THE WALL STREET JOURNAL
La CIA en crisis
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El Presidente estaría por nombrar
al nuevo director de la CIA
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¿Podrá limpiarla
el nuevo dirigente?
¿Está fuera de control la agencia de espionaje?
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POR MICHAEL HALPERIN,
PERIODISTA DE PLANTA DE THE WALL STREET JOURNAL
En medio de un clima de rumores muy desagradables con
respecto a vastas actividades ilegales dentro de la CIA, el
Presidente estaría por nombrar al nuevo director.
Las últimas especulaciones se centran en un funcionario
de carrera de la Agencia, el señor Alexander Truslow, de
buena reputación en el Congreso y en la comunidad de hombres
relacionados con la inteligencia.
Sin embargo, muchos observadores manifiestan preocupación
al respecto. El señor Truslow enfrenta el desafío muy
complejo, tal vez imposible, de tratar de reinar sobre una CIA
que según se cree, está totalmente fuera de control.
No debería haberme sorprendido al ver al hombre de la silla de ruedas mirándome con toda calma cuando entré en el living, una habitación vasta y muy adornada. James Tobias Thompson III había envejecido mucho desde la última vez que nos habíamos visto durante el incidente que terminó con mi carrera en la Agencia, y sobre todo con la vida de una maravillosa mujer y la movilidad de un hombre.
– Buenas noches, Ben -dijo Toby.
La voz, ronca y baja, casi inaudible. Era un hombre compacto de más de sesenta y cinco años, en un traje conservador color azul. Los zapatos, que casi nunca tocaban el piso, eran botines negros, con brillo de espejo. La cabeza estaba totalmente cubierta de cabellos blancos, un poco largo para un hombre de su edad, especialmente un veterano de la Agencia. En París, ese pelo había sido de un negro profundo con algunos trazos de gris en las sienes. Tenía los ojos castaños y parecía digno y desalentado.
La silla de ruedas descansaba cerca de un hogar inmenso, en el cual ardía un gran fuego artificial, que parecía extraño. Extraño, digo, porque la habitación en la que estábamos, de unos quince metros de ancho por treinta de largo, con un cielo raso de más de seis metros de alto, estaba fría por el aire acondicionado. Por alguna razón, recordé que Richard Nixon quería tener fuegos ardiendo en la Oficina Oval de la Casa Blanca, aún en pleno verano, con el aire acondicionado encendido.
– Toby -dije, acercándome despacio para darle la mano. Pero él hizo un gesto para que me sentara en una silla a unos buenos diez metros de la suya.
En una gran silla de cuero a un costado estaba Charles Rossi y no mucho más lejos, en un sofá tapizado, dos jóvenes en trajes baratos tipo marinero que siempre asocio con los de seguridad dentro de la Agencia. No había duda de que llevaban armas.
– Gracias por venir -dijo Toby.-Ah, no me des las gracias a mí -dije, tratando de disimular en algo mi amargura-. Mejor a la gente del señor Rossi. O a los químicos de la Agencia.
– Lo lamento -dijo Toby-. Conozco tu temperamento y no creí que pudiéramos traerte de ninguna otra forma.
– Usted fue muy claro cuando dijo que no pensaba cooperar -aclaró Rossi.
– Bien hecho -dije-. Esa droga sí que se come la voluntad. ¿Piensan tenerme así todo el tiempo para asegurarse mi aceptación?
– Creo que cuando nos haya escuchado hasta el final, será usted más cooperativo. Si no quiere cooperar, bueno, no podemos hacer nada, supongo. Un animal enjaulado no sirve como agente de campo.
– Adelante, entonces -dije.
La silla de respaldo recto en la que estaba sentado parecía puesta de tal forma que, aunque veía y oía bien a Rossi y a Thompson, estaba a gran distancia de los dos.
– La Agencia les dio un lindo refugio -dije.
– En realidad, es de un retirado -dijo Toby, sonriendo-. ¿Cómo estás?
– Bien, Toby. Y tu estás muy bien.
– Sí, dentro de lo posible.
– Lamento que no tuviéramos oportunidad de hablar -dije.
El se encogió de hombros y sonrió otra vez como si yo hubiera hecho una sugerencia superficial y tonta.
– Reglas de la Agencia -dijo-. No mías. Ojalá lo hubiéramos hecho, sí.
Rossi me miraba en silencio.
– No creo que pueda expresarte lo mucho que… -empecé a decir.
– Ben -me interrumpió Toby-, por favor, no. Nunca te eché la culpa. Esas cosas pasan. Y lo que me pasó fue horrendo pero lo que te pasó a ti, a Laura…
Nos quedamos callados un momento. Escuché el siseo de las llamas anaranjadas que lamían los troncos de cerámica.
– Molly -dejé escapar.
Toby levantó una mano para silenciarme.
– Está bien -dijo-. Por suerte… gracias a Charles… tú también.
– Creo que me deben una explicación -afirmé, con tranquilidad.
– Sí, Ben -coincidió Toby-. Estoy seguro de que tú entiendes que esta conversación no existe en realidad. No hay ningún registro de tu vuelo desde Washington, y la policía de Boston archivó para siempre el informe sobre la balacera de la calle Malborough.
Asentí.
– Lamento haberte puesto tan lejos de nosotros -siguió diciendo él-. Ya entiendes el por qué de la precaución.
– No si no tienen nada que esconder -dije.
Del otro lado de la habitación, Rossi sonrió y dijo:
– Esta es una situación poco común, no la planeamos así, no del todo. Como ya expliqué, mantenerlo a usted a cierta distancia es la única forma que conozco de asegurar la compartimentación de seguridad que requiere la operación.
– ¿De qué operación estamos hablando? -pregunté, sin levantar la voz.
Oí un crujido mecánico cuando Toby ajustó la silla para mirarme de frente. Después habló, lentamente, como si le costara mucho hacerlo.
– Alex Truslow te encargó un trabajo. Ojalá Charles no hubiera usado ese truco. Él es el primero en admitirlo, estoy seguro.
Rossi sonrió.
– Es un juego de fines y medios, Ben -dijo Toby-. Buscamos lo mismo que Alex, pero con medios diferentes. No perdamos de vista el hecho de que éste es uno de los proyectos más interesantes y fundamentales en la historia del mundo. Creo que cuando nos hayas escuchado, querrás seguir con nosotros. Si no quieres hacerlo, bueno, lo aceptaremos.
– Adelante -dije.
– Hace tiempo que te seleccionamos como sujeto probable. Tu perfil concuerda, la memoria fotográfica, la inteligencia, todo.
– Así que sabían lo que iba a pasarme…
– No -dijo Rossi-. Ya fracasamos. Varias veces.
– Un segundo. Un segundo -interrumpí-. ¿Cuánto saben exactamente?
– Bastante -contestó Toby, con calma-. Ahora tienes la habilidad de recibir lo que se llama elf, ondas de radio de frecuencia extremadamente baja, generadas por el cerebro humano. ¿Te importa si fumo? -Tomó un paquete de Rothmans (yo me acordé de que era la única marca que fumaba cuando nos conocimos en París) y lo golpeó contra el brazo de la silla de ruedas hasta que salió uno.
– Si me importara -dije-, no creo que pudiera molestarme el humo a esta distancia.
Él se encogió de hombros y encendió el cigarrillo. Exhaló con gusto por la nariz y siguió diciendo:
– Sabemos que ese… talento, para darle un nombre, no disminuyó desde que lo tienes. Sabemos que sólo eres sensible a pensamientos ocasionados en momentos de emociones fuertes. No en ti sino en la persona que estás tratando de "oír". Eso tiene mucho que ver con la teoría del doctor Rossi sobre el asunto, según la cual la intensidad de las ondas de pensamiento sería proporcional a la intensidad de la reacción emocional. La emoción varía la fuerza de los impulsos eléctricos que se descargan. -Hizo una pausa para inhalar otra vez y agregó con voz ronca, a través del humo: -¿Me sigues?
Yo sólo sonreí.
– Claro está, Ben, que nos interesa mucho más oír tus experiencias que decirte lo que nosotros sabemos.
– ¿Qué les hizo pensar en el generador de imágenes por resonancia magnética como solución?
– Ah -dijo Toby-. Para eso, te dejo en manos de mi colega, Charles. Como tal vez sepas, Ben, hace unos años que estoy en el ddo en casa. -Se refería al Directorio de Delegados de Operaciones, los chicos que hacen la cobertura en los cuarteles de Langley. -Mi área de responsabilidad es lo que llaman "proyectos especiales".
– Entonces -dije, sintiendo una vieja sensación de vértigo-, tal vez puedan explicarme, caballeros, de qué se trata este… este proyecto, como ustedes lo llaman.
Toby Thompson exhaló el humo con firmeza y luego aplastó el cigarrillo en un cenicero de cristal sobre la mesa de roble tallado que tenía cerca. Miró la pluma de humo azul que se elevaba y se curvaba en el aire y luego se volvió hacia mí.
– Estamos hablando de un asunto clasificado como ultra secreto -dijo. Luego se detuvo. -Y como puedes imaginarte, es una historia larga y bastante compleja.
– La Central de Inteligencia -dijo Toby, los ojos fijos en un punto cualquiera de la habitación- está interesada hace tiempo en… ¿cómo llamarlo?… en las técnicas más exóticas de espionaje y contraespionaje. Y con eso, no estamos hablando sólo de esa invención maravillosa, el paraguas búlgaro con la punta lista para inyectar drogas mortales… No sé cuánto sabes de esto de tus días en la Agencia…
– No mucho -dije.
Toby me miró con fuerza como sorprendido por la interrupción.
– Y nuestro equipo, claro está, te observó en la Biblioteca Pública, investigando… así que algo debes de saber, por lo menos lo que está en informes oficiales y públicos. Pero la historia real es mucho más interesante.
"Hay que recordar un dato esencial: la razón por la que la mayoría de los gobiernos mantiene estas investigaciones en el mayor de los secretos es el miedo al ridículo. Sí, así de simple. Y en una sociedad como la nuestra, un país como los Estados Unidos, que se precia de un alto grado de pragmatismo… bueno, creo que los fundadores de la CIA reconocen que el mayor riesgo para ellos no es la furia sino el desprecio de la gente.
Sonreí porque estaba de acuerdo. Toby y yo habíamos sido buenos amigos antes del incidente y yo siempre había disfrutado de su seco sentido del humor.
– Así que -siguió diciendo- sólo un par de los funcionarios más importantes estuvieron enterados de lo que hacía la Agencia en esta área. Quiero asegurarme de que eso quede bien claro. -Me miró directamente a los ojos, después volvió a inclinar la cabeza. -Los experimentos en parasicología provienen por lo menos de la década del veinte en Harvard y Duke, experimentos serios en manos de estudiosos serios, pero la verdad es que la comunidad científica en general nunca los reconoció. -Sonrió otra vez, una sonrisa amarga, y agregó:
Así es la estructura de las revoluciones científicas. El mundo es chato, no redondo, ¿quién podría dudarlo?
"El primer trabajo importante, con algo nuevo, lo hizo un hombre llamado Joseph Banks Rhine en Duke a fines de la década del veinte y principios de la del treinta. Estoy seguro de que viste las tarjetas Zener.
– ¿Eh? -murmuré, desorientado.
– Ya sabes, esas cinco tarjetas para fes. Con símbolos: un cuadrado, un triángulo, un círculo, ondas y rectas. Rhine y sus sucesores las usaron con algunas personas y llegaron a la conclusión de que hay gente con ese talento, muy poca gente, claro. La mayoría, por supuesto, no. O, como decían algunos estudiosos, hay más gente de la que creemos que tiene el potencial para desarrollar el talento pero en general, la conciencia lo bloquea todo.
"Como decía, una serie de laboratorios se dedicó a investigar la parasicología en varias formas, en las décadas siguientes, y no sólo en cuanto a lo extrasensorial. Apareció la Fundación Doctor Rhine para la Investigación de la Naturaleza del Hombre, y también el Laboratorio de Sueños de William C. Menninger, en el Centro Médico Maimonides en Brooklyn, que hizo algunos adelantos en cuanto a telepatía del sueño. Algunos de estos laboratorios tuvieron que ver con el Instituto Nacional para la Salud Mental, es decir con la cía.
– Pero la CIA no se fundó hasta… 1949 -dije.
– Bueno, sí, enseguida vamos a eso. Ya en 1952, según los archivos de la Agencia, había un interés genuino en localizar individuos con habilidades síquicas. Pero los primeros funcionarios se concentraban mucho menos en su misión que en esconder el trabajo del conocimiento del público…
– Por miedo al ridículo -interrumpí-. Pero, ¿cómo mierda hacía la CIA para manejar a esas personas con habilidades síquicas? Quiero decir, o eran reales o no lo eran. Y si eran reales, sabrían que la gente que los abordaba estaba en una agencia de inteligencia.
Toby sonrió, una sonrisa lenta y torcida.
– Cierto. Ese era un problema serio, por lo que sé. Usaban una línea de doble seguridad, un sistema de doble ceguera con dos mediadores. Y como dije, llegamos pronto pero tarde. Apurados por los soviéticos.
Rossi se aclaró la garganta y dijo:
– La Guerra Fría tuvo sus lados buenos.
– Cierto -siguió diciendo Toby-. Para volver a la historia, a principios de los 60, la Agencia empezó a oír informes creíbles de esfuerzos soviéticos en parasicología. Creo que fue entonces que una pequeña célula de gente de la Agencia decidió fundar un estudio interno de las posibilidades de los fes para el espionaje. Pero era un trabajo traicionero… Por cada persona que tiene aunque sea un rastro de habilidad, hay cientos de fraudes y de bromistas y de viejas locas con bolas de cristal entre las manos. De todos modos, tal vez te acuerdes de haber oído decir que el vuelo de la Apolo 14 a la Luna en 1971 permitió que Edgar Mitchell, el astronauta, hiciera el primer experimento de fes en el espacio. No funcionó. En esos años, al principio, nosotros y los Laboratorios de las Fuerzas Armadas y la nasa gastábamos un millón de dólares al año en investigación sobre parasicología. Porotos, claro, pero también estábamos tanteando en la oscuridad.
"Después, a principios de los 70, vinieron una serie de informes secretos en los que la Agencia de Defensa de Inteligencia predecía que pronto estaríamos en peligro a causa de las investigaciones rusas en parasicología, que permitirían a la kgb, al gru y al ejército soviético trucos muy perfectos de cobertura, y conocimiento exacto de localizaciones de tropas, barcos, hasta instalaciones militares. Alguien en los rangos superiores se lo tomó en serio. No creo que esté diciendo nada demasiado secreto si te cuento que Richard Nixon se interesó mucho en el tema.
"Nuestra inteligencia confirmó que los soviéticos tenían varios laboratorios parasicológicos para propósitos militares, de los cuales el más importante quedaba en Novosibirsk. Esto era a mitad de la década del setenta. Después, en 1977, un periodista del Los Angeles Times terminó arrestado por la kgb en Moscú mientras trataba de obtener documentos secretos de un instituto de parasicología. Eso apuró a la CIA porque ahora los dos lados sabían que los enemigos también sabían…
"Dentro de la Agencia, el programa era tan secreto que el término fes no apareció jamás en ninguna parte, en ningún documento. Se lo llamaba "nuevos sistemas biológicos de transferencia de información". Unos pocos años después, yo ya había tenido mi… accidente… me pusieron a la cabeza del proyecto, para acelerarlo o… eliminarlo, cerrarlo por completo. "O meamos dentro del tarro o tiramos el tarro", me dijeron…
Yo asentí.
– Y tú decidiste mear -dije.
– En cierto modo. Yo era de los más escépticos. Y bastante hostil a todo eso. Pensé que me estaban dando una especie de basura para que perdiera el tiempo, una rehabilitación, lo que le dan a un experto en operaciones que ya no tiene piernas para caminar.
"Y entonces… -Hizo un gesto en dirección a Rossi. -Entonces, un día conocí al doctor Charles Rossi y él me enseñó algo que iba a cambiar el mundo.-¿Quieres algo para tomar? -preguntó Toby justo en el momento en que sus palabras habían picado mi curiosidad-, te gusta el whisky, ¿no?
– ¿Por qué no? -contesté-. Fue un día muy largo.
– Muy largo, sí. Y la quetamina ya no está, me parece, así que no te va a hacer mal la bebida. Wally, whiskies para todos… no, a Charlie le gusta el vodka, ¿verdad?
– En las rocas -dijo Rossi-. Un toque de pimienta si es posible.
Uno de los de seguridad se puso de pie -sí, usaba una pistolera, se la vi claramente-, y salió de la habitación. Unos minutos después, mientras estábamos todos sentados en silencio, volvió con una bandeja. Obviamente no estaba entrenado en el arte de servir tragos, pero se las arregló para servir los vasos sin volcar una gota.
– Dime -dije por fin-, ¿por qué no puedo leerlos?
– A esa distancia… -dijo Rossi.
– No. Ni siquiera pude hacerlo con el de seguridad cuando me dio el trago. No pasa nada. ¿Cuál será el problema?
Toby me miró un momento, pensando. La luz fuerte convertía sus ojos en agujeros.
– Interferencia -dijo.
– No entiendo.
– elf. Ondas de radio de frecuencia extremadamente baja. -Movió una mano por el aire, abarcando toda la habitación. -El equivalente en radio del ruido blanco. Interferencia. Lo emitimos con parlantes, en la misma frecuencia que las ondas cerebrales. Por eso no puedes captar nada.
– Así que no te importará si me acerco un poco.
Toby sonrió.
– No nos gusta correr riesgos innecesarios.
Asentí. No pensaba insistir.
– Todo esto de la CIA trabajando con fes… pensé que Stan Turner lo había eliminado en 1977.
– Oficialmente, sí -dijo Rossi-. En realidad, lo enterramos bajo una cubierta cualquiera desde el punto de vista burocrático, tanto que casi nadie sabía de su existencia en la Agencia.
Cuando el doctor terminó de hablar, Toby siguió con lo suyo.
– Hasta entonces, nuestros esfuerzos se habían concentrado en localizar a los pocos individuos con talento. Pocos y muy lejos unos de otros en el país y el mundo. Pronto el problema fue otro: ¿se puede instaurar el poder? ¿Es posible? Parecía una locura, absolutamente imposible. Charles… bueno, Charles puede contártelo mejor que yo.
Rossi se movió en la silla, respiró hondo y exhaló despacio.
– A principios de la década del 80 -dijo-, yo estaba trabajando con una firma en California, una compañía pequeña. Desarrollábamos algo que el Pentágono consideraba muy interesante. En términos simples era un inductor electrónico de paranoia, "disruptor síquico de las neuronas" lo llamaban,' que servía para interferir las conexiones sinápticas entre las células del cerebro. En realidad, hubiera hecho electrónicamente lo que hace la droga lsd en muchos casos. Algo muy feo, en realidad, pero claro, los del Pentágono son los que nos trajeron el napalm, por cortesía de Química Dow. De todos modos, el proyecto quedó en la nada, por suerte, pero un día recibí una llamada de Toby que me ofreció el doble de salario y me trajo de los hermosos climas de California hasta esta metrópolis. En cierto modo, seguí con mi trabajo: estudiaba los estímulos electromagnéticos en el cerebro humano. Al principio, el interés tenía que ver con la idea de controlar las mentes. Yo me concentré en las elf, las ondas de radio de frecuencia extremadamente baja, de las que habló Toby. El cerebro genera señales eléctricas. Y lo que tratábamos de ver era si podíamos transmitir señales fuertes en la misma frecuencia en las que transmite el cerebro y usarlas para inducir confusión, incluso la muerte.
– Encantador -dije.
Pero Rossi siguió hablando, sin prestarme atención.
– Tampoco había nada ahí. Pero habíamos descubierto las posibilidades de las elf. Y encontré investigaciones del doctor Milán Ryzl de la Universidad de Praga, algo relacionado con la hipnosis. El doctor Ryzl había descubierto que cierta gente puede relajarse bajo hipnosis, aflojar tanto sus inhibiciones que hasta se vuelve capaz de recibir imágenes por telepatía. Éso me puso a pensar.
"Y así, casi por coincidencia, en 1983, en un hospital de Holanda, un holandés de mediana edad pasó por un examen de rutina con un generador de imágenes por resonancia magnética y salió con una percepción extrasensorial documentada y catalogable. Los médicos se quedaron de una pieza. Inmediatamente recibieron la visita de agentes de la inteligencia holandesa, francesa y estadounidense, y todos confirmaron el informe. El hombre oía los pensamientos de otras personas que estuvieran a distancias muy cortas. Los neurólogos lo atribuyeron al efecto intenso de magnetización del generador de imágenes en la corteza cerebral.
– ¿Y la habilidad fue duradera? -pregunté.-No exactamente. A decir verdad, el hombre se volvió loco. Empezó a quejarse de horribles dolores de cabeza, de ruidos espantosos en los oídos y un día metió la cabeza en una pared de ladrillos, literalmente quiero decir. Se mató. -Rossi tomó un buen trago de vodka.
– ¿Por qué el generador no provoca lo mismo en todo el mundo? -pregunté.
– Esa fue mi pregunta al principio -dijo Rossi-. Los generadores de imágenes se usan mundialmente desde 1982, y ése era el primer informe de semejante resultado. Cuando los equipos de inteligencia francés, holandés y estadounidense, trabajando en conjunto, investigaron a ese caballero holandés, llegaron a la conclusión de que el hombre poseía ciertas características que seguramente eran prerrequisitos. En primer lugar, era brillante, un coeficiente intelectual de más de 170 según la prueba Stanford-Binet. Y además, tenía memoria eidética.
Asentí una vez.
– Hubo otras marcas. El hombre tenía una habilidad verbal muy grande, pero también una gran capacidad cuantitativa, era muy bueno en matemáticas. Volé a Amsterdam, y me las arreglé para ver al holandés antes de que cruzara al otro lado. Cuando volví a Langley, traté de reproducir el efecto del generador.
"Reclutamos hombres y mujeres que parecían tener los requisitos: la memoria, las habilidades verbales y matemáticas y demás. Y, sin revelar la naturaleza verdadera del experimento, los sometimos al generador más poderoso que pudimos localizar. El modelo era de Siemens A.G., de Alemania. Lo modificamos. Pero no tuvimos éxito… hasta usted.
– ¿Por qué? -pregunté, terminando el whisky y dejando el vaso vacío sobre la mesa.
– No sabemos -dijo Rossi como si hablara del clima-. Si supiéramos algo al respecto, podríamos… Pero no. Ciertamente usted tenía los requisitos previos. La inteligencia, obviamente, y las habilidades verbales, la memoria eidética, que se encuentra en menos del 0,1 por ciento de la población. Usted juega ajedrez, ¿verdad, Ben?
– No demasiado mal.
– Bastante bien que yo sepa. Y es excelente en palabras cruzadas, por ejemplo. Creo que hasta tuvo contacto con la meditación Zen en algún momento de su vida.
– Sí, como usted dice, tuve "contacto" con ella…
– Estudiamos los archivos de tu entrenamiento en Campo Peary -interrumpió Toby-, y los estudiamos con mucho cuidado. Eras muy conveniente… pero no sabíamos si tendríamos éxito, de eso no estábamos seguros.
– Parecen muy poco interesados en una demostración de mis habilidades -dije, dirigiéndome a los dos-. Qué raro.
– Al contrario -dijo Rossi-. Estamos interesados. Sumamente interesados. Con su permiso, me gustaría hacerle unas pruebas mañana. Nada muy difícil.
– Eso no me parece necesario -dije-. Si quieren les puedo hacer la demostración ahora mismo.
Hubo un momento de silencio incómodo y después Toby rió entre dientes.
– Podemos esperar.
– Parece saber mucho sobre esta condición mía. Tal vez pueda decirme cuánto va a durar.
Rossi se detuvo de nuevo.
– Eso no lo sabemos. Lo suficiente, espero.
– ¿Lo suficiente! -repetí-. ¿Lo suficiente para qué?
– Ben -dijo Toby con suavidad-, te trajimos aquí por una razón, como ya supondrás. Necesitamos que hagas una serie de pruebas. Y después, te necesitamos a ti.
– A mí. -Esta vez no me molesté en disimular mi hostilidad. -Quieren que les ayude. ¿De qué clase de ayuda se trata?
Un largo silencio en la habitación cavernosa y por fin Toby dijo:
– Supongo que la palabra es espionaje.
Me quedé sentado sin moverme durante casi cinco minutos mientras ellos me miraban.
– Lo lamento, caballeros -dije, poniéndome de pie. Me volví hacia la puerta y empecé a caminar.
Los dos de seguridad se pusieron de pie y uno de ellos dio varias zancadas para alcanzarme y bloquearme la salida mientras el otro se me ponía detrás.
– ¡Ben! -me llamó Toby.
– Vamos, Ben -dijo Rossi simultáneamente.
– Por favor, siéntate -oí decir a Toby con tranquilidad-. Lamento decir que no tienes muchas alternativas.
Una de las cosas que aprendí en mis días en la Agencia es cuándo insistir y cuándo darme por vencido. Eran más que yo, no sólo los dos de la sala sino todos los demás que hubiera en la casa, y tenía que haber más. Calculé las posibilidades que tenía y supuse que estaban en mi contra en una proporción de diez mil a uno, de cien mil a uno.
– Estás poniéndonos en una posición difícil -dijo Toby a mis espaldas.
Me volví lentamente.
– No sé por qué me pareció haber oído algo sobre animales enjaulados… -dije, irónico.
Él me estaba mirando con una leve huella de ansiedad en el rostro.
– No quiero… no queremos recurrir a la compulsión. Preferiríamos apelar a tu razón, al deber, a la decencia básica que sabemos que tienes.
– Y a mi deseo de volver a ver a mi esposa -agregué.
– Sí, está eso también, sí -admitió. Nervioso, cerró los dedos en un puño y los abrió de nuevo, varias veces.
– Y, además, por supuesto, me dijeron mucho. Ahora "sé demasiado", ¿no es cierto? ¿No es así como se dice? Así que tengo derecho a salir de la habitación pero si decidiera hacerlo, probablemente no llegaría al portón.
Exasperado, Toby dijo:
– Eso es ridículo. Después de lo que te dije, ¿por qué mierda vamos a querer hacerte daño? Aunque más no fuera por razones científicas…
– ¿La Agencia también arregló que congelaran mis fondos? -pregunté con amargura. Sentía los músculos de las piernas muy tensos, casi acalambrados, el estómago revuelto, me corría la transpiración por la frente. -¿Esa mierda de First Commonwealth?
– Ben -dijo Toby después de un momento de silencio-, preferiríamos mantener las cosas en positivo, apelar a la razón. Creo que cuando escuches todo, querrás llegar a un acuerdo.-Muy bien -dije por fin-. Estoy dispuesto a escuchar. Veamos, ¿qué tienen que decirme?
– Es tarde, Ben -dijo Toby-. Estás cansado. Y sobre todo, yo estoy cansado, aunque claro, ahora me canso muy fácilmente. Mañana, antes de que te llevemos a Langley para las pruebas, hablamos de nuevo, ¿de acuerdo, Charles?
Rossi murmuró su asentimiento, me miró con ojos penetrantes y salió de la habitación.
– Bueno, Ben -dijo Toby cuando nos quedamos solos-. Creo que el personal ya organizó todo lo que necesitas por esta noche: un cambio de ropa, el baño y todo eso. -Sonrió con amabilidad. -Un cepillo de dientes.
– No, Toby. Falta un detalle. Quiero ver a Molly.
– No puedo permitirlo, Ben, todavía no. No es físicamente posible…
– Entonces, no creo que lleguemos a ningún acuerdo.
– No está en esta área.
– Entonces, quiero hablar con ella por teléfono y quiero hablar ahora.
Toby me miró, estudiándome, por un momento, y después hizo una señal a los de seguridad. Uno de ellos salió de la habitación y volvió con un teléfono negro, que conectó a una toma cercana. Luego, puso el aparato sobre la mesa, a mi lado.
Levantó el receptor y apretó varios números. Conté: once dígitos, tal vez larga distancia; después, otros tres. Un código de acceso, probablemente. Dos más. Escuchó sin cambiar de expresión durante un rato y después dijo:
– Noventa y tres. -Escuchó de nuevo y me entregó el teléfono.
Antes de que pudiera decir nada, oí la voz de Molly, aguda, angustiada.
– ¿Ben? ¿Dios, eres tú?
– Estoy aquí, Molly -dije con toda la tranquilidad que pude.
– ¿Estás bien? ¡Dios mío!
– Estoy… estoy bien, Molly. ¿Y tú cómo…?
– Bien, bien. ¿Adonde te llevaron?
– A un refugio en Virginia -dije, mirando a Toby. El asintió, como para confirmarlo. -¿Dónde estás tú?
– No sé, Ben. Algo… un hotel o algo así, un departamento. Creo. En las afueras de Boston. No muy lejos.
Sentí que me enfurecía de nuevo.
Mirando a Toby dije:
– ¿Dónde está?
Toby no dijo nada.-Custodia de protección. Suburbios de Boston -respondió finalmente.
– ¡Ben! -La voz de Molly salía por el auricular, desesperada. -Dime quiénes son, por favor…
– No hay problema, Molly. Por lo que sé. Mañana voy a saber más…
– Tiene que ver con… -susurró-, con…
– Lo saben -dije.
– Por favor, Ben. ¿Qué diablos pasa, en qué estoy metida? ¡No pueden hacernos esto! ¿Es legal? ¿Pueden…?
– Ben -dijo Toby-. Voy a tener que desconectar la llamada, lo lamento…
– Te amo, Mol -dije-. No te preocupes.
– ¿Que no me preocupe! -La voz parecía incrédula.
– Todo estará bien pronto -dije sin creerlo.
– Te amo, Ben.
– Lo sé -dije y de pronto, estaba oyendo el tono.
Puse el receptor en su lugar.
– No creo que tengan derecho a asustar a Molly de ese modo -dije a Toby.
– Es para protegerla, Ben.
– Ya veo. Como me protegen a mí.
– Correcto -dijo, pasando por alto el sarcasmo.
– Máxima seguridad -insistí-. Estamos tan seguros como dos prisioneros.
– Vamos, Ben. Mañana, después de que hablemos, cuando nos escuches, si quieres irte, te prometo que no voy a impedírtelo.
Con un ruidito eléctrico guió la silla a través de la larga alfombra persa hacia la puerta.
– Buenas noches. Ya van a mostrarte tu habitación.
En ese momento, se me ocurrió la idea, y mientras la pensaba, seguí a los dos guardias hacia la escalera principal.
La habitación que me habían dado era cómoda y tranquila, amueblada al estilo de una hostería campestre de Vermont: pocas cosas pero mucha elegancia. Había una cama mullida de dos plazas y media por lo menos, envuelta en una colcha blanca y colocada contra una pared. Parecía muy acogedora después de ese día largo, agotador, interminable, pero yo no podía irme a dormir todavía. Noté que los muebles estaban fijos, como ajustados al suelo. El baño era elegante y espacioso, con piso de mármol verde, paredes revestidas con cerámicas blancas y negras más o menos de los años 30.
El piso, que crujía como para dar confianza a los que caminaban sobre él, estaba cubierto de una alfombra de pared a pared. Había algunas pocas pinturas, de buen gusto: óleos de temas náuticos en un estilo indefinido. Estaban clavadas directamente a la pared como para que nadie pudiera moverlas. Era como si hubieran esperado la presencia de un animal salvaje que podía ponerse a tirar cosas por el aire en cualquier momento.
Había unas cortinas pesadas que llegaban hasta el piso, color castaño y oro, detrás de las cuales se escondían unas ventanas adornadas. Estaban reforzadas por una malla de metal casi invisible por lo fina: probablemente imposibles de romper y con alarma electrónica.
Me tenían prisionero.
Me di cuenta de que esta habitación particular en este "refugio" se usaba probablemente para mantener a otros agentes o desertores con quienes toda precaución era poca. Evidentemente yo estaba incluido en la categoría.
A pesar de lo que decían, era un rehén, sí, a pesar de la retórica suave de Toby. Me habían atrapado y encerrado allí, como a un espécimen exótico de laboratorio para hacerme pasar por una serie de pruebas completas y luego presionarme para que entrara en su servicio.
Pero todo tenía la marca de la improvisación. Generalmente, cuando se planea una operación por anticipado, se cubren todos los ángulos, uno por uno, todos los detalles, a veceshasta la ridiculez más absoluta. Muchas veces, las cosas salen mal de todos modos -esas cosas pasan dicen las calcomanías de los autos-, pero nunca es por falta de planificación. Sin embargo, yo me daba cuenta de que aquí los arreglos habían sido súbitos, apresurados, ad hoc, y eso me daba esperanzas.
Tenían a Molly con ellos. Yo sabía que podría negociar su liberación con mucha más facilidad desde la libertad. Tenía que ponerme en marcha inmediatamente.
Mientras me sacaba el traje desgarrado, sucio (una baja del tiroteo en la calle Marlborough), sentía que Molly estaría bien. Era bastante posible que la estuvieran protegiendo, además de lo cual, claro está, la mantenían lejos de mí para persuadirme. Algo así como atar a la muchacha a las vías del tren para que uno cambie de idea, ¿no? Bueno, no habría trenes expresos y lo peor que podía pasar era que Molly sometiera a sus captores a la tortura de su lengua hasta volverlos locos. Yo conocía las presiones de la Agencia.
En cuanto a mí, en cambio… bueno, ésa era otra historia. Desde que había adquirido ese extraordinario talento, mi vida estaba en peligro. Y ahora tenía una opción, o cooperaba o…
¿O qué?
¿No había dicho la verdad Toby en cuanto a por qué razón acabar con el único sujeto vivo y exitoso del experimento, la única prueba de que el proyecto funcionaba? ¿No sería algo así como matar a la gallina de los huevos de oro?
¿O el secreto era más importante que la gallina misma?
Tal vez… tal vez yo podía adquirir el control sobre las cosas que estaban sucediendo, tal vez eso todavía era posible.
Porque tenía una ventaja considerable e innegable sobre otros seres humanos, y no parecía estar disminuyendo. Y… éste era el síntoma que me decía que mi encarcelamiento era algo apresurado, casi torpe: había podido adquirir algo de información útil de uno de mis guardias.
Toby, o quien quiera que estuviera al frente de la operación, había tomado la precaución de buscar gente que no tuviera ni la menor idea de lo que yo representaba ni del proyecto mismo. Pero naturalmente, había tenido que informarles algo sobre las características de las operaciones de seguridad.
Cuando uno de los guardias… Chet, se llamaba… me llevó arriba al dormitorio en el tercer piso, caminé lo más cerca posible de su cuerpo. Evidentemente le habían ordenado que no hablara conmigo y que se mantuviera a distancia.
Pero no le habían dicho que no pensara y además, pensar es una de las pocas actividades humanas sobre las que no tenemos control.-Estoy preocupado -dije mientras subíamos la larga escalera-. ¿Cuántos son ustedes?
– Lo lamento, señor -dijo Chet con la cabeza baja-. No se me permite hablar con usted.
Levanté la voz como sorprendido y burlón.
– Pero ¿cómo mierda sé si estoy seguro? ¿Cuántos de ustedes me protegen?, ¿no puedo saber ni siquiera eso?
– Lo lamento, señor, aléjese por favor.
Pero para cuando llegamos a mi habitación, ya sabía que habría dos frente a mi puerta en la noche, que Chet estaba en la primera guardia y que se alegraba de eso y que tenía una curiosidad insaciable en cuanto a mí y lo que yo había hecho.
Me pasé la primera hora inspeccionando cuidadosamente la habitación, buscando los transmisores (tenía que haberlos pero no los localicé). Junto a la cama había un radio reloj despertador, que seguramente tenía un transmisor.
Comprobé que estaba equivocado.
A eso de la una de la mañana golpeé en la puerta para llamar al guardia. La puerta se abrió en unos minutos y vi la cara de Chet.
– ¿Sí?
– Lo lamento -dije-. Tengo la garganta reseca y me pregunto si me puede traer un vaso de agua mineral.
– Tiene que haber una heladera ahí -dijo, inseguro, pero estaba tenso, el cuerpo preparado como el de una víbora lista para saltar, las manos a los costados, como le habían dicho que estuviera.
Sonreí, un gesto de somnolencia.
– Se terminó.
Me miró, irritado.
– Espere unos minutos -dijo y cerró la puerta. Supuse que llamaría abajo con el transmisor y pediría instrucciones porque seguramente le habían dicho que no debía abandonar su puesto en ninguna circunstancia.
Unos cinco minutos después, hubo un golpe en la puerta.
Ya entonces tenía la radio a todo volumen, en una estación de rap en am, rítmica y permanente, y la ducha encendida, el baño lleno de vapor. La puerta del baño estaba abierta y el vapor entraba en la habitación.
– Estoy en la ducha -aullé-. Déjelo donde quiera, por favor.
Entró otro guardia, uniformado, con una bandeja, una botella de agua mineral francesa -me pareció que era un lindo toque de elegancia- y miró alrededor en la habitación unos segundos, tratando de decidir dónde iba a ponerla y entonces,!e salté encima.,Era un profesional bien entrenado pero yo también lo era y los dos o tres segundos de ventaja que me había dado la sorpresa me sirvieron mucho. Lo apreté contra el suelo y la bandeja y el agua cayeron sin ruido sobre la alfombra. Se recobró con una velocidad impresionante y se levantó, me corrió un poco a un costado y con el brazo izquierdo me aplicó un golpe doloroso, terrible, en la mandíbula.
La vieja calma glacial, la de siempre, me dominó.
La radio seguía cantando a todo vapor: "abajo tengo que ir abajo ella también abajo…" y el ruido de la ducha golpeteaba y no se oía mucho por encima de tanto alboroto y…
La bandeja era un arma excelente y con la mano derecha la tomé del suelo y la arrojé contra la garganta del guardia, directo a ese punto cartilaginoso que protege la yugular. Le metí el borde filoso contra la nuez de Adán, sacándole el aire y él gruñó mientras apretaba las piernas alrededor de mi cuerpo y oí, de pronto… no… dispararle no… no me dejan… al hijo de puta…
Entonces, supe que lo tenía, que lo tenía porque ahora sabía lo que él no iba a hacerme. Ese era su punto vulnerable, la razón por la que no buscaba el revólver, y en el momento en que lo vi poner los puños duros, me las arreglé para convertir los míos en una cuña y golpearlo en el estómago, derrumbándolo contra el brazo de roble macizo del sillón. El aire se le escapó de los pulmones con un siseo audible y de pronto, se dejó caer, la boca abierta, en el suelo…
Inconsciente. Lastimado, pero no muy lastimado. Estaría fuera de combate unos diez, veinte minutos.
Y por encima de todo, la radio seguía aullando.
Sabía que tenía pocos segundos: pronto entraría el otro guardia a ver qué le había pasado a su compañero.
El guardia inconsciente tenía un arma en la pistolera, una excelente Ruger P90.9 mm, semiautomática. Yo me había entrenado con ella aunque nunca había tenido oportunidad de usarla en acción. La saqué, inserté el cartucho extra, solté el seguro y…
Un poco más allá vi los pies del segundo guardia, no Chet, otro, el de la mañana. Tenía el arma levantada, apuntándome.
– Suéltela -dijo.
Nos miramos, los dos congelados donde estábamos.
– Tranquilo -dijo-. Va a poner eso en el suelo y nadie va a salir lastimado. Bájela. Suéltela…
No tenía alternativa.
Lo miré con firmeza y disparé.
Apunté bajo, para no lastimarlo mucho.
Una explosión brusca, un relámpago de luz, el olor acre. Lohabía herido en el muslo, lo vi enseguida. Hizo lo que le dijo su instinto: se agachó. No era un asesino entrenado; eso yo ya lo sabía y para mí era una información muy valiosa.
Me le acerqué, la Ruger apuntándole a la cara.
La mirada en sus ojos era una combinación de dolor y mucho miedo. Oí una corriente angustiada de voces:
no Dios mío no Dios es capaz no por favor
Dije, con toda tranquilidad:
– Si se mueve, voy a tener que dispararle. Lo lamento.
Los ojos se abrieron todavía más, mirándome. Le tembló el labio inferior. Lo desarmé y me guardé el arma.
Después, agregué:
– Usted se queda donde está. Cuente hasta cien. Si se mueve antes, si hace un ruido, uno solo, carajo, lo mato.
Cerré la puerta cuando salí, oí correrse el cerrojo automáticamente y me lancé hacia el corredor oscuro.
Agachado, me deslicé a lo largo de las paredes del vestíbulo recubiertas de roble y consideré la situación.
En un extremo, brillaba una luz que parecía venir de una puerta abierta. Tal vez había otra persona allí. O no. Supuse que la habitación era para que la usaran los guardias mientras esperaban el cambio de turno, y tomaban café.
"¿Habrá algo que pueda servirme ahí dentro?", pensé.
No. Seguramente no. No valía la pena arriesgarse.
De pronto oí un ruido de estática, metálico y fuerte. Venía del transmisor que el segundo guardia había dejado en la puerta cuando entró con la bandeja en el dormitorio. Una señal, un pedido de informes. Yo no conocía los códigos, no podía engañarlos.
Eso significaba que tenía menos de un minuto antes de que alguien viniera a investigar por qué nadie contestaba la llamada.
Oscuridad en todas partes. Una larga serie de puertas cerradas. No sabía mucho de la disposición de la casa, sólo lo que había podido ver y suponer mientras me traían.
Me estaba alejando de la escalera principal. Tenía que ser un territorio peligroso, demasiado central. Estaba convencido de que tenía que haber una escalera de servicio.
Claro que había una.
Sin luz, estrecha, los escalones de madera muy usados, la encontré al final del ala de la casa donde me habían colocado para pasar la noche. Bajé haciendo el menor ruido posible, pero sentía el eco de los crujidos a mi alrededor.
Para cuando llegué al primer piso, había pasos más arriba. Carreras, gritos. Habían descubierto mi huida antes de lo que yo esperaba.
Sabían que todavía estaba en la casa, en alguna parte, y ye no tenía duda alguna de que todas las entradas estarían cuida das. Ahora todos estaban alerta. Me sentí atrapado.
Levanté la vista. Examiné lo que me rodeaba. Sabía que no llegaría a la planta baja.¿Y al primer piso?
No tenía elección, tenía que arriesgarme. Salté de la escalera oscura hacia el corredor. Este no estaba alfombrado y mis pasos hacían un ruido alarmante. Las voces se me acercaban, eran cada vez más fuertes.
La única luz venía de la luna, afuera, un brillo débil que entraba por una ventana al final del corredor. Giré y me acerqué a ella, traté de abrirla y saltar, pero de pronto, me di cuenta de que abajo no había césped sino pavimento.
Un área de estacionamiento abierta, de asfalto o canto rodado, unos buenos ocho metros más abajo. Un salto suicida. Y nada de qué agarrarme. No, no podía hacerlo.
Y entonces oí la alarma, el chillido de miles de timbres en toda la casa, todos ensordecedores, enloquecidos y terribles. Las luces se encendieron, un fulgor cegador iluminó el vestíbulo, lo iluminó todo mientras el ruido seguía.
"¡Por Dios, camina!", me grité interiormente.
Caminar, sí, pero, ¿adonde?
Corriendo desesperadamente por el vestíbulo, hacia la escalera principal, probé puerta tras puerta y luego, cinco, seis más adelante, una se abrió.
Un baño, chiquito y oscuro, con una ventana abierta y pequeña por la que pasaba una corriente de aire frío. La cortina de plástico se movía en la brisa y ahí estaba la solución, sí.
Arranqué la cortina y la dejé caer al suelo.
La alarma parecía todavía más urgente, más fuerte que antes. Hubo un ruido de puertas abiertas, gritos.
¿Y ahora qué?
¡Afuera!
Sólo una cortina de baño, carajo. Si hubiera pensado en traerme una sábana.
"Tienes que atarla a algo, atarla. Engánchala en alguna parte. Algo estable", pensé.
¡No, no había dónde fijarla!
Ningún lugar de dónde sostener el vinilo, anclarme mientras bajaba por la ventana, y no había duda de que no había tiempo de seguir explorando porque los pasos se acercaban, como truenos, cada vez más. Tenían que haberme seguido al primer piso y mientras yo miraba a mi alrededor, desesperado, el corazón golpeando con fuerza, oí a mi derecha, a menos de seis metros, en el vestíbulo:
– ¡Aquí! ¡Vamos!
Levanté la ventana hasta el límite, encontré una malla metálica, me tiré contra ella, tratando de destrabar los malditos tornillos de la base, pero estaba fija, no se movía, y entonces retrocedí, me agaché…Y me tiré contra la ventana, a través de la malla, y hacia el aire de la noche. Mi cuerpo se contorsionó, tratando de frenar ia caída.
Y golpeé el suelo… polvo, no húmedo sino frío, seco, duro, un polvo que pareció subir a encontrarse conmigo y golpearme los hombros y la nuca y entonces, salté inmediatamente sobre mis pies, me torcí un poco el tobillo y aullé de dolor.
Arboles delante de mí, sí, un bosquecillo, apenas visible en la oscuridad pero iluminado por las luces de la alarma que subían por las hojas hasta el nivel del segundo piso, oscuras un segundo, luego claras otra vez.
Una explosión de armas de fuego.
Detrás de mí, a mi izquierda, un zumbido de algo demasiado cercano, el dolor de algo contra mi oído. Me agaché. Los disparos continuaron, erráticos, cercanos, y yo me arrastré por el pasto hacia los árboles, sí, ya estaba, gracias a Dios. Una cobertura natural, una protección. A unos metros de mí un tronco se astilló y luego otro y yo corrí otra vez a pesar del dolor cegador del tobillo y los hombros y ahí estaba, la cerca.
¿Electrificada?
Una cerca de cuatro metros, hierro forjado sólido, a prueba de ladrones, seguridad de alto nivel… ¿alta tensión?
Ahora no podía ni retroceder ni volverme ni detenerme. Tenía apenas segundos, eso era todo, pero los oí en el patio, venían hacia mí, muchos al parecer, y los tiros volvieron a empezar. Me habían localizado pero los árboles les bloqueaban la línea de tiro.
Inhalé una vez y calculé la situación con la mente. La casa estaba rodeada por naturaleza, en medio de los hermosos bosques de Virginia, es decir, árboles y animales, ardillas que suben a las cercas aquí y allá…
Me arrojé contra la cerca, tomé una sección horizontal y trepé hacia las cabezas agudas de la parte superior, luego dudé un segundo y me tomé de las espadas ominosas y negras de arriba.
Y sentí el hierro fresco, duro.
No. Electrificada no. Una ardilla se volvería loca con una cerca electrificada, ¿verdad? No se electrifican las cercas en lugares así. Pasé las piernas con cuidado, mirando las puntas y me dejé caer en el pasto blando del otro lado.
Detrás, la mansión relampagueaba, las luces latían, el clamor quebraba la quietud de la noche.
Corrí, oyendo los gritos y los pasos detrás de mí, pero estaban del otro lado de la cerca. Sabía que estaba a salvo.
Corrí y corrí, haciendo muecas de dolor, seguramente gimiendo en voz alta pero sin bajar la velocidad, hasta que elcamino dobló y quedé en un cruce que había visto al llegar, y mientras subía por el camino oscuro, estrecho, vi un par de faros que venían hacia mí.
El auto se movía no demasiado rápido pero tampoco con lentitud, un Honda. Lo vi cuando se acercó y pensé en llamarlo pero era un riesgo.
Había venido de la ruta principal, pero yo sabía que en mi situación tenía que ser cuidadoso. Cuando bajé la velocidad, los faros aumentaron la luz, me cegaron y luego apareció otro par detrás, luces altas también, y de pronto, estaba atrapado entre dos vehículos, el Honda y otro, uno estadounidense que me había bloqueado por detrás.
Giré en redondo pero me tenían atrapado y luego aparecieron otros dos en la oscuridad, los frenos al rojo, aullando, junto a los demás.
Estaba ciego frente a cuatro pares de faros y volví a girar, pensando en una forma de huir, pero sabiendo que era imposible. Después oí una voz que venía desde uno de los autos.
Un eco en la noche.
– Buen intento, Ben -oí que llegaban las palabras de Toby-. Siempre tan bueno en lo tuyo. Por favor, entra.
Estaba rodeado de hombres que me apuntaban y de autos, y bajé la Ruger lentamente.
Toby estaba sentado en la parte trasera de una camioneta cubierta, una de las últimas en llegar. Hablaba a través de la ventanilla cerrada.
– Lo lamento mucho -dijo-. Buen intento, de todos modos.
Me llevaron en un auto del gobierno, un sedán azul Chrysler hasta Crystal City, en Virginia. Entramos en un edificio de oficinas sin identificación con un garaje subterráneo. Yo sabía que la CIA tenía varios edificios así en Crystal City y sus alrededores: obviamente éste era uno de ellos.
El conductor me escoltó por el ascensor hasta el sexto piso y me acompañó por un pasillo de aspecto gubernamental, pintado de un castaño típico. HABITACIÓN 706 decían las curvas negras sobre el vidrio translúcido. Una recepcionista me mostró una oficina interior, donde me presentaron a un neurólogo barbudo, hindú, de unos cuarenta años, el doctor Sanjay Mehta.
Sin duda se preguntará por qué no traté de leer los pensamientos del conductor en el ascensor, o de la gente que pasamos en el corredor, del neurólogo y demás. La respuesta es que sí traté. El conductor era empleado de la Agencia, y no tenía ninguna información, como el anterior. No averigüé nada con él. Todo lo que supe caminando por el pasillo fue que estaba en un edificio de la cía donde se hacían trabajos científicos y técnicos.
Con el doctor Mehta, las cosas fueron diferentes. Cuando le di la mano, oí: ¿Oye mis pensamientos?
Dudé un momento, pero había decidido no disimular y contesté en voz alta:
– Sí, sí.
Hizo un gesto indicándome una silla y pensó: ¿Oye los pensamientos de todos?
– No -le dije-. Sólo los que…
Sólo los que tienen una intensidad particular… como los que vienen acompañados de emociones violentas, ¿correcto?, oí.
Sonreí y asentí.
Oí una frase de algo en un lenguaje que no entendí, y que supuse era de su país.
Por primera vez, me habló en voz alta:
– No habla usted hindi, ¿verdad, señor Ellison? -Su inglés tenía acento británico.
– No.
– Soy totalmente bilingüe, es decir que puedo pensar en hindú o en inglés. Lo que está diciéndome es que no entiende lo que pienso cuando pienso en hindú. Lo oye pero no lo entiende, ¿verdad?
– Cierto.
– Pero no oye todo lo que pienso, por supuesto -siguió diciendo-. Hace unos minutos pensé unas cuantas cosas, en hindú y en inglés. Tal vez cientos de "pensamientos" si es que se puede categorizar así el flujo de procesamiento de ideas. Pero usted oyó sólo lo que yo pensé con fuerza.
– Supongo que eso es cierto.
– ¿Puede sentarse un momento, por favor?
Asentí otra vez.
Se levantó del escritorio y abandonó la habitación, cerrando la puerta detrás.
Me quedé sentado unos minutos, inspeccionando la colección de pisapapeles, recuerditos de plástico que había en el escritorio, de esos que producen nieve cuando uno los da vuelta. Y entonces, recibí otro pensamiento. Esta vez el timbre era el de una voz de mujer, agudo y angustiado.
Mataron a mi esposo. A Jack, Dios mío, Dios, mataron a Jack, oí.
Un minuto después, volvió el doctor Mehta.
– ¿Y bien? -dijo.
– Lo oí bien.
– ¿Oír qué?
– Una voz de mujer, que pensaba que habían matado a su marido -contesté-. El nombre del marido es Jack.
El doctor Mehta suspiró, un suspiro audible. Asintió en silencio. Después de un silencio largo, me preguntó:
– ¿Y?
– ¿Y qué?
– No "oyó" nada ahora, ¿no es cierto? -Dio a la palabra "oyó" el mismo giro que le daba yo mentalmente.
– Silencio -dije.
– Ah, pero la de antes fue una mujer, sí. Eso es interesante. Yo habría pensado que usted sólo escuchaba los sentimientos de alguien angustiado. Pero usted no percibe sentimientos, sólo oye palabras.
– Correcto.
– ¿Puede decirme exactamente lo que oyó?
Se lo repetí.
– Exactamente -dijo-. Excelente. ¿Distingue usted entre lo que oye y lo que "oye"?-El… supongo que el timbre es diferente. La sensación de la voz -traté de explicarle-. Es como la diferencia entre un susurro y una voz alzada. O… como cuando uno se acuerda de una conversación a veces, inflexiones y entonaciones, y todo eso. Percibo una voz hablada. Pero es diferente de la voz audible.
– Interesante -dijo. Se levantó, tomó uno de sus recuerdos de las cataratas del Niágara de su escritorio, y jugó con él mientras caminaba de un lado al otro, más allá del escritorio. -Pero no oyó la primera voz.
– No sabía que hubiera habido otra voz.
– Hubo otra, de un hombre, del otro lado de la pared, pero le pedimos que pensara con placidez. La segunda era una mujer, en la misma habitación y las instrucciones fueron que conjurara un pensamiento horripilante y lo pensara con cierta intensidad. La habitación es a prueba de ruidos. El tercer intento, que usted dice que no oyó, vino de la mujer pero esta vez a cien metros en el pasillo, en otra habitación.
– Usted dice que la mujer "conjuraba" los sentimientos -dije-. ¿Es decir que no mataron a su marido?
– Correcto.
– ¿Lo cual significa que no distingo entre pensamientos genuinos y fingidos?
– Se podría decir eso, sí -respondió Mehta-. Interesante, ¿verdad?
– "Interesante" me parece una palabra demasiado tonta para lo que siento.
Pasamos más o menos una hora haciendo pruebas diseñadas para determinar la sensibilidad de mi "don", la fuerza de las emociones que era capaz de escuchar, la distancia a la que tenía que estar la persona, y demás.
Finalmente, el doctor se arriesgó a darme una explicación.
– Como usted ya se habrá imaginado -dijo el doctor Mehta-, lo que produjo este resultado en su cerebro fue el efecto magnético del generador de imágenes. -Encendió un Camel. El cenicero era un souvenir de un lugar llamado Wall Drug en Dakota del Sur.
Exhaló una nube de humo que al parecer le permitía pensar con más concentración.
– No sé mucho de usted, sólo que es abogado o algo así y que antes trabajaba en la Agencia. No quiero saber más. En cuanto a mí, soy el jefe de siquiatría de la CIA.
– ¿Detectores de mentiras, pruebas sicológicas y demás?
– Básicamente. Estoy seguro de que mi personal le hizo pruebas antes de mandarlo a la Granja, antes de enviarlo a la misión que le asignaron, y al final, cuando usted se retiró del servicio. Han retirado su archivo así que no podría saber más sobre usted aunque quisiera. Y no quiero. -Otra nube de humo, después siguió hablando. -Pero si espera que yo le diga mucho sobre su capacidad para leer la mente, lamento desilusionarlo. Cuando Toby Thompson vino a verme hace unos años, pensé que estaba loco.
Yo sonreí.
– Francamente, no soy de los que creen en la percepción extrasensorial. No porque haya algo demasiado extraño en esa percepción en sí misma, eso no. Hay bastantes pruebas que sugieren que ciertas especies animales poseen la habilidad de comunicarse de esa forma, ya sean perros o delfines. Pero nunca vi nada que sugiriera que los seres humanos también pueden hacerlo, por lo menos fuera de ciertas anécdotas no demasiado creíbles.
– Supongo que ahora habrá cambiado de idea -dije.
Él rió.
– Los pensamientos recorren el cerebro humano en el hipocampo y la corteza del lóbulo frontal. Un colega, Robert Galambos, tiene la teoría de que el pensamiento "proviene" de las células gliales, no de las neuronas, ¿oyó hablar del cerebro de Broca?
Le dije que había escuchado el término pero no sabía lo que significaba.
– El cirujano francés Pierre-Paul Broca descubrió un área del cerebro humano donde se produce el lenguaje, un área en el lóbulo frontal izquierdo. El área de Broca es el lugar donde se asienta el mecanismo del habla. Otro lugar, conocido como el área Wernicke, es donde reconocemos y procesamos el habla. Esa área también está en los lóbulos temporal y parietal izquierdos. Estoy postulando la idea de que cuando una de esas dos áreas, posiblemente la de Wernicke, se altera de cierta forma, aunque fuera sutilmente, a través del magnetismo poderoso de un generador de imágenes por resonancia magnética, las neuronas se realinean. Y eso le permite a usted "oír" las ondas de radio de baja frecuencia emitidas por otras áreas de Broca. Hace tiempo que sabemos que el cerebro produce esas señales eléctricas. Lo que usted está haciendo, supongo, es recibirlas. Eso es todo. ¿Sabe que a veces nos podemos "oír" pensar, como en la voz hablada?
– Sí, a veces.
– Bueno, yo diría que en algún punto de la formación de esos pensamientos hay actividad también en los centros del habla. Y es en ese punto que se generan las señales eléctricas. De acuerdo. Y hay también dos recientes descubrimientos científicos que pueden hacernos pensar un poco."Uno se publicó hace más o menos dos años en la revista Science. Era de un equipo de la universidad de John Hopkins que descubrió que podía producir la imagen del proceso de pensamiento del cerebro en una computadora Le pusieron electrodos a un cerebro de mono y usaron los gráficos para rastrear la actividad eléctrica en la corteza motora, el área del cerebro que controla la actividad motora. Cuando el mono hacía algo, veían la actividad eléctrica en el cerebro del mono en la pantalla, una milésima de segundo antes de la acción misma. Sorprendente ¡Estábamos viendo pensar al cerebro!
"Y después, un grupo de geobiologos del Instituto de Tecnología Californiano descubrió que el cerebro humano contiene algo así como siete millones de millones de cristales magnéticos microscópicos Es decir, imanes en barra fabricados con cristales magnéticos, un mineral de hierro Se preguntaban si habría un puente de unión entre el cáncer y los campos electromagnéticos, aunque no hay pruebas de que los cristales magnéticos tengan algo que ver con esa enfermedad Pero mis colegas y yo pensamos ¿ y si usáramos el generador de imágenes por resonancia magnética para alterar esos imanes en el cerebro humano… para alinearlos? Sé que usted es abogado de patentes Supongo que está al día en cuanto a desarrollos tecnológicos
– En general, sí
– A principios de 1993, se anunció un gran avance casi simultáneamente en dos sitios al mismo tiempo El anuncio provino del gigante de las computadoras en Japón, Fujitsu, la Corporación Japonesa de Telégrafos y Teléfonos, y la Universidad Graz en Austria, una universidad tecnológica Usando varias técnicas de biocibernética, la colección de impulsos eléctricos que descarga el cerebro por medio del electroencefalograma, los seres humanos podían dar ordenes a la computadora con sólo pensarlas Sólo con la mente, movían un cursor en una pantalla de computadora o escribían letras determinadas Bueno, en ese punto supimos que era posible
– ¿Y por qué no pueden inducirlo en todos9
– Esa es la pregunta del millón de dolares -dijo- Tal vez tiene que ver con la forma en que esta construida su área de Wernicke Tal vez con el número, la densidad de las neuronas. Con lo que le da a usted su memoria eidética. Para ser sincero, no tengo ni idea. Son sólo especulaciones. Nada más. Pero aunque no sepamos la razón, o la confluencia de razones por las que se da, lo cierto es que a usted le pasó. Lo cual lo convierte en un sujeto valioso.
– Valioso -repetí-, ¿,para quién7 -Pero él ya se había vuelto para salir de la habitación
– En realidad, estoy muy satisfecho -dijo Toby Thompson. Realmente parecía muy feliz consigo mismo
Yo estaba sentado en una sala de interrogatorio, blanca, antiséptica, bien iluminada, mirando a Toby que me miraba a su vez desde la habitación conjunta, a través de un panel de vidrio grueso El vidrio estaba lleno de huellas dactilares y la habitación era tan brillante que era fácil olvidarse de que eran las ocho de la mañana y yo no había dormido en toda la noche Yo sabía que estábamos en el subsuelo del mismo edificio de oficinas, desagradable y anónimo construido en la década del 60
– Dime algo -le dije- ¿Por qué la barrera de vidrio9 ¿Por qué no produces la interferencia con los elf como hiciste en el refugio?
Toby sonrió, una sonrisa casi nostálgica
– Ah, también está la interferencia Mejor no correr riesgos No creo mucho en la tecnología, ¿y tú?
Pero yo no estaba de humor para chistes, después de haber estado más de una hora sometido a las pruebas del doctor Mehta.
– Si me las hubiera arreglado para escapar -empecé a decir.
– No hubiéramos ahorrado esfuerzos para encontrarte, Ben Eres demasiado valioso. En realidad, tu perfil sicológico indicaba que intentarías escapar una vez, lo daba como algo bastante seguro. Así que no me sorprende del todo. No te olvides de que cuando te fuiste de la Agencia, perdiste el olor de la colonia, Ben.
– ¿El olor de la colonia?
– Entomología, hormigas. Te acuerdas de mi interés en las hormigas…
Toby había estudiado entomología antes de la Segunda Guerra Mundial, momento en que las circunstancias lo llevaron muy lejos hacia el campo de la inteligencia militar, la ose, y más tarde hacia la CIA Pero no había perdido interés y seguía en contacto con un viejo amigo de Harvard, E.O. Wilson, que ahora era uno de los estudiosos más importantes en el tema. El único uso que se las había arreglado para encontrar Toby a su pasión por las hormigas tenía que ver con las metáforas.
– Claro que me acuerdo, Toby. ¿El olor de la colonia?
– Cuando una hormiga saluda a otra, le pasa las antenas sobre el cuerpo. Si la otra es una intrusa de otra especie, la atacarán. Pero si es de la misma y de una colonia distinta, la aceptan. Sin embargo, le dan menos comida hasta que adquiere el mismo olor, la misma ferohormona, que las otras. Entonces, es como si ya fuera una de ellas.
– ¿Así que soy de otra colonia? -pregunté, impaciente.
– ¿Alguna vez viste cómo ofrece comida una hormiga? Es muy íntimo, muy conmovedor. El ataque, en cambio, es muy desagradable. Una, o las dos, mueren.
Pasé los dedos sobre la mesa de conferencias de fórmica, imitación madera.
– De acuerdo -dije-. Ahora, dime, ¿quién me atacó anoche?
– ¿En Boston?
– Correcto. Y "no sabemos" me parece insuficiente.
– Insuficiente pero exacto. Realmente no sabemos. Lo que sí sabemos es que hay un espía…
– Mierda, Toby -dije en un estallido-. Tenemos que decirnos las cosas de frente.
Levantó la voz casi hasta el grito, lo cual me sorprendió.
– ¡Estoy diciéndote las cosas de frente, Ben! Desde el accidente de París, estoy a cargo de este proyecto. Lo llaman el Proyecto Oráculo: ya sabes la tendencia que tienen los muchachos de cobertura a lo melodramático. Del latín oraculum, de orare, hablar. La mente habla, ¿no es cierto?
Me encogí de hombros.
– El Proyecto Oráculo es el Proyecto Manhattan de telepatía, caro, intensivo, ultrasecreto y considerado un fracaso seguro por casi todos los que saben que existe. Desde esos meses del caballero holandés con fes, para ser preciso ciento treinta y tres días, hasta que se suicidó, ya pasamos por más de ocho mil sujetos de experimentación.
– ¡¿Ocho mil?! -exclamé.
– La vasta mayoría, por supuesto, no sabía que estaba formando parte de un experimento, y se les daba bastante dinero. De todos ellos, dos terminaron con pequeñas manifestaciones de fes, pero la habilidad se desvaneció después de uno o dos días. Contigo…
– Ya van dos días y nada ha cambiado.
– Excelente. Excelente.
– ¿Pero para qué es esto, carajo? Ya terminó la Guerra Fría, y…
– Ah -dijo él-, es que eso es un error. Sí, el mundo cambió pero sigue siendo un lugar muy peligroso. La amenaza rusa sigue ahí, esperando otro golpe de Estado o la quiebra total del sistema, como la Alemania de Weimar esperaba que Hitler restaurara su imperio arruinado. El Medio Oriente es un caldero. El terrorismo cunde, estamos entrando en una era de terrorismo de una violencia que nunca vimos antes. Tenemos que cultivar esa habilidad que ahora tú tienes, la necesitamos desesperadamente. Necesitamos agentes que puedan adivinar intenciones. Siempre habrá Saddams Husseins o Khaddafis o quién sabe quién.
– Así que dime, ¿para qué el tiroteo de Boston? Hace… hace ¿cinco años? que el Proyecto Oráculo está en marcha…
– Más o menos cinco, sí.
– Y de pronto, la gente me dispara. Hay una urgencia, eso es obvio. Alguien quiere algo, y lo quiere ahora mismo. No tiene sentido.
Toby suspiró, tocó con los dedos el vidrio que nos separaba.
– Ya no hay amenaza soviética -dijo lentamente-. Gracias a Dios. Pero hay otra mucho más difícil y difusa: cientos de miles de desempleados en el Este, espías también, trabajadores, muchísimos.
– Esa no es explicación posible -contesté-. Esa gente es positiva para nosotros. ¿Para quién mierda trabajan? ¿Y por qué?
– Mierda -gritó Toby-. ¿Quién crees que mató a Edmund Moore?
Lo miré con los ojos muy atentos. Los de él estaban abiertos, asustados, llenos de lágrimas.
– Tú dime, ¿quién fue?
– Ah, vamos, la versión oficial es que se tragó el cañón de su revólver, modelo 39 Smith amp; Wesson, de la Agencia, de 1957.
– ¿y?
– El modelo 39 tiene cámaras para el Parabellum 9 mm, ¿verdad? Es el primer 9 mm de fabricante estadounidense.
– ¿A qué mierda quieres llegar?
– La bala que entró en el cerebro de Ed Moore vino en un cartucho de 9 mm x 18. Es el que se usa para la pistola Makarov. ¿Me sigues?
– Soviética -dije-. Antigua, fines de la década del cincuenta. O…
– O de Alemania del Este. El cartucho es para la Pistóle M. de Alemania del Este. No creo que Ed Moore hubiera usado munición de la policía secreta de Alemania del Este en su vieja pistola de la Agencia. ¿A ti qué te parece?
– Pero los malditos Stasi ya no existen, Toby.
– Alemania del Este no existe. Los Stasi no existen. Pero los agentes de la Stasi sí. Y alguien está utilizándolos para hacer un trabajo. Te necesitamos, Ben.
– Sí -dije, levantando la voz-. Obviamente. Pero, ¿para qué, mierda?
Siguió con su ritual de sacar un paquete de Rothmans, golpearlo contra el costado de su silla de ruedas hasta que salió uno, encenderlo… Después de soltar el humo, habló a través de la nube.
– Queremos que localices al último jefe de la kgb.
– Vladimir Orlov.
Él asintió.
– Pero tú sabes dónde está ahora… ¿Con todos los recursos de la Agencia?
– Lo único que sabemos es que está en alguna parte de Italia del Norte, en Toscania. Eso es todo.
– ¿Y cómo mierda saben eso?
– Nunca divulgo métodos ni fuentes -dijo con una sonrisa torcida-. En realidad, Orlov está enfermo. Va a Roma a ver a un cardiólogo. Eso lo sabemos. Hace años que ve a ese tipo: visitó Roma por primera vez en la década del 70. Este doctor trata a cierto número de líderes mundiales con gran discreción. Orlov confía en él.
"También sabemos que después de las consultas, vuelve a algún lugar de Toscania. Los que lo llevan son hábiles. Se sacaron de encima a todos los que les pusimos para seguirlos.
– Organicen un trabajo de introducirse en un lugar vigilado.
– ¿Con el cardiólogo? No tiene sentido. Ya probamos ert Roma. Nada. Seguramente tiene los archivos bien guardados.
– ¿Y si encuentro a Orlov?
– Tú eres el yerno de Harrison Sinclair. Casado con su hija. No es totalmente absurdo pensar que quieras tener relaciones con él, negocios. Va a sospechar, pero tú puedes hacerlo. Y cuando estés con él, queremos que averigües todo lo que puedas sobre lo que discutió con Sinclair. Todo. ¿Realmente se robó una fortuna? ¿O fue Hal? ¿Qué tuvo que ver Orlov? Tú hablas ruso, y con tu "talento"…
– Ni siquiera tiene que decir nada…
– Tal vez en un solo movimiento puedas localizar la fortuna que nos falta y limpiar el nombre de Hal Sinclair. Pero también es posible que lo que averigües sobre tu suegro no te guste.
– No es probable.
– No, Ben. Tú no quieres creer que Harrison Sinclair fueraun ladrón. Alex Truslow tampoco y yo tampoco. Pero prepárate para la posibilidad de que eso sea exactamente lo que pasó, aunque te parezca repugnante. Y la misión tiene riesgos.
– ¿Quiénes son los riesgos?
Él se reclinó en la silla de ruedas.
– La gente más traicionera en el negocio de la inteligencia es siempre la tuya propia. Hubo un gran entomólogo del siglo XIX, Auguste Forel, que observó que los peores enemigos de las hormigas son… otras hormigas. Los peores enemigos de los espías son otros espías. -Puso las manos como formando el techo de un templo. -No sé qué trato hizo Vladimir Orlov con Sinclair, pero no creo que el ruso quiera que ese trato salga a la luz.
– No me jodas, Toby -dije-. Tú no crees que Hal fuera inocente.
El dejó escapar el aire, un ruido audible.
– No -admitió-. No. Ojalá pudiera creerlo. Pero al menos averiguaremos en qué andaba cuando murió. Y por qué.
– ¿En qué andaba Hal -grité-. Hal está muerto.
Toby levantó la vista, sorprendido. Parecía asustado, aunque yo no sabía si era por mi estallido o por alguna otra cosa.
– ¿Quién lo mató? -exigí que me dijera-. ¿Quién mató a Hal?
– Empleados de la Stasi, supongo.
– No hablo del trabajo sucio, ¿quién ordenó esa muerte?
– No sabemos.
– Esos renegados de la CIA, los Sabios, Alex me habló de ellos…
– Posible. Aunque tal vez, sé que no va a gustarte, pero hay que pensarlo… tal vez Sinclair era uno de ellos. Uno de los así llamados Sabios. Y tal vez hubo un desertor o algo así.
– Esa es una teoría -dije con frialdad-. Debe de haber otras.
– Sí. Tal vez Sinclair hizo un trato con Orlov, algo que tenía que ver con muchísimo dinero. Y Orlov, por avaricia o miedo, lo hizo matar. Después de todo, ¿no sería lógico que esos rufianes de Alemania del Este y Rusia hicieran algo así por su viejo jefe?
– Necesito hablar con Alex Truslow.
– No podemos comunicarnos con él. No está disponible.
– Está en Camp David. Y sé que se puede llegar a él.
– Está en tránsito, Ben. Si tienes que hablarle, prueba mañana. Pero no hay tiempo que perder. Este es un asunto urgente.
– Te piensas quedar con Molly, ¿eh? ¿Hasta que yo te entregue los bienes que me pides?
– Ben, estamos desesperados. Las cosas son demasiado vitales. -Respiró hondo. -No fue idea mía. Discutí con Charles Rossi por esto, gritamos incluso.
– Pero ahora estás de acuerdo.
– La tratan muy bien. Eso te lo juro. Ella puede confirmarlo. El hospital sabe que la llamaron por un asunto familiar de urgencia. Lo único que va a pasarle es que van a obligarla a tomar un lindo descanso de unos días. Lo necesita.
Sentí que me corría la adrenalina por el cuerpo y tuve que luchar conmigo mismo para conservar la compostura.
– Toby, creo que fuiste tú el que me dijo una vez que cuando un hormiguero está bajo ataque, las hormigas no envían a los jóvenes machos como soldados. Envían a las mujeres viejas, me dijiste. Porque si ellas mueren, no tiene importancia. Eso se llama altruismo: es mejor para la colonia, ¿cierto?
– Haremos todo lo que podamos para protegerte.
– Dos condiciones -dije.
– ¿Sí?
– Primero, es lo único que voy a hacer. Para ustedes o para cualquier otro. No pienso transformarme en conejito de Indias ni en el chico de los mandados ni en ninguna otra cosa. ¿Comprendido?
– Comprendido -dijo él, la voz firme-. Aunque espero que podamos convencerte más adelante.
No le presté atención.
– Y segundo, van a recibir la información cuando suelten a Molly. No antes. Yo voy a fijar términos y métodos. Este es mi juego y yo pongo las reglas.
– Eso no es razonable -dijo Toby, la voz más fuerte.
– Tal vez, pero ese punto no es negociable.
– No voy a permitirlo. Está contra todas las reglas de procedimiento,
– Acéptalo, Toby.
Otra larga pausa.
– Mierda, Ben. De acuerdo.
– Entonces, tenemos un trato.
Él puso las manos sobre la mesa, frente a mí.
– Te llevaremos a Roma en un par de horas -dijo-. No hay ni un minuto que perder.