. Tienen que haberte dado instrucciones, códigos, y todo lo demás. ¿Cuál es el apellido de Max?
Oí otra vez, Max.
– Trate de descubrirlo -dijo ella, un poco impertinente.
– ¿Cuál es el apellido?
Ella contestó, los labios apenas entreabiertos:
– No lo sé. Y seguramente Max no es su nombre verdadero.
Asentí.
– Seguramente. ¿Pero con quién está?
Otro gesto de indiferencia.
– ¿Quién te paga?
– ¿Me está preguntando el nombre de la compañía que aparece en el cheque a fin de mes? -preguntó, burlándose ahora.
Me incliné más hacia ella y sentí el aliento caliente en la cara, mientras seguía apuntándole con la Glock, la mano derecha apoyada en su pecho para que no se separara de la pared.
– ¿Cómo te llamas? -pregunté-. Supongo que sabes eso.
La expresión de la cara de ella no había cambiado.
Zanna Huygens, pensó.
– ¿De dónde eres, Zanna?
Fuera, hijo de puta, oí. En inglés.
Fuera.
Hablaba inglés, alemán, flamenco. Probablemente una de las asesinas flamencas que les gusta buscar a las agencias de espionaje mundiales, como talentos independientes. La CIA usaba a los flamencos y a los holandeses, no porque fueran, buenos, sino porque tenían facilidad natural para hablar en varios idiomas, lo cual les permitía pasar inadvertidos en cualquier parte, sumergir en la nada su verdadera identidad.
Había algo que no entendía. Una frase flotante, repetida, varias veces: el nombre el nombre el nombre el nombre
el nombre hijo de puta dame el nombre
el nombre dame el nombre
– No sé nada -espetó y la saliva me salpicó la cara.
– Te dijeron que me sacaras un nombre, ¿verdad?
Un movimiento en la mejilla izquierda, apenas algo leve en los labios carmín. Después de pensarlo un momento, habló.
– Sé que usted es algo así como un fenómeno. -De pronto, las palabras empezaron a salir con fuerza, en un acento cantarín, flamenco. -Sé que lo entrenaron en la CIA. Y sé que tiene… que puede oír voces dentro de las cabezas de otros, dentro de las mentes de los que tienen miedo, no sé cómo ni por qué, ni de dónde salió eso, ni si nació usted con…
Estaba hablando de más, inundándose de palabras, y de pronto, entendí la maniobra.Llenaba el centro del habla de la mente con palabras y más palabras probablemente ensayadas porque si uno habla, el cerebro está demasiado ocupado produciendo eso como para pensar otra cosa que pueda leerse.
– …ni por qué está aquí -siguió diciendo-, pero sé que se supone que es usted sanguinario, rudo y sé que no va a volver a los Estados Unidos vivo. Seguramente yo puedo ayudarlo pero por favor, por favor, no me mate, por favor, no me mate. Yo estoy haciendo mi trabajo y no le disparé de frente ni para matarlo, como habrá notado, yo no…
¿Estaba rogando realmente? Me lo pregunté por un momento. ¿Era miedo lo que había en sus ojos? ¿Se le había terminado el efecto del ansiolítico, o era que el terror y el estrés habían terminado por dominarla? Mientras yo pensaba en cómo responder, me metió las manos en la cara, las uñas me buscaron los ojos y gritó con fuerza, un chillido impresionante, ensordecedor, me golpeó con la rodilla hacia la entrepierna y todo eso sucedió en un solo instante terrible, sorpresivo. Reaccioné, un poco tarde, pero no del todo, poniendo la pistola a nivel, con el dedo vendado en el gatillo. La asesina trató de torcerme la mano y de quitarme la pistola pero no pudo, y en lugar de eso me dobló el dedo sobre el gatillo. La cabeza de la mujer explotó y un sonido líquido de aire le salió de los pulmones, y ella se dejó caer al suelo.
Tranquilo, me agaché, la revisé pero no encontré documentación, nada de papeles ni monederos, excepto una pequeña billetera que contenía una pequeña cantidad de dinero suizo, probablemente sólo lo que necesitaba para esa mañana. Después, salí corriendo.
Durante un rato largo, un momento terrible, lleno de ansiedad, busqué a Molly en el Grillroom de Baur-au-Lac. Sabía que estaba muerta. Sabía que la habían atrapado. Eso ya me había pasado antes: yo sobrevivía a los intentos de muerte pero mi esposa no.
El Grillroom es un.lugar cómodo, casi un club con un bar estilo estadounidense, una gran chimenea y hombres de negocios sentados a las mesas, comiendo émincé de turbot. Yo estaba decididamente fuera de lugar allí, salpicado de sangre y todo desprolijo y rotoso, y recogí una serie de miradas de desaprobación hostiles.
Cuando me volvía para alejarme, una joven en uniforme de camarera se me acercó corriendo y me preguntó:
– ¿Usted es el señor Osborne?
Me llevó un momento recordarlo.-¿Por qué me pregunta?
Ella asintió, con timidez, y me dio una nota plegada.
– De la señora Osborne, señor -dijo y se quedó ahí, esperando mientras yo abría el papel. Le di un billete de diez francos y ella se alejó.
El Ford Granada azul enfrente, decía la nota, en la letra de Molly.
Munich estaba oscura cuando llegamos, una noche clara y fría, temblorosa de luces de ciudad. Habíamos buscado nuestro equipaje en el depósito de Hauptbahnhof en Zúrich y tomado el tren de las 15:39, que llegaba a Munich a las 20:09. Hubo un susto momentáneo a bordo cuando cruzamos la frontera alemana y yo me preparé para el control de pasaportes. Había habido mucho tiempo para que alguien pasara el fax de nuestros pasaportes falsos a las autoridades alemanas, sobre todo si la CIA lo ponía entre sus prioridades, que era lo que yo suponía que harían.
Pero los tiempos han cambiado. Antes, uno se despertaba de noche, asustado, se abrían bruscamente las puertas del compartimiento, y una voz alemana ladraba: "Deutsche Passkontrolle!"… Esos días son historia antigua. Europa está unificándose. Los controles fueron muy escasos.
Exhaustos pero tensos, ansiosos, tratamos de dormir en el tren. Yo no pude.
Cambiamos algo de dinero en la oficina del Deutsche Verkehrs Bank de la estación de trenes y yo reservé una habitación para esa noche. El Metropol, con la ventaja única de su ubicación, justo frente a la Hauptbahnhof, estaba lleno hasta el tope. Pero conseguí una habitación en el Bayerischer Hof und Palais Montgelas, en Promenadeplatz, en el centro de la ciudad… muy cara, sí, pero cualquier puerto sirve en una tormenta.
Busqué un teléfono público y llamé a Kent Atkins, jefe de estación de la CIA en Munich. Atkins, un viejo amigo de los días de París (hubo tiempos en que bebíamos juntos), era también amigo de Edmund Moore, y sobre todo, era el que le había dado a Ed los documentos que hablaban de algo "amenazador" dentro de la organización.
Eran las nueve y media cuando lo llamé a su casa. Contestó a la primera llamada.
– ¿Sí?
– ¿Kent?
– ¿Sí? -La voz aguda, alerta. Y sin embargo, sonaba comohubiera estado durmiendo antes de atender. Una de las habilidades vitales que se adquieren en este negocio es la capacidad para despertarse instantáneamente, estar totalmente en onda en menos de una centésima de segundo.
– Ey, ya estás dormido… Apenas son las nueve de la noche.
– ¿Quién es?
– El padre John.
– ¿Quién?
– Pére Jean. -Una broma nuestra, antigua. Una referencia ae yo esperaba que él recordase.
Un largo silencio.
– ¿Quién di…? Ah, sí, ¿dónde estás?
– ¿Podemos vernos para tomar algo?
– ¿No puede esperar?
– No. ¿Hofbraühaus en media hora?
Atkins contestó con rapidez y sarcasmo.
– ¿Por qué no la Embajada de los Estados Unidos?
Lo entendí y sonreí. Molly me miraba, preocupada. Le hice in gesto para tranquilizarla.
– En Leopold -dijo y colgó. Sonaba perturbado.
Leopold, yo lo sabía -y él sabía que yo lo sabía-, significaba Leopoldstrasse, en Schwabing, una región al norte de la ciudad. Eso significaba el Englischer Garten, un lugar lógico para encontrarse, y específicamente, el Monopteros, un templo clásico, construido a principios del siglo XIX sobre una colina del parque. Un buen lugar para una "cita ciega", como la llamamos nosotros los espías.
En lugar de tomar el subte directamente desde la estación de trenes, cosa que me parecía riesgosa, salimos de la estación y caminamos sin rumbo, en círculos, hacia Marienplatz, la plaza central. Siempre llena de gente y presidida por la monstruosidad gótica de la nueva Municipalidad, la fachada gris como de pan de jengibre, iluminada de noche a toda luz, una visión espantosa. Al sudoeste, una tienda de aspecto bárbaro y moderno que destruía completamente la unidad arquitectónica de la plaza, que a pesar de lo fea que siempre había sido, al menos era gótica.
En algunas cosas, Alemania no había cambiado desde mi última visita. La multitud que esperaba como ganado frente a un semáforo en rojo sobre Maxburgstrasse, a pesar de que no se veía ni un sólo automóvil y todos podrían haber cruzado sin problemas, me hacía sentir seguro. La leyes eran leyes allí. Un joven levantó un pie, desesperado de impaciencia, como un caballo que descansa un casco en el aire, pero ni siquiera con su desesperación iba a violar la etiqueta social.
Por otra parte, en muchas cosas, Alemania había cambiado,y drásticamente. Las multitudes de Marienplatz eran más ruidosas y más amenazadoras que los amables y educados clientes de siempre. Pelados neonazis acechaban en pequeños grupos despectivos, lanzando epítetos raciales a los que pasaban. Los graffiti cubrían parte de los edificios góticos, que siempre habían estado tan limpios. Ausländer raus! y Kanacken raus!, "Fuera los extranjeros" con insultos de distinta intensidad; Tod alien Juden und dem Ausländerpack!, "Muerte a los judíos y las hordas extranjeras"; Deutschland ist stärker ohne Europa, "Alemania es más fuerte sin Europa". Había ataques contra los ex alemanes del Este: Ossis Parasiten. En un color fluorescente que brillaba como el día, sobre un restaurante elegante, una evocación de viejos tiempos: Deutschland für Deutsche, "Alemania para los alemanes". Y un grito de dolor y esperanza: Für mehr Menschlichkeit, gegen Gewalt!, es decir, "Más humanidad, menos violencia".
Docenas de personas sin hogar dormían sobre cartones en los bancos. Muchos negocios estaban tapiados con madera, había vidrieras rotas sin arreglar y locales abandonados. Wegen Geschaftsaufgabe alie Waren 30% billiger!, decía un cartel: Cerramos, liquidación 30% de descuento.
Munich parecía una ciudad fuera de control. Me pregunté si el país entero, en la crisis económica más profunda desde los días anteriores a la llegada de Hitler al poder, no estaría exactamente igual.
Molly y yo tomamos el subte desde Marienplatz hasta Münchner Freiheit y nos abrimos paso a través de los caminos asfaltados del Englischer Garten, junto al lago artificial, cerca de la Torre China. Pronto localizamos el Monopteros, todo columnas y capiteles labrados. Lo rodeamos en silencio. En los sesenta, el Monopteros había sido un lugar preferido por los manifestantes y la gente de la calle. Ahora parecía el punto de reunión de adolescentes, vestidos con camperas de cuero y tachas o con uniformes de secundaria como los estadounidenses.
– ¿Por qué crees que el dinero está en Munich? -me preguntó Molly-. La capital financiera de Alemania, ¿no es Frankfurt?
– Sí. Pero Munich es el centro manufacturero. La capital industrial y también la capital de Bavaria. La verdadera ciudad del dinero. A veces, se la llama la capital secreta de Alemania.
Era temprano, o mejor dicho, Atkins llegó tarde, en su Ford Fiesta viejo, apenas unas planchas de metal sostenidas por cinta aisladora. Tenía la radio a todo volumen o tal vez era una cinta. Donna Summer con el viejo clásico: Ella tiene que trabajar muy duro por dinero. En París, recordaba yo, Kent había demostrado un gusto vergonzoso por las discotecas. La música desapareció sólo cuando él detuvo el auto por completo. La máquina tembló una vez antes de parar a unos ciento cincuenta metros.
– Lindo auto -le grité cuando lo vi acercarse-. Muy gemütlich.
– Muy cagado -me devolvió él, sin sonreír. Tenía una gran tensión en la cara, la misma que había habido en la voz un rato antes. Atkins tenía unos cuarenta y cinco años, un hombre flexible con una cabellera prematuramente blanca que contrastaba con las cejas oscuras y espesas. Tenía una cara larga, delgada y casi nada de labios, pero de todos modos era muy buen mozo. También era homosexual, lo cual hizo difícil su carrera durante mucho tiempo (los grandes de Langley se han liberado de muchos prejuicios sólo hace muy pero muy poco, por cierto).
Había envejecido desde los tiempos de París. Tenía ojeras grandes, oscuras, que hablaban de noches de insomnio. No había sido de los que se preocupan, pero algo lo obsesionaba ahora, y yo sabía de qué se trataba.
Empecé por presentárselo a Molly pero él no quería saber nada con contactos sociales. Sacó una mano y me apretó el hombro.
– Ben -dijo, con los ojos llenos de alarma-, mira Ben, sal de aquí enseguida. Sal de Alemania, corriendo. No puedo dejar que me vean contigo. ¿Dónde estás parando?
– En Vier Jahreszeiten -mentí.
– Demasiado público, demasiado vulnerable. Yo no me quedaría en esta ciudad si fuera tú.
– ¿Por qué?
– Eres un PNG. -Persona no grata.
– ¿Aquí?
– En todas partes.
– ¿Y?
– Estás en la lista. Hay que buscarte.
– ¿Es decir?
Atkins dudó, miró a Molly, después a mí, como si nos pidiera permiso para contestar. Yo asentí.
– Cauterización.
– ¿Qué? -En la jerga de la Agencia, un agente comprometido o identificado debe "cauterizarse", es decir, se lo saca a los empellones de una situación de peligro por su propia protección. Pero muchas veces, cada vez más en realidad, el término se usa con ironía, y entonces significa que los empleadores de un agente van a arrestarlo porque lo consideran peligroso para la organización.Atkins me estaba diciendo que había órdenes que exigían que cualquier funcionario de la Agencia que me viera en el mundo me redujera y me llevara a los cuarteles generales.
– Es una D-Sin. -Eso significaba una DDCín, una directiva del director de la Central de Inteligencia.
– Ordenes de algún desgraciado que se llama Rossi, en la Agencia. ¿Qué estás haciendo aquí? -Ahora, había empezado a moverse con rapidez, seguramente un reflejo inconsciente, por el miedo. Lo seguimos, Molly en una especie de media carrera. Ella escuchaba y me dejaba a mí las palabras y las preguntas.
– Necesito ayuda, Kent.
– Dije que qué estás haciendo aquí. ¿Estás loco?
– ¿Cuánto sabes de esto?
– Me dijeron que tal vez te me acercaras. ¿Estás solo en esto o que?
– Estoy solo desde que me fui a la universidad a aprender leyes. No es nuevo que no pertenezco a la Agencia.
– Pero ahora estás en el juego otra vez -insistió él-. ¿Por qué?
– Me obligaron.
– Eso dicen todos. No se puede abandonar esto.
– A la mierda con eso. Yo lo abandoné. Un tiempo.
– Dicen que te pusieron en un programa experimental súper confidencial. Una investigación o algo así, algo que aumentaba la utilidad que puedes prestarles. No sé lo que significa. Los rumores son varios.
– Los rumores son bario -dije. Entendió enseguida: "bario" es un término inspirado en la kgb que indica información falsa que se da a gente de la que se sospecha, para detectar a los dobles agentes, exactamente lo que se hace con el bario en la gastroenterología.
– Tal vez -dijo él-. Pero tienes que esconderte, Ben. Ella también. Los dos. Desaparecer. Sus vidas están en peligro.
Cuando llegamos a un lugar desierto, un grupo de árboles junto a un camino polvoriento, me detuve.
– Ya sabes lo de muerte de Ed Moore…
El parpadeó.
– Sí. Le hablé la noche anterior.
– Me dijo que estabas asustadísimo.
– Exageró.
– Pero sí estás asustado, Kent. Tienes que decirme lo que sabes. Le diste documentos a Moore…
– ¿De qué estás hablando?
Molly, que se daba cuenta de la reticencia de mi amigo, anunció de pronto:-Voy a dar un paseo. Necesito aire fresco. -Me tocó la nuca con el dorso de la mano antes de partir.
– Él mismo me lo contó, Kent -seguí diciendo-. Nunca salió de mí, eso puedes creerlo. No tenemos tiempo. ¿Qué sabes? ¿Qué sabes de todo esto?
Él se mordió el labio. Frunció el ceño. Tenía la boca convertida en una línea recta, un arco apenas inclinado hacia abajo en los bordes. Consultó el reloj, un falso Rolex.
– Los documentos que le di a Ed no son prueba suficiente -dijo Kent.
– Pero tú sabes más, ¿verdad?
– No tengo nada escrito. Ningún documento. Todo lo que sé es de oído.
– A veces ésa es la información más valiosa, Kent. A Ed Moore lo mataron por esto. Tengo algo de información que puede serte útil…
– Es que no quiero tu información, carajo…
– ¡Escúchame!
– No -dijo él-. Tú escúchame a mí. Hablé con Ed unas horas antes de que esos hijos de puta lo obligaran a suicidarse. Me previno sobre una conspiración de asesinatos.
– Sí -dije, con el estómago tenso-. ¿Contra quién?
– Ed sólo sabía partes, algo. Especulación.
– ¿Quién?
– Contra el único que puede limpiar la Agencia.
– Alex Truslow.
– Eso es.
– Yo estoy trabajando para él.
– Me alegro. Por él y por la Agencia.
– Gracias. Ahora, necesito algo de información. Hace poco se giró mucho dinero a una cuenta corporativa en Munich. El Commmerzbank.
– ¿De quién es la cuenta?
¿Podía confiar en él o no? Tenía que confiar en las personas en quienes había confiado Ed Moore. Me lancé hacia adelante.
– ¿Estás conmigo o no?
Atkins respiró hondo.
– Sí. Estoy contigo.
– El nombre del que lo recibió era Gerhard Stoessel. La cuenta pertenece a Krafft A.G… Cuéntame lo que sepas. Todo.
Él meneó la cabeza.
– Hay algo que no está bien en lo que dices, Ben. Estás totalmente equivocado.
– ¿Por qué?-¿Sabes quién es Stoessel realmente?
– No -admití.
– ¡Dios! ¿Cuánto hace que no lees los diarios? Gerhard Stoessel es el presidente de Neue Welt, una gran empresa relacionada con propiedades. Se cree que tiene o controla la mayoría de las propiedades comerciales en la Alemania unificada. Y sobre todo, Stoessel es el asesor económico de Wilhelm Vogel, el canciller electo. Vogel ya lo nombró ministro de finanzas en el gobierno. Quiere que Stoessel reconstruya la economía caída de Alemania. Se lo conoce como el Svengali de Vogel, una especie de genio financiero. Pero como dije, hay algo que no encaja en lo que dices.
– ¿Qué?
– La compañía de Vogel no tiene relación alguna con Krafft A.G… ¿Qué sabes de Krafft?
– En parte, ésa es la razón por la que estoy aquí -dije-. Sé que es una gran fábrica de armas.
– Sólo la más grande de Europa. Con central en Stuttgart. Mucho más grande que otras compañías alemanas: Krupp, Dornier, Krauss-Maffei, Messerschmitt-Bölkow-Blohm, Siemens, y no nos olvidemos de Bayerische Motorenwerke. Más grande que Ingenieurkontor Lübeck, los fabricantes de submarinos; o Maschinenfabrik Augsburg-Nürnberg, aeg, mtu, Messerschmitt, Daimler-Benz, Rheinmetall…
– ¿Cómo sabes que Stoessel no tiene relación con Krafft?
– Es la ley. Hace años había una regla de la Oficina Federal de Cartel. La dictaron cuando Neue Welt trató de adquirir Krafft. La oficina decidió que ninguna de las dos podía tener nada que ver con la otra porque eso crearía un gigante incontrolable. ¿Sabes que la palabra "cartel" viene del alemán Kartell? Es un concepto alemán.
– Mi información es correcta, te lo aseguro -dije.
Había estado tratando de recibir los pensamientos de Kent todo el tiempo, en medio de la información. A veces, me llegaba algo. Cada vez que llegaba, me confirmaba lo que yo ya sabía: que me estaba diciendo la verdad, por lo menos la verdad tal como él la conocía.
– Si, y digo si, la información es correcta, y no pienso preguntarte de dónde la sacaste, no quiero saberlo, eso es prueba convincente de que la compañía de Stoessel adquirió Krafft, en secreto, ilegalmente…
Yo me volví para ver si Molly estaba cerca. Sí. Estaba caminando ida y vuelta por el mismo sendero.
Lo que significaba todo eso, pensé sin decirlo, era que el Banco de Zúrich había enviado millones de dólares a una corporación alemana, la firma más grandiosa de propiedades combinada con la mayor fábrica de armas del continente, las cuales estaban en estrecha relación con Wilhelm Vogel, el canciller electo de Alemania, el próximo líder de… de Europa, por lo menos funcionalmente.
Temblé. No quería ni pensar en las ramificaciones del asunto, pero no podía detenerme. Las consecuencias, lo sabía, eran peores de lo que yo mismo había sospechado.
__¿Puede haber sido un soborno? -pregunté.
– A Stoessel se lo conoce como el señor Limpieza -contestó Atkins.
– Los "señores Limpieza" son justamente los que suelen aceptar sobornos.
– De acuerdo. No digo que no aceptaría un soborno. Pero el hecho es que la financiación de la campaña se analiza profundamente en Alemania, y muy de cerca… Es para que esos gigantes no controlen la política. Hay varias formas de poner dinero secretamente, pero no hay una sola corporación que se atreva a hacerlo en estos días. La inteligencia alemana vigila de cerca. Así que si tienes pruebas, me refiero a pruebas documentales, lo que tienes es dinamita política.
¿Qué podía decir yo? No tenía documentos. Lo único que tenía eran los pensamientos de Eisler. ¿Cómo iba a contárselo a Atkins?
– Por esa misma razón -dije-, unos miles de millones de dólares o marcos alemanes metidos en el país ilegalmente tienen que ser enormemente valiosos para un candidato. Pero no lo entiendo. Pensé que Vogel era un moderado, un populista.
– Caminemos -dijo él. Yo miré a Molly por el rabillo del ojo. Empezamos a caminar. Ella nos siguió, sin acercarse. -De acuerdo. -Atkins inclinó la cabeza sin
dejar de caminar. -La economía alemana está en medio de una crisis de dimensiones desconocidas desde la década del veinte: rebelión en Hamburgo, Fránkfurt, Berlín, Bonn… todas las ciudad importantes, y muchas de las más chicas también. Los neonazis están en todas partes. Hay una ola de violencia en el país. No la pueden parar. ¿Me sigues?
– Sí.
– Así que justo en ese momento, elección. Elección importante. Y, ¿qué pasa unos días antes del día de elecciones? Caída general de la Bolsa. Una catástrofe completa. La economía alemana… bueno, lo ves a tu alrededor… leíste sobre esto en los diarios, seguramente. Todo está en ruinas. Tierra yerma. Una depresión en cierto modo peor que la Gran Depresión de los Estados Unidos en la década del treinta.
"Los alemanes se aterrorizan. Pánico. Se echa al que había antes, claro, y se elige una nueva cara. Un hombre del pueblo. Un político de honor, antes maestro de escuela, hombre de familia, que va a restaurar el orden, que va a arreglarlo todo. Salvar a Alemania. Hacerla grande otra vez.
– Sí -dije-. Así fue como llegó Hitler al poder en 1933: en medio del desastre de Weimar. ¿Estás sugiriendo que Vogel es nazi?
Por primera vez, Kent rió, más un bufido que una risa franca.
– Los nazis o, para decirlo con más exactitud, los neonazis, son asquerosos. Pero son extremistas. No representan a nada que se parezca a una mayoría en el electorado alemán. Creo que los alemanes se ríen de ellos. Sí, Hitler fue una realidad, no lo niego. Pero hace años de eso y la gente cambia. Los alemanes quieren ser grandes de nuevo. Quieren volver a su status de potencia mundial.
– ¿Y Vogel…?
– Vogel no es el que dice que es.
– ¿Qué quiere decir eso?
– Eso era lo que yo estaba tratando de sacar a la luz cuando le di esos documentos a Ed Moore. Yo sabía que él era un buen hombre, que podía confiar en él. Un hombre que estaba fuera de la Agencia. Fuera de lo que está pasando. Y especialista en política europea.
– ¿Y qué descubriste?
– Me transfirieron aquí unos meses después de la caída del Muro. Me asignaron la misión de hacer archivos sobre agentes de la kgb, Stasi, todo eso. Había rumores, sólo rumores, te advierto, que decían que Vladimir Orlov había sacado grandes sumas de dinero del país. La mayoría de los tipos de bajo nivel no sabía una mierda. Pero cuando traté de recabar información sobre Orlov, descubrí que el paradero estaba marcado como "desconocido" en todos los bancos de datos.
– Protegido por la CIA -aclaré.
– Correcto. Raro, pero cierto. Pasa. Pero después, investigué a un tipo de la kgb, un funcionario bastante alto del Directorio Principal y… creo que el tipo estaba desesperado por conseguir dinero, en serio… me dijo que había un archivo sobre corrupción en la CIA. De acuerdo, sí, sí. ¿La CIA está corrupta? ¿Sale el sol de mañana? Un grupo de funcionarios, no me acuerdo del nombre. No tiene importancia.
"Pero lo que me hizo pensar fue que me dijo que había un plan estadounidense, de la CIA, decía él, para manipular la Bolsa alemana.
Asentí y sentí que el corazón me saltaba en el pecho.
– En octubre de 1992, la Bolsa de Frankfurt aceptó crear una sola Bolsa centralizada en Alemania, la Deutsche Bórse. Dada la relación estrecha entre los países de Europa, la forma en que se relacionan ahora las monedas europeas a través del Sistema Monetario, una caída en la Deutsche Börse devastaría a toda Europa, me dice el tipo. Especialmente en estos días de programas comerciales y seguros, ahora que el comercio por computadora es frenético. No había corredores de circuito en el mercado alemán. Las computadoras están programadas para vender automáticamente, disparando ventas masivas. Y además, en aquel momento había una gran inestabilidad monetaria, desde que el Bundesbank, el Banco central alemán, se vio forzado a elevar las tasas de interés. Así que el resto de Europa caería inmediatamente. Eso lastimaría las valuaciones de las acciones. Los detalles no son tan importantes. El punto es que ese tipo de la kgb dice que hay un plan en marcha para destruir y minar toda la economía europea. El tipo era un genio de las finanzas, así que le presté atención. Dijo que los disparadores estaban listos, que lo único que haría falta era una infiltración súbita de capital y…
– ¿Dónde está el tipo, el de la kgb?
– Sarampión. -Kent sonrió con tristeza y se encogió de hombros. Es decir: una muerte preparada para que parezca natural. -Uno de los suyos, supongo.
– ¿Informaste?
– Claro que sí. Es mi trabajo, hombre. Pero me dijeron que lo dejara. Que no investigara; que era perturbador para las relaciones bilaterales entre Alemania y los Estados Unidos. No pierdas tiempo en eso, muchacho.
De pronto, noté que estábamos de pie frente al auto de Atkins, el Ford Fiesta destruido. Habíamos hecho un largo camino en círculos aunque yo me había concentrado tanto que apenas si me había dado cuenta. Molly estaba con nosotros.
– ¿Listo? -preguntó ella.
– Sí -le contesté-. Por ahora. -Luego me dirigí a Atkins: -Gracias, amigo.
– Está bien -dijo él, abriendo la puerta del auto. No lo había trabado: nadie se tomaría el trabajo de robar semejante auto por más necesitado que estuviera. -Pero sigue mi consejo, Ben. Y tú, Molly. Salgan de aquí, rápido, carajo. Si yo fuera ustedes, ni siquiera pasaría la noche aquí.
Meneé la cabeza. Le di la mano.
– ¿Nos llevas al centro, por favor?-Lo lamento -dijo él-. No. Realmente no me haría ningún bien que me vieran con ustedes. Acepté el encuentro porque somos amigos. Me ayudaste en malos tiempos. No me olvido y te lo debo. Pero toma el subte. Hazme ese favor.
Se hundió en el asiento del conductor y se puso el cinturón de seguridad.
– Buena suerte -dijo. Golpeó la puerta con fuerza para cerrarla, bajó la ventana y agregó: -Vayanse de aquí
– ¿Nos vemos de nuevo?
– No.
– ¿Por qué?
– Ni siquiera te me acerques, Ben, si no quieres matarme. -Puso la llave en el arranque, sonrió y agregó:
– Sarampión.
Tomé a Molly del brazo y caminamos por el sendero hacia Tivolistrasse. El motor de Kent no encendió las primeras dos veces pero al tercer intento, el auto gruñó y arrancó.
– Ben -dijo Molly pero algo me había llamado la atención y me volví a ver cómo retrocedía Kent.
La música. Me acordaba de la música.
Él había apagado el auto con la música encendida. Esa canción de Donna Summer. La radio, dijo. Pero ahora la radio estaba apagada.
Él no lo había hecho.
– ¡Kent! -aullé, saltando hacia el auto-. Sal. Ahora.
Él levantó la vista, sorprendido, sonrió como preguntándose si no sería una broma.
La sonrisa desapareció en medio de una luz blanca, poderosa, un ruidito vacuo, como el de un globo que hacen explotar, pero era sólo el principio, las ventanas del Ford. Luego, una explosión tremenda, como un trueno, un brillo color azufre que se puso ámbar y luego rojo sangre, lenguas de ocre e índigo, llamas furiosas y luego una columna de nubes de cenizas de la que salían pedazos del auto. Algo me golpeó la nuca: la esfera del falso Rolex.
Molly y yo nos abrazamos en el terror mudo de lo que habíamos visto y después corrimos lo más rápido que pudimos hacia la penumbra del Englische Garten.
Unos minutos después de mediodía llegamos a Baden Baden, la famosa ciudad de fuentes termales que se alza entre bosques de pinos y abedules en la Selva Negra alemana. En nuestro Mercedes 500SL alquilado, color plateado (tapizado en cuero color granate, justo el tipo de auto que elegiría un joven diplomático de la embajada del Canadá), habíamos llegado rápido. Nos había llevado cuatro horas de manejo frenético pero cuidadoso en la autopista A8 que salía hacia el oeste noroeste de Munich. Yo tenía puesto un traje conservador pero elegante que había sacado del perchero de Loden-Frey en Maffeistrasse al salir de la ciudad.
Habíamos pasado una noche de insomnio en el hotel de Promenadeplatz. La explosión en los jardines, la muerte horrenda de mi amigo; las imágenes del fuego, el terror, estaban en nuestras mentes para siempre. Nos miramos y hablamos durante horas tratando de aliviar el miedo, de encontrarle sentido a lo que había pasado.
Sabíamots que era absolutamente necesario encontrar a Gerard Stoessel, el industrial alemán y magnate inmobiliario que había recibido la transferencia de dinero desde Zúrich. El era el centro de la conspiración, eso era seguro. Tenía que acercarme a él y recibir sus pensamientos. Después buscaría a Alex Truslow, en Bonn o donde estuviese, y le advertiría del peligro. O se iba del país o tomaba medidas de seguridad.
A la mañíana siguiente, después de una noche de insomnio, llamé a la periodista financiera de Der Spiegel que había conocido en Leipzig.
– Elizabeth -le dije-. Necesito rastrear a Gerhard Stoessel.
– ¿Nada menos? Estoy segura de que está en Munich. Ahí está la base de Neue Welt.
Pero no estaba en Munich. Yo ya lo había averiguado en una llamada anterior.
– ¿Y Bonn? ¿Podría estar en Bonn? -pregunté.
– No voy a preguntarte para qué quieres a Stoessel -dijo ella, detectando la urgencia que me marcaba la voz-, pero creo que tienes que saber que no es fácil verlo. Dame tiempo.
Me volvió a llamar a los veinte minutos
– Esta en Baden Baden
– No te pido la fuente, pero supongo que es confiable.-
– Muy confiable -Y antes de que pudiera preguntarle, me dijo -Y siempre se queda en el Brenner's Park Hotel.
En el siglo XIX, Baden Baden estaba llena de nobleza europea Fue allí que, después de perderlo todo en el casino Spielbank, Dostoievski se sentó a escribir El jugador. Ahora los alemanes y otros europeos iban allí a esquiar, jugar al golf o al tenis, mirar las carreras de caballos en la pista de Iffezheim y disfrutar de los ricos baños minerales alimentados por los pozos artesianos que quedan debajo de la Montaña Florentiner.
El día empezó frío y medio nublado y para cuando llegamos al Brenner's Park Hotel, rodeado de un parque privado junto al rio Oosbach, una llovizna fría caía desde el cielo Baden Baden parecía una ciudad acostumbrada a la grandeza y las fiestas. La arbolada Lichtentaler Allee, con sus vibrantes rododendros, azaleas y rosas, es el centro, el gran paseo. Pero parecía desierta y abandonada, resentida y furtiva, con ese clima.
Molly se quedo en el Mercedes mientras yo entraba en el vestíbulo espacioso y callado del hotel Había viajado tanto en los últimos meses, me habían pasado tantas cosas, nos habían pasado tantas cosas a los dos desde aquel día lluvioso de marzo en el estado de Nueva York cuando bajamos el ataúd de Harrison Sinclair a tierra y ahora estábamos allí, en una ciudad de baños termales medio desierta, en Schwarzwald, y llovía de nuevo
El empleado uniformado que parecía a cargo del registro era un joven alto de unos veinticinco años, eficiente y pensativo.
– ¿Le puedo ayudar en algo, señor?
– Ich habe eine dringende Nachricht für Herrn Stoessel -dije con el tono más severo e importante que pude fingir, mientras levantaba la mano con un sobre grande Tengo un mensaje urgente para el señor Stoessel
Me presenté como Chnstian Bartlett, segundo agregado del consulado canadiense en Tal Strasse en Múnich
– ¿Le puede dar este sobre, por favor? -dije en mi alemán, claro pero con mucho acento.
– Si, por supuesto, señor -dijo el empleado, estirando la mano- Pero no está aquí Se fue hasta la noche-¿Dónde está? -dije y volví a ponerme el sobre en el bolsillo.
– En los baños, creo yo -, Cuáles?
– No lo sé -dijo y se encogió de hombros- Lo lamento
Sólo hay dos baños importantes en Baden Baden, los dos sobre Romerplatz: los Viejos Baños, que también se llaman Friedrichsbad, y las Termas de Caracalla En el primero que entré, el de Caracalla, repetí mi rutina y me miraron como si les hubiera hablado en chino No había ningún Herr Stoessel allí, me dijeron Uno de los empleados más viejos me había oído y dijo
– El señor Stoessel no viene aquí. Pruebe en el Friedrichsbad.
En el Friedrichsbad, el empleado, grandote, seco, y maduro, asintió Sí, dijo, el señor Stoessel estaba allí.
– Ich bin Christian Bartlett -le dije-, von der Kanadischen Botschaft. Es ist äusserst wichtig und dringend, dass ich Herrn Stoessel erreiche -Es urgente que yo vea al señor Stoessel.
El empleado meneó la cabeza, despacio, como una mula
– Er nimmt gerade ein Dampfbad -Está en los baños de vapor -Man darf ihn auf gar keinen Fall stören -Me dijo que no lo molestara.
Pero estaba asustado e impresionado por mi seguridad y tal vez por el hecho de que era extranjero y aceptó escoltarme hasta el baño termal privado donde estaba el gran Herr Stoessel. Si realmente era cuestión de urgencia, él vería lo que podía hacer Pasamos algunas empleadas vestidas de blanco que llevaban bandejas de plata con agua mineral y otras bebidas frías, y algunas con toallas de algodón blanco, impecables y gruesas, y finalmente llegamos a un corredor que parecía ser el límite de los empleados.
Fuera de la habitación, había un hombre ancho, con cara de nada en un uniforme gris de seguridad Estaba traspirando mucho y era evidente que estaba incomodo Un guardaespaldas.
Levantó la vista cuando nos acercamos y dijo como ladrando
– Sie dürfen nicht dort hineingehen -¡No pueden entrar aquí!
Yo lo miré, sorprendido, y sonreí. En un solo movimiento rápido, saqué la pistola y lo golpeé en la cabeza El gruñó y se dejó deslizar al suelo Luego di la vuelta y tomé al empleado,de la misma forma. El resultado fue el mismo.
Me apresuré a arrastrar los cuerpos hasta la alcoba de servicio cercana para que nadie los viera, luego cerré la puerta para que se viera que el área estaba cerrada. El uniforme blanco del empleado me venía bien. Tal vez me quedara un poco grande pero tendría que arreglármelas.
Tomé una bandeja vacía de la mesada de acero y varias botellas de agua mineral de la heladerita y caminé como casualmente hacia la habitación. Empujé la puerta y se abrió con un silbido.
El vapor me rodeaba, en grandes remolinos blancos, espeso y opaco como algodón, una tela de cáñamo ondulante. La habitación estaba horrendamente caliente, sofocante, y el vapor era ácido y sulfuroso. Me parecía que podía masticarlo, que tenía gusto. Las paredes estaban cubiertas de cerámicas blancas.
– Wer ist da? Was ist los? -¿Quién está ahí? ¿Qué pasa?
A través de la niebla, descubrí un par de cuerpos rojos, corpulentos, desnudos. Descansaban sobre un banco de piedra, sobre toallas blancas, como cadáveres en un matadero.
La voz había venido del primero, el más cercano, un hombre de pecho peludo y redondo. Cuando avancé a través de las nubes densas con la bandeja en alto, descubrí las orejas prominentes, la cabeza calva, la larga nariz. Gerhard Stoessel. Había estudiado su fotografía en Der Spiegel esa misma mañana: era él, no había duda posible. No veía a su compañero, pero era otro hombre maduro, sin cabello, de piernas cortas.
– Erfrischenungen? -preguntó Stoessel como ladrando. ¿Refrescos? -Nein!
Sin decir ni una sola palabra, retrocedí hacia afuera, cerrando la puerta.
El guardaespaldas y el empleado todavía dormían. Con deliberación y rapidez, recorrí los corredores hasta encontrar lo que buscaba: una puerta sin ventanas en la parte trasera de la cámara donde estaba Stoessel. Era un espacio para mantenimiento. Yo sabía que tenía que haber uno. Un lugar en el que los obreros podían arreglar los caños de vapor sin molestar a los clientes. No estaba cerrado con llave, ¿por qué cerrarlo? Lo abrí y me metí en ese espacio bajo. Oscuridad completa. Las paredes estaban pegajosas de humedad y sedimentos minerales. Perdí el equilibrio y tuve que tomarme de algo para no caer. Lo que toqué era un caño de agua hirviendo. Sólo con mucho esfuerzo logré retener el grito de dolor.
Mientras me deslizaba sobre las rodillas, vi un agujerito iluminado y me le acerqué. Se había soltado el relleno de la pared alrededor de un caño de ventilación de vapor, en el sitio en el que entraba en la cámara. Un puntito de luz salía por allí, y con él, una onda de sonido.
Después de un minuto, se me acostumbraron los oídos a la mala calidad del sonido y reconocí frases, luego oraciones enteras. La conversación entre los dos hombres era en alemán, pero yo entendía la mayor parte. Agachado en la oscuridad, con las manos apoyadas contra las paredes de cemento resbaladizo, escuché con horror y fascinación, sobrecogido de miedo.
Al principio, había sólo frases aisladas: Bundesnachrichtendienst, Servicio de Inteligencia Federal de Alemania. El Servicio de Inteligencia Suizo. La Direction de la Surveillance du Territoire, la organización francesa de contraespionaje, la dst. Se dijo algo de Stuttgart y de un aeropuerto.
Después, la conversación se hizo más fluida, más expansiva. Una voz despectiva, ¿la de Stoessel o la del otro hombre?, dijo:
– Y a pesar de las fuentes, de los agentes, de las bases de datos, ¿no tienen ni la más mínima idea de quién es el testigo secreto?
No oí la respuesta.
Oí una frase perdida:
– Para asegurar la victoria…
Después oí:
– La confederación.
Luego alguien dijo:
– Si vamos a conquistar una Europa unida…
Y después:
– Esa oportunidad se da una o dos veces por siglo.
– Una coordinación completa con los Sabios…
El otro, el que yo había decidido que era Stoessel, dijo:
– …históricamente. Ya pasaron sesenta y un años desde que Adolf Hitler se convirtió en canciller y desapareció la República de Weimar. Uno se olvida de que al principio nadie creía que duraría un año…
El otro contestó, enojado:
– Hitler estaba loco. Nosotros estamos cuerdos.
– No tenemos la carga de la ideología -llegó la voz de Stoessel- que siempre termina por forzar la caída…
Algo que no oí bien, y después Stoessel contestó:
– Así que hay que ser pacientes, Wilhelm. En unas semanas serás el líder de Alemania y tendremos el gobierno. Pero consolidar el poder lleva tiempo. Nuestros amigos estadounidenses nos aseguran que no intervendrán.
Serás el líder de Alemania…
El hombre que estaba con Stoessel era, tenía que ser, Wilhelm Vogel, el canciller electo.
Se me revolvió el estómago.
Vogel, yo estaba seguro de que era él, hizo un ruido, una especie de objeción muda, a la cual Stoessel contestó, en voz alta y clara:
– …que van a observar sin hacer nada. Desde Maastricht, la conquista de Europa es mucho más fácil. Los gobiernos caerán uno por uno. De todos modos, los políticos ya no son líderes. Se van a apoyar en los líderes de las corporaciones porque la industria y el comercio son las únicas fuerzas capaces de gobernar una Europa unificada. ¡No tienen visión de futuro! ¡Nosotros, sí! ¡Nosotros somos visionarios! Vemos mucho más allá, más allá de mañana y pasado mañana. Más allá de lo que está pasando actualmente, a nuestro alrededor.
Otro ruido del canciller electo. Stoessel dijo:
– Una conquista global bastante fácil porque se basa en el motivo del provecho; en la ganancia, pura y simple.
– El ministro de defensa -dijo Vogel.
– Con ese es fácil -contestó Stoessel-. Quiere lo mismo. Cuando el ejército alemán vuelva a tener su antigua gloria…
Otra respuesta ahogada y luego Stoessel habló de nuevo:
– ¡Fácil! ¡Fácil! ¡Rusia ya no es una amenaza! Rusia no es nada. Francia… ya eres viejo, tienes que acordarte de la Segunda Guerra, Willi. Los franceses van a putear y quejarse y hablar de la línea Maginot, pero después, capitulan sin disparar un tiro…
Vogel pareció decir algo de nuevo porque esta vez, la respuesta de Stoessel fue quejosa:
– Porque les conviene económicamente hablando, ¿por qué otra razón? El resto de Europa viene cayendo y Rusia lo va a tener que seguir, no le queda otro remedio.
Vogel dijo algo sobre Washington y un "testigo secreto".
– Lo vamos a encontrar -dijo Stoessel-. Vamos a conseguir la información. El nos asegura que va a poder controlar.
Vogel dijo algo que contenía las palabras "antes que ellos" y Stoessel contestó:
– Sí, precisamente. En tres días, listo… Sí, no, el hombre va a morir, asesinado. No puede fallar. Está orquestado, preparado. Va a morir. No te preocupes.
Hubo un ruido, un golpe. Me di cuenta de que era la puerta del baño de vapor.
Después, con toda claridad, oí decir a Stoessel:
– Ah, llegaste…-Bienvenido -dijo Vogel-. ¿Tuviste un buen vuelo a Stuttgart?
Otro golpe. La puerta se había cerrado.
– … quería decirte -llegó otra vez la voz de Stoessel- lo agradecidos que estamos. Todos nosotros.
– Gracias -dijo Vogel.
– Nuestras más cálidas felicitaciones, además -dijo Stoessel.
El recién llegado les habló en un alemán fluido con acento extranjero, probablemente estadounidense. La voz era de barítono, resonante y algo familiar. ¿La voz de alguien que yo había oído por televisión? ¿O por radio?
– El testigo va a aparecer frente al comité del Senado -dijo el recién llegado.
– ¿Quién es? -preguntó Stoessel.
– No tenemos el nombre, ten paciencia. Ya tuvimos acceso a las computadoras del Banco de datos del comité. Así es como sabemos que el testigo viene a hablar de los Sabios.
– ¿Y de nosotros? -preguntó Vogel-. ¿Sabe lo de Alemania?
– Imposible saberlo -dijo el estadounidense-. Y por otra parte, él o ella lo sepa o no, tu relación con nosotros es fácil de deducir.
– Entonces, hay que eliminarlo -dijo Stoessel.
– Pero si no conocemos su identidad -aclaró el estadounidense-, ¿a quién vamos a eliminar? Cuando aparezca…
– ¿No antes? -interrumpió Vogel.
– En ese momento -dijo el estadounidense-, no vamos a fallar. Eso se lo puedo asegurar.
– Pero habrán tomado medidas para proteger al testigo -dijo Stoessel.
– No hay medidas adecuadas -explicó el estadounidense-. Tales medidas no existen. Yo no estoy preocupado. No se preocupen ustedes. Lo que sí tenemos que pensar y mucho es el tema de la coordinación. Si los hemisferios están bien relacionados… si nosotros tenemos a las Américas y ustedes a Europa…
– Sí -contestó Stoessel, impaciente-, sí, sí, estás hablando de coordinación entre los dos gobiernos mundiales, pero eso es fácil de planificar…
Era tiempo de irme.
Lo más silenciosamente que pude me di vuelta en el espacio estrecho e incómodo en que estaba y me arrastré hacia la puerta. Escuché para ver si oía pasos y cuando me aseguré de que nadie pasaba por allí, abrí la puerta y volví al vestíbulo, que me pareció brillante hasta lo grotesco. Tenía manchas de barro sucio en las rodilleras de mis pantalones de algodón blanco.
Corrí hasta la entrada del baño de vapor privado, encontré la bandeja de agua mineral y abrí la puerta. Una gran nube de vapor opaco giró en remolino antes de que yo pudiera siquiera poner un pie en la habitación. Stoessel parecía haberse movido un poco a la derecha. El hombre que yo había identificado, como Vogel se había movido también y ya no estaba en el banco. El último estaba sentado en el banco más allá de Vogel, hacia la derecha, fuera de mi campo de visión.
– Ey -dijo el estadounidense, todavía en alemán-, nadie entra aquí, ¿me entiende? -La voz me era cada vez más familiar, y eso me volvía loco de ansiedad.
Stoessel me echó, en alemán.
– ¡Basta de refrescos! ¡Déjenos en paz! ¡Ya dije que no quiero que me molesten!
Me quedé ahí, sin moverme para que mis ojos se ajustaran a la opacidad del vapor. El estadounidense también parecía un hombre maduro, y estaba en mejor condición física que los dos alemanes. Y luego, de pronto, una ráfaga movió las nubes sulfurosas, abrió un hueco extraño en el vapor. Apareció la cara del estadounidense, girando frente a mí, reconocible, entera. Durante un segundo no pude moverme.
El nuevo director de la CIA. Mi amigo, Alex Truslow.