30

El abuelo Passilidis me había ahorrado muchas pesquisas. Él ya había andado a lo largo de ocho siglos de lo que yo empezaba a considerar como mi propia búsqueda.

Descendí por la línea hasta el tiempo actual, examiné los archivos del centro del Servicio Temporal de Atenas, me equipé como un noble bizantino de finales del siglo XII, con una suntuosa túnica de seda, capa negra y blanco bonete. Tomé el expreso del norte para Albania y me bajé en la ciudad de Gjinokaster. En otro tiempo, la ciudad se llamó Argyrokastro, en el distrito de Epira.

Desde Gjinokaster, remonté la línea hasta 1205.

Los campesinos de Argyrokastro se quedaron impresionados al ver mis principescos atavíos. Les dije que buscaba la corte de Miguel Angel Comneno; me señalaron el camino y me vendieron un asno para que pudiera llegar.

Encontré a Miguel Angel y al resto de los exiliados bizantinos siguiendo una carrera de carros en un improvisado hipódromo, a los pies de una serie de desgarradas colinas. Me mezclé tranquilamente entre la multitud.

—Busco a Ducas —le dije a un anciano aparentemente inofensivo que vendía vino.

—¿Ducas? ¿Cuál?

—¿Hay varios? Traigo un mensaje de Constantinopla para un Ducas, pero no me dijeron que hubiese varios.

El viejo se echó a reír.

—Justo a la vista —dijo—, estoy viendo a Nicéforo Ducas, Juan Ducas, León Ducas, Jorge Ducas, Nicéforo Ducas el Joven, Miguel Ducas, Simeón Ducas y Dimitrios Ducas. Soy incapaz de encontrar en este momento a Eftimio Ducas, Leoncio Ducas, Simeón Ducas el Alto, Constantino Ducas, ni tampoco a… déjeme pensar un momento… Andrónico Ducas. ¿A qué miembro de la familia anda buscando?

Le di las gracias y descendí por la línea.

En la Gjinokaster del siglo XVI pregunté dónde se encontraba la familia Markezinis. La ropa bizantina me hizo ganarme algunas desconfiadas miradas, pero las monedas de oro bizantinas me dieron la información que necesitaba. Un besante y me dijeron dónde encontrar la casa de los Markezinis. Dos besantes más y me presentaron al capataz de la viña de los Markezinis. Cinco besantes —elevado precio— y estaba comiendo pasas en el salón de Gregory Markezinis, el jefe del clan. Era un hombre distinguido de mediana edad, con abundante barba gris y ojos ardientes; era hospitalario, a pesar de su severo aspecto. Mientras hablábamos, sus hijas se movieron tranquilamente a nuestro alrededor, llenándonos las copas, trayéndonos pasas, trozos de cordero frío, arroz. Tenía tres hijas, que podrían tener trece, quince y diecisiete años. Procuré no mirarlas con mucha atención, pues conocía el celoso temperamento de los jefes de los clanes de las montañas.

Eran verdaderas bellezas: piel olivácea, ojos oscuros, senos firmes, labios sensuales. Habrían podido pasar por ser las hermanas de mi abuela Katina. Mi madre, Diana, creo, debió parecerse a ellas de joven. La gente de la familia es muy fuerte.

A menos que hubiera trepado a la rama equivocada del árbol, una de aquellas chicas era mi tátara-tátara-multi-tátara-abuela. Y Gregory Markezinis era mi tátara-tátara-multi-tátara-abuelo.

Me presenté ante él como si fuera un joven chipriota adinerado, de origen bizantino, que recorría el mundo en busca de placeres y aventuras. Gregory, cuyo griego estaba ligeramente contaminado por palabras albanesas (no recuerdo lo que hablaban sus siervos), visiblemente, nunca antes se las había visto con un chipriota y aceptó como auténtico mi acento.

—¿Qué lugares habéis visitado? —preguntó.

—Oh —dije—, Siria, Libia, Egipto y Roma, París, Lisboa, y acudí a Londres para presenciar la coronación de Enrique VIII; he estado también en Praga y en Viena. Y ahora me dirijo de nuevo hacia el este, a las posesiones turcas, pues estoy decidido, pese a todos los riesgos, a visitar las tumbas de mis ancestros en Constantinopla.

Enarcó una ceja al oír la palabra ancestros. Clavando la daga con energía en un trozo de cordero, preguntó:

—¿Vuestra familia pertenecía a la nobleza?

—Soy descendiente de los Ducas.

¿De los Ducas?

—De los Ducas —afirmé tranquilamente.

—Yo también soy descendiente de los Ducas.

—¿Sí?

—Efectivamente.

—¿Un Ducas en Epira? —pregunté—. ¿A qué se debe?

—Llegamos aquí con los Comneno, cuando los cerdos latinos conquistaron Constantinopla.

—¿Sí?

—Totalmente cierto.

Pidió más vino, el mejor de la casa. Cuando reaparecieron las hijas, interpretó una pequeña comedia, gritando:

—¡Un pariente! ¡Un pariente! ¡El forastero es pariente nuestro! ¡Atendedle como merece!

Fui engullido por las hijas de Markezinis, aplastado por jóvenes y firmes pechos, sumergido por cuerpos suaves y perfumados. Las besé castamente, como habría hecho cualquier primo lejano.

Hablamos de genealogía mientras bebíamos un vino viejo y fuerte. Tomé un Ducas al azar —Teodoro— y afirmé que había huido a Chipre, tras la derrota de 1204, para fundar allí mi propio linaje. Markezinis no tenía modo alguno de refutarme y, de hecho, lo aceptó en el acto. Saqué una larga lista de antepasados Ducas que se extendía de mí mismo al lejano Teodoro, utilizando los más corrientes nombres bizantinos. Al concluir, le pregunté:

—¿Y vos, Gregory?

Empleando el cuchillo para marcar las ramas genealógicas en la mesa cuando la historia se hacía lo suficientemente compleja, Markezinis trazó su ascendencia hasta Nicolás Markezinis, quien, a finales del siglo XIV, se casó con la hija mayor de Manuel Ducas de Argyrokastro, un Ducas que no tenía más que hijas, con lo que terminaba su descendencia directa. Acto seguido, desde Manuel, Markezinis volvió tranquilamente hasta la expulsión de los bizantinos de Constantinopla por la cuarta Cruzada. El Ducas de su ascendencia directa que huyó a Albania no era otro que, dijo, Simeón.

Mis gónadas se sumieron en la desesperación.

—¿Simeón? —repetí—. ¿Os referís a Simeón Ducas el Alto o al otro?

—¿Había dos? ¿Cómo lo sabéis?

Con las mejillas en llamas, improvisé.

—Debo reconocer que he estudiado ampliamente toda la familia. Hubo dos Simeón Ducas que sobrevivieron a los Comneno en este país: Simeón el Alto y otro hombre mucho más bajo.

—No sé nada de todo eso —confesó Markezinis—. Me dijeron que mi antepasado se llamaba Simeón. Y que su padre era Nicéforo, cuyo palacio estaba muy cerca de la Iglesia de Santa Teodosia, junto al Cuerno de Oro. Los venecianos quemaron el palacio de Nicéforo cuando conquistaron la ciudad en 1204. Y el padre de Nicéforo… —Dudó, sacudiendo la cabeza lenta y tristemente, como un viejo búfalo—. No recuerdo el nombre del padre de Nicéforo. Lo he olvidado. ¿Era León? ¿Basilio? Lo he olvidado. Tengo la cabeza llena de vino.

—Eso no es muy grave —respondí.

Siguiendo la pista de mis antepasados en Constantinopla, no habría problemas.

—¿Romano? ¿Juan? ¿Isaac? Lo tengo en la punta de la lengua… pero hay tantos nombres… tantos nombres…

Se durmió sobre la mesa sin dejar de farfullar.

Una muchacha de ojos negros me condujo a una habitación. Habría podido saltar al futuro en aquel momento, pues ya sabía todo lo que podía saber; pero me pareció más cortés pasar la noche bajo el techo de mi multi-tátara-abuelo, en lugar de escapar como un ladrón. Me desvestí, apagué la vela y me metí entre las sábanas.

En las tinieblas, una joven de cuerpo ligero se me unió en la cama.

Sus senos llenaban mis manos agradablemente, y su perfume era ligeramente dulzón. No podía verla, pero creo que se trataría de una de las tres hijas de Markezinis que venía a demostrarme hasta qué punto podía ser hospitalaria la familia.

La palma de mi mano se deslizó hasta su bajo vientre liso y suave; sus piernas se abrieron cuando llegué a la zona adecuada y percibí en el acto que estaba preparada para el amor.

Me sentí vagamente decepcionado al descubrir que las hijas de Markezinis se entregaban tan libremente a los forasteros… incluso a un noble extranjero que decía ser su primo. Después de todo, eran mis antepasadas. ¿Estaría mi ascendencia impregnada del esperma de los ocasionales viajeros?

Aquel pensamiento me condujo a otro realmente abrumador: si aquella chica era verdaderamente mi tátara-tátara-multi-tátaraabuela, ¿qué hacía yo con ella en la cama? Tirarse a los forasteros, vale… pero ¿tirarse a los descendientes? Cuando empecé la búsqueda aguijoneado por Metaxas, no tenía intención alguna de cometer incesto transtemporal; y, sin embargo, no estaba haciendo otra cosa en aquel momento. La culpabilidad se apoderó de mí y me puse tan nervioso que me quedé impotente momentáneamente.

Pero mi compañera bajó hasta mi cintura y sus labios me hicieron recuperar la virilidad. Un viejo truco bizantino, pensé; de nuevo erguido, me deslicé en ella e hicimos el amor deliciosamente. Aplaqué a mi conciencia diciéndome que tenía dos oportunidades de cada tres de que aquella muchacha fuese mi tátara-tátara-multi-tátara-tía, con lo que el incesto sería necesariamente mucho menos grave. En lo concerniente a los descendientes, mis relaciones con una tía del siglo XVI tendrían una importancia mínima.

Después de todo aquello, mi conciencia me dejó en paz y la chica y yo llevamos nuestros jadeos hasta el final. Luego, se levantó y salió de la alcoba, pero, al pasar delante de la ventana, la plateada luz de la luna iluminó sus blancas nalgas, sus pálidos muslos y sus largos cabellos rubios, y comprendí lo que tenía que haber sabido desde el principio: que las hijas de Markezinis no dormían con los forasteros como las esposas de los esquimales, sino que alguien, juiciosamente, me había enviado a una criada para que yo pasase un buen rato. ¡Que se fueran al cuerno los remordimientos! No tardé en dormirme después de recibir la absolución del inexistente incesto.

A la mañana siguiente, Gregory Markezinis, por encima de un desayuno de arroz y cordero, declaró:

—He oído decir que los españoles han descubierto un Nuevo Mundo al otro lado del océano. ¿Pensáis que habrá algo de verdad en toda esa historia?

Nos encontrábamos en el año 1556.

—Es totalmente exacto —dije—, no cabe la menor duda. He visto las pruebas en España, en la corte del rey Carlos. Es un mundo lleno de oro, jade, especias… y de hombres con la piel roja.

—¿Hombres con la piel roja? ¡Oh, no, primo Ducas, no, no, no puedo creérmelo! —Markezinis lanzó un divertido rugido y llamó a sus hijas—. El Nuevo Mundo de los españoles… ¡sus habitantes tienen la piel roja! ¡Lo dice el primo Ducas!

—Bueno, más bien de color cobrizo —murmuré, pero Markezinis apenas me escuchó.

—¡Pieles rojas! ¡Pieles rojas! ¡Y no tienen cabeza, sino la boca y los ojos en mitad del pecho! ¡Y hombres con una sola pierna que levantan por encima de la cabeza a mediodía para protegerse del sol! ¡Sí, sí! ¡Oh, qué maravilloso Nuevo Mundo! ¡Primo, me resultáis muy divertido!

Le dije que me alegraba divertirle tanto. Luego le di las gracias por su hospitalidad, besé castamente a cada una de sus tres hijas y me dispuse a partir. Súbitamente, me di cuenta de que mis antepasados se habían llamado Markezinis desde el siglo XIV al siglo XX, con lo que ninguna de aquellas muchachas podía ser mi antepasada. Los temores de mi conciencia fueron inútiles, salvo al enseñarme dónde se situaban mis inhibiciones.

—¿Tenéis hijos? —le pregunté a mi anfitrión.

—Oh, sí —respondió—. ¡Tengo seis!

—Que vuestra descendencia crezca y prospere —declaré.

Salí de la casa y conduje al asno durante una docena de kilómetros fuera de la ciudad; luego, lo até a un olivo y descendí por la línea temporal.

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