PARTE II. EL TALENTO

El Pentágono ha gastado millones de dólares, según estos nuevos informes, en proyectos secretos de investigación de los fenómenos extrasensoriales que tratan de establecer si es posible aumentar el poder de la mente humana para realizar diversos actos de espionaje…


The New York Times, 10 de enero de 1984.


FINANCIAL TIMES

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Europa teme un régimen nazi

en la destrozada Alemania

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POR ELIZABETH WILSON

EN BONN


En la carrera de tres hombres hacia el poder en Alemania, el señor Jurgen Krauss, líder del renacido Partido Nacional Socialista Alemán parece estar superando tanto al candidato moderado, el líder del Partido Demócrata Cristiano, Wilhelm Vogel, como al respaldado…

En la estela de la caída del mercado de valores alemán y la depresión siguiente hay miedos cada vez más extendidos en toda Europa de que vuelva a resurgir una nueva forma de nazismo…

12

Nos miramos uno al otro por un momento.

En los largos meses que han pasado desde ese instante, nunca pude explicar este aspecto a nadie, no satisfactoriamente. Ni siquiera a mí mismo.

Oí la voz de Charles Rossi casi con tanta claridad, con tanta exactitud, como si me hubiera hablado.

Aunque no era exactamente como si me hubiera hablado en voz alta. El timbre era diferente, en la misma forma en que una comunicación telefónica suena diferente de una voz en directo. Un poco menos clara, un poco distante, un poco borrosa, como una voz que se escucha a través de la pared de un motel barato.

Había una diferencia inconfundible entre la voz hablada de Rossi y su… ¿cómo llamarla?… su voz "mental", su voz pensada. La voz hablada era más rígida; la mental, más suave, más dulce, más redonda.

Podía oír los pensamientos de Rossi.

Mi cabeza empezó a latir, un dolor horrendo, terrible, en la sien derecha. Todo lo que había en la habitación -Rossi, su asistente que me miraba con la boca abierta, las máquinas, las chaquetas de goma del laboratorio colgadas de ganchos junto a la puerta- estaba rodeado de un aura multicolor. Me empezó a picar la piel, una sensación desagradable que cambiaba de caliente a frío, y sentí que me subía una ola de náuseas desde el estómago.

Hay volúmenes y volúmenes escritos sobre el tema de la percepción extrasensorial y los fenómenos psíquicos, y la vasta mayoría de esos trabajos es directamente una estupidez -lo sé, los he leído prácticamente todos-, y sin embargo, no hay ni un teórico que haya especulado lo que yo sentí en ese instante.

Yo oía sus pensamientos.

No todos sus pensamientos, claro, o me hubiera vuelto loco hace ya mucho. Sólo algunos, cosas que entraban en su mente con la suficiente urgencia, con la suficiente intensidad.

O por lo menos, eso fue lo que entendí mucho después.

Pero en ese momento, en ese momento de revelación súbita, no comprendí todo como lo entiendo ahora. Lo único que supe, y de eso estaba seguro, era que había oído algo que Rossi no había dicho en voz alta. Eso me llenó de un miedo sin límites.

Estaba al borde de un precipicio y tenía que luchar para no perder la razón completamente.

Me convencí de que algo se había roto en mí con un chasquido, de que se había quebrado un hilo de mi cordura, de que las fuerzas magnéticas de la máquina generadora de imágenes me habían hecho algo terrible, de que habían precipitado en mí una crisis nerviosa, de que estaba perdiendo mi contacto con la realidad.

Así que respondí de la única forma en que podía: la negación total. Ojalá pudiera decir que fui inteligente, o astuto, decir que ahí mismo, en ese primer momento, comprendí que debía mantener en secreto absoluto mi nueva percepción, pero no sería cierto. Mi instinto era el de preservar, por lo menos, una apariencia de cordura, el de no dejar que Rossi supiera que estaba oyendo "cosas".

Él fue el que habló primero, la voz muy tranquila.

– No dije nada de Truslow.

Me estaba interrogando, curioso, me miraba a los ojos desde una distancia incómoda, demasiado estrecha.

– Me pareció, Charlie -dije lentamente-. Me equivoqué.

Me volví hacia la mesa, reuní mi billetera, mis llaves, mis monedas, mis lapiceras, y empecé a ponérmelas en el bolsillo. Mientras lo hacía, retrocedí casualmente, alejándome de él. El dolor de cabeza se intensificó, el sudor frío también. Tenía una jaqueca en pleno.

– No dije nada de nada -repitió Rossi, la voz monótona.

Yo sonreí, asentí, sin decir nada. Quería sentarme en alguna parte, atarme un trapo en la cabeza y apretarlo con fuerza hasta que desapareciera el dolor.

Él me miró otra vez, los ojos penetrantes, profundos y…

… y un murmullo: ¿Lo tiene?

– Bueno, si esto es todo por hoy… -dije con jovialidad forzada.

Rossi me miraba, lleno de sospechas. Parpadeó una vez, dos, y dijo:

– Bueno, todavía no. Tenemos que sentarnos y hablar por unos minutos.

– Mire. Tengo un dolor de cabeza terrible. Una migraña, estoy seguro.

Estaba por lo menos a tres o cuatro metros, poniéndome la chaqueta. Rossi seguía mirándome como si yo fuera una boa constrictor enrollándome y desenrollándome en el medio de sudormitorio. En el silencio, traté de oír otro de esos murmullos, esas voces leves.

Nada.

¿Me lo habría imaginado? ¿Eran alucinaciones, como el aura brillante que rodeaba todos los objetos de la habitación? ¿Volvería en mí ahora, después de ese desvío momentáneo de la razón?

– ¿Suele tener migrañas? -me preguntó Rossi.

– Jamás. Seguramente fue la prueba.

– Eso es imposible. Nunca pasó antes, ni aquí ni en los generadores de imágenes de los hospitales.

– Bueno -dije-, sea como sea, tengo que volver a la oficina.

– No terminamos todavía -me explicó, volviéndose hacia mí.

– Temo que…

– No será mucho tiempo… Ya vuelvo.

Salió en dirección a la otra habitación, la de las computadoras. Yo lo miré acercarse a uno de los técnicos y decir algo, rápido, furtivo. El técnico le dio una cantidad de papeles con cuadros.

Después, volvió con las imágenes de computadora del detector de mentiras. Se sentó en una larga mesa negra de laboratorio y me hizo un gesto para que me sentara enfrente. Yo me detuve un momento, lo pensé, y después obedecí.

El extendió las imágenes sobre la mesa. Las miró, la cabeza gacha, como si las consultara. Estábamos a menos de un metro.

Oí su voz, sorda pero sorprendentemente clara: Creo que usted tiene la habilidad.

Dijo en voz alta:

– Como habrá notado, éste es su cerebro al comienzo de la prueba.

Señaló la primera imagen, y me la acercó para que la inspeccionara.

– Sin cambios durante casi toda la prueba porque usted decía la verdad.

Oí: Confíe en mí. Tiene que confiar en mí.

Luego me indicó otro grupo de imágenes y hasta yo me di cuenta con facilidad de que tenían una coloración diferente, amarilla y magenta, junto a la corteza en lugar de los rojos ocres y marrones claros más normales. Tocó con un dedo las áreas que manifestaban el cambio.

– Aquí, está usted mintiendo. -Sonrió con rapidez y agregó con amabilidad innecesaria: -Como yo le pedí que hiciera.

– Ya veo.

– Su dolor de cabeza me preocupa mucho.-Se me va a pasar pronto, no se preocupe.

– Me asusta que sea a causa de la máquina.

– El ruido -dije-. Seguramente el ruido. Pero ya se me va a pasar.

Rossi, la cabeza inclinada, asintió de nuevo.

Oí: Sería tanto más fácil si confiáramos uno en el otro. La voz parecía desvanecerse por momentos. Después volvió: decirme…

No había contestado a mi sugerencia así que dije:

– Si no hay nada más…

Detrás de usted, llegó la voz, urgente y fuerte. Se acerca. El arma está cargada. Usted es una amenaza. La está apuntando a la cabeza. Dios.

No estaba hablando. Pensaba.

Yo no dejé que se diera cuenta de que había oído. Seguí mirándolo, como si no entendiera lo que pasaba, con la mayor indiferencia posible.

Ahora, ahora. Espero que no oiga los pasos que se acercan.

Me estaba probando. Sí, me estaba probando y yo no debía responder, no debía demostrar miedo, eso es lo que quiere, quiere ver una señal, aunque sea pequeña, un brillito en los ojos, quiere que me dé vuelta bruscamente, que le demuestre que estoy oyéndolo.

– Entonces… tengo que irme a la oficina -dije con calma.

Lo oí: ¿Lo tiene?

– Bueno -dijo-. Ya hablaremos otra vez.

Oí: O está mintiendo o…

Lo miré a la cara, vi que su boca no se había movido. Sentí una vez más ese miedo desatado, ese cosquilleo en la piel, y el corazón empezó a latirme con fuerza.

Rossi levantó la vista hacia mí y me pareció que sus ojos estaban llenos de resignación. Por el momento lo había engañado, sí. Pero había algo en Charles Rossi que me hacía pensar que esa situación no duraría mucho.

13

Yo estaba sentado, exhausto, en el asiento trasero de un taxi que me llevaba por las calles anchas, repletas de gente, que rodean el Centro Gubernamental, hacia la oficina. Me latía la cabeza y el dolor era todavía peor que antes. Me sentía siempre al borde de la náusea.

Decir que estaba en las primeras etapas de una especie de pánico profundo es decir muy poco. Mi mundo estaba dado vuelta. Nada tenía sentido. Tenía muchísimo miedo de estar a punto de perder todo contacto con la cordura, con la razón humana.

Oía voces, voces no pronunciadas. Oía los pensamientos de otros casi con tanta claridad como si los hubieran expresado en voz alta.

Estaba convencido de que estaba perdiendo la cabeza.

Ahora que lo cuento, me resulta imposible separar lo que sabía entonces de lo que terminé por entender mucho más adelante. ¿Realmente había "oído" lo que creía? ¿Cómo era posible? Y, sobre todo, ¿qué querían decir exactamente Rossi y su asistente con esa pregunta interior "¿Funcionó?"? Me parecía que sólo había una explicación posible: ellos lo sabían. Por alguna razón, Rossi y su asistente no estaban sorprendidos. El generador de imágenes por resonancia magnética me había hecho algo que ellos esperaban. Porque yo no tenía dudas de que la que había alterado los cables en mi sistema nervioso era la máquina.

¿Pero lo sabía Truslow?

Y un segundo después de estos pensamientos, de haber razonado todo eso con lucidez, me encontré preguntándome, con el regusto del pánico en la boca, si no había entrado en el camino de la locura.

Mientras el taxi esquivaba el tránsito, sentí más y más sospechas. El asunto del "detector de mentiras", ¿no sería un pretexto, una forma de obligarme a pasar por la máquina?

Es decir, ¿lo habían hecho a sabiendas para que me pasara exactamente lo que me había pasado?Y otra vez, ¿Truslow estaba al tanto de la operación?

¿Habría engañado a Rossi realmente? ¿Sabría él que yo tenía esa nueva habilidad terrible y extraña?

Yo suponía, con miedo, que Rossi lo sabía. Normalmente, cuando alguien dice algo que tiene que ver con lo que estamos pensando -todos hemos vivido momentos como ese- nuestra respuesta es la sorpresa, o la excitación, o hasta la alegría. Hasta cierto punto es agradable descubrir que tenemos conexiones de ese tipo y a ese nivel con otro ser humano.

Pero Rossi no me había parecido sorprendido. Parecía… no sabría cómo decirlo… alerta, alarmado, lleno de interés y de sospechas. Como si hubiera estado esperando que me pasara. Sorprendido no.

Me pregunté, mientras revisaba mentalmente la escena con Rossi, si realmente lo habría convencido de que no había nada extraño en mi respuesta, de que solamente había habido una apariencia de conexión, de que era una coincidencia.

Cuando el taxi llegó al distrito financiero de la ciudad, me incliné hacia adelante para darle indicaciones al conductor. Era un negro maduro con una barba rala. Estaba sentado muy en lo suyo mientras manejaba, como envuelto en una ensoñación. Nos separaba una placa de acrílico transparente. Hablé por el micrófono y me di cuenta de algo sorprendente: no estaba "oyendo" al conductor. Me sentí totalmente confundido. ¿Se me habría terminado el "talento"?, y ¿la desaparición era permanente o temporaria? ¿Era el acrílico, la distancia, o alguna otra cosa, que me impedía sentir lo que pensaba? ¿O era que lo había imaginado todo?

– A la derecha en la próxima -le dije-, y ahí estamos. Un edificio gris sobre la izquierda.

Nada. El sonido de la radio, una estación sin música donde charlaban todo el tiempo a bajo volumen y un ocasional estallido de estática en la radio de comunicación, pero nada… nada más.

¿El efecto del generador de imágenes en el cerebro, si es que existía, sería algo de corta duración?

Totalmente confundido, le pagué y entré en el hall del edificio. Lo encontré lleno de gente que volvía del almuerzo, lleno de charla constante. Empujé para entrar en el ascensor junto con la multitud de empleados, apreté el botón de mi piso y… sí, pienso admitirlo… traté de "escuchar" o "leer" o como quiera usted llamarlo, pero las conversaciones en voz alta me lo impedían.

Me latía horriblemente la cabeza. Me sentía claustrofóbico, tenía náuseas. La transpiración me corría por la nuca.

Cuando se cerraron las puertas del ascensor, la multitud sequedó en silencio, como suele suceder en los ascensores, y entonces volvió a pasarme.

Oí, como en un caleidoscopio, pedazos de palabras y de frases, o mejor dicho, rastros, hilachas de palabras y de frases, el sonido de una cinta de audio de las antiguas cuando uno la pasa al revés (eso, en los días en que la tecnología nos permitía esos trucos, los días anteriores al sonido digitalizado). La mujer que estaba junto a mí, pelirroja y regordeta, de unos cuarenta años -bien apretada contra mi hombro por los demás-, tenía un aspecto sereno. La expresión de su cara era agradable, placentera, una sonrisa leve. Pero yo oí una voz -tenía que venir de ella- que llegaba en ondas, distante y luego clara, desvaneciéndose y volviendo a aparecer, como en una mala conexión de teléfono. No lo aguanto, no lo aguanto, decía la voz. Hacerme eso, me lo hizo, no tiene derecho a hacerlo, no puede… El contraste entre el aspecto tranquilo y los pensamientos casi histéricos de la mujer me puso muy nervioso. Volví la cabeza hacia el hombre de mi izquierda, que parecía un abogado en un traje a rayas de abogado y anteojos de carey, cincuenta años, una expresión de aburrimiento vago. Y entonces vino, un grito distante en voz masculina: minutos tarde empiezan sin mí sin mí los hijos de pu…

Estaba "sintonizando" sin saber lo que hacía, como cuando uno trata de escuchar una voz familiar en una multitud, seleccionando un cierto timbre, un cierto sonido. En el silencio del ascensor, era muy fácil.

Sonó el timbre y se abrieron las puertas en el área de recepción de Putnam amp; Stearns. Pasé rozando a varios de mis colegas, sin casi saludarlos, y fui directo hacia mi oficina.

Darlene levantó la vista cuando me le acerqué. Como siempre, estaba vestida de negro, pero ese día había una especie de cosa de cuello alto fruncida en la parte superior de su cuerpo, algo que ella debía de considerar femenino, supongo. A mí me parecía un regalo del Ejército de Salvación.

Cuando me le acercaba, oí: algo serio le pasa, algo anda mal con Ben.

Empezó a decir algo pero le hice un gesto para que se callara. Entré en mi oficina, saludé en silencio a las grandes muñecas que seguían con su vigilia silenciosa junto a la pared, y me senté al escritorio.

– No quiero llamadas -dije, cerré la puerta de mi oficina y me hundí en la silla, seguro y solo al fin. Durante largo rato me quedé allí, en silencio absoluto, mirando con los ojos muy abiertos la distancia infinita, apretándome las sienes doloridas, hamacando la cabeza entre las manos, y escuchando los latidos acelerados de mi corazón.Un rato después emergí de las tinieblas para pedirle mis mensajes a Darlene. Ella levantó la vista hacia mí, curiosa, como si estuviera preguntándose si yo estaba bien. Me tendió una pila de papelitos rosados.

– Llamó el señor Truslow.

– Gracias.

– ¿Se siente mejor?

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Le duele la cabeza, ¿no?

– Sí. Una migraña terrible. Un dolor tan fuerte que me parece que se ve por fuera.

– Siempre tengo algo de aspirina aquí -dijo ella, abriendo un cajón del escritorio que mostraba una pila de medicamentos-. Tómese un par. Yo siempre tengo jaquecas, dos por mes por lo menos. Y son lo peor.

– Lo peor -coincidí enseguida, aceptando algunas pastillas.

– Ah, y el señor Alien Hyde de Textronics quiere hablarle apenas pueda. -El señor Hyde era el inventor de las Muñecas Big Baby, a punto de hacer una oferta para negociar el asunto.

– Gracias -dije y miré los mensajes. Darlene se había puesto a trabajar en su ibm Selectric (sí, aunque no lo crean, usamos máquinas de escribir en Putnam amp; Stearns; algunos asuntos legales requieren de una máquina de escribir, no de impresoras láser) con su ritmo frenético de siempre.

No pude impedir acercármele, inclinarme hacia ella y tratar…

Y llegó, con la misma claridad maldita. Parece estar perdiendo la razón. La voz de Darlene y después, silencio.

– Estoy bien -dije, despacio.

Darlene giró en redondo, los ojos muy abiertos.

– ¿Eh?

– No se preocupe por mí. Tuve una entrevista dura esta mañana.

Ella me miró un rato, una mirada frenética. Después, se dominó.

– ¿Quién está preocupado? -dijo, volviéndose hacia la máquina de escribir. Yo oí, en el mismo tono de conversación: ¿Dije algo en voz alta? -¿Quiere que lo comunique con Truslow?

– Todavía no -respondí-. Tengo cuarenta y cinco minutos hasta que llegue Kornstein, y después directo a Levin, y necesito algo de aire fresco o va a estallarme la cabeza.

Lo que realmente quería era sentarme en una habitación oscura con las mantas sobre la cabeza, pero me parecía que una caminata, aunque fuera dolorosa, haría mucho para aliviar mi dolor de cabeza.

Mientras volvía hacia la oficina a buscar el sobretodo, sonó el teléfono de Darlene.

– Oficina del señor Ellison -dijo ella. Después, agregó: -Un momento, por favor, señor Truslow. -Apretó el botón de pausa. -¿Está usted aquí?

– La tomo.

– Ben -dijo Truslow cuando levanté el teléfono de mi oficina-. Pensé que volvería para charlar un rato.

– Lo lamento -dije-. La prueba duró más de lo que yo creía. Tengo un día muy difícil aquí. Si no le importa, hagamos otra cita.

Una larga pausa.

– De acuerdo -dijo finalmente-. ¿Qué le pareció ese tipo, Rossi? Para mi gusto es un poco extraño, y tiene aspecto de rufián, pero tal vez me preocupo demasiado.

– No tuve mucho tiempo de conocerlo.

– Como sea, Ben, me dijeron que pasó el detector perfectamente.

– Supongo que no está sorprendido.

– Claro que no. Pero tenemos que hablar. Tengo que informarlo con más precisión. Hay un pequeño problema.

Había una sonrisa en su voz, y yo supe de qué se trataba antes de que lo dijera.

– El Presidente me pidió que fuera a verlo a Camp David -dijo.

– Felicitaciones.

– Las felicitaciones son prematuras. Quiere charlar algunas cosas conmigo, dice el jefe del estado mayor.

– Suena a buena noticia. Se diría que ya lo tiene.

– Bueno… -dijo Truslow. Pareció dudar un momento, pero después agregó: -Estaremos en contacto. -Luego colgó el teléfono.


Caminé por la calle Milk hasta la calle Washington, el Downtown Crossing, un gran conglomerado comercial. Allí, en la calle Summer, ese pasaje entre las dos grandes tiendas del centro de la ciudad, Filene's y Jordan Marsh, caminé sin rumbo entre vendedores ambulantes con bolsas de pochoclo y tortitas, pañuelos de Beduino, camisetas de turismo de Boston, y suéteres de Sudamérica en lana gruesa. El dolor de cabeza parecía haber aflojado un poco. La calle, como siempre, estaba llena de compradores, músicos callejeros, empleados de ofici-na. Sin embargo, el aire estaba lleno de sonidos, un laberinto de gritos y murmullos, suspiros y exclamaciones, susurros y aullidos. Pensamientos.

En la calle Devonshire, entré en un negocio de electrónica, examiné sin demasiada atención una vidriera de televisores color de veinte pulgadas, sin prestarle atención al vendedor. Muchos de los televisores estaban encendidos en telenovelas, uno en la cnn, con noticias, otro en otro canal, con algo que parecía una reposición de un espectáculo en blanco y negro de la década del cincuenta que tal vez fuera El Show de Donna Reed. En la CNN la mujer de las noticias, rubia como siempre, decía algo sobre un senador de los Estados Unidos que acababa de morir. Reconocí la cara en la pantalla: Mark Sutton de Colorado, que había aparecido muerto de un tiro en su casa de Washington. La policía de Washington creía que la muerte no tenía motivaciones políticas y que era sólo resultado de un intento de robo.


El vendedor se acercó de nuevo, diciendo:

– Todos los Mitsubishis están en oferta esta semana.

Yo sonreí, le agradecí, y salí a la calle. Me latía la cabeza. Descubrí que me había quedado de pie cerca de un pase peatonal y un semáforo, escuchando. Una joven atractiva con el cabello rubio muy corto, ropa de gimnasia rosada y zapatillas, esperaba que cambiara la luz del semáforo para cruzar la calle Tremont. Estábamos muy cerca. En circunstancias normales, todos mantenemos una cierta distancia social entre nosotros y los desconocidos que encontramos en la calle. Ella estaba a unos dos metros, inmersa en sus pensamientos. Yo incliné la cabeza hacia ella en un intento por captar algo, pero ella me miró con furia como si yo fuera un pervertido, y se movió hasta quedar a cierta distancia.

La gente pasaba empujándose, todos iban demasiado rápido para mis esfuerzos débiles de novicio. Trataba de captar lo que podía pero no conseguía nada.

¿Habría desaparecido el talento? ¿O era que me había imaginado todo?

Nada.

¿Se habrían desvanecido mis poderes?

Cuando volví a la calle Washington, vi un quiosco de diarios donde mucha gente compraba The Globe y The Wall Street Journal y The New York Times, y cuando cambió el semáforo, crucé hasta allí. Un joven miraba la primera página del Boston Herald: una multitud golpea a un mafioso, decía, y mostraba la foto de una figura menor de la Mafia en Providence. Me le acerqué como si estuviera contemplando la pila de Herald. Nada. Una mujer, de unos treinta años con aspecto de abogada, miraba la pila de diarios, buscando algo. Me le acerqué todo lo que pude sin alarmarla. Nada tampoco.

¿Ya no lo tenía?

¿O era que ninguna de esas personas estaba lo suficientemente alterada, enojada, asustada como para emitir ondas cerebrales en una frecuencia detectable, si así era como trabajaba esta habilidad?

Finalmente, vi a un hombre de unos cuarenta años, en la ropa inconfundible de un inversor financiero, de pie junto a pilas de una revista de modas femeninas, Women's Wear Daily, mirando sin ver las filas de cubiertas refulgentes. Algo en sus ojos me dijo que estaba muy alterado por algo.

Me le acerqué, fingiendo mirar la cubierta del último número de The Atlantic, y probé.

…sí la echo va a salir toda esa mierda de la relación amorosa Dios sabe cómo va a reaccionar es una bala perdida por Dios qué porquería llama a Gloria y le dice ay, qué voy a hacer no tengo elección tan estúpido cogerse a la secretaria…

Eché una mirada al inversor y la cara amargada no se había movido.

Para ese entonces, yo ya había formulado un número de teorías o tal vez habría que llamarlos "conceptos" sobre lo que había pasado y lo que debía hacer en adelante.

Uno: El poderoso generador de imágenes por resonancia magnética me había afectado el cerebro de una forma especial por la cual ahora podía "oír" los pensamientos de los demás. No de todos; tal vez no de la mayoría, pero por lo menos de algunos.

Dos: Podía "oír" no todos los pensamientos sino sólo los que estaban "expresados" con cierto grado de énfasis. En otras palabras, sólo "oía" cosas que se pensaban con gran vehemencia, miedo, furia, etcétera. Además, "oía" sólo cuando estaba físicamente cerca de la persona que las pensaba, a un metro a lo sumo.

Tres: Charles Rossi y su asistente de laboratorio no se habían sorprendido por lo ocurrido. Me atrevía a arriesgar más: lo esperaban. Eso significaba que habían estado usando el aparato para ese propósito, antes de que yo apareciera en escena.

Cuatro: La incertidumbre que sentían indicaba que antes no habían tenido éxito o por lo menos que los buenos resultados habían sido escasos.

Cinco: Rossi no estaba seguro de que su experimento hubiera tenido éxito en mí. Por lo tanto, yo estaba a salvo mientras no dejara que se supiera lo que me había pasado.

Seis: Que me atraparan era sólo cuestión de tiempo. Y yo no conocía sus propósitos ulteriores para mí.

Siete: Seguramente, mi vida cambiaría por completo. Estaba en peligro.

Miré el reloj y me di cuenta de que había caminado demasiado tiempo. Volví hacia la oficina.

Diez minutos después estaba otra vez en Putnam amp; Stearns, con unos pocos minutos de descanso antes de la cita. Por alguna razón, recordaba una y otra vez la cara del senador que había visto en el noticiero de la CNN. Senador Mark Sutton (Distrito de Columbia), asesinado a balazos. Ahora me acordaba: el Senador era presidente del Subcomité Seleccionado del Senado sobre Inteligencia. Y… acaso fue hace quince años… Había sido subdirector de la CIA, antes de que lo llamaran a cubrir una vacante en el Senado, y luego lo eligieron por sus propios méritos dos años después.

Y…

Y era uno de los más viejos amigos de Hal Sinclair. Su compañero de habitación en la Universidad de Princeton. Habían entrado en la CIA juntos.

Eran ya tres los muertos de la CIA: Hal Sinclair y dos de sus más íntimos confidentes.

Las coincidencias, creo yo, se dan en todas partes menos en inteligencia.

Llamé a Darlene y le pedí que hiciera pasar a mi cliente de las cuatro en punto.

14

Mel Kornstein entró en la habitación. Se había puesto un traje de Armani que parecía comprado al por mayor. No hacía casi ningún esfuerzo por ocultar su alegría. Su corbata plateada estaba manchada con una media luna amarilla de algo que tal vez era huevo.

– ¿Dónde está ese imbécil? -preguntó, dándome una mano húmeda y mirando mi oficina.

– Frank O'Leary llegará en unos quince minutos. Lo cité antes porque quería que tuviéramos tiempo de revisar algunas cosas entre los dos.

Frank O'Leary era el "inventor" de SpaceTime, el juego de computadora que era copia exacta del sorprendente SpaceTron de Mel Kornstein. Él y su abogado, Bruce Kantor, habían aceptado una reunión para iniciar el análisis de algún tipo de acuerdo. Normalmente, eso quería decir que se daban cuenta de que les convenía llegar a un acuerdo, que sabían que perderían si iban a juicio. Un juicio, dicen los abogados, es una máquina en la que uno entra siendo chancho y sale convertido en jamón ahumado. Pero yo sabía que siendo como eran, también era posible que vinieran sólo como muestra de cortesía. O para mostrar su confianza de gladiadores y tratar de sacudirnos un poco.

No me sentía en mi mejor momento. En realidad -aunque ya casi no me dolía la cabeza- me costaba mucho pensar y Mel Kornstein se dio cuenta de eso.

– ¿Está usted conmigo, abogado? -preguntó, como quejándose, en un momento en que se dio cuenta de que yo había perdido el hilo de su argumentación.

– Sí, estoy con usted -dije, tratando de concentrarme. Había descubierto que si no quería leer los pensamientos de una persona, no lo hacía. Ahí, sentado con Kornstein, me había dado cuenta de que no me sentía bombardeado por pensamientos que cubrieran el sonido de la conversación, lo cual hubiera sido intolerable. Lo podía escuchar con tranquilidad, normalmente, y si quería "leerlo", podía enfocar la mente, decidir que lo haría.Obviamente, no es fácil de describir, pero es lo mismo que le pasa a una madre que distingue la voz de su hijo que juega en la playa entre las de docenas de chicos que juegan con él. Es un poco como escuchar la multitud de voces de una fiesta, algunas más audibles que otras. O tal vez es más exacto decir que es lo que nos pasa cuando hablamos en un teléfono inalámbrico y oímos el fantasma de las conversaciones de otros. Si uno hace el esfuerzo, oye la conversación ajena con toda claridad, pero si quiere, puede concentrarse en la suya.

Así que me descubrí escuchando la voz de Kornstein, que se alzaba cuando estaba furioso, y caía cuando se desesperaba. Por suerte, retomé un poco el hilo para cuando llegaron O'Leary y Kantor. O'Leary era alto, pelirrojo, de treinta años, con anteojos; Kantor era chiquito, compacto, de cerca de cincuenta, y medio pelado. Se acomodaron en mi oficina hundiéndose en las sillas, como si fuéramos todos viejos amigos.

– Ben -dijo Kantor, como saludo.

– Me alegro de verlo, Bruce. -El viejo discurso de amigotes entre abogados.

En ese tipo de reunión, sólo los letrados hablan. Los clientes, si es que aparecen, están únicamente para servir de referencia. Se supone que deben guardar silencio. Pero Mel Kornstein estaba sentado allí, furioso, y se negaba a darle la mano a nadie y no podía dominarse.

– Dentro de seis meses va a estar lavando platos en McDonald's, O'Leary -no pudo dejar de decir-. Espero que le guste el olor a fritanga.

O'Leary sonrió con calma y miró a Kantor con ojos que decían: ¿Piensa manejar a este lunático o no? Kantor me miró a mí y yo dije:

– Por favor, Mel, deje que Bruce y yo nos encarguemos de esto.

Mel cruzó los brazos y se hundió en la silla, rabioso.

El punto real de la reunión era determinar algo muy simple: ¿había visto Frank O'Leary un prototipo del SpaceTron mientras "desarrollaba" el juego SpaceTime? La similaridad de los juegos no estaba en duda. Pero si podíamos probar sin lugar a dudas que O'Leary había visto un SpaceTron en algún momento antes de que su inventor lo sacara al mercado, ganábamos. Era simple.

O'Leary sostenía que la primera vez que había visto un SpaceTron estaba en un negocio de venta de software. Kornstein estaba convencido de que O'Leary había conseguido un prototipo primitivo del juego, de manos de uno de los ingenieros electrónicos de su planta, alguien que se lo había vendido, aunque no podía probarlo. Y ahí estaba yo, tratando de luchar con Bruce Kantor, ese pendenciero.

Después de media hora, Kantor seguía con las quejas sobre prácticas injustas y restricciones a la ley del mercado libre. A mí me estaba costando mucho concentrarme en esa línea de argumentación. Desde la mañana, estaba medio perdido. Por otra parte, sabía que Kantor estaba tratando de perder el tiempo. Ni él ni su cliente iban a ceder ni un ápice.

Pregunté, por tercera vez:

– ¿Puede decir con toda certeza que ni su cliente ni sus empleados tuvieron acceso a ninguno de los trabajos de desarrollo que se realizaban en la firma del señor Kornstein?

Frank O'Leary siguió sentado, impasible, con los brazos cruzados, la mirada aburrida, y dejó que su abogado hiciera el trabajo pesado. Kantor se inclinó hacia adelante, sonrió con su sonrisita engañosa y dijo:

– Creo que con eso está usted tocando el fondo de la olla, Ben. Si no tiene nada más…

Y entonces oí, en ese tono suave que había empezado a reconocer, la voz de Frank O'Leary. Casi no podía distinguirla, pero llevé la cabeza hacia adelante y fingí consultar mi libreta. Lo que realmente hice fue concentrarme para oír eso y separarlo de la charla de Kantor.

Ira Hovanian, decía O'Leary.

Por Dios, si Hovanian dice algo…

– Ah, Bruce -dije-, tal vez su cliente quiera decirnos algo de un tal Ira Hovanian…

Kantor frunció el ceño, pareció enojarse y dijo:

– No sé de qué está…

Pero O'Leary lo tomó inmediatamente del brazo y le susurró algo al oído. Kantor me miró, intrigado por un momento, después giró en redondo y susurró algo más.

Consulté la libretita amarilla y volví a inclinar la cabeza y a escuchar, pero en ese momento, Kornstein me tocó en el hombro.

– ¿Qué tiene que ver Ira Hovanian con todo esto? -susurró-. ¿Y cómo se enteró usted de que existe Ira Hovanian?

– ¿Quién es? -pregunté.

– No tien…

– Dígamelo.

– Es un tipo que dejó la compañía unos meses antes de que saliera SpaceTron. Un shlemazzel.

– ¿Un qué?

– Me dio pena. Perdió mucho en una operación bursátil. Supongo que encontró un trabajo mejor en otra parte. Si se hubiera quedado, ahora sería rico.

– ¿Vendía secretos industriales?-¿Ira? Ira no era nadie.

– Escúcheme -dije-. Por alguna razón, O'Leary conoce ese nombre. Significa algo para él.

– Usted no me mencionó…

– Es una investigación que hice hace poco -contesté-. De acuerdo, déjeme pensar por un minuto.

Me volví para no mirar a Kornstein y fingí concentrarme en mi anotador amarillo. A unos pasos, O'Leary y Kantor susurraban.

…robó un prototipo de trabajo de la caja de seguridad. Tenía la combinación. Me lo vendió. Veinticinco mil y promesa de otros cien cuando sacáramos provecho…

Yo tomé notas lo más rápido que pude y seguí escuchando, pero la voz desapareció. O'Leary sonreía, relajado ahora, y sus pensamientos eran plácidos, y por lo tanto ilegibles.

Estaba por volverme hacia Kornstein para preguntarle si era posible, cuando de pronto, leí otro parlamento.

…quemado. ¿Qué mierda podía hacer…? Es el tipo que cometió lo ilegal… ¿Así que a quién puede apelar, carajo?

Kantor se volvió hacia mí y dijo:

– Veámonos en un día o dos, ¿sí? Creo que ya fue suficiente por hoy.

Yo pensé unos segundos y contesté:

– Si eso es lo que quieren usted y su cliente… A mí me conviene… me va a dar tiempo para buscar una declaración del señor Hovanian, que ya nos ha dado información interesante sobre un prototipo del SpaceTron y una caja de seguridad de la compañía.

Kantor parecía demasiado cómodo. Desplegó las piernas, luego las volvió a plegar y se tiró del mentón con dos dedos.

– Mire -dijo, la voz dos tonos más alta que antes-, haga lo que quiera. Esto es pura palabrería. Pero no perdamos el tiempo, ¿quiere? Si lo que usted pretende es un arreglo mínimo, creo que mi cliente consideraría apropiado terminar con todo esto y estaría dispuesto a hacer una oferta de…

– Cuatro millones y medio -dije.

– ¿Qué? -espetó él.

Yo me puse de pie y le tendí la mano.

– Bueno, caballeros, tengo que ir a buscar una declaración. Con su cooperación en el encubrimiento de una felonía, creo que vamos a tener un juicio muy interesante. Gracias por venir.

– Un segundo, un segundo -exclamó Kantor-. Podemos arreglarlo. Digamos…

– Cuatro y medio -repetí.

– Está totalmente loco…

– Caballeros -dije.

Los dos clientes, O'Leary y Kornstein, me miraban, los ojos muy abiertos, como si yo me hubiera sacado los pantalones y me hubiera puesto a bailar desnudo sobre el escritorio.

– Por Dios -dijo Kornstein.

– Hablemos… hablemos -dijo Kantor.

– De acuerdo -dije, y me senté-. Hablemos.

La reunión terminó cuarenta y cinco minutos más tarde. Frank O'Leary había aceptado pagar un arreglo de 4.25 millones de una sola vez, a noventa días, con la estipulación de que SpaceTime sacaría el juego del mercado al mismo tiempo.

Poco antes del almuerzo, O'Leaiy y Kantor se retiraron de la oficina, mucho más mansos. Mel Kornstein me dio un abrazo húmedo, de oso, me agradeció varias veces y se fue, sonriendo por primera vez en meses.

Cuando me quedé sentado, solo, en la oficina, no atendí los llamados telefónicos y emboqué un tiro perfecto en el aro de basquet. El juego emitió un rugido de público, como el que se escucha en los partidos en el Boston Garden, y gritó con timidez: "¡Doble!". Yo sonreí como un idiota, mientras me preguntaba cuánto podía durarme esa racha de suerte tan especial. Ahora puedo decirlo: duró precisamente un día.

15

Mi error, ahora lo sé, fue el error clásico de la inteligencia operativa novicia: negligencia, incapacidad de imaginarse que hay alguien que está vigilándonos

El problema era que había perdido el sentido de la proporción de las cosas Mi mundo estaba dado vuelta La lógica normal de mi vida tranquila, ordenada, de abogado ya no servía.

Pasamos por la vida como por rutina, creo yo, haciendo nuestro trabajo y cumpliendo con nuestras obligaciones como si tuviéramos vendas en los ojos En ese momento, de pronto, yo ya no las tenía ¿Cómo podía ser cauto, circunspecto, parecerme en algo al agente que había sido en otros tiempos?

Dejé la oficina temprano quería hacer algo antes de ir a casa Cuando llegó el ascensor, estaba vacío -demasiado tarde para la hora pico de la noche- y entré solo.

Necesitaba desesperadamente hablar con alguien, pero, cen quién podía confiar? ¿En Molly? Ella pensaría inmediatamente que había pasado del otro lado de la raya de la cordura Era médica su mundo era muy racional Claro que tendría que decírselo alguna vez pero, ¿cuándo? ¿Y mi amigo Ike? Posible, supongo, pero en ese punto no me parecía que pudiera arriesgarme a contárselo ni a él ni a nadie

Dos pisos más abajo, el ascensor se detuvo y entró una joven Era alta, castaña, los ojos un poco demasiado pintados, pero tenía una linda figura y una blusa de seda que le acentuaba los senos. Nos quedamos ahí en el silencio normal que comparten los pasajeros de ascensor que no se conocen, pero están de pie uno a pocos centímetros del otro en una caja de metal en la que no tienen nada que hacer, excepto esperar. Ella parecía distraída, perturbada Los dos mirábamos hacia arriba, muy concentrados en el cambio de los números El dolor de cabeza, ese martilleo febril, se me había pasado por fin, gracias a Dios.

Yo estaba pensando en Molly cuando lo "oí"…

cómo será en la cama?

La miré instintivamente para asegurarme de que no había dicho nada en voz alta Los ojos de ella rozaron los míos una milésima de segundo, pero luego volvieron a posarse sobre los numerales rojos en el panel sobre la puerta.

Esta vez me concentré para oír mejor

lindo culo Un tipo fuerte, supongo. Parece abogado, así que seguramente es un conservador aburrido pero para una noche qué importa.

Me volví otra vez y nos miramos de nuevo Esa vez, la mirada duró un segundo de más.

Tal vez nunca había tenido a una mujer tan a mi disposición Sentí un terrible espasmo de culpa Estaba escuchando sus fantasías más íntimas, sus especulaciones privadas, sus sueños diurnos Era una violación. Violaba todas las reglas que los seres humanos han desarrollado durante siglos para flirtear, la danza de insinuaciones, indirectas, y sugerencias, que trabaja tan bien porque como en realidad no se dice nada con claridad, nada es seguro.

Yo sabía que esa mujer estaba dispuesta a irse a la cama conmigo. En general, uno no está seguro a pesar de lo que llaman lenguaje del cuerpo. Algunas mujeres disfrutan de las insinuaciones, les gusta llevar las cosas hasta el umbral de la puerta para ver si son deseables y, después, en el último momento, retroceden, juegan con las convenciones sociales, fingen cansancio o enfermedad, afirman que necesitan más tiempo Todo el juego, que ha sorprendido y desequilibrado a hombres y mujeres desde que empezamos a caminar en dos patas (y seguramente antes también) se basa en nuestra incapacidad para saber lo que hay en la mente del otro Se apoya sobre la incertidumbre.

Pero yo sabía. Sabía con absoluta certeza lo que estaba pensando esa mujer Y por alguna razón, me parecía inquietante, como si estuviera al margen de las reglas del comportamiento humano.

También me doy cuenta de que otro hombre hubiera aprovechado inmediatamente la situación ¿Por qué no? Yo sabía que ella estaba dispuesta y la encontraba atractiva Aunque fingiera falta de interés, veía -"oía", digamos- más allá de esa máscara, y hubiera sabido qué decir y en qué momento El poder era enorme.

Bueno, no digo que soy más virtuoso que otros porque no es verdad. Pero estaba enamorado de Molly.

Y fue en ese punto que me di cuenta de que mi relación con Molly no volvería a ser la misma.


La Biblioteca Pública de Boston no estaba demasiado llena a esa hora de la noche y conseguí los libros que había pedido en sólo veinte minutos

La literatura sobre fenómenos extrasensonales es bastante extensa Hay ciertos libros que tienen títulos que parecen sobrios como Descubrimientos síquicos detrás de la Cortina de Hierro y Las bases científicas de la Telepatía Otros, en cambio, tienen nombres tan poco prometedores como ¡Desarrolle todo el poder de su mente en veinte lecciones! o Todos tenemos mentes poderosas. A esos los descarté con apenas una hojeada. Algunos de los serios no lo eran tanto después de unos minutos de lectura escondían mucha especulación y mínimas pruebas bajo capas y capas de hojas de estadísticas y citas históricas Finalmente, me quedé con tres que parecían ofrecerme algo de esperanza Psi (al parecer la abreviatura de "psíquico" en la jerga), Descubrimientos recientes en los fenómenos parasicológicos y Las fronteras de la mente.

Me sentía raro mirando esos libros, a pesar de lo muy especulativos que eran. Era como si alguien que sufre migrañas se hubiera asomado a párrafos y párrafos de volúmenes que afirman que tal vez, sólo tal vez, la migraña exista Yo quería gritar "¡No es teoría, carajo! A mí me está pasando", en el interior cavernoso, callado de la biblioteca.

En lugar de gritar, me limité a leer Aparentemente, entre los locos y los lunáticos hay un cierto número de estudiosos creíbles, con diplomas, que piensan que algunos seres humanos poseen la habilidad de leer la mente Entre ellos, algunos premios Nóbeles e investigadores importantes de Duke, ucla, Princeton, Stanford, Oxford y la Universidad de Freiburg, en Alemania. Estudiaban subespecialidades como "sicometría" o "sicoquinesis" Sus trabajos habían conseguido reconocimiento en otros campos de la investigación, pero ninguno dentro de la parasicología misma, a pesar de algún artículo publicado en diarios científicos respetados como Nature, en Gran Bretaña.

El asunto podía resumirse así tal vez un cuarto de la humanidad experimentaba algún tipo de telepatía, en algún momento de su vida La mayoría de los que la experimentan, decía el libro, se niega a creer o aceptar que tal cosa les ha pasado Leí una serie de casos que me parecieron plausibles Una mujer cena con amigos en Nueva York y de pronto se siente segura de que su padre ha muerto Corre al teléfono, y averigua que el padre murió de un ataque al corazón en el momento exacto en que ella tuvo esa impresión. Un estudiante universitario siente un deseo brusco, inexplicable, de hablar a su casa por teléfono y cuando llama, le dicen que su hermano menor acaba de sufrir un accidente de auto. Frecuentemente, la gente recibe"señales" o "presentimientos" cuando está dormida o en algún estado que la predisponga menos hacia el escepticismo.

Muy interesante, pero nada de eso tenía que ver con lo que me había pasado a mí Yo no estaba experimentando "presentimientos" ni "señales" ni "urgencias" Estaba "oyendo" -no hay otra palabra- los pensamientos de otros. No desde muy lejos. En realidad, tenía que estar a una distancia muy corta o no "oía" nada. Lo cual quería decir que estaba recibiendo algún tipo de señal transmitida por el cerebro humano Ninguno de los libros hablaba de tal cosa.

Hasta que llegue a un capítulo extraño en Las fronteras de la mente. El autor discutía el uso de lo síquico en las fuerzas policiales de los Estados Unidos y en el Pentágono durante la búsqueda de enemigos y soldados perdidos en Vietnam Había una referencia al uso de personas con poderes síquicos en el Pentágono en enero de 1982, cuando se buscaba al general Dozier, secuestrado por las Brigadas Rojas en Italia.

Y luego, descubrí una referencia a un artículo de 1980 en el periódico del ejército de los Estados Unidos, Military Review, sobre "el nuevo campo de batalla mental" El articulo hablaba sobre el "gran potencial" del "uso de la hipnosis telepática" en la guerra, la guerra síquica, la llamaba el artículo. Había una mención de las armas "sicotrónicas" de los soviéticos, el uso de la parasicología para hundir submarinos nucleares estadounidenses y lo que había hecho con las personas con poderes síquicos la Agencia Nacional de Seguridad, sobre todo en cuanto al problema del desciframiento de códigos secretos.

El libro seguía planteando un supuesto "grupo de tareas síquico" que funcionaba en el subsuelo del Pentágono, bajo un sistema de seguridad casi inviolable, dirigido por un jefe de inteligencia.

Y en la página siguiente, encontré una referencia a un proyecto super secreto de la CIA que involucraba una investigación sobre las posibilidades de la inteligencia en cuanto a percepción extrasensorial

El proyecto, según el libro, se eliminó por completo en 1977 cuando el almirante Stansfield Turner llegó a director de la CIA Por lo menos había sido eliminado oficialmente, decía el autor No había muchos datos sobre el proyecto en sí porque según el autor se sabía muy poco y sólo había un nombre asociado, que él había obtenido de un funcionario renegado de la CIA

Era el nombre del director:

Charles Rossi

Muy ansioso y desorientado, sentí que necesitaba ejercicio. Tenía que aclarar la mente y pensar racionalmente.

Hace un par de años que pertenezco a un club atlético de la calle Boylston. Me conviene porque me queda cerca del trabajo y también de mi casa. Tiene una clientela mezclada, desde abogados y ejecutivos, vendedores y demás hasta verdaderos atletas y desocupados ricos. El establecimiento es realmente bueno. Nunca logré que Molly viniera conmigo. Ella cree que todos tenemos un número de latidos determinado en el corazón y no quiere malgastar los suyos en una máquina Nautilus. Y después dice que es médica…

Me saqué la ropa de trabajo, me puse un par de pantalones cortos, una remera y trabajé con los remos automáticos unos veinte minutos mientras pensaba en lo que había leído en la biblioteca.

Mi conclusión fue que en el sentido más estricto de los términos, no estaba leyendo los pensamientos de otras personas. Lo que hacía era percibir ondas cerebrales de baja frecuencia generadas por una sola parte del cerebro, el centro del habla. Dicho de otro modo, oía palabras y frases cuando ya habían dejado de ser pensamientos abstractos o ideas y se convertían en palabras, tenían una forma en el habla, y estaban listas para ser expresadas en voz alta. Aparentemente, si mi teoría era correcta, cuando se nos ocurren ciertos pensamientos con fuerza o pasión, los prearticulamos, los preparamos para el habla aunque no pensemos pronunciar las palabras. Y en esos momentos, el cerebro envía señales perceptibles… por lo menos para mí.

Ojalá hubiera sabido más sobre el funcionamiento del cerebro. Pero no quería arriesgarme a consultar con un neurólogo: si quería seguir manteniendo mi habilidad en secreto, no podía confiar en nadie.

Todo eso me pasaba por la mente mientras seguía remando, con la remera gris cubierta de sudor. Finalmente cambié de máquina. La que elegí es una especie de instrumento de tortura que requiere que se baje y se suba haciendo fuerza sobre un grupo de pedales, como una escalera, mientras uno queda tomado de una barra, en posición totalmente vertical, y una computadora registra la fuerza del dolor.

En la máquina vecina, otra del mismo tipo, había un caballero de unos cincuenta años con una remera azul y pantalones cortos color blanco. Las gotas de su sudor caían sobre la base de metal del aparato, y le corrían como arroyos detrás de las orejas, la nariz y la frente. Tenía puestos unos anteojos con armazón metálica, todos empañados por el esfuerzo. Yo le había hablado una vez en el club -no recordaba el tema- y me parecía que su nombre era Alan o Alvin o algo así y que era vicepresidente de un Banco de Boston, el Beacon Guaranty Trust, un Banco con bastantes problemas, por cierto. Después de una historia de mal manejo sumada a los problemas económicos del país entero, Beacon se estaba deslizando lentamente hacia los caños. Alan o Alvin, según recordaba, era un hombre que estaba siempre deprimido… ¿y quién podía culparlo?

Ahora trabajaba todo el tiempo en la máquina y ni siquiera notaba mi presencia. Tenía los ojos fijos en un punto vacío, a media distancia, la boca medio abierta, la respiración trabajosa.

No era mi intención (quería estar solo con mis pensamientos), pero no pude evitar oír lo que oí.

¿El tío de Catherine, tal vez?

No. Los de la CSI se le van a tirar encima. Esos malditos se las saben todas.

Es tan ilegal como vender mis propias acciones.

Tiene que haber una forma.

Yo no captaba todo lo que decía. Sus pensamientos venían y después desaparecían, claros primero, indistintos después, como una radio tratando de captar una estación muy distante.

Lo de la CSI y la ilegalidad me llamó la atención. Incliné la cabeza hacia ese cuerpo húmedo, jadeante.

Esas acciones van a llegar al cielo. ¿Por qué mierda no puedo comprar acciones de mi propia compañía? No es justo. Me pregunto si hay alguien más en el directorio que esté pensando en esto. Claro que sí. Seguro que todos tratan de buscarle la vuelta…

El monólogo se hacía más y más interesante y me esforcé por acercármele sin llamar la atención. Perdido en sus pensamientos de avaro y codicioso, Al no parecía consciente de mi existencia.

Veamos… El anuncio se hace mañana, a las dos de la tarde. Todos los analistas financieros y cientos de tenedores de acciones ven que el pobre Beacon Trust va aparar a las manos de la sólida Saxon Bancorp y todos y hasta la abuela van a querer comprar las acciones subvaluadas de Beacon. Vamos a ir de once y medio a cincuenta o sesenta en dos días. ¿ Y yo tengo que quedarme con los brazos cruzados? Tiene que haber una forma. Dios. Tal vez una amiguita rica de Catherine. Tal vez al tío se le ocurra alguien que no tenga nada que ver conmigo… comprar algo de Beacon mañana de mañana a nombre de otro y…

A mí me latía con fuerza el corazón. Había captado lo que sólo puede describirse como información confidencial y la última información disponible. Beacon Trust terminaría en manos de Saxon. El trato se anunciaría al día siguiente. Alan o Alvin era uno de los pocos ejecutivos y abogados de la compañía que lo sabían. Era obvio que las acciones subirían y cualquiera que lo supiera de antemano se volvería rico. Al estaba pensando en una forma de hacerlo para sí mismo sin atraer a los sabuesos de la CSI en su contra.

Yo podía hacerlo. No había forma de rastrear la conexión.

En cuestión de horas compraría acciones de Beacon Trust y esas acciones harían que mi medio millón de dólares perdido pareciera una estupidez.

Nadie podía relacionarme con Beacon Trust. Mi firma no tenía negocios con Beacon (no nos hubiéramos dignado a tenerlos). Y yo trataría de no decirle ni hola a Al: sería mejor si no intercambiábamos ni una sola palabra.

¿Qué podían hacer los de la Comisión de Seguridad e Intercambio? ¿Llevarme a una corte, ponerme frente al jurado y acusarme de tratar de obtener provecho ilegalmente? El presidente de la CSI terminaría encerrado en una habitación de paredes blandas y blancas, con un chaleco de fuerza si presentaba la denuncia.

Me separé de la máquina, todo transpirado. Había hecho más de cuarenta minutos en esa máquina terrible y ni siquiera me había dado cuenta.

16

Veinte minutos después, oí que giraban dos llaves en los cerrojos de la puerta y la voz de Molly que me llamaba:

– ¿Ben?

– Llegas tarde -dije, fingiendo irritación-. Dime qué es más importante: la vida de un chico o mi cena…

Levanté la vista, nos sonreímos y la vi muy cansada.

– Ey -dije, acercándome para abrazarla-. ¿Qué pasa?

Ella sacudió la cabeza despacio, agotada.

– Mal día.

– Ah -dije-, pero ahora estás en casa. -La rodeé con mis brazos y la besé, un beso largo, pensado. Le puse las manos sobre las nalgas y me apreté contra ella.

Ella me deslizó las manos, secas y frías, por la espalda y más abajo, dentro de los pantalones cortos.

– Mmmm -dijo. Tenía el aliento cálido contra mi nuca.

Le pasé las manos dentro de la blusa, dentro del algodón blanco del corpiño, sentí los pezones tibios, erectos.

– Mmmm -repitió.

– ¿Arriba? -le pregunté.

Ella gimió un poco, después tembló.

…cocina… oí.

Me incliné hacia ella, le pasé el dedo índice sobre el seno derecho, toqué el pezón erguido.

…en la cocina, de pie, aquí mismo…

Me levanté, la tomé de los hombros y la llevé desde el comedor hacia la cocina, después la empujé contra la mesa de roble usada.

Sus pensamientos. Estaba mal, era una maldad, era vergonzoso, pero, arrastrado por el deseo, no podía detenerme…

Sí, sí…

Gimió con suavidad cuando le saqué la blusa.

…el otro seno, sí, sí. No pares. Los dos…

Obediente, le acaricié los dos senos con las palmas, después le chupé uno, y el otro.

No te muevas…Seguí haciéndolo mientras la empujaba hasta que quedó recostada contra la mesa, lejos de los boles. Nunca había visto El cartero llama dos veces pero me acordaba del afiche. ¿No habían hecho lo mismo Lana Turner y John Garfield?

Le toqué los muslos, despacio, con el pene erecto y cuando le bajaba la bombacha, oí:

No, todavía no.

Obedeciendo a sus deseos mudos, volví a concentrarme en los senos, y me quedé allí más tiempo de lo que lo hubiera hecho naturalmente.


Hicimos el amor sobre la mesa de la cocina, y perdimos un bol chino en el proceso. Ninguno de los dos notó el momento del estallido de la porcelana. Fue el sexo más intenso, más erótico, que yo hubiera tenido en mi vida, eso tengo que decirlo. Molly se entregó tanto que se olvidó de ponerse el diafragma. Tuvo orgasmos una y otra y otra vez, mientras le rodaban las lágrimas por las mejillas. Después, nos quedamos juntos, enredados uno en brazos del otro, húmedos de sudor y de los líquidos y los olores del amor, sobre el sillón del comedor.

Pero cuando terminamos, me sentí terriblemente culpable.

Dicen que todos los seres humanos sienten tristeza después del sexo. Yo creo que sólo los hombres la experimentan. Molly parecía feliz y desorientada, mientras me acariciaba el pene flaccido, enrojecido, seco.

– No te cuidaste -dije-. ¿Significa que cambiaste de idea sobre lo del bebé?

– No -dijo ella, la voz llena de sueño-. No estoy en la parte fértil del ciclo. No es muy peligroso. Y valió la pena.

Me sentí todavía más culpable, un depredador, un malvado. La había violado en un sentido fundamental. Al responder a cada uno de sus deseos, la había manipulado de una manera terrible, había cometido algo incorrecto, algo deshonesto.

Me sentía como la mierda.

– Sí -dije-. A mí también me gustó.


Molly y yo nos casamos en una hermosa casa antigua de las afueras de Boston. El día todavía aparece borroso para mí. Me acuerdo de haber recorrido el pueblo, buscando un traje y un par de medias negras para usar en la ocasión.

Antes de la ceremonia, Hal Sinclair se me acercó y me tomó por el codo. En su esmoquin, parecía más distinguido todavía: el cabello blanco le brillaba contra la cara tostada, larga,estrecha y hermosa. Tenía un mentón alto, labios finos, líneas de risa alrededor de los ojos y de la boca.

Parecía enojado, pero después me di cuenta de que lo que estaba expresando era severidad y nunca lo había visto así antes.

– Cuida a mi hija -dijo.

Yo lo miré. Esperaba una broma, pero él tenía un aspecto sombrío.

– ¿Me oyes?

Dije que lo oía. Claro que sí.

– Cuídala.

Y de pronto me golpeó, un puñetazo en el plexo solar. ¡Claro! A mi primera esposa la habían matado. Hal nunca me lo diría, pero de no ser por mi error en los procedimientos, Laura aún estaría viva. De no ser por mi apuro, mi impaciencia.

Mataste a tu primera esposa, parecía decirme. No mates a la segunda, Ben.

Sentí que estaba sonrojándome. Tenía ganas de decirle que se fuera a la mierda. Pero no podía, no a mi futuro suegro, no en el día de la boda.

Le contesté con toda la calidez que pude reunir:

– No se preocupe, Hal. Pienso cuidarla.


– Tengo un cliente, Mol -le dije después mientras tomábamos vodka y tónica en la mesa de la cocina-. Un hombre normal, cuerdo…

– Si es cuerdo, ¿qué hace en Putnam amp; Stearns? -Tomó un trago del vaso congelado. -Excelente. Mucha lima, como me gusta.

Yo me reí.

– Este cliente, que parece totalmente normal, me preguntó si creo en la posibilidad de fenómenos extrasensoriales.

– fes.

– Dice que puede ver los pensamientos de otros, como leerlos.

– ¿Adonde quieres llegar?

– Lo intentó conmigo… y estoy convencido de que puede. Lo que quiero saber es si tú aceptas la posibilidad…

– No. Sí. ¿Qué sé yo, carajo? ¿Adonde quieres ir a parar con todo esto?

– ¿Oíste hablar de eso alguna vez?

– Claro. Seguramente hubo un episodio al respecto en La cuarta dimensión. Un chico en un libro de Stephen King. Pero escucha, Ben… Tenemos que hablar…-De acuerdo -dije, un poco preocupado.

– Hoy se me acercó un tipo en el hospital.

– ¿Qué tipo?

– "¿Qué tipo?" -Molly se burlaba de mí, imitándome con amargura. -Vamos, Ben, tú lo sabes, lo sabes perfectamente.

– ¿De qué estás hablando, Molly?

– Esta tarde. En el hospital. Dijo que le dijiste dónde encontrarme.

Yo apoyé el trago sobre la mesa.

– ¿Qué?

– ¿No hablaste con él?

– No tengo idea de qué se trata todo esto, te lo juro. ¿Alguien "se te acercó"?

– No digo que fuera agresivo. No. Había un tipo, un tipo sentado en la sala de espera de mi sección y supongo que le dijo a alguien que quería verme. Yo no lo conocía. Tenía un aspecto… no sé… oficial… traje gris, corbata azul, y todo eso.

– ¿Quién era?

– Bueno, ahí está el problema. No sé.

– No…

– Escucha -dijo ella, la voz aguda-. Tú escúchame a mí. Me preguntó si era Martha Sinclair, hija de Harrison Sinclair. Dije sí, ¿quién era él?, pero él me preguntó si podía hablarme unos minutos y acepté.

Me miró, los ojos rojos, cansados, y siguió contándome.

– Dijo que había hablado contigo, que era amigo de papá. Supuse que era un empleado de la Agencia, tenía el aspecto, y que quería hablarme y no me rehusé.

– ¿Y qué quería?

– Me preguntó si sabía algo de una cuenta de mi padre, una qué abrió antes de morir. Algo sobre un código de acceso o algo así. Yo no sabía de qué mierda me estaba hablando.

– ¿Qué?

– Entonces no habló contigo, ¿eh? -dijo ella, casi ahogando un sollozo-. Ben, es mentira, sí, tiene que ser mentira.

– ¿No te dijo cómo se llamaba?

– No le pregunté, estaba asustada, casi no podía caminar… Ni hablar.

– ¿Y cómo era?

– Alto. Piel blanca, casi albino. Cabello rubio, muy finito. Fuerte pero… no sé… como femenino. Dijo que hacía trabajos de inteligencia para la CIA -me contó Molly, con la voz aguda, débil-. Dijo que estaban investigando lo que llamó la "supuesta estafa" de papá y que quería saber si papá me había dejado papeles o me había dado información. Quería los códigos de acceso.

– ¿No le dijiste que se metiera las preguntas en el culo?

– Le contesté que había un error, ya sabes, le pregunté qué prueba tenían, todo eso. Y el tipo dijo que se mantendría en contacto, pero que mientras tanto tratara de acordarme de todo lo que había dicho mi padre. Y después dijo…

Tenía la voz quebrada y se cubrió los ojos con una mano.

– Sigue, Molly.

– Dijo que la estafa, seguramente, estaba conectada con el asesinato de papá. Sabía lo de la foto de… -Cerró los ojos.

– Sigue.

– Dijo que había mucha presión en la Agencia para hacerlo público, entregarlo a los diarios, y yo dije, no puede ser, no es justo, es mentira, van a arruinar su reputación. Y él dijo, a nosotros tampoco nos gusta, señora Sinclair. Lo único que queremos es su colaboración.

– Dios -dije con un gemido.

– ¿Tiene algo que ver con la Corporación, Ben? ¿Con lo que estás haciendo para Alex Truslow?

– Sí. Creo que sí.

17

A la mañana siguiente muy temprano -tiene que haber sido temprano porque Molly no se había levantado para ir a trabajar-, abrí los ojos, miré a mi alrededor como hago siempre y vi que no eran ni las seis.

Molly estaba dormida a mi lado, encogida en posición fetal, las manos unidas contra el pecho. Me gusta mirarla dormir. Me gusta la vulnerabilidad de nena que tiene, me gusta verle el cabello enredado y la cara desarreglada. Tiene la habilidad de dormir más profundamente que yo. A veces me parece que disfruta más del sueño que del sexo. Y generalmente se levanta de un humor hermoso, feliz y fresca, como si acabara de volver de unas breves y maravillosas vacaciones.

Yo, en cambio, me despierto dispéptico, confundido, gruñón. Esa vez me levanté, crucé el frío piso de madera para ir al baño, tratando de no hacer ruido. Ella estaba muy lejos, soñando, y no era fácil sacarla de ese sitio. Después, me acerqué a su lado de la cama, me senté en el borde e incliné la cabeza.

Me sorprendió "oír" algo.

No era nada coherente, nada de pensamientos ordenados y breves como los que había oído el día anterior.

Oí pedacitos casi musicales de sonido, algo tonal, algo que no sonaba a ningún idioma que yo hubiera oído. Era como si hubiera captado en la radio un programa en idioma extranjero. Y luego, un grupo de palabras con sentido. Computadora, oí, y después algo que sonaba a zorro y después, claramente un sueño de hospital, monitor, y Ben, y más de esos sonidos musicales.

Y después, de pronto, Molly estaba despierta. ¿Había sentido mi aliento en su cara? Abrió los ojos despacio, los puso en mí. Y se sentó, asustada.

– ¿Qué pasa, Ben? -preguntó ansiosa.

– Nada -dije.

– ¿Qué hora es? ¿Las siete?

– Las seis. -Dudé y después agregué: -Quiero hablarte.-Yo quiero dormir -dijo en un gruñido, y cerró los ojos-. Hablemos después. -Rodó de costado y se aferró a la almohada.

Yo le toqué el hombro.

– Mol, amor, tenemos que hablar.

Con los ojos cerrados, murmuró:

– De acuerdo.

Le toqué otra vez el hombro y volvió a abrir los ojos.

– ¿Qué pasa? -Se sentó otra vez, despacio.

Yo me metí en la cama. Me dejó lugar.

– Molly -empecé a decir y después me detuve. ¿Cómo se dice algo así? ¿Cómo se explica algo que no tiene sentido ni siquiera para uno mismo?

– ¿Mmmm?

– Mol, esto va a ser muy difícil de explicar. Creo que vas a tener que escucharme. No vas a creerme, supongo. Yo no lo creería, te aseguro, pero por ahora escucha, por favor.

Ella me miró un momento, con sospechas.

– ¿Tiene algo que ver con el tipo del hospital?

– Por favor, escucha. Sabes que vino ese hombre de la CIA y me pidió que me sometiera a un examen poligráfico en un generador de imágenes por resonancia magnética.

– ¿Y?

– Creo que la máquina le hizo algo… a mi cerebro…

Se le agrandaron los ojos, después levantó las cejas, preocupada.

– ¿Qué fue lo que pasó, Ben?

– No, escucha. Esto es difícil, te dije. ¿Crees al menos en la posibilidad de que algunos seres humanos posean percepción extrasensorial?

– Ese cliente del que me hablaste anoche. No hay cliente, ¿eh? -Gruñó. -Ay, Ben.

– Escucha, Molly…

– Tengo amigos, Ben, amigos que podrías consultar. En el hospital…

– Molly…

– Muy buena gente, gente muy pero muy inteligente. El jefe de siquiatría de adultos…

– Por Dios, Molly, no perdí un tornillo…

– Entonces…

– Mira, sabes que hubo una serie de estudios en los últimos años que demuestran, no con seguridad, pero por lo menos en forma convincente para los que tienen la mente abierta, que hay una posibilidad de que algunos seamos capaces de percibir los pensamientos de los demás.

"En febrero de 1993, un sicólogo de Cornell leyó un trabajo en la reunión anual de la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia Está en los anales, es publico. Presentó una buena prueba estadística de la existencia de la fes, de que se pueden leer los pensamientos de los demás. Aceptaron el trabajo y lo publicaron en una de las revistas más prestigiosas en el campo de la sicología. Y la jefa del departamento de sicología de Harvard dijo que estaba "bastante persuadida".

Ella parecía casi distraída ni me miraba, yo seguí de todos modos.

– Hasta hace poco nunca presté atención a todo eso. El mundo está lleno de charlatanes y bromistas, y siempre me pareció que los que hablan de eso son de una de esas categorías, o tontos o inocentes o algo peor.

Estaba desesperándome. Trataba de sonar racional y duro y convencido, como un buen abogado.

– Bueno, creo que podemos ir al punto. La CIA y la vieja kgb y vanas agencias de inteligencia en el mundo, creo que el Mosad de Israel también, tienen un historial de interés en las posibilidades que tiene eso para el espionaje. Les interesa la gente que posee aunque fuera una módica cantidad de llamémoslas habilidades "síquicas" Hay programas muy bien pagos, con muchos fondos que buscan a tales personas y tratan de emplearlas en inteligencia. Cuando yo estaba en la Agencia, me acuerdo de haber oído rumores sobre un programa especial Y leí un poco sobre todo eso ahora.

Molly sacudía la cabeza lentamente, aunque yo no sabia si era un gesto de pena o un gesto de incredulidad Me tocó la rodilla con una mano y dijo.

– Ben, ¿crees que Alex Truslow está involucrado en esto''?

– Escúchame -dije-, cuando -Se me fue la voz mientras pensaba en algo

¿Mmmm?

Levanté una mano para que guardara silencio Traté de limpiar mi mente, después me concentré. Seguramente, si estaba tan perturbada como parecía…

Rosemberg, oí claramente Me mordí el labio y me concentré más.

dejé que hiciera ese trabajo de Truslow, mierda, tiene que ser tan duro para él volver a ver a esos tipos después de dejarlo, después de lo que le paso, tiene que ser difícil, y esta pagando el precio. Stan Rosemberg hará tiempo para él hoy mismo, hoy si le pido un favor…

– Molly, ¿vas a llamar a Stan Rosemberg, eh? Ese es el nombre, ¿verdad?

Ella me miró con tristeza

– Es el nuevo jefe de siquiatría Ya te lo mencioné, ¿verdad?

– No, Molly, nunca me lo dijiste Estabas pensando en eso.

Ella asintió y desvio la vista.

– Molly. Hazme caso un segundo, no te pido más. Piensa en algo. Algo que yo no pueda saber

– Ben -dijo ella con una sonrisa muy dolida en la boca.

– Piensa piensa en el nombre de tu maestra de primer grado. Hazlo, Molly, por favor, por favor.

– De acuerdo -dijo ella con paciencia Cerró los ojos, como si estuviera pensando fuerte y yo me aclaré la mente y lo oí:

Señorita Nocito

– Señorita Nocito, ¿verdad?

Ella asintió Luego levanto la vista y me miró, exasperada.

– ¿Que sentido tiene todo esto, Ben? ¿Te divierte ponerme asi?

– Escúchame, por Dios. Algo me pasó en el generador de imágenes de Rossi Esa cosa me altero el cerebro, o algo asi. Salí con una habilidad para… ¿cómo te lo explico? para oír, o leer, o escuchar los pensamientos de otras personas. No todo el tiempo, no todo lo que piensan. Solo cosas que piensan con rabia o miedo o ansiedad Pero puedo hacerlo. Obviamente alguien descubrió que un aparato muy poderoso de resonancia magnética puede alterar el cerebro, o algunos cerebros.

Cinco cinco cinco cero siete dos cero. Cuando vaya al baño o abajo. Voy a llamar a Maureen. Ella tiene que tener alguna idea sobre que hacer…

– Molly, escucha. Vas a llamar a alguien llamada Maureen. El numero de teléfono es 555 0720.

Ella me miro, dura.

– No puedo haberlo sabido de otra forma, Molly, en serio. Créeme.

Siguió mirándome, los ojos brillantes de lágrimas, la boca un poco abierta.

– ¿Como hiciste eso? -susurró.

Ah, gracias a Dios. Gracias a Dios.

– Molly, quiero que pienses algo, algo que no puedo ni imaginar que estes pensando en este momento Por favor.

Ella levanto las rodillas hasta el pecho, las apretó contra su cuerpo y frunció los labios

Trollope. Nunca leí Barchester Towers. Quiero leerlo en las próximas vacaciones.

– Estas pensando que nunca leíste Barchester Towers de Trollope -dije con toda deliberación.

Molly jadeo una vez, despacio, un ruido audible

– No, no no…

Yo asentí

– No -dijo ella y me asustó ver esa cara querida dominada por una expresión no de excitación, sino de miedo-. Oh, Ben, por favor, no.


Levantó la cabeza en un gesto de profunda reflexión. Salió de la cama y empezó a caminar por la habitación.

– ¿Aceptarías ver a alguien del hospital? -preguntó-. ¿Un neurólogo, alguien con quién podamos hablar de esto?

Lo pensé un segundo.

– No, no creo.

– ¿Por qué no?

– No van a creerme.

– Si haces lo que me hiciste a mí… si lo demuestras… ¿cómo no van a creerte?

– Cierto. Pero, ¿qué sentido tiene? ¿Qué me dirían?

Ella levantó las manos, después las colocó a sus costados.

– Cómo pasó esto -dijo, la voz casi aguda de tensión-. Cómo pudo haber pasado.

– Molly -dije, volviéndome a mirarla. Ella jugaba con una concha marina que había sacado de la cómoda. -Pasó. Nadie va a decirme nada que yo no sepa.

Ella me miró.

– ¿Cuánto sabe Truslow?

– ¿Sobre mí? Probablemente nada. Y no dejé que Rossi lo supiera… por lo menos no creo…

– ¿Le hablaste de esto a Alex?

– Todavía no.

– ¿Por qué?

– No sé…

– Llámalo.

– Está en Camp David.

Ella me miró, intrigada.

– Con el Presidente -expliqué.

– Ah, por el puesto en la CIA. ¿Se lo dijiste a Bill Stearns?

– No, claro que no.

Ella hizo una pausa.

– ¿Por qué no?

– ¿Qué quieres decir con por qué no…?

– ¿De qué tienes miedo?

– Molly, vamos…

– No, Ben, piénsalo un segundo. -Volvió al lado de la cama y se sentó a mi lado, sin dejar de jugar con la concha. -Truslow y Asociados tiene que recuperar una fortuna. Es trabajo secreto así que un tipo de la CIA, con el pretexto de limpiarte, te hace pasar por este protocolo. Un detector dementiras. Eso te dijeron. Tal vez trabaja también en eso. De acuerdo. ¿Y por qué crees que saben que ese poderoso generador de imágenes tiene otro… digamos un efecto colateral, algo como reacomodar el cerebro humano o una parte de ese cerebro…? ¿Como para que la gente expuesta desarrolle una capacidad para oír las ondas cerebrales de otros? Quiero decir, ¿cómo sabes que saben lo que te hizo, lo que puede hacerle a una persona?

– Después de lo del tipo del hospital ayer… ¿cómo puedes dudarlo?

– Ben -dijo ella, después de un momento de silencio… la voz muy débil.

– ¿Mmmm?

Se volvió hacia mí, como para besarme, la cara llena de ansiedad.

– Cuando… cuando hicimos el amor anoche, en la cocina.

Me puse derecho sin querer, con culpa.

– ¿Sí?

– Estabas haciéndolo, ¿verdad?

– ¿Haciendo…?

– Me leías la mente, ¿verdad? -Ahora la voz era la suya, severa otra vez.

Sonreí, tenso.

– ¿Qué te hace pensar…?

– Ben.

– Tú y yo no necesitamos percepción extrasensorial -empecé a decir con jovialidad falsa.

Ella se arrancó de mis brazos.

– Lo hiciste, ¿verdad? -Ahora estaba furiosa. -Me escuchabas, lo que pensaba, mis fantasías, ¿verdad?

Antes de que pudiera contestarle, espetó:

– ¡Hijo de puta!

Se puso de pie, las manos en la caderas, mirándome.

– Hijo de puta -dijo, la voz tranquila y peligrosa-. No vuelvas a hacerme eso nunca más.

18

La reacción de Molly era comprensible, supongo. Hay algo horrendo y subversivo al saber que los pensamientos más privados de uno -esos que uno supone que son propios e inaccesibles a cualquier otra persona- pueden terminar en los "oídos" de otro.

Habíamos disfrutado del mejor sexo de nuestras vidas, Molly y yo, y ahora a ella le parecía barato, fraudulento, falso. Pero, ¿por qué? Lógicamente, el poder me permitía saber cosas que en general no sabemos, lo que otro quiere en secreto, y dárselo.

¿Correcto?

Y sin embargo, una de las cosas que nos hacen inteligentes, que nos convierten en seres pensantes, es la habilidad para no compartir nuestros pensamientos con otros, para decidir qué decir y qué mantener en secreto. Y ahí estaba yo, poniendo el pie del otro lado de esa frontera. Molly parecía distante cuando nos despedimos una hora después. Después de lo que se había enterado sobre mí, ¿quién podría culparla?

Supongo que en algún nivel yo había esperado despertarme esa mañana y darme cuenta de que lo había soñado todo, de que ahora volvería a mi trabajo seguro y razonable como abogado de patentes, de que seguiría con mis entrevistas y reuniones como siempre.

Eso puede parecerle extraño a usted. Después de todo, la habilidad para leer los pensamientos de otros es una de las viejas fantasías que tenemos muchos de nosotros. Hay lunáticos que compran libros y cintas que prometen enseñarles poderes extrasensoriales. En algún momento de nuestras vidas, todos deseamos algo así.

Pero si en realidad nos lo dieran, no lo querríamos. Le doy mi palabra.


Apenas llegué a mi oficina y charlé un poco con Darlene, cerré la puerta y llamé a mi corredor de acciones, John Matera,en Shearson. Había sacado unos cuantos miles de dólares de mi caja de ahorro y los había puesto en mi cuenta de acciones de Shearson. Eso, más una pequeña cantidad que tenía en valores, sobre todo Nynex y algunos otros, me daría suficiente dinero para la operación. Estaba jugando con el dinero que me había dado Bill Stearns como adelanto para salvarme de la bancarrota, la pobreza y la ruina.

Pero al fin y al cabo lo que iba a hacer era seguro.

– John -dije después de algunas palabras de saludo-, ¿a cuánto cotiza Beacon Trust?

John, que es un tipo directo, rudo incluso, me contestó sin un segundo de pausa:

– Nada. Es gratis. Se las regalan a cualquiera que sea lo suficientemente tonto como para expresar interés. ¿Para qué mierda quieres esa caca de elefante, Ben?

– ¿El precio?

Suspiró una vez, un suspiro largo, desde el fondo del alma. Hubo un ruidito de teclado de computadora y después dijo:

– Piden once y medio, puedes comprarlas por once.

– Veamos -dije-. Con treinta mil dólares puedo conseguir…

– Una úlcera, por Dios. No seas estúpido.

– John, hazlo. Por favor.

– No me está permitido darte consejos -dijo él-. Pero, ¿por qué no lo piensas un poco y me llamas cuando recuperes la razón?

A pesar de sus vehementes protestas, le pedí 2800 acciones de Beacon Trust a once y cuarto. Diez minutos después me llamó para decirme que ya era el "orgulloso poseedor" de 2800 acciones de Beacon Trust a once, y no pudo aguantar el deseo de agregar:

– Imbécil.

Yo sonreí unos segundos, después junté coraje para llamar a Truslow. De pronto, me acordé que había dicho que iba a Camp David y entonces, me dio pánico. Era importantísimo, imperativo que le hablara, que descubriera si lo que me había pasado era intencional, si él sabía…

¿Pero cómo?

Primero llamé a Truslow y Asociados. Su secretaria me informó que estaba fuera de la ciudad y que era imposible comunicarse con él. Sí, dijo, sabía quién era yo, sabía que yo era un amigo del señor Truslow, pero ni siquiera ella sabía cómo comunicarse.

Entonces, llamé a su casa de Louisbourg Square. Una mujer contestó el teléfono (un ama de llaves, supongo). Dijo que el señor Truslow estaba fuera de la ciudad, "en Washington,creo", y que la señora Truslow estaba en New Hampshire. Me dio el número de teléfono de New Hampshire y por fin, conseguí hablar con Margaret Truslow. La felicité por el puesto que iban a darle a Alex y le dije que necesitaba ponerme en contacto con él inmediatamente.

Ella dudó.

– ¿No puede esperar, Ben?

– Es urgente -dije.

– ¿Y su secretaria? ¿No puede arreglarlo con ella?

– Tengo que hablar con Alex. Inmediatamente.

– Ben, usted sabe que está en Maryland, en Camp David -dijo con delicadeza-No sé cómo llegar a él y tengo la sensación de que no es buen momento para molestarlo.

Tiene que haber una forma -insistí-. Y creo que él estará de acuerdo en que lo molesten. Si está con el Presidente o algo así, bueno. Pero si no…

Un poco molesta, me dijo que llamaría a la persona de la Casa Blanca que había hecho el primer contacto con Alex para ver si podíamos hablar con él. También aceptó pasarle un mensaje: yo le pedía que si me llamaba, lo hiciera desde un teléfono portátil.


Las reuniones de socios en Putnam amp; Stearns son tan aburridas como todas las reuniones de socios en los estudios de abogados, excepto tal vez, en televisión, en Será Justicia. Nos reuníamos una vez por semana los viernes de mañana a discutir lo que Bill Stearns quería que discutiéramos y a decidir lo que debe decidirse.

En el curso de esa reunión en particular, con café y muy buenas rosquillas dulces de los proveedores de la firma, revisamos una serie de cuestiones que iban desde lo aburrido (¿cuántos nuevos asociados tomaríamos para el año siguiente?) a lo casi sensacional (¿aceptaría la firma la representación de un muy famoso señor del crimen, o digamos un supuesto señor del crimen, hermano de uno de los políticos más poderosos del país, al que estaban por acusar de fraude por una denuncia de la Comisión de la Lotería?).

Respuestas: No para el señor del crimen y seis en cuanto a los socios. Si no hubiera sido por el único ítem que me competía -¿podía yo formar un buen caso con un gigantesco conglomerado de comidas para que accedieran a pagarme para una demanda contra otro conglomerado de comida para dirimir quién había robado la fórmula de las fibras para adelgazar de quién?-, no habría podido concentrarme en el trabajo.

Me sentía inquieto, como si fuera a estallar en cualquier momento. Bill Stearns, a la cabeza de la mesa de reuniones con su forma de sarcófago, parecía estar mirándome demasiado. ¿O era que yo estaba paranoico? ¿Lo sabría él también?

No, la verdadera pregunta era: ¿cuánto sabía?

Tuve ganas de ponerme a oír los pensamientos de mis colegas mientras hablaban o callaban pero a decir verdad, era difícil. Tantos estaban nerviosos, irritados, furiosos, que el murmullo incesante subía como una gran pared de sonido, o una pila de charlas confusas, de la cual apenas si podía separar los pensamientos de uno de las palabras de otro. Sí, ya describí la diferencia cualitativa -en timbre- entre los pensamientos que recibía y las voces habladas. Pero la diferencia es sutil y cuando había demasiado ruido en el aire al mismo tiempo, me confundía y me irritaba y no conseguía nada.

Pero no podía dejar de recibir algún pensamiento que otro, al azar. Y así, en un momento, oí a Todd Richlin, el genio financiero de la firma, que mientras discutía letras y activos y disponibles, pensaba en un frenesí de angustia: Stearns levantó las cejas, ¿qué mierda quiere decir eso? y Kinney está tratando de decir algo que me deje en ridículo, ese hijo de puta… Y por encima de eso, las interjecciones de Thorne y Quigley, algo sobre pagarle a un asesor externo para entrenar a nuestros asociados casi iletrados en el arte de hablar y escribir, y después las voces de esos asociados con sus pensamientos por encima. Así que terminé rodeado por un laberinto de voces, que gradualmente me llevó a la distracción total.

Y cada vez que miraba a la cabecera de la mesa, Bill Stearns parecía estar mirándome.

Pronto, la reunión empezó a desarrollar ese ritmo alocado que indica que queda menos de media hora. Richlin y Kinney estaban trabados en una especie de lucha de gladiadores en cuanto al curso del litigio de corporaciones relacionado con Viacorp, una gran firma en Boston, y yo trataba de aclarar mi cabeza cuando oí que Stearns daba por terminada la sesión, se levantaba del asiento y salía de la habitación.

Corrí para alcanzarlo, pero él siguió andando rápido hacia el vestíbulo.

– Bill -lo llamé.

El se volvió para mirarme, los ojos duros como el acero, y no se detuvo. Deliberadamente (o así me pareció) trataba de mantener una buena distancia física entre los dos. El jovial Bill ya no estaba allí, se había convertido en un hombre de cara severa, casi aterrorizante.

¿Él también sabía?

– Ahora no, Ben -dijo en una voz extraña, perentoria, que nunca había usado conmigo.Unos minutos después, en mi oficina, me pasaron una llamada de Alexander Truslow

– Por Dios, Ben, ¿es importante? -Su voz tenía el tono chato, extraño, de los telefonos portátiles

– Sí, Alex, muy importante -respondí- ¿La línea es estéril?

– Si Por suerte pensé en traer esto conmigo

– Espero no haberlo llamado en medio de una reunión con el Presidente, o algo así

– No, no Se esta viendo con un par de miembros de su gabinete sobre algo que tiene que ver con la crisis en Alemania, asi que estoy aquí, esperando ¿Qué pasa?

Le resumí lo que había pasado en "Laboratorios de Investigación y Desarrollo" y le dije lo que ahora era capaz de hacer, con el tono mas tranquilo que pude.

Hubo una larga, larga pausa El silencio parecía infinito ¿Pensaba que yo había perdido la razón? ¿Iba a colgarme?

Cuando habló, su voz era casi un susurro

– El Proyecto Oráculo -dijo

– Mi Dios. Me contaron algo si… pero pensar…

– ¿Sabe algo de esto?

– Por Dios, Ben, conozco a ese tipo, Rossi, y estaba metido en eso. Pense… Dios, me dijeron que habían tenido algo de éxito, que funcionó con una persona, pero por lo que supe Stan Turner terminó con todo eso, hace tiempo. Asi que de eso se trata. Debería haberme dado cuenta de que Rossi andaba en algo.

¿No le informaron?

– ¿Informarme? Me dijeron que era un detector de mentiras ¿Ve? Eso quería decir cuando le dije a usted que algo anda mal. La Compañía esta fuera de control Mierda, no se en quien puedo confiar.

– Alex -dije- Voy a cortar todas mis conexiones con usted Por completo

– Ben, ¿esta seguro? -pregunto con tono de protesta

– Lo lamento. Por mi seguridad y la de Molly, y la suya, voy a quedarme a la sombra. Que no me vean. Cortar todo contacto con usted o con cualquiera que tenga que ver con la CIA

– Ben escúcheme, me siento responsable. Yo soy el que lo metió en todo esto Respeto su decisión, sea cual sea. En parte, quiero presionarlo para que me ayude a ver que quieren esos vaqueros. En parte, creo que debería decirle que se vaya a sucasa de fin de semana y se quede ahí por un tiempo. No sé qué decirle.

– No sé lo que me pasó. No lo entiendo todavía. No sé si alguna vez voy a entenderlo. Pero…

– No tengo derecho a decirle qué hacer. Está en sus manos. Tal vez quiera usted hablar con Rossi, sacarle qué quiere de nosotros. Tal vez eso es peligroso. Tal vez él está haciendo lo que debe. Siga su propio juicio en esto, Ben. Es lo único que puedo decirle.

– De acuerdo -dije- Lo pensaré.

– Mientras tanto, si hay algo que pueda hacer…

– No, Alex. Nada. Nadie puede hacer nada ahora.

Cuando colgué, entró otra llamada.

– Un hombre Se llama Charles Rossi -anunció Darlene por el intercomunicador

Levanté el teléfono.

– Rossi -dije.

– Señor Ellison Voy a tener que pedirle que venga lo más pronto posible y…

– No -dije- No tengo ningún arreglo con la CIA. Mi arreglo era con Alexander Truslow. Y desde hace dos minutos, ya no existe.

– Ey, ey, espere un minuto.

Pero yo ya le había colgado.

19

John Matera, mi corredor, estaba tan entusiasmado que apenas si podía pronunciar las palabras.

– Dios -dijo-. ¿Ya lo sabes?

Hablábamos en la línea de Shearson, intervenida por supuesto, así que dije, con inocencia:

– ¿Que si sé qué?

– Beacon… lo que pasó con Beacon… Que Saxon la compró…

– Maravilloso -dije, fingiendo entusiasmo-. ¿Qué significa eso para las acciones?

– ¿Que qué significa?Ya tiene treinta puntos más, carajo. Tienes… tienes el triple de lo que pusiste, y todavía no se terminó el día… Ya hiciste más de sesenta mil dólares; no está mal para un par de horas…

– Vende, John.

– ¿Qué mierda…?

– Vende, John. Ahora.

Por alguna razón, no me sentía feliz. Tenía un miedo lento, ácido, que se me revolcaba en el estómago. Podía descartar todo lo demás, todo lo que me había pasado, como imaginario, una terrible ilusión… Pero había leído la mente de un ser humano, había conseguido información que no hubiera podido alcanzar de otra forma y allí estaba la prueba.

No sólo para mí, para cualquiera que pudiera estar mirándome. Sabía que había un riesgo serio de que la CSI sospechara de una operación como esa, pero necesitaba el dinero y había dejado que eso pesara más en mi conciencia.

Di instrucciones a John sobre dónde poner el dinero, en qué cuenta, y después colgué. Llamé a Edmund Moore en Washington.


El teléfono sonó y sonó y sonó. No había contestador automático. Ed siempre había pensado que esos aparatos eran la torpeza personificada. Estaba a punto de colgar cuando me contestó una voz masculina.-¿Sí?

La voz de un hombre joven, no la de Ed. La voz de alguien con autoridad.

– Ed Moore, por favor -dije.

Una pausa.

– ¿Quién es?

– Un amigo.

– Nombre, por favor.

– No es asunto suyo. Quiero hablar con Elena.

En el fondo, oí una voz de mujer, alta, casi quebrada, gritos que subían y bajaban rítmicamente.

– ¿Quién es? -gritó esa voz.

– Ella no puede venir al teléfono, señor.

En el fondo, los gritos se hicieron más fuertes y los oí.

– Mi Dios, mi Dios. ¡Mi amor, mi amor! -Y un jadeo muy fuerte, angustiado.

– ¿Qué mierda pasa? -exigí saber.

El hombre cubrió el teléfono, consultó con alguien y después volvió a la línea.

– El señor Moore falleció. Su esposa lo descubrió hace apenas unos minutos. Suicidio. Lo lamento. Es todo lo que puedo decir.


Me quedé atónito, casi mudo.

Ed Moore… ¿suicida? Mi querido amigo y mentor, ese viejo diminuto, fuerte y de corazón enorme… Estaba demasiado impresionado, demasiado confundido para llorar por él como sabía que hubiera hecho.

No era cierto.

¿Suicidio? El había hablado de vagas amenazas contra su persona, había temido por su vida. No, no podía ser suicidio. Pero cuando hablamos, me había parecido desorientado, hasta un poquito desequilibrado.

Edmund Moore estaba muerto.

No era un suicidio.

Llamé al hospital y pedí hablar con Molly. Confiaba en su sentido común, en sus consejos, y ahora los necesitaba más que nunca.


Estaba muy asustado. Hay una tendencia machista entre los nuevos funcionarios de inteligencia, los clandestinos, a despreciar el miedo, como si eso disminuyera la competencia, la virilidad. Pero los hombres de campo con experiencia saben que el miedo puede ser el mejor de los aliados. Siempre se debe escuchar al instinto, confiar en él.

Y mi instinto me decía que mi nuevo talento nos había puesto a mí y a Molly en gran peligro.

Después de esperar un largo rato, el operador volvió a la línea y dijo con una voz inundada de humo de cigarrillo:

– Lo lamento, señor, no contestan. ¿Quiere que lo conecte con la unidad de cuidados intensivos neonatales?

– Sí, por favor.

La mujer que contestó en el ucin tenía un acento levemente hispánico.

– No, señor Ellison, lo lamento, ya se fue.

– ¿Se fue?

– Se fue a casa. Hace diez minutos.

– ¿Qué?

– Tuvo que salir. Dijo que era una emergencia, algo acerca de usted. Yo supuse que usted sabía.

Colgué y me alejé corriendo hacia el ascensor con el corazón en la boca.


La lluvia bajaba a la calle en olas, llevada por vientos que parecían casi huracanados. El cielo era de un gris metálico, con rayas amarillas. La gente caminaba con galochas amarillas e impermeables color caqui, los paraguas negros dados vuelta en medio del aullido del viento.

Para cuando subí las escaleras hacia mi casa, mojado hasta los huesos debido a la corta caminata desde el taxi a la puerta del frente, estaba anocheciendo y al parecer nadie había encendido la luz en la casa. Raro.

Me apresuré por el vestíbulo. ¿Por qué volver a casa así? Tenía que pasar la noche en el hospital, era su noche de guardia.

Lo primero que noté fue que no estaba encendida la alarma. ¿Eso quería decir que había llegado a casa? Molly se había ido después que yo esa mañana y siempre era escrupulosa, incluso un poco obsesiva, en cuanto a las alarmas, aunque no había casi nada que se pudiera robar.

Cuando abrí la puerta del frente, noté la segunda peculiaridad. El maletín de Molly estaba allí, en el vestíbulo, el maletín que siempre se llevaba con ella.

Tenía que estar en casa.

Encendí unas luces y subí las escaleras hacia el dormitorio. Estaba oscuro y no vi a Molly. Subí otro piso más hacia la habitación que ella usa como estudio aunque en ese momento la habitación sufría una remodelación que la convertía en un lugar casi inhabitable.Nada.

– ¿Molly? -llamé en voz alta.

Nada.

La adrenalina me empezó a correr por el cuerpo. Hice rápidos cálculos mentales.

Si no estaba allí, ¿estaría en camino? Y si era así, ¿qué o quién la había hecho volver? ¿Por qué no había tratado de llamarme antes?

– ¿Mol? -llamé con un poco más de fuerza.

Silencio.

Bajé la escalera rápidamente, el corazón en la boca, encendiendo luces mientras lo hacía.

No. Ni en el comedor. Ni en la cocina.

– ¿Molly? -Esta vez, casi un grito.

Silencio completo, total. En toda la casa.

Y después, el teléfono. Salté en el aire.

Me tiré a atenderlo y dije:

– ¿Molly?

No era Molly. La voz era masculina, poco familiar.

¡ Señor Ellison? -La voz tenía un acento, pero, ¿de dónde?

– ¿Sí?

– Tenemos que hablar. Es urgente.

¿Qué mierda hicieron con ella? -espeté-. ¿Qué…?

– Por favor, señor Ellison, en el teléfono no. No en su casa.

Respiré despacio, tratando de tranquilizarme un poco.

– ¿Quién es?

– Afuera. Tenemos que encontrarnos. Ahora. Por la seguridad de los dos. De todos.

– ¿Dónde mierda…? -empecé a decir.

– Todo le será explicado -volvió a decir la voz-. Vamos a hablar…

– No -dije-. Quiero saber ahora mismo, quiero…

Escuche -siseó la voz con acento, por el teléfono-, hay un taxi al final de la cuadra. Su esposa está ahí dentro, esperándolo. Doble a la izquierda, baje por esa cuadra…

Pero yo no esperé a que terminara. Tiré el receptor al aire, giré en redondo y corrí hacia la puerta del frente.

20

La calle estaba oscura, silenciosa, resbalosa de lluvia. Caía una leve llovizna, casi una niebla.

Ahí estaba, al final de la cuadra, un taxi amarillo, del centro, a menos de cien metros. ¿Por qué ahí, al final de la cuadra? ¿Por qué?

Y cuando me le acerqué, corriendo, distinguí en el asiento trasero la silueta de la cabeza de una mujer, el largo cabello oscuro, inmóvil.

¿Era Molly realmente?

Desde tan lejos, no estaba seguro. Tal vez era ella, tenía que ser ella… ¿Por qué estaba allí?, me pregunté con las piernas en movimiento, jadeando ya por el esfuerzo. ¿Qué había pasado?

Pero algo andaba mal. Instintivamente bajé la velocidad, ahora caminaba rápido, sin correr, la cabeza vuelta a ambos lados.

¿Qué?

Algo. Demasiados transeúntes en esa calle a esa hora de la noche, en medio de la lluvia. Y caminaban demasiado tranquilos. La gente corre en la lluvia, para llegar antes…

¿O me estaba poniendo paranoico?

Eran transeúntes normales, sí, tenían que serlo.

Por un instante, una milésima de segundo, vi a uno de los transeúntes de frente. Alto, flaco, con un impermeable negro o azul marino, una gorra oscura.

Me pareció que me miraba. Nuestros ojos se encontraron.

Tenía una cara extraordinariamente pálida, como si le hubieran quitado todo el color con lavandina. Los labios leves y tan pálidos como el resto. Bajo los ojos, círculos profundos y amarillentos que se extendían hasta los pómulos. El cabello, lo poco que se veía bajo la gorra, rubio pajizo, casi blanco, echado hacia atrás.

En el mismo instante, dejó de mirarme, como si hubiera sido una casualidad.

Casi un albino, había dicho Molly. El hombre que se le había acercado en el hospital, el que quería saber algo sobre las cuentas, los números de acceso y el dinero de Harrison Sinclair, algo que ella podía haber heredado.

Todo parecía mal. La llamada, Molly sentada en el taxi: olía mal y mis años de entrenamiento en la Agencia me habían enseñado a oler las cosas de cierta forma, a ver esquemas, y…

…y algo me había pasado por el rabillo del ojo, un fulgor leve, un brillo… ¿metal? en la luz de la lámpara de la calle angosta.

Entonces lo oí, el leve ruidito de una tela que roza otra tela, o una tela en contacto con cuero, un sonido familiar, claro y distinto de todos los otros ruidos de la calle: una pistolera.

Me arrojé contra el suelo, mientras una voz profunda, masculina, gritaba:

¡Abajo!

De pronto el silencio se quebró en una cacofonía terrible.

Un instante después, era el terror, una confusión terrible de explosiones y gritos, el golpeteo de las pistolas automáticas con silenciadores, los alaridos metálicos de las balas entrando en las chapas de los autos. Desde algún lugar llegó un ruido de frenos y después una explosión de vidrios. Una ventana quebrada en alguna parte… ¿un tiro perdido?

Me levanté, agachado, tratando de determinar de dónde venían los disparos. Me moví a toda velocidad, el cerebro girando en millones de cálculos.

¿De dónde venían?

No veía. ¿Del otro lado de la calle? ¿De la izquierda? Sí, de la izquierda, desde… ¿desde el taxi?

Una figura oscura corría hacia mí, otro grito que no entendí, y después, cuando me aplasté otra vez contra el pavimento, otra explosión de ametralladora. Esta vez estaban cerca, peligrosamente cerca. Sentí un pedazo de algo en la mejilla, la frente, después, el dolor de la vereda contra la mandíbula. Algo me golpeó el muslo. Y entonces, el parabrisas del auto detrás del cual estaba parapetado explotó en una telaraña blanquecina.

Estaba atrapado. Mis asaltantes desconocidos se acercaban y yo no tenía armas. Me metí debajo del auto, en una actividad frenética, y escuché otra serie de disparos, un aullido agónico y el ruido de neumáticos que aceleran demasiado…

Después, silencio.

Silencio absoluto.

El tiroteo había acabado por el momento. Desde debajo del chasis del auto veía un círculo de luz que estaba directamente del otro lado de la calle. En ese circulo estaba tendido el cuerpo de un hombre, oscuro, la cara hacia el otro lado, la nuca convertida en un horrendo desastre de sangre y tejidos.¿Era el albino que había visto antes?

No, eso lo noté enseguida. El cuerpo del muerto era más robusto, más petiso.

En el silencio, todavía me ardían las orejas. Por un momento, me quedé ahí con miedo de moverme, aterrorizado por la idea de que un solo movimiento podía indicar mi posición a los enemigos.

Y entonces, oí mi nombre.

– ¡Ben! -Una voz algo familiar.

Se me acercaba. Venía de la ventana de un vehículo en movimiento.

– Ben, ¿está bien?

Momentáneamente, no pude contestar.

– Oh, Dios -oí decir a la voz-. Dios, espero que no lo hayan herido.

– Aquí -logré contestar-. Estoy aquí.

21

Unos minutos después, estaba sentado, confundido, en la parte posterior de una camioneta blanca a prueba de balas.

En el compartimiento del frente, detrás del conductor uniformado, separado de mí por un panel de vidrio grueso, estaba Charles Rossi. El interior de la camioneta era elegante: un televisor, una cafetera y hasta un fax.

– Me alegro de que esté bien -llegó la voz amplificada de Rossi, metálica y grave por el intercomunicador. El vidrio que nos dividía parecía ser a prueba de sonidos. -Tenemos que hablar.

– ¿Que fue eso, carajo?

– Señor Ellison -dijo él, con cansancio-, su vida está en peligro. Esto no es un juego, se lo aseguro.

Era raro, pero no me sentía furioso. ¿Por qué estaba atontado por lo que me había pasado? ¿Por el horror de la desaparición de Molly? Lo que sentía, en cambio, era una sensación de indignación remota, distante, una conciencia de que las cosas no estaban bien… Y nada de furia.

– ¿Dónde está Molly? -pregunté sin ansiedad.

Rossi suspiró por el intercomunicador.

– Está a salvo. Queríamos decírselo.

– Usted la tiene.

– Sí -contestó Rossi como desde muy lejos-. La tenemos.

– ¿Qué le hicieron?

– La verá usted muy pronto -dijo Rossi-. Se lo prometo. Y se va a dar cuenta de que lo hicimos por la seguridad de ella.

Su voz era suave, razonable, plausible. Trataba de tranquilizarme.

– Ella está a salvo -siguió diciendo-. Y usted va a verla. La estamos protegiendo. Le juro que va a hablar con ella en unas horas.-¿Quién trató de matarme?

– No lo sabemos.

– Me parece que hay demasiadas cosas que no saben.

– No estamos seguros. Uno de los nuestros u otros…

Uno de los nuestros, ¿la CIA?, ¿u otros en el gobierno? ¿Y cuánto sabían sobre mí?

Me incliné hacia la puerta y traté de abrirla pero estaba cerrada.

– Ni lo intente -dijo Rossi-. Usted es demasiado valioso para nosotros, no quiero que se lastime.

La camioneta se movía. Yo no sabía adonde íbamos, no entendía. Pero había algo que sí sabía.

– Me hirieron -dije.

– A mí me parece que está usted bien, Ben.

– No, me hirieron.

Me incliné, toqué lo que me dolía en el muslo. Abrí el cinturón, me bajé los pantalones. Encontré la marca de la aguja, un punto negro rodeado de una inflamación roja. No había visto el dardo, no era una aguja hipodérmica.

– ¿Cómo lo hacen? -pregunté.

– ¿Qué?

Nos movíamos por Storrow Drive hacia un carril que llevaba a la autopista.

"Quetamina", pensé.

La voz de Rossi llegó otra vez, metálica:

– ¿Mmmm?

Seguramente yo había dicho algo en voz alta. Hice un esfuerzo por no transmitir mis pensamientos.

¿Me habían dado un compuesto de benzodiacepina? No. Parecía hidroclorito de quetamina. "La Q especial", la llamaban. Un tranquilizante para animales.

La Agencia solía dársela a sujetos que no cooperaban. Produce algo llamado "anestesia disociativa" que básicamente significa que uno se siente disociado de su medio, puede experimentar dolor, por ejemplo, pero no lo siente. El significado del hecho se separa de la sensación del hecho.

O, en una dosis exacta, uno sigue alerta pero se pone sumamente agradable, acepta todo, aunque su sentido de preservación le pida que no lo haga.

Si uno quiere que otro haga algo que no haría en su sano juicio, es la droga perfecta.

Miré la ruta, miré cómo nos acercábamos al aeropuerto. Me pregunté sin ansiedad, sin apuro, qué estarían por hacerme.

Pensaba que no podía ser tan malo, después de todo.

Nada muy malo. Parte de mí, una parte pequeña, débil, quería abrir la puerta, saltar.

Pero todo está bien, básicamente, decía con seguridad la parte más fuerte, más cercana, la voz más poderosa.

Me están probando. Charles Rossi. Eso es todo.

No hay nada que puedan saber sobre mí, nada de valor. Si fueran a matarme, ya lo habrían hecho.

Pero esa idea de peligro es una tontería. Paranoia. Innecesaria.

Todo está bien, básicamente.

Oí que Rossi me hablaba con calma desde muy lejos, a millones de kilómetros de distancia.

– Si yo estuviera en su posición, Ben, no dudo de que reaccionaría igual. Hay que pensar en lo que le pasó. Usted cree que nadie lo sabe, usted mismo no termina de creerlo. A veces se siente feliz cuando piensa en lo que es capaz de hacer y a veces le parece que el miedo lo va a matar.

– No tengo ni la menor idea de lo que quiere decir con eso. ¿De qué habla? -dije, pero mis palabras eran chatas, poco convincentes, como de rutina.

– Sería mucho más simple, mucho mejor para todos, si cooperáramos en lugar de seguir siendo enemigos.

No dije nada.

Un momento de silencio. Después, él volvió a hablar.

– Nosotros podemos protegerlo, Ben. Hay otros que saben sobre su participación en el experimento, no entendemos cómo, pero así es.

– ¿Experimento? ¿Se refiere al generador de imágenes por resonancia magnética?

– Sabíamos que había una posibilidad en mil, tal vez en cien, de que tuviera el efecto deseado en usted. Ciertamente, dada la evaluación médica en su archivo de la Agencia, teníamos buenas razones para creer que usted tenía todos los atributos necesarios, el coeficiente de inteligencia, el perfil sicológico, y sobre todo, la memoria eidética. Precisamente el perfil ideal. Obviamente no podíamos estar seguros, pero había buenas razones para ser optimistas.

Yo tracé un dibujo sobre el tapizado rojo de cuero del asiento.

– No se cuidó usted lo suficiente, ¿sabe? -dijo Rossi-, incluso alguien con su entrenamiento, sus habilidades, se descuida en momentos así.

Mis alarmas estaban sonando. Sentía que se me erizaba la piel de la espalda, los pelos de la nuca. Pero mi mente serena parecía totalmente disociada de mis instintos corporales y asentí.Él siguió diciendo:

– …no le sorprenderá saber que el teléfono de su oficina y de su casa estaban intervenidos… todo legalmente, dados sus problemas con First Commonwealth y demás. Se pusieron artefactos electrónicos para escuchar, en varias habitaciones de su casa… no dejamos nada librado al azar.

Meneé la cabeza. Sólo eso.

– Y por supuesto, monitoreamos todo lo que usted decía en voz alta. Y lo cierto es que usted fue algo indiscreto, tanto en su encuentro con el señor Mel Kornstein como en sus conversaciones con su esposa. No quiero ser crítico, no lo tome así. Usted no tenía razones para sospechar que había algo extraño en el ambiente. Después de todo, no había ningún motivo por el que tuviera que seguir las reglas de su entrenamiento en la Agencia.

Bajé la cabeza para aumentar el flujo de sangre al cerebro, pero lo único que conseguí fue marearme. La cabeza me flotaba en el aire y las luces de los autos que pasaban me parecían demasiado brillantes. Tenía los miembros muy pesados.

Rossi dijo, la voz llena de preocupación:

– Y eso está bien. Si no lo hubiéramos tenido bajo vigilancia, tal vez no lo habríamos rescatado a tiempo.

Yo ahogué un bostezo y tensé los tendones del cuello.

– Alex -empecé a decir…

– Lamento que hayamos tenido que hacer esto. Usted lo entenderá. Había que protegerlo de usted mismo. Ya entenderá cuando no tenga droga en el cuerpo. Tuvimos que hacerlo. Estamos de su lado. Ciertamente no queremos que le pase nada malo. Lo necesitamos, necesitamos que coopere con nosotros. Cuando nos haya escuchado, lo hará, estoy seguro. No podemos hacerle hacer nada que usted no quiera.

– Supongo que eso… la ayuda legal que tienen… escasa -murmuré.

– Usted es una gran esperanza para mucha gente buena.

– Rossi… -dije. Tenía dificultad en pronunciar las palabras. Sentía la boca y la lengua duras y no conseguía manejarlas bien. -Usted… director proyecto… proyecto síquico de la CIA… Oráculo… su nombre…

– Usted es muy pero muy valioso para nosotros -dijo Rossi-. No quiero que le pase nada malo.

– ¿Por qué… allá, sentado… qué tiene que esconder?

– Compartimentación del trabajo -dijo él-. Ya sabe: la regla de oro en inteligencia. Con su habilidad sería peligroso que supiera demasiado. Sería una amenaza para nosotros, para todos. Mejor que quede en la mayor ignorancia posible.Nos habíamos detenido frente a una terminal del aeropuerto Logan.

– En unos minutos, saldrá en un avión militar para la base de la fuerza aérea en Andrews. Tendrá ganas de dormir. Hágalo.

– ¿Por qué…? -empecé a decir pero no pude terminar la frase.

Rossi contestó, un rato después:

– Ya le vamos a explicar todo. Todo.

22

Lo último que recuerdo es la conversación con Charles Rossi en la camioneta. Después, descubrí que estaba despierto y mareado en un avión desierto que parecía militar. Me di cuenta de que me habían atado en posición horizontal sobre un asiento o una camilla o algo así.

Si Rossi estaba en el vuelo, no lo vi en ninguna parte, no desde mi ángulo. Había algunos hombres cerca, en uniformes militares. ¿Me cuidaban? ¿Creían que pensaba escapar a mil seiscientos metros de altura? ¿No se daban cuenta de que estaba atado y sin armas?

La droga que me habían inyectado en la calle debía de ser muy poderosa porque incluso tanto tiempo después me costaba pensar con claridad. Lo intenté de todos modos.

El destino era la base de la fuerza aérea en Andrews. Seguramente, iba a los cuarteles de la CIA. No. No tenía sentido. Rossi sabía que yo leía mentes, así que los cuarteles de Langley serían el último lugar en el mundo en el que querría ponerme. Parecía saber lo que yo no podía hacer: percibir ondas cerebrales a más de cierta distancia o a través de un vidrio. Eso significaba que él ya había pasado por eso, que había habido otros.

Pero, ¿seguiría estando allí mi extraña habilidad? No tenía idea. ¿Cuánto tiempo duraba? Tal vez se había desvanecido con tanta rapidez como había llegado.

Me moví en mi asiento, peleé contra las bandas que me sujetaban, y noté que los guardias volvían la cabeza, tensos, alerta.

¿Habría sido Molly la del taxi? Rossi había dicho que ellos la tenían, que estaba segura, que estaba bien. ¿Pero un taxi?¿Y en la calle? Tenía que ser un doble, alguien que se le pareciera mucho, un cebo para hacerme llegar hasta allí. ¿Lo había hecho la gente de Rossi? ¿O esos "otros" sin nombre, no especificados?

¿Y quiénes eran esos otros?

– iEy! -logré decir con un gruñido.Uno de los guardias se levantó, se me acercó (pero no demasiado).

– ¿Qué puedo hacer por usted? -preguntó con amabilidad. Tendría unos veinte años, alto, duro, macizo.

Volví la cabeza hacia él, lo miré directamente a la cara.

– Tengo ganas de vomitar -dije.

Él frunció el ceño.

– Mis instrucciones…

– Voy a vomitar -le advertí-. Las drogas. Quiero que usted lo sepa. Haga lo que le dijeron que hiciera.

Él miró a su alrededor. Uno de los otros guardias frunció el ceño y sacudió la cabeza.

– Lo lamento -dijo-. ¿Un vaso de agua o algo así?

Yo gemí.

– ¿Agua? Dios. ¿Para qué sirve el agua? Tiene que haber un baño aquí.

El guardia se volvió hacia el otro, murmuró algo. El que estaba más lejos gesticulaba como expresando indecisión. Después, el primero se volvió hacia mí y me dijo:

– Lo lamento, amigo. Lo único que puedo hacer es ofrecerle un balde.

Me encogí de hombros a pesar de las correas.

– Como quiera -dije.

Él fue hasta el fondo y volvió con lo que parecía una palangana de aluminio, que me puso cerca de la cabeza.

Hice lo que pude para simular las náuseas, tosí y me retorcí mientras él mantenía la palangana cerca de mí, la cabeza a no más de medio metro, una mirada de asco en los ojos.

– Espero que le paguen bien por eso -dije.

Él no contestó.

Hice lo que pude para enfocar mi cerebro nublado por la droga.

…no golpearlo… oí.

Sonreí, sabiendo de qué se trataba.

Tosí otra vez.

Después: para qué…

Y unos segundos después: …lo que hizo es cosa de la Compañía no nos dicen seguramente algo de espionaje no parece espía mierda parece un abogado.

– Creo que no tiene tantas ganas de vomitar después de todo -dijo el guardia, alejándose un poco.

– Qué suerte. Pero no se lleve eso muy lejos.

Sabía, uno, que la cosa funcionaba todavía; y dos, que no podía averiguar nada de ese tipo, al que habían dejado en ignorancia completa de mi identidad y mi destino.

Poco después, me dormí; un largo descanso sin sueños. Cuando volví a despertarme, estaba sentado en otro vehículo, esta vez un Chrysler del gobierno. Me dolía todo el cuerpo.

El conductor era un tipo alto de casi cuarenta años con aspecto de marino y un traje azul oscuro.

Estábamos entrando en una parte rural de Virginia, algún lugar en las afueras de Reston. Atrás quedaban los restaurantes especializados en panqueques y las tiendas Oseo y los cientos de centros comerciales. Ahora estábamos en rutas de sólo dos manos, rutas rodeadas de bosques y llenas de curvas. Al principio me pregunté si no estaríamos llegando a Langley por rutas secundarias, después vi que la dirección era otra.

Era un refugio en el campo, la parte de Virginia donde la CIA mantiene una serie de casas particulares para sus asuntos: encuentros con agentes, interrogatorios a desertores y demás. A veces son departamentos en edificios anónimos de los suburbios, pero en general son cascos de estancia con muebles de segunda, alquilados por mes, vodka en la heladera, espejos dobles y vermut para la mesa.

Diez minutos después nos detuvimos frente a unas puertas de hierro ornamental que se abrían sobre una gran reja de hierro de más de cuatro metros de altura. Los portones y la cerca terminaban en puntas agudas y parecían de alta seguridad. Probablemente electrificados. Las puertas se abrieron electrónicamente. Pasamos por un largo camino lleno de bosques, circular, que terminaba frente a una gran casa del período georgiano que parecía temible a la luz del atardecer. Sólo había luz en una habitación del segundo piso, en algunas del primero y en una grande de la planta baja con las cortinas corridas. La entrada también estaba iluminada. Me pregunté cuánto le costaría a la Agencia alquilar esa impresionante residencia y durante cuánto tiempo lo harían.

– Bueno, señor -dijo el conductor-. Ya llegamos. -Hablaba con el tonito suave de tantos empleados del gobierno que emigraron hacia Washington desde la Virginia rural.

– Bueno. Gracias por el viaje.

Él asintió, un gesto grave.

– La mejor de las suertes para usted, señor.

Salí del auto y caminé lentamente a través del camino de grava y la entrada. Cuando me acerqué a la puerta, ésta se abrió de par en par.

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