Parte VI. LAC TREMBLANT

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53

Werist denn das? -gritó Vogel. ¿Quién es? -Wo ist der Leibwáchter? -¿Dónde está el guardaespaldas?

El cabello plateado de Truslow, que yo veía claramente, estaba bien peinado, la cara roja de calor o de furia, seguramente ambos.

Me le acerqué.

Y entonces, en una voz suave y cariñosa y amable, me dijo:

– Por favor, Ben, no te acerques. Por tu propio bien. No te preocupes. Ya les dije que eres un amigo, que no tienen que hacerte nada. No te vamos a hacer daño. No va a pasarte nada.

Hay que matarlo, oí. Hay que matarlo ahora mismo.

– Te estuvimos buscando por todas partes -siguió diciendo Truslow con suavidad.

Ellison tiene que morir. Ya mismo, pensó.

– Tengo que decir -decía mientras tanto con tranquilidad- que éste es el último lugar del mundo en el que esperaba encontrarte. Pero ahora estás a salvo y…

Le arrojé la bandeja a la cara, esparciendo el agua mineral por todas partes. Una de las botellas golpeó a Vogel en el estómago, las otras en el suelo de baldosas.

Truslow ordenó en alemán:

Halten Sie diesen Mann auf. Er darf hier nicht lebend herauskommen!

"¡Detengan a ese hombre!", había gritado. "No debe salir de aquí vivo."

Salté por la puerta y corrí con todas mis fuerzas y a toda la velocidad hacia la salida más cercana, hacia el Romerplatz, mientras las palabras de Truslow sonaban en mi cabeza. Y supe que Alexander Truslow me había mentido por última vez en su vida.


Molly tenía el Mercedes encendido en la entrada de Friedrichsbad. Lo puso en marcha y nos alejamos a toda velocidad hacia las afueras, buscando la autopista A8. Mientras tanto, descubrimos que el Aeropuerto Internacional Echterdingen estaba a apenas noventa y cinco kilómetros hacia el este, al sur de Stuttgart.

No dije nada durante mucho rato.

Finalmente, le conté lo que había visto. Ella reaccionó como yo: con horror, sorpresa y después furia desatada.

Los dos sabíamos ahora por qué me había reclutado Truslow, por qué Rossi me había engañado para meterme en el Proyecto Oráculo, por qué estaban tan felices cuando supieron que el experimento había dado resultado.

Ahora muchas cosas tenían sentido.

Mientras corríamos por la autopista y Molly seguía manejando con la habilidad de siempre, lo resumí en voz alta:

– Tu padre no cometió ningún delito -le dije-. Quería salvar a Rusia. Aceptó ayudar a Vladimir Orlov a sacar las reservas de oro del tesoro ruso, esconderlas en otro país, guardarlas. Las hizo llevar a Zúrich, donde pusieron una parte en una bóveda y convirtieron otra parte en activo líquido.

– ¿Pero adonde llevaron esa otra parte?

– Cayó bajo el control de los Sabios.

– Alex Truslow, quieres decir.

– Correcto. Cuando me pidió que rastreara la fortuna perdida, que supuestamente había robado tu padre, lo que estaba haciendo era usarme, usar mi talento, para localizar la mitad del dinero a la que no tenía acceso. Porque tu padre la había metido en el Banco de Zúrich.

– ¿Pero quién es el otro dueño de la cuenta?

– No sé -admití-. Truslow debe de haber sospechado que Orlov había robado el dinero. Por eso me pidió que buscara a Orlov, cosa que la CIA no había podido hacer.

– ¿Y cuando lo encontraras…?

– Cuando lo encontrara, podría leerle el pensamiento, ésa era la idea. Y saber dónde habían puesto el dinero.

– Pero papá era uno de los dos dueños de la cuenta. Así que fuera como fuera, Truslow necesitaría mi firma…

– Por alguna razón, Truslow debe de haber querido que llegáramos a Zúrich. ¿Qué fue lo que dijo ese banquero…? Que si uno accede a la cuenta, el status pasa de pasivo a activo… Algo así.

– ¿Y eso qué significa?

– No sé.

Molly dudó, dejó que nos pasara un camión de dieciocho ruedas.

– ¿Y si el Proyecto Oráculo no hubiera tenido éxito?

– Entonces, tal vez no habría encontrado el oro. O tal vez sí… Pero habría llevado mucho, pero mucho más tiempo…

– ¿Lo que me estás diciendo es que Truslow usó los cinco mil millones a los que sí tenía acceso, como carnada para hacer caer el mercado de valores de Alemania?

– Tiene sentido, Molly. No puedo estar seguro, pero tiene sentido. Si la información que tenía Orlov es correcta, y los Sabios… es decir, Truslow, y seguramente Toby, y seguramente otros…

– Que manejan la CIA…

– …Sí. Si los Sabios usaron realmente la inteligencia de la CIA para reunir información sobre mercados extranjeros y así pudieron forzar de alguna forma la crisis del mercado estadounidense en 1987, seguramente fueron los mismos que fabricaron la caída en el mercado alemán.

– ¿Pero cómo?

– Colocas algunos miles de millones de dólares -marcos alemanes- de forma secreta y repentina en el mercado de valores alemán. Si se actúa con rapidez y de inmediato, con la ayuda de expertos que tienen acceso a cuentas comerciales computarizadas, se pueden adquirir grandes sumas de dinero a crédito para desestabilizar un mercado ya debilitado. Para tomar el control de activos mucho mayores. Para comprar y vender con margen, para comprar y vender usando programas computarizados comerciales, a una velocidad sólo posible en la actual era de la computación.

– Pero, ¿para qué?

– ¿Para qué? -repetí-. Mira los resultados. Vogel y Stoessel están a punto de controlar Alemania. Truslow y los Sabios controlan la CIA…

– ¿Y?

– Y… no sé…

– ¿Pero a quién van a matar?

Yo no sabía la respuesta a esa pregunta. Pero sí sabía que había una fuga, que alguien se había enterado de muchas cosas sobre la conspiración de Truslow y su gente con Stoessel y su gente, la de Alemania con los Estados Unidos. Y esa persona, fuera quien fuera, estaba a punto de testificar frente al Subcomité Seleccionado del Senado sobre Inteligencia, que estaba investigando la corrupción en la CIA. "Corrupción" manejada nada menos que por el nuevo director, nada menos que por Alexander Truslow.

Un testigo secreto iba a hacer estallar todo en dos días. Si él (o ella) no era asesinado antes…

En el aeropuerto de Echterdingen busqué una aerolínea privada y encontré un piloto que estaba por irse a casa para la noche. Le ofrecí el doble de lo que le daban normalmente para que me llevara a París y él se resignó, volvió a ponerse el uniforme, y nos llevó a un pequeño avión. Pidió permiso para aterrizar por anticipado, y después de un momento, despegamos.

A eso de las dos de la mañana, llegamos al Aeropuerto Charles de Gaulle, pasamos por la aduana a toda velocidad y tomamos un taxi a París. Nos bajamos en el Duc de Saint-Simon, sobre la calle Saint Simón, en el séptimo distrito, despertamos a la empleada que dormía en la recepción y le pedimos una habitación. A la empleada no le hizo gracia que la molestáramos a esa hora. Molly insistió en acompañarme a mi misión nocturna, pero en realidad no tenía muchas ganas, estaba medio descompuesta por el embarazo, y la disuadí con rapidez.

Para mí, París no era sólo una de las grandes capitales del mundo: se había transformado en el escenario de mis pesadillas más recurrentes. París no era la Ile de la Cité y la Rive Gauche y la calle Royale. Era la calle Jacob, esa calle estrecha, oscura, llena de ecos, donde habían muerto asesinados Laura y mi futuro hijo, y James Tobias Thompson III había quedado paralizado de por vida en una secuencia de hechos que se repetía y se repetía en mi mente, convertida en un rito grotesco y artificial. París se había transformado en sinónimo de tragedia.

Y sin embargo, allí estaba otra vez: no había tenido opción.

Ahora me descubrí en el pasillo que daba al estudio deprimente de un fotógrafo en un segundo piso sobre la calle Séze. Más abajo había frentes de negocios pintados de negro con carteles que decían sex shop y video y sexodromo y lingerie látex cuir y las cruces brillantes y verdes de la Grande Pharmacie de la Place.

Lo que parecía haber sido una vez un departamentito de un dormitorio se había convertido un poco al azar en una combinación desagradable de estudio fotográfico y negocio de alquiler de vídeos, de pornografía. Me senté sobre una silla de plástico a esperar que Jean terminara el trabajo. Jean -nunca supe su apellido y no me interesa conocerlo- tenía un negocio paralelo de producción de excelentes documentos falsos, pasaportes y licencias y permisos, sobre todo para operadores independientes y ladrones de poca monta. Yo había tenido la oportunidad de tratar con él varias veces durante mis meses en París, y me parecía confiable y bueno en lo suyo.

¿Podía confiar en él? Bueno, nada es seguro en esta vida. Pero Jean tenía todos los motivos del mundo para ser confiable. Su vida dependía de su reputación en cuanto a discreción y confiabilidad, y un solo acto de traición habría manchado esa reputación para siempre.

Yo me había pasado cuarenta y cinco minutos mirando una aburrida revista de cine y estaba harto de inspeccionar las cajas de vídeo vacías de los estantes. Había más fetiches e historias de los que yo me hubiera imaginado en la pornografía ("Golpes" y "Duro" y "Trisex" y otras desviaciones de las que nunca había oído hablar), y todo eso era fácil de conseguir en cajitas de vídeo.

Era más de medianoche. El fotógrafo había cerrado con llave la puerta de entrada y había corrido las persianas para impedir que molestara el escaso tránsito que había a esta hora de la noche. Desde la habitación interior, oí el crujido de las máquinas de revelado.

Por fin, apareció desde el cuarto oscuro. Era un hombrecito calvo con cara de mago, de aspecto demasiado maduro para su edad, ojos siempre preocupados y anteojos de aro de metal dorado. Olía a permanganato de potasio, una sustancia que usaba para envejecer artificialmente los documentos.

Voilá -dijo, apoyando los documentos en el mostrador con un gesto florido. Sonrió con orgullo. El trabajo no le había resultado difícil: había trabajado con los documentos que había preparado la CIA para mi esposa y para mí, reciclándolos, usando las mismas fotografías y alterando los números cuando le pareció necesario. Nos había provisto de un par de pasaportes canadienses y de dos pares de pasaportes estadounidenses. Molly y yo teníamos todos los documentos que podíamos necesitar como ciudadanos estadounidenses o canadienses.

Examiné los documentos con cuidado. Era un trabajo meticuloso. Y a un precio que era increíblemente alto, por supuesto. Pero yo no podía darme el lujo de protestar.

Asentí, le pagué y me fui a la calle. Ahí estaba el gemido de los neumáticos, el olor acre de los humos de los motores diesel. Incluso a esa hora de la noche, la gente vagaba por las calles de Pigalle buscando gratificaciones rápidas y baratas. Me crucé con una banda de zaparrastrosos, tal vez chicos de la universidad, vestidos a la última moda de los sesenta en Francia: camperas de cuero con inscripciones en inglés en blanco o marrón, carteles con tonterías como "American Fútbol" que parecían totalmente falsos, cabello largo, pantalones vaqueros enrollados y zapatos altos de aspecto ortopédico como los que usan las enfermeras Alguien pasó en una motocicleta enorme, una Honda África Twin 750


En los siguientes minutos hice varias llamadas telefónicas a viejos contactos de mis tiempos de la CIA Ninguno de ellos estaba conectado oficialmente con los servicios de inteligencia y todos trabajaban más o menos del lado equivocado de la ley (una distinción difícil para el negocio del espionaje) desde el dueño de un negocio de aspecto inocente que lavaba dinero para terceros (por un precio respetable, por supuesto) hasta un fabricante de armas que alteraba armas para asesinos mercenarios Los saqué a todos de la cama, excepto a un pájaro nocturno que parecía estar en algún baile con un teléfono celular. Finalmente, a través de un amigo que me había sido útil hacía unos años, localice lo que mis amigos franceses llaman un ingénieur, un ingeniero, o sea alguien capaz de hacer conexiones elaboradas en el sistema internacional de teléfonos Una hora después estaba en su departamento, un edificio decrépito de la década del sesenta en el veintavo distrito, cerca de la Avénue de la Republique Me miró por la cerradura unos segundos y después abrió la puerta Su departamento, amueblado con muy pocas piezas y baratas, olía a cerveza rancia y a sudor El hombre era chiquito y robusto y usaba un par de pantalones manchados de pintura y una remera blanca con una inscripción que decía Hard Rock Cafe debajo de la cual se alzaba una panza enorme Obviamente había estado durmiendo, como casi todos en París: estaba despeinado y con los ojos medio cerrados. Sin gruñir ni dar la menor señal de bienvenida, me señalo un teléfono blanco sobre una mesita de cafe de Fórmica color madera medio carcomida en los bordes. Junto a la mesa había un horrendo sofá color mostaza con el relleno de tapicería afuera en vanos lugares. El teléfono se balanceaba precariamente sobre una pila de guias telefónicas de París.

El ingénieur no sabía mi nombre. No lo preguntó. Le habían dicho que era un homme d'affaires, pero seguramente todos sus clientes lo eran. Estaba cobrando unos quinientos francos por permitirme usar un teléfono que nadie podía rastrear.

En realidad, la llamada que yo pensaba hacer podría rastrearse pero hasta Amsterdam. Desde ahí, la linea pasaba por una serie de conexiones hasta París, pero ningún equipo de rastreo electrónico podría llevar la información tan lejos.

El ingénieur tomo el dinero que le di, gruño como un cerdo y se alejó arrastrando los pies hacia otra habitación. Si hubiera habido más tiempo, yo habría preferido otro arreglo, perotendría que conformarme con lo que fuera.

El receptor estaba grasiento y pegajoso, lleno de huellas digitales, olía a humo de pipa. Marqué el número y oí una serie de tonos extraños Probablemente la señal estaba gravitando en algún lugar de Europa, o bajo el Océano Atlántico, y tal vez hasta la enviaban de nuevo hacia Europa, antes de llegar, débil ya, a Washington d c donde el sistema de fibras ópticas de la Agencia la enriquecería y volvería a llevarla por el buen camino.

Escuché los sonidos familiares, esperé a la tercera llamada. Entonces, una voz femenina anunció.

– Tres mil doscientos.

¿Cómo podía ser siempre la misma mujer la que atendía el teléfono, llamara uno a la hora que llamara? Tal vez no era una voz humana sino una buena imitación sintética.

– Interno nueve ochenta y siete, por favor -contesté.

Otro ruidito y luego, la voz de Toby.

– ¿Ben? Gracias a Dios Supe lo de Zúrich, ¿Estás…?

– Ya lo sé todo, Toby.

– Sabes…

– Lo de Truslow y los Sabios y los alemanes, Vogel y Stoessel Y lo del testigo sorpresa.

– Por Dios, Ben, ¿de qué mierda estás hablando? ¿Dónde estás?

– Vamos, Toby -solté, improvisando- De todos modos, te aseguro que ustedes van a saltar por el aire Ya lo entendí Truslow trató de matarme Ese fue el peor error que pudo haber cometido.

Hubo un momento de estática en el fondo.

– Ben -dijo Toby, por fin- Estás equivocado.

Controlé el reloj y vi que la conexión tenia diez segundos, lo suficiente para rastrear la llamada hasta Amsterdam Seguramente creerían que estaba allí, lo cual sería útil para mí.

– Claro -contesté con voz sardónica.

– No, por favor, Ben Hay cosas que no entiendes no puedes entenderlas sin una visión completa del asunto Son momentos peligrosos, Ben En serio. Necesitamos la ayuda de personas como tú y ahora con tu habilidad, tanto más.

Colgué.

Toby estaba involucrado.


Volví al hotel y me metí en cama junto a Molly, que dormía profundamente.

No podía dormir Me levante, busque la copia de las memoras de Alien Dulles que me había dejado el padre de Molly, y la hojeé sin razón alguna. Ni siquiera es un gran libro, pero era lo único que tenía en esa habitación de hotel y necesitaba poner la mirada en algo, distraerme del remolino de mis pensamientos. Encontré un pasaje sobre los Jedburghs que habían bajado en paracaídas sobre Francia y sobre Sir Francis Walsingham, el espía maestro de la Reina Isabel I en el siglo XVI.

Volví a mirar los códigos que me había dejado Hal Sinclair y pensé en la nota críptica de la bóveda de Zúrich, la nota sobre la caja de seguridad en el banco del Boulevard Raspail.

Pensé, por milésima vez, en el padre de Molly y los secretos que nos había legado, secretos dentro de otros secretos… Me preguntaba si…

Fue una idea y no mucho más, ciertamente nada con bases lógicas seguras, lo que me inspiró a salir de la cama por segunda vez y buscar una hoja de afeitar en el baño.

En los viejos tiempos, los editores estadounidenses solían publicar libros de cierta calidad. Ni siquiera hay que retroceder más que hasta mediados de la década del 60. Bajo la cubierta gris, roja y amarilla de las memorias, el lomo estaba protegido por una tela fina y marcado con la insignia de la editorial. La cubierta estaba cosida, no pegada. Examiné el libro, lo volví y lo miré desde todos los ángulos.

¿Podría ser? ¿Hasta dónde llegaba la inteligencia del viejo maestro de espías?

Abrí la cubierta con la hoja de afeitar. Levanté la tela negra de la cubierta, saqué el papel y ahí estaba, brillando como una joya, una señal de Harrison Sinclair desde la tumba.

Era una llave pequeña, extraña, de bronce, con el número 322; la llave de lo que según supuse, sería la explicación, la respuesta al misterio, escondida en alguna bóveda bajo el Boulevard Raspail, en París.

54

A la mañana siguiente, caminamos con rapidez por la calle Grenelle hacia el Boulevard Raspail y la Banque de Raspail.

– Van a asesinar a alguien en dos días, Ben -me dijo Molly-. ¡Dos días! No sabemos quién es la víctima, lo único que sabemos es que a menos que ese testigo testifique, nosotros estamos muertos.

Dos días. Yo lo sabía. Pensaba todo el tiempo en el reloj que seguía su camino inexorable. Pero no le contesté. Un hombre mayor correctamente vestido en un sobretodo azul caminó hacia nosotros con el cabello blanco bien peinado, ojos castaños y anteojos rectangulares. Sonrió con amabilidad. Yo eché una mirada a una vidriera con la palabra imprimerie, que mostraba una serie de cartes de visite sobre una plancha de corcho. Vi el reflejo de una mujer en el vidrio, no pude menos que admirar su figura, y después me di cuenta de que era Molly. Justo en ese momento vi el reflejo de un pequeño Austin Mini Cooper rojo y blanco que se movía lentamente detrás de los dos.

Me quedé quieto, inmóvil.

Había visto el mismo auto desde la ventana del hotel. ¿Cuántos Austin Mini rojos con el techo blanco había en París?

– Mierda -dije, golpeándome la frente con la mano en un movimiento teatral.

– ¿Qué pasa?

– Me olvidé de algo. -Señalé a mis espaldas, sin volverme. -Tenemos que volver al hotel, ¿te molesta mucho?

– ¿Qué te olvidaste?

La tomé del brazo.

– Vamos.

Sacudí la cabeza, me di vuelta y caminé por la calle hacia el hotel. En el Austin, al que eché una mirada rápida y furtiva, había un joven de anteojos en un traje oscuro, que aceleró con rapidez y se perdió al fondo de la calle.-¿Te olvidaste los documentos o algo? -preguntó Molly cuando yo puse la llave en la cerradura. Me puse un dedo sobre los labios.

Ella me miró, preocupada.

Cerré la puerta y le puse llave. Luego tiré el maletín de cuero sobre la mesa. Le saqué los documentos, luego lo llevé a la luz, y vacié cada uno de los compartimientos, pasando los dedos por cada pliegue, revisándolo bien.

Molly formó una palabra con los labios: ¿Qué?

Yo dije en voz alta:

– Nos siguen.

Ella me miró, con una pregunta en los labios.

– No te preocupes, Molly. Ahora sí puedes hablar.

– Claro que nos siguen -dijo ella, exasperada-. Nos siguen desde…

– ¿Desde cuándo?

Ella se detuvo, frunció el ceño.

– No sé.

– Piensa. ¿Desde cuándo?

– Por Dios, Ben, tú eres…

– El experto, sí. Lo sé. Y sí, es cierto. Había alguien esperándome cuando llegué a Roma. Me siguieron en Roma, casi todo el tiempo. Los perdí en Toscana, creo.

– En Zúrich…

– Exactamente. Nos siguieron hasta el Banco y después también. Es probable que nos siguieran en Munich aunque es difícil de saber. Pero estoy segurísimo de que no me siguieron anoche.

– ¿Cómo lo sabes?

– Bueno, la verdad es que no puedo estar absolutamente seguro. Pero fui muy pero muy cuidadoso y caminé un rato antes de encontrarme con el de los documentos. Si hubo alguna indicación, no la vi, eso sí puedo decírtelo. Y estoy entrenado para ver esas señales. No importa lo mucho que te hayas dedicado a las patentes… ese entrenamiento no se olvida.

– ¿Qué me quieres decir con todo esto?

– Que te siguieron a ti.

– Ey, ¿entonces se supone que la culpa es mía? Nos fuimos juntos del aeropuerto, tomaste un taxi y lo hiciste dar veinte vueltas… dijiste que estabas seguro de que no nos seguían. Y yo no salí del hotel.

– A ver, dame tu cartera.

Ella me la dio y yo dejé caer el contenido sobre la cama. Ella me miraba, los ojos llenos de preocupación. Revisé todo con cuidado, inspeccioné la cartera misma, el forro y también las suelas y los tacos de los zapatos de los dos, aunque eso me parecía difícil porque nunca los habíamos dejado. No.

Nada.

– Supongo que soy como tu gato negro -dijo ella.

– Más bien como una campanilla en el cuello de una oveja -dije, distraído-. Ah.

– ¿Qué pasa?

Me le acerqué y le saqué la cadena del cuello, pasándola sobre su cabeza. Abrí la cajita de oro y miré adentro, el camafeo de marfil.

– Por Dios santo, Ben, ¿qué estás buscando? ¿Un micrófono o qué?

– Supuse que valía la pena mirar ahí también. -Empecé a devolvérselo pero en la mitad del gesto, se me ocurrió otra cosa.

Lo abrí de nuevo y miré con cuidado la tapa misma.

– ¿Qué dice la inscripción? -pregunté.

Ella cerró los ojos, tratando de recordar.

– Nada. La inscripción está atrás, afuera.

– Correcto -dije-. Y por eso fue tan fácil.

– ¿Fácil?

Yo llevaba una herramienta de joyero en mi llavero. La tomé e inserté el pequeñísimo destornillador en la tapa. Un disco de oro, del tamaño de una moneda de veinticinco centavos y de muy poco espesor. Al costado le colgaba un cablecito casi tan delgado como un cabello.

– No es un micrófono -dije-. Es un transmisor. Un artefacto en miniatura con un alcance de unos diez o quince kilómetros. Emite una señal.

Molly me miraba con la boca abierta.

– Lo tenías puesto cuando la gente de Truslow te capturó en Boston, ¿verdad?

Ella se tomó un rato para contestar.

– Sí…

– Y después, cuando te mandaron a Italia, ¿te lo devolvieron con el resto de las cosas?

– Sí…

– Bueno, entonces se entiende por qué querían que estuvieras conmigo. A pesar de todas las precauciones, siempre supieron dónde estábamos. Por lo menos, mientras lo tuviste puesto…

– ¿Y ahora también?

Yo le contesté despacio, porque no quería alarmarla más de lo necesario.

– Sí, podría decirse que saben dónde estamos ahora.

55

La pequeña Banque de Raspail, elegante, hermosa como una joya en el 128 del Boulevard Raspail en París, en el séptimo distrito, era un Banco mercantil privado muy chico. Parecía, poseer una clientela exclusiva de parisinos ricos, discretos, que deseaban un excelente servicio personal, y no les parecía posible conseguirlo en los Bancos abiertos a las masas, que no se bañan cuatro veces por día.

El interior era una propaganda de la exclusividad del lugar: no había ni un cliente a la vista. Y en realidad, no se parecía a un Banco. Alfombras pálidas de Aubusson cubrían el suelo; había sillas Biedermeier reunidas en grupos contra las paredes, tapizadas en seda muy cara; bustos frágiles de aspecto italiano y lámparas en forma de urna sobre mesas del mismo estilo. Grabados arquitectónicos en marcos dorados colgaban en cuadrantes precisos sobre las paredes, completando el efecto de elegancia, lujo y solidez. Yo, por supuesto, no habría puesto mi dinero en un Banco que gastaba tanto en decoración pero, claro, no soy francés.

Molly y yo sabíamos que operábamos bajo una terrible presión en cuanto al tiempo. Quedaban dos días hasta el asesinato y todavía no sabíamos quién era la futura víctima.

Y ahora ellos -ellos eran los agentes de Truslow y tal vez también los agentes que trabajaban para Vogel y el consorcio alemán- ya sabían dónde estábamos. Sabían que estábamos en París. Tal vez no supieran por qué, tal vez no supieran nada de la nota críptica de Sinclair en cuanto a la Banque de Raspail. pero sí sabían que estábamos en la ciudad por alguna razón.

Y aunque yo no me había permitido hablar del asunto con Molly, sabía que había grandes posibilidades de que nos mataran.

Era cierto que por mi habilidad síquica, yo valía mucho para la inteligencia estadounidense pero en ese momento, era, antes que nada, una amenaza. Sabía lo que estaba haciendo la gente de Truslow en Alemania, o por lo menos, parte de lo que hacían. No tenía pruebas documentales, ninguna prueba, nada sólido: si quería sacarlo todo a la luz, digamos llamando a The New York Times, nadie me creería. Pensarían que era un lunático de la peor clase. Pero por una cuestión de seguridad, Molly y yo teníamos que morir. Ese era el único camino lógico para la gente de Truslow.

Pero si lo conseguíamos… si determinábamos en menos de dos día quién iba a morir en Washington, si impedíamos el asesinato, si lo frustrábamos, si lo hacíamos público con testigo y todo, y dejábamos entrar la luz del sol por las ventanas de la conspiración… entonces sí estaríamos a salvo. Por lo menos, eso creía en ese entonces.

El reloj seguía marcando las horas.

¿Pero quién podía ser? ¿Quién era ese testigo sorpresa? ¿Un ayudante de Orlov, un ruso, alguien que sabía la verdad? ¿O tal vez un amigo de Hal Sinclair, alguien en quien Sinclair había confiado?

Incluso pensé brevemente en la posibilidad más extraordinaria de todas. ¿Toby? Después de todo, ¿quién sabía tanto como él? ¿Era Toby el que aparecería de pronto frente al Senado, y testificaría contra Truslow? ¿Era él el que haría volar la conspiración por los aires?

Ridículo. ¿Por qué hacerlo?

Asustados, en tensión, casi sin capacidad para seguir pensando, Molly y yo habíamos discutido en el Duc de Saint-Simon, hasta que finalmente se nos ocurrió un plan razonable. Teníamos que dejar el hotel tan pronto como fuera posible, en lo posible en menos de un minuto. Pero no podíamos dejar de ir al Boulevard Raspail: teníamos que ver qué había dejado allí su padre. No podíamos arriesgarnos a dejar de lado ninguna pieza del rompecabezas. Tal vez no conseguiríamos nada; la caja podía estar vacía; tal vez no habría ninguna caja a su nombre en el Banco. Pero teníamos que estar seguros. Siga el oro, me había pedido Orlov al morir. Lo habíamos hecho. Y las huellas del oro llevaban inexorablemente a ese banquito privado en París.

Así que, definimos los cursos de acción que nos quedaban, empacamos nuestras cosas, le pedimos al botones que las enviara al Crillon, y le dimos una buena propina por la discreción. Molly le explicó que estábamos haciendo una investigación para un estadista extranjero, que era realmente importante que no se supiera dónde estábamos, que por favor no dijera a nadie adonde había mandado nuestro equipaje.

Lo del camafeo, en cambio, fue más complicado. Yo no tenía dudas de que un transmisor como ese llevaría a nuestros perseguidores al Saint-Simon en pocos segundos. Destruirlo era una solución, pero no la mejor. Siempre conviene contarcon algo que los distraiga. Me llevé el collar conmigo y caminé sin rumbo hacia el Boulevard Saint-Germain. En la Rué du Bac Metro hay un café que casi siempre esta repleto. Entré, me deslicé hacia la barra y pedí un demitasse. Vi junto a mí a una mujer madura de cabello color cobre aferrada a una enorme cartera de cuero verde. Leía una copia reluciente de Vogue. Le metí el collar en la cartera sin que se diera cuenta, terminé el café, dejé unos francos sobre el mostrador y volví al hotel. Como los transmisores de ese tipo envían la señal a lugares que están dentro de la línea de visión, nuestros seguidores quedarían fuera de combate, por lo menos durante un tiempo: mientras mi amiga lectora de Vogue siguiera circulando en medio de las multitudes de París, no podrían determinar con seguridad la procedencia de la señal, no sabrían desde dónde venía.

Habíamos dejado el hotel por separado y por diferentes puertas: no hace falta dar detalles; basta con decir que era muy poco probable que nos estuvieran siguiendo. Desde un punto de encuentro en el obelisco de la Place de la Concorde, volvimos en taxi atravesando el Sena por el Pont de la Concorde hacia el Boulevard Saint-Germain y lo seguimos hasta que se cruza con el Raspail.

En el Banco, había unas cuantas mujeres jóvenes, serias, exquisitamente vestidas, sentadas frente a mesas de caoba a buena distancia de las puertas de vidrio y caoba que Molly y yo habíamos atravesado para entrar. Un par de ellas levantó la vista con algo parecido a la rabia por la interrupción. Todas estaban muy ocupadas. Irradiaban una actitud muy estudiada con una pátina particularmente francesa. Un segundo después, un joven se levantó de una de las mesas y se nos acercó, nervioso, como si hubiéramos entrado a robar el Banco y tomar a todos como rehenes.

– Oui?

Se detuvo frente a nosotros, bloqueándonos el camino con un gesto incómodo. Tenía puesto un traje de sarga cruzado de un corte muy exagerado y anteojos perfectamente redondos del tipo que usaba el arquitecto Le Corbusier (y después de él, generaciones de arquitectos estadounidenses con ganas de mostrarse).

Dejé hablar a Molly: ella era la que tenía asuntos oficiales en ese lugar. Ella se había puesto uno de sus trajes extraños pero muy elegantes, algo en una especie de lino negro que hubiera sido igualmente apropiado para la playa como para una cena en la Casa Blanca. Como siempre, nadie sabía hacerse la excéntrica como ella. Empezó explicando la situación en su muy buen francés: que era heredera legal de su padre; que como rutina, quería acceso a la caja de seguridad. Yo los miré hablar como desde muy lejos y reflexioné sobre lo extraño de la situación. Heredera de su padre. Ahí estábamos, rastreando las cuentas de su padre que parecían incluir una vasta fortuna que no le pertenecía.

Como esposo silencioso, los seguí a los dos alrededor del vestíbulo hacia la mesa del banquero. Aunque ése era sólo el segundo Banco que visitábamos desde el comienzo del drama que nos había arrastrado a los dos desde mi adquisición de la monstruosidad telepática, me daba la sensación de que en la última semana no habíamos hecho otra cosa que ir de Banco en Banco. El ritual, los formularios, todo me parecía terriblemente familiar.

Y mientras estábamos allí sentados, descubrí que estaba dejándome ir hacia ese descanso particular de mi cerebro que también empezaba a serme familiar, ese extraño lugar en el que flotaban palabras y frases. Pensamientos. Sabía algo de francés, es decir, mi francés era bastante tolerable en una conversación y esperé los pensamientos del banquero…

Pero no llegó nada…

Durante un momento, me atravesó la vieja duda: ¿acaso el talento peculiar que había adquirido tan inesperadamente se había desvanecido ahora del mismo modo? No llegaba nada. Pensé en la tarde en que había caminado en Boston, después de dejar la Corporación, asaltado por una increíble profusión de pensamientos de otros, frases apuradas, furiosas, temblorosas, arrepentidas, ecos que venían a mí sin que yo tuviera que concentrarme.

Y me pregunté si todo eso no se estaría desvaneciendo para siempre.

– ¿Ben? -oí decir a Molly de pronto.

– ¿Sí?

Ella me miró, con curiosidad.

– Dice que podemos ir a ver la caja ahora, si queremos. Lo único que tengo que hacer es llenar un formulario.

– Entonces hagámoslo -dije, sabiendo que ella estaba tratando de adivinar mis intenciones. Si tuvieras el poder, Mol, no te haría falta preguntarme, pensé.

El banquero sacó de un cajón un formulario de dos páginas diseñado con un solo objetivo: la intimidación. Cuando ella lo llenó, él me miró, se mordió los labios, después se levantó y consultó a un hombre mayor, probablemente su superior. Unos minutos más tarde volvió y con un movimiento de cabeza nos llevó a una habitación interior tapizada de compartimientos de bronce que tenían desde diez centímetros de ancho a por lo menos el triple. Insertó la llave en una de las cajas más pequeñas. Sacó la caja de frente de bronce de su lugar y la llevó a una habitación pequeña y privada donde la colocó sobre una mesa mientras nos explicaba que el sistema francés exigía que las cajas se abrieran con dos llaves: una del cliente y la otra del banco. Con una sonrisa cortante y un gesto de cabeza, nos dejó solos en la habitación.

– ¿Qué esperas? -dije.

Molly meneó la cabeza, un gesto breve que expresaba mucho -apreensión, alivio, dudas, frustración- e insertó la llavecita que había escondido su padre en la cubierta de las memorias de Allen Dulles. Las ideas de Harrison Sinclair, que en paz descanse, nunca dejaron de tener su lado irónico.

La placa de bronce del frente de la caja se abrió con un ruidito. Molly metió la mano adentro.

Yo había dejado de respirar. La miraba con intensidad.

– ¿Vacía? -le pregunté.

Después de unos momentos, meneó la cabeza.

Dejé escapar un suspiro.

Ella sacó un sobre gris largo, que medía tal vez veinte por diez, de la oscuridad de la caja. Lo abrió, intrigada, y sacó el contenido: una nota escrita a máquina, un pedazo de sobre amarillo y una fotografía en blanco y negro, pequeña y brillante. Un momento después, la oí retener el aliento con fuerza.

– Dios mío -dijo-. Dios…

56

Miré la fotografía que tanto había impresionado a mi esposa. Era una foto absolutamente común sacada de un álbum familiar; nada más sencillo. Década del 50, diez por diez, bordes indentados, hasta un pedacito de goma seca en la parte de atrás. Un hombre flaco, atlético, joven, estaba de pie junto a una belleza de cabello negro y ojos oscuros y frente a ellos, sonriendo como en medio de una travesura, una nenita de unos tres o cuatro años, vestida de hombre, ojos luminosos, cabello oscuro atado en dos colitas a los costados.

Los tres estaban sobre los escalones de madera de una gran casa del mismo material, el tipo de casa de verano medio derruida pero cómoda que se suele construir en los lagos Michigan y Superior o en el Poconos, el Adirondacks, o cualquier lago rústico del país.

La nenita -Molly, de eso no había duda alguna- era una mancha borrosa de hiperactividad, la imagen apenas capturada en el breve instante de la apertura, en la sexagésima parte de un segundo o lo que fuera. Los padres parecían orgullosos y cómodos: una imagen de familia tan típicamente estadounidense que era casi kitsch.

– Me acuerdo de ese lugar -dijo Molly.

– ¿Mmmm?

– Quiero decir, no me acuerdo demasiado, pero me acuerdo de haber oído hablar de él. Era de mi abuela; en el Canadá, en alguna parte; la madre de mi madre, quiero decir. Una casa en un lago.

Se quedó callada, mirando la foto, seguramente examinando los detalles: una silla Adirondack en el porche, detrás de los tres personajes, con una madera de menos en el respaldo; piedras grandes, desparejas, formando el frente de la casa vieja; la chaqueta y el moñito de su padre; el vestido floreado de la madre; la pelota de goma y el guante de béisbol apoyados en los escalones.

– Qué extraño -dijo por fin-. Un recuerdo feliz. Y además, esa casa ya no es nuestra. Por desgracia. Mis padres la vendieron cuando yo era chica, creo Nunca volvimos, bueno, nunca no. Me acuerdo de un solo verano

Levanté el pedazo de sobre tenía una dirección o una parte de una dirección escrita en una letra europea que parecía la huella de un pájaro 7, rué du Cygne, ler, 23 París, sin duda Pero ¿qué era ese lugar? ¿Y por qué guardar el dato ahí, en una caja fuerte?

¿Por qué la fotografía? ¿Una señal, un mensaje para Molly de su padre muerto, un mensaje desde (perdón por el cliché) la tumba?

Levanté la carta, compuesta en algún tipo de máquina de escribir antigua, manual, llena de cruces y tipografías equivocadas y dirigida por alguna razón a "Mi adorada Snoops"

Levanté la vista hacia Molly como para preguntarle qué era eso y ella sonrió y explicó

– Snoops era un sobrenombre Así me llamaba él.

– ¿Snoops?

– Por Snoopy, el perro Era el personaje que más me gustaba cuando era chica

– Snoopy.

– Y también, también porque me gustaba abrir cajones, meterme en lo que no era asunto mío, como a Snoopy. Lo hacen todos los chicos, pero si tu padre es un jefe de estación de la CIA en el Cairo o un director de Planificación, o fuera lo que fuera, los retos por ese tipo de travesura son muy serios. La curiosidad mató al gato y todo eso Así que me llamaba Snoopy y después, Snoops.

– Snoops -dije, probando, como en una travesura.

– Ni se te ocurra, Ellison ¿Me oyes? No te atrevas, carajo.

Yo me volví hacia la carta, mal escrita sobre un papel de Upo Crane, muy granuloso, bajo el encabezado de Harrison Sinclair Leí:

A MI AMADA SNOOPS

Si estás leyendo esto y por supuesto que estás leyéndolo porque si tú no lo lees, nadie lo leerá jamás, primero quiero expresarte, por milésima vez, mi admiración Eres una doctora maravillosa, pero también habrías sido una espía de primera clase si no hubieras sentido tanto desprecio por mi profesión No lo digo con rabia en cierto sentido, tenías razón en despreciar al negocio de la inteligencia Hay mucho de objetable en ella. Sólo espero que algún día aprecies lo que tiene de noble, y no por un sentido de deber filial o por culpa. Cuando el cáncer de tu madre progresó hasta que fue evidente que ya no viviría más de unas semanas, se sentó en la habitación del hospital -no conozco a nadie más valiente queella- y me dijo, mientras levantaba el dedo índice, que nunca interfiriera en la forma en que tu quisieras llevar tu vida. Dijo que tu nunca seguirías los moldes convencionales de vida pero que al final, terminaras donde terminases, nadie tendría la cabeza mas fría y tranquila que tu en los peores momentos, mayor comprensión de la realidad, mejor perspectiva. Te llamó "mi querida Martha" Asi que espero que entiendas lo que voy a decirte.

Por razones que pronto comprenderás, no hay ningún registro de esta caja en mis papeles, en mi testamento ni en ningún otro lugar. Si encontraste esta nota, eso significa que también encontraste la llave que deje (a veces los métodos mas simples y más antiguos son los mejores) y también que entraste en la bóveda de Zúrich, y significa que ya viste el oro. Supongo que quieres alguna explicación.

Nunca me gustaron las cacerías y persecuciones, así que por favor, créeme cuando te digo que mi intención no fue hacerte las cosas mas difíciles, sino hacérselas mas difíciles a otra persona. Nadie es a prueba de tontos en este juego, pero si llegaste hasta aquí, estoy seguro de que entiendes por que lo hice fue para protegerte.

Estoy escribiendo esto unas horas después de un encuentro agotador con Vladimir Orlov en Zurich. Si reconoces el nombre, sabrás que fue el último jefe de la kgb. Hice un arreglo con él, un arreglo que tengo que explicarte. También me enteré de ciertas cosas a través de él y también tienes que saberlas.

Porque van a matarme. Pronto. Estoy seguro. Para cuando leas esto, tal vez esté muerto (aunque tal vez no) y quiero que sepas por que.

Como sabes mejor que nadie, Snoops, el dinero nunca me atrajo, no necesito más del que se necesita para comer y tener un refugio para dormir. Así que espero que cuando te digan que me corrompí, que estafé, y demás mentiras que van a decirte, estés segura de la verdad Y no creas nada.

Pero lo que tal vez no sepas es que he recibido vanas amenazas de muerte, algunas de ellas vacías de contenido y otras muy serias. Empezaron (no fue una sorpresa) poco después de que me designaran Director Geneial de la CIA, cuando decidí limpiar la casa, y lancé mi cruzada para mejorar la Agencia. Yo amaba ese lugar, Molly, creía en él. Ben, estoy seguro de que tú lo entiendes mejor porque estuviste adentro.

Algo terrible está pasando en las entrañas de la CIA. Hay un grupito que durante años abusó de las informaciones a las que tenían acceso, para amasar grandes sumas de dinero. Desde mi primer día como director, decidí desenmascararlos. Tenía mis teorías, pero necesitaba pruebas.

La atmósfera en Langley era como la de un grupito de maderas secas, listo para arder a la primera chispa que encendiera un comité de investigación del Senado o un periodista de The New York Times. Había mucha charla abierta en los pasillos Se hablaba de quitarme del medio. Algunos de los viejos me odiaban más de lo que habían odiado a Bill Colby. Sé que varios de los muy bien colocados, los poderosos más influyentes de Washington, fueron a ver al Presidente para pedirle que me reemplazara cuanto antes.

Y había rumores de corrupción a una escala alarmante. Yo había oído hablar de un grupito de funcionarios presentes y pasados conocidos como los Sabios, que se encontraban para planificar y charlar en condiciones de extremo secreto Esos Sabios estaban involucrados en estafas masivas, decían. Se creía que usaban informes de inteligencia reunidos por la Agencia para hacer mucho pero mucho dinero Pero nadie sabía quiénes eran. Aparentemente eran tan influyentes y tenían contactos tan importantes que habían podido eludir la detección durante mucho tiempo.

Y después, un día, recibí un contacto directo a través de un empresario europeo, finlandés, para mas datos, que decía representar a un "ex líder mundial" que tenía "información" que tal vez pudiera interesarme.

Las negociaciones comenzaron mucho antes de que yo supiera que la persona a la que él representaba era el último jefe de la kgb soviética, Orlov, nada menos, que vivía en una pequeña dacha fuera de Moscú y quería exiliarse de la Unión Soviética.

Orlov, me dijo el intermediario, tenía una propuesta muy interesante para mí.

Necesitaba mi ayuda para salvar el oro de Rusia de las garras de los de la línea dura que cualquier día, según creía él, sacarían del poder a Yeltsin. Si yo lo ayudaba a sacar una cantidad de oro del país, ¡diez mil millones, nada menos!, él me daría un archivo muy valioso sobre ciertos elementos corruptos de la CIA.

Según el intermediario, Orlov tenía en su posesión un archivo que documentaba en extraordinario detalle la corrupción masiva dentro de la CIA. Se hablaba de vastas sumas de dinero amasadas por un pequeño grupo de gente que había conseguido ganancias fenomenales usando información de espionaje. El tenía los nombres, las localizaciones, las sumas, los registros. Todas las pruebas. Yo, por supuesto, acepté el trato. Hubiera aceptado de todos modos ya sabes lo mucho que quería que Rusia no volviera a la dictadura. Pero la verdad es que con esa oferta la negociación era irresistible.

Orlov apareció en Zúrich sin ese archivo se lo habían sacado de las manos, cosa que me puso realmente nervioso. Al principio, supuse que se trataba de una maniobra de chantaje, pero pronto deduje que él realmente era una víctima en el asunto. Y como había llegado hasta allí, decidí seguir adelante y completar el trato.

Pero necesitaba ayuda para semejante transacción ayuda de alguien de afuera de la Agencia Alguien que no estuviera en contacto con la corrupción Eso era imperativo, sobre todo por la suma de dinero involucrada Ademas, era necesario que los arreglos financieros no figuraran en los libros

Así que elegí al único hombre honesto de la Agencia que ahora estaba afuera, un hombre cuya integridad personal estaba más allá de cualquier reproche o sospecha Alexander Truslow. Fue el error más grande de mi vida.

Convertí a Truslow en el otro dueño de la cuenta del Banco de Zúrich en la que puse la mitad del oro. El contrato decía que ninguno de los dos podía mover el oro sin el consentimiento del otro. Y que el oro sólo podía moverse cuando la cuenta estaba activada, mecanismo que se disparaba cuando cualquiera de los dos pedia acceso a la cuenta Si alguna vez surgía un problema, supuse, los dos estaríamos cubiertos de toda sospecha y de toda culpa No se me podía acusar de latrocinio a escala mundial.

La otra mitad la llevamos en un contenedor, por barco, a través de Newfoundland, con la compañía St Lawrence Seaway hasta el Canadá. O más bien, debo decir que el que la llevó fue Truslow.

Pero ahora hay algo que me asusta muchísimo. Temo por mi vida. Como ya sabes, Ben, tenemos gente en Langley que tiene toda la habilidad necesaria para hacer que un asesinato parezca muerte natural.

Así que no creo que me quede mucho tiempo en este mundo.

Sólo hace muy poco supe que Wilhelm Vogel, candidato a canciller en Alemania, está controlado por un cartel alemán terriblemente poderoso. Aparentemente quieren volver a armar a Alemania con intención de controlar no sólo ese país sino también a toda Europa unificada, a través del gobierno alemán unido.

Sus socios son este grupo de la CIA. El arreglo, me dicen, tiene que ver con una repartija pacífica de lo que quede. El elemento de la CIA controlará la Agencia a través de frentes dedistinto tipo y, a través de ella, la economía del Hemisferio Occidental. El cartel alemán controlará Europa. Todos serán enorme, increíblemente ricos. Es un nuevo neofascismo corporativo que piensa tomar el control de los hilos de gobierno durante esta época frágil e incierta que nos toca vivir. El líder de los estadounidenses es Alexander Truslow.

Y yo no puedo hacer nada al respecto.

Pero pronto habrá una forma de detenerlos, según creo. Hay documentos que revelar. Tienen que salir a la luz.

Si me matan, deben encontrar esos documentos.

Para eso, les dejo a cada uno de ustedes un regalo.

Les dejo muy poco en bienes y eso no me gusta. Pero ahora quiero hacerles un regalo, un regalo de conocimiento, de información que, después de todo, es la más valiosa de las posesiones que un ser humano pueda tener.

Para ti, Snoopy, un recuerdo de una época muy feliz en tu vida, en la mía, en la de tu madre. Las verdaderas riquezas, como ya sabrás, están en la familia. Esta fotografía, creo que nunca la viste, siempre me hace recordar un verano muy hermoso que pasamos los tres.

Tenías cuatro años, así que estoy seguro de que no te acuerdas mucho, si es que recuerdas algo. Pero yo, que en esos días era tan adicto al trabajo como fui siempre, me vi obligado a tomarme un mes de vacaciones después de la operación de urgencia por la apendicitis. Tal vez mi cuerpo me estaba diciendo que tenía que pasar más tiempo con mi familia de vez en cuando.

A ti te encantó eso, atrapabas ranas en la laguna, aprendiste a pescar, jugabas al softball… Estabas siempre en movimiento y nunca te vi tan feliz. Siempre me pareció que Tolstoi se equivocaba muchísimo cuando escribió al comienzo de Ana Karenina que todas las familias felices se parecen. Cada familia, sea feliz o infeliz (y nuestra familia fue las dos cosas), es tan única como un copo de nieve. Creo que puedo permitirme ser sentimental y lloroso una vez en mi vida, mi amada Snoopy.

Y en cuanto a ti, Ben, te doy la dirección de una pareja que tal vez esté viva (tal vez no) cuando leas esto. Espero con toda el alma que por lo menos uno de ellos haya sobrevivido para contarte una historia muy importante. Lleva esto contigo: te servirá como pase de entrada, una especie de contraseña.

Creo que lo que tienen que decirte te aliviará del peso terrible que has estado llevando desde hace tantos años.

Tú no fuiste responsable de la muerte de tu primera esposa, Ben, en ningún sentido. Y esta pareja te lo confirmará. Ojalá hubiera podido compartir esto contigo cuando estaba vivo. Por varias razones, no podía.

Pronto lo comprenderás. Alguien -creo que fue La Rochefoucauld o uno de esos aforistas franceses del siglo XVII- lo dijo con mejores palabras: "Rara vez podemos perdonar a quienes nos han ayudado".

Y una última referencia literaria, una cita de "Generación" de Elliot: "Después de semejante conocimiento, ¿qué perdón?".

Con todo mi amor,

Papá.

57

Las lágrimas corrían por las mejillas de Molly. Se mordía los labios. Parpadeó una vez y miró la nota, después levantó la vista hacia mí. Yo no sabía por dónde empezar, qué preguntarle. Así que la rodeé entre mis brazos, la apreté con fuerza, un gesto largo, y no dije nada por un rato. Sentí que le temblaban las costillas en medio de sus sollozos callados. Después de un minuto o dos, respiró mejor y se separó de mí. Le brillaban los ojos y durante un instante la suya era la misma mirada que tenía la nena de cuatro años en la fotografía.

– ¿Por qué? -dijo, por fin.

– ¿Por qué… qué?

Sus ojos buscaron los míos, los exploraron, pero seguía en silencio, como tratando de decidir por sí misma lo que había querido decir realmente.

– La fotografía -dijo.

– Un mensaje. ¿Qué otra cosa podría ser?

– No crees… ¿no crees que podría ser un regalo simple, directo, un regalo del corazón?

– Tú dímelo, Molly. ¿Te parece que él era así?

Ella suspiró, meneó la cabeza

– Papi era maravilloso, pero nadie habría podido decir que era directo. Creo que fue su amigo James Jesús Angleton el que le enseñó a ser críptico.

– De acuerdo. ¿Dónde estaba la casa de tu abuela en el Canadá?

Ella meneó la cabeza.

– Dios, Ben, yo tenía cuatro, cuatro años. Pasamos una semana ahí. Casi no me acuerdo nada.

– Piensa -insistí.

– No puedo, ¡no puedo! Quiero decir, ¿en qué puedo pensar? No sé dónde era. En algún lugar del Canadá, probablemente en Quebec. ¡Dios!

Le puse las manos a los dos lados de la cara, le mantuve quieta la cabeza, la miré directamente a los ojos.

– ¿Qué quieres…? Basta, Ben.-Por lo menos, trata…

– Tratar… ¡Ey, un momento! Habíamos hecho un trato, ¿te acuerdas? Me aseguraste… me prometiste que no ibas a tratar de leer mis pensamientos.

trem… trembl… tembla?

Era un fragmento, una palabra o un sonido. Lo escuché de pronto.

– ¿Temblar?

Ella me miró.

– No, no estoy temblando. -No entendía. -¿Qué quieres…?

– Trembl, trembla…

– ¿Qué…?

¡Concéntrate! Trembl, trembla…

– ¿De qué hablas?

– No lo sé -dije-. Buenos, sí. Te oí, te oí pensar…

Ella me miró, un poco desafiante, un poco sorprendida. Después, un momento apenas, dijo:

– Realmente no tengo idea…

– Trata. Piensa, Molly. Temblar. ¿Trembley? El Canadá. Tu abuela. ¿Trembley, o algo así? ¿Cuál era el nombre de tu abuela?

Ella meneó la cabeza.

– No. Abuela Hale, le decíamos. Ellen Hale. El abuelo se llamaba Frederick. Nadie se llamaba Trembley en la familia.

Suspiré.

– De acuerdo. Trem. Canadá…

…tromblon…

– Hay algo más -dije-. Estás pensando… o tal vez vocalizando, no sé, algo, un pensamiento, un nombre, algo que tu mente consciente no entiende todavía.

– ¿Qué…?

Yo estaba impaciente y la interrumpí:

– ¿Qué es "tromblon"?

– ¿Qué…? Ah, Dios… Tremblant. Lac Tremblant…

– ¿Qué?

– La casa estaba en un lago en Quebec. Ahora me acuerdo. Lac Tremblant. A los pies del monte Tremblant, una montaña hermosa. La casa estaba en Lac Tremblant. ¿Cómo lo supiste?

– Tú te acordabas. No lo suficiente para ponerlo en palabras, para decirlo, pero estaba ahí, en tu cerebro. Probablemente oíste el nombre una docena de veces cuando eras chica y lo guardaste en tu cabeza.

– ¿Y crees que es importante?

– Creo que es crucial. Crucial. Creo que es la razón por la que tu padre te dejó la fotografía, una foto que ninguna otra persona puede reconocer Un lugar que seguramente no está en ningún archivo. Así, si alguien llegaba a la caja como sea, no hubiera sido más que un callejón sin salida. Lo único que hubieran podido hacer es una identificación de la gente de la foto, nada más, nada en absoluto.

– Yo tampoco hice mucho más.

– Supongo que él contaba contigo para rastrear el lugar, para ponerlo otra vez en tu memoria. El mensaje era para ti. Tu padre lo dejó para que lo encontraras.

__Y…

– Y fueras allá…

– ¿Crees que que es ahí donde están los documentos?

– No me sorprendería -Me puse de pie, me arreglé el pantalón y la chaqueta

– ¿Qué estás haciendo?

– No quiero perder ni un minuto

– ¿Adonde7 ¿Adonde vamos?

– Tú te quedas aquí -dije, mirando la sahta

– ¿Crees que aquí estoy a salvo?

– Dile al gerente del banco que usaremos la habitación el resto del día Nadie debe entrar Si tenemos que pagar un adicional, no hay problema Una sala en la bóveda de un banco, no vamos a conseguir un lugar más seguro, por lo menos no ahora -Me volví para irme.

– ¿Adonde vas? -me llamó Molly

En lugar de contestarle, le mostré la dirección del sobre.

– Espera. Necesito un teléfono, un teléfono y un fax.

– ¿Para qué?

– Tú consigúemelos, Ben.

La miré sorprendido, asentí, y salí de la habitación.

Rué du Cygne, la calle del cisne, era una callecita silenciosa a unas cuadras del Marché des Innocents, el gran mercado central de París, el lugar que Emile Zola llamó le ventre de París, el vientre de París. Después de que el viejo barrio desapareció a fines de la década del 60, crecieron una serie de estructuras pantagruélicas y modernosas y feas, incluyendo Le Forum des Halles, galerías y restaurantes y la mayor estación de subtes del mundo entero

El número 7 era un edificio de departamentos viejo, de fines del siglo pasado, oscuro y cuadrado y húmedo adentro La puerta del departamento 23 era de una madera gruesa pero agrietada que hacía mucho había estado pintada y ahora era gris.

Mucho antes de llegar al segundo piso, oí el ladrido amenazador de un perro grande desde adentro del departamento Me acerque y golpeé.

Después de mucho rato, mientras el ladrido se hacia mas histérico e insistente, oí pasos lentos, el caminar de un viejo o una vieja, y luego un crujido de cadenas de metal, seguramente de alguien sacándole la cadena a la puerta.

Luego, la puerta se abrió de golpe.

Durante un instante, la fracción de un segundo apenas, fue como estar dentro de una película de terror: los pasos, el ruido de las cadenas, y luego la cara de la criatura que ahora estaba de pie en las sombras junto a la puerta abierta.

Era una mujer. Las ropas eran las de una vieja, y ella estaba encorvada, tenia cabello largo, plateado, y anudado en un moño. Pero la cara era casi increíblemente horrenda, una masa de grietas y valles y granos que rodeaban un par de ojos amables y una boca torcida, pequeña y deforme.

Me quede de pie, impresionado, en silencio. Aunque hubiera querido hablar, no sabia un solo nombre, nada mas que una dirección. Me acerque y sin decir una palabra le mostré el pedazo amarillo de sobre En el fondo, desde las profundidades del departamento, el perro gimió y se movió con furia.

Ella tampoco dijo nada, lo miro, se volvió y se alejo por el pasillo.

Unos segundos después, vino un hombre a la puerta Un hombre de alrededor de setenta años Alguna vez había sido fuerte, tal vez hasta robusto, eso era evidente, y el cabello gris había sido negro como ala de cuervo Ahora era frágil y caminaba rengueando, la larga cicatriz en un lado de la cara, en la linea de la mandíbula, que antes había sido de un rojo feo e inflamado, se había convertido ahora en una raya blanca, pálida. Los quince años transcurridos lo habían envejecido terriblemente.

Ahí estaba, frente a mi, el hombre cuya cara y figura yo no olvidaría nunca. El hombre cuya cara y figura había visto una y otra vez, noche tras noche.

El hombre que había visto salir renguenado por la calle Jacob quince años atrás.

– Asi que -dije con mas calma de la que hubiera creído posible-, asi que usted es el hombre que mato a mi esposa.

58

No me acordaba de haberle visto los ojos, que eran de un gris azulado y acuático, ojos vulnerables que no parecían los de un especialista en "trabajos sucios" de la kgb, los del hombre que había despachado a mi hermosa y joven esposa disparándole un tiro al corazón sin pensarlo ni dos veces.

Me acordaba solamente de la cicatriz delgada y roja en la mandíbula, de la cabellera negra y furiosa, de la camisa cazadora, de la renguera.

Un futuro desertor, un empleado de la kgb en la estación de París, que se identificó como "Victor", tiene información para vender, información que según dice ha descubierto en los archivos en Moscú. Algo que tiene que ver con el criptónimo

URRACA.

Quiere desertar. Y lo que pide a cambio es protección, seguridad, comodidad, lo que se supone que los estadounidenses dan a los espías desertores. Los Estados Unidos son algo así como el Papá Noel de la inteligencia.

Hablamos. Nos encontramos en el Faubourg-St. Honoré. Nos volvimos a encontrar en un departamento que servía de refugio. Me promete un terremoto, un material increíble de un archivo sobre urraca. Toby está muy, pero muy interesado en urraca.

Arreglamos para vernos en mi departamento de la calle Jacob. Es seguro porque Laura no está. Llego tarde. Un hombre de melena negra en camisa escocesa se aleja, rengueando, cuando llego. Huelo el olor de la sangre, agudo y metálico, tibio y ácido, un olor que me descompone, que me grita más y más fuerte a medida que subo las escaleras.

¿Esa es Laura? ¿Es ella? No, no es posible, claro que no, no ese cuerpo retorcido, ese camisón blanco, esa mancha grande, roja, muy roja. No es real, no puede ser. Laura no está en París, está en Giverny, ésta no es ella, se parece sí, pero no es…

Estoy volviéndome loco.

Y Toby. Esa especie de forma humana sobre el suelo del vestíbulo. Toby, casi muerto, paralizado de por vida.Yo hice esto.

Yo les hice esto. A mi mentor y amigo. A mi adorada esposa.


"Victor" examinó el pedazo de sobre y después levantó la vista. Los ojos gris azulados me miraron con una expresión que yo no pude definir del todo: ¿miedo?, ¿indiferencia? Podría haber sido cualquier cosa.

Después, me dijo:

– Por favor, pase.

Los dos, "Victor" y la mujer deforme, se sentaron uno junto al otro sobre un sillón angosto. Yo estaba de pie, enrojecido de rabia, con la pistola en la mano. Había un gran televisor color encendido, el volumen mudo, donde se desarrollaba una vieja comedia estadounidense que no reconocí.

El hombre habló primero. En ruso.

– Yo no maté a su esposa -dijo.

La mujer -¿su esposa?- estaba sentada con las manos temblorosas sobre la falda. Yo no podía ni mirarla.

– Su nombre -dije, también en ruso.

– Vadim Berzin -replicó el hombre-. Ella es Vera. Vera Ivanovna Berzina. -Inclinó la cabeza hacia ella.

– Usted es "Victor" -dije.

– Lo era. Durante unos pocos días, me hice llamar así.

– ¿Y quién es en realidad?

– Usted sabe quién soy.

¿Lo sabía? ¿Qué sabía yo de ese hombre en verdad?

– ¿Me esperaba usted? -pregunté.

Vera cerró los ojos, o mejor dicho, los hizo desaparecer dentro de las montañas de carne de su rostro. Yo había visto una cara así antes, me di cuenta, pero sólo en fotos o películas. El Hombre Elefante, esa poderosa película basada en la historia verdadera del famoso Hombre Elefante, el inglés John Merrick, terriblemente desfigurado por la neurofibromatosis, la enfermedad de von Recklinghausen. que puede causar tumores de piel y deformidades. ¿Era eso lo que tenía esa mujer?

– Sí -dijo el hombre, asintiendo.

– ¿Y no tuvo miedo de dejarme entrar?

– Yo no maté a su esposa.

– No creo que se sorprenda si le digo que no le creo.

– No -dijo él, sonriendo con dolor-. No me sorprende. -Hizo una pausa y después dijo: -Puede matarme, o a los dos, eso es fácil. Puede matarnos ahora mismo si quiere. Pero, ¿por qué? ¿No prefiere escuchar lo que tengo que decirle?-Estamos viviendo aquí desde la desaparición de la Unión Soviética -dijo-. Compramos la entrada, como tantos otros camaradas de la kgb.

– ¿Le pagaron al gobierno ruso?

– No, le pagamos a su CIA.

– ¿Con qué? ¿Dólares ahorrados o qué?

– Ah, vamos. No importa cuántos dólares hubiéramos logrado reunir en esos años, no hubieran sido nada para la poderosa y rica Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos. No necesitan nuestros viejos billetes de dólar. No, compramos la entrada con la misma moneda que otros agentes de la kgb…

– Ah, claro -dije-. Información, inteligencia robada de los archivos de la kgb. Como los demás. Me sorprende que tuviera compradores después de lo que hizo.

– Ah, sí -dijo Berzin, en tono sardónico-. Traté de atrapar a un joven funcionario de la CIA con el cual la kgb tenía una cuenta pendiente, ¿eh? Una historia sacada de un libro de texto… -No le contesté así que siguió adelante. -Yo aparezco pero el joven funcionario no está. Y por lo tanto… como la venganza no es selectiva, mato a su esposa y de paso hiero a otro hombre de la CIA. ¿Le parece correcta mi versión?

– Aproximadamente, sí.

– Ah, sí, sí, un buen cuento de hadas.

Yo había bajado la pistola mientras él hablaba, pero ahora la levanté de nuevo, lentamente. Creo que pocas cosas evocan la verdad tanto como una pistola cargada en manos de alguien que sabe cómo usarla.

Por primera vez oí la voz de la mujer. En realidad, no hablaba. Gritó en una clara voz de contralto:

– ¡Déjelo hablar!

Yo la miré con rapidez, luego volví la vista hacia su esposo. No parecía asustado, al contrario: tenía una mirada casi divertida, como entretenida por la situación. Pero luego, su expresión se puso grave de pronto.

– La verdad es ésta -dijo-. Cuando llegué a su departamento, me abrió la puerta el hombre mayor, Thompson. Pero yo no sabía quién era.

– Eso es imposible…

– No. Yo nunca lo había visto y usted no me había dicho quién vendría. Por razones de seguridad, compartimentación de la información, supongo. Me dijo que tenía que verme, que quería empezar el interrogatorio inmediatamente. Estuve de acuerdo. Le dije lo del documento sobre urraca.-¿Y ese documento es…?

– Una fuente en inteligencia estadounidense.

– ¿Un topo soviético?

– No del todo. Una fuente. Uno de nosotros.

– ¿Y el nombre en código es urraca? -Usé la palabra rusa soroka que designa a ese pájaro.

– Sí.

– Entonces era un nombre en código de la kgb. -Había una larga lista de nombres en código de la kgb que coincidían con pájaros, y eran mucho más coloridos que nada que hubiéramos inventado nosotros.

– Sí, pero no un topo, no estrictamente. No un agente de penetración, más bien un agente que habíamos conseguido dar vuelta, poner de nuestro lado lo suficiente como para que nos fuera de utilidad.

– ¿Y urraca era…?

– urraca, eso lo supimos después, era James Tobías Thompson. Ciertamente yo no tenía ni idea de que estaba dirigiéndome a la fuente en cuestión porque no conocía el nombre real: los archivos de la kgb están demasiado compartimentalizados. Y ahí estaba, hablando de un archivo que quería vender sobre una delicada operación soviética nada menos que con el agente sobre el que hablaba ese archivo, y él escuchaba con gran interés mientras yo trataba de venderle información que haría volar en pedazos su trabajo como doble agente.

– Dios -dije-. Toby.

– De pronto, se puso violento, este Thompson. Se arrojó sobre mí, me apuntó con una pistola, una con silenciador, y me exigió el documento. Bueno, yo no era tan estúpido y no lo había llevado, no antes de que hubiéramos hecho un trato. El me amenazó y le dije que no lo tenía conmigo. Y estaba a punto de matarme cuando de pronto nos dimos vuelta y vemos entrar a una mujer en la habitación. Una mujer hermosa en un camisón blanco… toda de blanco.

– Sí, Laura.

– Ella lo había oído todo. Lo que yo había dicho, lo que había dicho Thompson. Nos dijo que estaba dormida en la otra habitación, enferma, y que el ruido la había despertado. Después, todo es confuso. Yo aproveché la interrupción para ponerme de pie y tratar de escapar. Corrí, saqué mi revólver para protegerme pero antes de que pudiera sacarle el seguro, sentí que me estallaba la pierna. Thompson me había disparado, pero no me había matado, se le había desviado la puntería en el apuro y para entonces yo ya tenía el revólver afuera y le disparé en defensa propia. Y luego, salté hacia el vestíbulo,bajé un piso y me escapé.

Yo sentía que lo único que deseaba era hundirme en el suelo, taparme los ojos, buscar refugio en el sueño, pero necesitaba toda mi voluntad. En lugar de dejarme ir a la nada, me dejé caer en un gran sillón, volví a poner el seguro en su lugar y seguí escuchando en silencio.

– Y mientras corría por las escaleras -siguió diciendo Berzin-, oí otro disparo, y supe que Thompson se había matado o había matado a la mujer.

Los ojos de la muje.r desfigurada estaban cerrados desde hacía mucho. Hubo un largo, largo silencio. Oí el lejano rugido del tránsito, un camión, la risa de unos chicos.

Por fin, conseguí hablar.

– Una historia plausible -dije.

– Plausible -dijo Berzin-. Y real.

– Pero usted no tiene pruebas…

– ¿No? ¿Examinó usted el cuerpo de su esposa?

No contesté. Ni siquiera había podido mirarla.

– Ah, claro -dijo Berzin, con amabilidad-. Entiendo. Pero si alguien con algo de experiencia en balística hubiera mirado las heridas, habría descubierto que el disparo había salido de un revólver perteneciente a James Tobias Thompson.

– Eso es fácil decirlo -dije-. Ahora sobre todo, cuando el cuerpo ha estado enterrado durante quince años.

– Tiene que haber registros, informes.

– Seguramente los hubo. -No seguí desarrollando la idea, pero la verdad era que yo no había tenido acceso a ellos.

– Entonces tengo algo que va a serle útil, y si me deja ir a buscarlo, eso saldará mi deuda con Harrison Sinclair. Su suegro, ¿verdad?

– ¿Él fue el que lo sacó de Moscú?

– ¿Qué otro hubiera tenido suficiente influencia?

– Pero, ¿por qué?

– Probablemente para que algún día pudiera contarle a usted esta historia. Está encima del televisor.

– ¿Qué?

– Lo que quiero mostrarle. Darle. Ahí, sobre el televisor.

Volví la cabeza para mirar el televisor, que ahora había empezado a pasar mash. Sobre la consola de madera había varias cosas: un busto de Lenin como el que se solía comprar en Moscú hace tiempo; un plato laqueado que parecía funcionar como cenicero; una pequeña colección de versos en ruso, publicada por los soviéticos y firmada por Aleksandr Blok y Anna Akhmatova.

– Está dentro del Lenin -dijo él con una mueca-. El tío Lenin.-Quédese ahí -dije, caminé hasta el televisor y levanté la pequeña cabeza de hierro hueco. La di vuelta. Había una etiqueta en la base. Decía beriozka 4.31, es decir que la habían comprado en uno de los viejos negocios soviéticos para turistas por cuatro rublos y treinta y un copecs, una buena cantidad de dinero en sus tiempos.

– Adentro -dijo él.

Sacudí el busto y algo cambió de lugar dentro de él. Saqué una pelota de lo que parecía ser papel para borrador y luego salió algo pequeño y oblongo. Lo tomé entre las manos y lo miré.

Un microcasete.

Miré a Berzin como haciéndole una pregunta. El perro (que yo suponía atado en otra habitación) empezó a gemir a lo lejos.

– Su prueba -dijo él, como si eso explicara todo.

Cuando no le contesté, agregó:

– Yo llevaba un micrófono.

– ¿En la calle Jacob?

Él asintió, satisfecho.

– Una cinta hecha en París hace quince años me compró la libertad.

– ¿Y por qué mierda llevaba usted un micrófono? -Se me ocurría una razón, pero no tenía sentido. -No estaba desertando, ¿eh? Seguía trabajando para la kgb, ¿no? ¿Plantando información falsa?

¡No! ¡Era para protegerme!

– ¿Protegerse? ¿Contra quién? ¿Contra la gente que iba a ayudarlo a desertar? ¡Eso es ridículo!

– No… escuche… Era un micrograbador que me habían dado los de Lubyanka para "provocaciones", trampas, todo eso. Pero esa vez lo usé para protegerme. Para grabar las promesas, las seguridades, hasta las amenazas. Si no lo hacía, y después había un problema con todo eso, sería mi palabra contra la de ellos. Y yo sabía que si tenía un grabador, eso me ayudaría. ¿Qué más podía hacer? -Tomó la mano de su esposa, que estaba algo desfigurada pero no tanto como su cara. -Eso es para usted. Una grabación de mi encuentro con James Tobías Thompson. La prueba que usted quería.

Atónito, me acerqué a los dos, puse una silla muy cerca y me senté. No fue fácil con la mente en turbulencia, la cabeza en un remolino como la tenía en ese momento, pero incliné la cabeza y me concentré, hasta que me pareció que estaba oyendo algo, una sílaba ahí, otra allá, y después estuve seguro. Oía, sí. Había enfocado sus pensamientos desesperados, ansiosos, que casi me gritaban. Muy despacio, metódicamente, dije en ruso:

– Es muy importante para mí que usted me esté diciendo la verdad sobre esto… sobre mi esposa, sobre Thompson, sobre todo.

– Claro que estoy diciéndole la verdad -dijo él.

No le contesté. Escuché. La quietud de la habitación sólo se quebraba con los aullidos del perro pero luego algo entró en mi conciencia, con fuerza, claro:

¡Claro que digo la verdad!

Pero, ¿la decía? ¿Estaba pensando eso? ¿O estaba a punto de decirlo?… dos cosas muy diferentes por cierto. ¿Qué me había hecho creer que yo podía estar seguro de la verdad de otros?

Aferrado a la incertidumbre de ese momento, no estaba listo para lo que sucedió después.

Una voz de mujer, agradable y profunda. Pero no hablada.

La voz del pensamiento, calma y tranquila.

Me oye usted, ¿verdad?

Levanté la vista hacia la mujer. Ella tenía los ojos cerrados otra vez, desaparecidos en ese paisaje horrendo de tumores y valles. Su boquita pareció arquearse ligeramente hacia arriba hasta parecer algo semejante a una sonrisa, una sonrisa triste, sabia.

Pensé: Sí, la oigo.

Y la miré, y sonreí, y asentí.

Un momento de silencio, y luego oí: Usted me oye, pero yo no puedo oírlo. No tengo su habilidad. Tiene que hablarme en voz alta.

– La cinta… -empezó a decir Berzin, pero su esposa le puso una mano sobre los labios. El se calló, extrañado.

– Sí -dije-. Sí, la oigo. ¿Cómo lo sabe usted?

Ella siguió sonriendo, los ojos cerrados todavía.

Sé bastante sobre eso. Conozco los proyectos de James Tobías Thompson.

– ¿Cómo? -pregunté.

Mientras mi esposo era funcionario en París, a mí me dejaron en Moscú. Siempre lo hacían… separar al marido de la esposa para dominarlos. Pero en mi caso, también era porque mi puesto era muy importante. Demasiado para que yo lo dejara. Fui secretaria principal de tres jefes sucesivos de la KGB. La que cuidaba la entrada de otros hacia ellos. Manejaba los papeles secretos, la correspondencia.

– ¿Entonces fue usted la que encontró el archivo urraca?

Sí, y muchos otros.

Berzin habló, sorprendido.

– ¿Qué pasa aquí?Su esposa le dijo con dulzura:

– Vadim, por favor. Silencio, unos minutos. Después, te explico todo.

Y siguió, los pensamientos claros y comprensibles, tanto como su voz hablada.

Toda mi vida tuve esta enfermedad. La mano derecha señaló hacia la cara al pasar, un gesto leve. Pero a los cuarenta, me atacó la cara y pronto… pronto ya no fui… presentable… no podía ocupar un puesto tan visible. Los jefes y sus ayudantes no podían ni mirarme a la cara. Como usted. Me sacaron del trabajo. Pero antes de irme, me llevé un documento que por lo menos le daría a Vadim el pasaporte al Oeste. Y cuando él me visitó en Moscú, se lo di.

– Pero… ¿cómo… cómo supo usted de mí? -insistí.

No sabía. Lo supuse. Como secretaria, me enteré del programa que estaba desarrollando Thompson. No es que nadie en el Directorio Principal de los cuarteles generales de Yasenyevo creyera que era posible… Pero yo si lo creía. No sabía si él lo conseguiría, pero sabía que era posible. Lo que usted tiene es algo muy notable, muy especial.

– No -dije-. Es terrible.

Antes de que pudiera decir más, explicarle, ella pensó: El padre de su esposa nos sacó de Rusia. Fue bueno y generoso con nosotros. Pero teníamos más que esta cinta para ofrecerle.

Yo fruncí el ceño y dije, sin decirlo: ¿Qué?

Sus pensamientos siguieron fluyendo, claros, apasionados.

Este hombre, James Tobías Thompson, su mentor, urraca. Siguió informando a Moscú. Lo sé, vi sus informes. Nos dice que hay gente dentro y fuera de la CIA que planea tomar el poder. Cooperan con los alemanes. Tiene que encontrarlo. Thompson se lo dirá. Lamenta lo que hizo. El le dirá…

Y entonces, de pronto, el aullido del perro se convirtió en un ladrido agudo, fuerte.

– Algo le pasa a Cazador -dijo Berzin-. Tengo que ir a ver…

– No -dije. El ladrido se hizo más fuerte, más rápido, más insistente.

– Algo malo le pasa, en serio -dijo Berzin.

El ladrido se convirtió de pronto en un aullido horrible, desgarrador, un grito que era casi humano, casi un chillido.

Y luego, un silencio terrible.

Me pareció oír algo, un pensamiento. Mi nombre, pensado con gran urgencia, desde algún lugar cercano.

Sabía que alguien acababa de asesinar brutalmente al perro.

Y que nosotros éramos los siguientes en su lista.

59

Es sorprendente, en realidad, lo rápido que uno piensa cuando la vida está en peligro. Tanto Vera como Vadim se aterrorizaron al oír el grito agónico, desgarrador, del perro, y luego Vera chilló y saltó del sillón y empezó a correr hacia el sonido.

¡No! -le grité-. No se mueva, no, no… ¡Agáchese!

Confundida y aterrorizada, la pareja se abrazó, sacudiendo los brazos. La mujer empezó a gemir y el marido le gritó:

– ¡Cállate!

Asustada, ella se calló e inmediatamente hubo un silencio amenazador y extraño en el departamento. Un silencio absoluto en el cual yo sabía que una persona… o varias… se movían sigilosamente. Yo no conocía el plano del departamento, pero podía suponerlo: estaba en el primer piso y seguramente habría una salida de incendios en la parte trasera, hacia la cocina, donde habían atado al perro. Y por ahí habían entrado los invasores.

Los invasores: ¿quiénes?

Mis pensamientos corrían en mi cabeza: ¿Quién sabía que yo estaba allí? No había transmisor para guiar a mis perseguidores y no me habían seguido. Toby Thompson… Truslow… ¿acaso trabajaban juntos? ¿O uno contra el otro?

¿Habrían estado vigilando a esa pareja de rusos? ¿Era posible que alguien con excelente acceso a los secretos de la Agencia -y esa frase describía perfectamente a Thompson y a Truslow- supiera algo sobre el trato que había hecho el padre de Molly con ese matrimonio? Sí, ciertamente era posible. Y sabían que yo estaba en París; por lo tanto era natural que intensificaran una vigilancia que antes tal vez estaba casi inactiva…

Esos pensamientos me pasaron por la cabeza en menos de un segundo pero en esa pausa vi que los Berzin corrían, o rengueaban, hacia el vestíbulo, seguramente hacia la cocina. ¡Tontos! ¿Qué hacían? ¿En qué estaban pensando, por Dios?

– ¡No! Vengan aquí -grité casi, pero ya habían llegado al umbral, frenéticos y enloquecidos como ciervos asustados, sin pensar, sin reflexionar. Yo me arrojé tras ellos para hacerlos retroceder, sacarlos de en medio y poder moverme otra vez sin el miedo que me causaba su seguridad. Mientras me movía, vi una sombra en el pasillo, la silueta de un hombre. -¡Abajo! -grité pero en ese instante se oyó el silbido torvo de una automática con silenciador y tanto Vadim como Vera empezaron a caer hacia adelante y luego a un costado en una especie de ballet grotesco, como árboles caídos, antiguos árboles que han sido serruchados en la base. El único sonido fue un gemido bajo, profundo, que emanó del viejo mientras se derrumbaba en el piso.

Me quedé inmóvil, disparé sin pensar una serie de tiros hacia la oscuridad del pasillo. Hubo un grito, un alarido de dolor que parecía indicar que le había dado a alguien y luego varias voces masculinas que se hablaban. Me devolvieron los disparos y la puerta se quebró. Una bala me rozó el hombro, otra dio en el televisor y lo hizo estallar en mil pedazos. Yo salté hacia adelante, tomé la manija de la puerta y caí contra ella, cerrando la puerta que daba al comedor y girando la llave al mismo tiempo.

¿Para qué? ¿Para quedar atrapado en esa habitación? ¡Piensa, mierda!

La única salida era por el hall, donde estaban el asesino o los asesinos. Eso no tenía sentido, pero ahora, ¿qué haría?

No tenía tiempo para pensar, apenas tenía tiempo para reaccionar, pero me había metido en un lugar traicionero y mientras hacía cálculos desesperados, me dispararon una andanada de tiros desde la puerta, a través de la puerta, que era de madera gruesa.

¿Adonde ir?

¡Por Dios, Ben, muévete!

Giré en redondo, vi la silla de madera donde había estado sentado unos minutos antes y la arrojé contra la ventana. La ventana se sacudió y se quebró. Corrí hacia ella, arranqué la silla que había quedado atrapada entre las persianas y la use para sacar los vidrios que quedaban.

Otra andanada de balas detrás; alguien sacudió la manija de la puerta; luego, más disparos.

Y justo cuando se abría la puerta, salté, sin mirar, desde la ventana del primer piso hacia la calle.


Doblé las piernas para protegerme del impacto, los brazos extendidos para esconder la cabeza.

Me daba la impresión de que me estaba moviendo en cámara lenta. El tiempo se había detenido. Me vi caer, como si estuviera mirando una película, me vi doblar las piernas, vi la calle que se me acercaba, arbustos y cemento y peatones y…

Y en un instante sentí el golpe contra la vereda, un golpe doloroso, terrible: había aterrizado sobre las plantas de los pies y luego había rebotado hacia adelante, casi en un salto mortal, los brazos extendidos para recuperar el equilibrio.

Estaba lastimado y me dolía mucho. Pero estaba vivo, gracias a Dios, y podía moverme y mientras oía el silbido de las balas desde arriba, me arrojé a un costado tratando de no sentir el dolor de los pies, los tobillos y las pantorrillas. Corrí hacia Les Halles con una velocidad que no sabía que tenía. A mi alrededor los peatones gritaban y chillaban, algunos me señalaban, otros se corrían para dejarme pasar, pero yo sabía que lo único que podía salvarme era la multitud, las multitudes me esconderían y harían más lento el progreso de mis perseguidores. ¿Pero había perseguidores? ¿O los había eludido totalmente? ¿Estaban arriba todavía, en el departamento que había pertenecido a los rusos? ¿O en…?

No todos habían estado arriba. No. Eché una mirada y vi a varios hombres en trajes oscuros, y a varios más en trajes de calle comunes, que corrían hacia mí, las caras duras en muecas de determinación. Zigzagueé alrededor de una montaña de ladrillos y, de pronto, algo me llamó la atención…

¡Tírales los ladrillos, carajo!

Pero había algo más efectivo. Tenía una pistola confiable, buena, con tal vez diez o doce cartuchos en ella y me di vuelta y disparé un tiro, tratando de no herir a nadie inocente y vi a uno de los hombres en traje negro agacharse. Ahora quedaba uno. Yo seguí corriendo, giré por la calle Pierre-Lescot, pasé junto a un quiosco, un bar, una panadería, esquivando las multitudes de la hora pico. Me había convertido en un blanco muy móvil, muy difícil; un mal blanco para mi perseguidor… si es que era uno solo.

Tendría que detenerse para apuntarme con alguna posibilidad de éxito o seguir corriendo lo más rápido que podía y, al parecer, mi estrategia estaba funcionando: decidió correr, tratar de atraparme. Lo oí jadear detrás de mí. Ahora éramos él y yo, el mundo se había encogido hasta convertirse en dos personas, vida o muerte, sin gente, sin peatones, sólo el hombre del traje negro y los anteojos oscuros que me perseguía, que me iba ganando terreno, y yo, que corría como no había corrido en toda mi vida. Intentaba no escuchar la sirena del dolor, no ver las señales de peligro y el cuerpo me castigaba por eso. Y mientras corría, empecé a sentir terribles calambres en el abdomen y en los costados. Apenas podía seguir. El cuerpo, sin entrenamiento durante años de ley, me pedía que me detuviera, que me rindiera. ¿Qué podrían querer de mí ahora? ¿Información? ¡Dásela! Tal vez no querían hacerle daño a alguien valioso como yo, con mi habilidad mental…

Justo adelante vi la forma moderna de Les Halles y mientras corría hacia allí -¿por qué?, ¿cuál era la meta?, ¿era que quería terminar en el agotamiento completo o qué?-, mi cuerpo seguía en guerra con mi mente. Mi pobre cuerpo, sacudido por el dolor de punta a punta, retorcido y desesperado, luchando contra mi resolución, rogándome y distrayéndome, luego razonando con aparente calma: Entrégate, no te van a hacer nada, no te van a hacer nada. Ni a ti ni a Molly, lo único que quieren es que les digas que no dirás nada, y tal vez no te crean, pero si te entregas, podrás descansar un momento, jugar con ellos, distraerlos, sálvate, entrégate…

Los pasos tronaban detrás de mí. De pronto me encontré en algún tipo de nivel inferior con un garaje para estacionamiento al final del cual había una puerta marcada con una señal roja: sortie de secours, decía y passage interdit. La abrí, pasé y la cerré. Cedió con un gruñido metálico y me encontré en una escalera que olía a basura. Un tacho grande, repleto, se alzaba contra la puerta.

Era de aluminio, demasiado liviano para servir como obstrucción segura.

Algo golpeó contra la puerta del otro lado. Un pie tal vez, o un hombro, pero la puerta no cedió. Desesperado, volqué el gran tacho en el suelo. Era basura común… nada, nada, excepto la mitad oxidada de un par de tijeras. Tal vez sirviera, valía la pena intentarlo…

Otro golpe contra la puerta y esta vez el metal se abrió en parte, una línea de luz brilló sobre la escalera y luego desapareció. Yo me agaché, tomé el hierro oxidado y lo metí del otro lado de la puerta, en la bisagra de la puerta.

La puerta volvió a tronar, pero esta vez no pasó la luz: nada, ni un movimiento. Mientras la tijera durara, la puerta estaba segura.

Salté por las escaleras que me llevaron directamente a un corredor que pronto terminó en un gran pasillo lleno de gente.

¿Dónde estaba? En una estación, la estación del Metro, sí, eso. Chatelet Les Halles. La más grande del mundo. Un laberinto. Ahora tenía muchas direcciones para elegir, muchas para perderlo si mi cuerpo me acompañaba y me dejaba seguir adelante.

Y entonces supe qué debía hacer.

60

Quince años antes, soy joven, más joven, acabo de graduarme en el Campo Peary de la CIA y estoy en París, con un nuevo puesto, "fresquito todavía" como dice mi amigo y jefe James Tobías Thompson III. Laura y yo llegamos a París esta mañana después de un vuelo de twa desde Washington, y estoy agotado. Laura está dormida en nuestro departamento desierto de la calle Jacob; yo estoy medio dormido, sentado allí en la oficina de Thompson en el Consulado de los Estados Unidos en la calle St. Florentin.

Me gusta ese tipo; parece que yo le gusto a él. Es un buen comienzo para una carrera sobre la que tengo muchas dudas a veces. La mayor parte de los agentes de campo odian instantáneamente a sus superiores, que los tratan como lo que son, jóvenes, inexpertos y poco confiables.

Me llamo Toby -dice él-. O los dos nos llamamos por el apellido, y entonces eres Ellison y yo tengo que actuar como un asqueroso sargento de la Marina, o somos colegas. -Y luego, antes de que pueda contestarle, me tira una montaña de libros.

Memorízalos -dice-. A todos.

Algunos son guías de turismo (Plan de París par Arrondissement: Nomenclature des rúes avec la station du Metro la plus proche) y otros, publicaciones de la Agencia para uso interno (mapas y planos detallados y secretos de la ciudad y el Metro, listas de lugares diplomáticos y militares en la ciudad, rutas de escape en tren y en auto para casos de peligro).

Espero que sea una broma -digo.

¿Te parece que tengo cara de estar bromeando?

No conozco tu sentido del humor.

No tengo ninguno. -Esto dicho con un gesto apenas suficiente como para sugerir lo contrario. -Tienes memoria fotográfica. Eres capaz de retener más que todos los libros que tengo arriba.

Nos reímos. El tiene el cabello negro, y es demasiado alto y flaco, joven en apariencia.-Algún día, amigo, esta información te puede venir muy bien -dice.

Algún día, Toby, pienso ahora, con los ojos sobre la enorme estación mientras trato de orientarme. Hacía muchos años que había estado allí. Nunca se te hubiera ocurrido que la información pudiera venirme bien para defenderme de ti, ¿eh?

Físicamente, yo era una ruina. Aunque los brazos me dolían mucho menos, todavía estaban vendados; me ardían las piernas, los pies y los tobillos y sentía dolores en espiral sobre el resto del cuerpo como si me hubieran metido fuegos artificiales para festejar en mi interior el Día de la Independencia.

Chatelet Les Halles. Con cuarenta mil metros cuadrados, es la estación de subtes más grande del mundo. Gracias, Toby. Sí que me sirve. Ah, yo y mi vieja y querida memoria fotográfica.

Miré detrás de mí, no vi nada pero no me permití experimentar una sensación de alivio que tal vez me llevara a la inacción. Sin duda él me había seguido por las escaleras y apenas se había detenido un momento frente a la fuerza de ese hierro oxidado que en cualquier momento se rompería.

Cuando alguien nos está persiguiendo, lo peor que se puede hacer es ceder a antiguos instintos atávicos de la humanidad como el de pelea-o-huida que salvaba las vidas de nuestros antepasados en las cavernas. Los instintos son fáciles de predecir y lo que es fácil de predecir se transforma en nuestro enemigo.

Lo que hay que hacer es ponerse en el lugar del oponente, calcular cómo piensa uno que él está pensando, aunque eso suponga darle más mérito por su inteligencia del que probablemente se merece.

¿Qué haría él?

Si la puerta no cedía, buscaría otra entrada alternativa. Sin duda encontraría una. Entraría en la estación, trataría de pensar en lo que yo estaba pensando, decidir si yo preferiría volver a la calle -no, demasiado arriesgado- o si trataría de perderme en el laberinto de corredores (una buena posibilidad) o de poner la mayor distancia posible entre él y yo y subir al primer tren (una posibilidad todavía mejor).

Y entonces, calculando, eliminaría la mejor posibilidad (la mejor, y por lo tanto la más obvia) y me buscaría en la maraña de corredores. En cualquier lugar menos en una plataforma de subte.

Yo revisé la multitud. Una adolescente de cabello lacio cantaba en un acento francés una canción inglesa, tratando de imitar a Edith Piaf (sin conseguirlo); el fondo era sintetizado, cuerdas crecientes y obligados angelicales que emanaban de una máquina Casio. La gente le tiraba monedas en la chaqueta extendida en el suelo, sobre todo por lástima, supongo.

Todo el mundo parecía moverse con decisión hacia alguna parte. Por lo que veía, nadie me estaba siguiendo.

¿Adonde estaba el hombre?

La estación era un montón impresionante de señales de correspondances, en color naranja, y carteles azules de sortie, con trenes que iban hacia una docena de direcciones: Pont de Neuilly, Créteil-Préfecture, Saint-Rémy Les Chevreuse, Porte D'Orléans, Cháteau de Vincennes… Y no sólo los subtes comunes, también el rer, el Réseau Express Regional, el tren rápido que va hacia los suburbios de París. Un lugar enorme, infinito, confuso, cosa que me vino bien.

Durante unos segundos, por lo menos.

Me alejé en la dirección que mi perseguidor consideraría más obvia, y por lo tanto, tal vez, menos probable: caminé con el flujo más grande de gente, Direction Château de Vincennes y Port de Neuilly.

A la derecha de una larga fila de molinetes había un área marcada como passage interdit acordonada con una cadena. Corrí hacia ella y salté. Una larga línea de gente que tenía entre las manos copias del Pariscope se arremolinaba junto a una ventanilla que vendía entradas de teatro a mitad de precio {Ticket Kiosque Theater: "Les places du jour à moitié prix"), junto a una estatua de bronce de un hombre y una mujer, los dos artísticamente deformados, inclinados uno hacia el otro. Pasé volando junto a una salida hacia el Centro Pompidou y el Forum des Halles, junto a un grupo de tres policías equipados con transmisores y revólveres, que me miraron con sospechas.

Dos de ellos empezaron a correr tras de mí.

Yo me detuve abruptamente junto a una fila de altas puertas neumáticas, que no podía atravesar.

Pero por esa razón, Dios inventó la Sortie de Sécours, la entrada de seguridad para funcionarios solamente, hacia la cual giré. Luego, para alarma de un grupo de trabajadores del Metro, la atravesé a la carrera.

Los gritos crecían detrás de mí. Se oyó un silbato agudo.

Una confusión de pasos apresurados.

Pasé frente a un negocio de medias, luego una florería ("Promotion - 10 tulipes 35F").

Ahora llegué a un corredor muy largo a través del cual se movían una serie de cintas mecánicas -"transportadores", creo que los llaman- que llevaban peatones en dos direcciones, inclinándose gradualmente, en lugar de transportarlos por una escalera mecánica común. Entre las dos había una banda de metal muy estrecha en movimiento.

Miré a mi alrededor y vi que los oficiales de seguridad del Metro que me perseguían estaban acompañados ahora por una figura solitaria en traje oscuro que corría muy por delante de ellos y se me acercaba a toda velocidad. Yo estaba contra un grupo de gente que no se movía y dejaba que los transportadores hicieran todo el trabajo.

El hombre del traje oscuro. El que yo quería perder.

Ahora que estaba más cerca, me volví para calcular la distancia que nos separaba y de pronto me di cuenta de que había visto su cara en otra parte.

Los anteojos pesados apenas lograban ocultar los círculos amarillos que le rodeaban los ojos. Ya no tenía el sombrero que le había visto en las afueras del departamento y ahora era fácil verle el pelo rubio pálido, aplastado contra la cabeza. Flaco, blanco, los labios estrechos.

En la calle Malborough de Boston.

En las puertas del banco de Zúrich.

El mismo hombre, de eso no había duda alguna. Un hombre que seguramente sabía mucho sobre mí.

Y que ya no se preocupaba por ocultar su identidad, no demasiado.

No le importaba que yo lo reconociera.

Quería que lo reconociera.

Me retorcí para pasar entre la gente, empujándolos con el codo y salté a la banda entre los dos transportadores.

Me di cuenta de que cada tantos metros, la superficie de metal estaba interrumpida por hojas de acero pensadas para que correr fuera muy difícil. Y yo, desgraciadamente, pensaba hacer exactamente eso, pensaba correr.

Era difícil, sí, y me tropecé varias veces, pero no era imposible.

¿Cómo lo había llamado la mujer de Zúrich?

Max.

"De acuerdo, viejo amigo," pensé. "Ven a buscarme, Max. No sé lo que quieres, pero ven a buscarlo."

"Inténtalo."

61

Corrí sin pensar.

A lo largo de la banda de metal, hacia arriba. Alrededor de mí oía gritos y jadeos y alaridos de sorpresa -¿Quién es ese loco? ¿Qué es, un delincuente? ¿De qué se escapa?-. La respuesta era obvia para cualquiera que mirara hacia atrás y viera a los oficiales uniformados que nacían sonar los silbatos como en una versión francesa de Chips, mientras corrían en zigzag en medio de la multitud.

Y ahora, sin duda para sorpresa de los que miraban, había no uno sino dos hombres en la banda de metal, y uno de ellos trataba desesperadamente de eludir al otro.

Max. El asesino.

Casi sin pensar en lo que estaba haciendo, salté hacia el transportador opuesto, el que iba hacia el otro lado, me sostuve un segundo en equilibrio precario y luego salté sobre el costado transparente, unos tres metros hacia abajo, hasta la escalera que corría a un costado. Bajé corriendo. No podía arriesgarme a mirar hacia atrás ni medio segundo, ni a perder el paso, así que corrí todo lo que daban mis pobres tobillos, ahogado por el martilleo fuerte, permanente del corazón, la respiración dolorosa y corta de los pulmones. Allá, adelante, sobre las escaleras, había un cartel azul: direction pont de neuilly.

Una señal. Yo era un galgo corriendo detrás de un conejo; un prisionero que escapa de la cárcel. En mi cabeza afiebrada era cualquier cosa, cualquier cosa que me inspirara, que me sostuviera sobre mis pies a pesar del dolor, de los gritos de mi cuerpo, cualquier cosa que bloqueara el ruido de la sirena que hacían sonar mis células: Date por vencido, Ben. No te van a lastimar. No puedes escaparte, estás atrapado, ¿no te das cuenta? No vas a ganarles, son más; va a ser más fácil si te das por vencido.

No.

Claro que va a "lastimarte", me contesté en mi extraño y maníaco diálogo interno. Hará lo que tenga que hacer.

Una escalera mecánica estrecha se alzó frente a mí de pronto.¿Dónde estaban los perseguidores?

Me permití echar una mirada rápida hacia atrás, una contorsión de la cabeza, antes de subir las escaleras mecánicas.

Los policías del subte, los tres -¿habían sido tres?- se habían dado por vencidos. Seguramente después de llamar por radio a algún otro en otro sector de la estación para que me sorprendieran más adelante.

Quedaba uno.

Mi viejo amigo, Max.

Él no se rendía, ah, no. No el viejo Max. El seguía corriendo por la banda de metal, una figura solitaria y enroscada que se me acercaba, que aceleraba…

Al final de la escalera mecánica había un descansillo y a la derecha una escalera mecánica más con el cartel sortie rué de rivoli ¿Entonces? ¿Qué? ¿A la calle o a la plataforma de trenes?

Elige lo que conoces mejor.

Durante un segundo, dudé, y luego me arrojé hacia adelante, hacia la plataforma, donde las multitudes entraban y salían de las puertas abiertas.

Tal vez le llevaba dos segundos, no más, es decir que él también se detendría en el descansillo y si yo tenía mala suerte, me vería en la plataforma, un buen blanco, ya no tan móvil.

Sigue.

Hubo una señal electrónica: el tren estaba a punto de salir. De pronto, supe que no lo lograría. Corrí una vez más, desesperado, hacia la puerta más cercana pero todas se cerraron con un golpe final cuando yo todavía estaba a veinte metros por lo menos.

Y cuando el tren arrancó, oí a Max que entraba en la plataforma. Salté como loco -hacia el tren en movimiento- y me tomé del exterior con la mano derecha.

Una manija.

Gracias a Dios.

Luego mi mano izquierda encontró otra mientras el tren me llevaba lejos de la plataforma, dejando a Chatelet y a Max atrás. Apreté el cuerpo contra el tren y me di cuenta de que, en realidad, no había sido una suerte sino una idea terrible, un error espantoso. Me di cuenta de que estaba a punto de morir.

Con los ojos desorbitados, vi lo que se me acercaba cuando la primera parte del tren entró en el túnel a toda velocidad.

Un gran espejo salía de la pared en la entrada del pasaje oscuro.

El tren lo rozaba casi, dejando apenas unos centímetros entre el costado y el metal brillante. Ese espejo me partiría el cuerpo en dos, limpiamente, como un cuchillo que se hunde en un pedazo de queso fresco.

Un vestigio de lógica se levantó de pronto en mi cerebro febril y cansado: ¿Qué mierda crees que estás haciendo? ¿Qué locura es ésta? ¿Vas a seguir en el tren, para que te aplasten como a un insecto contra las paredes de piedra? ¿ Vas a dejar que el tren te haga lo que Max no pudo hacerte?

Oí un grito sordo. Era mío. Se me había escapado de los pulmones involuntariamente y, justo cuando el gran disco de metal se me acercaba para decapitarme, me solté y me dejé caer al final de la plataforma fría, dura.

Apenas oía los disparos a mi alrededor. Estaba en otro mundo, uno casi alucinatorio, una tierra de miedo y adrenalina. Pegué contra el suelo, me golpeé la cabeza y los hombros y se me llenaron los ojos de lágrimas. El dolor era indescriptible, blanco y caliente y cegador, brillante hasta la locura, lo llenaba todo.

PASSAGE INTERDIT AU PUBLIC – DANGER.

Un cartel amarillo sobre mi cabeza penetró la niebla de mi aturdimiento.

Podía quedarme ahí y rendirme y eso sería todo.

O -si el cuerpo me lo permitía- podía lanzarme hacia adelante, hacia el cartel brillante y amarillo, hacia la boca del túnel y… ¿acaso había alguna posibilidad de elección?

Algo en mí, alguna reserva de fortaleza ignota y sorprendente, se abrió de pronto y la adrenalina entró a raudales en mi sangre y me tambaleé hacia adelante, hacia los escalones de cemento que desaparecían en la oscuridad. El cartel estaba inclinado y lo sacudí al pasar, casi bajé cayéndome la escalera y entré en la oscuridad fría y húmeda, siguiendo al tren que acababa de partir.

Había un sendero.

Claro que sí, tenía que haberlo, ¿no?

La passerelle de sécurité. Para el equipo de reparación del Metro, para los casos en que había que seguir trabajando en horario de funcionamiento de trenes.

Mientras corría -no, en realidad estaba rengueando- por el sendero, oí un sonido detrás, un sonido neumático de frenos, el chillido leve de metal, el ruido de otro tren que llegaba a la plataforma que el anterior acababa de abandonar.

Un tren que se me venía encima.

Pero el lugar era seguro, tenía que serlo. Yo estaba seguro, ¿verdad?

No. El sendero era estrecho, demasiado estrecho: mi cuerpo quedaría demasiado cerca del tren, eso me pareció evidente a pesar del estado de intoxicación de adrenalina en que me encontraba. Y seguramente, mi perseguidor no seria tan suicida; sabría que yo era hombre muerto allí dentro, tendría el sentido común suficiente como para dejarme ir al túnel, solo, hacia una muerte inevitable. Pero justo en ese momento, oí algo, un pensamiento, y supe que tenía compañía.

Me volví un instante. El estaba en el túnel conmigo.

Estoy impresionado, Max.

Ahora somos dos los que vamos a morir.

Y desde una distancia muy larga oí los timbres que anunciaban la partida del tren, el sonido de las puertas que se cerraban y me quedé quieto en el túnel mientras el tren empezaba a moverse hacia mí.

Sentí algo parecido al vértigo. Una picazón en la nuca. Mis células nerviosas, todas, saltaban con un mensaje químico de miedo…

corre corre corre corre

pero yo dominé el instinto, me achaté contra la pared del túnel mientras sentía el viento que formaba la llegada del tren a mi alrededor, y no pude dejar de cerrar los ojos cuando la piel de acero, ese borrón horrendo, me pasó tan cerca que me pareció sentirla contra la mía.

Venía y venía y seguía viniendo.

Abrí los ojos.

Y con el rabillo, vi que Max -apenas diez metros más atrás- había hecho lo mismo. Se había aplastado contra la pared del túnel.

Una luz fluorescente lo iluminaba estroboscópicamente desde arriba con un reflejo amarillo verdoso, enfermizo.

Pero había una diferencia.

Él no tenía los ojos cerrados. Miraba directamente hacia adelante. Y no con miedo, ah, no, miraba con concentración.

Y había otra.

No estaba quieto del todo.

Se deslizaba hacia mí con mucho cuidado.

Se me acercaba.

62

Él se me acercaba y el tren seguía pasando. Parecía el tren más largo del mundo.

Yo sentía como si el tiempo se hubiera congelado y yo estuviera de pie ahí, en el centro de un tornado, justo en el ojo ciego del remolino. Me deslicé para alejarme de él, hacia adelante, hacia adentro, y entonces vi algo adelante. Una entrada en la pared, iluminada por un foco fluorescente. Un nicho. Si lograba…

Y unos metros más allá sí, ahí estaba por fin, la seguridad. Un poco más de esfuerzo, un poco de movimiento tipo cangrejo contra la pared, junto a la horrenda corriente de aire, vidrio y acero y manijas, que corría a menos de diez centímetros de mi cara.

Y ahora estaba ahí, en el nicho, a salvo.

Ningún otro sistema de transporte subterráneo del mundo tiene ese sistema de pasadizos y nichos, me acordé de pronto. Vi en la mente la página enteca, los gráficos, los diagramas. Hay un nicho cada diez metros… Entre las estaciones hay un promedio de seiscientos metros de senderos… Doscientos kilómetros de caminos internos componen las rutas regulares entre estaciones en el Metro de París… El tercer riel es extremadamente peligroso, cargado con 750 voltios de electricidad.

El nicho tenía un metro de profundidad.

Cómodo, sin duda.

Ahora podía sacar la pistola, soltar el seguro, prepararme, tender la mano fuera del nicho y disparar.

Gol.

Sí, le había dado. Hizo una mueca de dolor y se me acercó más…

…y justo al final del tren que pasaba como un trueno, cayó hacia adelante sobre las vías. Pero no estaba herido seriamente, eso fue evidente por la forma en que trató de detener la caída, con las piernas dobladas.

El tren se había ido. Ahora éramos sólo nosotros en el túnel.Él se paró entre las dos vías. Yo me encogí en la cueva. Retrocedí para no quedar en la línea de fuego, pero él saltó hacia adelante, con la pistola extendida, y disparó.

Sentí una punzada de dolor en la pierna. Me había dado.

Una vez más disparé y oí sólo el clic chiquito, chato, inocuo, ese sonido hueco, enfermizo que me decía que la cápsula estaba vacía. Volver a cargar era imposible. No tenía más cargadores listos.

Y entonces hice lo único que podía hacer: con un grito estremecedor, salté hacia adelante, hacia el asesino. Apenas vi su expresión un instante y ya lo tenía en el suelo: una mirada ausente, desinteresada, ¿o de incredulidad? En ese intervalo de menos de un segundo, trató de apuntarme, pero incluso antes de que pudiera levantar la pistola, caímos los dos al suelo, la espalda de él contra el acero de las vías y las piedras y oí que la pistola caía con un crujido un poco más allá.

Él se levantó con una fuerza increíble pero yo tenía dos ventajas, la sorpresa y la posición -le había aprisionado los brazos y las piernas-, y lo empujé hacia atrás mientras le ponía una mano en la garganta.

Él gruñó, trató de levantarse de nuevo y luego habló por primera vez, apenas unas palabras en un acento extranjero muy notable… ¿alemán tal vez?

– Inútil… -gruñó pero yo no estaba interesado en sus palabras, lo único que me importaba era lo que pasaba en su mente, pero claro que no podía concentrarme lo suficiente, no era momento para eso, así que lo golpeé en el pecho.

Allá atrás, hacia la plataforma, a unos cuarenta metros, había un brillo de luz.

Y entonces unas frases en lenguaje pensado, frases que parecían llegar con una urgencia extraña, fuertes y sin embargo no del todo claras. Puedes matarme, pensaba él en alemán. Sí, si quieres puedes matarme, pero habrá otro esperando para tomar mi lugar. Y después otro…

…un segundo apenas, dejé de sostenerlo con fuerza. Los pensamientos me habían sorprendido. Él se levantó de nuevo y esta vez lo logró, y yo caí hacia atrás y mis zapatos resbalaron sobre las piedras como en un charco de grasa. Mi mano derecha salió volando hacia la pared pero no había nada de qué aferrarse excepto el aire y más allá…

750 voltios.

…mis dedos pasaron tan cerca del acero duro, frío, del tercer riel que casi perdí el aliento, pero logré retirarlos justo a tiempo, a tiempo para ver cómo Max se lanzaba por el aire hacia mí.

Busqué el arma, pero no la encontré.Con un salto brusco, me levanté, lo golpeé en la cintura y lo mandé volando sobre mi hombro hacia el tercer riel electrificado justo en el momento en que llegaba el tren, ensordecedor, increíblemente ruidoso. Vi cómo le temblaban las piernas con la electricidad un segundo antes de que el tren le cayera encima con la bocina a todo volumen, y Dios, Dios, yo no podía creer lo que veía, las piernas temblando todavía, pero ahora esas piernas estaban solas, terminadas en muslos y la parte inferior del cuerpo era apenas dos muñones partidos en la cintura, un pedazo de carne humana todavía en movimiento.

Del otro lado, llegó el aullido de otro tren. En una calma glacial, completa, trepé hacia el sendero y la seguridad del nicho. El tren llegó y yo me apoyé contra la pared. Cuando terminó de pasar, salí del túnel sin mirar hacia atrás.

63

La aldea de Mont-Tremblant era una pequeña colonia de edificios: un par de restaurantes franceses tipo campo, un supermercado Bonichoix y un hotel con frente verde y galería, extraño y fuera de lugar, que parecía un modelo a escala de uno de los grandes hoteles de Monte Carlo. Por encima de todo eso, flotaban las montañas Laurentian de Quebec, verdes y hermosas.

Molly y yo habíamos llegado en vuelos separados a Montreal. Tomamos una combinación de vuelos en dos aeropuertos diferentes de París y en líneas aéreas comerciales distintas. Ella hacia Mirabel vía Frankfurt y Bruselas y yo hacia Dorval vía Luxemburgo y Copenhague.

Yo había usado varias técnicas estándar para asegurarme de que nadie nos siguiera. Usamos los pasaportes canadienses que nos había dado mi contacto francés en Pigalle. Los dos pares de pasaportes estadounidenses -a nombre del señor y la señora Crowell y del señor y la señora Brewer- todavía estaban vírgenes y podríamos utilizarlos en cualquier emergencia. Habíamos decidido usar aeropuertos diferentes: Molly, el Charles de Gaulle y yo, el de Orly. Y sobre todo, habíamos volado en primera clase y en compañías europeas -Aer Lingus, Lufthansa, Sabena y Air France-. Las aerolíneas europeas todavía tratan a los pasajeros de primera clase como si fueran personas importantes, a diferencia de las estadounidenses que dan a sus clientes de primera un asiento mejor, un trago gratis y eso es todo. Si uno es un personaje importante, el asiento se guarda hasta último momento; generalmente lo consideran tomado apenas el pasajero muestra el pasaje aunque después no aborde. En cada vuelo del viaje, abordamos siempre a último momento, es decir que la revisión de nuestros pasaportes fue siempre de apenas un segundo.

Aunque habíamos volado dando un gran rodeo, pudimos aterrizar milagrosamente a dos horas y media de diferencia uno del otro.

Yo ya había alquilado un auto en Avis, luego recogí a Molly y empezamos nuestro viaje de 130 kilómetros por la carretera 15, hacia el norte. La autopista podía haber sido cualquiera de las tantas autopistas del mundo, y la zona industrial y suburbana, la de las afueras de Milán o Roma o París o Boston. Pero para cuando la 15 se convirtió en la 117 -la Autoroute des Laurentides-, el camino ancho, bien pavimentado, corría ya como un corte elegante entre las altas y hermosas montañas Laurentian, a través de Sainte-Agathe-des-Monts y después Saint- Jovite.

Y ahí estábamos ahora, frente a nuestros platos de escargots Florentine y trucha, como un par de boxeadores aturdidos, sin hablar. Tampoco habíamos hablado en el camino.

En parte era porque los dos estábamos realmente exhaustos y maltratados por los vuelos. Pero además el silencio era porque habíamos pasado por tanto en los últimos días, solos y juntos, que no había mucho de qué hablar.

Habíamos cruzado del otro lado del espejo: el mundo se ponía más y más y más extraño. El padre de Molly era una víctima, luego un villano, y… ahora, ¿qué? Toby había sido una víctima, luego un salvador, después un villano… y ahora, ¿qué?

Y Alex Truslow, mi amigo y confidente, el cruzado y nuevo director de la CIA, era en realidad el líder de una facción que durante años se había aprovechado ilegalmente de los conocimientos de la Agencia.

Un asesino cuyo nombre en código era Max había tratado de matarme en Boston y en Zúrich y en París.

¿Quién era, en realidad?

La respuesta me había llegado en los últimos momentos sorprendentes de mi habilidad telepática, mientras el asesino y yo luchábamos sobre las vías del Metro de París. Con un último esfuerzo de concentración, me había puesto en posición y había leído sus pensamientos.

¿Quién eres tú? -le había preguntado.

Su verdadero nombre era Johannes Hesse. "Max" era sólo el nombre en código.

¿Quién te paga?

Alex Truslow.

¿Por qué?

Un contrato.

¿ Y quién es la víctima?

Sus empleadores no lo sabían. Lo único que sabían era que la supuesta víctima era el testigo sorpresa del Comité Seleccionado del Senado sobre Inteligencia.

Mañana.

¿Quién era? ¿Quién podía ser? Quedaban veinticuatro horas apenas. ¿Quién era?

Así que mientras estábamos allí, en ese lugar remoto y solitario de Quebec, ¿qué esperábamos encontrar? ¿Un árbol hueco con documentos? ¿Una lámpara con un microfilm adentro?

Yo tenía mis teorías, teorías que lo explicaban casi todo, pero la pieza final del rompecabezas aún no había aparecido. Y estaba convencido de que íbamos a encontrarla enterrada en una vieja casa sobre las orillas de Lac Tremblant.

El registro de propiedades de la aldea de Mont-Tremblant estaba en la ciudad de St.-Jerome, que no quedaba lejos. Pero no nos sirvió de mucho. El francés indiferente que llevaba los registros y entregaba licencias y otros papeles burocráticos, un hombre llamado Pierre La Fontaine, nos informó con voz cortante que los únicos registros de Mont-Tremblant habían desaparecido en un incendio a principios de la década del 70. Lo único que quedaba eran las transacciones que se habían hecho desde entonces y no pudo encontrar ninguna operación de compra o venta de una casa en el lago, que involucrara los nombres de Sinclair o Hale. Molly y yo perdimos unas buenas tres horas revisando los registros con él y no sirvió de nada.

Después recorrimos Lac Tremblant hasta más allá del Tremblant Club y los otros lugares nuevos y de moda: el Mont Tremblant Lodge con sus canchas de tenis de polvo de ladrillo y la playa arenosa, el Manoir Pinoteau, el Chalet des Chutes y las casas, tanto elegantes como rústicas.

La idea, supongo, era que alguno de los dos reconociera la casa, ya fuera por recuerdos personales en el caso de Molly, o en el mío, por la fotografía. Pero no tuvimos suerte. La mayoría de las casas no se veían desde el camino de tierra que rodeaba el lago. Lo único que podíamos distinguir eran los nombres sobre los buzones, algunos pintados a mano y otros forjados en hierro por profesionales. Aunque hubiéramos tenido tiempo de revisar entrando en los senderos particulares hasta el frente de las casas sobre el lago -y eso nos hubiera llevado muchos días, por cierto-, habría sido imposible porque muchos de los senderos estaban bloqueados al tránsito público. Y además, algunas casas estaban en la parte norte del lago, lejos, y sólo se podía llegar en bote.

Al final del viaje de reconocimiento frustrado, me detuve frente al Tremblant Club y estacioné allí, desilusionado.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Molly.-Ahora, alquilamos un bote -dije.

– ¿Dónde?

– Aquí, supongo.

Pero no iba a ser tan fácil. No había lugares para alquilar botes a la vista y ninguno de los hoteles en los que nos detuvimos daba ese servicio. Evidentemente la ciudad no alentaba demasiado el turismo.

Luego, el ronquido de un motor fuera de borda rompió el silencio del hermoso lago transparente a lo lejos y entonces, tuve una idea. En Lac Tremblant Nord (no en la punta norte del lago, sino justo al final del camino), encontramos varios cobertizos de botes de aluminio y madera, desiertos y medio grises ya por el tiempo. Estaban cerrados con llave, por supuesto: parecía ser un área de muelles para los residentes del lago que no tenían una propiedad frente al agua.

Abrirlos no me llevó mucho tiempo. Adentro había botes de pesca de varios tamaños. Elegí un Sunray amarillo con un motor de setenta caballos, un bote bueno, rápido, y sobre todo, uno que tenía las llaves puestas. El motor encendió inmediatamente y unos minutos después, entre nubes de humo azul, salimos por el lago.

Las casas eran muy variadas: chalets suizos modernos y cabañas rústicas, algunas sobre el agua, algunas visibles entre los árboles, algunas colgadas peligrosamente sobre las montañas. Hubo una falsa alarma, una casa de piedra que al principio parecía la indicada y resultó ser la aventura modernista de un arquitecto colocada sobre otra casa más antigua.

Y luego, apareció sin aviso, la vieja casa con frente de piedra, sobre una colina a tal vez cien metros de la orilla. Una galería sobre el lago y sobre la galería dos sillas Adirondack. Era sin duda la casa en la que Molly había pasado un verano en su infancia. En realidad, parecía no haber cambiado un ápice desde la fotografía, que tenía décadas de antigüedad.

Molly la miró, sacudida, casi en éxtasis. El color había abandonado sus mejillas.

– Es ésa -dijo.

Yo detuve el motor apenas nos acercamos a la orilla y dejé que el bote llegara por inercia hasta tierra y entonces lo até al muelle de madera.

– Dios mío -dijo Molly-. Es aquí. Este es el lugar.

Yo la ayudé a bajar al muelle y luego subí yo también.

– Dios mío, Ben -volvió a decir ella-. Me acuerdo de este lugar, me acuerdo… -Tenía la voz aguda, excitada, convertida casi en un susurro. Señaló un cobertizo de botes pintado de blanco. -Ahí fue donde papá me enseñó a pescar.

Empezó a caminar por el muelle hacia el cobertizo, perdidaen sus recuerdos. Yo la tomé bruscamente del brazo…

– ¿Qué…?

– ¡Quieta! -le grité.

El sonido apenas se oía al principio, un crujido de pasto desde algún lugar hacia la casa.

Un zas zas zas.

Me quedé inmóvil.

La silueta oscura parecía flotar hacia nosotros sobre el césped, bajando la colina, y el zas zas zas se había convertido casi en una sirena.

Un gruñido bajo.

El gruñido se convirtió en un ladrido fuerte, aterrorizante, un gruñido de advertencia, mientras la criatura -un Doberman- saltaba hacia nosotros con los dientes abiertos.

Se movía tan rápido que virtualmente se había transformado en una mancha de sombras.

¡No! -gritó Molly, corriendo hacia el cobertizo de botes.

Con el estómago revuelto mientras el Doberman saltaba en el aire desde muy lejos, a una distancia increíble, busqué la pistola y en ese momento oí una voz de hombre que ordenaba:

– ¡Alto!

Oí una sacudida en el agua y me volví en un movimiento brusco.

– Se pueden lastimar con ese bicho. No le gustan las sorpresas.

Un hombre alto con una malla azul marina emergía del agua a mis espaldas. El agua le caía en cascada desde el cabello mientras él se ponía de pie. El profundo tostado de su piel lo hacía parecer un Neptuno casi anciano, saliendo de su mundo submarino.

Era una figura tan ilógica que al principio mi mente no quiso registrarla.

Molly y yo lo mirábamos ambos con la boca abierta, sin hablar, sin poder decir ni una sola palabra.

Molly corrió a abrazar a su padre.

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