PARTE VII. WASHINGTON

64

¿Qué se dice en un momento como ese?

Durante una eternidad, nadie abrió la boca.

El lago estaba quieto; el agua opaca y detenida. No había ruido de motores ni gritos ni siquiera el canto de los pájaros. Silencio absoluto. El mundo se había quedado inmóvil.

Llorando, Molly apretó sus brazos alrededor del pecho de su padre. Hacía tanta fuerza que parecía a punto de quebrarlo. Ella es alta pero él es más alto todavía y tuvo que agacharse un poco para que lo besara.

Yo los miraba, asustado.

Finalmente, dije:

– Casi no te reconocí con la barba.

– ¿No te parece que ése es el punto? -dijo solemnemente Harrison Sinclair, la voz quebrada. Luego sonrió, una sonrisa torcida, dura. -Supongo que se aseguraron de que nadie los seguía.

– Lo mejor que pudimos.

– Sabía que podía contar con ustedes.

De pronto, Molly lo soltó, retrocedió un paso y lo golpeó en la mejilla. Él hizo una mueca de dolor.

– Vete a la mierda -dijo ella, con la voz en un susurro.


La casa estaba oscura y quieta. Tenía el olor particular de las habitaciones que han estado cerradas durante mucho tiempo: fuegos encendidos durante años, fuegos y humos que han permeado los pisos y las paredes; alcanfor y naftalina; pintura y musgo y aceite rancio.

Nos sentamos en un sillón con el tapizado de muselina descolorido ya por años de polvo, y miramos a Harrison Sinclair mientras hablaba. Estaba sentado en una silla de tela suspendida del techo por una soga.

Se había puesto un par de pantalones cortos color caqui y un suéter azul marino suelto, para no seguir con la malla mojada. Con las piernas extendidas frente a él, cruzadas en los tobillos, parecía relajado, el anfitrión amigable que se sienta con un martini frente a sus huéspedes de fin de semana.

Tenía la barba sin cortar, una barba de meses que tenía mucho sentido. Había tomado mucho sol, seguramente nadando y remando en el lago, y tenía la cara correosa y dura, la piel de un viejo marinero.

– Suponía que ustedes me encontrarían aquí -dijo-. Pero no tan rápido. Y después Pierre La Fontaine me llamó hace unas horas y me dijo que una pareja había estado haciendo preguntas en St.-Jerome, sobre la casa y sobre mí…

Molly parecía sorprendida, así que él siguió diciendo:

– Pierre es el que lleva los archivos en Lac Tremblant, es alcalde, jefe de policía y hombre importante. También cuida cierto número de residencias. Un viejo y querido amigo mío. Alguien en quien puedo confiar. Hace ya mucho que lo tengo a cargo de esta casa; años, diría yo. En la década del 50 arregló la venta, una "venta" muy inteligente para que ya no estuviera en manos de la abuela Hale. Casi no quedaron huellas de la venta: desde entonces, fue muy difícil rastrear la identidad del dueño.

"No fue idea mía, en realidad, sino de Jim Angleton. Cuando empecé a involucrarme en el trabajo duro, en el trabajo de campo, Jim sintió que yo tenía que tener un lugar en el que desaparecer si las cosas se ponían demasiado calientes. El Canadá parecía una buena opción. Fuera de las fronteras de los Estados Unidos. Y a veces Pierre alquilaba esto en verano, o en la temporada de esquí. El alquiler llegaba a nombre de un canadiense, un inversor ficticio llamado Strombolian. Esa entrada pagaba más o menos el mantenimiento de la casa y lo que él me cobraba por cuidarla. -Sonrió otra vez; la misma sonrisa torcida. -El resto lo guardaba él. Es un hombre honesto.

Sin aviso, así, de pronto, la furia de Molly hizo erupción. Había estado sentada a mi lado sin decir nada, tranquila creía yo, sin duda en estado de shock. Pero al parecer había estado rumiando su rabia.

¿Cómo… pudiste…? ¿Cómo pudiste hacerme esto? ¿Cómo pudiste hacerme pasar por esto?

– Snoops… -empezó a decir su padre.

– ¡Mierda, mierdal ¿Tienes idea de…?

– ¡Molly! -gritó él con la voz ronca-. Espera. No tuve alternativa. Piensa en la situación. -Levantó las piernas, se sentó derecho y luego se lanzó hacia su hija, con los ojos brillantes. -Cuando mataron a mi querida Sheila, a mi amor… sí, Molly, éramos amantes, estoy seguro de que ya lo sabías…, cuando la mataron, me di cuenta de que a mí me quedaban horas. Tenía que esconderme.-De los Sabios -dije-. De Truslow y Toby…

– Y media docena más. Y de las fuerzas de seguridad que ellos controlaban, y que no son poca cosa, se los aseguro…

– Esto tiene que ver con Alemania, ¿verdad? -dije.

– Es complicado, Ben. No me parece que tenga que…

– Yo sabía que estabas vivo -dijo Molly-. Lo sabía desde París.

Había algo duro en su tono, una seguridad tranquila, y yo me volví para mirarla.

– La carta -siguió diciendo ella, mirándome-. Hablaba de una operación de apendicitis de emergencia que lo había obligado a pasar un verano entero con nosotros, en Lac Tremblant.

– ¿Y? -pregunté.

– Y… parece trivial pero yo no me acordaba de haber visto la cicatriz de la operación cuando lo reconocí. Tenía la cara destruida, pero el cuerpo no, y supongo que me habría acordado, habría registrado esa marca en algún nivel inconsciente. Quiero decir, quizás estuviera ahí, pero yo no estaba segura. ¿Entiendes? ¿Te acuerdas de que al principio traté de conseguir la autopsia, pero la habían puesto en un archivo secreto? Orden del fiscal del condado de Fairfax. Así que moví algunos contactos…

– ¿Para eso querías el fax en París? -pregunté. En ese momento, me había dicho que tenía una idea sobre el asesinato de su padre, una idea y la forma de probarla.

Ahora, asintió.

– Todos los patólogos… por lo menos los que yo conozco… guardan una copia de su trabajo en archivos cerrados. Por si acaso hay problemas después, para tener notas y defenderse… ¿entiendes? Así que no me faltaban recursos. Llamé a un amigo en el Hospital General de Massachusetts, un patólogo, y él llamó a un colega de Sibley, en Washington, donde se hizo la autopsia. Para la audiencia de rutina… Algo burocrático, ¿entiendes? Es fácil, muy fácil romper los circuitos de seguridad en un hospital si uno sabe de qué hilos tirar.

– ¿Y? -volví a decir.

– Y pedí que me pasaran el fax de la autopsia. Y decía que el muerto tenía su apéndice intacto. Y en ese punto, supe que sí, tal vez papá estuviera muerto, pero el que estaba bajo esa tumba del condado de Columbia en Nueva York no era él. -Se volvió hacia su padre. -¿De quién era el cuerpo?

– Nadie que vayas a extrañar -dijo él-. No dejo de tener mis recursos yo también. -Y agregó, despacio, en voz baja: -Es algo muy feo.

– Dios -dijo Molly, sin aliento, la cabeza baja.-No, no tan malo como crees -dijo él-. Una buena investigación sobre desconocidos, cadáveres sin identificar en morgues de hospital, y pronto aparece alguien con el cuerpo, la edad y la salud que corresponden. Es difícil, sobre todo el último punto: la mayoría de los vagabundos tiene enfermedades notorias.

Molly asintió, sonrió con ferocidad. Y luego dijo, con amargura:

– Total, ¿qué importa un vagabundo más o menos?

– La cara no importaba -dije-. La destruirían en el choque, ¿verdad?

– Correcto -contestó Sinclair-. En realidad, la destruimos antes del choque, si te interesa el detalle. Los artistas de decoración de la funeraria no tenían idea de que ése no era el cadáver de Harrison Sinclair, recibieron una fotografía y trabajaron con ella. Haya o no velatorio abierto, les gusta que el cuerpo quede lo mejor posible, ya sabes…

– El tatuaje -dije-. El lunar en el mentón.

– No cuesta mucho.

Molly había estado observando esta conversación tranquila entre su padre y su esposo como desde más lejos, y en ese punto, empezó a hablar de nuevo, la voz teñida de amargura.

– Ah, sí. El cuerpo estaba muy mal después del accidente. Más algo de descomposición, claro… -Asintió, sonrió con un gesto muy desagradable. Los ojos le brillaban, furiosos. -Parecía papá. Claro que sí, pero ¿lo miramos realmente? ¿Cuánto podíamos acercarnos a ese despojo en ese momento, y en esas condiciones? -Me miraba con los ojos fijos, pero al mismo tiempo no estaba mirándome, miraba a través de mí hacia otra cosa. -Te llevan a la morgue, abren un cajón y una bolsa con cierre. Uno ve una cara destruida en parte por la explosión, pero uno ve lo suficiente, sí, es mi papá, es su nariz creo yo, y no quiero mirar más, eso es parte de su boca, por Dios. Uno se habla y se dice estoy mirando a mi propia carne y sangre, el que me trajo al mundo, el tipo que me llevó sobre los hombros, y no quiero acordarme de que lo vi así, no, quiero olvidarme de eso, pero ellos quieren que mire, así que miro un poco, solamente un poco y, ahora, llévenselo por favor…

El padre se había puesto una mano sobre la cara arrugada. Tenía los ojos llenos de tristeza. No hablaba. Esperaba.

Yo miraba a mi querida Molly. No podía seguir. Tenía razón, claro está. No era imposible. Yo lo sabía: usando máscaras y una habilidad que se llama "arte de restauración" es muy fácil hacer que un cadáver se parezca a otro.

– Brillante -dije, impresionado en serio.

– No me lo digas a mí -dijo Sinclair-. La idea vino denuestros viejos enemigos de Moscú. ¿Te acuerdas de ese caso raro que enseñaban en uno de los entrenamientos de la Granja, Ben? ¿El de mediados de la década del 60, cuando los rusos tuvieron un funeral a cajón abierto en Moscú y enterraron a un oficial de inteligencia del Ejército Rojo, alguien de alto rango?

Asentí. Pero él siguió. Esta vez se dirigía a su hija:

– Mandamos a los nuestros, claro. La excusa era expresar nuestras condolencias, pero en realidad lo que queríamos era ver quién aparecía en el funeral, quién tomaba fotos y todo eso. Aparentemente, este oficial del Ejército Rojo había sido espía en los Estados Unidos durante doce años. Y después, ocho años después para ser exactos, aparece vivo. Había sido una operación muy compleja de contrainteligencia, un golpe afortunado. Algo muy raro. Evidentemente hicieron una máscara del doble agente, a quién, mientras tanto, convirtieron en triple, y la pusieron en un cadáver que tenían a mano. En esos días, los buenos días de Brezhnev, los de arriba no se preocupaban demasiado por tener que fusilar a alguien si les hacía falta un cuerpo, así que tal vez buscaron a uno vivo que se le pareciera, no sé…

– ¿No habría sido más fácil decir que estabas tan quemado que no quedaba nada para identificar? -pregunté.

– Sí -dijo Sinclair-, más fácil sí, pero también más arriesgado. Un cuerpo sin identificar siempre atrae sospechas.

– ¿Y la fotografía? -preguntó Molly-. ¿La del cuello… el cuello cortado?

– En estos días, tampoco eso es imposible -dijo Sinclair, con cansancio-, un contacto con alguien de los laboratorios de medios en el mit…

– Claro -dije-. Fotografías retocadas con métodos digitales…

Él asintió. Molly no entendía del todo.

Yo le expliqué:

– ¿Te acuerdas hace unos años, cuando la National Geographic vino con una fotografía en la que habían corrido la pirámide de Giza para que encajara?

Ella negó con la cabeza.

– Hubo controversia en algunos círculos -dije-. Pero el asunto es que ahora se pueden retocar fotos de una forma tan sofisticada que casi nadie puede detectar el truco.

– Correcto -dijo Sinclair.

– Fue para que el foco de atención no estuviera en el problema de si te habían matado, sino en el cómo, ¿verdad?

– Bueno -dijo Molly-, a mí me engañaste. Pensé que te habían asesinado, que te habían cortado el cuello en dos antes del accidente, que habían matado a mi padre de una forma espantosa… Nada menos. Y aquí estás, todo el tiempo, tomando sol y navegando en un lago del Canadá… -La voz se hacía cada vez más fuerte, más furiosa. -¿Cuál era el punto? ¿Hacerme pensar a mí que te habían matado? ¿Hacerle creer todo esto a tu propia hija?

– Molly… -trató de interrumpir su padre.

– ¿Traumatizar y aterrorizar a tu hija, a tu propia hija? ¿Para qué?

– ¡Molly! -interrumpió él con desesperación-. ¡Escúchame!. Por favor, escúchame… El punto era salvarme.

Respiró hondo y después empezó a contarnos todo.

65

La habitación en la que estábamos sentados -toda ventanas y muebles de madera rústica- se oscurecía lentamente a medida que se acercaba el crepúsculo. Nuestros ojos se iban acostumbrando a la oscuridad poco a poco. Sinclair no se levantó a encender las luces. Nosotros tampoco lo hicimos. Ahí estábamos, transfigurados, mirando su forma en sombras, escuchándolo.

– Una de las primeras cosas que hice cuando llegué a director, Ben, fue pedir los archivos de tu corte marcial de hacía quince años. Siempre había tenido sospechas sobre ese asunto y aunque tú querías olvidarte lo antes posible, yo necesitaba saber la verdad sobre ese día.

"Si esto hubiera pasado en los viejos días, el asunto habría muerto ahí. Pero la Unión Soviética ya no existía, y nos era mucho más fácil acceder a los agentes soviéticos. La transcripción del juicio contra ti revelaba la identidad del agente que había tratado de desertar, Berzin, así que usé un canal complejo del que no voy a hablar, para hacer contacto con él.

"Los rusos habían averiguado algo sobre el intento de deserción. Supongo que Toby les informó. Así que pusieron a Berzin en prisión -por suerte, habían dejado de fusilar a ese tipo de agentes cuando Krushchev llegó al poder-. Unos años después lo soltaron y lo enviaron a vivir a una casa a cien kilómetros de Moscú.

"Bueno, el nuevo gobierno soviético no tenía interés en él, así que yo pude hacer un trato. Le mandé un pasaje para él y uno para su esposa y a cambio, me dio el archivo que había tratado de vender en París y que probaba que Toby era, o mejor dicho, había sido, una especie de agente soviético llamado

URRACA.

Molly interrumpió.

– ¿Por qué "una especie de" agente soviético? -urraca no simpatizaba con el comunismo desde el punto de vista ideológico -explicó Sinclair

"No trabajaba para ellos por propia voluntad. Empezó en1956, o antes. Aparentemente, uno de los tipos importantes de la kgb había encontrado a Toby con las manos en la masa: manipulando fondos de la Agencia. Le dieron un ultimátum: o cooperas con nosotros, o le decimos a Langley lo que sabemos, y tú te enfrentas a las consecuencias. Toby decidió cooperar.

"Como sea, este tipo Berzin me dijo que tenía una cinta grabada del encuentro entre tú y Toby, y me la pasó. Confirmaba todo. Te habían tendido una trampa. Le dejé el original a él pero la copié. Y le pedí que te diera el original si alguna vez llegaba el momento de hacerlo, si tú se lo pedías.

"Investigué toda la historia y supe que Toby no estaba ya en una posición importante dentro de la Agencia, una posición caliente, sino a cargo de proyectos externos que a mí me parecieron marginales… percepción extrasensorial y cosas así, proyectos con los que nunca podría hacer demasiado daño.

– ¿Por qué no lo arrestaste? -pregunté.

– Habría sido un error arrestarlo antes de averiguar más sobre la corrupción -dijo Sinclair-. No podía arriesgarme a que supieran que yo sabía.

– Pero si Toby era uno de los conspiradores -me preguntó Molly-, ¿por qué se te acercaba tanto físicamente en Toscana?

– Porque sabía que yo estaba demasiado drogado para intentar nada -expliqué.

– ¿De qué están hablando? -preguntó Sinclair.

Aquí Molly se volvió. Me miró. Yo desvié la vista: ¿qué sentido tenía decírselo? ¿Qué sentido hubiera tenido aunque nos creyera?

– Tu carta explicaba lo del oro, lo de ayudar a Orlov a sacarlo de Rusia -dije-. Aparentemente la escribiste apenas te encontraste con él en Zúrich. ¿Qué pasó después?

– Supe que la desaparición del oro haría sonar toda clase de alarmas -dijo él-, pero no tenía idea de lo que realmente significaba. Mandé a Sheila a encontrarse con Orlov y llevar a cabo la segunda vuelta de negociaciones, hacer los últimos arreglos. Horas después de volver de Zúrich, la mataron camino a su departamento en Georgetown.

"Yo quedé aterrorizado y lleno de dolor. Sabía que la culpa era mía, y estaba seguro de que era el próximo en la lista. Había una guerra por el oro, una guerra desatada que seguramente conducían los Sabios. Casi ni podía pensar… estaba en estado de shock, de dolor por Sheila."

Aunque apenas si veía la cara de Hal, la silueta misma me decía que estaba tenso, por la concentración o tal vez por losnervios. Enfoqué la mente y traté de recibir algún pensamiento, pero no había nada: no estábamos lo suficientemente cerca.

– Y vinieron por mí, claro. Era cosa de horas después de la muerte de Sheila. Dos hombres entraron en mi casa. Yo tenía un revólver cerca de mi cama, a mano, y conseguí matar a uno. El otro, bueno, quería matarme pero no con un disparo. Tenía en mente algo más elaborado, un accidente, y eso lo hizo más lento.

– Lo diste vuelta -dije.

– ¿Qué? -interrumpió Molly.

– Correcto -contestó Hal-, lo di vuelta. Hice un trato. Después de todo, el director de la CIA tiene sus recursos, ¿no les parece? Esencialmente, lo convertí a mi bando, como se enseñaba en los días del entrenamiento. Tenía algo de dinero. Fondos reservados. Así que podía pagarle muy bien y sobre todo, protegerlo.

"Supe por él que Truslow había dado la orden de matarme, como antes con Sheila. Y que la idea era que el oro ya no estuviera en mis manos ni en las de los gobiernos de Rusia y los Estados Unidos, sino en las de los Sabios. Truslow ya había empezado sus preparativos para tenderme una trampa, fotos que me mostraban en las islas Caimán, registros de computadora y demás. Todo falso, claro. Iba a hacerme matar. Después me acusaría de la pérdida del dinero.

"Fue entonces que supe que Truslow se había corrompido. Que era uno de los Sabios. Y que no se detendría hasta que controlara el oro. Y me di cuenta de que mi único camino era desaparecer.

"Así que yo le hice lo mismo: creé una fotografía, una que me mostraba convincentemente muerto. Esa era la prueba que el hombre necesitaba mostrarle a Truslow para cobrar su medio millón de dólares. Y cuando ya "hubiera muerto", cuando hubieran enterrado a mi doble bajo tierra, ese agente se sentiría a salvo. Para él era un gran trato. Y para mí también.

– ¿Adonde está él ahora? -preguntó Molly.

– En Sudamérica, en alguna parte, creo yo. Seguramente en Ecuador.

Pero yo oí por primera vez uno de los pensamientos de Hal, un pensamiento bien claro: Lo hice matar.


Me parecía que las piezas del rompecabezas estaban empezando a caer en su lugar, así que interrumpí el relato de Sinclair.-¿Qué sabes sobre un asesino alemán cuyo nombre de código es Max?

– Descríbemelo.

Le dije cómo era Max.

– El Albino -contestó Sinclair enseguida-. Así lo llamábamos. El nombre real es Johannes Hesse. Hesse era el especialista en trabajos sucios de la Stasi hasta el día en que cayó el Muro de Berlín.

– ¿Y después?

– Después, desapareció. En algún lugar de Cataluña, en ruta hacia Burma donde se habían refugiado un número de camaradas de la Stasi. Supongo que se metió en el negocio pero como agente privado.

– Estaba en la lista de pagos de Truslow -dije-. Otra pregunta: ¿esperabas que los Sabios buscaran el oro?

– Naturalmente. Y no me equivocaba.

– ¿Cómo…?

Él sonrió.

– Escondí el número de cuenta en varios lugares, lugares que yo sabía que ellos registrarían llegado el momento. En casa, en las cajas fuertes de la oficina… En mis archivos ejecutivos. En código, claro.

– Para que fuera plausible -dije-. Pero ¿no crees que alguien inteligente podría haber encontrado una forma de transferir el dinero? ¿Sin detección?

– No desde esa cuenta. La pensé muy bien cuando hicimos el contrato con el banco. Una vez que yo o mis herederos legales tuviéramos acceso a la cuenta, el banco la activaba y entonces Truslow podría transferir el dinero. Pero tendría que ir a Zúrich personalmente… y por lo tanto, dejar sus huellas.

– ¡Ah, ahora entiendo! Esa era la razón por la que Truslow necesitaba que fuéramos a Zúrich! -exclamé de pronto-. Y la razón por la que, una vez que activamos la cuenta, su gente trató de matarme. Pero seguramente tú tenías un contacto confiable con el Banco de Zúrich.

Sinclair asintió, cansado.

– Necesito dormir. Necesito descansar.

Pero yo seguí diciendo:

– Así lo atrapaste: él mismo te dio sus "huellas" servidas.

– ¿Por qué dejaste la foto para mí en París? -preguntó Molly.

– Simple -contestó su padre-. Si me rastreaban hasta aquí y me mataban, quería estar seguro de que alguien, en lo posible tú, encontrara los documentos que escondí en esta casa.

– ¿Tienes las pruebas, entonces? -pregunté.-Tengo la firma de Truslow. No es que él haya sido poco concienzudo ni se haya apresurado: vigilaban a Orlov todo el tiempo y yo estaba muerto. Tuvo muchas razones para descuidarse.

– La mujer… la esposa de Berzin, me dijo que buscara a Toby. Dijo que él cooperaría.

Sinclair había empezado a hablar más despacio, se le cerraban los ojos. Cabeceaba.

– Es posible -dijo-. Pero Toby Thompson se cayó por las escaleras hace dos días. En su casa. El informe dice que se le enredó la silla de ruedas en la alfombra. Yo dudo de que haya sido un accidente. Como sea, está muerto.

Molly y yo nos quedamos sin habla por lo menos medio minuto. Yo no sabía qué sentir: ¿llorar por el hombre que mató a tu esposa?

Sinclair rompió el silencio.

– Mañana tengo una reunión con Pierre La Fontaine para hacer unos arreglos importantes en Montreal. -Sonrió. -Y para que lo sepan, el Banco de Zúrich no sabe cuánto oro hay en la bóveda. Se depositó oro por cinco mil millones de dólares. Pero faltan algunas barras… treinta y ocho, para ser exactos.

– ¿Dónde están? -preguntó Molly.

– Las robé. Las saqué y las vendí. Al valor actual, unos cinco millones. Con todo el oro que hay ahí dentro, nadie va a notar que falta algo. Y creo que el gobierno ruso me lo debe… nos lo debe… como comisión, digamos.

– ¿Cómo pudiste? -susurró Molly, casi sin voz.

– Es una fracción minúscula, Snoops. Cinco millones. Tú dijiste que querías abrir una clínica para necesitados, ¿no? Ahí está el dinero. Es tuyo. Ahora puedes hacerlo. Y ¿qué son cinco millones en un monto total de diez mil?


Todos estábamos exhaustos. Molly y yo no tardamos mucho en quedarnos dormidos en una de las habitaciones desocupadas. Las sábanas del armario estaban limpias y bien planchadas aunque olían un poco a moho.

Yo me quedé a su lado un rato, sin dormir. Había pensado en trazar un plan de acción para el día siguiente, pero en lugar de eso me dormí durante varias horas. Me despertó un sueño que tenía algo que ver con algún tipo de máquina que rugía rítmicamente, un motor tal vez, y para cuando me senté en la cama, la luz de la luna pasaba por las ventanas. Supe entonces que mi sueño había tenido que ver con un ruido externo, un ruido que se hacía cada vez más poderoso.Un latido regular, mecánico. Un chump, chump, chump, muy familiar para mí.

El sonido de la hélice de un helicóptero.

Sí, un helicóptero.

Sonaba como si hubiera aterrizado cerca. ¿Había un helipuerto en la propiedad? Yo no lo había visto. Me volví para espiar por la ventana pero la habitación que habíamos elegido daba directamente hacia el lago y el helicóptero parecía venir desde el otro lado.

Salí corriendo del dormitorio hacia una ventana en el pasillo y vi venir algo, sin duda alguna un helicóptero, desde una colina en la propiedad. Apenas si podía distinguirlo en la oscuridad, pero allá, adelante, había un helipuerto pavimentado que yo no había notado el día anterior. ¿Acaso estaba llegando alguien?

¿O ya estaba aquí?

¿O -y la idea me sacudió de arriba a abajo-, o era que alguien se estaba yendo?

Hal.

Abrí de par en par la puerta de su dormitorio y vi que la cama estaba vacía. En realidad, estaba perfectamente hecha. O la había hecho antes de partir (no muy probable) o no había dormido en ella (eso era más posible). Junto al armario había una pila de ropa como si se hubiera marchado apurado.

No estaba. No había duda alguna de que había arreglado esa partida en medio de la noche y, por lo tanto, no podíamos dudar que nos había escondido la verdad intencionalmente.

¿Pero adonde había ido?

Sentí la presencia de alguien en la habitación. Me volví: Molly estaba allí, frotándose los ojos medio cerrados con una mano y tirándose del cabello con la otra.

– ¿Dónde está, Ben? ¿Adonde fue? -me preguntó.

– No tengo idea.

– ¿El del helicóptero era él?

– Supongo.

– Dijo que iba a encontrarse con Pierre La Fontaine.

– ¿A medianoche? -dije, corriendo hacia el teléfono. En unos segundos, conseguí el número de Pierre La Fontaine en la guía. Lo disqué y lo dejé sonar mucho rato. Finalmente alguien contestó. Era La Fontaine pero tenía la voz completamente dormida. Le di el teléfono a Molly.

– Necesito hablar con mi padre -dijo ella.

Pausa.

– Dijo que iba con usted a Montreal esta mañana.

Otra pausa.

– Dios -dijo ella y colgó.-¿Qué? -le pregunté.

– Dice que tiene que venir a verlo en tres días. Aquí, a la casa. No van a encontrarse en Montreal ni en ninguna otra parte, no hoy.

– ¿Por qué nos mintió? -pregunté.

– ¡Ben!

Molly me entregó un sobre dirigido a ella. Lo había encontrado bajo la pila de ropas.

Adentro había una nota escrita a las apuradas.

Snoops… perdóname y entiende por favor… No podía decírselo… a ninguno de los dos. Hubieran tratado de detenerme porque los dos me perdieron una vez… más tarde lo van a entender, lo prometo… Te quiero.

Papá.


Fue Molly la que, conociendo la idiosincrasia de su padre, la forma escrupulosa en que llevaba archivos y anotaciones, encontró finalmente el archivo color marrón en un cajón del estudio. Entre varios documentos personales de distinto tipo -archivos de cuentas bancarias, papeles, documentación para identidades falsas, y demás- había un montoncito de hojas que, juntas, contaban toda la historia.

Aparentemente, Sinclair había alquilado un apartado postal en St. Agathe bajo un nombre falso y en las últimas dos semanas había recibido allí cierto número de documentos.

Uno de ellos era una fotocopia de una citación y el horario de una audiencia televisada del Comité Seleccionado del Senado sobre Inteligencia. La audiencia se llevaría a cabo esa misma noche, en la Sala 216 del edificio de la Hart Office, del Senado de los Estados Unidos, en Washington.

Uno de los ítems de la audiencia estaba señalado con un círculo en tinta roja: la aparición de un "testigo" no especificado a las siete de esta tarde. Sólo quedaban quince horas.

Entonces entendí.

– El testigo sorpresa -murmuré en voz alta.

66

Molly soltó un grito.

– ¡No! ¡No! Entonces está…

– Tenemos que ir con él, tiene que volver… -la interrumpí.

Todo encajaba ahora: todo tenía sentido, un sentido terrible. Harrison Sinclair, el testigo sorpresa, era la víctima del próximo asesinato de los Sabios y sus socios alemanes. Una ironía terrible me pasó por la cabeza: Sinclair, a quien habíamos creído enterrado, estaba vivo de pronto pero lo matarían de nuevo en cuestión de horas.

Molly (que debe de haber pensado lo mismo) se retorció las manos, se las llevó a la boca. Se mordió los nudillos como para no gritar. Empezó a caminar de un lado a otro en círculos frenéticos, tensos.

– Dios, Dios -susurraba-. Dios. ¿Qué podemos hacer?

Yo también estaba caminando, me di cuenta de pronto. No quería asustar a Molly. Los dos necesitábamos calma, pensamientos claros.

– ¿A quién podemos llamar? -dijo ella.

Yo seguí caminando en círculos.

– Washington -dijo ella-. Alguien en el comité.

Yo meneé la cabeza.

– Demasiado peligroso. No sabemos en quién podemos confiar.

– Alguien en la Agencia…

– ¡Eso es ridículo!

Ella seguía mordiéndose los nudillos.

– Entonces otra persona. Un amigo. Alguien que pueda ir a la audiencia…

– ¿Ir? ¿Para qué? ¿Ir a enfrentarse con un asesino entrenado? No, tenemos que ir nosotros. Alcanzarlo.

– ¿Pero cómo? ¿Y dónde lo alcanzamos?

Empecé a pensar en voz alta.

– Ese helicóptero no va directo a Washington.-¿Por?

– Demasiado lejos. Y va demasiado lento.

– Montreal.

– Seguramente. Pero no podemos darlo por sentado. Yo calculo que las probabilidades son altas. Puede ir a Montreal y ahí se va a detener por un tiempo…

– O tomar un avión a Washington. Si controlamos los vuelos desde Montreal a Wa…

– Ah, sí, sí -dije, impaciente-, pero si es que toma un vuelo comercial. Seguramente, tiene un charter.

– ¿Por qué? ¿No te parece más seguro un vuelo comercial?

– Sí, pero un avión privado tiene horarios más flexibles y es más anónimo en otros sentidos. Yo en su lugar, alquilaría un avión. Supongamos que el helicóptero lo lleva a Montreal… -Miré el reloj. -Seguramente ya está allí.

– ¿Pero adonde? ¿En qué aeropuerto?

– Montreal tiene dos, Dorval y Mirabel, para no hablar de los miles de privados que hay desde aquí a la ciudad.

– Pero tiene que haber un número determinado de compañías de charters en Montreal -dijo Molly. Sacó una guía de teléfonos de debajo de la mesa, cerca del sillón. -Si las llamamos…

– ¡No! -exclamé un poco demasiado fuerte-. La mayoría no va a contestar el teléfono a esta hora de la noche. Y ¿quién dice que tu padre arregló con una compañía canadiense'! Podría haber sido con una de las miles de compañías de charters en los Estados Unidos…

Molly se dejó caer en el sillón. Las manos, contra la cara.

– Dios… Dios, Ben. ¿Qué podemos hacer?

Yo miré el reloj de nuevo.

– No hay salida -dije-. Tenemos que llegar a Washington y hacerlo ahí.

– Pero no sabemos dónde va a estar en Washington.

– Claro que sí. En el edificio del Senado, en la audiencia, Sala 216 para más datos.

– Pero ¿y antes? No tenemos idea de dónde va a estar antes.

Tenía razón, por supuesto. Lo más que podíamos esperar era que apareciera en la sala vivo y…

¿Y qué?

¿Cómo mierda íbamos a impedir el testimonio de Hal, a protegerlo?

La solución, me di cuenta de pronto, estaba en mi cabeza. Mi corazón empezó a latir con la fuerza de la excitación y el miedo.

Unos momentos antes de morir tan horriblemente, Johannes Hesse, alias "Max", había pensado que otro asesino tomaría su lugar.

Yo no podía detener a Harrison Sinclair pero sí a su asesino.

Si alguien podía hacerlo, ése era yo.

– Vístete -le dije-. Ya sé qué hacer.

Eran las cuatro y media de la mañana.

67

Tres horas después -casi las siete y media de la mañana del último día- nuestro avioncito tocó tierra en un pequeño aeropuerto en la parte rural de Massachusetts. Quedaban menos de doce horas y aunque era un lapso de tiempo sin rupturas, yo temía (con buenas razones) que no fuera suficiente.

Desde Lac Tremblant, Molly había contactado a una pequeña compañía de charters llamada Compagnie Aéronautique Lanier, con base en Montreal, que promocionaba su disponibilidad de servicios en casos de emergencia a cualquier hora del día o de la noche. La llamada había pasado al piloto de guardia y lo había despertado. Molly le había explicado que era médica y quería volar al Aeropuerto Dorval de Montreal por una emergencia. Dio las coordenadas exactas del helipuerto de su padre y una hora después nos recogieron en un Bell 206 Jet Ranger.

En Dorval, arreglamos con otra compañía de charters para volar de Montreal a la base Hanscom de la Fuerza Aérea en Bedford, Massachusetts. Cuando nos pidieron que eligiéramos el avión -la oferta era entre un Séneca II, un Commander, un King Air Jet a propulsión, o un Citation 501- nos decidimos por el Citation, que era de lejos el más rápido, capaz de alcanzar unas 350 millas por hora o más. En Dorval, pasamos la aduana con facilidad: apenas miraron nuestros pasaportes estadounidenses falsos (usamos los del señor y la señora Brewer, lo cual nos dejaba un par más, vírgenes, por si alguna vez necesitábamos ser el señor Alan Crowell y señora). De todos modos, cuando Molly explicó que se trataba de una emergencia médica, nos pasaron por allí a toda velocidad.

En Hanscom alquilamos un auto y yo manejé los cuarenta y cinco kilómetros lo más rápido que pude, justo en el límite de velocidad. Cuando le expliqué mi plan a Molly, nos quedamos sentados en un silencio amargo. Ella estaba aterrorizada, pero seguramente se dio cuenta de que no tenía sentido discutir conmigo, ya que ella no lograba diseñar un plan que fuera menos riesgoso para salvar la vida de su padre. Yo necesitaba aclarar mi mente lo más posible para pensar en las posibilidades de fracaso y encontrarlas antes de que se dieran. Sabía que Molly hubiera querido que yo le dijera que todo saldría bien, pero yo no podía hacerlo y además apenas si tenía tiempo de madurar mi plan hasta el momento crucial.

Sabía que sería un desastre que me detuvieran por exceso de velocidad. Yo había alquilado el auto con una licencia de conductor falsa de la ciudad de Nueva York y una tarjeta Visa también falsa. Habíamos logrado engañar a los de la agencia de alquiler, pero no sobreviviríamos al control de rutina de un policía del Estado de Massachusetts, que se lleva a cabo cada vez que se expide una multa por cualquier falta a la ley de tránsito. No había ningún registro de mi licencia en el banco de datos de la computadora interestatal y todo el plan volaría en pedazos inmediatamente.

Así que manejé con cuidado hacia la ciudad de Shrewsbury en medio de la hora pico. Un poquito antes de las ocho y media llegamos a la pequeña casa amarilla de los suburbios, que buscábamos. Era el domicilio particular de un hombre llamado Donald Seeger.

Seeger era un riesgo, a decir verdad, pero un riesgo calculado. Era un negociante de armas, dueño de dos negocios de alquiler de armas en las afueras de Boston. Entregaba armas de fuego a la policía del Estado y, si era necesario, al fbi (cuando necesitaban conseguir armas particulares con rapidez sin pasar por canales burocráticos largos y complejos).

Seeger ocupaba un área gris especial del mercado de armas más o menos legal, en algún lugar indefinido entre los fabricantes de armas y los clientes que por alguna razón necesitaban gran discreción y no la conseguían si trataban directamente con los distribuidores o los vendedores de la red común.

Pero además de todo eso, yo lo conocía lo suficiente como para creer que podía confiar en él. Uno de mis compañeros de estudios legales había crecido en Shrewsbury y Seeger era un amigo de su familia. El comerciante de armas, que generalmente no trataba con abogados, y que (como casi todo el mundo, supongo) los despreciaba, necesitaba algo de consejo legal (gratis) en cuanto a un fabricante de armas enojado que lo amenazaba, me había dicho mi amigo abogado. Ciertamente no era mi área, pero había hecho que uno de mis amigos encontrara la respuesta que Seeger necesitaba y él había quedado muy agradecido y me había llevado a cenar a un buen restaurante de carnes en Boston para demostrarlo.

– Si alguna vez puedo hacer algo por usted -me dijo mientras comía un filet mignon y levantaba su jarra de cerveza Bass-, llámeme.En ese momento, pensé que nunca lo vería de nuevo, pero ahora era tiempo de cobrar mi deuda.

Atendió la puerta su esposa en un vestido de entrecasa de tela estampada con pequeñas flores azules ya descoloridas.

– Don está trabajando -dijo mirándonos con sospecha-. Generalmente se va entre las siete y media y las ocho.


La oficina del depósito y negocio de Seeger era un edificio de ladrillos largo y sin carteles sobre una calle comercial a unos kilómetros de su casa, cerca de Ground Round. Visto de afuera, podría haber sido uno de esos depósitos en los que se alquilan lugares por un precio mensual, o tal vez una planta de lavado de alfombras, pero adentro el sistema de seguridad era muy sofisticado.

Seeger se sorprendió al verme, por supuesto, pero corrió a la puerta con una sonrisa de oreja a oreja. Tenía unos cincuenta años y estaba en un muy buen estado físico, con el cuello de toro ancho y poderoso como la última vez que yo lo había visto. Usaba un saco azul, tal vez un talle demasiado chico, sin abotonar.

– ¿El abogado, no? -dijo, haciéndonos pasar junto a estantes de metal llenos de cajas de armas-. Ellison. ¿Qué mierda está haciendo por aquí en los bosques?

Le dije lo que quería.

Seeger, que antes me había parecido básicamente inconmovible, se detuvo un instante, mirándome, con los ojos astutos y cuidadosos.

Se encogió de hombros, después.

– Lo tiene -dijo.

– Algo más -agregué-. ¿Podría usted obtener algún consejo para pasar una Sirch-Gate III modelo SMD200W por un detector de metales?

Me miró un largo, largo rato.

– Tal vez -dijo.

– Sería importante.

– Supongo. Sí, tengo un amigo que es consultor de seguridad. Puedo hacer que me mande un fax en unos minutos.


Le pagué en efectivo, por supuesto. Para cuando terminamos la transacción, ya estaba abierta la casa de suministros médicos en Framingham, a unos quince kilómetros más o menos.

El negocio, que se especializaba en equipos para inválidos, tenía unas cuantas sillas de ruedas. La mayoría, descartables con una sola mirada. Cuando expliqué que buscaba una para mi padre, el vendedor me recomendó inmediatamente las más livianas, más fáciles de cargar en un auto. Le dije que mi padre era un hombre especial, algo excéntrico, y que prefería una silla que tuviera la mayor cantidad de acero posible y poco aluminio. Quería algo sólido.

Finalmente, me decidí por una silla antigua, buena, de Invacare. Era muy pero muy pesada; con marco de acero carbónico cromado en su superficie y un diámetro hueco en los apoyabrazos suficiente para mis intenciones.

La cargué en la caja de cartón, haciendo un gran esfuerzo y dejé a Molly en un centro comercial para que comprara un traje caro a rayas, dos talles más grandes de mi talle habitual, una camisa, gemelos y algunas otras cosas.

Mientras tanto, yo seguí hasta un taller en Worcester. Seeger me había recomendado al dueño, un hombre grandote, un ex convicto llamado Jack D'Onofrio. Era hombre temperamental, había dicho Seeger, pero un maestro en el trabajo en metales. Seeger lo había llamado de antemano y le había informado que yo era un buen amigo suyo y que si me trataba bien, yo le devolvería el favor con creces.

A pesar de la llamada, D'Onofrio no estaba de buen humor cuando abrió. Inspeccionó la silla de ruedas con irritación y furia, tocando los grandes apoyabrazos de plástico gris fijados al metal con tornillos Phillips.

– No sé -dijo por fin-, no es fácil agujerear este plástico. Podría reemplazarlos con teca. Eso sería muchísimo más fácil.

Yo lo pensé un momento y después dije:

– Adelante.

– El acero no es problema. Cortar y soldar. Pero tengo que cambiar el diámetro de la goma del frente.

– No tiene que haber ni rastros del corte, de cerca tampoco -dije-. ¿Qué le parece un serrucho tipo quirúrgico para cortar el tubo?

– Eso es lo que pensaba hacer.

– De acuerdo. Pero la necesito en una hora o dos.

– ¿En una hora? -espetó él-. Tiene que estar bromeando, viejo… -Hizo un gesto que abarcó con los brazos el negocio lleno de cosas. -Mire eso. Estamos tapados, viejo… Totalmente tapados… ¡Hasta la coronilla!

Una, hasta dos horas, era presionarlo un poco, pero no era imposible. El hombre estaba negociando, claro. Yo no tenía tiempo que perder, ése era el problema: saqué un fajo de billetes y se lo tiré.

– Estamos preparados para pagar más -dije.

– Veré lo que puedo hacer…La última cita era la más difícil de arreglar y, en cierto modo, la más riesgosa. De tanto en tanto, las fuerzas policiales, el fbi y la cía tienen que pedir los servicios de especialistas en técnicas de disfraz. Generalmente, son personas entrenadas en el teatro, en la aplicación de prótesis y maquillaje, pero el disfraz para cobertura de acciones ilegales es un arte muy especializado. El artista debe poder transformar a un funcionario o un agente cualquiera en alguien totalmente irreconocible, capaz de pasar los exámenes más cuidadosos y exhaustivos. Por lo tanto, las técnicas son limitadas y el número de artistas, muy escaso.

Tal vez el mejor, un hombre que había hecho trabajos ocasionales para la CIA (y para una larga lista de estrellas de cine y televisión y líderes políticos y religiosos de primera línea), se había jubilado y vivía en Florida, según averigüé. Finalmente, después de varias llamadas telefónicas a compañías de disfraces y de teatro en Boston, obtuve el número de un viejo, un húngaro llamado Balog que había hecho trabajos para el fbi y conocía los requisitos. Su trabajo le había permitido a un funcionario del fbi infiltrarse en una familia de la Mafia en Providence no una sino dos veces, me dijeron. Eso era suficiente para mí. Trabajaba en un viejo edificio de oficinas de Boston, como socio de una compañía de maquillaje teatral. Lo conseguí poco antes del mediodía.

Como no había tiempo para ir hasta Boston y volver, arreglé que se encontrara conmigo en un Holiday Inn, en Worcester, donde yo había reservado una habitación. Para hacerme tiempo, tendría que abandonar a sus clientes el resto del día. Le dije que valdría la pena.

– Tenemos que separarnos -le dije a Molly cuando llegamos al Holiday Inn-. Tú haz los arreglos de vuelo. Y ven a verme cuando termines.

Ivo Balog era un hombre de cerca de setenta años, rasgos rudos y piel roja de bebedor, pero yo me di cuenta enseguida de que fueran cuales fuesen sus defectos personales, Balog era un mago.

Meticuloso y muy inteligente, se pasó un cuarto de hora inspeccionándome la cara antes de abrir la caja de maquillaje.

– ¿Quién quiere ser exactamente? -me preguntó.

Mi respuesta, que yo había supuesto perfectamente razonada, no lo satisfizo.

– ¿De qué vive la persona que usted quiere personificar? -preguntó-. ¿Dónde vive? ¿Tiene dinero o no? ¿Fuma? ¿Está casado?

Conversamos unos minutos, fabricando la biografía falsa.Varias veces, objetó mis sugerencias, diciendo una y otra vez el mantra de su profesión, en su inglés muy extranjero:

– No, la esencia del diseño es la simplicidad.

Finalmente, me destiñó el color oscuro del cabello castaño y las cejas y después lo convirtió en un gris plateado.

– Puedo agregarle diez, tal vez quince años -me advirtió-, más es peligroso.

Él no tenía idea de la razón por la que yo estaba pidiéndole todo eso pero no había duda de que sentía la tensión. Y yo apreciaba su cuidado, su meticulosidad.

Aplicó una loción química para tostarme la cara y la distribuyó con cuidado para evitar líneas blancas que pudieran desenmascararme.

– Esto puede llevar dos horas -dijo él-. Supongo que tenemos ese tiempo.

– Sí -dije.

– Bien. Déjeme ver la ropa que se va a poner.

Inspeccionó el traje y los zapatos negros muy brillantes, y asintió. Estaba de acuerdo.

Luego pensó en algo.

– Pero… ¿y la protección antibala?

– Aquí está -dije, levantando la Safariland Cool Max, una remera de fibra de Spectra ultraliviana que según había dicho Seeger es diez veces más fuerte que el acero.

– Linda -dijo Balog, con admiración-. Delgada.

Para cuando la crema se secó, Balog ya me había aplicado una pintura para oscurecerme los dientes y me había fabricado una barba realista bien cortada y un par de anteojos de marco de carey.

Cuando Molly volvió a la habitación, se quedó fría, la mano en la cara.

– Mi Dios -dijo-. ¡Me engañaste por un momento!

– Un segundo no basta -dije y luego me volví para mirarme por primera vez en el espejo del hotel. Yo también me quedé de una pieza. La transformación era extraordinaria.

– La silla está en el baúl -dijo ella-. Vas a tener que inspeccionarla. Escucha… -Miró al artista del maquillaje con preocupación. Yo lo miré también y le pedí que se fuera al vestíbulo durante unos momentos.

– ¿Qué pasa?

– Había un problema con la audiencia -dijo ella-. Generalmente, las audiencias son públicas y abiertas, excepto las secretas. Pero esta vez, no sé por qué, tal vez porque se televisa, admiten sólo prensa e invitados especiales.

Yo le contesté con calma; no quería dejarme dominar por el pánico.-Dijiste que había un problema; había, dijiste…

Ella tenía una sonrisa tensa: algo seguía preocupándola.

– Llamé a la oficina del senador del Commonwealth de Massachusetts… -dijo ella-. Le dije que era asistente administrativa de un tal doctor Charles Lloyd de Weston, Massachusetts, que está en Washington y quiere ver una audiencia en vivo y en directo. La gente del senador siempre está encantada cuando puede hacerle un favor a un votante. Hay un pase esperándote en la sala.

Se inclinó y me besó la frente.

– Gracias -dije-. Pero no tengo identificación con ese nombre y no hay tiempo para…

– No van a pedir identificación. Ya pregunté. Les dije que te habían robado la billetera y entonces me sugirieron que llamaras a la policía. De todos modos, nunca piden identificación en las audiencias públicas… En general, no piden pases tampoco.

– ¿Y si controlan y descubren que ese médico no existe?

– No van a controlar, pero si lo hacen, sí que existe. Charlie Lloyd es el jefe de cirugía del Hospital General de Massachusetts. Siempre pasa todo este mes en el sur de Francia. Ahora, está de vacaciones con su esposa en Iles d'Hyéres, en la costa de Toulon, Costa Azul, claro. Pero el servicio de mensajería dice solamente que está fuera de la ciudad. A nadie le gusta saber que su cirujano está en Provenza o algún lugar así.

– Eres genial.

Ella se inclinó con modestia.

– Gracias, pero en cuanto al vuelo…

Yo sentí inmediatamente, por su tono de voz, que algo no andaba bien.

– No, Molly. No hay líos con el vuelo, ¿no es cierto?

Ella contestó al borde de la histeria.

– Llamé a todas las compañías de charters de cien kilómetros a la redonda. Sólo una tenía un avión disponible con tan poca anticipación. Todo el mundo está completo por el resto de la semana…

– Y lo alquilaste, ¿no?

Ella dudó.

– Sí, sí… Pero no es cerca. Están en el Aeropuerto Logan.

– ¡Eso es a una hora de camino! -rugí. Miré el reloj: eran más de las tres de la tarde. Teníamos que estar en el Senado antes de las siete. ¡Cuatro horas! -Diles que lleven el avión a Hanscom. Paga lo que te pidan. ¡Pero hazlo!

– Ya lo hice -espetó ella-. ¡Lo hice, mierda! Les ofrecí el doble, el triple… Pero el único avión que tienen, un Cessna 303 dos motores, no va a estar listo hasta el mediodía, ydespués, todavía tienen que revisarlo y lo que ha…

– ¡Mierda, Molly, mierda! Tenemos que estar en Washington a las seis, a más tardar… ¡Tu maldito padre…!

– ¡Eso ya lo sé! -Ella levantó la voz casi hasta el alarido; le corrían las lágrimas por las mejillas. -¿Crees que no me doy cuenta, carajo? El avión va a estar en Hanscom en media hora.

– Eso no nos da tiempo, mierda… El vuelo es de dos horas y media…

– Hay un vuelo comercial desde Boston cada media hora, por Dios…

– No. No podemos tomar vuelos comerciales. Sería una locura. ¿En este punto del plan? Es demasiado arriesgado aunque más no fuera por las armas… -Una vez más miré mi reloj y calculé mentalmente. -Si nos vamos ahora, apenas si llegamos al Senado.

Dejé entrar a Balog, le pagué, le agradecí su ayuda y lo acompañé a la salida.

– Vamonos ya, carajo -dije.

Eran las tres y diez.

68

Unos minutos después de las tres y media, estábamos en el aire.

Molly ya había resuelto otro de los problemas, como siempre. Los planos de los edificios públicos de Washington d.c son públicos y están en las oficinas de la ciudad. El problema es obtenerlos pero hay un número de compañías privadas en Washington que se especializa en esas búsquedas por un pago fijo. Mientras yo me convertía en un digno hombre maduro en silla de ruedas, Molly había hecho contacto con una de esas compañías y -por una suma exorbitante- se había hecho mandar por fax las fotocopias de los planos del edificio donde se llevaría a cabo la audiencia.

Mientras eso estaba en camino, se había inventado una identidad como editora de The Worcester Telegram y así había hablado con el Senador de Ohio al que correspondía la vice-presidencia del Comité. La ayudante de prensa del Senador estuvo más que contenta de entregarle a una editora el horario exacto de la audiencia de la noche.

"Gracias a Dios por la tecnología del fax", me dije.

Durante el vuelo de dos horas y media, estudiamos el horario y los planos hasta que finalmente me pareció que el plan era razonable y que tal vez tendría posibilidades de tener éxito.

Parecía a prueba de tontos.


A las 06:45 la camioneta que había alquilado en el aeropuerto se detuvo a la entrada del edificio del Senado. Unos minutos antes, el conductor había dejado a Molly a varias cuadras. Ella estaba enojada con esa parte del plan: si yo estaba arriesgando mi vida para salvar la de su padre, ¿por qué ella tendría que limitarse a manejar el auto de la huida? Ya lo había hecho en Baden Baden, y no pensaba volver a hacerlo.

– No te quiero ahí -le dije en el camino al Capitolio-. Con uno de nosotros en peligro es suficiente.

Ella hizo una mueca pero yo seguí explicándole:

– No estás disfrazada y aunque sí estuvieras, es demasiado arriesgado que vayamos los dos. Los enemigos de tu padre están en todo, no podemos dejar que nos vean juntos. Si reconocen a uno… Y si somos dos, son más las posibilidades de que nos vean. Y además éste es un trabajo para una sola persona.

– Pero no sabes la identidad del asesino, así que ¿para qué el disfraz?

– Habrá otros, hombres de Truslow o de los alemanes… gente que seguramente sabe cómo soy. Les deben de haber informado. Y tienen instrucciones de eliminarme si me ven, de eso estoy seguro -contesté.

– De acuerdo. Pero no entiendo por qué no puedes pasar el arma a través de la entrada de prensa y sacar al asesino. Seguramente no hay detectores de metales allí.

– Tal vez los haya, pero no estoy seguro. De todos modos, no se trata sólo de pasar el arma. La prensa está en el segundo piso… demasiado lejos de los testigos. Y del lugar donde va a colocarse el asesino.

– ¿Demasiado lejos? -preguntó Molly, que no estaba de acuerdo-. Eres muy buen tirador, Ben. Por Dios, ¡hasta yo tiro lo bastante bien como para lograrlo desde allí!

– Ese no es el punto -le contesté con brusquedad-. Tengo que estar cerca del asesino, y determinar quién es. La prensa está demasiado lejos.

Era evidente que yo tenía razón así que Molly se calló, sin ganas. En asuntos de medicina ella era la experta; en esto, en cambio, el experto era yo, o por lo menos, tenía que serlo.

El Capitolio estaba iluminado, la cúpula brillante contra la oscuridad de la noche. El tránsito rugía con todos los habitantes de las afueras que corrían a casa después de un día de trabajo en las oficinas del gobierno.

Fuera del edificio había una gran multitud: espectadores, visitantes, miembros de la prensa. Una larga línea que salía serpenteando desde la puerta: gente que esperaba que la dejaran pasar a la Sala 216, dignatarios y afortunados con pases, supuse.

Era una multitud brillante: la audiencia de esa noche era algo esperado en Washington y reunía a los grandes y a los poderosos de la capital de la nación.

Entre ellos estaba el nuevo director de la CIA, Alexander Truslow, que acababa de volver de una visita a Alemania.

¿Para qué había venido?

Dos de las mayores cadenas de televisión de los Estados Unidos cubrían el interrogatorio en vivo, cancelando para eso sus programas habituales.

¿Cómo reaccionaría el mundo cuando viera que el testigo sorpresa era nada menos que el difunto Harrison Sinclair? La impresión, la repercusión serían extraordinarias.Pero eso no sería nada comparado con el asesinato de Sinclair grabado en vivo en televisión.

¿Cuándo saldría Hal?

¿Y desde dónde?

¿Cómo podría yo detenerlo, protegerlo! ¿Cómo, si ni siquiera sabía desde dónde vendría?

El conductor puso mi silla de ruedas en la plataforma de atrás de la camioneta y la bajó a tierra. La silla dejó escapar un quejido electrónico. Luego él la desprendió del todo y me ayudó a subir. Cuando me dejó en el vestíbulo de entrada, le pagué y se fue.

Me sentía expuesto y vulnerable y estaba muy asustado.

Para Truslow y su gente y el nuevo Canciller alemán, los riesgos eran enormes. Había mucho enjuego. No podían dejar que el complot se hiciera público, eso era seguro. Entre ellos y su versión de la conquista global sólo quedaban dos hombres, dos hombres insignificantes. Sólo Hal y yo entre ellos y los restos de un nuevo mundo a dividirse en dos grandes mitades; entre ellos y una fortuna incalculable. El botín no era de cinco o de diez mil millones, no, era de cientos de miles de millones de dólares.

Frente a ese botín, ¿qué podían valer las vidas de dos tontos como Benjamín Ellison y Harrison Sinclair?

¿Había alguna duda de que no dudarían en eliminarnos, en "neutralizarnos" como decíamos los espías?

No.

Y ahí, en la habitación, más allá de la multitud, más allá de los dos detectores de metal, más allá de las dos filas de guardias de seguridad, estaba sentado Alexander Truslow, al comienzo de su discurso. Sin duda había muchos de los suyos entre los de seguridad.

¿Y el asesino? ¿Dónde estaba?

¿Quién era el asesino?

Mi mente corría en círculos. ¿Me reconocerían a pesar del disfraz, del esfuerzo que había puesto en esa parte del plan?

¿Me reconocerían!

Parecía improbable. Pero el miedo es irracional y no está sujeto a la lógica.

Yo parecía un inválido en silla de ruedas. Estaba sentado sobre mis piernas y había puesto una manta sobre ellas para completar el efecto. La silla de ruedas era lo suficientemente grande como para eso. Balog, el mago del maquillaje, había cosido los pantalones para que se parecieran a los típicos arreglos que hacen los sastres caros para los clientes ricos e inválidos. Nadie miraría mucho a un viejo en silla de ruedas. Tenía el cabello y la barba grises y las arrugas de la edad podían pasar el más cuidadoso de los exámenes visuales. Había manchas oscuras en mis manos y los anteojos me daban una dignidad profesional que, en combinación con todo lo demás, cambiaba mucho mi apariencia. Balog se había negado a hacer nada que no fuera muy pero muy sutil y yo se lo agradecía. Sin duda en esa fila de entrada, yo parecía un diplomático o un ejecutivo, un hombre de cincuenta o sesenta años que había sufrido los ataques injustos de la edad. No era Benjamín Ellison.

Por lo menos, eso quería creer.

Mi inspiración era Toby, por supuesto. Un hombre al que no volvería a ver, con el que nunca me enfrentaría en persona. Lo habían matado pero me había dado una idea antes de partir.

Un hombre en silla de ruedas atrae atención y, al mismo tiempo, la desvía. Tiene que ver con una de las características de la mente humana. La gente se da vuelta para mirarlo, sí, pero inmediatamente desvía la vista -eso puede decirlo cualquiera que haya estado en una silla de ruedas- porque es como si le diera vergüenza que alguien descubriera su curiosidad y, por eso, la persona en silla de ruedas suele adquirir cierto anonimato.

Yo me había cuidado de llegar lo más tarde posible. No hubiera sido prudente quedarme sentado demasiado tiempo en la sala de audiencias, donde había posibilidades de que alguien me reconociera.

También había tomado otra precaución siguiendo una idea de Molly. Ya que uno de los sentidos humanos que más importan subliminalmente (y menos suelen tomarse en cuenta) es el del olfato, ella me había sugerido poner algo con olor medicinal en la silla. Dijo que el olor de hospital completaría el disfraz. A mí me había parecido brillante.

Ahora esperaba en la multitud, mirando alrededor con la gravitas que correspondía a mi situación en la vida. Una pareja madura me hizo un gesto para que me pusiera delante de ellos en la fila. Acepté la oferta, me acerqué y les agradecí.

Había una larga mesa junto a los detectores de metales: allí entregaban pases azules a los que figuraban en la lista de invitados. Cuando llegué a la mesa, reclamé el mío a nombre del doctor Charles Lloyd del Hospital General de Massachusetts en Boston.

Con el pase en la mano los invitados pasaban por el detector uno por uno. Como suele suceder, hubo varias falsas alarmas. Una vez la alarma sonó con fuerza. Le pidieron al visitante que se sacara todo de los bolsillos. Por la información que me había dado Seeger, yo sabía que el detector era un Sirch-Gate III lo suficientemente sensible en el centro como para detectar un peso casi insignificante de metal. También sabía que las precauciones serían cuidadosas y exhaustivas.

Por eso, claro está, la silla de ruedas. Yo sabía que Toby la había usado más de una vez para llevar una pistola bajo el asiento. Yo no me había atrevido a tanto. Era muy fácil descubrir algo así si revisaban. El American Derringer modelo 4, un arma muy poco usual, estaba ahora metida en el brazo de la silla de ruedas. Nadie la diferenciaría de la silla misma.

Pero me latía con fuerza el corazón cuando pasé. Los latidos me llenaban los oídos con un golpeteo rápido que bloqueaba todo lo demás.

Sentí que me corría el sudor por la frente, sobre las cejas y luego, más abajo, en un arroyito hacia las mejillas.

No, claro que nadie oía el espanto de mi corazón. Pero la transpiración era algo que todos podían ver. Y cualquier agente de seguridad entrenado para detectar señales de nerviosismo y tensión se arrojaría directamente sobre mí. ¿Por qué sudaba tanto ese caballero próspero en su silla de ruedas? No hacía tanto calor en el vestíbulo. En realidad, estaba bastante fresco.

De pronto, me pareció que habría debido tomar algo para controlar mis respuestas anatómicas, pero lo cierto era que no quería atontar mis reflejos.

Y mientras el sudor me corría por la frente, uno de los guardias de seguridad, un joven negro, me llamó a un costado.

– ¿Señor? -preguntó.

Yo lo miré, sonreí con amabilidad, y me acerqué a un costado de la puerta del detector.

– Su pase, por favor.

– Claro -dije y le entregué el papel azul-. Dios, ¿cuándo llega el invierno? Odio este clima.

El asintió sin prestar demasiada atención, miró el pase y me lo devolvió.

– A mí me encanta -dijo-. Ojalá fuera así todo el año. El invierno viene pronto, demasiado pronto. Yo odio el frío.

– A mí, me encanta -dije-. Me gustaba mucho esquiar.

Él sonrió, con pena.

– Señor… ¿está usted…?

Adiviné lo que quería decir.

– No puedo salir fácilmente de esta cosa, si eso es lo que quiere decir. -Golpeé los brazos de la silla imitando a Toby. -Espero no causar muchos problemas.

– No, señor, claro que no. Obviamente no puede pasar por el detector, así que voy a usar uno de mano.

Se refería a la unidad de detección de metales Search Alert, de mano, que emite un tono de oscilación. Si alguien la pone cerca del metal, el tono se hace agudo.-Adelante -dije-. Lamento todo esto.

– No hay problema, hombre. No hay problema. Yo lamento tener que hacerlo pasar por esto. Pero por alguna razón hoy hay mucho control. -Levantó de la mesa la pequeña máquina, una caja unida a una gran U de metal. -Se supone que es suficiente con los pases… Pero hoy hacen de todo. Hay otro detector ahí. -Señaló la estación de seguridad a la entrada de la sala misma. -Va a tener que pasar por todo esto de nuevo, se lo prevengo. Supongo que está acostumbrado, ¿no?

– Es el menor de mis problemas -dije con placidez.

La máquina gimió cuando se me acercó y yo me puse tenso. Él me la pasó por las piernas, sobre las rodillas y de pronto, cuando llegó a los muslos -y al revólver escondido- el ruido se agudizó.

– ¿Qué tenemos aquí? -murmuró él más para sí mismo que para mí. -La mierda esta es demasiado sensible. El metal de la silla…

Y mientras yo me quedaba sentado, empapado de sudor, con la sangre en los oídos, oí la voz amplificada de Alexander Truslow que venía del sistema de amplificación de la sala.

– … deseo agradecer al comité -estaba diciendo- por llamar la atención del público sobre el grave problema que aqueja a la Agencia que tanto amo.

El guardia movió el dispositivo de sensibilidad y me lo volvió a pasar.

Y la escena se repitió: cuando la máquina se acercó al brazo de la silla donde estaba escondida el arma, se oyó un gemido metálico.

Yo me puse tenso otra vez y sentí que me caía el sudor por la frente, por las orejas, por la nariz.

– Mierda con esto -dijo el guardia-. Disculpe el lenguaje, señor.

La voz de Truslow de nuevo, clara y melodiosa.

– … eso me ayuda mucho en mi trabajo. Quien quiera que sea este testigo, y cualquiera sea la naturaleza de su testimonio, sólo puede beneficiarnos.

– Si no le importa -dije-, quisiera llegar antes de que termine el discurso de Truslow.

El guardia retrocedió, apagó la máquina, frustrado y dijo:

– Odio estas cosas, venga por aquí. -Me escoltó alrededor del detector grande. Yo asentí, lo saludé con la cabeza y me acerqué a la segunda estación de seguridad. Parecía un cuello de botella: una gran multitud se estaba reuniendo adentro. ¿Qué pasaba? ¿Por qué tanto retraso?

Otra vez, Truslow en los altoparlantes, tranquilo, gracioso.

– …cualquier testimonio que pueda abrir las persianas y hacer entrar la luz del día…

Yo maldecía por dentro; todo el cuerpo me gritaba. ¡Vamos, vamos! El asesino ya debía de estar en su lugar y, en unos segundos, el padre de Molly entraría en esa habitación atestada de gente…

Y ahí estaba yo, detenido por un grupo de policías de alquiler…

¡Vamos, mierda, mierda!

¡Vamos!

Otra vez me pusieron a un costado del detector grande. Esta vez era una mujer, blanca, madura, con el cabello rubio y una figura grande que apenas si entraba en el uniforme azul.

Miró el pase con cuidado, me miró y llamó a otra.

Ahí estaba, a cuestión de metros, sólo metros, de la entrada a la Sala 216 y esa maldita mujer se tomaba su tiempo…

Desde la sala, oí un murmullo grave. Un murmullo de multitud. El brillo súbito de los flashes de las cámaras.

¿Qué era?

¿Había llegado Hal a la sala?

¿Qué mierda estaba pasando?

– Por favor -dije, mientras la mujer volvía con otra de la misma edad, ésta negra y más flaca, aparentemente su superior-, quisiera entrar lo antes posible.

– Espere un segundo -dijo la rubia-. Lo lamento.

Se volvió a su jefa, que me dijo:

– Lo lamento, señor, pero va a tener que esperar hasta el primer receso.

– No entiendo -dije. ¡No! ¡No, no era posible!

Desde la sala de audiencias, los tonos del presidente del comité, estentóreos, severos.

– Gracias, señor director. Todos apreciamos el hecho de que haya venido hasta aquí a darnos su apoyo en un momento que sólo puede ser doloroso para la CIA. En este punto y sin hacer perder más tiempo a nadie, nos gustaría presentar al último testigo de estas audiencias. Les voy a pedir que no usen sus flashes y que todo el mundo permanezca sentado mientras…

– Pero tengo que entrar -protesté.

– Lo lamento, señor -dijo la jefa-. Tenemos instrucciones. No nos permiten admitir a nadie en este momento, no hasta que haya un receso o algo de ese tipo. Lo lamento.

Me quedé sentado, paralizado de horror y ansiedad, mirando a las dos guardias con desesperación.

En unos segundos, asesinarían al padre de Molly.

No podía quedarme sentado ahí. Tenía que entrar, había llegado tan lejos, habíamos llegado tan lejos…

Tenía que hacer algo.

69

Las miré con los ojos fuera de las órbitas, con indignación y dije:

– Miren, es una emergencia médica…

– ¿Qué dice usted, señor?

– Es algo médico, carajo. Es personal. No tengo tiempo… -Indiqué mi entrepierna, el intestino, la vejiga, o lo que ellas decidieran entender de mi gesto.

Era una idea desesperada y yo lo sabía. No había baños en el vestíbulo: yo lo había visto en los planos. El único que tenía equipo para inválidos estaba fuera de la sala de audiencias. Pero había uno dos pisos más arriba, y podía llegar ahí sin volver a pasar por seguridad. ¿Lo sabrían ellas? Otro riesgo calculado. Tal vez sí, ¿qué harían entonces?

La negra se encogió de hombros y después hizo una mueca.

– De acuerdo, señor…

Sentí que el cuerpo se me inundaba de alivio.

– Pase entonces. Hay un baño de hombres a la izquierda. Pero, por favor, no entre en la sala hasta que…

No terminé de oírla. Con un gran ataque de energía, salí hacia la izquierda.

Otro guardia en la entrada. Desde donde yo estaba sentado, tenía un buen punto, un punto de visión ventajoso. La sala 216 era una cámara de dos pisos, espaciosa, moderna, construida con la televisión en mente. Grandes luces lo iluminaban todo para las cámaras. Había paneles en las paredes para colocarlas y en el segundo piso, en la galería de la prensa, bajo una placa de vidrio y al final de la habitación, más facilidades de este tipo.

¿Dónde estaría?

¿En la galería de prensa? ¿Se habría infiltrado usando credenciales de prensa falsas? Eso era fácil, claro, pero estaba demasiado lejos del frente de la habitación para ser seguro.

El arma tenía que ser chica, probablemente un arma de puño. Cualquier otra cosa era fácilmente detectable dentro delespacio de la habitación. Esa no era la clásica situación del francotirador del rifle automático que espera en el techo. Quien quiera que fuese tendría que usar una pistola. Y para eso, habría tenido que meterla en la habitación de alguna forma.

Es decir, que tenía que estar dentro del campo cercano al blanco. En teoría, un arma de puño es exacta incluso a noventa metros, pero cuanto más cerca esté uno, más seguro es el disparo.

Mientras tanto, había llegado fuera de la línea de visión de las mujeres de seguridad.

Tragué saliva y me acerqué a la habitación por la rampa.

Otro guardia uniformado esperaba en la puerta.

– Disculpe…

Pero esta vez me lancé hacia adelante, sin prestarle atención. Mi cálculo fue correcto: el guardia no iba a abandonar su puesto para perseguir a un hombre en silla de ruedas.

Ahora estaba en la habitación principal. Miré despacio la fila de asientos. Era imposible ver a todo el mundo, pero yo sabía que el asesino tenía que estar ahí, en alguna parte.

¿Dónde…? ¿Quién…?

¿Sentado entre los espectadores?

Me volví hacia el frente de la habitación, donde estaban sentados los senadores en un semicírculo elevado de caoba. Algunos consultaban notas; otros tenían las manos puestas sobre los micrófonos frente a ellos mientras charlaban.

Detrás, junto a la pared, había un fila de ayudantes, todos bien vestidos y jóvenes. Frente al podio alto de caoba, una fila de tres taquígrafos, dos mujeres y un hombre, sentados frente a sus tableros, escribiendo a la velocidad del rayo en silencio absoluto.

Y detrás de la fila de senadores, en el centro, estaba la puerta que atraía las miradas de todos. La habitación crujía de tensión. Esa era la puerta por la que habían entrado los senadores. Tenía que ser la puerta por la que pasaría la figura de Sinclair.

El asesino tenía que estar a menos de veinte metros de la puerta.

¿Dónde mierda se había metido!

¿Y quién era?

Miré hacia el estrado de los testigos, frente a la mesa de los senadores. Estaba vacío, esperando la llegada del testigo sorpresa. Detrás había una fila de sillas, seguramente por razones de seguridad. Y unas filas detrás del estrado, vi a Truslow, en un traje cruzado inmaculado. A pesar de que acababa de volver de Alemania, no parecía cansado: tenía el cabello plateado echado hacia atrás y bien peinado. ¿Había una sonrisa de triunfo, de satisfacción, en sus ojos? Junto a él estaba su esposa, Margaret, y una pareja más, probablemente su hija y su yerno.

Me di vuelta y recorrí el pasillo hacia el frente de la habitación. La gente me miraba y luego dejaba de mirarme, como era de esperar. Yo ya me estaba acostumbrando.

Era tiempo de empezar.

Una vez más recorrí con la vista la habitación, fijándola en mi memoria fotográfica. Había un número limitado de posiciones desde las cuales se podía disparar con comodidad y dar en el blanco, e intentar un escape coherente.

Respiré hondo, tratando de ordenar mis pensamientos de alguna forma. Eliminé toda posición que quedara más allá de los treinta metros.

No… de los veinte metros… Y dentro de los diez metros, las posibilidades crecían astronómicamente.

De acuerdo. Las posiciones dentro de los diez metros, las más probables, eran las que estaban cerca de una salida. Eso significaba que el asesino tendría que estar sentado o de pie en el frente: a la derecha, a la izquierda o en el centro, ya que sólo había salidas en el frente o atrás. Atrás no, por la distancia.

Adelante: ahora tenía que eliminar todo lo que no estuviera en directa línea de fuego. Es decir un noventa y cinco por ciento de los asientos.

Desde donde estaba, lo que veía era sobre todo las nucas de las personas. El asesino podía ser hombre o mujer, así que yo sabía que no debía limitarme a buscar la imagen clásica: joven, hombre, físicamente apto y bien formado. No, eran demasiado inteligentes para eso. No podía descartar la idea de una mujer.

Los chicos no, pero un adulto podía disfrazarse de chico. Era raro, sí, pero tampoco podía descartar lo raro. Tendría que revisar a todo el mundo dentro del área que había seleccionado. Sistemáticamente, miré a cada persona dentro de las áreas de posiciones de fuego y sólo me animé a descartar a dos: una joven con un cuello a lo Peter Pan que era realmente una nena un poquito crecida; y una vieja distinguida que según me decía mi instinto era auténtica.

Si mis cálculos eran correctos, eso me daba una cuenta de veinte sospechosos en el frente.

Adelante.

Aceleré el ritmo de mi silla de ruedas hasta el frente. Entonces me detuve, hice girar la silla hasta ponerla bien cerca de la gente sentada en los extremos de las filas de asientos.Aquí y allá sentí que reconocía caras pero en realidad, el público estaba lleno de caras familiares. No amigos, por cierto, pero sí gente pública. Personalidades. El tipo de persona que aparece en The Washington Post, o en programas de televisión en vivo.

¿Dónde mierda?

Enfocar, sí, carajo, tenía que enfocar la mente, concentrar mis poderes de percepción, separar el ruido ambiente del ruido de los pensamientos. Y después separar los pensamientos que no me interesaban, los comunes, de las ideas del hombre o mujer que se preparaba para llevar a cabo un asesinato público, difícil, metódico y tenso. Serían los pensamientos de alguien concentrado con intensidad, alerta casi hasta la locura.

Enfoca.

Me acerqué a un hombre en traje -cabello color arena y treinta años, un cuerpo de jugador de rugby- al final de la fila cuatro y bajé la cabeza.

Y oí: …hacerlo socio, sí ¿pero cuándo y cómo? Porque ah, si no supiera… Un abogado. En Washington eran una plaga.

Sigue.

Un chico adolescente, la cara llena de acné, vestido con una chaqueta tipo ejército. ¿Demasiado joven? Y llegó: no quiere llamarme hasta que yo no la llame y claro…

Una mujer de casi sesenta años, elegantemente vestida, con una expresión dulce, y lápiz de labios color rojo intenso. Pobre hombre, ¿cómo se las arregla para andar así solo? Estaba pensando en mí, sin duda.

Seguí un poco más adelante, rodando, la cabeza baja.

…mierda con ese nido de espías quieren dejarlo de lado, carajo y… Un hombre alto de más de cuarenta, en ropa informal, cola de caballo, un aro en la oreja.

¿Era él? No era lo que yo esperaba, no la concentración intensa, tipo láser, del asesino profesional.

Me detuve a unos metros, enfoqué.

Enfoqué.

apenas llegue a casa, termino esta noche reviso mañana ver lo que dice el Times y lo que piensa el editor…

No, un escritor; un activista, no un asesino.

Ya había llegado a la primera fila y empecé a pasar por el frente de la habitación. Era un movimiento muy comprometido: todos me veían con claridad.

La gente me miraba, preguntándose adonde iría.

¿Ese tipo piensa pasar por aquí hasta el otro lado? ¿Se permite eso?

Tan cerca de esos senadores, ¿cómo podría llegar más cerca?Alto.

Quiero autógrafos, a la salida, si me los dan.

Adelante.

Una mujer de pelo color ceniza y unos cincuenta años, con cara de anoréxica y mejillas hundidas, la piel demasiado tensa que revela un exceso de cirugía estética, alguien de la élite de Washington, aparentemente:

…mousse de chocolate con salsa de frambuesa y tal vez un pedazo de torta de manzana con una montaña de helado de vainilla y ¿no me lo merezco acaso? fui buena y obediente esta semana…

Seguí adelante, cada vez con más rapidez, concentrándome con todo mi ser, mirando las caras al pasar, la cabeza baja, escuchando. Los pensamientos venían en torrente ahora, una corriente de emociones e ideas sicodélica, caleidoscópica, confusa, brillante, inundada de los sentimientos más privados, las contemplaciones más banales, la furia, el amor, la sospecha, la excitación…

…le dieron el ascenso y me pasaron por encima y…

Más rápido.

…maldito Departamento de Justicia qué se creen…

¡Vamos!

Una y otra vez miré las filas de espectadores, luego la de ayudantes bien vestidos junto a los senadores, la de taquígrafos sentados frente al podio con sus papeles silenciosos, inclinados en furiosa concentración sobre las pizarras.

No.

…no escribí nada y no debería quedar nada en los informes…

Un murmullo recorrió la habitación. Miré hacia el frente, mientras seguía rodando y vi que la puerta se abría un poco.

Más rápido.

…la fiesta de Kay Graham cuando el vicepresidente me pidió que…

Moví mi cabeza a izquierda y derecha, desesperado. ¿Dónde estaba ese tirador? Todavía no había señales de él, ni una, y Hal estaba a punto de aparecer y cuando apareciera, todo habría terminado.

las piernas de esa escultura de ahí si puedo conseguir el teléfono tal vez le pida a Myrna que llame a personal pero entonces ella…

Y de pronto, con un sacudón, vi que había olvidado el lugar más evidente de todos. Giré la cabeza hacia el podio, y entonces noté una discrepancia extraña y se me tensó el estómago.

Tres taquígrafos. Dos, las dos mujeres, escribían furiosamente, con las hojas de papel en constante movimiento en lasmáquinas y las bandejas de recepción.

El tercero no parecía estar trabajando. Un hombre de cabellos negros… que se limitaba a mirar hacia la puerta. Era extraño que tuviera tiempo de mirar a su alrededor cuando sus colegas no lo tenían; qué fácil sería meter un asesino profesional entre los taquígrafos. ¿Por qué mierda no había pensado en eso? Llevé la silla hacia allí con rapidez mientras estudiaba ese perfil, y el hombre miró al público con ojos tranquilos y vacíos y…

…y entonces oí algo.

No venía del hombre de cabello oscuro, que estaba demasiado lejos de mí como para leerle los pensamientos sino desde otro lugar, a la izquierda, sobre el hombro, adelante.

Zwolf.

Un pedazo de palabra, una palabra que no parecía significar nada al principio, y que, luego, de pronto, se me aclaró. Alemán. Un número. Doce.

Elf.

Otra vez, sobre mi hombro. Once. Alguien contaba en alemán.

Giré la silla en redondo, dándole la espalda a la fila de senadores para mirar al público. Alguien parecía estar acercándoseme. Vi una forma con el rabillo del ojo.

– ¿Señor? ¡Señor!

Zehn.

Un guardia de seguridad caminaba hacia mí, haciéndome gestos para que me alejara del frente de la habitación. Alto y bien vestido en un traje gris con un transmisor en la mano.

¿Dónde mierda? ¿Dónde? Pasé los ojos sobre la primera fila, buscando a alguien que pareciera probable y vi una cara muy familiar, agradable, probablemente alguien que conocía, un viejo amigo y seguí buscando…

Y oí: Acht Sekunden bis losschlagen. Ocho segundos para el golpe.

Y entonces retrocedí y vi la cara agradable de nuevo y la reconocí por fin: Miles Preston. Apenas a unos pasos de mí.

Mi viejo amigo de copas, el corresponsal extranjero al que yo había hecho mi amigo en Leipzig, Alemania del Este, hacía ya muchos años.

¿Miles Preston?

¿Por qué había venido? Si estaba cubriendo el asunto, ¿por qué no desde la galería de prensa? ¿Por qué ahí en primera fila?

No, claro.

La galería estaba demasiado lejos.

El corresponsal extranjero al que había hecho mi amigo… No. Él se había hecho amigo mío.Se me había acercado mientras yo estaba sentado solo en el bar. Y se había presentado.

Y después estaba en París justo en el momento en que yo estaba allí.

Yo le había sido asignado, yo que era el chico nuevo en la CIA. Un cultivo clásico: su trabajo había sido cultivar mi amistad, saber todo lo que pudiera sutilmente, sin que yo me diera cuenta…

Corresponsal extranjero: el disfraz perfecto.

El guardia de seguridad se dirigía hacia mí con rapidez y determinación.

Miles Preston, que sabía tanto sobre Alemania.

Miles Preston no era inglés. Era… tenía que ser… Stasi, un agente alemán, ahora independiente. Estaba pensando en alemán.

Zwolf Kugeln in der Pistóle. Doce balas en el cargador.

Y entonces, nuestras miradas se cruzaron. Sechs.

Yo lo reconocí, y él… me di cuenta… él me reconoció a mí. Por debajo del disfraz, el cabello gris y la barba y los anteojos, vio mis ojos, el brillo de reconocimiento que había en ellos, y con eso me identificó.

Me miró una vez, una mirada fría, casi impasible. Los ojos se estrecharon un poco, muy poco. Luego volvió la vista al centro de la habitación. A la puerta que se había abierto un poco.

¡Sí, era él!

Ich werde nicht mehr als zwei brauchen. Me basta con dos.

Un hombre salió por la puerta que todos observaban.

La sala empezó a murmurar, excitada. Los espectadores estiraron el cuello, tratando de ver mejor.

Sicherung gelöst. Fuera el seguro.

Era el presidente del comité, un hombre alto, de cabellos grises y algo de panza, en un traje color gris oscuro. Lo reconocí: era el senador demócrata por Nuevo México. Estaba hablando con alguien que entraba detrás de él, alguien que todavía estaba entre las sombras.

Gaspannt. Listo.

Pero yo reconocí la silueta.

Ausgang frei. Salida libre.

El hombre era Hal Sinclair. El público todavía no se había dado cuenta de quién era, pero lo sabrían en un segundo o dos. Y Miles Preston…

¡No! ¡Tenía que actuar, ahora, ahora!

Hier kommt er. Ahí viene… Bereit zu feuern. Listo para disparar.

Y entonces, Harrison Sinclair, alto y orgulloso, vestido como debía para semejante ocasión, la barba afeitada, el cabello corto, atravesó despacio la puerta, acompañado por un guardaespaldas.

Se oyó cómo la multitud contenía el aliento, y después la sala de audiencias estalló.

70

La habitación era un rugido, los murmullos se habían convertido en palabras en voz bien alta, en exclamaciones de excitación, cada vez más poderosas y fuertes.

Lo impensable. El testigo sorpresa era… un muerto. Un hombre al que la nación había enterrado, llorado, hacía unos meses.

La galería de prensa estaba en movimiento, un remolino. Había gente que salía corriendo por la parte trasera de la habitación, seguramente para hablar por teléfono.

Sinclair y el presidente del comité, que sabía la conmoción que causaría la presencia de su testigo, pero no lo que iba a pasar a continuación, seguían atravesando la habitación hacia el estrado de los testigos, donde Sinclair juraría decir toda la verdad.

Mientras tanto, el guardia corría hacia mí con la mano en el arma, acortando cada vez más la distancia…

Miles se había puesto de pie, indistinguible en el pandemónium. Había metido la mano en el bolsillo de su traje.

¡Ahora!

Bajé el botón del apoyabrazos derecho de la silla de ruedas y apareció el arma con el cargador hacia afuera, metida con exactitud entre el metal y la goma.

Dos disparos solamente.

Esa era la desventaja del American Derringer, pero era un precio que yo había tenido que pagar.

Ya estaba amartillado. Lo saqué, y… corrí el seguro con el pulgar y…

No había línea de fuego despejada entre mi lugar y el del asesino… ¡El guardia me bloqueaba la vista!

Y de pronto, el caos, la anarquía, se quebró con el grito agudo de una mujer desde algún lugar, más arriba, y cientos de cabezas giraron hacia el sitio desde donde venía el alarido. Venía de uno de los agujeros cuadrados de las paredes, uno de los nichos preparados para cámaras de televisión, aunque éste no estaba ocupado por ninguna cámara. En lugar de eso había una mujer gritando con todas sus fuerzas.

– ¡Sinclair! ¡Abajo! ¡Cuidado! ¡Papá!

"¡Ese tiene un arma!

"¡Abajo!

"¡Van a matarte!

"¡Abajo!

¡Molly!

¿Cómo mierda había entrado?

No había tiempo para pensarlo. El guardia se quedó inmóvil, se volvió hacia la derecha, miró en la confusión y durante un instante, mi blanco estuvo al alcance.

…en ese instante, disparé, con el arma bien apuntada hacia el asesino.

No fue mi bala.

No, había demasiada posibilidad de fallar con una bala.

Era un cartucho especialmente configurado Magnum.410, con por lo menos catorce gramos de perdigones de plomo. Ciento doce perdigones para ser exactos.

Un cartucho en una pistola.

La explosión llenó la habitación, que se transformó en una cacofonía de gritos destemplados. La gente se había levantado, algunos corrían hacia las salidas, otros se arrojaban al suelo buscando protección.

En los dos segundos que tardó el guardia en saltar sobre mí, golpeándome contra la silla de ruedas, vi que yo le había dado al alemán que se hacía llamar Miles Preston. Tenía la cabeza hacia atrás, sorprendido, el brazo izquierdo sobre los ojos. La sangre le corría por la cara donde le habían dado los perdigones de alta velocidad, mutilándolo, desgarrándolo, destrozándolo. Era como recibir un puñado de vidrios rotos en la cara. El hombre había perdido el equilibrio. Tenía una pistola automática en la mano derecha. La pistola colgaba a un costado, virgen todavía.

Sinclair, eso lo vi enseguida, estaba en el suelo con alguien encima, seguramente su guardaespaldas, y la mayoría de los senadores se había agachado detrás de la mesa, mientras toda la cámara se convertía en una Babel de gritos y aullidos ensordecedores y parecía que todo el mundo se me tiraba encima, todos los que no estaban corriendo hacia las entradas o tirándose al suelo por lo menos.

Luché con el guardia, luché para ponerme de pie y sacarle mi Derringer, que el sostenía con fuerza. Intenté levantarme de la silla de ruedas, pero mis piernas, que habían estado dobladas desde hacía por lo menos una hora, no me sostenían. La sangre las había abandonado y estaban dormidas: no funcionaban. No podía levantarme.-¡Quieto! -me aulló el guardia, mientras seguía luchando por quitarme el arma.

¡Un disparo más! ¡Tenía otro disparo! Uno, y esta vez, el que quedaba en la cámara era una bala.45, y si podía liberar ese brazo, y conseguir amartillar, mataría a Miles, salvaría al padre de Molly. Pero el guardia me había aprisionado contra el piso, junto a la silla y ahora había otros conmigo y Miles, yo sabía que Miles, como asesino profesional, herido y lastimado tal vez, seguía teniendo su automática en la mano y la había apuntado a Sinclair y ya estaba apretando el gatillo…

…en ese momento, oí la explosión.

Me sacudió un terror salvaje mientras dejaba de pelear contra el guardia.

Primero un tiro, después dos, uno detrás de otro, en tres explosiones enormes que retumbaron en la habitación, seguidas por un segundo de silencio absoluto y luego una erupción de gritos y aullidos de horror.

Miles había disparado tres veces.

Tenía que haber matado a Harrison Sinclair.

Yo casi había logrado inmovilizarlo. Casi lo había detenido. Molly había ayudado mucho con su táctica de distracción. Casi habíamos impedido que el asesino cumpliera con su cometido.

Pero él había sido demasiado rápido, demasiado profesional, había demostrado tener demasiados recursos.

Y, así apretado contra el piso con media docena de guardias sobre mí, la bala.45 sin disparar en el revólver que me habían arrancado, sentí que me dejaba ir en el agotamiento.

Lágrimas -de frustración, de fatiga, de tristeza inefable- me llenaron los ojos. Ya no podía pensar.

Nuestro plan, nuestro brillante plan, había fracasado. Yo había fracasado.

– De acuerdo -dije, pero era un murmullo ronco, quebrado. Me quedé acostado, la espalda contra el piso frío, mientras alrededor de mí gritaban de horror.

Mientras el guardia me esposaba, primero una mano y luego la otra, yo miraba sin ver hacia adelante, hacia el espacio libre entre el brazo y el pecho del guardia, al frente.

Cuando se hizo un hueco, no pude creer lo que estaba viendo.

El asesino, Miles Preston, se había derrumbado en la base del estrado de los testigos, la frente destrozada, junto con casi toda su cara.

Muerto.

Sobre él, mirando todo con ojos llenos de incredulidad, estaba la figura alta, flaca, algo desgreñada, de Harrison Sinclair.Vivo.

Y lo último que vi antes de que me llevaran, la última imagen, extraordinaria y hermosa, virtualmente un milagro, fue la de Molly. Arriba, en el nicho de la cámara, en ese agujero cuadrado en la pared, donde había empezado a gritar al comienzo.

Pero ahora tenía una pistola color negro mate en la mano derecha, y miraba el arma con una expresión que parecía de incredulidad. Estoy seguro de que vi en su cara la débil sombra de una sonrisa.



POR ERIC MOFFATT

DE THE WASHINGTON POST

El edificio de la sala de audiencias del Senado fue el escenario de una de las escenas más extraordinarias de que se tenga memoria en nuestra capital.

Anoche a las 19 30, durante las audiencias televisadas del Comité Seleccionado del Senado sobre Inteligencia por la acusación de corrupción en la cía, hizo su aparición Harrison Sinclair, el ex director de la Agencia Central de Inteligencia, que supuestamente había muerto en un accidente en el mes de mayo pasado Vino a prestar testimonio bajo juramento en cuanto a lo que según dijo era una "conspiración internacional" que involucraba al presente director de la Agencia, Alexander Truslow y al gobierno del canciller de Alemania, Wilhelm Vogel, ganador de la última elección

Pero apenas Sinclair entró en la sala acompañado de guardias armados, empezaron a sonar disparos Lo único que se dijo de uno de los atacantes, que murió, fue que era de nacionalidad alemana El otro era Benjamín Ellison, 40 años abogado y ex agente de la CIA.

No se informó sobre otras muertes



POR KENNETH SEIDMAN

ESPECIAL PARA THE NEW YORK TIMES


Washington, 4 de enero- Como consecuencia de los hechos extraordinarios de diciembre, la nación sigue conmovida por el espectáculo de un ex director de la cia a quien se creía muerto, que apareció súbitamente en vivo en la televisión nacional y por el intento de asesinato, igualmente sorprendente, que siguió a dicha aparición

Y sin embargo, a pesar de los infinitos titulares que ocasionó el asunto Sinclair-Truslow y de las semanas de análisis políticos que lo siguieron, la mayor parte del asunto sigue en el misterio

Como es de público conocimiento, Harrison Sinclair, director de la CIA hasta mayo del año pasado, fingió su propia muerte para escapar a la amenaza de los que estaba tratando de acusar públicamente por corrupción Se sabe también que, después del traumático incidente en Washington, el señor Sinclair expuso su extenso testimonio en una sesión cerrada del Subcomité Seleccionado del Senado sobre Inteligencia que duró vanas horas, y en la que habló sobre todo de las actividades de Alexander Truslow y sus colegas

Pero, ¿qué ha pasado con Harnson Sinclair desde el derramamiento de sangre en el Senado? Fuentes de inteligencia especulan que tal vez lo hayan asesinado, pero se niegan a hacer más comentarios Cinco días después de los hechos, la hija del señor Sinclair, Molly, y su esposo, Benjamín Ellison, fueron declarados legalmente muertos después de que aparecieran en el agua los restos del pequeño barco en el que navegaban en Cape Cod. Fuentes de inteligencia no quisieron confirmar la idea de que la pareja había muerto asesinada al igual que el señor Sinclair El destino de los tres sigue siendo un misterio.

Un vocero del sistema de segundad del Capitolio dijo recientemente que se creía que la señora Sinclair había entrado en la sala de audiencias a través de una plataforma de carga del edificio, disfrazada de jefa de suministros comestibles El vocero dijo que la señora había conseguido los planos del edificio y los conocía perfectamente


Complot alemán


El asesino, un ex ciudadano de Alemania del Este identificado como Josef Peters, era un ex funcionario del antiguo servicio de inteligencia de ese país, también conocido como Stasi. Según fuentes de inteligencia, Peters era la verdadera identidad de un periodista conocido como Miles Preston, que decía ser ciudadano británico. El lugar de nacimiento que aparecía en su pasaporte era Brístol, Inglaterra, pero los funcionarios municipales de esa ciudad no pudieron localizar ninguna partida de nacimiento con ese nombre. Se sabe muy poco de Josef Peters.

En cuanto a Alexander Truslow, el sucesor del señor Sinclair como director de la cía, permanece en prisión esperando el juicio por traición en la Corte Superior de Washington que comenzará el mes que viene. La firma que él fundó, Truslow y Asociados Inc., está acusada de complicidad en la supuesta traición del señor Truslow, y las autoridades la han cerrado en espera de más resoluciones de la justicia.

El gobierno alemán del canciller Wilhelm Vogel ha renunciado en pleno, y también están esperando juicio los jefes de seis corporaciones alemanas, sobre todo Gerhard Stoessel, presidente de Neue Welt, una firma con base en Munich.

El señor Sinclair ha dicho que, con ayuda del director Truslow, el canciller Vogel y su gente fabricaron la caída del mercado de valores alemán para ganar la elección, después de la cual planeaban un golpe de estado corporativo de ese gobierno y el establecimiento de la hegemonía alemana sobre el resto de Europa. Sea cual sea la verdad de las revelaciones de Sinclair, la noticia del complot entre Truslow y Vogel sacudió a gobiernos y mercados.

Sin embargo, todavía no se sabe si realmente conocemos toda la historia de la conspiración de la CIA.


Un paquete de documentos


La semana pasada este periodista recibió por correo certificado un paquete de documentos preparado y enviado por el antiguo funcionario de la CIA, James Tobías Thompson III, que murió en un accidente varios días antes de los hechos de Washington.

Los documentos parecen apoyar las palabras de Sinclair sobre los tratos ilegales del señor Truslow con el consorcio alemán.

Sin embargo, las autoridades del correo sostienen que el paquete no está intacto. En la carta que acompaña los documentos, el señor Thompson se refiere a un documento sobre un programa secreto de la CIA llamado "Proyecto Oráculo". Sin embargo, este documento no estaba en el paquete de Thompson. Los voceros de la CIA negaron la existencia de tal programa secreto.


Traducido del Tribuno de Siena, p. 22

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